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domingo, 3 de diciembre de 2023

Proverbios del Infierno y Hombre Muerto

La voz del Diablo

 

I de VII

Emanuel Swedenborg
(1688-1772)

Una y otra vez el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) recordó que el sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772) solía recorrer las regiones de los cielos y de los infiernos y conversar con los muertos, con los demonios y con los ángeles. Precedido por premoniciones oníricas, todo comenzó una fría y brumosa noche de 1745 en las calles de Londres, cuando Swedenborg fue seguido por un desconocido que luego apareció en su cuarto. Allí el desconocido le dijo que era el Señor (Jesús o Dios) y le encomendó la tarea de rehabilitar la decadencia de la Iglesia fundando una tercera: la Nueva Jerusalén. Arduo empeño al que Swedenborg se dedicó el resto de sus días estudiando en hebreo los libros sagrados y escribiendo en latín toda su extensa y voluminosa obra basada en tales lecturas, en sus oníricos y visionarios viajes, y en sus conversaciones metafísicas.

Emecé Editores España
(Barcelona, 1996)

          El “camino de salvación” signado por Swedenborg implica la práctica de una vida ética e intelectual, a lo que el británico William Blake (1757-1827), “discípulo rebelde de Swedenborg”, añadió “el ejercicio del arte”, dice Borges. De Swedenborg
—además de “una iglesia, que es muy linda”: “una suerte de invernáculo, como de cristal”—, “Quedan algunos testimonios de sus últimos días, de su anticuado traje negro de terciopelo y de una espada con una empuñadura de forma extraña. Su régimen de vida era austero; el café, la leche y el pan eran su alimento. A cualquier hora de la noche o del día, los sirvientes lo oían caminar por su habitación, hablando con sus ángeles.” Esculpe Borges con la sierra y el martillo en “Emanuel Swedenborg”, su prefacio a Mystical Works (edición neoyorquina, sin fecha, de la New Jerusalem Church), compilado en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Buenos Aires, Torres Agüero, 1975), póstumamente reunido en el volumen Obras completas IV (Barcelona, Emecé editores, 1996), donde también figura Borges, oral, libro que reúne la transcripción de las cintas magnetofónicas, a cargo de Martín Müller, de las cinco conferencias que Borges dictó, en junio de 1978, en la Universidad de Belgrano, en Buenos Aires; la tercera de ellas también se titula “Emanuel Swedenborg”, ídem el poema de Borges que cierra su citado prefacio a Mystical Works. Pero también en ese tomo IV figura el libro Biblioteca Personal. Prólogos, previamente publicado en Buenos Aires, en abril de 1988, por Alianza Editorial con el número 7 de la serie Alianza Literatura, y por ende allí se halla el prólogo de Borges a la Poesía completa de William Blake, libro coeditado en Barcelona, en 1986, por Hyspamérica y Orbis, con el número 4 de la Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges.

   

William Blake (1807)

Retrato de Thomas Phillips

           El conocimiento heterodoxo de Swedenborg que tuvo William Blake comenzó con el hecho de que su padre era un “no conformista de tendencia swedenborgiana”, anota el poeta español Luis Cernuda (1904-1963) en su preámbulo a la edición bilingüe que en 1983 hizo la madrileña Colección Visor de Poesía de Matrimonio del Cielo y del Infierno (c. 1790-1793), Cantos de inocencia (1789) y Cantos de experiencia (1789-1794), libros de William Blake, traducidos del inglés al castellano por Soledad Capurro. Conocimiento no exento de crítica, antagonismo, acritud, sosa cáustica y bilis negra de predicador gesticulante y callejero, como bien puede leerse, por ejemplo, en una página del citado Matrimonio del Cielo y del Infierno:

     

Colección Visor de Poesía, Volumen LXXXVII
Madrid, 1983

          “Siempre me ha parecido que los Ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como los únicos sabios; lo hacen con una confiada insolencia nacida del razonamiento sistemático.

            “Así Swedenborg alardea de que lo que escribe es nuevo, aunque sólo es un Índice o Catálogo de libros ya publicados.

            “Un hombre llevaba consigo un mono para mostrarlo, y como era algo más sabio que el mono, se envaneció y se consideró a sí mismo más sabio que siete hombres. Así es con Swedenborg: él muestra la idiotez de las iglesias y denuncia a los hipócritas, hasta que imagina que todos son religiosos y que él es el único sobre la tierra que nunca rompió una red.

            “Ahora escucha un hecho claro: Swedenborg no ha escrito una verdad nueva.

            “Ahora escucha otro: ha escrito todas las viejas falsedades.

            “Y ahora escucha el motivo. Él conversaba con los Ángeles, que son todos religiosos, y no conversaba con los Demonios que odian todos la religión, porque él era incapaz por sus engreídos conceptos.

            “Así, los escritos de Swedenborg son una recapitulación de todas las opiniones superficiales y un análisis de las más sublimes, pero nada más.

            “He aquí otro hecho evidente: cualquier hombre de talento mecánico puede sacar de las obras de Paracelso o Jacob Böhme diez mil volúmenes de igual valor que los de Swedenborg, y de las de Dante o Shakespeare un número infinito.

            “Pero cuando lo haya hecho no le dejéis que diga que sabe más que su maestro, porque sólo sostiene una vela en pleno sol.”

II de VII

Mas si Swedenborg visitaba los cielos y los infiernos y discutía con los demonios y con los ángeles e incluso con Cristo, William Blake tuvo sus propias visiones: “ocho años tenía cuando vio un árbol poblado de ángeles”. Y antes o después, Dios mismo asomó su rostro a la ventana de su cuarto y miró al niño Blake. Y cuando ya “es alumno del grabador Basire, con el cual estudia siete años, durante los cuales traza copias de las tumbas y esculturas yacentes en la abadía de Westminster”, en ésta tiene “otra de sus visiones: un día ve a Cristo y los doce apóstoles recorriendo una de las naves”.

   

Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
p. 96

        Siendo las cosas así de tangibles y fehacientes (ídem el beso de la princesa que transformó en príncipe al horrorosísimo sapo de las cavernas de ultratumba), no sorprende que también visitara las regiones del más allá y retornara convertido en el incontestable cartógrafo de los cielos y de los infiernos: “No salió nunca de Inglaterra, pero recorrió, como Swedenborg, las regiones de los muertos y de los ángeles. Recorrió las llanuras de ardiente arena, los montes de fuego macizo, los árboles del mal y el país de tejidos laberintos. En el verano de 1827 murió cantando. Se detenía a ratos y explicaba ‘¡Esto no es mío, no es mío!’ para dar a entender que lo inspiraban los invisibles ángeles. Era fácilmente iracundo.” Cincela Borges en su citado prólogo a la Poesía completa de William Blake. De ahí que se tenga la mórbida impresión de que William Blake era un gruñón marca Diablo que descubrió la gnóstica fórmula para llegar a la Isla Perdida después mordisquear el prohibido fruto del Árbol del Conocimiento, y entonces supo, para decirlo con Umberto Eco, cómo atrapar un basilisco con la sola ayuda de un espejuelo de bolsillo y de una fe inconmovible [tanto] en el Bestiario, como en la Biblia.

        


        Uno de los títulos más célebres de William Blake es Matrimonio del Cielo y del Infierno (c. 1790-1793). A tales páginas pertenecen los Proverbios del Infierno que tradujo al español el poeta mexicano Xavier Villaurrutia (1903-1950), reeditados en abril de 1994 por Fósforos, colección dirigida por Raúl Renán y Alfredo Herrera. Se trata de una pequeña caja, cuyo diseño, a partir de la idea original del poeta Carlos Isla, semeja ser una cajilla de cerillos de cocina, con hojas sueltas y sin número de páginas, coeditada en la Ciudad de México por Verdehalago, Revista quincenal de poesía y La Máquina Eléctrica.

    Aunque no se apunta en la minúscula edición de Fósforos, los setenta Proverbios del Infierno traducidos por el autor de Nostalgia de la muerte (Buenos Aires, Sur, 1938) aparecieron por primera vez, en la capital mexicana, en el número 6 de la revista Contemporáneos (noviembre de 1928), junto a otros textos iniciales de Matrimonio del Cielo y del Infierno.

 

Edición facsimilar 
Col. Revistas Literarias Mexicanas Modernas, Vol. II, FCE
México, 1981

            En la “Visión memorable” que precede a los Proverbios del Infierno traducidos por Xavier Villaurrutia para la revista Contemporáneos, William Blake reporta su viaje al Infierno y el origen de éstos:

     “Mientras paseaba entre las llamas del Infierno, deleitado con los goces del genio que a los ángeles parece tormento y locura, recogí algunos de sus proverbios pensando que, así como los dichos de un pueblo llevan el sello de su carácter, los proverbios del Infierno muestran la naturaleza de la Sabiduría Infernal mejor que ninguna descripción de edificios o vestiduras.”

           

Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
p. 163

           Uno de tales Proverbios describe los rasgos de lo que parece un fantástico, espeluznante y luciferino ser del averno, un diablo hediondo a azufre:

      “Los ojos de fuego, la nariz de aire, la boca de agua, la barba de tierra.”

      Lo que imanta, con los pelos de punta a la ponketa de huitlacoche, la enigmática imagen de un demonio que traza William Blake en la citada “Visión memorable”:

   

Poesía completa (Hyspamérica, 1986), de William Blake
p. 234

         “Cuando volví a mi casa, sobre el abismo de los cinco sentidos, allá donde una doble llanura se desploma sobre el presente mundo, vi un poderoso demonio envuelto en nubes negras, aleteando en las paredes de las rocas; con llamas corrosivas escribió la sentencia siguiente, comprendida por el cerebro de los hombres y leída por ellos en la tierra: ¿No comprendes que cada pájaro que hiende el camino del aire es un mundo inmenso de delicias cerrado para tus cinco sentidos?”

III de VII

Quizá el desocupado lector, lectora o lectore, haya visto en la pantalla grande, en DVD, en Blue-Ray o en streaming, la película Dead Man (1995), en español: Hombre Muerto, wéstern guionizado y dirigido por el cineasta norteamericano Jim Jarmusch (Akron, Ohio, 1954), cuyo epígrafe de Henry Michaux reza: “Es preferible no viajar con un hombre muerto.” Sugestiva y por instantes distorsionada y estridente música de Neil Young con su lira eléctrica, en cuyo soundtrack en CD se llega a oír fundida al estruendo del oleaje marino, e incluso se llega a escuchar la voz del contadorcito William Blake (Johnny Depp) recitando unos versos del poeta maldito William Blake. Magnética fotografía en blanco y negro de Robby Müller. Sugerentes localizaciones, escenarios, vestuarios, y tipología de indos pieles rojas y hombres blancos (caras pálidas). Persuasivas actuaciones de Johnny Depp (William Blake) y Gary Farmer (el piel roja Xebeche, alias Nobody o sea: Nadie), etc.; en cuyo reparto descuella la breve aparición de Robert Mitchum corporificando al duro, autoritario y vengativo John Dickinson, dueño de la metalistería de Machine, avérnico e inmoral pueblo extraviado en lo profundo del salvaje y lejano Oeste, que le pone precio a la cabeza de William Blake (homónimo del poeta, pintor y grabador inglés), el joven contadorcito de Cleveland atildado como payaso de circo, quien tras un largo viaje en tren, ingenuamente llega a Machine (al término de la línea ferroviaria) en busca de empleo en las oficinas de la Dickinson Metal Works (lleva consigo una inútil carta de aceptación datada hace dos meses). Pero al enredarse en un inesperado y sorpresivo crimen en un cuarto del hotel (mueren baleados el hijo del señor Dickinson y la ex amante del vástago, ex prostituta y vendedora de flores de papel en la cantina del pueblo), se transforma ipso facto en un asesino y en un perseguido.

     


         Pues bien, el regordete y bufonesco piel roja Xebeche alias Nobody, como prefiere llamarse, está muy lejos del retorcido o convencional raciocinio de un colono sin escrúpulos de origen europeo, de esos que se mueven bajo las pulsiones de la codicia, del exceso, y de la azarosa y cruenta ley del revólver: o matas o te matan. Su idiosincrasia y psique es la de un esquizoide cuyo pensamiento y cosmovisión oscilan entre lo mágico, supersticioso, ritual, poético y mítico. Piénsese, por ejemplo, que cuando tropieza con el cuerpo de William Blake, herido por una bala cerca del corazón, trata de rehabilitarlo con el poder de sus canturreos, malabares, sahumerio y rudos apretujones sobre la herida: como hundiéndole la bala, en vez de sacársela con la punta de un arma blanca y unos tragos de aguardiente, según presupone el consabido canon cinematográfico. “Hay metal de los blancos cerca del corazón”, le dice. “Traté de sacarlo, pero está muy profundo. Mi cuchillo cortaría tu corazón y sacaría el espíritu de ahí. Estúpido, maldito hombre blanco.”

   Después de consultar la omnisciente sabiduría de las piedras, el indio piel roja, con un matiz de vidente y médium, le dice a William Blake: “Las piedras redondas bajo la tierra han hablado a través del fuego. Las cosas que son parecidas crecen así por naturaleza. Las piedras que hablan vieron mucho el sol. Unos creen que bajan con el rayo. Yo creo que están en la tierra y el rayo las hunde más.” Y luego, no menos enigmático, da por hecho que el contadorcito es un hombre muerto: “¿Mataste al hombre blanco que te mató?”. Lo cual se agudiza in extremis al enterarse, con asombro y un susto que lo catapulta hacia atrás, que el contadorcito se llama William Blake, pues ipso facto supone que corporifica al poeta y grabador inglés (una sombra, un fantasma de carne y hueso). “Tú fuiste poeta y pintor. Y ahora eres asesino de hombres blancos”, le receta; dado que en su niñez conoció, en Inglaterra, la biografía, los poemas y las imágenes del artista y poeta William Blake, luego de que unos soldados ingleses se lo llevaron de Norteamérica a Europa encerrado en una jaula en calidad de criatura salvaje para exhibición, observación y tipificación.

         De ahí que empiece a parlotearle al contadorcito William Blake citando los proverbios del poeta William Blake (que el cara pálida ignora y no comprende): “Cada noche y cada mañana algunos nacen para la miseria”. “Cada mañana y cada noche, unos nacen para un dulce placer. Otros nacen para la noche eterna.”

    Y más adelante, el indio piel roja, con su olfato de perro de caza, le advierte a William Blake que lo están siguiendo para matarlo (pese a que según él ya es un hombre muerto): “Muy seguido, el hedor del hombre blanco lo antecede.” Y entonces el contadorcito lo interroga sobre lo que deben hacer y Nobody le responde manipulando uno de los Proverbios del Infierno: “El águila perdió mucho cuando se conformó con aprender del cuervo”, que Xavier Villaurrutia tradujo así: “Nunca perdió más tiempo el águila que cuando escuchó las lecciones del cuervo”.

   Ironía a la que el piel roja vuelve a recurrir después de abandonarse —oculto bajo una enorme, negra y peluda piel de oso o de búfalo, a una fiera comunión sexual con una voraz y feraz india: “Levántate y guía tu carreta y tu arado sobre los huesos de los muertos” (“Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos”, según Villaurrutia), proverbio precedido por una de sus paródicas lisuras de autor de sus propios proverbios: “No dejes al sol hacer un hoyo en tu trasero”.

         

Fotograma de Hombre muerto (1995)

             Al inicio del vínculo con el indio, el contadorcito William Blake ignora la destreza de las armas de fuego, pese a que por un reflejo, defensivo y de autoconservación, mató al hijo del señor Dickinson. Y aunado a su presunta amnesia o dizque modesto olvido de sus versos que Xebeche le atribuye, el indio piel roja le vaticina la cifra de su destino de hombre muerto: “Esa arma sustituirá tu lengua. Aprenderás a hablar con ella y tu poesía se escribirá ahora con sangre.” Cosa que William Blake cumple al pie de la letra sin evitarlo y con la eficacia que pergeña su meteórica leyenda negra: destino de poeta maldito (muerto y sin espíritu) extraviado en el infierno del salvaje y lejano Oeste, donde escribe con sangre sus rápidos y onomatopéyicos asesinatos-poemas; incluso, en un pasaje, esgrime como suya la borrosa e inasible identidad del verdadero poeta: “¿Eres William Blake?”, le rebuzna uno del par de marshals, calvos y cazarrecompensas, que lo rastrean para matarlo. Y él responde: “Sí, lo soy. ¿Conocen mis poemas?”. Y ¡pum! ¡pum!, truenan los balazos que los borran del mapa del tesoro andante, lo cual el contadorcito rubrica con uno de los proverbios de William Blake que le oyó al vociferino Xebeche: “Algunos nacen para la noche eterna”.

 


         En el wéstern de Jim Jarmusch el lejano y salvaje Oeste es un infierno, una laxa e inmoral tierra de nadie donde los pieles rojas, los caras pálidas y los negros son unos demonios, recíprocamente desconfiados y mezquinos, que se embriagan, fornican, engañan, insultan, maldicen, manipulan, hacen trampas, roban y matan por la menor causa, precio, equívoco, capricho, orden o provocación. Recuérdese, entre otras cosas, lo relativo a Johnny The Kidd Pickett, un jovencillo pistolero de raza negra, con una cicatriz de arma blanca en el lado izquierdo del rostro, que ya ha matado a 14 personas; pero sobre todo lo que concierne a Cole Wilson, el diabólico pistolero antropófago que asesinó y se comió a sus propios padres (y que luego asesina y devora, incluso chupándose los dedos, al pistolero hablantín que dormía con un osito de peluche), vestido de negro (con botonadura plateada, balas de plata y cacha de nácar) como dicta al canon del más malo y maldito del Oeste, quien además conlleva al demoníaco ángel exterminador que le clava la última bala a la leyenda negra del contadorcito William Blake, ya en la canoa de su viaje al más allá. 

     

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

            O el nocturno asesinato de los tres tramperos en un claro del bosque que incita Xebeche con el contadorcito como carnada, donde una de las víctimas, el ridículamente travestido de tosca mujer, relata, alrededor de la hoguera y mientras cocina y sirve en platos metálicos, varias visiones del infierno dentro del infierno:

 

Ilustración de Arthur Rackham para
Ricitos de Oro y los tres osos

          “...con el cabello dorado [mamá osa] le hizo un suéter al osito”, dice al contar, frente a la hoguera, una chusca versión de Ricitos de Oro y los tres osos. Y luego relata un sangriento pasaje pseudohistórico, extirpado de la noche de los tiempos, que evoca el legendario y encarnizado festín caníbal de Vlad Tepes El Empalador: “Hoy recuerdo al emperador del mal, Nerón Augusto. Iba a arrasar con todos los cristianos.” “Para entretener a sus invitados, Nerón iluminaba su jardín con cuerpos de cristianos quemándose vivos en aceite atados en cruces flamantes; crucificados. Y durante la cena ordenaba que frotaran a los cristianos con hierbas de olor y ajo. Les cortaban el sexo y en costales los arrojaban a los perros salvajes.” Lo cual es signado por la cruenta y negra bendición a los frijoles sazonados con especias, leída heréticamente dizque de la Biblia, que resulta el presagio y preámbulo del asesinato a balazos de los tres tramperos: “Este día Dios te entregará en mis manos y yo te destruiré y decapitaré y daré el cadáver del anfitrión de los filisteos a las aves del aire y a las bestias de la tierra. Amén.”                    

     

Vlad Tepes almuerza rodeado de empalados

          En este sentido, el asesinato no riñe y hace íntimas migas (y danza de cachetito la macabra danza de la muerte) con algunos de los Proverbios del Infierno que parecen una apología o incitación al asesinato y a considerar el asesinato como una de las bellas artes, para deglutirlo y rumiarlo con el llevado y traído título de las memorias de Thomas de Quincey (1784-1859). “El asesinato exige, en su opinión, ser tratado estéticamente y apreciado desde un punto de vista cualitativo a la manera de una obra plástica o de un caso médico”, pontifica el heresiarca surrealista André Breton sobre De Quincey en su Antología del humor negro, urdida y prologada en 1939 e impresa al año siguiente en París, en francés, por Les Editions du Sagittaire.  

   

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

         ¡Ha llegado el tiempo de los asesinos!, podría gritarse a los cuatro pestíferos y deletéreos vientos bajo los efectos de varias onzas de Rimbaud y Diablo Verde, sintiéndose, obviamente, el más malo y maldito pistolero del viejo, lejano y salvaje Oeste, echando bala en las inmediaciones de la cantina de Machine. Véanse, si no, algunos maléficos y atronadores ejemplares de los Proverbios del Infierno de William Blake traducidos por Xavier Villaurrutia, publicados en el número 6 de la revista Contemporáneos (noviembre de 1928), junto con otros textos iniciales del libro al que pertenecen: Matrimonio del Cielo y del Infierno (c. 1790-1793):

   

Xavier Villaurrutia (c. 1930)

Foto: Manuel Álvarez Bravo

           “Un cuerpo muerto no venga las injurias”; “Antes asesina a un niño en su cuna que nutras deseos que no ejecutes”; “Sumerge en el río a aquel que ama el agua”; “El gusano perdona el arado que lo aplasta”; “Del agua estancada espera veneno”; “Nunca pregunta el manzano o el haya cómo crecer, ni el león al caballo cómo coger su presa”; “Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber”; “La cólera del león es la sabiduría de Dios”.

    “Era fácilmente iracundo”, vale repetir que sigue puntualizando Borges de William Blake en el susodicho prólogo a su Poesía completa.  

   

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 4

Hyspamérica Ediciones Argentina/Ediciones Orbis
Barcelona, 1986

          Pero como tan solo en unas cuantas líneas de William Blake apenas corrieron algunos chorreantes baldes de sangre, tal vez quepa sacar de la chistera un cuchillo sin hoja al que le falta el mango de Geor Christoph Lichtenberg (1742-1799), traducido del alemán por Juan Villoro en el breviario Aforismos (México, FCE, 1989): “Siempre es preferible darle el tiro de gracia a un escritor que perdonarle la vida en una reseña”.

IV de VII

Al vaticinio que el indio piel roja Xebeche, alias Nobady, le cifra al contadorcito de Cleveland (homónimo del poeta y grabador inglés William Blake) sobre el destino que lo arrastra en el infierno del salvaje y lejano Oeste (hombre muerto, sin espíritu, que escribirá sus poemas con sangre) mientras el impoluto cara pálida viaja en tren observando las mutaciones del desolado paisaje (mira grandes y solitarias estructuras rocosas en lontananza, carretas deshilachadas y tipis abandonados) y las características de los cambiantes pasajeros que lo observan a él—, lo preludia el presagio que al inicio del wéstern, sin decir aguas negras van, le recita, casi como un acertijo, el fogonero analfabeta maquillado de hollín, el mismo que le señala que esos cazadores del vagón (ataviados con ásperos gorros y abrigos de pieles peludas) que de pronto por las ventanas disparan sus fusiles Winchester, ya han masacrado un millón de búfalos el año pasado y que Machine es el infierno y que tal vez allí halle su tumba:

  “Mira hacia la ventana”. “¿No recuerdas esto cuando vas en un barco? Y más tarde en la noche, estabas recostado viendo el cielo y el agua en tu cabeza no era distinta del paisaje y piensas: ¿por qué será que el paisaje se mueve pero el barco está inmóvil?”.

    Palabras-espejo (en lo futuro), pero un galimatías para el pálido y lampiño contadorcito William Blake que tampoco las entiende mirándose la nariz y parando las orejas, y cuyo sentido se explica por sí solo al término del filme, cuando Xebeche ha dispuesto bocarriba, en una canoa que evoca la mítica barca de Caronte, el cuerpo moribundo del contadorcito. Canoa india preparada por el piel roja con ramas de cedro, tabaco, un retrato en miniatura del hombre muerto y otros enseres, que transportará a William Blake por el Gran Mar al ámbito donde se halla su espíritu, el sitio de donde supuestamente vino.

 

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

        Sin embargo, el sentido de las palabras-espejo empieza a prefigurarse mucho antes; por ejemplo, cuando ambos van a caballo en el bosque y se encuentran, clavados en los troncos de varios árboles, los primeros retratos hablados del rostro de William Blake con el clásico: “Se busca”, “500 dólares”. Pero ante el desconcierto y berrinche del contadorcito, Xebeche le cifra uno de sus propios proverbios: “No pararás las nubes construyendo un barco”. Lo cual irrita aún más al contadorcito cara pálida, harto de las para él ininteligibles frases (los Proverbios del Infierno de William Blake), junto con los retruécanos y proverbios de su autoría con que el piel roja le parlotea. Pero éste sólo remata, burlándose, con el repetitivo, variado y bufo estribillo del tabaco (que incluso reitera casi al término de la película): “¿Seguro que no tienes tabaco?”

V de VII

El indio piel roja Xebeche, alias Nobody, le narra al joven William Blake su índole mestiza y marginal, y el significado de su nombre y sobrenombre, y la causa de que vague solo por el solitario bosque:  

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

             “Mi sangre está mezclada. Mi madre era Ungumpe Piccana. Mi padre Absolucca. Esta mezcla no fue respetada. De niño, seguido me dejaban solo, así que pasé meses acechando a la gente alce para probar que sería buen cazador. Un día, mis parientes alces, se compadecieron y un joven alce me dio su vida. Sólo con mi cuchillo le quité su vida. Cuando iba a cortar la carne vinieron hombres blancos a mí. Eran soldados ingleses. Corté a uno, pero me dieron en la cabeza con un rifle. Todo se volvió negro. Mi espíritu pareció dejarme. Luego me llevaron al Este. En una jaula. Me llevaron a Toronto [en tren], luego a Filadelfia y luego a Nueva York. Y cada vez que llegaba a otra ciudad de algún modo, el blanco, había pasado a su gente allá, adelante de mí. Cada ciudad nueva tenía la misma gente que la anterior y no podía entender cómo una ciudad de gente podía moverse tan rápido. Finalmente, me llevaron en barco a través del Gran Mar a Inglaterra. Me pasearon ante ellos como un animal cautivo. Una exhibición. Entonces yo los remedé imitando sus modales, esperando que perdieran interés en ese joven salvaje. Pero su interés sólo aumentó. Así que me metieron a una escuela de blancos. Y ahí fue que descubrí las palabras que tú, William Blake, escribiste. Eran palabras poderosas y me hablaron. Pero hice planes cuidadosos y finalmente escapé. Una vez más crucé el gran océano. Vi muchas cosas tristes de camino a la tierra de mi pueblo. Cuando se dieron cuenta de quién era, los relatos de mis aventuras los enojaron. Me dijeron mentiroso: Xebeche. El que habla fuerte sin decir nada. Me ridiculizaron. Mi propio pueblo. Me dejaron vagar solo por la tierra. Soy Nadie.”

          Pero el sentido nodal y nom plus ultra del filme de Jim Jarmusch, es el que gira en torno al hecho quintaesencial de que para el indio piel roja Xebeche, el contadorcito de Cleveland es un hombre muerto, un muerto sin espíritu que es el poeta, pintor y grabador inglés William Blake. Así, la misión que el indio colige y se impone a sí mismo hasta las últimas consecuencias (jugarse la vida en todo momento e incluso renunciar a ella) es conducir al hombre muerto al lugar “de donde vinieron todos los espíritus. Y a donde todos los espíritus vuelven.”

          Su asumida misión de guía al más allá empieza a cobrar un rumbo más definido cuando en uno de sus personales ritos de brujo sabio, visionario y vidente, ingiere peyote, que él llama el Abuelo Peyote, el alimento del Gran Espíritu: “los poderes de la medicina te dan visiones sagradas que no son para ti, William Blake”, le dice. Y en tales visiones le mira el rostro, al hombre muerto, como si fuera el cráneo de un esqueleto, en cuyas mejillas le traza un par de símbolos semejantes a rayos, cuya críptica índole sólo entiende el indio.

        No obstante, Xebeche induce al contadorcito al ayuno: “Buscar la visión es una bendición. Para hacerlo, debemos ir sin comida, ni agua, pues todos los espíritus sagrados reconocen a aquellos que ayunan. Es bueno prepararse así para un viaje.” Ayuno, tácita e implícitamente salpimentado y reforzado con peyote, lo que explica las alucinaciones pesadillescas que luego tiene William Blake: mientras desde su diálogo y fantaseo consigo mismo se prepara para aclararle el equívoco al señor Dickinson (el dueño de la metalistería de Machine que le puso precio a su cabeza), oye aullidos y ve a hieráticos y dispersos pieles rojas maquillados de mapaches que lo observan confundidos y ocultos entre las ramas de la floresta; pero luego, en el mismo follaje, como si se tratara de un móvil y cambiante trampantojo, sólo mira a un solitario mapache que se aleja entre las matas. Más tarde halla, abandonado en un claro del bosque, a un pequeño ciervo con el sangrante y cauterizado orificio de una bala en el corazón, casi su espejo o su doble, puesto que imita su postura y sueño eterno al dormir junto al animal.

 

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

         Pero el instante climático de las vertientes míticas y poéticas de la película empieza a entreverse en las palabras que Xebeche le dice al hombre muerto al cruzar, cada uno montado en su caballo, un paraje de árboles inmensos, luego de canturrear para sí una cantaleta, con soniquete de vocalización india, que parece un sarcástico blues: “No me importa si te casaste 17 veces. Aún te amo”. Chispa que es una minucia de toda la dosis de comedia y humor (muchas veces negro) que el filme también tiene. “Te llevaré al puente hecho de aguas”, le dice Xebeche. “El espejo. Te llevarán al siguiente nivel del mundo. El lugar de donde vienes, William Blake. Donde debe estar tu espíritu. Debo ver que pases por el espejo donde el mar se une al cielo.”

VI de VII

Que había en William Blake una buena pócima de veneno, una negra toga y un matiz de vidente, oráculo de las tinieblas, herético profeta, psicótico y tóxico poeta maldito, ni duda cabe. Los Proverbios del Infierno lo refrendan. E incluso él mismo, en cierto modo (y de muchos modos) lo dijo. 

     

Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
p. 61

          En una nota de William Blake al “Discurso VIII” de Sir Joshua Reynolds (director de la Royal Academy a la que el poeta, pintor y grabador ingresó en 1778) que cita Luis Cernuda en su citado prólogo a la edición conjunta de Matrimonio del Cielo y del Infierno, Cantos de Inocencia y Cantos de Experiencia, se lee: “Sentía el mismo desprecio y aborrecimiento que siento ahora. Se burlan de la inspiración y la visión. Inspiración y visión eran entonces, son ahora, y espero que sean para siempre, mi elemento, mi morada eterna. ¿Cómo podría oír que las condenan sin devolver desprecio por desprecio?”. Intrínseca, visceral y ortodoxa declaración de principios, equivalente a la milenaria ley del talión, que ineludiblemente remite a uno de sus Proverbios (traducido por Villaurrutia): “Como el aire al pájaro o el agua al pescado, así el desprecio al despreciable.”  

         

Libro del Cielo y del Infierno ((Emecé, 1999)
p. 55

          Y si otros Proverbios del Infierno implican una apología o incitación al asesinato (y por ende a reflejar, en un espejo de piedra, que el verdadero culpable y asesino es el hipócrita lector), citados en la segunda parte de la presente cibernota, y a considerar (por capricho o sin él) el asesinato como una de las bellas artes
“Tenía ganas de envenenar a un monje”, apostilló Umberto Eco sobre la idea seminal que daría cosmológico origen a El nombre de la rosa (1980)—, su petulancia de inspirado, visionario y vidente, también se transluce en el que postula: “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.” (Parecido al que reza: “Nunca sabrás lo que es suficiente a condición de que sepas lo que es más que suficiente”, según Villaurrutia.) Cuyo sentido evoca un fragmento de la carta que el enfant terrible Arthur Rimbaud (1854-1891) le dirigió, el 15 de mayo de 1871, a Paul Demény:

 

La nave de los locos núm. 27, Premià editora
Tercera edición, México, 1981

        “Digo que es preciso ser vidente, hacerse vidente.

       “El Poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; él busca por sí mismo, agota en él todos los venenos para conservar sólo las quintaesencias. Inefable tortura en la que hay necesidad de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que él llega a ser entre todos el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito ¡y el supremo Sabio! Porque él llega a lo desconocido: ¡Puesto que él ha cultivado su alma, ya rica, más que ningún otro! Llega a lo desconocido, y cuando, loco, termina por perder la inteligencia de sus visiones, ¡él las ha visto! ¡Que reviente en su salto por las cosas inauditas e innombrables: vendrán otros horribles trabajadores: ellos comenzarán por los horizontes en los que el otro se ha desplomado!” (Versión del francés al español de Marco Antonio Campos, incluida en la edición bilingüe de Una temporada en el Infierno, publicada en México, por Premià, en 1979, con traducción, prólogo, una nota y un poema suyos.)

VII de VII

En los Proverbios del Infierno de William Blake (traducidos por Xavier Villaurrutia) late una visión maldita, anarca y herética de la vida terrestre, entendida como una temporada en el Infierno, donde el hombre, ser infinitesimal, efímero, contradictorio, y plagado de debilidades y defectos, apenas vislumbra una minucia de lo cosmogónico e inescrutable que lo rodea: “El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.” La religión (católica y protestante), dueña y manipuladora del pensamiento (de los anhelos de trascendencia, de los sueños, de las pesadillas), y los hipócritas religiosos (feligreses y prelados), son una despreciable ralea digna de su flagelo y de la condenada eterna a las llamas del averno: “Las prisiones están construidas con piedras de la Ley; los burdeles con piedras de la Religión”; “Así como la oruga elige las hojas más hermosas para poner sus huevos, el sacerdote deposita su maldición sobre los mejores goces”; “La Prudencia es una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad”.

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

            Y aquí se podría recordar un pasaje del wéstern Hombre Muerto, donde un vendedor de municiones (estereotipo de religioso que manosea la religión a su antojo como si fuera el coño de una prostituta) le dice al contadorcito William Blake que las balas que vende están bendecidas por un obispo de Detroit (cosa posible); así, cuando el piel roja Xebeche asoma la cabeza y entra al tendajón con su enorme penacho de plumas y el vendedor de municiones le niega el tabaco que exhibe frente a sus narices (al blanco se lo regala), esgrime el persignarse a modo de escudo protector y su verborrea religiosa a modo de flamígera, corrosiva y xenofóbica arma infalible: “Que Jesús lave la tierra con su santa luz y lave los sitios más oscuros de salvajes y filisteos”.

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

             Y en el intento de frustrar su inminente asesinato por parte de William Blake que lo apunta de frente con su revólver (después de que primero el vendedor de municiones intentara matarlo a traición de un balazo), le dispara y vocifera su última maldición dizque creyente y religiosa: “Que Dios condene tu alma al fuego del Infierno”.

        Sin embargo, pese a lo antes dicho, otros Proverbios del Infierno de William Blake (oh paradoja) parecen un allegro de palpitación angelical y divina: las sabias y cantarinas consejas de una tierna abuela en tiempos de Navidad; o las observaciones de un benévolo y recto moralista con pulsiones puritanas y religiosas de hueso colorado (¡aleluya!): “Jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz”; “El acto más sublime consiste en colocar otro delante de ti”; “El alma llena de dulce placer no puede ser manchada”; “El necio no ve el mismo árbol que el sabio”; “En tiempo de siembra, aprende; en tiempo de cosecha, enseña; en invierno, goza”; “Usa número, pesa y medida en un año de escasez”; “Como el arado obedece las palabras, Dios recompensa las plegarias”; “La abeja laboriosa no tiene tiempo para la tristeza”; “El que agradece lo que recibe soporta el peso de su abundante cosecha”; “Aquel que desea pero no obra, engendra peste”; “El pájaro, un nido; la araña, una tela; el hombre, la amistad”; “Está pronto a decir siempre tu opinión, y el ruin te evitará”; “El reloj cuenta las horas de la locura, pero ningún reloj puede contar las horas de la sabiduría”; “Exceso de pena, ríe. Exceso de alegría, llora”; “Piensa por la mañana, obra al mediodía, come por la tarde y duerme por la noche”; “Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si vuela con sus propias alas”; “Las plegarias no aran; las alabanzas no maduran”; “El orgullo del pavo real es la gloria de Dios”; “La zorra se provee; pero Dios provee al león”; “Lubricidad del chivo, generosidad de Dios”.

          Por otro lado, el que reza: “La maldición, fortifica; la bendición relaja”, parece recordar el carozo de la mazorca de la vulgarizada apología del hombre fuerte atribuida a Friedrich Nietzsche: “Lo que no me mata, me fortalece”. (Que Efraín Huerta reviraría, quizá, con el consabido refrán a modo de poemínimo: “Lo que no mata, engorda.”)

      Pero también, entre los setenta Proverbios del Infierno que Xavier Villaurrutia tradujo al español para el número 6 de la revista Contemporáneos (noviembre de 1928), hay algunos (verdaderas illuminations, quizá cantaría exultante algún Rimbaud de vecindario perdido en el ciberespacio) que más o menos (o totalmente) reconfortan y reconcilian al ateo de a pie, al panteísta en el laberinto, al agnóstico de bolsillo, o al esteta intelectual, con lo efímero e inescrutable de la existencia no siempre placentera ni divina: “La desnudez de la mujer es la obra de Dios”; “La Eternidad está enamorada de las obras del tiempo”; “Crear una sola flor es trabajo de siglos”; “Un pensamiento llena la inmensidad”.

 

 

Audiovisual

Jim Jarmusch, Dead Man/Hombre Muerto. DVD. Film House, México, 2006.

Neil Young, Dead Man. CD. Soundtrack de Dead Man (1995), largometraje en blanco y negro con guion y dirección de Jim Jarmusch. Cuadernillo adjunto con textos e iconografía. Vapor Records. New York, 1996.

 

Bibliografía

Bioy, Casares Adolfo y Borges, Jorge Luis, Libro del Cielo y del Infierno. Antología de textos de Emanuel Swedenborg y otros autores. Prólogo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares fechado en Buenos Aires, 27 de diciembre de 1959. Iconografía anónima y sin datar en blanco y negro. Emecé Editores. Buenos Aires, junio de 1999. 192 pp.

Blake, William, “El matrimonio del Cielo y del Infierno”, “Proverbios del Infierno”, etcétera. Traducción del inglés de Xavier Villaurrutia, en Contemporáneos núm. 6, noviembre de 1928, en Contemporáneos, tomo II (de XI), Septiembre-Diciembre de 1928, p. 213-243. Edición facsimilar. Colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas/FCE. México, abril 15 de 1981.

Blake, William, Matrimonio del Cielo y el Infierno. Los cantos de Inocencia. Los cantos de Experiencia. Traducción del inglés de Soledad Capurro. Prólogo de Luis Cernuda. Colección Visor de Poesía, Volumen LXXXVII. Madrid, 1983. 212 pp.

Blake, William, Poesía completa. Traducción del inglés de Pablo Mañé Garzón. Prefacio de la serie y prólogo de Jorge Luis Borges. Ilustraciones anónimas en blanco y negro. Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 4, Hyspamérica Ediciones Argentina/Ediciones Orbis. Barcelona, 1986. 256 pp.

Blake, William, Proverbios del infierno. Traducción del inglés de Xavier Villaurrutia. Cajita con hojas sueltas s/n de páginas. Colección Fósforos. Verdehalago/Revista quincenal de poesía/La Máquina Eléctrica. Ciudad de México, abril de 1994.

Borges, Jorge Luis, Biblioteca personal (prólogos). Alianza Literatura núm. 7, Alianza Editorial. Buenos Aires, abril de 1988. 136 pp.

Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. Emecé Editores España. Barcelona, 1996. 550 pp.

Borges, Jorge Luis y Ferrari, Osvaldo, Diálogos. Editorial Seix Barral. Barcelona, abril de 1992. 384 pp.

Breton, André, Antología del humor negro. Traducción del francés de Joaquín Jordá. Compactos núm. 33, Editorial Anagrama. Barcelona, 1991. 406 pp.

Eco, Umberto, “Apostillas a El nombre de la rosa”, p. 631-664, en El nombre de la rosa. Traducción del italiano de Ricardo Pochtar. Traducción de los textos en latín de Tomás de la Ascensión Recio García. Colección Palabra Seis núm. 2, Editorial Lumen. 2ª reimpresión de la 3ª edición mexicana. México, diciembre de 2001. 672 pp.

Lichtenberg, Geor Christoph, Aforismos. Antología, prólogo, notas y traducción del alemán de Juan Villoro. México, febrero de 1989. 304 pp.

Märtin, Ralf-Peter, Los “Drácula”. Vlad Tepes, el Empalador y sus antepasados. Traducción del alemán de Gustavo Dessal. Iconografía en blanco y negro. Fábula núm. 150, Tusquets Editores. Barcelona, noviembre de 2000. 232 pp.

Miller, Henry, El tiempo de los asesinos. Un estudio sobre Rimbaud. Traducción del inglés de Roberto Bixo. El libro de bolsillo núm. 975, Alianza Editorial. Madrid, 1983. 128 pp.

Rimbaud, Arthur, Una temporada en el infierno. Edición bilingüe. Prólogo, antología, poema, y traducción del francés de Marco Antonio Campos. Ilustraciones en blanco y negro. La nave de los locos núm. 27, Premià editora. 3ª ed., segundo semestre de 1981. 120 pp.

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Trailer de Hombre Muerto (1995), wésterm con guion y dirección de Jim Jarmusch.

 

 

sábado, 21 de noviembre de 2020

La bestia debe morir

 

Mi venganza será para mí solo

 

I de IV

Nicholas Blake es el consabido seudónimo que el poeta irlandés Cecil Day-Lewis (1904-1972) utilizó para escribir un conjunto de novelas policíacas protagonizadas por el detective Nigel Strangeways. En el ámbito del idioma de Cervantes la más célebre es, al parecer, La bestia debe morir, cuya primera edición en el idioma de Shakespeare (The Beast Must Die) data de 1938. La traducción al español del escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978), impresa por primera vez en Buenos Aires el 22 de febrero de 1945, fue el número 1 de El Séptimo Círculo, la colección de novelas policiales que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron y editaron, para Emecé, entre 1945 y 1955. Misma que en Barcelona, en abril de 2011,  la editorial RBA recuperó con el número 117 de la Serie Negra.

           

(RBA, 2011)

         Vale observar que si bien el cineasta Claude Chabrol en 1969 dio a conocer, en francés y en París, una versión cinematográfica (Que la b
ête meure) basada en el libro de Nicholas Blake, el 8 de mayo 1952, en Buenos Aires y español, tuvo lugar el estreno del primer filme, en blanco y negro, basado en tal novela negra, muy probablemente leída y adaptada a partir de la traducción de J.R. Wilcock, dado que la película y la obra literaria son homónimas.

 

(Emecé, 1945)

II de IV

La novela de Nicholas Blake: La bestia debe morir, se divide en cuatro partes (con sus correspondientes capítulos y rótulos), más un “Epílogo”. La “Primera parte” la conforma “El diario de Felix Lane” y está narrada en primera persona por Frank Cairnes, viudo de 35 años y un metro 65 de estatura (“hombrecito”, suelen tildarlo los grandotes y grandotas que lo observan), quien, desde su casa de campo en las inmediaciones del pueblito de Sawyer’s Cross, ha tenido por lucrativo y cómodo oficio la escritura de novelas policíacas, las cuales firma con el seudónimo de Felix Lane. (El contrato con el editor de sus libros, en Londres, implica que su verdadera identidad permanezca oculta; mientras que en Sawyer’s Cross ha chismorreado, incluso a su criada, que escribe una “biografía de Wordsworth”.) Las entradas de su diario van del “20 de junio de 1937” al “20 de agosto” de ese año. Así, en el íncipit se canturrea a sí mismo (el especular e hipócrita lector: “mi compañero”, “mi hermano”) que cometerá un crimen: “Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, ni dónde vive, no sé cómo es. Pero lo encontraré y lo mataré...”

        

Nicholas Blake
(Cecil Day-Lewis)

          
Según se lee en el diario, ese “20 de junio de 1937” su hijo Martie, pequeño y frágil, hubiera cumplido siete añitos y ambos lo hubieran festejado con un “picnic en el Golden Cap”, donde le hubiera enseñado a maniobrar un bote de vela. El 3 de enero de ese año, alrededor de las seis de la tarde, el chiquillo, autorizado por su papá y como otras veces, había ido caminando al pueblo a comprar caramelos. Al regreso, en una curva próxima a su domicilio, un auto, que iba veloz y sin precauciones, lo atropelló y se dio a la fuga. Frank Cairnes, por la conmoción, estuvo en un sanatorio “durante bastante tiempo” (“fiebre cerebral, ataque de nervios o algo parecido”). Luego, para distenderse y más o menos recuperarse, no fue a su casa de campo (atendida por la sirvienta: la señora Teague), sino que se refugió, solo, en el búngalo de un amigo, desde cuya ventana, ese día, observa “el Golden Cap que brilla bajo el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo”.

   

Fotograma de Que la bête meure (1969)

           Frank Cairnes no tiene ninguna pista para dar con el asesino de su hijo; no obstante, se interroga e inicia algunas indagaciones. Pero, como si el dedo flamígero del todopoderoso hado estuviera de su parte, el “29 de junio”, rumbo a Oxford, un accidente en su auto (se mete en un río al pasar por Cotswolds) lo pone en contacto con un testigo que le dice que no hace mucho, en ese mismo sitio, cayó otro coche. Al preguntarle por la fecha de tal semejante imprevisto, el testigo le dice que fue el “3 de enero”, y Frank, fingiendo que ese conductor era su amigo, obtiene datos relevantes: que el tipo que manejaba se llamaba George y que las siglas de la matrícula corresponden al condado de Gloucestershire. Y es en ese episodio cuando empieza a descollar el ancestral, rancio y arraigado tópico machista que trasmina, por diversas tesituras y vericuetos, las páginas de La bestia debe morir, pues para que el testigo suelte aún más la mojigata lengua, Frank le dice con mojigatería: “tendré que preguntarle a George acerca de esta amiga suya. Esas cosas no se pueden hacer. ¡Y un tipo casado! Me gustaría saber quién era ella.” En este sentido, Frank oye que la furtiva fémina de su supuesto amigo era, nada menos, que Polly, la protagonista de una película recién vista por el testigo y su esposa: Pantorrillas de criada. Y esa información el matrimonio se la da reflejando en sus dichos su elemental nivel cultural y sus idiosincrásicos prejuicios. Así, el testigo le dice: “oí su nombre, pero no lo recuerdo. La semana pasada la vi en una película. En Chel’unham. Aparecía en paños menores, y no llevaba demasiados” [...] Mi mujer se escandalizó.” Y la esposa, quien es la que recuerda el título del filme, dice, no menos atávica, puritanoide y mojigata: “esa señorita era Polly, la criada, ¿comprende? Dios, casi no enseñaba las piernas” [...] “Me pareció una loca”. Y el testigo añade: “Mi Gerti está colocada, pero no usa ropa interior de encaje, ni tiene tiempo de andar mostrando sus encantos como esa desvergonzada de Polly. Le daría su merecido.”

     Así, en lugar de encaminarse a Oxford, Frank Cairnes se dirige al Cheltenham a averiguar sobre esas impúdicas Pantorrillas de criada que ponen de punta los vellos púbicos. Allí ve que se trata de “una película inglesa”; y, según apunta peyorativo y gazmoño, es típica “de la inclinación británica hacia la indecencia barata y vulgar”; ve que la actriz (que se cubría la cara para que no la reconocieran en el accidente en el río) se llama Lena Lawson; dizque “Es lo que llaman una ‘aspirante a estrella’”; y remata con petulancia de abuelita ñoña: “Dios, ¡menuda expresión!”. El caso es que, para grabarse el rostro de la actriz, al día siguiente ve Pantorrillas de criada en el Gloucester. Y antes de verla, cavilando en matar a Georges con precisión de relojería suiza y sin dejar rastros que lo inculpen, apunta con una inmoralidad e indiferencia que lo equiparan al asesino de su hijo Martie: “El único peligro podría ser Lena; tal vez tenga que deshacerme de ella; espero que no, aunque no tengo razones para suponer que su desaparición sea una pérdida para el mundo.” Lo cual está en la misma tesitura del verborreico general Shrivenham, su vecino, dispuesto a aterrorizar con su Winchester 44 a la persona que a Frank Cairnes le deja en su casa anónimos de malaleche: “No es que me importe matar a una mujer; hay tantas que es fácil matarlas por equivocación, especialmente de perfil.”  

     

Cartel del filme La bestia debe morir (1952)

             Al verla en el filme, Lena Lawson le resulta “bastante guapa”. Y para que ella (sin enterarse de nada) la lleve hasta el maldito Georges, corporifica y asume la falsa identidad del famosillo autor de sus novelas policiales: Felix Lane; por ende, se deja crecer la barba y anota: “Me gustaría saber si Lena se enamorará de mi barba; uno de los personajes de Huxley habla de las propiedades afrodisiacas de las barbas; comprobaré su veracidad.” Lo cual es una de las referencias librescas (lúdicas, chuscas, irónicas, culteranas) que pueblan la verborrea de Frank Cairnes (y que además es un aderezo que sazona in extenso el libro de Nicholas Blake), proclive a mencionar los estereotipados clichés de las novelas policíacas y a decir estupideces; por ejemplo, ante la visita que el “3 de julio” le hizo en su casa de campo el general Shrivenham, “Un hombre admirable”, según dice, anota en su diario: “¿Por qué todos los generales son inteligentes, encantadores e instruidos, mientras que los coroneles son aburridos, y casi todos los mayores incalificables? En este tema podría profundizar la estadística.”

            Frank Cairnes se instala en Maida Male, en Londres, en un departamento amueblado. Y como a Holt, su editor, le informa que pretende ubicar su “nueva novela policíaca en un estudio cinematográfico”, le da una tarjeta que lo contacta con un tal “Callaghan, no sé qué de la British Regal Films Inc., la compañía donde trabaja Lena Lawson”, quien le chismorrea sobre ella de un modo muy despectivo: “se cree una segunda Harlow, todas lo creen”; y añade (quizá reprimido y con la lengua de fuera y escurriendo baba): “De piernas para arriba... está muy bien como percha de lencería”; no obstante, le parece “tonta”. Criterio misógino parecido al criterio misógino, utilitarista y cosificante, de un tal Weinberg que Callaghan parodia al rebuznar con impostada voz aguda y afeminada: “¡Oh, Weinberg quiere que salga en todas las películas!”

         

Alfred Hitchcock

               No obstante, para que Callaghan lo ponga en contacto con esas inquietantes pantorrillas, el falso Felix Lane le dice que busca que su novela en ciernes pueda “adaptarse cinematográficamente tipo Hitchcock— y Lena Lawson podría ser la adecuada para ser la protagonista”. Y cuando ya la ha conocido repara: “No sé qué quiso decir Callaghan cuando la llamó ‘tonta’; frívola, sin duda, pero no tonta.” Y otro día anota en su “diario íntimo de un asesino”: “ella es, a su manera, una criatura fascinadora, que me será útil y me permitirá combinar el placer con los negocios [de matar], mientras no me enamore”. Y otro día: “Lena no es tan tonta como parece, o más bien, como parecen las de su calaña.” Pues según apunta el engreído y misógino Frank Cairnes (en su papel del novelista Felix Lane con seductora e irresistible barba afrodisiaca): lo que los vincula “Es un asunto de negocios: toma y daca. Los dos ganamos algo. Yo quiero a George [para matarlo], y Lena mi dinero.”

    Así, el día que la lleva a su departamento londinense ella le parlotea los hirientes dichos del tal Weinberg: “¿Qué se ha creído que es? ¿Una actriz o una anguila embalsamada? No le pago para que intente parecer una piedra, ¿no? ¿Qué le pasa? ¿Se ha enamorado de alguien, gallina clueca?” (No extraña, entonces, que ante ese ríspido trato en el plató Lena Lawson haya escupido sobre él con veneno antisemita: “todos esos judíos están confabulados... Aquí no nos vendría mal un poco de Hitler, aunque a mí que no me vengan con cachiporras y esterilización.”) 

   

Fotograma de El gran dictador (1940)

           Pero cuando la cacareante “gallina clueca” descubre y toma el osito tuerto de Martie que el fetichista Frank Cairnes tenía atesorado en la chimenea de su dormitorio, la incontrolable neurosis de él suscita una mutua tensión e intercambio de dimes y diretes; escaramuza verbal que queda rubricada cuando el machín de Frank Cairnes le da “su merecido”; es decir, le suelta una bofetada a Lena Lawson, inicio de una pelea (que termina en revolcón y en sexo) matizada por los reclamos que ella le vocifera: “¿Así que no soy lo bastante pura como para tocar el osito de tu sobrino? Podría contaminarlo. Te avergüenzas de mí, ¿verdad? Está bien, llévate esa porquería.” [...] “Pero, realmente, te avergüenzas de mí, ¿no? ¿Me crees una loca vulgar? [...] “¡Qué viejo más cauteloso eres! Crees que voy enredarte en un matrimonio.” [...] “¡Qué buena idea! Me gustaría ver la cara de George”.

    “¿George? ¿Quién es George?” Le pregunta el falso Felix Lane y ella le responde: “Bueno, bueno, no tienes que saltarme encima, celoso. Georges es solo... bueno, está casado con mi hermana.”

   Esa revelación le indica a Frank Cairnes que no anda desencaminado en sus vengativos y asesinos propósitos, y que su buena estrella lo alienta y dirige hasta el epicentro del empantanado y pestilente miasma, pues Lena Lawson, ahora sí para utilizar al barbudo Felix Lane (y retribuirlo con la misma moneda: él la usa “como si fuera un peón de ajedrez”), lo invita a Severnbridge, el pueblo pesquero del condado de Gloucestershire, donde George Rattery tiene una mancomunado taller mecánico: Rattery & Carfax; una esposa doméstica, maltratada y sumisa: Violeta; un resentido y traumatizado hijo de unos doce años: Phil; y una repulsiva, serpentina y decrépita madre: Ethel Rattery, viuda de un militar (fallecido en un manicomio), atávica, machista, metiche, lenguaraz, intrigante, manipuladora, mandona, autoritaria, y con un falaz concepto del honor y de la honra, de la guerra y del crimen: “En la guerra es cuestión de honor”, dictamina, “no es asesinar, cuando se trata de honor”.

 

III de IV

Para no desvelar todas las menudencias de la urdimbre narrativa de La bestia debe morir, vale resumir que en el “El diario de Felix Lane”, Frank Cairnes reporta su arribo al pueblo de Severnbridge en compañía de Lena Lawson, su hospedaje en el hotel Angler’s Arms, y luego en la casa del asesino de su hijo Martie, y los dos intentos que pergeña para matarlo en un supuesto e impune “crimen perfecto”. Uno: empujarlo por un acantilado (falla porque, apunta, George Rattery en el instante peliagudo le dijo padecer acrofobia). Dos: propiciar que se ahogue en el río, pues dizque no sabe nadar ni conducir un bote. Asesinas tentativas que luego quedan trastocadas y hechas trizas por el revelador hecho que el grandulón y voluminoso George Rattery le vocifera y restriega en el rostro al ocurrente hombrecito Frank Cairnes: había leído su escondido diario in progress y sabía que planeaba borrarlo del mapa.

   Pero “El diario de Felix Lane” también reporta que el tal Georges Rattery es un patán y un machote en toda la extensión de la palabra; de ahí que se comporte como “un gallo en su gallinero”, que además fanfarronea y mueve el culo sintiéndose el matón del pueblo y el amo y señor del entorno que pisa, cruza y siembra de escupitajos. Supremacía anacrónica y cerril que apoya la colmilluda abuela Ethel Rattery recriminándole a su nieto Phil: “no puede haber más de un dueño en la casa”. Pues Philip Rattery, blanco del odio, del menosprecio y del maltrato de su agrio, cascarrabias y gruñón progenitor (por ende su carcelario y desmantelado cuarto casi está vacío), se opone a que insulte y golpee a su madre, y a que (delante de las narices de todo ese núcleo familiar, incluido el matrimonio Carfax, con quienes suelen comer, departir y jugar tenis) tenga por amante a tal Rodha, la esposa de James Harrison Carfax, su socio mayoritario en el taller mecánico.

   

Fotograma de Que la bête meure (1969)

          Al sopesar la conducta y los abruptos modos de tal cretino, parece increíble que Violeta alguna vez se haya enamorado de él (lleva 15 años soportándolo encadenada en esa tóxica relación matrimonial sadomasoquista y con un torturador pie en el cogote: “ha sido su felpudo durante quince años”). Y más aún: que Lena Lawson, que parece perspicaz y no una vil tontorrona de poca monta, haya traicionado a su hermana y aceptado ser, durante un tiempo, la furtiva amante de turno del paleto e inveterado adúltero y gordinflón Georges Rattery.

 

Fotograma de Que la bête meure (1969)

        Oculto en la trinchera e impostura de su barbudo personaje Felix Lane, Frank Cairnes, durante una cena con la familia Rattery (incluida Lena Lawson y el niño Philip con las orejas bien erectas y los ojos abiertos como platos soperos), formula su intrínseco y secreto leitmotiv, su íntima declaración de principios existenciales y asesinos: que a él le “parece justificado matar a una persona” “que hace desgraciada la vida de todos y de cada uno de los que le rodean”; que “Esa clase de persona no tiene derecho a vivir”; y que él la mataría “si no corriera riesgo alguno”.

 

IV de IV

A partir de la “Segunda parte” de la novela: “Plan en un río”, pasando por la “Tercera parte”: “El cuerpo del delito”, y hasta la “Cuarta parte”: “La culpa se revela”, las voces y sucesos de la trama de La bestia debe morir son hilados por una ubicua e impersonal voz narrativa (incluido el “Epílogo”).

           

Fotograma de La bestia debe morir (1952)

        El plan “impune” y “perfecto” de que Georges Rattery se ahogara en el río se deshace y se diluye en un instante, como un quebradizo e inasible terrón de azúcar caído en un charco de agua, porque el malandrín hurtó el diario de Felix Lane y se lo envió a sus abogados para que sea abierto y leído si algo le sucede. No obstante, unas horas después de haberse alejado del tal barbudo escritor de novelas policíacas, el voluminoso y grandulón Georges Rattery muere en su casa envenenado con una dosis de estricnina diluida en el tónico que solía ingerir después de la cena. Así, dados los indicios que se leen en el diario de Felix Lane, el presunto asesino parece ser Frank Cairnes. (Por ejemplo, el “2 de julio” mencionó la estricnina: “Me gustaría quemarlo despacio, pulgada a pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o, si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarlo por la pendiente que dirige al infierno.”) De modo que con su verdadera identidad: Frank Cairnes solicita los servicios del abogado y detective privado Nigel Strangeways. Su objetivo: desfacer el entuerto y demostrar que él no mató a Georges Rattery.

            Con departamento en Londres, el detective Nigel Strangeways, que rebasa la treintena y está casado con la atlética Georgia desde hace un par de años, se traslada con su esposa al pesquero pueblo de Severnbridge y se instalan en el hotel Angler’s Arms, donde también se hospeda Frank Cairnes. Georgia es de índole viajera y aventurera; y en sus actos, bromas y diálogos con Nigel refleja el aprecio, la confianza y el amor que se tienen, y que ella es apoyo y complemento logístico y medular de sus andanzas y reflexiones detectivescas. No obstante, en una puntillosa réplica que Georgia le hace a Nigel alude el estereotipado y consubstancial machismo que le otorga a la mujer un papel secundario y tipificado: “El lugar de la mujer es la cocina. De ahora en adelante me quedaré allí. Estoy harta de tus calumnias. Si quieres plantar víboras en los senos de la gente, ve y plántalas tú mismo, para variar.”

            La investigación oficial y policíaca la encabeza el inspector Blount, de la New Scotland Yard; quien es un viejo conocido del detective Nigel Strangeways. De tal modo que ambos dialogan, exploran y comparten datos y observaciones; no obstante, compiten entre sí. Y en los episodios que preceden al desvelamiento de la identidad de quien parece el verdadero asesino, siguen, cada uno por su lado, divergentes hipótesis. 

           

Edgar Allan Poe

            Cabe observar, entonces, que si bien el asesinato no es una variante del arquetípico crimen de cuarto cerrado (inaugurado en 1841 por Edgar Allan Poe con “Los crímenes de la calle Morgue”), casi lo parece; y por ello los principales sospechosos después de Frank Cairnes, quien no estaba en la casa de Georges Rattery cuando murió, son todos los que estaban en tal residencia, incluida la servidumbre, y los que entraron y salieron de ella, como es el caso del furtivo y cornudo esposo de Rodha Carfax.

         

Fotograma de Que la bête meure (1969)

            Las conjeturas y pistas que sigue el inspector Blount le indican que el asesino es el niño Phil, quien ha huido del hotel Angler’s Arms, donde, por sugerencia de Felix Lane (quien lo ve, trata e instruye como si fuera su hijo porque le recuerda al pequeño Martie), estaba protegido por Georgia y su esposo (y también por el didáctico novelista) del dominio, de la manipulación y de la insidia de su abuela paterna Ethel Rattery. Mientras que el detective Nigel Strangeways ha inferido que el asesino es (o puede ser) nada menos que Frank Cairnes. Pero una conversación con él, un inútil revólver que empuña el presunto asesino, y un acuerdo pacífico y empático le permite rasurarse, cambiar de apariencia y huir del cerco policíaco. 

           

Cecil Day-Lewis
(Nicholas Blake)

           No obstante, según se lee en el “Epílogo”, lo que no dedujo ni previó Nigel Strangeways es que el escritor Frank Cairnes, quien era un experimentado y diestro navegante, buscara perecer, cerca de la playa de Portland, haciendo que una furiosa tempestad hiciera añicos el barco Tessa, bautizado así por el nombre de su muy amada ex mujer, la madre de su único y muy querido hijo, quien falleció en el parto hace un poco más de siete años.

 

 

Nicholas Blake, La bestia debe morir. Traducción del inglés al español de Juan Rodolfo Wilcock. Serie Negra número 117, RBA. Barcelona, abril de 2011. 240 pp. 

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La bestia debe morir (1952), película dirigida por Román Viñoly Barreto, basada en la novela homónima de Nicholas Blake.