domingo, 1 de agosto de 2021

Knock Out, tres historias de boxeo

Había algo venenoso en sus ojos

I de III
Editado en Barcelona, en “septiembre de 2011”, por Libros del Zorro Rojo (“con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura [de España], para su préstamo público en Bibliotecas Públicas”), el título Knock Out, tres historias de boxeo reúne una trilogía de legendarios cuentos del legendario narrador norteamericano Jack London (1876-1916) en los que el box es el leitmotiv y el espectáculo visual: “Un bistec” (A piece of steak, 1909), “El mexicano” (The mexican, 1911) y “El combate” (The game, 1905). 
Libros del Zorro Rojo
Barcelona, septiembre de 2011
       Con pastas duras, sobrecubierta, generosa tipografía (recamada con una preciosa errata en la página 55), buen papel y buen tamaño (24.07 x 17 cm), los tres cuentos de Knock Out están traducidos del inglés por Patricia Willson. Y cada uno ha sido ilustrado ex profeso por el argentino Enrique Breccia con imágenes en blanco y negro que semejan grabados en madera: “Un bistec” (cinco estampas), “El mexicano” (seis estampas) y “El combate” (cinco estampas).

Jack London
(1876-1916)
      “Un bistec” tiene la contundencia de un veloz gancho al hígado, de un puñetazo que disloca la quijada y manda a la lona; y al unísono cada página exhuma la melancolía de un nostálgico y patético blues. Tom King es un buenazo sin antecedentes delictivos, un gigantón veterano de cuarenta años con más de dos décadas de experiencia en el cuadrilátero. Alguna vez fue “el campeón de los pesos pesados en Nueva Gales del Sur” y sus bolsillos estuvieron repletos de libras. El box ha sido su único oficio (y beneficio). Y en los últimos tiempos, para subsistir en la miseria (y en la ruina), ha tenido que emplearse de peón. Y ahora, poco después de las ocho de la noche, va a boxear (y boxea) con un tal Sandel, un joven inexperto oriundo de Nueva Zelandia, quizá con un futuro abundante en triunfos y dinero. (Por lo pronto, “El joven Pronto”, “del norte de Sydney, reta al ganador de esta pelea por cincuenta libras de apuesta”.)  

 
 Un bistec”

Ilustración: Enrique Breccia
       Tom King no tiene un clavo en bolsillo ni tabaco para su pipa. Viste ropa raída y unos zapatones (de Frankenstein) muy gastados. El secretario del Gayety Club (donde se halla el ring) ya le adelantó las tres libras del perdedor y Tom King ya se las gastó. Si le ganara al joven Sandel, ganaría treinta flamantes libras y pagaría sus deudas y la renta del cuchitril. Si pierde, regresará sin nada. Por su falta de dinero no ha tenido un buen entrenamiento con un sparring, ni tampoco una buena alimentación. Previo a la pelea con el joven Sandel ha estado deseando y suspirando por un bistec. Lizzie, su esposa, acostó a los dos chiquillos para que olvidaran el vacío en el estómago. El único malcomido es Tom King: un plato de harina con migajas de pan. La harina, Lizzie la obtuvo prestada con un vecino del conventillo. Por sus deudas, nadie quiso fiarle, ni siquiera el carnicero. Al despedirlo y desearle “Buena suerte”, Lizzie “se atrevió a besarlo, abrazándolo y obligándolo a inclinar su cara hasta la de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquel gigante.” 
   Esas dos millas que Tom King hace a pie rumbo al cuadrilátero del Gayety Club resultan contraproducentes para la pelea. Y aunque con astucia y “táctica de economía” domina a su joven oponente y varias veces lo envía a la lona (hay que leer el relato de la contienda para verlo), la falta de ese plus (el suculento y jugoso bistec) incide en el drástico final.
“Un bistec”

Ilustración: Enrique Breccia
        La descripción de la testa y de la cara de ogro de ese veterano (sobreviviente de mil peleas) brindan una poderosa imagen para visualizar a ese gigantón moviéndose en el ring: “era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra y azulada.”


II de III
Casi resulta tautológico apuntar que el protagonista del cuento “El mexicano” es un boxeador nacido en México y que el clímax de la narración es el espectáculo de las vicisitudes del combate boxístico en un cuadrilátero ubicado en Los Ángeles, California. Para urdir el cuento (dividido en cuatro partes numeradas con romanos) Jack London hizo uso de algunos datos, nombres y noticias en torno a la Revolución Mexicana (in progress) que en 1911 eran tempranas. Felipe Rivera, un joven mestizo de unos 18 años (se infiere que inmigrante sin papeles), se ha incorporado a una Junta de revolucionarios que en Los Ángeles opera y conspira en pro de la Revolución Mexicana; agrupación civil (que incluso publica un semanario) al parecer inspirada en la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano fundada el 28 de septiembre de 1905, en San Luis, Misuri, por los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, cuyo órgano ideológico y propagandístico era el periódico Regeneración
Ricardo y Enrique Flores Magón
        Felipe Rivera (que en realidad se llama Juan Fernández), por su carácter hermético, callado, inescrutable y sereno (de arcaica pieza prehispánica), y mirada de fría y venenosa mazacuata prieta, suscita aversión, fobia y suspicacia entre los miembros de la Junta; en el peor de los casos lo suponen un maiceado espía del dictador Porfirio Díaz (presidente de México entre el 1° de diciembre de 1884 y el 25 de mayo de 1911) y por ende no le permiten dormir en la casa de la Junta y al llegar le asignan el trabajo de un simple criado analfabeta: fregar los pisos, limpiar las ventanas, y lavar las saliveras y los retretes. Una vez le ofrecen dos dólares por el trabajo; pero Felipe Rivera no los acepta y declara patriótico: “Trabajo por la Revolución”. Pero lo más relevante son las aportaciones pecuniarias que hace, pese a los andrajos que viste: deja “sesenta dólares en oro” para el pago de la renta (la Junta debía dos meses y el propietario amenazó con echarlos). Incluso realiza alguna contribución furtiva: para el envío de 300 cartas (la Junta carecía de fondos para las estampillas), primero desaparece el reloj de oro de Paulino Vera y luego “el anillo de oro del dedo anular de May Sethby”. Y al regresar de la calle, les entrega “mil sellos de dos centavos”. Ante esto, Vera se pregunta y les pregunta a los camaradas de la Junta: “si no será el oro maldito de Díaz”.

Además de los aportes que el muchacho de la limpieza les deja en dólares y en monedas de oro, sin revelar cómo y dónde obtiene ese dinero, Felipe Rivera consigue que le asignen la peligrosa y temeraria encomienda de reabrir la comunicación entre Los Ángeles y Baja California (donde hay “recién incorporados a la Causa”), bloqueada por las sanguinarias huestes de “Juan Alvarado, el comandante federal”. El joven de la limpieza logra el cometido clavándole al comandante un cuchillo en el pecho.  
    En la Junta (de revolucionarios de oficina) cunde la fama del supuesto “mal genio” y “pendenciero” de Felipe Rivera, pues luego de periódicas ausencias, que pueden ser de una semana e incluso un mes, además de las “monedas de oro que les deja en el escritorio de May Sethby”, observan en él indicios físicos de que pelea en la calle o en algún sitio (quizá en una cantina, en un antro de juego o en un burdel): “A veces aparecía con el labio cortado, con una mejilla amoratada, con un ojo hinchado. Era evidente que había peleado, en algún lugar del mundo exterior donde comía y dormía, ganaba dinero y se movía de maneras desconocidas para ellos. Con el paso del tiempo, se encargó de mecanografiar el libelo revolucionario que publicaban semanalmente. Había ocasiones en que era incapaz de teclear, cuando sus nudillos estaban magullados y tumefactos, cuando sus pulgares estaban heridos e inmóviles, cuando uno de sus brazos pendía cansadamente a un costado, mientras en su cara se dibujaba un dolor silencioso.”
    Esto provoca, además de las preguntas que se hacen, y del recelo y de la desconfianza, que le teman y lo mitifiquen: “Me siento como un niño ante él”, confiesa Ramos. “Para mí, él es el poder, es el hombre primitivo, el lobo salvaje, la serpiente de cascabel, el ponzoñoso ciempiés”, dice Arrellano. Y Paulino Vera claramente lo deifica con retóricas metáforas: “Es la Revolución encarnada.” “Es su llama y su espíritu, el grito insaciable de venganza, un grito silencioso que mata sin hacer ruido. Es un ángel destructor que se desliza entre los guardias inmóviles de la noche.” De ahí el atroz pavor que siente ante él: “Me ha mirado con esos ojos suyos que no aman sino que amenazan; son salvajes como los de un tigre. Sé que si yo fuera infiel a la Causa, él me mataría. No tiene corazón. Es despiadado como el acero, filoso y frío como la escarcha. Se parece a la luz de la luna en una noche de invierno, cuando uno se congela hasta morir en la cima de una montaña desolada. No temo a Díaz ni a ninguno de sus matones, pero a este muchacho sí le temo. Ésa es la verdad, le tengo miedo. Es como el aliento de la muerte.”
   El caso es que, efectivamente y en secreto, Felipe Rivera pelea; pero lo hace en el ring y con guantes de boxeador, no por el dinero que obtiene, sino para contribuir con la Revolución Mexicana y vengar así las injusticias sociales, políticas y económicas, y el asesinato de sus propios progenitores, pues su padre era empleado en la fábrica textil de Río Blanco (en Veracruz, México) y por ende estuvo entre los obreros que desencadenaron la huelga (en la vida real fue el 7 de enero de 1907) y luego fueron masacrados. Dramático y cruento episodio que recuerda (en flashback) durante el combate boxístico que cierra el relato: “Vio las paredes blancas de las factorías con energía hidráulica de Río Blanco. Vio a los seis mil obreros, hambrientos y entristecidos, y a los niños, de siete y ocho años, que soportaban largas jornadas de trabajo por diez centavos al día. Vio los cuerpos en los carros, las atroces cabezas de los muertos que se afanaban en los talleres de tintura. Recordó que su padre había llamado a esos talleres los ‘agujeros del suicidio’, y en uno de ellos había muerto.” Incluso evoca cómo halló los cadáveres de sus padres: “Y luego, la pesadilla: la explanada frente al almacén de la compañía, los miles de obreros hambrientos, el general Rosalino Martínez y los soldados de Porfirio Díaz y los mortíferos rifles que parecían no dejar nunca de dispararse, mientras las faltas de los obreros eran lavadas y vueltas a lavar con su propia sangre. ¡Y aquella noche! Vio los vagones de carga donde se apilaban los cuerpos de la matanza, enviados a Veracruz como alimento para los tiburones de la bahía. Nuevamente se encaramó en los atroces montones, buscando y encontrando, desnudos y mutilados, los cuerpos de su padre y de su madre. Recordaba sobre todo a su madre; sólo se le veía la cara, pues el cuerpo estaba aplastado por el peso de decenas de cadáveres. Los rifles de los soldados de Porfirio Díaz volvieron a tronar, y él de nuevo saltó al suelo y se escabulló como un coyote herido entre las sierras.”
     Fue el gringo Roberts, entrenador y borrachín, el que descubrió al azar las cualidades pugilistas de Felipe Rivera. Según le dice a Michael Kelly, director de “las apuestas de Yellowstone” y hermano de un promotor boxístico: “Había visto a un famélico chico mexicano rondando por allí, y estaba desesperado. De modo que lo llamé [para que sirviera de sparring], le puse los guantes y lo subí al ring. Prayne [el boxeador profesional que se entrenaba] lo puso contra las cuerdas. Pero él resistió dos rounds durísimos y luego se desmayó. Estaba muerto de hambre, eso era todo. ¡Una paliza! Quedó irreconocible. Le di medio dólar y una comida abundante. Tendrías que haber visto cómo tragaba. No había probado bocado en dos días. Pensé que ahí se acababa todo, pero al día siguiente volvió, tieso y adolorido, listo para otro medio dólar y otra comida abundante. Y fue mejorando con el tiempo. Es un peleador nato, increíblemente duro. No tiene corazón. Es un pedazo de hielo. Y nunca ha dicho más de unas pocas palabras seguidas desde que lo conozco. Es de buena madera y hace su trabajo.” 
     Así que Felipe Rivera se fogueó como sparring. Y trabajando para la Revolución Mexicana a través de la Junta, en secreto y durante “los últimos meses”, ha peleado “en clubes pequeños” donde, por el dinero, ha estado “despachando a pequeños boxeadores locales”. No obstante, ante el hecho de que el boxeador Billy Carthey se fracturó un brazo y por ello el boxeador Danny Ward, de Nueva York, se quedó sin contrincante en una pelea organizada y publicitada con antelación (“Y ya están vendidas la mitad de las entradas”), el entrenador Roberts le propone a Michael Kelly que sea Felipe Rivera el que se confronte a Danny Ward.
   Todos suponen que el experimentado Danny Ward será el vencedor (incluidos los trúhanes asistentes del mexicano, el réferi, la mayoría de los apostadores y los diez mil gringos que asisten a la pelea). Y dirigiéndose a Rivera, Kelly le dice: “la bolsa será el sesenta y cinco por ciento de la recaudación. Eres un boxeador desconocido. Tú y Danny se repartirán la ganancia: veinte por ciento para ti y ochenta para Danny.” Pero por muy mudo y retrasado mental que les parezca, Rivera se obstina en su postura: “El vencedor se queda con todo.” Y entre las amenazas, el menosprecio, los insultos, los dimes y diretes, Rivera pica a Danny Ward en su orgullo y acepta el reto, no sin alardear: “Te noquearé y caerás muerto en el ring, muchacho, ya que te burlas de mí. Anúncialo en la prensa, Kelly. El ganador se lleva todo. Que salga en las columnas de deportes. Diles que será un combate de revancha. Voy a enseñarle a este chico un par de cosas.”
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
          El famoso boxeador Danny Ward (futuro campeón), de 24 años, tiene el pellejo blanco, cuerpo de fisiculturista y es “el héroe popular obligado a ganar” (casi todos apostaron por él, empezando por Michael Kelly). El advenedizo y desconocido boxeador Felipe Rivera, de 18 años, es prieto, de sangre india y no despliega la musculatura de su contrincante; por ende el público no “pudo adivinar la resistencia de las fibras, la instantánea explosión de los músculos, la precisión de los nervios que conectaban cada una de sus partes para convertirlo en un espléndido mecanismo de pelea”. Spider Hagerty, el jefe de sus asistentes —quien da por hecho que Rivera perderá, que se hace pipí y popó del miedo y se rendirá en un tris—, le rebuzna en su esquina del ring antes del inicio de la pelea: “Hazlo durar todo lo que puedas, son las instrucciones de Kelly. Si no lo haces, los periódicos dirán que es otra pelea amañada y hablarán pestes del boxeo de Los Ángeles.” Y luego añade: “No tengas miedo”. “Y recuerda las instrucciones. Tienes que durar. No te rindas. Si te rindes tenemos instrucciones de darte una paliza en los vestuarios. ¿Entendido? ¡Tienes que pelear!” 
     Las diez mil gargantas gritan a gaznate pelado como si cada uno tuviera un ardiente aguijón en el culo; y, a modo de teatral preámbulo de la pelea, Danny Ward, siempre sonriendo, se le acerca al banquillo donde aún, impasible y sin mover un músculo, está sentado Felipe Rivera (ídem una escultura sedente precortesiana) y parece que le brinda un saludo deportivo. Pero sólo Rivera oye la amenaza y el insulto xenófobo (propia de Donald Trump) que le receta a quemarropa: “Pequeña rata mexicana. Aplastaré al cobarde que tienes dentro.” Lo cual queda rubricado por el soez ladrido que le escupe “un hombre desde detrás de las cuerdas”: “Levántate, perro”.
     Antes de esa tensa y espectacular pelea de box, la Junta, sin un céntimo, necesita un montón de dólares para adquirir armas y municiones para la Revolución en México. Y Rivera, el “harapiento fregón”, oyéndoles parlotear el desasosiego de las últimas noticias, dejó de lavar el piso que cepillaba de rodillas. Preguntó si bastarían cinco mil dólares y les dijo que volvería en tres semanas con esa cantidad. “En tres semanas pidan las armas”, dijo. Inextricable a su intrínseca y secreta venganza personal, ese es el leitmotiv que galvaniza y catapulta al boxeador y revolucionario Felipe Rivera. De ahí que lo evoque durante la pelea y que a sí mismo se aliente y glorifique para no perder: “Rivera resistió, y el aturdimiento desapareció de su cerebro. Estaba entero. Los otros eran los odiados gringos, y todos ellos jugaban sucio. En lo peor del combate, las visiones seguían centelleando en su cabeza —largas líneas de ferrocarril que se recalentaban en el desierto; los rurales y los terratenientes americanos, las cárceles y los calabozos; las trampas en los tanques de agua—, todo el sórdido y doloroso panorama de su odisea después de lo de Río Blanco y la huelga. Y, resplandeciente y gloriosa, vio la gran Revolución roja, esparciéndose por su tierra. Las armas estaban ante él. Cada rostro odiado era un arma. Peleaba por las armas. Él era las armas. Él era la Revolución. Peleaba por todo México.”
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
(detealle)
        Pese a los diez mil gringos gritando y desgañitándose en su contra, a las dilaciones y trampas del réferi, y a los intentos de soborno de Kelly para que Rivera se dé por vencido y pierda, el mexicano derrota al gringo por nocaut en el decimoséptimo round
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
       
Grabado de José Guadalupe Posada
Detalle de hoja volante impresa por Antonio Vanegas Arroyo
(México, 1913)
     
Estampa incluida en la Monografía de las obras de José Guadalupe Posada,
publicada en México, en 1930, por Mexican Folkways,
con introducción de Diego Rivera.
       
Detalle de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947).
mural de Diego Rivera.

José Martí, Frida Kahlo, el niño Diego Rivera,
la Calavera Catrina y José Guadalupe Posada.
           Vale observar que entre las ilustraciones que Enrique Breccia hizo para “El mexicano” descuella el obvio tributo que rinde al grabador hidrocálido José Guadalupe Posada (1852-1913) y al muralista Diego Rivera (1886-1957) en el trazo de dos Calaveras Catrinas; pues Posada es el creador de la popular y celebérrima estampa del cráneo de la Calavera Catrina con sombrero, de afrancesada y elegante dama decimonónica, adornado con flores y plumas, pese a que originalmente se llamó La Garbancera (c. 1910), “en alusión a las indias que vendían garbanza y se daban aires de mujeres finas”; y Diego Rivera, en el epicentro de su icónico mural Sueño de una tarde dominical en el Alameda Central (1947), le puso a la Calavera Catrina un largo vestido y una larga estola de serpiente emplumada. Pero además, al parecer, también hay un homenaje al pintor y caricaturista José Clemente Orozco (1883-1949) en el trazo que Breccia hizo del prototipo de revolucionario de huaraches, gran sombrero de palma, carabina 30 30 y cartucheras cruzadas en el pecho, el cual se aprecia entre las estampas que ilustran el mismo cuento.

“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia


III de III
Dividido en cinco partes numeradas con romanos, el cuento “El combate” es, al unísono, una patética y triste historia de amor y una pelea boxística con un desenlace desafortunado y fatal. Joe Fleming, el protagonista, un joven boxeador de 21 años, célebre entre los chiquillos, jóvenes y rucos de West Oakland, está a punto de casarse con Genevieve Pritchard, una joven de 18 años, empleada en la pequeña dulcería de los Silverstein, un matrimonio judío de origen alemán. 
Pese a que el cuento data de 1905, los atavismos y los prejuicios, propios de la ñoña y mojigata idiosincrasia de la época (ahora anticuados, rancios y obsoletos), translucen una impronta decimonónica. Y esto se observa, sobre todo, en los escrúpulos, ofuscaciones, tabúes y represiones psíquicas que trasminan y limitan la conducta, el ideario, las erradas e ingenuas nociones de la desnudez, del deseo sexual y del sexo, y las divagaciones y ensoñaciones íntimas e inconfesables de ambos enamorados. 
Jack London
         Al parecer “El combate” es deudor de cierta vertiente narrativa que deviene del británico Charles Dickens (1812-1870) y del francés Victor Hugo (1802-1885). Y esto se observa tanto en el romanticismo que precede y signa el cortejo y el vínculo amoroso, como en el origen humilde de ambos personajes (“aristócratas de la clase obrera”). La gentil y bellísima Genevieve Pritchard, además de su empleo en la dulcería de los Silverstein, desde los 12 años de edad vive en el apartamento de ese matrimonio judío, ubicado encima de la tienda, pues quedó huérfana. Es decir, era “hija única de una madre inválida de la que se ocupaba, [y por ende] no había compartido las travesuras y los juegos callejeros con los chicos del vecindario.” Y “Su padre, un pobre empleado anémico, de contextura frágil y temperamento tranquilo, hogareño por su incapacidad para mezclarse con los hombres, se había dedicado a darle a su hogar una atmósfera de ternura y suavidad.” Sin embargo, pese a que los Silverstein le dieron cobijo y empleo (sobre todo para trabaje durante el Sabbath), no la adoptaron ni la convirtieron al judaísmo. Y la leyenda de abnegación y filantropía del joven boxeador Joe Fleming la sabe al dedillo el señor Silverstein, ante la sorpresa y la irritada desaprobación de su esposa, pues él también apuesta en los tugurios donde boxea y gana “Joe Fleming, el orgullo de West Oakland”. Según dice: después de que “Su padre murió, fue a trabajar con Hansen, el que hace velas para barcos [en un taller fabril]. Hermanos y hermanas, tiene seis, todos más jóvenes. Es el padrecito para todos. Trabaja duro, sin descanso. Compra el pan, la carne, paga el alquiler. El sábado por la noche vuelve a la casa con diez dólares. Si Hansen le da doce, ¿qué hace? Es el padrecito, le da todo a la mamá. Si trabaja doble, cobra veinte, ¿y qué hace? Lo lleva a la casa. Los hermanitos van a la escuela, tienen ropa de buena calidad, comen pan y carne de lo mejor. La mamá aprovecha, se ve la alegría en sus ojos, está orgullosa de su hijo Joe. No es todo: tiene un cuerpo magnífico —mein Gott, ¡magnífico!—, más fuerte que un buey, más rápido que una pantera, la cabeza más fría que un glacial, ojos que ven todo, ¡todo lo ven...! Hace entrenamiento con otros muchachos en el taller, es como un almacén. Va al club, pone nocaut a La Araña, un golpe directo, un solo golpe. La prima es de cinco dólares, y ¿qué hace? Se lo lleva a la casa, a su mamá. Va mucho a los clubes y junta muchos premios, diez dólares, cincuenta dólares, cien dólares. ¿Y qué hace? Hay que verlo. ¿Abandona el empleo con Hansen? ¿Se va de farra con los amigos? ¡No! Es un buen muchacho. Sigue trabajando todo el día, por la noche solamente va al club para el combate. Dice así: ‘¿Para qué sirve que pague el alquiler?’, me lo dice a mí, Silverstein, perfectamente. Bueno, le respondo que no se preocupe, pero compra una buena casa a la madre. Todo el tiempo que trabaja con Hansen y pelea en los clubes, todo para la casa. Compra un piano para las hermanitas, alfombras para los suelos y cuadros para las paredes. Siempre esa así, decidido. Apuesta por sí mismo, es un buen signo. Cuando se ve que el hombre pone el dinero sobre sí, entonces, tiene que apostar uno también.”

El caso es que previo al inminente matrimonio y a la compra de una alfombra para el futuro nidito de amor, Genevieve Pritchard, que pretende “dominarlo utilizando los métodos de las mujeres”, le ha arrancado “la promesa de dejar el boxeo”. Y el joven boxeador Joe Fleming se comprometió a ello; pero dejará el box después de realizar su última pelea, por la que obtendrá (está seguro) cien dólares. No obstante, para sus adentros, intuye y piensa que en algún momento regresará al cuadrilátero. 
“El combate”
Ilustración: Enrique Breccia
        Con el auxilio de Lottie, hermana de Joe, atavían con ropa y zapatos de hombre a la muy femenina Genevieve Pritchard, quien nunca ha visto una pelea de box e ignoraba la fama local de su amado Joe (el vendedor de alfombras, incluso, lo reconoció y le dio un precio especial). Y así disfrazada él la lleva al sitio donde será el combate y se apuestan dólares; un lugar medio reglamentado, pues entre la concurrencia de empedernidos fumadores hay periodistas, policías de uniforme e incluso “el joven jefe de la policía”. Dado que está prohibida la entrada a las mujeres, Joe, con apoyo de sus conocidos y fanáticos, introduce a Genevieve a un camarín frente al ring, donde a través de un orificio observa a los boxeadores y todas las minucias de la contienda.

Jack London
       Joe Fleming, “el orgullo de West Oakland”, es el favorito del público. Es blanco, lampiño, fornido y efebo (angelical para su angelical novia) y pesa 128 libras. Y su contrincante, John Ponta, “del club atlético de West Bay”, pesa 140 libras, y su apariencia de bestia salvaje y peludo troglodita resulta tan terrible para los ojos de Genevieve Pritchard que “quedó aterrada. En él sí veía al boxeador: un animal de frente estrecha, con ojos centelleantes bajo unas cejas enmarañadas y tupidas, con la nariz chata, los labios gruesos y la boca amenazadora. Tenía mandíbulas prominentes, un cuello de toro, y sus cabellos cortos y tiesos parecían, a la vista asustada de Genevieve, las cerdas recias del jabalí. Había en él tosquedad y brutalidad —una criatura salvaje, primordial, feroz—. Era tan moreno que parecía negro, y su cuerpo estaba cubierto de un vello que, a la altura del pecho y de los hombros, era más abundante, como el de los perros. Tenía el pecho ancho, las piernas gruesas y grandes músculos carentes de esbeltez. Sus músculos eran nudosos, como toda su persona, desprovista de belleza por el exceso de robustez.”

“El combate”

Ilustración: Enrique Breccia
        La pelea sigue el curso previsto por Joe Fleming, cantado a su novia mientras se dirigían al combate. Es decir, Ponta, durante los primeros rounds, lo ataca furiosamente e intenta noquearlo. Joe sobre todo se defiende y Ponta domina la pelea. Pero, según le dijo a Genevieve, llegaría un momento (y llega) en que lo vería atacar a su oponente. Esto empieza a ocurrir en el noveno round. Ahora es Joe el que ataca y domina la pelea. Pero Joe también le dijo a su novia que “siempre puede haber un golpe de suerte, un accidente... Las casualidades abundan...” Así que en el decimocuarto round, cuando todo indica (y se ve) que Joe Fleming está a punto de vencer y noquear a John Ponta, ocurre lo sorpresivo e inesperado. Según la voz narrativa, Ponta, “Dolorido, jadeante, titubeante, con los ojos brillosos y el aliento entrecortado, grotesco y heroico, peleaba hasta el final, esforzándose por alcanzar a su antagonista que lo paseaba por todo el ring. En ese momento, el pie de Joe resbaló sobre la lona mojada. Los ojos vivaces de Ponta lo vieron y reconocieron la ocasión favorable. Todas las fuerzas exhaustas de su cuerpo se juntaron para asestar, con la rapidez del rayo, el golpe de suerte. En el momento mismo en que Joe resbalaba, el otro lo golpeó violentamente en la punta del mentón. Joe osciló hacia atrás. Genevieve vio sus músculos relajarse mientras todavía estaba en el aire y oyó el ruido seco de su cabeza contra la lona del ring.”

Vale apuntar que “Los gritos de la multitud se apagaron súbitamente” en el instante de la caída de Joe Fleming. La cuenta del referí terminó y nadie del demudado y estático público aplaudió al exhausto y tambaleante vencedor John Ponta. A Joe Fleming, inconsciente y al parecer en un “coma mortal” (con “¡Toda la parte posterior del cráneo!” dañada), lo sacaron en camilla y se lo llevaron en una ambulancia tirada por caballos.
“El combate”

Ilustración: Enrique Breccia
        Lo que queda un poco ambiguo y turbio es el origen y la permanencia de esa agua en la lona del cuadrilátero. Esto ocurre al inicio del decimotercer round, cuando Joe Fleming domina la pelea. Según la voz narrativa: “Estaban mojando a Ponta. El gong sonó en el instante preciso en que uno de sus ayudantes le vertía una nueva botella de agua sobre la cabeza. Ponta avanzó hacia el centro del ring, seguido por su asistente que tenía la botella con la boca hacia abajo. Cuando el árbitro le gritó, el ayudante la dejó caer y abandonó el ring a toda velocidad. La botella rodó por el suelo, el agua se escapaba a pequeños borbotones, hasta que el árbitro la envió fuera de las cuerdas con un rápido puntapié.”

Curiosamente, el réferi Eddy Jones al inicio del combate también goza de prestigio entre el gentío que corea su nombre. Pero ¿por qué no detuvo la pelea para que los ayudantes secaran la lona con una elemental e infalible jerga? Quizá Joe Fleming no hubiera resbalado y John Ponta no hubiera fugazmente entrevisto su volátil oportunidad para lazar ese vertiginoso, certero y dramático “golpe de suerte”. 


Jack London, Knock Out, tres historias de boxeo. Traducción del inglés al español de Patricia Willson. Ilustraciones en blanco y negro de Enrique Breccia. Libros del Zorro Rojo. Barcelona, septiembre de 2011. 130 pp.



Hombre lento

 Apúntese al club de corazones solitarios

 

Hombre lento, novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940), apareció en inglés, en 2005, editada en Nueva York por Peter Lampack Agency, Inc. Y ese mismo año, traducida al español por Javier Calvo, fue editada en España por Random House Mondadori y al año siguiente en México, junto con un disco compacto (coeditado con Librerías Gandhi) que reproduce el discurso que Coetzee leyó al recibir el sonoro Premio Nobel de Literatura 2003.

           


          Dispuesta en 30 capítulos numerados, Hombre lento quizá no sea la novela más light y trivial de su abultada obra narrativa. El anciano Paul Rayment, un sesentón ex fotógrafo de origen francés y coleccionista de fotografía, un día del año 2000 pedalea su bicicleta por Magill Road —una calle de Adelaida, Australia— cuando un auto lo embiste y provoca la rápida e ineludible amputación de su pierna derecha (¡el muñón queda arriba de su rodilla!). Tal doloroso y traumático drama, narrado al inicio de la novela, hace suponer que el lector accederá a las menudencias y vericuetos psicológicos, circunstanciales e inmediatos de su nueva condición física, a todas luces residual (eso parece o en cierta medida es así). Pero lo que cobra mayor relevancia a largo de las páginas y del grueso de la narración, no es el dolor ni el calvario ni la angustia ni la desventura corporal y psíquica del protagonista adaptándose a sus nuevas condiciones físicas y mentales, sino la comedia de equívocos y enredos (y hasta de Perogrullo) en que su vida sentimental, íntima y cotidiana se ve inmersa. Y más aún: hay en ello un matiz fantástico y ficticio que trastoca y trasmina el realismo de la historia y la transforma en una alegoría de la vejez y de ciertas irremediables desventuras consubstanciales a ella.

           

Literatura Mondadori número 281
Primera edición mexicana
(México, enero de 2006)

           El perder la pierna no implica para Paul Rayment enfrentarse a deficiencias médicas y sanitarias ni a embrollos burocráticos ni a la necesidad de trabajar para confrontar sus gastos. Su seguro de vida y su solvencia pecuniaria de viejo jubilado le brindan los sustentos que requiere y por ende puede proveerse de una enfermera especializada que en su cómodo departamento (con aire acondicionado) le brinda terapia física y servicio doméstico. Es así que la narración discurre por ámbitos realistas hasta el final del capítulo 12, cuando Paul Rayment le ofrece a Marijana Jokić, su diestra y eficaz enfermera croata, pagar la educación de su hijo Drago (de 16 años), desde el oneroso internado y “hasta que se gradúe como oficial de la marina”. La razón (y se lo confiesa): se ha enamorado de ella. Pero la mujer, nada más oírlo, se marcha, ipso facto, con Ljuba, su pequeña hija.

            Al día siguiente, en el capítulo 13, Marijana no regresa a trabajar, ni contesta el teléfono ni le devuelve la llamada que hace a su casa en el distrito obrero de Munno Para. Pero quien ese mismo día llega a su departamento en Coniston Terrace, Adelaida Norte, es una tal Elizabeth Costello (protagonista de la novela homónima que J.M. Coetzee publicó en 2003), quien sin invitación y sin que Paul Rayment la conozca, se instala allí (como Petra en su casa) dispuesta dizque a guiar y a dizque corregir los retorcidos renglones de su cojuda infravida de diablo cojuelo. Y es con tal intrusa y su cometido donde el sentido realista se altera y se rompe. Y esto es así porque la Costello, que también es una anciana sesentona, conoce, en buena proporción, los íntimos secretos de Paul Rayment: los que no le ha contado a nadie (como es el caso de la erógena ciega que él vio y olió en un ascensor del hospital y que luego ella, sin que él se lo pida, le contrata como sexoservidora a domicilio), y porque observa una conducta omnisciente, absurda e imposible, tanto en ciertos intríngulis y antagonismos de sus conversaciones, como por el hecho de que, pese a que se supone que es una escritora con libros y fama y a que tiene una “bonita y antigua casa” en Melbourne, opte por subsistir en los parques públicos con los inconvenientes de una desvalida y pestilente vagabunda que carece de un centavo; mientras, a imagen y semejanza de una obsesa que no tiene otra cosa en qué ocuparse para castrar al diosecillo bajuno del alado Cronos, alterna y asedia la cotidianeidad y los propósitos íntimos, secretos y personales de Paul Rayment y los espacios domésticos de su cómodo departamento.

           

Debols!llo número 342/8
Primera edición mexicana
(México, 2006)

         En medio de la efímera visita de la hetaira ciega (él paga 450 dólares por el manoseo y el servicio y previamente tiene que ponerse “una hoja de limón sobre cada ojo” y vendarse los ojos con una media de nailon de la Costello), Paul Rayment, se pregunta: “¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas?” Y en la misma tesitura pusilánime en la que él es el títere que la Costello mueve a su antojo, más adelante divaga sobre la posibilidad de que la narradora lo esté utilizando para construir un personaje de un libro en ciernes. E incluso en que tal vez ella no exista y que él ya haya muerto sin mayor pena ni gloria. Sin embargo, tal ficticio tejemaneje implica y desvela lo relevante y trascendente de la prestidigitación: que la escritora Elizabeth Costello, con su desfachatez, locura y contradicciones, es alter ego del verdadero titiritero y ventrílocuo: el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee; y que Hombre lento es sólo un artilugio literario donde el narrador, prestidigitador nato, hace y deshace a su antojo con el lelo lector del octavo día.

           

Coetzee y su alter ego

         Luego de un breve tiempo de hacerse la ofendida y desaparecida, Marijana regresa al departamento de Paul Rayment, pero no para trabajar de inmediato, sino para dejarle un folleto del Wellington Collage, el costoso internado que ha elegido su hijo Drago. Esto desencadena una tormenta doméstica en casa de los Jokić: Miroslav, el marido de Marijana, golpea a su mujer y ella se refugia en casa de su cuñada, que no la aprecia. Y Drago, con una mochila a cuestas, no tarde en pedirle refugio a Paul Rayment. Y el anciano solitario y cojo, que añora la paternidad que no procuró con nadie, le brinda cobijo en su estudio y pronto la estancia del adolescente altera el orden, la calma chicha y el sosiego budista del departamento, pues además de que a veces Marijana deja allí a la pequeña y alharaquienta Ljuba, Drago lleva a un compinche, y por ende sus charlas, pitorreos y ruidos se los tiene que soplar el vejete, aún en las horas del supuesto descanso y sueño.

            Miroslav, quien es obrero montador en una fábrica de autos, vigila, en su astrosa camioneta, en las inmediaciones del edificio donde vive Paul Rayment. Éste lo invita a hablar; y el dialogo desvela que el enojo del croata no es por ver humillado su honor de macho cabrío ante el préstamo a plazo indefinido y sin intereses que pagará el internado de su hijo Drago (el obrero Miroslav, incluso, conviene con el viejo Paul la creación bancaria de una cuenta de fideicomiso), sino los celos y la inseguridad (pese a sus 18 años de matrimonio) ante la creencia de que su mujer está “en proceso de ser embaucada, para alejarse de su corazón y de su hogar, por un cliente forrado de dinero y familiarizado con el mundo del arte y de los artistas” y que “el elegante entorno de Coniston Terrace le está enseñando a despreciar el mundo de la clase obrera de Munno”.

            Además de las abundantes digresiones y de las pinceladas y anécdotas biográficas sobre la idiosincrasia, el pasado y el presente de Paul Rayment (muy pocas sobre la Costello y los Jokić), la novela ilustra dos episodios donde el hecho de estar cojo, solo y viejo conlleva sus ineludibles inconvenientes. Una le ocurre cuando al ducharse con su andador Zimmer, éste se resbala y él “cae y se golpea en la cabeza contra la pared” y no puede levantarse. Por fortuna logra telefonear a Marijana, quien va, lo auxilia y apapacha. Él le pide que se quede toda la noche, pero ella le dice que su caída no es una urgencia médica. Y entre el debate en que el anciano cojo le reitera su amor, ella se va; pero antes le recomienda que se apoye en una amiga y que si tiene necesidades mayores que cogerle la mano, que se apunte en un “club de corazones solitarios”; y a imagen y semejanza de un vociferante y visceral escupitajo, le resume su triste y asfixiante rutina, para nada parecida a la de una curvilínea masajista de lujo diplomada en Cancún, especialista en los siete masajes para resucitar al muerto: “¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo ‘Haz esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra ventana, no me gusta esto, no me gusta eso’. Llego a casa cansada hasta los huesos, suena teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: ‘Es urgencia, ¿puede venir...?’”

            El otro episodio le ocurre en la mañana del día siguiente. El anciano y cojuelo Paul Rayment, que no pudo dormir (la pasó “Angustiado, lleno de remordimientos, dolorido, incómodo”), al verse corroído por la necesidad de orinar y el dolor de espalda, “con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera”, “se rinde y se orina en el suelo”. Así enredado, vergonzante, húmedo y apestoso a pipí lo encuentra Drago, quien llega a recoger la bolsa con sus últimas cosas. El chaval lo auxilia con los menesteres inmediatos y Paul no puede reprimir “un acceso de llanto”, un patético y lastimoso “llanto de anciano”.

            Navegando en la solipsista burbuja de idealización amorosa y protectora que vive Paul Rayment, le escribe una carta al obrero Miroslav Jokić, donde le reitera su apoyo monetario para la educación del muchachito Drago y quizá también para sus dos hijas: la pequeña Ljuba y la adolescente Blanka. En su papel de filantrópico padrino de la familia croata, le solicita “una llave de la puerta de atrás”, pues, dice, “no albergo ningún plan para quitarle a su mujer y a sus hijos. Tan solo le pido poder rondar por ahí, abrir mi pecho, cuando esté usted ocupado en otro lugar, y derramar las bendiciones de mi corazón sobre su familia.”

           

Fotografía de Antoine Fauchery

          Pero también le solicita que el mozalbete Drago le devuelva una foto antigua de su valiosa colección (cuyo total donará, tras su muerte, a la Biblioteca Estatal de Adelaida), impresión decimonónica y original hecha por el propio Antoine Fauchery (1823-1861), nada menos, cuyo sustracción fue advertida por la fisgona Costello. Para Paul Rayment se trata de un robo, aunque no irá a la policía; mientras que la Costello colige la probabilidad de que se trate de una broma de adolescentes urdida entre Drago y su compinche. En el sitio donde estaba la impresión original, los chavales dejaron un fotomontaje, una copia manipulada en la computadora donde se aprecia el rostro de Miroslav Jokić “vestido con una camisa abierta y un sombrero, y además con bigote, codo con codo junto a aquellos mineros de Cornualles e Irlanda de cara adusta que vivieron en una época remota.”

   

Fotografía de Antoine Fauchery

         Incitado por la Costello, ella y Paul Rayment van en taxi a la casa de los Jokić a reclamar la incunable foto y a reiterar el padrinazgo de él. La actitud de Marijana, además de que vuelve a deducir con acierto las intenciones amorosas y humanas del vejete Paul, no es la de una fémina que supuestamente en Croacia estudió pintura y fue restauradora de arte, sino la estereotipada tozudez de una inculta y ramplona ama de casa que no puede distinguir entre una fotocopia y una invaluable e histórica impresión vintage; y más aún: se ofende, no por el latrocinio de Drago, sino porque según ella “aporrean la puerta como policía” y porque el padrino “ahora dice que le robamos”.  

           

Don Quijote y Sancho “volando” con Clavileño
Ilustración de Ricardo Balaca (siglo XIX)

          
A tal meollo se añaden dos corolarios. Uno es que al término de tal visita el viejo Paul Rayment descubre que Drago, con cierta ayuda de su padre, está por concluir la construcción de un triciclo (¡el auténtico velocípedo celeste!, ¡más veloz que Clavileño!), regalo y tributo para el anciano cojuelo, para que, moviéndolo con las manos, pueda desplazare en ese artefacto algo chusco y ridículo, en cuyo tubo tiene pintado “con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: ‘PR Exprés’”. La pequeña Ljuba pregunta por el significado. “PR, el Hombre Bala”, le responde Paul Rayment. Pero la niña, sonriéndole, le apostrofa la dramática e irrefutable verdad: “¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!”

          

J.M. Coetzee

           
El otro corolario es que la anciana Elizabeth Costello, no sin patetismo (y sin los arquetípicos y consabidos tiempos del cólera), insiste en que ella y el anciano pueden vivir juntos, ya en Melbourne o en otro sitio, signados por “Los cuidados del amor”. Pero él se niega porque, dice, “esto no es amor. Es otra cosa. Es menos que amor.”

 

J.M. Coetzee, Hombre lento. Traducción del inglés al español de Javier Calvo. Literatura Mondadori número 281, Random House Mondadori. 1ª edición en México, 2006. 264 pp.

 

El librero Vollard



El ogro y la bella durmiente

En París, en 2002, en la prestigiosa Éditions Gallimard, el filósofo y narrador francés Pierre Péju (Lyon, 1946) publicó La petite Chartreuse, novela que, según canturrean Puzzle y Tropismos en una postrera página interior, “tuvo una excelente acogida por parte de la crítica”, además de convertirse “en un verdadero fenómeno de ventas en Francia, tras recibir uno de los más prestigiosos premios literarios de dicho país: el Prix du Livre Inter 2003”. Sonoro bombo y platillo al que se añade su homónima adaptación cinematográfica en el filme homónimo dirigido por Jean-Pierre Denis, estrenado en Francia en 2005.

Narrativa 156, Ediciones Témpora
(Barcelona, junio de 2006)

Impresa en Barcelona en “junio de 2006” por Ediciones Témpora, tal novela fue traducida al español por Cristina Zelich con el título El librero Vollard. Esto no es gratuito, pues Étienne Vollard, el protagonista, un hombre alto y gordísimo, es lector por antonomasia y librero de oficio (lo cual implica anécdotas y citas de libros), precisamente a través de El Verbo Ser, su menuda librería donde se expenden títulos antiguos y de segunda mano, ubicada en una pequeña ciudad no muy distante de París y rodeada de nevadas montañas, entre las que sobresale la Gran Chartreuse.

Pierre Péju con un ejemplar de su novela
La petite Chartreuse

En 1998, Étienne Vollard tiene 51 años y los hechos del presente de la obra se suceden entre el frío y nevoso noviembre de tal año y mediados de 1999. No sin espinas y vericuetos espinosos o no tan espinosos (como la estancia del adolescente Étienne Vollard en el liceo de Lyon o de joven en mítines de la primavera de mayo y junio de 1968), la novela embrolla una nostálgica e idealizada celebración del libro, de la literatura, de la lectura, del lector empedernido, de la memoria literaria y del oficio de librero de viejo. Pero el dramático meollo lo desencadena un inesperado y súbito accidente: cuando Étienne Vollard, al volante de su camioneta, atropella a la pequeña Eva, de diez años, hija natural de Teresa Blanchot, una solitaria joven todavía recién llegada a la ciudad, quien pese a su desempleo y como constantemente huyendo de sí misma (y de su hija) y hacia ninguna parte (o hacia la nadería de la nada), puede vagabundear sin ton ni son (hacia ninguna parte) manejando su auto por carreteras circunvecinas, yendo y viniendo en tranvías, o yendo y viniendo de París en el tren de alta velocidad.

La pequeña Eva (Bertille Noël-Bruneau) en La petite Chartreuse (2005),
filme dirigido por Jean-Pierre Denis, basado en la novela homónima de
Pierre Péju, originalmente publicada en Francia, el 9 de octubre de 2002,
por Éditions Gallimard
Tal desgracia trastoca la conciencia y la cotidianidad del librero Étienne Vollard, quien se siente culpable (no obstante que su responsabilidad fue un imprevisto accidente, involuntario e ineludible) y por ende la visita en el hospital, donde amén de las contusiones y quebraduras, la niña Eva sobrevive; pero queda en coma, como si hubiera sido dormida por una especie de maleficio brujeril, por un malvado encantamiento de una infame turba de nocturnas aves.
Es entonces cuando parece que el menjunje literario, a imagen y semejanza del intríngulis del consabido y antiguo cuento de hadas que urdiera Charles Perrault a fines del siglo XVII (que una y otra vez se reescribe sin cesar, y se reintenta cinematográficamente, en todas las ínfimas latitudes y catacumbas de la recalentada aldea global), ejercerá un ancestral y atávico poder mágico y curativo: “lo que impresionaba a Vollard, aquella vez, era su apariencia principesca, aquella tranquilidad impresionante fruto, sin duda, de la minerva y del vendaje en forma de turbante. La niña se había instalado en un letargo duradero, un sueño mágico de siete años, de cien años. Víctima de un sortilegio.”

Bertille Noël-Bruneau en el papel de Eva Blanchot
Fotograma de la película La petite Chartreuse (2005)
Es decir, parece que sólo falta recitarle al oído otro sortilegio infalible (una suerte de cantarín poema o de salmo maravilloso) para deshacer el malvado hechizo. Y parece que será así y con final feliz (y por los siglos de los siglos), pues una enfermera les recomienda, a él y a Teresa, hablarle a la niña: la bella durmiente. 
La niña Eva (Bertille Noël-Bruneau)
Fotograma del filme La petite Chartreuse (2005)
        Y dado que la madre casi es incapaz de platicarle y está marcada por su tendencia a huir de su hija (y de sí misma), es el librero Étienne Vollard quien se entrega a la tarea de hablarle día a día, recitándole un sin número de cuentos que habitan en su rara e indeleble memoria de insaciable lector, de descomunal ogro devorador de libros y bibliotecas enteras, en cuyo memorioso y laberíntico casillero quizá se hallen, palpitando y rutilantes, los versos o las palabras precisas que la rescaten por siempre jamás de ese onírico y pesadillesco dédalo.
“Viene usted mucho más a menudo que su señora —le señaló la enfermera que hacía las curas por la mañana [pues supone que él es el padre]—. He notado que no se atreve demasiado a hablar a la cría. Es una pena. Es necesario. Ya verá, un día se producirá un cambio. Nunca se sabe qué vocablo, qué palabra consigue despertarles. Una sola frase puede dispararlo todo. Entonces es como el extremo de un hilo del que hay que tirar para que todo lo demás vuelva. El coma es algo muy misterioso, sabe...”
Sin embargo, el ensalmo o la pócima de palabras mágicas no se encuentran en ningún libro o no llegan o no existen o se esfuman ante la inescrutable y fría lápida de la realidad, pues cuando la niña vuelve en sí, no puede hablar, apenas entiende lo que le dicen y su debilidad física es muy frágil. 
Su madre la interna en un montañoso sanatorio especializado. Prácticamente la abandona allí (y sale huyendo hacia un centro comercial de una población vecina a encadenarse en un mísero empleo) y le pide a Étienne Vollard que la visite los domingos y por ende lo autoriza en el hospital. 

El librero Étienne Vollard (Olivier Gourment) y
Teresa Blanchot (Marie-Josée Croze)
Fotograma de La petite Chartreuse  (2005)
Cuando el librero, con cierta incertidumbre, inicia tales visitas para pasearla por los linderos de la montaña, es notorio que en vez de mejorar, la niña empeora. 
Primero es la anorexia y luego un ataque epiléptico lo que anuncia y preludia el ineluctable e inminente final.
Mientras la pequeña Eva está moribunda en el sanatorio, un incipiente incendio suscita que los chorros de agua de los bomberos destruyan la entrañable librería de Étienne Vollard, pérdida que obviamente incide en su oscura y translúcida decisión de borrarse del mapa.
Pese a que la memoria de Étienne Vollard era casi tan extraordinaria e imborrable como la de Funes el memorioso (no obstante el vaciadero de basura que implica y por igual descubre y desentraña el ansioso y megalómano poseedor de la memoria de Shakespeare), el librero de la librería de viejo El Verbo Ser, no menos solitario, frágil, quebradizo, vulnerable, huérfano y desamorado que Teresa Blanchot y que la pequeña Eva, a través de la literatura y de la memoria de ésta, no pudo reconciliarse consigo mismo, con su destino y con el mundo; es decir, no pudo extinguir o amortiguar el desasosiego, la angustia, la depresión, el estrés, la neurosis y la suma de frustraciones, de modo que reencontrara la clave, el leitmotiv y el buen sabor de la evanescente e ingrata e impredecible vida, precisamente como sí ocurre en dos maravillosas y poéticas “historias de libros” que parecen denotar e implicar la ambrosía y la panacea universal, y que según la omnisciente y ubicua voz narrativa, Étienne Vollard evocaba con deleite, apoltronado “al fondo de su librería” (“araña gigantesca en el centro de su tela”):

El librero Étienne Vollard (Oliver Gourment)
Fotograma de La petite Chartreuse (2005)
“Al librero Vollard le gustaba explicar la historia de aquel hombre, retenido como rehén durante varios años, en Oriente Medio, por un grupo político-religioso y que, por una enorme casualidad, encuentra en un recoveco, el agujero apestoso de una cédula, el tomo II de Guerra y Paz, arrugado y mohoso, pero traducido a su propio idioma. Un libro en tan malas condiciones como él. Desde ese momento, para él, algo cambia. Todo cambia. De esos cientos de páginas, apenas encuadernadas unas con otras, le llega un alivio inmenso y, gracias a ellas, retoma el gusto por la vida.
“Vollard también explicaba la historia de aquella mujer, condenada a la oscuridad total de una celda soviética, que había memorizado una obra de Shakespeare, aprendida de memoria en su juventud. Al volverse ciega, obligada al aislamiento que vuelve loco, recita El rey Lear, en inglés, íntegramente. Lentamente, aparece una luz en la oscuridad. Ve el libro, ve el texto. Lo lee. Gira las páginas mentalmente. Ve tan bien ese libro que había comprado en una pequeña tienda cuando era estudiante, que decide traducir al ruso, en la oscuridad, para ella sola, para nada, para que algo humano subsista a pesar de todo. Hojea mentalmente su viejo ejemplar de estudiante, en una alucinación extremadamente precisa. Y buscando el término exacto, la música, el acorde, traduce, sin tinta ni papel, en espera de la muerte.”
       No extraña, entonces, que Borges el memorioso, prisionero en las perennes tinieblas de su ceguera, haya dicho que el libro, ese instrumento sin el cual no puedo imaginar mi vida [… no es menos íntimo que las manos y los ojos; que el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación,  que la literatura es también una forma de la alegría y la lectura una forma de felicidad”, y que toda lectura reescribe el texto”.


Pierre Péju, El librero Vollard. Traducción del francés al español de Cristina Zelich. Narrativa  núm. 156, Puzzle/Tropismos/Ediciones Témpora. Barcelona, junio de 2006. 160 pp.