De enanos, gigantes, espejos y
otros bichos de carne y hueso
Por instancias de Elena Garro (1916-1998), Historia prodigiosa, libro del argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999), fue editado por primera vez en la Ciudad de México, en 1956, en la Colección literaria Obregón. Un año antes, en la Biblioteca Americana del Fondo de Cultura Económica (serie Proyectada por Pedro Henríquez Ureña y publicada en memoria suya), se habían impreso el par de volúmenes de Poesía gauchesca, con edición, prólogo, notas y glosario de Bioy y Jorge Luis Borges (1899-1986). Por entonces pocos ejemplares de Historia prodigiosa llegaron a Buenos Aires. Y no aparecería en la Argentina hasta 1961, editado por Emecé, junto con “De los dos lados”, cuento añadido al conjunto.
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Historia prodigiosa
Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares
Quinto Centenario. Madrid, 1991 |
La presente y cuidada edición de Historia prodigiosa, con pastas duras y cubiertas, impresa en Madrid, en marzo de 1991, por Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares, concebida en el contexto de las celebraciones del Quinto Centenario, obedeció a que al escritor se le otorgó en España, en 1990, el Premio Cervantes.
Historia prodigiosa reúne seis cuentos. El primero, homónimo del libro, es evocado y narrado por un alter ego del autor, el cual trabaja en Buenos Aires en una editorial, quien había sido invitado a colaborar en “una suerte de academia literaria” ideada por Rolando de Lancker. En el relato descuella la fina ironía y el corrosivo humor negro que distingue a Bioy Casares al trazar personajes paródicos, comentarios sarcásticos, y circunstancias fantásticas y reflexivas; pero también ciertos matices y tildes de una estilizada anglofilia que aparece en otros cuentos (inclinación paralela y distinta a la anglofilia de Borges), en este caso bajo la atmósfera cultivada por Chesterton, invocado en un tomito verde que el alter ego de Adolfito lee durante el trayecto en ferrocarril de Buenos Aires a Monte Grande, donde se halla la lujosa estancia de Rolando de Lancker. Si las inquietantes y seductoras piernas de Olivia, discípula de éste, iluminadas en el interior del “enorme break” tirado por “una yunta de espumosos caballos oscuros”, son un ingrediente de tensión erótica, el punto nodal (bajo el presagio de las móviles imágenes del infierno que se aprecian en Los amantes de Teruel, lienzo de Benlliure) se desencadena durante un baile de máscaras de la Sociedad de Escritores, pues Rolando de Lancker, que se piensa todo un caballero, un auténtico gentleman, tras ser abofeteado por un tipo con máscara de diablo que no tolera su perorata contra las nociones del Cielo y el Infierno, Dios y el Demonio y que profesa el dogma católico, no elude el reto y el duelo, el lance con espada que lo enfrenta a tal demonio enmascarado, quien luego resulta ser el mero Satanás que se esfuma en un tris y por ende la muerte de Rolando de Lancker significa su boleto y pasaje al Infierno, con humo, tufillo a azufre, y ruido de fierros de cadena perpetua.
La relación de los hechos de “Clave para un amor” es evocada y narrada por otro alter ego de Adolfo Bioy Casares, cuyo “deber en la vida”, dice, es “contar cuentos”. El epicentro de tal relato se entreteje en un inmenso, fastuoso y kafkiano hotel situado en las montañas chilenas de los Andes, “no lejos de Puente del Inca”.
Además de la fauna que protagoniza el puñado de historias que se suceden y entrelazan bajo el influjo de una musiquita, hay por allí el vestigio arquitectónico de un templo grecorromano destinado a celebrar y conmemorar a Baco, hecho erigir por un tal Bellocchio, otrora propietario de ese hotel aún rodeado de fantasmas, de humeantes leyendas y ecos de mitos, quien solía sacrificar corderitos en el altar y que cada año conmemoraba la fiesta del dios, llamada liberalia, cuya índole e intríngulis está cifrada en la Enciclopedia Hispanoamericana que consulta el alter ego de Bioy: “Era aquél un día de liberación. Nada estaba vedado y se toleraba que los esclavos hablaran libremente.”
Así, el trastorno que cada protagonista sufre en su conducta y que se proyecta en los sucedidos que se desencadenan en el hotel, tiene que ver con que un específico día del año: 17 de septiembre (17 de marzo en Europa), fecha en que Bellocchio festejaba a Baco y éste se hacía presente con su cohorte de demiurgos menores. Es decir, la musiquita que cada uno oyó en determinado momento (“flautas y una muchedumbre alegre”), era indicio de que el dios los habitaba y que en esos instantes “La esencia de cada uno, buena o mala, obró con libertad.”
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Adolfo Bioy Casares en 1990
Año en que recibió en España el Premio Cervantes
y en México el Premio Alfonso Reyes |
En “La sierva ajena”, a través de la voz de otro alter ego: “un sujeto oscuro y apocado”, Bioy, con su burlesca habilidad para el escarnio y la parodia, traza, en la provinciana y pretenciosa atmósfera cultista del Buenos Aires de los años 30 del siglo XX, la reaparición de Celestin Bordenave, prestigiado explorador y “apuesto hombre de un metro ochenta”, reducido a una diminuta cabeza del tamaño de un puño, transformado así durante su expedición en la tenebrosa selva de los jíbaros. Pero lo más significativo es lo que implica la historia del joven Urbina, relatada por Keller en el Tropezón, uno de los presuntos chismosos que observan la cabecita momificada de Celestin Bordenave al ser exhibida en una conferencia de un explorador belga. Urbina, parodia de poeta provinciano que suele reunirse con otros paródicos provincianos, es un ridículo y risible epígono de José Juan Tablada (1875-1945) y por ende escribe sus solemnes pero chuscos haikús (varios se leen en el cuento), da conferencias sobre ello, e incluso dizque “una revista platense publicaría en separata” su “famosa comparación entre la métrica del hai-kai de Tablada y del hai-kai japonés”.
Pero lo extraordinario le empieza a ocurrir al visitar a Flora Larquier en La retama, la quinta en el Tigre heredada por ella y su viuda madre, loca, al parecer. El ardid que dispone Flora favorece el enamoramiento de Urbina por la fémina, pero también lo induce a conocer el secreto que ésta oculta en la mórbida, desvencijada, sucia, pestilente y oscura casona de La retama: Rudolf, ex espía del servicio secreto de Alemania, duro y maldito, ahora reducido a un minúsculo homúnculo que sólo mide una mano, mermado a tales liliputienses dimensiones por un pueblo pigmeo del África donde quedó preso.
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(FCE, 1988) |
Esto recuerda que en La invención y la trama (FCE, 1988), antología de Bioy, seleccionada, introducida y anotada por Marcelo Pichon Rivière, éste apunta lo que Adolfito decía siguiendo a Johnson: “yo soy uno de esos ‘autores de bárbaros romances que alientan a sus lectores con enanos y con gigantes’”. Pero también aquello que el autor de La invención de Morel (Losada, 1940) dice en “Aprendizaje” y en el libro de Memorias (Tusquets, 1994) que escribió y editó auxiliado por Pichon Rivière y Cristina Castro Cranwell: “Mi madre me contaba historias de animales. Generalmente eran liebres, que para conocer la vida se alejaban de la madriguera, corrían peligros y, tras muchas peripecias, volvían a la madriguera, a la dicha, a la seguridad. Aún hoy, en mis cuentos y novelas, echo mano del recurso literario que me enseñó mi madre: el recíproco agradecimiento de la seguridad y el peligro.”
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Adolfito y Marta Casares, su madre (Buenos Aires, c. 1950) |
Circunstancia y reminiscencia infantil que Bioy evoca en un pasaje de “La sierva ajena”: “En el tren que lo llevaba [del Tigre] a Buenos Aires, Urbina anheló estar de vuelta en su casa, como en un refugio, a salvo de la cruel intemperie del mundo, donde hay secretos, y enanos horribles, que lo odian a uno, y mujeres nobles, que lo persiguen; anheló ver a sus padres —los imaginaba muy lejos— y dormirse entre las sábanas frías de su cama.” Sin embargo, lo que Urbina halla en casa de sus padres es incomprensión, infundios y rechazo. Así, muerto de sueño y con la cola entre las patas, regresa a La retama, donde el reyezuelo Rudolf, con el cetro que empuña y le entierra en los ojos mientras duerme, lo convierte en un ciego, el preludio del abandono de Flora, quien lo deja a la deriva en un barco que lo lleva a Europa por siempre jamás. Vale añadir que, según dice Bioy en “Aprendizaje”, el argumento de “La sierva ajena” lo urdió al reescribir “Cómo perdí la vista”, cuento incluido en Luis Greve, muerto (Destiempo, 1937), su sexto libro, que Borges reseñó de manera favorable en el número 39 de la revista Sur (diciembre de 1937), pero del cual Adolfito, en la misma memoria, dice: “Cuando empecé a escribir La invención de Morel me propuse que Luis Greve, muerto fuera el último de mis libros malos.”
En “De los dos lados”, con un guiño a Lewis Carroll, Adolfo Bioy Casares fantasea con la posibilidad de vencer a la muerte mediante un procedimiento que recuerda la borrosa pero nunca olvidada idea de los viajes astrales y de la transmigración de las almas de cierta ancestral mitología y superchería hindú. Jim, porteño e “hijo segundo de una buena familia inglesa”, auxiliado por Celia, su amada —quien funge de nana y “miss” de la niña Carlota, pirrurris de la ricachona estancia El portón (quizá a imagen y semejanza de Rincón Viejo, la legendaria estancia de los Bioy en Pardo)—, dejando su cuerpo sumergido en una especie de sueño, practica con su alma viajes al más allá. Cuando está listo, decide irse para siempre; es decir, morir en la Tierra y vivir en el otro lado. Poco después, Celia, auxiliada por la niña Carlota, también se ejercita y no tarda en irse. Así, el viaje de ambos al más allá implica vivir en una eterna, onírica y edénica comunión amorosa.
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Rincón Viejo (Pardo, 1965) |
En “Vísperas de Fausto”, mínimo tributo a Goethe (y no sólo “un recurso de estilo”), poco antes de que en esa noche de junio de 1540 retumben las 12 campanadas, hora en que termina el pacto que 24 años antes Fausto hizo ante Mefistófeles: vender su alma al Diablo “a cambio de un invencible poder mágico”, pese a sus circulares devaneos que no conjuran ni detienen el tiempo, se reitera que no hay escape ante lo sucedido y pactado: “Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió.”
Mientras que en “Homenaje a Francisco Almeyra”, el último cuento, que en 1954 había sido impreso en el número 229 de la revista Sur y en un librito de Destiempo (la editorial homónima de la revista que en 1936 editó con Borges) dedicado a la memoria de su madre (fallecida a los 64 años el 26 de agosto de 1952), Bioy deja la perspectiva fantástica y el remanente mágico y opta por una ambientación historicista (que matiza con lúdicos e irónicos comentarios al lector) a través de la cual la voz narrativa da visos del enfrentamiento ideológico y beligerante entre los liberales unitarios desterrados en Montevideo, Uruguay, y las huestes de los conservadores federales al servicio del general Juan Manuel de Rosas (1793-1877), quien gobernó la Provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1832, y luego entre 1835 y 1852, habiendo encabezado, en 1833, una cruenta expedición contra los indígenas del Sur.
La noticia de que los libres se alzaron en el Sur (“En Dolores han pisoteado la efigie del monstruo”), suscita que un puñado de idealistas y más o menos cultos francófilos desterrados en Montevideo se embarquen en una chalupa (entre ellos el joven Almeyra). Apenas desembarcan, la violenta escaramuza contra una multitud de gauchos a caballo, signa, aquel fatídico fin de 1839, la derrota de los desterrados, la fuga del unitario doctor Cruz, y el salvaje degollamiento de Almeyra y de su obra trunca: unos poemas, el galanteo de una infanta, su traducción de la Eneida en ciernes y el proyecto de su tragedia en Tebas.
Adolfo Bioy Casares, Historia prodigiosa. Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares/Quinto Centenario. Madrid, 1991. 184 pp.