sábado, 21 de noviembre de 2020

La bestia debe morir

 

Mi venganza será para mí solo

 

I de IV

Nicholas Blake es el consabido seudónimo que el poeta irlandés Cecil Day-Lewis (1904-1972) utilizó para escribir un conjunto de novelas policíacas protagonizadas por el detective Nigel Strangeways. En el ámbito del idioma de Cervantes la más célebre es, al parecer, La bestia debe morir, cuya primera edición en el idioma de Shakespeare (The Beast Must Die) data de 1938. La traducción al español del escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978), impresa por primera vez en Buenos Aires el 22 de febrero de 1945, fue el número 1 de El Séptimo Círculo, la colección de novelas policiales que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron y editaron, para Emecé, entre 1945 y 1955. Misma que en Barcelona, en abril de 2011,  la editorial RBA recuperó con el número 117 de la Serie Negra.

           

(RBA, 2011)

         Vale observar que si bien el cineasta Claude Chabrol en 1969 dio a conocer, en francés y en París, una versión cinematográfica (Que la b
ête meure) basada en el libro de Nicholas Blake, el 8 de mayo 1952, en Buenos Aires y español, tuvo lugar el estreno del primer filme, en blanco y negro, basado en tal novela negra, muy probablemente leída y adaptada a partir de la traducción de J.R. Wilcock, dado que la película y la obra literaria son homónimas.

 

(Emecé, 1945)

II de IV

La novela de Nicholas Blake: La bestia debe morir, se divide en cuatro partes (con sus correspondientes capítulos y rótulos), más un “Epílogo”. La “Primera parte” la conforma “El diario de Felix Lane” y está narrada en primera persona por Frank Cairnes, viudo de 35 años y un metro 65 de estatura (“hombrecito”, suelen tildarlo los grandotes y grandotas que lo observan), quien, desde su casa de campo en las inmediaciones del pueblito de Sawyer’s Cross, ha tenido por lucrativo y cómodo oficio la escritura de novelas policíacas, las cuales firma con el seudónimo de Felix Lane. (El contrato con el editor de sus libros, en Londres, implica que su verdadera identidad permanezca oculta; mientras que en Sawyer’s Cross ha chismorreado, incluso a su criada, que escribe una “biografía de Wordsworth”.) Las entradas de su diario van del “20 de junio de 1937” al “20 de agosto” de ese año. Así, en el íncipit se canturrea a sí mismo (el especular e hipócrita lector: “mi compañero”, “mi hermano”) que cometerá un crimen: “Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, ni dónde vive, no sé cómo es. Pero lo encontraré y lo mataré...”

        

Nicholas Blake
(Cecil Day-Lewis)

          
Según se lee en el diario, ese “20 de junio de 1937” su hijo Martie, pequeño y frágil, hubiera cumplido siete añitos y ambos lo hubieran festejado con un “picnic en el Golden Cap”, donde le hubiera enseñado a maniobrar un bote de vela. El 3 de enero de ese año, alrededor de las seis de la tarde, el chiquillo, autorizado por su papá y como otras veces, había ido caminando al pueblo a comprar caramelos. Al regreso, en una curva próxima a su domicilio, un auto, que iba veloz y sin precauciones, lo atropelló y se dio a la fuga. Frank Cairnes, por la conmoción, estuvo en un sanatorio “durante bastante tiempo” (“fiebre cerebral, ataque de nervios o algo parecido”). Luego, para distenderse y más o menos recuperarse, no fue a su casa de campo (atendida por la sirvienta: la señora Teague), sino que se refugió, solo, en el búngalo de un amigo, desde cuya ventana, ese día, observa “el Golden Cap que brilla bajo el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo”.

   

Fotograma de Que la bête meure (1969)

           Frank Cairnes no tiene ninguna pista para dar con el asesino de su hijo; no obstante, se interroga e inicia algunas indagaciones. Pero, como si el dedo flamígero del todopoderoso hado estuviera de su parte, el “29 de junio”, rumbo a Oxford, un accidente en su auto (se mete en un río al pasar por Cotswolds) lo pone en contacto con un testigo que le dice que no hace mucho, en ese mismo sitio, cayó otro coche. Al preguntarle por la fecha de tal semejante imprevisto, el testigo le dice que fue el “3 de enero”, y Frank, fingiendo que ese conductor era su amigo, obtiene datos relevantes: que el tipo que manejaba se llamaba George y que las siglas de la matrícula corresponden al condado de Gloucestershire. Y es en ese episodio cuando empieza a descollar el ancestral, rancio y arraigado tópico machista que trasmina, por diversas tesituras y vericuetos, las páginas de La bestia debe morir, pues para que el testigo suelte aún más la mojigata lengua, Frank le dice con mojigatería: “tendré que preguntarle a George acerca de esta amiga suya. Esas cosas no se pueden hacer. ¡Y un tipo casado! Me gustaría saber quién era ella.” En este sentido, Frank oye que la furtiva fémina de su supuesto amigo era, nada menos, que Polly, la protagonista de una película recién vista por el testigo y su esposa: Pantorrillas de criada. Y esa información el matrimonio se la da reflejando en sus dichos su elemental nivel cultural y sus idiosincrásicos prejuicios. Así, el testigo le dice: “oí su nombre, pero no lo recuerdo. La semana pasada la vi en una película. En Chel’unham. Aparecía en paños menores, y no llevaba demasiados” [...] Mi mujer se escandalizó.” Y la esposa, quien es la que recuerda el título del filme, dice, no menos atávica, puritanoide y mojigata: “esa señorita era Polly, la criada, ¿comprende? Dios, casi no enseñaba las piernas” [...] “Me pareció una loca”. Y el testigo añade: “Mi Gerti está colocada, pero no usa ropa interior de encaje, ni tiene tiempo de andar mostrando sus encantos como esa desvergonzada de Polly. Le daría su merecido.”

     Así, en lugar de encaminarse a Oxford, Frank Cairnes se dirige al Cheltenham a averiguar sobre esas impúdicas Pantorrillas de criada que ponen de punta los vellos púbicos. Allí ve que se trata de “una película inglesa”; y, según apunta peyorativo y gazmoño, es típica “de la inclinación británica hacia la indecencia barata y vulgar”; ve que la actriz (que se cubría la cara para que no la reconocieran en el accidente en el río) se llama Lena Lawson; dizque “Es lo que llaman una ‘aspirante a estrella’”; y remata con petulancia de abuelita ñoña: “Dios, ¡menuda expresión!”. El caso es que, para grabarse el rostro de la actriz, al día siguiente ve Pantorrillas de criada en el Gloucester. Y antes de verla, cavilando en matar a Georges con precisión de relojería suiza y sin dejar rastros que lo inculpen, apunta con una inmoralidad e indiferencia que lo equiparan al asesino de su hijo Martie: “El único peligro podría ser Lena; tal vez tenga que deshacerme de ella; espero que no, aunque no tengo razones para suponer que su desaparición sea una pérdida para el mundo.” Lo cual está en la misma tesitura del verborreico general Shrivenham, su vecino, dispuesto a aterrorizar con su Winchester 44 a la persona que a Frank Cairnes le deja en su casa anónimos de malaleche: “No es que me importe matar a una mujer; hay tantas que es fácil matarlas por equivocación, especialmente de perfil.”  

     

Cartel del filme La bestia debe morir (1952)

             Al verla en el filme, Lena Lawson le resulta “bastante guapa”. Y para que ella (sin enterarse de nada) la lleve hasta el maldito Georges, corporifica y asume la falsa identidad del famosillo autor de sus novelas policiales: Felix Lane; por ende, se deja crecer la barba y anota: “Me gustaría saber si Lena se enamorará de mi barba; uno de los personajes de Huxley habla de las propiedades afrodisiacas de las barbas; comprobaré su veracidad.” Lo cual es una de las referencias librescas (lúdicas, chuscas, irónicas, culteranas) que pueblan la verborrea de Frank Cairnes (y que además es un aderezo que sazona in extenso el libro de Nicholas Blake), proclive a mencionar los estereotipados clichés de las novelas policíacas y a decir estupideces; por ejemplo, ante la visita que el “3 de julio” le hizo en su casa de campo el general Shrivenham, “Un hombre admirable”, según dice, anota en su diario: “¿Por qué todos los generales son inteligentes, encantadores e instruidos, mientras que los coroneles son aburridos, y casi todos los mayores incalificables? En este tema podría profundizar la estadística.”

            Frank Cairnes se instala en Maida Male, en Londres, en un departamento amueblado. Y como a Holt, su editor, le informa que pretende ubicar su “nueva novela policíaca en un estudio cinematográfico”, le da una tarjeta que lo contacta con un tal “Callaghan, no sé qué de la British Regal Films Inc., la compañía donde trabaja Lena Lawson”, quien le chismorrea sobre ella de un modo muy despectivo: “se cree una segunda Harlow, todas lo creen”; y añade (quizá reprimido y con la lengua de fuera y escurriendo baba): “De piernas para arriba... está muy bien como percha de lencería”; no obstante, le parece “tonta”. Criterio misógino parecido al criterio misógino, utilitarista y cosificante, de un tal Weinberg que Callaghan parodia al rebuznar con impostada voz aguda y afeminada: “¡Oh, Weinberg quiere que salga en todas las películas!”

         

Alfred Hitchcock

               No obstante, para que Callaghan lo ponga en contacto con esas inquietantes pantorrillas, el falso Felix Lane le dice que busca que su novela en ciernes pueda “adaptarse cinematográficamente tipo Hitchcock— y Lena Lawson podría ser la adecuada para ser la protagonista”. Y cuando ya la ha conocido repara: “No sé qué quiso decir Callaghan cuando la llamó ‘tonta’; frívola, sin duda, pero no tonta.” Y otro día anota en su “diario íntimo de un asesino”: “ella es, a su manera, una criatura fascinadora, que me será útil y me permitirá combinar el placer con los negocios [de matar], mientras no me enamore”. Y otro día: “Lena no es tan tonta como parece, o más bien, como parecen las de su calaña.” Pues según apunta el engreído y misógino Frank Cairnes (en su papel del novelista Felix Lane con seductora e irresistible barba afrodisiaca): lo que los vincula “Es un asunto de negocios: toma y daca. Los dos ganamos algo. Yo quiero a George [para matarlo], y Lena mi dinero.”

    Así, el día que la lleva a su departamento londinense ella le parlotea los hirientes dichos del tal Weinberg: “¿Qué se ha creído que es? ¿Una actriz o una anguila embalsamada? No le pago para que intente parecer una piedra, ¿no? ¿Qué le pasa? ¿Se ha enamorado de alguien, gallina clueca?” (No extraña, entonces, que ante ese ríspido trato en el plató Lena Lawson haya escupido sobre él con veneno antisemita: “todos esos judíos están confabulados... Aquí no nos vendría mal un poco de Hitler, aunque a mí que no me vengan con cachiporras y esterilización.”) 

   

Fotograma de El gran dictador (1940)

           Pero cuando la cacareante “gallina clueca” descubre y toma el osito tuerto de Martie que el fetichista Frank Cairnes tenía atesorado en la chimenea de su dormitorio, la incontrolable neurosis de él suscita una mutua tensión e intercambio de dimes y diretes; escaramuza verbal que queda rubricada cuando el machín de Frank Cairnes le da “su merecido”; es decir, le suelta una bofetada a Lena Lawson, inicio de una pelea (que termina en revolcón y en sexo) matizada por los reclamos que ella le vocifera: “¿Así que no soy lo bastante pura como para tocar el osito de tu sobrino? Podría contaminarlo. Te avergüenzas de mí, ¿verdad? Está bien, llévate esa porquería.” [...] “Pero, realmente, te avergüenzas de mí, ¿no? ¿Me crees una loca vulgar? [...] “¡Qué viejo más cauteloso eres! Crees que voy enredarte en un matrimonio.” [...] “¡Qué buena idea! Me gustaría ver la cara de George”.

    “¿George? ¿Quién es George?” Le pregunta el falso Felix Lane y ella le responde: “Bueno, bueno, no tienes que saltarme encima, celoso. Georges es solo... bueno, está casado con mi hermana.”

   Esa revelación le indica a Frank Cairnes que no anda desencaminado en sus vengativos y asesinos propósitos, y que su buena estrella lo alienta y dirige hasta el epicentro del empantanado y pestilente miasma, pues Lena Lawson, ahora sí para utilizar al barbudo Felix Lane (y retribuirlo con la misma moneda: él la usa “como si fuera un peón de ajedrez”), lo invita a Severnbridge, el pueblo pesquero del condado de Gloucestershire, donde George Rattery tiene una mancomunado taller mecánico: Rattery & Carfax; una esposa doméstica, maltratada y sumisa: Violeta; un resentido y traumatizado hijo de unos doce años: Phil; y una repulsiva, serpentina y decrépita madre: Ethel Rattery, viuda de un militar (fallecido en un manicomio), atávica, machista, metiche, lenguaraz, intrigante, manipuladora, mandona, autoritaria, y con un falaz concepto del honor y de la honra, de la guerra y del crimen: “En la guerra es cuestión de honor”, dictamina, “no es asesinar, cuando se trata de honor”.

 

III de IV

Para no desvelar todas las menudencias de la urdimbre narrativa de La bestia debe morir, vale resumir que en el “El diario de Felix Lane”, Frank Cairnes reporta su arribo al pueblo de Severnbridge en compañía de Lena Lawson, su hospedaje en el hotel Angler’s Arms, y luego en la casa del asesino de su hijo Martie, y los dos intentos que pergeña para matarlo en un supuesto e impune “crimen perfecto”. Uno: empujarlo por un acantilado (falla porque, apunta, George Rattery en el instante peliagudo le dijo padecer acrofobia). Dos: propiciar que se ahogue en el río, pues dizque no sabe nadar ni conducir un bote. Asesinas tentativas que luego quedan trastocadas y hechas trizas por el revelador hecho que el grandulón y voluminoso George Rattery le vocifera y restriega en el rostro al ocurrente hombrecito Frank Cairnes: había leído su escondido diario in progress y sabía que planeaba borrarlo del mapa.

   Pero “El diario de Felix Lane” también reporta que el tal Georges Rattery es un patán y un machote en toda la extensión de la palabra; de ahí que se comporte como “un gallo en su gallinero”, que además fanfarronea y mueve el culo sintiéndose el matón del pueblo y el amo y señor del entorno que pisa, cruza y siembra de escupitajos. Supremacía anacrónica y cerril que apoya la colmilluda abuela Ethel Rattery recriminándole a su nieto Phil: “no puede haber más de un dueño en la casa”. Pues Philip Rattery, blanco del odio, del menosprecio y del maltrato de su agrio, cascarrabias y gruñón progenitor (por ende su carcelario y desmantelado cuarto casi está vacío), se opone a que insulte y golpee a su madre, y a que (delante de las narices de todo ese núcleo familiar, incluido el matrimonio Carfax, con quienes suelen comer, departir y jugar tenis) tenga por amante a tal Rodha, la esposa de James Harrison Carfax, su socio mayoritario en el taller mecánico.

   

Fotograma de Que la bête meure (1969)

          Al sopesar la conducta y los abruptos modos de tal cretino, parece increíble que Violeta alguna vez se haya enamorado de él (lleva 15 años soportándolo encadenada en esa tóxica relación matrimonial sadomasoquista y con un torturador pie en el cogote: “ha sido su felpudo durante quince años”). Y más aún: que Lena Lawson, que parece perspicaz y no una vil tontorrona de poca monta, haya traicionado a su hermana y aceptado ser, durante un tiempo, la furtiva amante de turno del paleto e inveterado adúltero y gordinflón Georges Rattery.

 

Fotograma de Que la bête meure (1969)

        Oculto en la trinchera e impostura de su barbudo personaje Felix Lane, Frank Cairnes, durante una cena con la familia Rattery (incluida Lena Lawson y el niño Philip con las orejas bien erectas y los ojos abiertos como platos soperos), formula su intrínseco y secreto leitmotiv, su íntima declaración de principios existenciales y asesinos: que a él le “parece justificado matar a una persona” “que hace desgraciada la vida de todos y de cada uno de los que le rodean”; que “Esa clase de persona no tiene derecho a vivir”; y que él la mataría “si no corriera riesgo alguno”.

 

IV de IV

A partir de la “Segunda parte” de la novela: “Plan en un río”, pasando por la “Tercera parte”: “El cuerpo del delito”, y hasta la “Cuarta parte”: “La culpa se revela”, las voces y sucesos de la trama de La bestia debe morir son hilados por una ubicua e impersonal voz narrativa (incluido el “Epílogo”).

           

Fotograma de La bestia debe morir (1952)

        El plan “impune” y “perfecto” de que Georges Rattery se ahogara en el río se deshace y se diluye en un instante, como un quebradizo e inasible terrón de azúcar caído en un charco de agua, porque el malandrín hurtó el diario de Felix Lane y se lo envió a sus abogados para que sea abierto y leído si algo le sucede. No obstante, unas horas después de haberse alejado del tal barbudo escritor de novelas policíacas, el voluminoso y grandulón Georges Rattery muere en su casa envenenado con una dosis de estricnina diluida en el tónico que solía ingerir después de la cena. Así, dados los indicios que se leen en el diario de Felix Lane, el presunto asesino parece ser Frank Cairnes. (Por ejemplo, el “2 de julio” mencionó la estricnina: “Me gustaría quemarlo despacio, pulgada a pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o, si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarlo por la pendiente que dirige al infierno.”) De modo que con su verdadera identidad: Frank Cairnes solicita los servicios del abogado y detective privado Nigel Strangeways. Su objetivo: desfacer el entuerto y demostrar que él no mató a Georges Rattery.

            Con departamento en Londres, el detective Nigel Strangeways, que rebasa la treintena y está casado con la atlética Georgia desde hace un par de años, se traslada con su esposa al pesquero pueblo de Severnbridge y se instalan en el hotel Angler’s Arms, donde también se hospeda Frank Cairnes. Georgia es de índole viajera y aventurera; y en sus actos, bromas y diálogos con Nigel refleja el aprecio, la confianza y el amor que se tienen, y que ella es apoyo y complemento logístico y medular de sus andanzas y reflexiones detectivescas. No obstante, en una puntillosa réplica que Georgia le hace a Nigel alude el estereotipado y consubstancial machismo que le otorga a la mujer un papel secundario y tipificado: “El lugar de la mujer es la cocina. De ahora en adelante me quedaré allí. Estoy harta de tus calumnias. Si quieres plantar víboras en los senos de la gente, ve y plántalas tú mismo, para variar.”

            La investigación oficial y policíaca la encabeza el inspector Blount, de la New Scotland Yard; quien es un viejo conocido del detective Nigel Strangeways. De tal modo que ambos dialogan, exploran y comparten datos y observaciones; no obstante, compiten entre sí. Y en los episodios que preceden al desvelamiento de la identidad de quien parece el verdadero asesino, siguen, cada uno por su lado, divergentes hipótesis. 

           

Edgar Allan Poe

            Cabe observar, entonces, que si bien el asesinato no es una variante del arquetípico crimen de cuarto cerrado (inaugurado en 1841 por Edgar Allan Poe con “Los crímenes de la calle Morgue”), casi lo parece; y por ello los principales sospechosos después de Frank Cairnes, quien no estaba en la casa de Georges Rattery cuando murió, son todos los que estaban en tal residencia, incluida la servidumbre, y los que entraron y salieron de ella, como es el caso del furtivo y cornudo esposo de Rodha Carfax.

         

Fotograma de Que la bête meure (1969)

            Las conjeturas y pistas que sigue el inspector Blount le indican que el asesino es el niño Phil, quien ha huido del hotel Angler’s Arms, donde, por sugerencia de Felix Lane (quien lo ve, trata e instruye como si fuera su hijo porque le recuerda al pequeño Martie), estaba protegido por Georgia y su esposo (y también por el didáctico novelista) del dominio, de la manipulación y de la insidia de su abuela paterna Ethel Rattery. Mientras que el detective Nigel Strangeways ha inferido que el asesino es (o puede ser) nada menos que Frank Cairnes. Pero una conversación con él, un inútil revólver que empuña el presunto asesino, y un acuerdo pacífico y empático le permite rasurarse, cambiar de apariencia y huir del cerco policíaco. 

           

Cecil Day-Lewis
(Nicholas Blake)

           No obstante, según se lee en el “Epílogo”, lo que no dedujo ni previó Nigel Strangeways es que el escritor Frank Cairnes, quien era un experimentado y diestro navegante, buscara perecer, cerca de la playa de Portland, haciendo que una furiosa tempestad hiciera añicos el barco Tessa, bautizado así por el nombre de su muy amada ex mujer, la madre de su único y muy querido hijo, quien falleció en el parto hace un poco más de siete años.

 

 

Nicholas Blake, La bestia debe morir. Traducción del inglés al español de Juan Rodolfo Wilcock. Serie Negra número 117, RBA. Barcelona, abril de 2011. 240 pp. 

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La bestia debe morir (1952), película dirigida por Román Viñoly Barreto, basada en la novela homónima de Nicholas Blake.


domingo, 1 de noviembre de 2020

Un hogar sólido

La raíz de todas las hierbas

En 1957 el narrador xalapeño Sergio Galindo, al frente de un grupo de jóvenes intelectuales, fundó en Xalapa y en el seno de la Universidad Veracruzana, la revista La Palabra y el Hombre. Y “el 25 de marzo de 1958” al autopublicarse su novela Polvos de arroz inició, con el número 1, la no menos legendaria y emblemática colección Ficción, auspiciada por la misma casa de estudios. En este sentido, “el 29 de noviembre de 1958” editó, con el número 5 de la colección Ficción, Un hogar sólido, el primer libro de la dramaturga y narradora poblana Elena Garro (1916-1998), donde ella reunió seis libretos teatrales, cada uno en un acto; de ahí el título completo que se lee en interior, normalmente omitido u olvidado: Un hogar sólido y otras piezas en un acto.  
       
Uno hogar sólido y otros piezas en un acto
Colección Ficción núm. 5, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1958
       Por iniciativa (o apoyo) del poeta y traductor Jaime García Terrés, entonces director de Difusión Cultural de la UNAM, en 1956 se proyectó el programa Poesía en voz alta, el cual comprendería dos vertientes: poesía española, con “selección de Juan José Arreola” y “escenografía de Juan Soriano”; y poesía surrealista, con “selección de Octavio Paz” y “escenografía de Leonora Carrington”. 

            Según se dice en una nota anónima que figura en La hija de Rappaccini, libreto teatral de Octavio Paz, coeditado en 2008 por Ediciones Era y El Colegio Nacional:   
     
(Ediciones Era/El Colegio Nacional, 2008)
      “En la primera reunión Octavio Paz y Leonora Carrington propusieron que, en lugar de recitar poemas, se montasen obras teatrales, de preferencia en un acto, ya que se contaba con un notable grupo de actores.

       “La idea se aceptó y así se transformó Poesía en voz alta en una compañía teatral. Los principales animadores fueron Juan Soriano, Octavio Paz, Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez. La hija de Rappaccini fue escrita para el segundo programa (que incluía también una corta pieza de Ionesco), y fue representada por primera vez el 30 de julio de 1956, en el Teatro del Caballito, en la Ciudad de México. Director de escena: Héctor Mendoza; escenografía y vestuario: Leonora Carrington; música incidental: Joaquín Gutiérrez Heras.”
      Con sus previsibles altibajos, la compañía teatral Poesía en voz alta estuvo activa durante siete años, entre 1956 y 1963. Y en ella Elena Garro, esposa de Octavio Paz desde el 25 de mayo de 1937, debutó como dramaturga, pues “el 19 de julio de 1957, en el cuarto programa de Poesía en Voz Alta”, montado en el Teatro Moderno de la capital del país, ya prácticamente sin el apoyo pecuniario de la UNAM, estrenó, bajo la dirección de Héctor Mendoza, tres obras en un acto: “Andarse por las ramas”, “Los pilares de doña Blanca” y “Un hogar sólido”.  
       Esas tres obras, junto con otras tres: “El Rey Mago”, “Ventura Allende” y “El Encanto, Tendajón Mixto”, conformaron el citado libro Un hogar sólido y otras piezas en un acto, editado en 1958 por la UV, en Xalapa, con el número 5 de la susodicha Colección Ficción; donde, en abril de 1962, con el número 34 de la serie, el colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura 1982, dio a conocer su libro de cuentos Los funerales de la Mamá Grande, que fue (y es) su primer libro editado en México, país donde concibió y escribió su novela central: Cien años de soledad (Buenos Aires, Sudamericana, 1967).
        
Elena Garro y Gabriel García Márquez bailando twist
(México, 1964)
      Sólo hasta el “3 de enero de 1983” la Universidad Veracruzana, en la Colección Ficción, llevó a la imprenta la segunda edición de Un hogar sólido —ya sin número de serie y retitulado en el interior: Un hogar sólido y otras piezas—, ilustrada con viñetas y dibujos del pintor y escultor Juan Soriano, entre ellas las ilustraciones de la edición príncipe. A las seis obras iniciales se añadieron otras seis: “Los perros”, “El árbol”, “La Dama Boba”, “El rastro”, “Benito Fernández” y “La mudanza”.

      
Un hogar sólido y otras piezas
Col. Ficción, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1983
      “La mudanza” había sido publicada en el número 10 de La Palabra y el Hombre, correspondiente al trimestre abril-junio de 1959; y “La señora en su balcón” en el número 11 de tal revista, correspondiente al trimestre julio-septiembre de 1959.

     
     Vale añadir que en Tramoya, cuaderno de teatro —revista editada por la UV, fundada y dirigida por el dramaturgo Emilio Carballido—, precisamente en el número 21-22 (conmemorativo de su quinto aniversario), correspondiente a septiembre-diciembre de 1981, Elena Garro publicó su libreto “El rastro”. Y que en el número 84 de Tramoya (“nueva época”), correspondiente a julio-septiembre de 2005, de manera póstuma se publicó su libreto “Parada de San Ángel”, compilado entre los dieciséis libretos teatrales que integran el volumen Obras reunidas II. Teatro, editado en 2009 por el FCE, con una “Introducción de Patricia Rosas Lopátegui”; los cuales conforman el libro Teatro completo, editado en 2016 por el FCE con una “Nota de la autora” (“Escrita originalmente para presentar la segunda versión teatral de El árbol”), más una “Nota editorial” de Álvaro Álvarez Delgado y un prefacio de Jesús Garro Velázquez y Guillermo Schmidhuber de la Mora: “Elena Garro, dramaturga. Ensayo celebratorio del centenario 1916-2016”.
   
(FCE, 2016)
        Impreso en “noviembre de 1963” por Joaquín Mortiz, el segundo libro publicado en México por Elena Garro fue su primera novela: Los recuerdos del porvenir (al parecer escrita en Berna, Suiza, en 1953, y luego guardada en un baúl), que mereció el Premio Xavier Villaurrutia de 1963. Y luego, el “15 de octubre de 1964”, editado por Sergio Galindo en la UV, apareció en Xalapa su tercer libro con el número 58 de la colección Ficción: La semana de colores, su primer libro de cuentos, todavía en la época de oro de esa trascendente labor editorial patrocinada por Universidad Veracruzana (su mejor época, sin duda).  
     
La semana de colores
Col. Ficción nún. 58, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1964
        Si bien el libreto teatral “Un hogar sólido” se publicó el 3 de agosto de 1957 en la revista mexicana Mañana y en el número 251 de Sur —la prestigiosa revista argentina dirigida en Buenos Aires por Victoria Ocampo—, correspondiente a marzo-abril de 1958, entre su notable y trascendente destino descuella el haber sido seleccionado en la celebérrima Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. 

     
Antología de la literatura fantástica
Col. Piragua núm. 100, Sudamericana
Buenos Aires, 1965
         La primera edición de la Antología de la literatura fantástica, impresa en Buenos Aires por Editorial Sudamericana con el número 1 de la Colección Laberinto, data de 1940 (se terminó de imprimir el 24 de diciembre, se lee en el colofón), el año en que Borges fue uno de los testigos de la boda de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo (se casaron “el 15 de enero en Las Flores, un pequeño poblado situado a unos 200 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires”), y el del surgimiento de La invención de Morel, novela de Bioy, editada por Losada en noviembre de 1940, con un laudatorio y canónico prefacio de Borges. Sólo hasta 1965 apareció la segunda edición de la Antología de la literatura fantástica, editada en Buenos Aires por Sudamericana con el número 100 de la Colección Piragua, que es la sucesivamente reeditada, por diversas editoriales, hasta lo que va del siglo XXI. Al “Prólogo” con que la signó Bioy en 1940, además de ciertos cambios y correcciones, se añadió su cuento “El calamar opta por su tinta” y una “Posdata” firmada por él, más un conjunto de textos de varios autores, entre ellos: Ryunosuke Agutagawa, Léon Bloy, Martin Buber, Richard Francis Burton, Jean Cocteau, José Bianco, Julio Cortázar, Elena Garro, Silvina Ocampo, Edwin Morgan, Carlos Peralta, H. A. Murena, Barry Perowne, Juan Rodolfo Wilcock y Gerald Willoughby-Mead.

       La inclusión de Elena Garro en la Antología de 1965 ineludiblemente recuerda la legendaria relación amorosa, más o menos furtiva, que ésta sostuvo con Adolfo Bioy Casares entre 1949 y 1969 (según lo indica la leyenda y la correspondencia de Bioy a Elena Garro, vendida por ésta en 1997, junto con otros documentos, a la Universidad de Princeton, institución norteamericana que la abrió al público y a los investigadores), pues al inicio ambos estaban casados y él tenía fama de galán y donjuán. (Bioy, además, nunca se divorció de Silvina Ocampo; mientras que Elena Garro y Octavio Paz formalizaron su divorcio “el 15 de julio de 1959”.) 
       
Elena Garro y Adolfo Bioy Casares
Octavio Paz y su hija Helena Paz Garro
(Nueva York , 1956)
       Sobre tal vínculo amoroso, en una carta más o menos autobiográfica fechada en “Madrid, 29 de marzo de 1980”, que se lee en el libro Protagonistas de la literatura mexicana (México, Ermitaño/SEP, 1986), Elena Garro le dijo al crítico y entrevistador Emmanuel Carballo: 

      “Guardé la novela [Los recuerdos del porvenir] en un baúl, junto con algunos poemas que le escribía a Adolfo Bioy Casares, el amor loco de mi vida y por el cual casi muero, aunque ahora reconozco que todo fue un mal sueño que duró muchos años.” 
      Vínculo amoroso y pasional hecho trizas y sonoro polvo alrededor de una serie de malos entendidos que suscitaron cuatro gatos que Elena Garro le envió a Bioy de México a la Argentina, pues él era y fue aficionado a los perros y no a los felinos. En una entrevista que le hizo José Alberto Castro, publicada el 9 de noviembre de 1997 en el número 1097 de la revista Proceso, Elena Garro lo recordó así:
       
Elena Garro en 1964
(Foto: Kati Horna)
         “Lo conocí a fines de los cuarenta en París, en el hotel George V, el más elegante de París, con su esposa Silvina Ocampo. Él llegó atribulado con la fama de ser un hombre rico, amable, risueño y encantador. Mantuvimos una amistad que se prolongó durante 20 años, pero de repente se acabó. Fue un gran amor y creo que yo fui el amor de su vida. Cuando me fui de México después de 1968 tenía cuatro gatos y no los quería dejar aquí. Me vino a la mente recurrir a Bioy, entonces le mandé mis bichitos en una caja por avión a Buenos Aires, porque sabía que era muy rico y tenía casas grandes donde acogerlos. Aceptó y dijo ‘los recojo a todos’. Los tuvo un tiempo en su casa. Sin embargo, Pepe Bianco me escribió que luego se los había llevado a una casa de campo, a una Quinta, y los había dejado ahí. Me dio coraje. El adujo que lo hizo para darles más libertad. Yo, en cambio, me dije: pobrecitos de mis gatos. El amor que sentía por él se secó. Haga de cuenta que nunca estuve enamorada.”

       Sin embargo, si el nexo afectivo y amoroso con Adolfo Bioy Casares incidió en su elección para la Antología de 1965 (y quizá también para su citada publicación en la revista Sur), también es verdad que el libreto “Un hogar sólido” posee su propio valor literario, fantástico y estético: un inextricable y lírico tejido de drama, ópera bufa, divertimento, farsa y poesía metafísico-religiosa.
        No hay diferencias esenciales entre las dos ediciones de la obra “Un hogar sólido” publicadas por la UV (1958 y 1983); que es la misma versión que figura en la compilaciones editadas por el FCE (2005 y 2016). Pero en la versión que se lee en la Antología de 1965 se dice que “el traje blanco antiguo” que viste la niña Catita es “de los usados hacia 1865”. Y a un parlamento de Mamá Jesusita (anciana de 80 años) se le añadió la frase: “¡Éramos pocos y parió la abuela!”, consabida expresión lúdica y popular de anónimo origen que también vocifera Horacio Oliveira, protagonista de Rayuela (Buenos Aires, Sudamericana, 1963), la novela central de Julio Cortázar. Y si en las ediciones de la UV (y del FCE) se dice que Mamá Jesusita está acostada en su litera de piedra: “en camisón y en cofia de dormir de encajes”, en la Antología se dice que está “en camisón de encajes y en cofia de dormir de encajes”.
     
Antología de la literatura fantástica
(Editorial Sudamericana, 16a edición especial, 1999)
         En “Un hogar sólido” palpita y subyace una heterodoxa y fantástica imagen de la muerte, y de la eternidad, que evoca y remite a los sueños y anhelos de trascendencia más antiguos e íntimos del imaginario e inconsciente colectivo e individual, cuyos fantaseos y visión mítica implica el idealismo religioso que en México suele manipular la vox populi de la tradición cristiana, particularmente de la católica.

        
(UV, 1958)
       Siete personajes, decimonónicos y de las primeras décadas del siglo XX, se hallan muertos en una subterránea cripta familiar de un panteón mexicano. Cada uno lleva la vetusta ropa con que fue enterrado (“Los trajes lujosos de todos están polvorientos y los rostros pálidos”) y conserva la edad con que murió. El más antiguo de los siete muertos es Catita, la juguetona e ingenua chiquilla de 5 años. Vicente Mejía, el segundo en descender a la tumba, tiene 23 años y viste “traje de oficial juarista”.  

       Mientras la última en llegar, Lidia, de 32, desciende a la cripta (y por ende ya son ocho los muertos) se oye (en off) al orador que parlotea en su entierro: “don Gregorio de la Huerta y Ramírez Puente, presidente de la Asociación de Ciegos”, “de la Banca, de los Caballeros de Colón, de la Bandera y del Día de la Madre”; un pudiente y doliente de rancio y estereotipado conservadurismo, se transluce, quien en su discurso de circunstancias le dice a la fallecida que ha dejado “un hogar cristiano y sólido en la orfandad más atroz”.
       Allí, en la oscura y subterránea tumba, los muertos esperan la lejana hora del Juicio Final. Mientras tanto, cifran su nostalgia de un Paraíso Terrenal: un hogar sólido, edénico, ideal y hogareño, repleto de armonía, amor, bienestar y eterna felicidad de angelitos alados y mofletudos. 
      Muni, de 28 años, un melancólico incurable en pijama y con el “rostro azul” porque se suicidó con cianuro para huir de su vida marginal y de apaleado perro callejero, lo expresa así dirigiéndose a su prima Lidia: 
     
Viñeta de Juan Soriano
(UV, 1958)
         “¿No has visto a los perros callejeros caminar y caminar banquetas, buscando huesos en las carnicerías llenas de moscas, y el carnicero, con los dedos remojados en sangre a la fuerza de destazar? Pues yo ya no quería caminar banquetas atroces buscando entre la sangre un hueso. Ni ver las esquinas, apoyo de borrachos, meadero de perros. Yo quería una ciudad alegre, llena de soles y de lunas. Una ciudad sólida, como la casa que tuvimos de niños: con un sol en cada puerta, una luna para cada ventana y estrellas errantes en los cuartos. ¿Te acuerdas de ella, Lilí? Tenía un laberinto de risas. Su cocina era cruce de caminos; su jardín, cauce de todos los ríos; y ella toda, el nacimiento de los pueblos”.

      Eva, la rubia y extranjera madre de Muni, suicida de 20 años, refrenda algo parecido en el trasfondo de sus palabras: 
      “También yo, Muni, hijo mío, quería un hogar sólido. Una casa que el mar golpeara todas las noches, ¡bum! ¡bum!, y ella se riera con la risa de mi padre llena de peses y de redes.”
       Y lo mismo expresa Lidia, la recién llegada a la catacumba, mientras relata sus avatares de la vida: 
      
Viñeta de Juan Soriano
(UV, 1958)
       “¡Un hogar sólido, Muni! Eso mismo quería yo... y ya sabes, me llevaron a una casa extraña. Y en ella no hallé sino relojes y unos ojos sin párpados, que me miraron durante años... Yo pulía los pisos, para no ver las miles de palabras muertas que las criadas barrían por las mañanas. Lustraba los espejos, para ahuyentar nuestras miradas hostiles. Esperaba que una mañana surgiera de su azogue la imagen amorosa. Abría libros, para abrir avenidas en aquel infierno circular. Bordaba servilletas, con iniciales enlazadas, para hallar el hilo mágico, irrompible, que hace de dos hombres uno [...] Pero todo fue inútil. Los ojos furiosos no dejaron de mirarme nunca. Si pudiera encontrar la araña que vivió en mi casa —me decía a mí misma— con su hilo invisible que une la flor a la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre, cosería amorosos párpados a estos ojos que me miran, y esta casa entraría en el orden solar. Cada balcón sería una patria diferente; sus muebles florecerían; de sus copas brotarían surtidores; de las sábanas, alfombras mágicas para viajar al sueño; de las manos de mis niños, castillos, banderas y batallas... pero no encontré el hilo, Muni...”

        Ante esto, es don Clemente, el padre de Lidia, viejecillo de 60 años que ya chochea, quien juega cierto papel de inequívoco oráculo y Profeta del Nopal del más allá: 
   “Hallarás el hilo y hallarás la araña”, le dice. “Ahora tu casa es el centro del sol, el corazón de cada estrella, la raíz de todas las hierbas, el punto más sólido de cada piedra.” […] “Después de haber aprendido a ser todas las cosas, aparecerá la lanza de San Miguel, centro del Universo. Y a su luz surgirán las huestes divinas de los ángeles y entraremos en el orden celestial.”
         
Elena Garro de actuando con Carlos Fuentes y Rita Macedo
(México, 1964)
         Así, mientras en la bóveda celeste aún gire el globo terráqueo y aún no se oiga la estentórea trompeta del Juicio Final y luego empiece la vida eterna (en el Paraíso o en el Infierno) y por lo siglos de los siglos, amén, el aprendizaje de “ser todas las cosas” implica que tienen la virtud y la facultad de ser todo tipo de pequeñeces microscópicas y fenómenos naturales (o no), cuyas alusiones evocan las efímeras minucias que al unísono ve (como si lo hiciera a través de la esfera mágica de Alejando de Macedonia) el personaje Borges (el eterno e infructuoso pretendiente de la inasible Beatriz Viterbo) al acceder en la oscuridad a la visiones del minúsculo y esférico aleph, ubicado en la parte inferior del decimonoveno escalón de la escalera del sótano de la casona en la calle Garay (a punto de ser derruida) del poeta Carlos Argentino Daneri (“un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”, “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”): 

       “¡Yo quiero ser el pliegue de la túnica de un ángel!”, dice Muni, el suicida (de “cara azul”) de 28 años. 
      “¡Yo quiero ser el dedo índice de Dios Padre!”, dice Catita, la traviesa y juguetona chiquilla de 5. 
      “¡Y yo una ola salpicada de sal, convertida en nube!”, dice Eva, la nostálgica extranjera, ahogada a los 20. 
       “¡Y yo los dedos costureros de la Virgen, bordando... bordando...!”, dice Lidia, de 32. 
       “Y yo la música del arpa de Santa Cecilia”, dice doña Gertrudis, de 40.
   
Arturo Ripstein y Elena Garro bailando rocanrol
(México, 1964)
      “Y yo el furor de la espada de San Gabriel”, dice Vicente Mejía, de 23, listo para el virulento combate con su “traje de oficial juarista”.
      “Y yo una partícula de la piedra de San Pedro”, dice don Clemente, el Profeta del Nopal del más allá. 
      “¡Y yo la ventana que mira al mundo!”, dice Catita.
       Así, en el interior de la oscura cripta familiar (que es el escenario) cada uno empieza a desaparecer en un mágico y fugaz destello, puesto que se supone que en un tris se transforma en lo que declara: 
   “Me voy. Soy el viento. El viento que abre todas las puertas que no abrí, que sube en remolino las escaleras que nunca subí, que corre por las calles nuevas para mi uniforme de oficial y levanta las faldas de las hermosas desconocidas... ¡Ah, frescura!”. Dice Vicente Mejía. 
    “¡Ah, la lluvia sobre el agua!”. Dice don Clemente. 
   “¡Leño en llamas!”. Dice doña Gertrudis. 
   “¿Oyen? Aúlla un perro. ¡Ah, melancolía!”. Dice Muni, el triste suicida de “cara azul”. 
  “¡La mesa donde comen nueve niños! ¡Soy el juego!” Dice Catita, la escuincla de “botitas negras y un collar de corales en el cuello”.
  “¡El cogollito fresco de una lechuga!”. Dice Mamá Jesusita, la anciana de 80 confinada en su litera de piedra, siempre en camisón de dormir y “con la cofia de encajes”.
  “¡Centella que se hunde en el mar negro!” Dice Eva, la extranjera ahogada en las violentas aguas del mar, añorando siempre su indestructible casa en lo alto de las rocas (su hogar sólido) frente al eterno movimiento del agreste y salvaje océano.
 “¡Un hogar sólido! ¡Eso soy yo! ¡Las losas de mi tumba!” Dice Lidia, la recién llegada.  

Octavio Paz, Elena Garro y su hija Helena Paz Garro
(París, 1949)



Elena Garro, “Un hogar sólido”, en Un hogar sólido y otras piezas en un acto, p. 9-34; primera edición editada en Xalapa por la Universidad Veracruzana con el número 5 de la Colección Ficción, impresa en los “Talleres Gráficos de la Nación el 29 de noviembre de 1958” con 152 páginas.


Colofón de Uno hogar sólido y otros piezas en un acto
Colección Ficción núm. 5, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1958






sábado, 12 de septiembre de 2020

La metamorfosis y otros relatos

El zumbido de la mosca en la rama engomada

                                            Para Aris y Sophie la cantora



I de IV
En el inconsciente colectivo del disperso ámbito del idioma español es consabido e indeleble el eufónico retintín del íncipit de Don Quijote (1515): “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.” (Crítica, 2001). Y lo mismo sucede con Pedro Páramo (1955): “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Y con Cien años de soledad (1967): “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Si la prosa es la poesía que la poesía no es (Pasolini dixit), algo semejante tiene que ser en alemán el íncipit de “La transformación” (1915), el relato más celebérrimo de Franz Kafka (1883-1924), leído y popularizado en los oscuros y subterráneos túneles y luminosos recovecos de la aldea global del español con el título “La metamorfosis”. No obstante, en la lengua de Cervantes cunden hasta la saciedad las mil y una variaciones. Por ejemplo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.” (Losada, 1943). “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.” (Cátedra, 1985). “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2003). “Una mañana, cuando Gregor Samsa despertó, después de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformado en un monstruoso insecto.” (Navona, 2009). “Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” (Libros del Zorro Rojo, 2009). “Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Austral, 2010). “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana de unos sueños intranquilos, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Cátedra, 2011). “Cuando una mañana Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto.” (Astiberri, 2011). “Cuando una mañana se despertó de un sueño agitado, Gregor Samsa se encontró en su cama transformado en un espantoso insecto.” (Alma Clásicos Ilustrados, 2018).
Alma Clásicos Ilustrados
Barcelona, 2018
       Esta última versión, publicada por Editorial Alma, se debe a un tal R. Kruger y figura en el título La metamorfosis y otros relatos (homónimo del citado libro impreso por Ediciones Cátedra en 1985 con el número 37 de la serie Letras Universales), con espléndidas ilustraciones y viñetas del artista argentino Santiago Caruso, listón separador, preciositas guardas, pastas duras y en relieve la tipografía central de la tapa (que parece articulada a mano con las numerosas patas de un insecto). Dado que en la página legal se enumeran sin fechas los “Títulos originales” en alemán (Die Verwandlung, Das Urteil y Brief an den Vater), se infiere que Kruger tradujo del idioma de Goethe los tres textos que conforman el libro de 144 páginas: “La metamorfosis”, “La condena” y “Carta al padre”. Y curiosamente se lee en la página 3: “Edición revisada y actualizada”; lo cual, además de ser un falaz eslogan de mercadotecnia (quizá los sedientos e insaciables lectores caigan y queden atrapados como moscas panzudas y zumbonas), implica las arbitrariedades que se aprecian en la edición y en la traducción. 

Por ejemplo, las ediciones críticas y anotadas de Cátedra (2011) y GG/CL (2003), cuya principal prerrogativa es ser los más fiel a las fuentes originales en alemán, argumentan que el título más certero (ideado por Kafka) para “La metamorfosis” es “La transformación”. Y por lo que se observa en las páginas interiores se ve que Kafka dividió tal relato en tres partes (figuran numeradas con romanos). No obstante, en el libro publicado por Editorial Alma se prescindió de tal división, que no es gratuita, puesto que el término de las dos primeras partes está signado por la violencia con que el padre acosa y ataca a su hijo Gregor Samsa (el monstruoso “escarabajo pelotero”) para recluirlo en su carcelaria recámara (paulatinamente convertida en una mugrosa y pestilente pocilga y en un polvoriento cuartucho repleto de tiliches y trebejos en desuso).  
   Vale apuntar, entonces, que la primera parte concluye cuando el padre, que ha hostigado a Gregor tronando bufidos (o silbidos) y blandiendo hacia él “un grueso periódico” y el bastón del “jefe de personal” (quien huyó despavorido del departamento dejando su abrigo, su sombrero y el bastón), le da un fuerte golpe que lo introduce “hasta el medio del cuarto”, donde queda herido e inconsciente. Es decir, según se lee en la página 28: el lento y torpe “Gregor, sin reparar en medios, se comprimió en el marco de la puerta [una hoja estaba abierta y la otra cerrada]. Se levantó de medio cuerpo. Quedó cruzado en el umbral, con el costado totalmente comprimido. En la pintura de la puerta se formaron unas manchas repugnantes. Se quedó allí atrancado, sin posibilidades de efectuar ningún movimiento. Las patitas de uno de los lados oscilaban en el aire y las del otro estaban penosamente apretujadas contra el suelo... En esa postura el padre le propinó un golpe contundente y liberador, que lo impulsó hasta el medio del cuarto, sangrando abundantemente. Después cerró la puerta con el bastón y todo pareció tornar a la calma.” 
   
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 26-27)
       Mientras que la segunda parte del relato concluye de manera muy dramática, cuando el padre, recién llegado de su empleo embutido en su flamante (pero astroso) uniforme de ordenanza bancario, después de corretearlo en torno a la mesa del comedor, lo empieza a atacar lanzándole las manzanas del frutero y por ende una manzana le da en el caparazón y de nuevo lo deja herido e inconsciente (herida que se suma a la que unos minutos antes le causó su hermana Grete, pues al quebrar accidentalmente un frasco “una esquirla se clavó en la cara de Gregor, chorreándole un líquido cáustico”). 
     Ese dramático noqueo que corresponde al fin de la segunda parte del relato se lee así en la página 52 de Editorial Alama:
    “De repente, algo certeramente disparado cayó y rodó junto a él. Era una manzana, a la que no tardó en seguir otra cosa. Se detuvo asustado, sin hacer el menor movimiento. De nada servía seguir huyendo, pues el padre había apelado a aquellos proyectiles. Se había provisto con el contenido del frutero que estaba en el aparador, y disparaba manzana tras manzana, aunque afortunadamente por ahora sin hacer blanco.
   “Al fin, una le acertó de lleno. Intentó escapar, como si aquel insoportable dolor pudiese aliviarse al mudar de lugar, pero sintió que le clavaban al lugar en que se encontraba, y cayó allí despatarrado, sin noción ninguna de lo que pasaba a su alrededor.
  “Su última mirada le sirvió para ver que se abría bruscamente la puerta de su habitación y aparecía su madre en camisón —Grete la había desvestido para hacerla volver en sí—, seguida por la hermana que gritaba, lanzándose hacia el padre y perdiendo en la carrera varias prendas interiores, para después de enredare en éstas caer en los brazos del padre, apretándose fuertemente a él.
  “Y con la vista ya desvanecida, sintió por último que la madre, con las manos cruzadas en la nuca del padre, le imploraba que perdonase la vida del hijo.”
   
Ilustración de Santiago Caruso
(p. 53)
        Mientras que tal episodio se lee de un modo más claro y detallado entre las páginas 122 y 123 del tomo III de GG/CL: “[...] en ese preciso instante, algo lanzado sin fuerza pasó volando a su lado, cayó a tierra y rodó delante de él. Era una manzana, a la que al momento siguió una segunda. Gregor se quedó paralizado por el miedo; seguir corriendo era inútil, pues el padre había decidido bombardearlo. Con el contenido del frutero que había sobre el aparador se había llenado los bolsillos y empezó a lanzar manzana tras manzana, si afinar mucho, de momento, la puntería. Aquellas manzanas pequeñas, rojas, rodaban por el suelo como electrizadas y chocaban unas con otras. Una de ellas, arrojada débilmente, cayó sobre la espalda de Gregor, pero se deslizó por ella sin hacerle daño. En cambio, otra que la siguió de inmediato se le incrustó; Gregor quiso arrastrarse un poco más, como si el increíble e inesperado dolor pudiera desaparecer cambiando de lugar, pero se sintió como clavado en el sitio y se estiró, presa de una confusión total. Aún alcanzó a ver, con una última mirada, cómo la puerta de su habitación se abría violentamente y por ella, precediendo a la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, pues la hermana la había desvestido para que pudiera respirar en su desmayo más libremente, y vio también cómo la madre corría hacia el padre y en el camino se le iban resbalando una tras otra las enaguas desatadas, y cómo, tropezando con ellas, se abalanzaba hacia el padre, y abrazándolo, estrechamente unida a él —ya aquí la vista le falló a Gregor—, le suplicaba, con las manos pegadas a la nuca del padre, que le perdonase la vida a Gregor.” 
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores
Barcelona, 1999
    Y más aún. En la misma página 52 de Editorial Alma, precisamente al inicio del párrafo que corresponde al principio de la tercera parte del relato, se lee: “Aquella dolorosa herida tardó un mes en curar —no se atrevió nadie a quitarle la manzana, quedó incrustada en su cuerpo, como testimonio indudable de los acontecimientos”. Y allí permanece incrustada hasta que unos meses después, ya casi sin alimentarse, se avecina “su último aliento” encerrado bajo llave en su sucio cuartucho repleto de cachivaches y tiliches. “Incluso [los tres inquilinos] habían trasladado al piso parte de su mobiliario, lo que convertía innecesarias muchas cosas, imposibles de vender, pero que no se querían tirar. Y todo esto iba a dar al cuarto de Gregor, y también ceniceros y el cajón de la basura. Todo aquello que momentáneamente parecía no tener ninguna utilidad, sin vacilar demasiado, la asistenta [vieja] lo tiraba al cuarto de Gregor”; “[...] debido a la suciedad en que vivía, el menor movimiento que hacía levantaba nubes de polvo a su alrededor, e incluso él estaba cubierto de polvo y acarreaba en la espalda y en los costados hilachas, pelusas y restos de comida.” Se lee en las páginas 61 y 63 de Editorial Alma. Y luego en la 73: “Casi no le molestaba ya la manzana podrida que llevaba incrustada en su caparazón y la inflamación rodeada de blanco polvo. Pensaba en los suyos con ternura y emoción. Estaba más decidido que su hermana a su desaparición. Y este estado de serena reflexión y apatía se mantuvo hasta oír dar las tres de la mañana en el reloj de la iglesia. Aún pudo vivir hasta el comienzo del alba, que clareaba tras los cristales. Después, a pesar suyo, su cabeza se hundió del todo y su hocico despidió su último aliento.”
Letras Universales núm. 439
Ediciones Cátedra, 4ª edición

Madrid, 2002
           Pero en el corpus de “La metamorfosis” traducida por R. Kruger también se observan controvertidas nimiedades que no se limitan al vocabulario, al sentido, a la sintaxis y a la puntuación. Por ejemplo, en la página 35 se lee: “Desde el primer día [de la transformación de Gregor Samsa] el padre informó a la familia de la situación real de la economía familiar y las posibilidades que les deparaba el porvenir. Con alguna frecuencia se levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja fuerte [...]” Aquí el frijol en la sopa de letras radica en que Kruger extirpó el nombre de la marca de esa “pequeña caja fuerte”: “Wertheim”, sobre la cual, en la página 254 de la susodicha edición crítica de Cátedra se lee en una nota: “Empresa alemana dedicada a la fabricación de cajas registradoras y de caudales; en la tienda de los Kafka había una de ellas. Hoy estas máquinas, así como las de escribir, son objetos de colección.” Mientras que en la página 1000 de la edición anotada en el tomo III de GG/CL se lee: “Marca de unas cajas de caudales muy habituales en el territorio imperial de aquellos años, de tamaño vario; las había, por ejemplo, grandes, de color marrón oscuro, habitualmente dispuestas detrás del mostrador donde se colocaba la caja registradora en tiendas y negocios como el que poseía el padre de Kafka en Praga; de menor tamaño, las solían tener en sus casas los comerciantes y hombres de negocios.” Como es el caso del padre de Gregor Samsa, pese a que al inicio de la metamorfosis de éste ya hace cinco años que quebró su negocio y se endeudó con el empresario y empleador de su hijo, cuyo puesto era el de viajante de comercio de telas. Empleo y boyantes ingresos con que Gregor Samsa sostenía a su familia (además de cubrir el paulatino pago de la deuda paterna y la renta del oneroso piso 
en la tranquila pero céntrica Charlottenstrasse —nombre de la calle también mochado por Kruger en la página 37): padre y madre, más la cocinera y su querida hermana Grete, de 17 años y aficionada al violín, a quien amorosamente pensaba inscribir en el conservatorio el año entrante, tras darle la noticia a la familia la noche de Navidad. Cuya notoria y trascendente falta, debido a la transformación de Gregor en el monstruoso y repelente insecto, merma y trastoca con celeridad la vida íntima y doméstica de la católica familia: el padre, que estaba en retiro y con secretos ahorros en su caja Wertheim, se ve obligado a emplearse de uniformado ordenanza en un banco; la madre, pese al asma que padece, a coser en casa “ropa blanca de calidad para una tienda”; y Grete a trabajar de dependienta y a estudiar “por la noche taquigrafía y francés, con el deseo de mejorar de empleo”. Pero además de cavilar sobre “la dificultad para dejar aquel piso, excesivamente oneroso en las circunstancias que atravesaban”, los Samsa tienen “que recurrir a la venta de algunas alhajas de la familia, que antaño habían exhibido felices la madre y la hermana en reuniones y fiestas”. Parece razonable, entonces, que Kruger traduzca en la página 56: “Tuvieron que apurar hasta el final la hez del cáliz que la vida exige a los desdichados.” (Arbitrario y escatológico trago y enunciado si se compara con las límpidas e idénticas traducciones de Cátedra y GG/CL: “Todo cuanto el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos con creces”; páginas 270 y 125, respectivamente.) Incluso llegan a rentar una habitación a los tres inquilinos de largas barbas, cuya similar tipología (de índole judía, se infiere), parlamentos y movimientos escenográficos y coreográficos hacen pensar en un posible influjo teatral del actor Jizchak Löwy y su compañía de teatro yidis, con quienes Franz Kafka convivió en Praga durante varios meses de 1911 y principios de 1912. (Según se lee en la página 990 del tomo III de las Obras Completas editadas por GG/CL, “Franz Kafka escribió La transformación entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912.”)  
     
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 68-69)
        Amistad y convivencia que el cáustico, prejuicioso y autoritario padre de Kafka desaprobó y cuestionó. Amargo intríngulis que Kafka, brevemente, le echa en cara en su recriminatoria y patética “Carta al padre”. En el presente libro de Editorial Alma ese pasaje se lee así en la página 102: “[...] Bastaba con que yo demostrase algún interés por una persona —cosa que, por mi forma de ser, no ocurría con frecuencia— para que tú, con ninguna consideración a mi sentimiento ni respeto por mi opinión, te manifestaras inmediatamente con insultos, calumnias, humillaciones. Personas inocentes e ingenuas, como por ejemplo el actor Löwy, fueron víctimas. Sin conocerlo, lo comparaste de un modo horrible, que ya he olvidado, con una sabandija. ¡Con cuánta frecuencia, para aludir a personas que apreciaba, mencionabas automáticamente el refrán de los perros y las pulgas! [
Quien con perros se acuesta, con pulgas se levanta.] Recuerdo especialmente al actor, porque anoté tus juicios sobre él con la siguiente nota: ‘Así habla mi padre de mi amigo (a quien desconoce), por el solo hecho de ser mi amigo. Siempre se lo podré recriminar cuando me reproche falta de amor y gratitud filiales’. Nunca he podido entender tu absoluta insensibilidad ante el dolor y la vergüenza que podías causarme con tus palabras y tus juicios. Era como si no fueras consciente de tu poder [...]”
Jizachk Löwy
          Y en la nota correspondiente que se lee en la página 102 de su versión de “Carta al padre”, Kruger apunta sobre Löwy: “Componente de una compañía de teatro de judíos polacos, que recorría Europa central representado obras en yiddish. La relación con este actor y con la compañía en general fue de especial importancia en la vida de Kafka. Por medio de él conoció el judaísmo oriental, pietista y sionista.” 

Además de lo que Klaus Wagenbach bosqueja en su biografía en torno a la mínima y escasa cultura judía de Kafka y al vínculo amistoso de éste y Löwy, compilada en el tomo I de las Obras Completas de Kafka editado en 1999 por GG/CL, en la página 867 del tomo II de éstas se lee una nota sobre esa Compañía de teatro judía: “Una compañía de teatro yídish, de Lemberg, visitó Praga entre el 24 de septiembre de 1911 y el 21 de enero de 1912. Se alojó primero en el hotel Central, en la Hybernergasse, y luego en el café Savoy, en la Ziegenplatz, donde también actuaba. A este segundo lugar acudió Kafka en diversas ocasiones, y allí conoció, además de los actores citados en esta y siguientes entradas, a Jizchak Löwy, con quien trabó una estrecha y larga amistad, origen de la bien conocida influencia del teatro yídish en la obra de Kafka, así como del interés del autor por la lengua y la cultura judías centroeuropeas (véase al respecto el libro de Evelyn Torton Beck, Kafka and the Yiddish Theater. Its Impact on his Work).” 
     Otra minucia de Kruger, más polémica, se lee en la página 43 en torno a la segunda cocinera de la familia Samsa (la primera, de nombre Ana —con doble ene en Cátedra y en GG/CL—, rogó de rodillas su despido debido a la presencia del enorme y horrorosísimo insecto cautivo en su cuarto): “Tampoco [Grete, la hermana de Gregor,] podía apelar a la sirvienta, pues ésta, una buena mujer que rondaba los sesenta, pese a que había mostrado gran valor después de que se despidiera [sic] su antecesora, había pedido como condición indispensable poder tener siempre cerrada la puerta de la cocina y abrirla solamente cuando fuese requerida.” Aquí el salatarín frijol en la sopa de letras radica en que esa segunda sirvienta no es una anciana sino una muchachita, según se lee en la página 115 del tomo III de GG/CL: “[...] la criada seguro no la habría ayudado, pues aunque esa chiquilla de dieciséis años venía resistiendo valientemente desde que despidieron a la cocinera anterior, había pedido como favor especial que le permitiesen mantener siempre cerrada la puerta de la cocina y abrirla tan solo si oía una llamada concreta.” Mientras que en la página 260 del libro de Cátedra ese pasaje se lee así: “[...] la criada no la hubiera ayudado con toda seguridad, pues aquella chica de unos dieciséis años resistía con verdadero valor desde que despidieron a la cocinera anterior, pero había pedido como favor especial que la dejaran mantener cerrada la puerta de la cocina y abrirla solamente al oír una determinada llamada.” 
     
Gregor Samsa
Dibujo del profesor  Nabokov
         En fin, entre otras pequeñeces, vale mencionar y subrayar lo que concierne a la nomenclatura fantástica del insecto Gregor Samsa (que posee el tamaño de un perro, inteligencia, torpeza y atavismos de humano, un frágil y convexo caparazón, cabeza y antenas, mandíbulas sin dientes, y numerosas patitas en constante movimiento involuntario cuando yace panzarriba y que dejan una baba viscosa cuando se desplaza por las paredes y el techo), misma que vocifera la tercera y última sirvienta, ésta sí una vieja (y que a la postre es quien lo encuentra muerto una mañana de marzo y da a la católica y persignada familia la fúnebre y liberadora noticia): “una mujerona huesuda, con un halo de cabellos blancos alrededor de la cabeza, que acudía una hora por la mañana y otra por la tarde”, se lee en la página 45. Mujer ruda y hosca que no le teme al monstruoso insecto y por ende se entromete en su cuarto, lo hojea, lo azuza, lo enfrenta y a voces lo apostrofa, quizá con el cariño que se le endilga a un gato tuerto o a un horripilante perro sarnoso, según se lee en la página 59: “¡Ven aquí, pedazo de bicho! ¡Menudo pedazo de bicho éste!” Mientras que en la página 128 del tomo III de GG/CL le grita: “¡Ven aquí, viejo escarabajo! o: ¡Caramba con el viejo escarabajo estercolero!” Versión que casi coincide con la versión de Cátedra: “¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero! o ¡Vaya con el viejo escarabajo pelotero!”, se lee en la página 272. Lo cual corresponde al vocablo alemán usado por Kafka (con “un ritmo fluido y maravilloso en la sucesión de las frases”), pues según reporta el profesor Nabokov en su célebre cátedra sobre “La metamorfosis”: “En el texto original alemán la vieja asistenta le llama Mistkäfer, ‘escarabajo pelotero’.” No obstante, vale observarlo, Gregor Samsa, quien convertido en el monstruoso insecto repele la alimentación humana, no resulta coprófago, sino saprófago, y por ende rechaza la leche (su otrora “bebida favorita”) y el olor de los “alimentos frescos” que su hermana Grete le lleva al carcelario cuarto, y se deleita con las “legumbres ya pasadas, a punto de descomponerse”, y chupando, con lágrimas de placer, el “mohoso trozo de queso, que dos días antes Gregor consideraba indigesto”.

II de IV
Vale apuntar que en la página 989 del tomo III de GG/CL se bosqueja con vaguedad en torno al divulgado y arraigado título en español “La metamorfosis” —incluso en francés: La Métamorphose (traducción de Alexandre Vialatte, 1928), en italiano: La metamorfosi (traducción de R. Paoli, 1934), e inglés: la británica: Metamorphosis (traducción de Eugene Jolas, 1936) y la norteamericana: The Metamorphosis (traducción de A.L. Lloyd, 1937)—, catalogada, en “la Bibliografía de Maria Luise Caputo y Julius Michael Herz” (ver la ficha bibliográfica en la p. 995 del tomo III), como “la primera traducción universal del cuento de Kafka”. No obstante, se lee, “Lo más curioso e inexplicable del caso es que la primera traducción al inglés del cuento de Kafka, a cargo de [los esposos] Willa y Edwin Muir, se editó, junto con En la colonia penitenciaria, bajo el título The Transformation (1933; no reseñada por Caputo y Herz en su Bibliografía), título que luego desapareció en favor de la voz de origen griego.” Según se apunta allí, con el título “La metamorfosis” el relato de Kafka en alemán, Die Verwandlung, apareció por primera vez en español, en 1925, “en los números 24 y 25 de la Revista de Occidente”, dirigida por José Ortega y Gasset. La traducción fue anónima y se infiere que la pudo hacer el mismo José Ortega y Gasset “o el secretario de redacción, por entonces Fernando Vela, ambos buenos conocedores de la lengua alemana”. 
   
La pajarita de papel núm. 1
Editorial Losada
Buenos Aires, 1938
          Según se lee, esa traducción anónima fue incorporada al libro La metamorfosis, publicado por “la editorial Losada, Buenos Aires, 1938”, en el que Jorge Luis Borges colaboró. 
Pero lo que no se precisa allí es que Borges figuró como autor de la Traducción y Prólogo; y así permaneció en las sucesivas reediciones de Losada (se infiere que con la anuencia de Borges o con su patente caso omiso). Es decir, a partir de esa edición (capitalizada por Losada) empezó a circular un equívoco que tampoco se bosqueja en el tomo III de GG/CL, pues a la luz pública se daba por sentado que Borges había traducido “La metamorfosis” y optado por ese título. Así lo creyeron muchos novatos, entre ellos el joven Gabriel García Márquez, pésimo estudiante de derecho en Bogotá (un caso perdido), que descubrió a Kafka a mediados de agosto de 1947 (y las mil y una posibilidades narrativas) al leer un ejemplar de esa legendaria edición de Losada, número 1 de la colección La pajarita de papel, creyendo que Borges era el traductor. Y lo mismo sucedió con cientos de anónimos y dispersos lectores de la recalentada aldea global que leyeron ese prólogo de Borges en las ediciones de Losada o compilado en su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (Buenos Aires, Torres Agüero, 1975), luego reunido (con la anuencia de María Kodama) en el póstumo volumen IV de sus Obras Completas (Barcelona, Emecé, 1999), pues en la ficha bibliográfica del celebérrimo prefacio se acredita a Borges como autor de la “Traducción y prólogo” (y así se relee en la reedición argentina de 2005 “al cuidado de Sara Luisa del Carril”). Nicolás Helft, por su parte, en la página 52 de su Jorge Luis Borges: bibliografía completa (Buenos Aires, FCE, 1997), en la ficha bibliográfica correspondiente a esa edición de Losada impresa en 1938, matiza (para las huestes de crédulos e incautos que zumbaron y papalotearon en torno a la rama engomada) con una breve nota aclaratoria: “Borges figura como traductor del libro, pero los textos ‘La metamorfosis’, ‘Un artista del hambre’ y ‘Un artista del trapecio’ no fueron traducidos por él. Reimpreso con el mismo prólogo por la misma editorial en la colección Clásica y contemporánea. Hay varias reediciones.” 
     
Colección Biblioteca Clásica y Contemporánea núm. 118
Editorial Losada, 8ª edición
Buenos Aires, dicembre 10 de 1970
             Es decir, si bien al parecer se ignora quién tradujo “La metamorfosis”, “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, Borges tradujo del alemán los restantes cuentos que conformaron ese legendario libro antológico editado por Losada en 1938 por primera vez: “La edificación de la muralla china”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
   
Antología de la literatura fantática
Col. Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
        A tal conjunto, el 24 de diciembre de 1940 —según el colofón de la Antología de la literatura fantástica editada en Buenos Aires por Editorial Sudamericana con el número 1 de la Colección Laberinto—, al parecer se sumaron “Josefina la cantora o El pueblo de los ratones” y “Ante la Ley”, pues si bien no se acredita al traductor de tales cuentos de Kafka, Borges, ante los aún recién casados Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (se casaron el “15 de agosto de 1940” y Borges fue uno de los testigos de la boda), era el erudito y políglota espíritu tutelar y fehaciente que desde su juventud en Europa leía y traducía el idioma de Gustav Meyrink (la leyenda reza que a sí mismo se enseñó alemán con auxilio de un diccionario alemán-inglés y el Intermezzo lírico de Heinrich Heine; y que el primer libro que descifró en ese idioma fue Der Golem, la onírica e intrincada novela de Meyrink publicada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff); e incluso lúdico, pues una versión de su cuento “Historia de los dos que soñaron” figura en la Antología atribuida al orientalista alemán “Gustavo Weil”.

     
El libro de bolsillo núm. 4
Alianza Editorial, 1
8ª edición
Madrid, 1984
             Vale añadir que las susodichas traducciones anónimas de La metamorfosis”, “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, en 1966, en Madrid, fueron publicadas por Alianza Editorial, también de manera anónima —y sin mencionar la edición príncipe de Losada—, con el título La metamorfosis, número 4 de la serie El libro de bolsillo, sucesivamente reeditado. Anónima y canónica traducción de 
“La metamorfosis” compilada, incluso, en el homónimo libro editado en 1996 ex profeso para la celebratoria serie: Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial, que además de pastas duras, listón separador y sobrecubierta, incluyó un “Prólogo” de Fernando Savater; un “Apéndice” integrado por la “Carta al padre de Kafka (traducida por Feliu Formosa y sin notas) y la “Carta de su padre”, originalmente escrita en inglés por Nadine Gordimer y reunida en su libro de cuentos: Something out there (1984), traducido al español por Alicia Bleiberg con el título Hay algo ahí afuera (Alianza, 1987); más un espléndido “Álbum” en separata (por su numeración propia), armado a cuatro manos por Javier Setó y Alberto Manguel, que comprende cronología e iconografía (a veces no muy legible) sobre la vida y obra de Kafka.
   
Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial
Madrid, noviembre 15 de 1996
         Por ende, el consabido íncipit de la llevada y traída “La metamorfosis” sigue canturreando, desde 1925, a quien quiera oírlo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.” Pesadilla que parece cumplir al pie de la letra la especie de declaración de principios literarios del joven Kafka, transcrita de una carta que le envió, en 1904, a su amigo Oskar Pollak, según se lee en la página 19 del susodicho “Álbum”: “[...] Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos un libro? [...] Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente, como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar heleado que llevamos dentro.” (Subrayado del reseñista.) (Carta que se puede leer completa, traducida por Adan Kovacsics, en las páginas 30 y 31 del tomo IV de las Obras Completas de Kafka editadas por GG/CL.)
     Pesadillesca narración, sin duda, cuya simiente Klaus Wagenbach refiere entre las página 77 y 78 de su biografía de Kafka editada en 1970 por Alianza, con traducción de Francisco Latorre: 
   “[...] El motivo de La metamorfosis, el famoso relato de Kafka [escrito en 1912], hélo aquí, expuesto ya cinco años antes:  
   “[...] Me parece que cuando estoy echado en la cama tengo la forma de un gran coleóptero, de un ciervo volante o de un escarabajo.
 
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 10-11)
       “De un escarabajo de gran tamaño, eso es. Hago como si se tratase de un sueño hibernal y aprieto mis piernecillas contra el cuerpo tripudo. Y cuchicheo unas palabras. Son órdenes que dirijo a mi triste cuerpo, que está a mi lado, inclinado. Pronto termino; él hace una reverencia, se escabulle para llevarlo todo a cabo con la mayor perfección y, mientras tanto, yo reposo.”
   Fragmento transcrito por Wagenbach de “Preparativos para una boda en el campo y otros fragmentos en prosa de las obras póstumas” de Kafka, citado, con la misma traducción de Francisco Latorre, entre las páginas 33 y 35 del susodicho “Álbum”. (Texto originalmente fragmentario e inconcluso, cuyas tres versiones en ciernes se leen, con traducción de Juan José del Solar, en el tomo III de las Obras Completas de Kafka editas por GG/CL.)
 
La Biblioteca de Babel núm. 6
Ediciones Librería de La Ciudad/Franco Maria Ricci
Buenos Aires, diciembre 31 de 1979
          Pero para desasosiego y desconcierto del kafkiano y subterráneo lector, esas presuntas traducciones anónimas de “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio” editadas por Losada en 1938 por primera vez, figuran, atribuidas a Borges, entre los doce cuentos de Kafka que conforman el título El buitre, numero 6 de la serie La Biblioteca de Babel, editado por Ediciones Librería de La Ciudad (con autorización expresa de Franco María Ricci) y prologado ex profeso por Borges, cuyos “cuatro mil ejemplares numerados” se terminaron de “imprimir el día 31 de diciembre de 1979, en el Instituto Salesiano de Artes Gráficas (I.S.A.G.), Don Bosco 4053, Buenos Aires, República Argentina”. Y según el colofón del ejemplar 1732, cuidó la edición Miguel Acevedo Ballesteros, quien en la página legal, entre la enumeración de los títulos en alemán, se reparte las traducciones con Borges. Vale observar que “Un artista del trapecio” se titula allí “Primera tristeza”; no obstante, la traducción del cuento, repito, es exactamente la misma que la editada en 1938 por Losada (y aún en 1970 en la “Octava Edición” en la serie Biblioteca Clásica y Contemporánea, cuya primera edición en ésta data de 1943). La cual, además, de nuevo con el rótulo “Un artista del trapecio” y atribuida a Borges, figura antologada en el título Conversación con el Orante, segundo número de la serie Cuadernos del Aqueronte, editado por Losada, en Buenos Aires, en “agosto de 1990”. De modo que en El buitre —el sexto y último libro de la serie La Biblioteca de Babel editada en Buenos Aires, entre 1978 y 1979, por Ediciones Librería de La Ciudad y Franco Maria Ricci—, Borges figura como traductor de ocho cuentos de Kafka: “El buitre”, “Un artista del hambre”, “Primera tristeza”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo”, “Una confusión cotidiana”, “Una cruza” y “La edificación de la Muralla China”. Y Miguel Acevedo Ballesteros como traductor de cuatro cuentos de Kafka: “Chacales y árabes”, “Informe para una academia”, “Once hijos” y “La aldea más cercana”.
La Biblioteca de Babel núm. 6
(contraportada)


III de IV
El libro La metamorfosis y otros relatos, editado en Barcelona por Editorial Alma en la atractiva y vistosa serie Clásicos Ilustrados, no le brinda al lector ningún dato sobre la vida y obra de Franz Kafka (pese al notorio y laudable esmero en el cuidado y diseño de la edición), ni registra las fechas de las primeras ediciones de los tres textos que reúne. Al respecto, fuentes informativas (y eruditas) para el novicio (y para el añejo y subterráneo lector de a pie) pueden ser los susodichos títulos editados por Ediciones Cátedra y Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 
Franz Kafka
(c. 1915-1916)
          En este sentido, se lee que “La transformación” (supraconocida como “La metamorfosis” en el ámbito del español y más allá de él) se publicó por primera vez en “el otoño de 1915, en la revista mensual Die Weissen Blätter, año 2, cuaderno 10, a instancias de Kurt Wolff, que había oído mencionar a su colaborador Franz Werfel —también amigo personal de Kafka— la historia de un ‘chinche’.” Y en forma de libro “debió salir a la calle a fines de 1915”, pese a que está datado en 1916, en Leipzig, “como volumen doble de la serie ‘Der Jüngste Tag’, Kurt Wolff Verlag”. Luego, “entre septiembre y noviembre de 1918 salió una nueva edición del relato, siempre en la editorial Kurt Wolff, con un copyright que induce al error, pues reza: Kurt Wolff Verlag, Leipzig, 1917”. Pero la segunda fue “la única edición que el autor corrigió personalmente”.

Portada de la primera edición en formato de libro
(“la única edición que el autor corrigió personalmente”)
        Kafka escribió “La condena” en “septiembre de 1912”, lo hizo “de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana”. Y apareció por primera vez a principios de junio de 1913 en el único número de la revista Arkadia, almanaque de poesía, dirigida por Max Brod y editada en Leipzig por Kurt Wolff Verlag. Y “supervisada con toda seguridad por Kafka”, la segunda edición en forma de libro (“casi de plaquette, pues ocupaba 31 páginas en total”) “fue el número 34 de la colección ‘Der Jüngste Tag’ (El Juicio Final), título (el de la colección, asociado al contenido del texto) que hizo muchísima gracia al escritor.” Y “La tercera edición de La condena tuvo lugar en 1919 (pie de imprenta, 1920), en la misma colección ‘Der Jüngste Tag’ editada por Kurt Wolff, sin que pueda asegurarse que Kafka interviniera en la corrección de pruebas e introdujera ninguna de las escasas variantes que en ella se registran.” El cuento “La condena” fue dedicado por Kafka a Felice Bauer —a quien le pidió matrimonio por primera vez en una carta escrita en 1913, al parecer entre el 8 o el 10 y el 16 de junio—. Tal dedicatoria en la revista Arkadia se leía así: “Para la señorita Felice B.” Y en la plaquette fue “más escueto y misterioso”: “Para F.” Íntima e histórica dedicatoria que no figura en la presente edición de Alma Clásicos Ilustrados, vinculada a la amistad y al noviazgo que Kafka sostuvo con su dos veces prometida Felice Bauer, destinataria de numerosas cartas, editadas y anotadas en diversos libros traducidos al español. Entre ellos: Cartas a Felice. Correspondencia de la época del noviazgo (1912-1917) (Salamanca, Nórdica Libros, 2013) y el parcial (pero cronológico y exhaustivo) tomo IV de las Obras Completas de Kafka editadas por GG/CL: Cartas 1900-1914 (Barcelona, 2018).

Dibujo de Kafka
(Nórdica, 2013)
      Franz Kafka, a los 36 años de edad, escribió su autobiográfica y recriminatoria “Carta al padre” “en la pensión Stüdl, en la localidad de Schelesen, cerca de Liboch, entre el 4 y el 20 de noviembre de 1919”. Pero nunca llegó a las manos de Hermann Kafka, su autoritario e intolerante progenitor. Y sólo se publicó hasta 1953 a instancias del escritor Max Brod, amigo íntimo de Kafka, su memorioso biógrafo y póstumo albacea editorial. (Según apunta en la página 997 del tomo II de GG/CL: “Después de que Brod editada la carta a partir, básicamente, de la copia mecanografiada, se halló la parte sustancial del manuscrito original, que el lector curioso podrá consultar en la siguiente edición facsimilar: Franz Kafka, Brief an den Vater. Faksimile, editada y con un epílogo de Joachim Unseld, Frankfurt am Main, Fischer Taschenbuch Verlag, 1994.”)

     Al unísono de los matices del desdén, encierro, desamor, abandono y deterioro in crescendo que padece Gregor Samsa en su núcleo familiar tras convertirse en un monstruoso insecto del tamaño de un perro de unos 90 centímetros de la largo (según calcula el profesor Nabokov, op. cit.) —recuérdese que, antes de posarse en la pared o en el techo, se encarama sobre una butaca (o sillón) para observar por la ventana de su cuarto—, cobra relevancia el egocentrismo del padre y la tiranía hacia su hijo, precisamente porque ese es el tema nodal que descuella y trasciende en “La condena” y en la interrumpida “Carta al padre”. 
     
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 38-39)
       A la luz de la póstuma “Carta al padre”, llaman poderosamente la atención las coincidencias y lo premonitorio de algunos detalles axiales del cuento “La condena”, con algunos datos y anécdotas del esbozo autobiográfico que Kafka vertería en la misiva siete años después del relato, inextricable a la imagen que él tenía de su autoritario y tiránico progenitor, desde la infancia, en la adolescencia, en la juventud y en la adultez. 
  Para no desgranar todo el carozo de la mazorca, tanto del cuento, como el de la epístola, recuérdese que Georg Bendemann, el joven protagonista de “La condena”, desde hace meses tiene planeado casarse con su prometida Frieda Brandenfeld e invitar a la boda a un amigo y coterráneo suyo que lastimosamente sobrevive a cierta enfermedad y a los malos negocios en San Petersburgo y con cual se cartea. Georg Bendemann lleva el negocio de su padre y aún vive con él en una pequeña casa frente a un río (cuyo modelo es el río Moldava). Ese padre es un vejestorio viudo que al parecer padece cierta debilidad física, cierta amnesia y cierta demencia senil. Cuando Georg va a verlo en la penumbra de su cuarto, su padre se levanta “para recibirlo”. Y “Al aproximarse, se entreabrió su gruesa bata y en amplio vuelo onduló crujiente en torno a él.” Y al ver su íntima corporeidad, Georg se dice así mismo: “Mi padre todavía es un gigante”. Y esto es lo que, curiosamente, también le resulta su padre a Gregor Samsa convertido éste en un monstruoso insecto del tamaño de un perro. Y por ende, se lee en la página 51 de “La metamorfosis”: “Gregor quedó sorprendido de las descomunales proporciones de sus suelas. No obstante, esa actitud no le preocupó excesivamente, pues no ignoraba que, desde el primer día de su nueva existencia, había adoptado frente a él una actitud de extrema severidad. Empezó a correr delante de su progenitor, deteniéndose cuando éste lo hacía y reanudando la huida al menor movimiento de su progenitor.” Vale contrastar, en torno a ese hilarante pasaje de cine mudo que ocurre previo al dramático ataque de manzanas que el padre lanza sobre Gregor Samsa en esquivo e intermitente movimiento, un fragmento de la “Carta al padre” que en Editorial Alma se lee en la página 106; pero el reseñista prefiere la versión que figura en la página 815 del tomo II de GG/CL: 
   
Kafka con 10 años y sus hermanas
Valli (izquierda) y Elli (centro)
      “Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí lo sufría yo en mis propias carnes. Por ejemplo, me aterrorizaba oírte decir: ‘Te voy a abrir en canal’; sabía muy bien que no iba a suceder nada grave (de pequeño no estaba tan seguro), pero, de acuerdo con la idea que tenía de tu poder, no dudaba de que habrías sido capaz de hacerlo. También sufría terriblemente cuando echabas a correr gritando alrededor de la mesa en persecución de alguno de nosotros [el chiquillo Franz y sus tres hermanas menores que él: Elli, Valli y Ottla], y, aunque obviamente no tenías intención de capturarlo, fingías que sí, hasta que al final mamá, sumándose a la pantomima, nos salvaba la vida.”
 
Las hermanas de Kafka hacia 1898
De izquierda a derecha: Valli, Elli y Ottla
        Vale recordar, entonces, que en varios pasajes y anécdotas de su “Carta al padre”, Kafka cuenta que de niño lo veía enorme y poderoso (“¡Eras tan gigantesco en todos los aspectos!”), y junto a él a sí mismo se veía pequeño, frágil y débil: un escuálido alfeñique. 

   
Kafka a los 5 años
         Y, asombrosamente: aún de adulto. O quizá sin asombro: porque a sus 36 años (estigmatizado por la tuberculosis desde septiembre de 1917 y sobre todo por la corrosiva dependencia y ciega obediencia psíquica y emocional hacia él) aún le tenía miedo, pese que Kafka se doctoró en derecho en junio de 1906 y “medía un metro ochenta y dos centímetros, según su hoja de alistamiento para el servicio militar”. De ahí que apunte en la “Carta”: “Durante años seguía atormentándome aún la idea de que el hombre gigantesco, mi padre, la última instancia [el poder supremo], podía venir a mí casi sin motivo y en la noche levantarme de la cama y sacarme a la terraza. Esto significaba que yo no era [sic] absolutamente nada para él.” Y más aún sobre ese descomunal hombre gigantesco: poco antes del término de la misiva le dice: “Algunas veces me imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido transversalmente sobre él. Me parece entonces que para poder vivir no puedo contar más que con las regiones que tú no ocupas o que están fuera de tu alcance. Estas partes, de acuerdo con la idea que tengo formada de tu grandeza, ni son muchas ni muy habitables, y el matrimonio no está en ellas.” Y esto es algo muy parecido a lo que ocurre con Georg Bendemann en el dramático y suicida final de “La condena”. El padre —hipócrita, egoísta, envidioso y manipulador por antonomasia—, ante la inminencia del matrimonio de Georg Bendemann con Frieda Brandenfeld, de un iracundo manotazo se arranca la máscara de su presunta amnesia y supuesta fragilidad: le revela lo fuerte que es, que no está chocheando ni está tan decrépito (remember que el padre de Gregor Samsa, antes de la transformación y para sacarle jugo al sostén de la familia, también fingía una desvalida y vulnerable vejez), que lo ha espiado y traicionado confabulándose con su amigo en San Petersburgo, que se opone a su inminente casorio, a su íntima felicidad afectiva y erótica, y con su irascible egocentrismo y bestial tiranía lo condena a muerte ipso facto, que Georg, patológicamente ciego y atado a las órdenes y causticidad de su padre, cumple como un zombi o autónoma a la voz de ya: “te sentencio a morir ahogado”. Es decir, con todo el embrollo y la mezquindad de su odio y la maledicencia de su verborrea viperina, el padre (ídem el gigantesco ogro de las pesadillas nocturnas de Kafka) transluce que, desde antaño y desde lo más intrínseco, su hijo era absolutamente nada para él.  
   
Ilustración de Santiago Caruso
(p. 82)
        Y en esa virulenta diatriba contra Georg Bendemann y contra su inminente boda con Frieda Brandenfeld, descuella un calumnioso fragmento donde se transluce la carencia de amor del padre hacia su hijo y la falta de empatía y respeto ante la libre e íntima decisión del vástago de casarse con quien mutuamente ha elegido, inextricable a la misoginia que vocifera el rapaz progenitor, matizada con una procaz parodia: 
   “—Como ella se levantó las faldas —empezó a decir el padre—, como ella se levantó las faldas así, la cerda inmunda —y, como remedo, se alzó la camisa tan arriba que podía verse en su muslo la cicatriz de la guerra—, como ella se levantó las faldas así, te entregaste completamente; y para gozar tranquilamente con ella, manchaste la memoria de tu madre, traicionaste al amigo y arrojaste en el lecho a tu padre para que no pudiera moverse.”
    Sin buscarlo ni preverlo a través del minúsculo aleph o de una bola de cristal, ese fragmento evoca o remite a un pasaje de la “Carta al padre” donde Kafka traza (y acentúa) la catadura idiosincrásica y misógina de su progenitor (al parecer o sin duda inconsciente arquetipo del padre de Georg Bendemann), recién opuesto a su tentativa de matrimonio con la joven judía Julie Wohryzek y que caló en él: “[...] ¿qué restaba de mí a los treinta y seis años que todavía pudiera ser herido? Aludo a una rápida conversación que se produjo uno de aquellos días intranquilos que sucedieron a la noticia de mi propósito de casarme. Lo que dijiste fue más o menos esto: ‘Probablemente se puso una blusa muy bonita, como saben hacer las judías de Praga, y por supuesto tomaste la resolución de casarte rápidamente con ella. Y cuanto antes, mejor, dentro de una semana, mañana, mejor hoy. No te comprendo. Eres un hombre ya formado, vives en la ciudad y lo mejor que se te ocurre es casarte con la primera mujer que te parece propicia. ¿Acaso no existen otras posibilidades? Si es por temor, yo mismo iré contigo.”
     En este sentido, para hacer más comprensible el intríngulis y el lacerante y traumático leitmotiv que incitó la escritura de la “Carta al padre” a los 36 años del autor, se puede transcribir un postrero y revelador pasaje de la biografía de Franz Kafka escrita por Klaus Wagenbach, compilada casi al inicio del tomo I de GG/CL:
   
Julie Wohryzek
         “Por lo demás, en aquel momento (que los análisis de la Carta desde un punto de vista clínico no suelen tener en cuenta) Kafka tenía toda la razón en quejarse de la rudeza y falta de interés de su padre, como muestra la reacción de este a la aparición de En la colonia penitenciaria en octubre del mismo año [1919]. Como siempre que Kafka le entregaba un ejemplar de un libro suyo, el padre, molesto aquella vez al ver interrumpido el juego de cartas de todas las noches, le dijo: ‘¡Déjalo en la mesita de noche!’. Lo que en este caso pudo ser simple falta de interés, se convirtió en rudeza cuando el hijo le comunicó que se había prometido con Julie Wohryzek, lo que provocó una airada protesta paterna. A los ojos de Hermann Kafka, aquella unión era simple y llanamente ‘una vergüenza’ que ensuciaría ‘su nombre’. En la escala social de la burguesía judía, un sacristán de sinagoga [además de zapatero] como el padre de Julie ocupaba el último peldaño del mundo profesional. Después de insultar al hijo —como refiere este—, acabó aconsejándole (no olvidemos que Kafka tenía ya treinta y seis años) que acudiera a un burdel. ‘Seguro que se ha puesto una blusa bonita, como hacen todas las judías de Praga, y tú, claro, a la primera de cambio has decidido casarte con ella. Y lo antes posible, la semana que viene, hoy mejor que mañana. De verdad no te entiendo. Eres una persona adulta, vives en la ciudad, y no se te ocurre nada mejor que casarte con la primera que pasa. Como si no hubiera otras posibilidades. Si te da miedo, te acompaño yo mismo.’
    “En esas circunstancias escribió Kafka la Carta al padre, un documento autobiográfico tan doloroso como opaco, en el que el escritor, indignado por tanto desprecio y opresión, tergiversó en exceso algunos hechos de su vida [Afirmación que se contrapone a lo que se apunta en la página 996 del tomo II de GG/CL: ‘Sea como fuere, esta Carta al padre es, sin duda, el documento autobiográfico más completo, sincero y de mayor recorrido temporal de cuantos documentos legó Kafka a la posteridad.’].
    “En diciembre de 1919, Kafka regresa a Praga [de Schelesen, donde escribió la misiva] (sin que la Carta al padre llegara nunca a su destinatario, ni por correo ni en mano), y se queda allí hasta principios de abril del año siguiente.”
   
El libro de bolsillo núm. 241
Alianza Editorial
Madrid, 1970
             En 1964, Klaus Wagenbach publicó en alemán la primera versión de tal monografía o ensayo biográfico sobre la vida y obra de Franz Kafka. Traducida por Federico Latorre, cientos de lectores de habla hispana pudieron leerla en la edición publicada en 1970, en Madrid, por Alianza Editorial con el número 241 de la serie El libro de bolsillo, ilustrada con una pertinente y rica iconografía, por ende se titula: Franz Kafka en testimonios personales y documentos gráficos; rótulo que sigue el título original en alemán: Franz Kafka in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten. En el tomo I de GG/CL se prescindió de la iconografía, “así como de la tabla cronológica, la bibliografía y la breve selección de testimonios de contemporáneos de Kafka que lo complementan”. Y el traductor Joan Parra Contreras tradujo “de la última edición revisada (1995)”. Y según se lee en la página 171: “Todos los fragmentos citados se dan en traducción del propio Joan Parra, a excepción de los correspondientes a las novelas y narraciones de Kafka, que se dan conforme a las nuevas versiones de Miguel Sáenz y de Juan José del Solar, respectivamente, y la Carta al padre, que se cita según la traducción de Feliu Formosa (Barcelona, 1974). Toda vez que procede hacerlo así, la toponimia de las calles y lugares se dan en checo, y no en alemán. A continuación se ofrece una tabla de equivalencias de una y otra lengua (en cursiva los nombres en alemán): [...]”
   
(GG/CL, 1998)
      Vale observar que la ausencia iconográfica en el ensayo biográfico de Klaus Wagenbach se cubre con el título de éste: Franz Kafka. Imágenes de su vida, editado por GG/CL en 1998; que la edición crítica y anotada en los tomos de GG/CL “se basa en la edición crítica de las Obras Completas de Franz Kafka, publicadas por S. Fischer Verlag, Frankfurt am Main”, “a partir de 1982”; y que la traducción de la “Carta al padre” que se lee en el tomo II no es la citada de Feliu Formosa, que en 1974 se publicó en Barcelona con un ensayo y notas de Ricard Torrents (edición reeditada por Lumen en 1996), sino de Joan Parra, quien tal vez sea el autor de las notas que acompañan su traducción (pero quizá no sea así y provengan de la edición alemana); las cuales a veces amplían (o precisan) la información o coinciden con las notas de Ricard Torrents; las cuales a veces son iguales o muy parecidas a las que figuran en la traducción de Kruger editada por Editorial Alma.

IV de IV
Claro está que lector puede leer esas tres versiones de la “Carta al padre” y decidir con cuál se queda. Encrucijada que se suscita ante el dilema de elegir, a priori, entre las mil y una traducciones de las obras de Kafka de nunca acabar. Por ejemplo, en el tomo III de GG/CL se pondera (y profusamente se anota) la traducción que Juan José del Solar hizo de “Josefina la cantante o El pueblo de los ratones”, “la última [narración] de cuantas Kafka escribió” (se dice que enfermo de la laringe, consecuencia de la tuberculosis), entre el 18 de marzo y el 5 de abril de 1924; primero fue “publicada en el diario Prager Presse, 20 de abril de 1924” (en el “Álbum” se dice que era “el número de Pascua de 1924”); y luego incluida con varios cambios en Un artista del hambre. Cuatro historias (Ein Hungerkünstler. Vier Geschichten), libro que “apareció [en Berlín] a finales de agosto de 1924, a los tres meses escasos de la muerte del autor”; que fue (y es) “el último de los libros que Franz Kafka escribió, mandó a un editor y corrigió en vida”. 
       
Antología de la literatura fantática
Col. Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
          En la versión de Juan José del Solar (como en muchas otras) los ratones silban (incluida Josefina), pero en la anónima versión que se lee en la citada Antología de la literatura fantástica, titulada “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, éstos chillan y no silban (incluida Josefina), lo que resulta, para el reseñista (y quizá para otros lectores), más persuasivo, convincente y acorde con su modelo natural: la índole de los familiares ratones de la vida doméstica y cotidiana; pese a que ahora se dice, por presuntas divulgaciones científicas, que ciertos “roedores emiten sonidos ultrasónicos para cortejar y defender su territorio”; es decir, “lanzan un pequeño chorro de aire procedente de la tráquea contra la pared interior de la laringe, causando una resonancia y produciendo un silbido ultrasónico”. 

     
Compactos núm. 61
Editorial Anagrama
Barcelona, 1990
         El caso es que el crítico Jordi Llovet —nada menos que el director editorial de las Obras Completas de Kafka editadas por GG/CL—, en su antología de los dizque “más importantes relatos de Kafka protagonizados por animales”, titulada Bestiario (Barcelona, Anagrama, 1990), con “Selección, prólogo y notas” suyas (y traducciones históricas de varios autores, entre ellos Borges), además de denominar a “La transformación” con el habitual “La metamorfosis” (quizá por razones de mercadotecnia, ídem Fernando Savater y Alberto Manguel, op. cit.), la excluyó porque, según apunta en su prefacio, “se encuentra publicada en múltiples ediciones, como obra independiente”, y “merece la denominación de ‘novela corta’”. No obstante, en GG/CL “La transformación” no está compilada en el tomo I, dedicado a las “Novelas” de Kafka (El desaparecido —supraconocida con el título elegido por Max Brod en 1927: América—, El proceso y El castillo), donde quizá debería estar —si es que se trata de una “novela corta” y no de una “narración larga” o de un “cuento largo” o “relato largo”—, sino que se halla en el tomo III, dedicado a las “Narraciones y otros escritos”, donde, como para no contradecirse con las llevadas y traídas etiquetas, se le llama “narración” (“celebérrima narración”). Y también excluyó el relato “La construcción” (titulado “La obra” en el tomo III de GG/CL), porque “el protagonista”, dice, “no aparece en ningún momento calificado o descrito como un verdadero animal, aunque en el supuesto de que lo fuera podría tratarse de un topo”. Y el célebre cuento “Josefina la cantante o el pueblo de los ratones” también fue excluido por él porque, según apunta, “los ratones sólo constituyen una vaga referencia colectiva, una especie de masa anónima y amorfa”. Interpretación algo errónea, pues si bien los ratones del pueblo son una “referencia colectiva, una especie de masa anónima y amorfa”, el hecho es que se trata de una parabólica y paradójica fábula o narración contada en primera persona por un ejemplar de esa gregaria tribu o dispersa raza de ratones errantes, quien funge como anónimo cronista y consciencia crítica, omnisciente, especulativa y escéptica de Josefina la cantante y de ese contradictorio y errabundo pueblo de ratones fantásticos y especularmente humanizados (que algunos han interpretado como una metáfora o alegoría de “las comunidades judías esparcidas por todos los reinos y naciones del Este de Europa en su tiempo histórico, escasamente relacionadas entre sí aunque emergiera entre ellas, precisamente por esa época, el movimiento sionista que conduciría a la fundación del Estado de Israel”), entre los cuales descuella la idolatrada Josefina, que es una ratona común y corriente (y por ello: a imagen y semejanza de la ratona original y de todas las ratonas habidas y por haber), con un canto semejante al consustancial canto de cada uno de los ejemplares de ese disperso pueblo de ratones que, “en general, no ama la música”; y por ende no es muy distinta de las otras ratonas (incluida la niña ratona que la iguala en el canto), pero que, por una oscura pulsión inefable, atrae, encandila y parcialmente cohesiona a su dispersa comunidad (sobre todo a sus incondicionales feligreses) emitiendo unos chillidos (o silbidos, según se lea), no muy distintos (repito) a los chillidos (o silbidos) de los demás ratones que silban (o chillan) sin darse cuenta, sin saber que tal peculiaridad es una de sus características congénitas y taxonómicas; pero que, no obstante, la distinguen y la tornan singular, única, irrepetible y sobresaliente a la hora de presentarse y cantar ante la masa anónima y amorfa que la oye y la sigue embelesada, y bobalicona, para oírla en silenciosa asamblea popular; como si la sonoridad de esa especie de canto a cappella (el non plus ultra de la quintaescencia: la ambrosía auditiva y la panacea fónica) o la presunta melodía de sus órficos chillidos o silbidos (quizá ultrasónicos) tuvieran un poder mágico, poético, seductor, somnífero e hipnótico semejante a los eufónicos sonidos del flautista de Hamelín. Con ese poder fónico e hipnótico podría metafísicamente redimir a la masa anónima y amorfa que la idolatra, sigue y concurre ex profeso desde distintos rincones y recovecos del subterráneo laberinto (quizá judío) para escucharla arrobada en esa silenciosa asamblea popular. Incluso, podría conducirla al abismo de nunca jamás. O a la Tierra Prometida.

   
Primeras líneas del último cuento de Kafka, Josefina la cantora”,
publicado en el número de Pascua de 1924 de la Prager Presse
“Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído
no conoce el poder del canto...
         Tal vez no yerre esa interpretación (quizá reduccionista) que supone que ese disperso y errante pueblo de ratones son una metáfora (o mentáfora) o alegoría de ciertas comunidades judías centroeuropeas de la época de Franz Kafka. Si no yerra y es así (o más o menos así), se puede concluir la azarosa nota con los siguientes fragmentos de una carta que, en junio de 1921, Kafka le envió a Max Brod, los cuales se leen entre las pátinas 58 y 61 del citado “Álbum”. Allí, el magnético y cautivador canto de sirena (o de ratona) sería la lengua y la literaria alemana para ciertos judíos literatos que aspiraban integrarse a cierta germanofilia y a cierto pangermanismo, y que quizá hablaban el checo en Praga (y el alemán en la universidad praguense) e ignoraban el yidis y el hebreo. Y esa tribu de escribientes judíos que alude Kafka en su carta, con “patas traseras” y “patas delanteras”, podrían ser ratones, con sus infalibles colas y característicos incisivos superiores:

   
Dora Diamant, compañera de Kafka
durane el último período de su vida
      “Pero ¿por qué se ven los judíos arrastrados de forma tan irresistible hacia esta lengua [el alemán]? [...] existe una relación entre todo esto y el judaísmo, o, para ser más precisos, entre los judíos jóvenes y su judaísmo, con el horrible agobio interno de estas generaciones [...]
   “El psicoanálisis hace hincapié en el complejo respecto al padre y son muchos los que encuentran fecundo este concepto. En este caso concreto yo prefiero otro punto de vista, en el que el asunto gira no en torno al inocente padre, sino en torno al judaísmo del padre. La mayoría de los judíos jóvenes que empezaron a escribir en alemán quería dejar el judaísmo atrás, cosa que sus padres aprobaban, aunque vagamente (era esta vaguedad lo que les resultaba vergonzosa). Pero tenían las patas traseras prisioneras aún en el judaísmo de sus padres, mientras que con sus patas delanteras manoteaban si hallar una nueva tierra [subrayado del reseñista]. La desesperación resultante se convirtió en su inspiración.
  “Una inspiración tan honorable como otra cualquiera, pero, vista más de cerca, con ciertas peculiaridades desgraciadas. En primer lugar, el producto de su desesperación no podría ser literatura alemana, aunque exteriormente lo pareciera. Su existencia se movía entre tres imposibilidades que se me ocurre llamar lingüísticas. [...] Son las siguientes: la imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir alemán y la imposibilidad de escribir otra cosa. Se podría añadir todavía una cuarta, la imposibilidad de escribir (como la desesperación no se podía ver aliviada con la escritura, se revolvía tanto contra la vida como contra la escritura; ésta no es más que un recurso, como lo es para el que está escribiendo su testamento antes de colgarse: un recurso que puede prolongarse toda una vida). Así pues, el resultado fue una literatura imposible bajo todos los puntos de vista, una literatura gitana que había raptado de su cuna al niño alemán y lo había adiestrado a toda prisa, ya que alguien tenía que caminar sobre la cuerda floja. (Aunque ni siquiera era un niño alemán; no era nada. La gente se limitaba a decir que alguien caminaba.)”




Bibliografía

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Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. 1975-1988. Contiene: Prólogos con un prólogo de prólogos; Borges oral; Textos cautivos; y Biblioteca personal. Prólogos. Emecé Editores España. Barcelona, 1996. 550 pp.
Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. 1975-1988. Contiene: Prólogos con un prólogo de prólogos; Borges oral; Textos cautivos; y Biblioteca personal. Prólogos. Emecé Editores. Buenos Aires, 2005. 592 pp.
Helft, Nicolás, Jorge Luis Borges: bibliografía completa. Prólogo de Noé Jitrik. Supervisión general de Élida Lois. FCE. Buenos Aires, 1997. 290 pp.
Kafka, Franz, Bestiario. Selección, prólogo y notas de Jordi Llovet.  Traducciones de Jorge Luis Borges y otros. Compactos núm. 61, Editorial Anagrama. Barcelona, 1990. 158 pp.
Kafka, Franz, Cartas a Felice. Correspondencia de la época del noviazgo (1912-1917). Traducción, notas y cronología de Pablo Sorozábal. Nórdica Libros. Valencia, noviembre de 2013. 832 pp.
Kafka, Franz, Conversación con el Orante. Traducciones del alemán de Jorge Luis Borges y Francisco Zanutigh Núñez. Cuadernos del Aqueronte núm. 1, Editorial Losada. Buenos Aires, agosto de 1990. 96 pp.
Kafka, Franz, El buitre. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges.  Traducciones del alemán de Jorge Luis Borges y Miguel Ballesteros Acevedo. La Biblioteca de Babel núm. 6, Ediciones Librería de La Ciudad/Franco Maria Ricci. Buenos Aires, diciembre 31 de 1979. 104 pp. 
Kafka, Franz, La metamorfosis. Traducciones anónimas. El libro de bolsillo núm. 4, Alianza Editorial. 18ª edición. Madrid, 1984. 144 pp.
Kafka, Franz, La metamorfosis. Prólogo de Jorge Luis Borges. Traducciones anónimas y de Jorge Luis Borges. Biblioteca Clásica y Contemporánea núm. 118, Editorial Losada. 8ª edición. Buenos Aires, diciembre 10 de 1970. 144 pp. 
Kafka, Franz, La metamorfosis. Prólogo de Fernando Savater. Incluye: de Franz Kafka: La metamorfosis (traducción anónima) y Carta al padre (traducción de Feliu Formosa); de Nadine Gordimer: Carta de su padre (traducción de Alicia Bleiberg); y Álbum, de Javier Setó y Alberto Manguel. Iconografía en blanco y negro. Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial, Alianza Editorial. Madrid, noviembre 15 de 1996. 314 pp.
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Kafka, Franz, La transformación y otros relatos. Edición, introducción, traducciones y notas de Ángeles Camargo y Bernd Kretzschmar. Iconografía en blanco y negro. Letras Universales núm. 439, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2002. 472 pp.
Kafka, Franz, Obras Completas I. Edición dirigida y presentada por Jordi Llovet. Incluye: Franz Kafka: una biografía, de Klaus Wagenbach (traducción de Joan Parra Contreras). Y de Franz Kafka, con traducción de Miguel Sáenz: El desaparecido (América), El proceso y El castillo. Índices y notas. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 1999. 1088 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas II. Edición dirigida y presentada por Jordi Llovet. Incluye: prólogo de Nora Catelli. De Franz Kafka: Diarios (traducción de Andrés Sánchez Pascual), Diarios de viaje y Carta al padre (traducción de Joan Parra Contreras). Notas, índices y Cronología de la vida de Kafka. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2000. 1054 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas III. Edición dirigida, presentada y prologada por Jordi Llovet. Incluye: con traducción de Juan José del Solar: Libros publicados en vida y Textos publicados solo en revistas o periódicos; con traducción de Juan José del Solar, Adan Kovacsics y Joan Parra: Escritos y fragmentos póstumos. Notas, tablas e índices. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2003. 1230 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas IV. Edición dirigida, presentada y prologada por Jordi Llovet. Incluye de Kafka y con traducción de Adan Kovacsics: Cartas 1900-1914; más: Cartas a Kafka (1902-19014); Inscripciones en álbumes y dedicatorias de Kafka (1897-1914) y Dedicatorias a Kafka (1907-1914). Notas, cronología, apéndices e índices. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2018. 1262 pp.
Nabokov, Vladimir, “Franz Kafka. La metamorfosis”, p. 369-415, en Curso de literatura europea. Introducción de John Updike. Traducción del inglés de Francisco Torres Oliver. Iconografía en blanco y negro (con pésima y deficiente resolución). Colección Maxi, Ediciones B. 2ª edición. Barcelona, diciembre de 2016. 576 pp.
Wagenbach, Klaus, Franz Kafka en testimonios personales y documentos gráficos. Traducción del alemán de Federico Latorre. Iconografía en blanco y negro. El libro del bolsillo núm. 241, Alianza Editorial. Madrid, 1970. 194 pp.