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domingo, 6 de julio de 2025

Los rojos Redmayne

 Tenían el crimen en la sangre

 

I de III

Traducida del inglés por Marta Acosta van Praet e impresa en Madrid (con visibles erratas) por Hyspamérica Ediciones, en 1985 se publicó Los rojos Redmayne, novela policíaca del prolífico escritor británico (nacido en la India) Eden Phillpotts (1862-1960), número 39 de la histórica colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges. La exhumada y expurgada edición del uruguayo Emir Rodríguez Monegal y del cubano Enrique Sacerio-Garí: Jorge Luis Borges. Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets Editores, 1986), permite ver que buena parte del “Prólogo” que precede a Los rojos Redmayne fue una “Reseña sintética”, sobre Eden Phillpotts, que Borges publicó el “2 de abril de 1937” en la sección “Libros y autores extranjeros” de la porteña revista de señoras elegantes El Hogar. Sólo le quitó las dos últimas líneas: “Acaba de publicar la novela Wood Nymph (‘Ninfa de la selva’). Trabaja, ahora, en otra novela de Dartmoor.” Y le añadió un indeleble fragmento donde, ante los ojos de la aldea global, puntualiza haber sido un consumado lector de novelas policíacas: “Me ha tocado en suerte el examen, no siempre laborioso, de centenares de novelas policiales. Quizá ninguna me ha intrigado tanto como The Red Redmaynes, libro cuyo argumento repetirá con las variaciones del caso Nicholas Blake en There’s Trouble Brewing [obra de 1937, traducida por Juan Ángel Cotta con el título Los toneles de la muerte, publicada en Buenos Aires en 1945 con el número 13 de El Séptimo Círculo, serie de Emecé]. En otras ficciones de Phillpotts la solución es evidente desde el principio; ello no importa, dado el encanto de la historia. No así en este volumen que sumirá al lector en la más grata de las perplejidades.”

           

Esta antología: Los mejores cuentos policiales 1,
número 368 de la serie Libro de bolsillo, sucesivamente
coeditado en Madrid por Alianza y Emecé desde 1972,
incluye, sin prólogo, lo que fue la Segunda serie impresa
en Buenos Aires, en 1951,  por Emecé Editores.

          La estima de las narraciones policiales del autor de Los rojos Redmayne, Borges la compartió con Adolfo Bioy Casares, dado que es el único autor antologado dos veces en Los mejores cuentos policiales; en la edición de 1943 aparece con El ananá de hierro” (The Iron Pineaple), traducido por Borges y Bioy; y en la selección de 1951, Segunda serie, figura con “Tres hombres muertos” (Three Dead Men), traducido por Cecilia Ingenieros. Y cinco de sus novelas las seleccionaron para El Séptimo Círculo, la legendaria serie de novelas policíacas dirigida y editada por ellos (entre 1945 y 1954) para la argentina editorial Emecé: en 1945 y con el número 12 y traducción de Leonor Acevedo (la madre de Borges): El señor Digweed y el señor Lumb (Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1933); en 1947 y con el número 37 y traducción de Marta Acosta van Praet: Eran siete (They Were Seven, 1944); en 1947 y con el número 42 y la susodicha traducción de Marta Acosta van Praet: Los rojos Redmayne (The Red Redmaynes, 1922); en 1951 y con el número 80 y traducción de Lucrecia Moreno de Sáenz: Una voz en la oscuridad (A Voice from the Dark, 1925); y en 1954 y con el número 120 y traducción de Josefina Martínez Alinari: El cuarto gris (The Grey Room, 1921).

           

Colección Marginales 92, Tusquets Editores
Barcelona, septiembre de 1986

            En Textos cautivos también se lee una minúscula reseña que Borges publicó en El Hogar el “30 de septiembre de 1938”, precisamente en su miscelánea página “Libros y autores extranjeros”, sobre “Portrait of a Scoundrel, de Eden Phillpotts”. Donde además de reflejar que estaba al día (esa novela se publicó ese año) y que con la lupa de Sherlock Holmes desde Buenos Aires le seguía las huellas digitales y la respiración a Eden Phillpotts, comienza diciendo (no sin lúdica ironía) con su característico estilo sintético y enciclopédico —uno de sus episodios más excelsos lo conforma su libro de ensayos Otras inquisiciones (1937-1952) (Buenos Aires, Sur, 1952)—, en cierta medida heredado de su afición a la undécima edición de la Encyclop
ædia Britannica:

           
         

Borges observa tigres en su laberinto
Ilustración de Osvaldo

           “El asesinato es una especialidad de las letras británicas, ya que no de la vida británica. Macbeth y Jonas Chuzzlewit, Dorian Grey y el sabueso de los Baskerville son ilustres ejemplos de esa afición. Hasta su nombre
murder— posee una vibración que no tiene la palabra española y horriblemente zumba en muchas carátulas: On Murder Considered as one of the Fine Arts, The Murder in the Rue Morgue, Murder for Profit, Murder in the Cathedral... (El último no es de Agatha Christie, es de T.S. Eliot).

            Portrait of a Scoundrel [Retrato de un canalla] de Phillpotts prosigue esa admirable tradición. Narra con ostentosa tranquilidad la historia y la prehistoria de un crimen (más bien, de una serie de crímenes) desde el punto de vista del criminal, hombre afortunado y sagaz [...]”

          

Jorge Luis Borges
Foto de Diane Arbus en la segunda de forros de
Textos cautivos

            
Y entre el par de “imperfecciones” que Borges le objeta viene a colación la “venial”: “la no desagradable pero inverosímil pompa del diálogo”. Pues algo que descuella en Los rojos Redmayne es, precisamente, lo pomposo y arcaico de los diálogos; antiguallas que son parte de la obsolescencia y del anacronismo que trasminan las páginas de la obra, pues si bien el tempo narrativo transcurre entre junio de 1920 y unos días después del “20 de octubre de 1921”, visiblemente marcado por los sucesos y secuelas de la Gran Guerra, ciertas particularidades resultan decimonónicas, como son los atavismos y prejuicios idiosincrásicos, patriarcales, machistas, xenófobos y racistas de varios personajes —y el inveterado y constante hábito de aspirar rapé que caracteriza al raciocinador y astuto detective Peter Ganns—, y los episodios que oscilan en lo que parece (pero no lo es) ingenuo y trasnochado romanticismo amoroso del siglo XIX. No obstante, esto no le resta interés ni amenidad ni magnetismo a la ingeniosa, envolvente y lúdica urdimbre de la obra, signada por los engaños al lector (y a los detectives Marc Brendon y Peter Ganns), por la intriga, el misterio, el suspense, y por los sorprendentes giros sorpresivos y las inesperadas vueltas de tuerca que implican los sucesivos asesinatos de los pelirrojos hermanos Redmayne: Robert, Benjamin y Albert, y la infructuosa condena al cadalso del encarcelado, histriónico, prestidigitador y mimético asesino material (con doble identidad), quien con el ideograma de sus criminales actos, inextricable complicidad femenina, barrocos y estrambóticos montajes y representaciones teatrales, maniático ideario homicida, iconoclasta y antiestablishment, y megalómana y egocéntrica confesión, también cataloga (de manera perversa e irreductible) al asesinato como una de las bellas artes y no como una simple y vulgar sed de la felicidad del cuchillo.

 

II de III

La novela Los rojos Redmayne, repleta de minucias y de numerosos vericuetos, comprende diecinueve capítulos numerados y con rótulos. Marc Brendon, un prestigioso y reconocido detective del Departamento de Investigaciones Criminales de la londinense New Scotland Yard, soltero, feucho y de 35 años, en junio de 1920 se halla de vacaciones en Dartmoor, precisamente hospedado en el Hotel Ducado del minúsculo pueblo de Princetown, desde donde se desplaza a pie hasta la abandonada y solitaria cantera de Foggintor, en la que ha localizado unas escondidas pozas en las que suele pescar regios ejemplares de truchas. Esa oculta ubicación propicia su efímero y fugaz encuentro con un singular desconocido, alto y fortachón, con cabellos colorados y grandes bigotes rojos, quien lleva una gorra roja y porta un pintoresco traje de tweed: “chaqueta de cazador, anchos pantalones ceñidos bajo la rodilla y chaleco rojo con llamativos botones dorados”.

          

William Blake (1807)

Retrato de Thomas Phillips

            Ese momentáneo encuentro circunstancial no hubiera tenido mayor trascendencia y hubiera caído en el olvido, si el tocayo del poeta y pintor: “William Blake, el limpiabotas del Hotel Ducado”, no le entrega a Marc Brendon un mensaje donde una tal Joanna Penrod, presuntamente informada de su presencia por la policía local, le solicita “sus servicios” para que investigue el recién asesinato de su marido, ocurrido, exactamente, en las inmediaciones de la cantera de Foggintor, dentro de la estructura de una casa en proceso de construcción. Residencia de seis habitaciones en ciernes que Joanna, dice, iba habitar con su esposo Michael Penrod, si su tío, Robert Redmayne, no lo hubiera matado y desaparecido el cadáver.

            Con el visto bueno de Londres y apoyado por la policía de Princetown, Marc Brendon parece un diestro investigador policíaco y al parecer hace lo que puede y lo que está a su alcance para hallar los restos de Michael Penrod y atrapar al fugitivo y presunto asesino Robert Redmayne, quien tiene 35 años y una flamante “medalla de Servicios Distinguidos” por su papel en la Gran Guerra; no obstante, según el testimonio de Joanna y de Flora Reed, la novia con quien se iba a casar en Paignton, la guerra le dejó secuelas psíquicas; es decir, en términos más actuales, está signado por un traumatismo postraumático que se refleja en cierta amnesia. Según los indicios que rastrea y sigue el detective Brendon, Robert Redmayne, dentro de “un saco grande de cemento”, atado en la parte posterior de su motocicleta, trasladó, durante la noche y la madrugada, los restos de Michael Penrod hasta Berry Head y los arrojó a la garganta del mar desde lo alto de un acantilado. Y luego, al parecer, huyó al continente: a España o a Francia.

         

El nacimiento de Venus (c. 1482-1485),
lienzo de Sandro Botticelli

Museo Uffizi, Florencia, Italia

            Pero el quid que trastoca ese episodio es el hecho de que la presunta viuda Joanna Penrod, de 25 años (pero aparenta menos) es hermosísima. Todos los que la miran y observan coinciden en esa calificación superlativa. El inspector Halfyard, de la policía de Princetown, dice de ella: “es tan hermosa que no parece de este mundo”. “Es la mujer más bonita que he visto en mi vida. Nunca he encontrado otra cara que se parezca tanto a la Venus de Botticelli; y es el rostro más dulce que conozco.” Dice su viejo tío Albert. Y el feucho Marc Brendon hubiera rubricado ese dictamen de cinco estrellas Michelin, pues cuando aún se halla en la espera de las truchas en la cantera de Foggintor, parece haber sido testigo de la onírica aparición de la paradisiaca y evanescente flor de Coleridge o de una inasible ninfa de los bosques: “irguió la cabeza al oír un rumor de leves pisadas. En ese instante pasó junto a él la mujer más hermosa que había visto en su vida y esa inesperada belleza lo sobresaltó e hizo que su imaginación echara a volar. Parecía que del árido desierto hubiera brotado una flor exótica o que la luz crepuscular, que ahora se apagaba en los helechos y en las piedras, se hubiera concentrado en una llamarada para encarnarse en aquella bellísima mujer. Era delgada y de estatura mediana. No llevaba sombrero y sus cabellos de tono cobrizo, levantados sobre la frente, parecían atraer los cálidos rayos de la puesta del sol y brillaban como una aureola alrededor de su cabeza. El color de esos cabellos era deslumbrante; poseía las tonalidades raras y perfectas con que el otoño engalana las hayas y los helechos. Y la joven tenía ojos azules, azules como la nomeolvides. El tamaño de esos ojos impresionó a Brendon.” Y la melodía de su cantarina e inefable voz sin duda le resulta una especie de celestial allegro, de explícito y divino canto a la vida y al amor. Pues según apunta la voz narrativa, Marc Brendon “Oyó que cantaba con la alegría despreocupada de la juventud y retuvo en el oído unas cuantas notas claras y jubilosas, semejantes a las de un pájaro.”

 

Adelaide Phillpotts
(1896-1993)

            No extraña, entonces, su sorpresa y asombro al descubrir que esa hermosísima joven, que le parece de unos 19, es nada menos que la viuda Joanna Penrod, casada, dice, hace cuatro años, en la época en que murió su abuelo paterno. Y que tras dialogar con ella y oír su informativo y abundante relato sobre sí misma, sobre sus ancestros y estirpe oriunda de Australia, sobre su marido Michael Penrod y sobre su matrimonio opuesto a la desaprobación y al enojo de sus atávicos, necios y machistas tres tíos (los últimos “rojos Redmayne”), se diga a sí mismo literalmente boqueando y mortalmente flechado por Cupido: “Existe una hora en la que el hombre, si consigue descubrirla, puede ser feliz para el resto de su vida.” Vale subrayar, entonces, que a partir de ese instante el leitmotiv detectivesco y el íntimo pensamiento de Marc Brendon se verán perturbados por ese flechazo y por esa imagen femenina, y por ende le jala las narices, enturbia sus pesquisas, y lo orilla a no dar pie con bola y a deambular por derroteros que no llevan a ningún sitio.

  Antes de irse de Princetown con la sensación de fracaso, Marc Brendon le escribe una carta a Joanna Penrod, quien al unísono le envía una carta (se lee en la obra) en la que lo invita a ir a casa de su tío Benjamin Redmayne, pues éste, le dice, recibió una carta manuscrita del fugitivo tío Robert, misma que le mostrará (y que fue remitida desde Plymouth). Para llegar a la casona del tío Benjamin, ubicada en lo alto de un acantilado de Devon cercano a Dartmouth, el detective Marc Brendon viaja en tren hasta Kingswear Ferry, donde lo espera “la gasolinera” (la lancha) de “El nido del cuervo” (el nombre de la casa del tío Benjamin), cuyo timonel y único tripulante es un tal Giuseppe Doria, un dizque marino italiano proclive a los refranes, que parlotea vivaracho hasta por los codos y que canta a todo gaznate como si fuera un gondolero de Venecia. Y para el íntimo deleite y regocijo de Marc Brendon la única pasajera es Joanna Penrod. La breve carta manuscrita del tío Robert (también se lee en la novela) revela que mató Michael Penrod y que huirá a Francia.

Eden Phillpotts

            El tío Benjamin Redmayne, “de edad madura”, “proporcionado y sólido”, también participó en la Gran Guerra. Lleva “barba corta y patillas que empezaban a encanecer, pero no tenía bigote”, y “su cabeza descubierta brillaba con el fulgor rojizo de sus cabellos”. Durante su vida laboral (ya está jubilado) fue un marinero que sólo llegó a capitán de buques de carga de la Mala Real Inglesa. De ahí su rostro “curtido por la intemperie”, “rubicundo y ligeramente amoratado en los pómulos”. Su biblia (o i ching) es un luido y releído ejemplar de Moby Dick. Y su casona, edificada con sus ahorros, recuerda (o semeja) un barco encallado en lo alto de las rocas: “Encaramada en las alturas, como un nido de pájaro, se veía una casita con ventanas que miraban hacia el Canal de la Mancha. En el centro se elevaba una torre [donde el viejo capitán Benjamin tiene una especie de solitario camarote donde suele dormir en la litera y observar, con un “catalejo de ocho centímetros” y a través de la claraboya, “lo que sucede en el mar”], y delante se extendía una meseta en la cual había un asta de bandera y un mástil, en cuya punta flameaba una enseña roja. Detrás de la casa se extendía un valle arbolado del cual descendía un camino; debajo de los acantilados que la rodeaban, rompían perezosamente las olas estivales, adornando la costa con un collar de espumas. Mucho más debajo de la casa, apenas sobre el nivel de la marea alta, se extendía una angosta playa cubierta de guijarros y más arriba había una caverna convertida en fondeadero de botes. Hacia allí se dirigieron Brendon y sus acompañantes.”

      El capitán Benjamin Redmayne, ante el detective Marc Brendon, se alarma al “¡Pensar que Scotland Yard no es capaz de encontrar a un pobre diablo que ha perdido el juicio!” Y en sus charlas con Brendon entrevé la posibilidad de que Giuseppe Doria enamore a su bella, doliente y viuda sobrina, pues es un adonis ambicioso y parlanchín (según pregona: aspira a casarse con una riquísima heredera para recuperar así el antiguo castillo que fue de sus ancestros), de quien lamenta que sea italiano (y no inglés) y con una cultura inferior. El caso es que invitado por Joanna Penrod a pasar allí la próxima Navidad, el detective Marc Brendon, sumido en sus conjeturas e hipótesis, y descendiendo hacia el embarcadero, de pronto se topa con la inaudita y súbita figura del fugitivo y supuesto demente:

    “Junto a un rústico portón, paralelo al camino que marcaba el límite de un espeso matorral, se hallaba Robert Redmayne.

     “Sólo los separaba el portón, el hombre estaba apoyado en él, con los brazos cruzados sobre la barra superior. La luz de la luna iluminaba de lleno su rostro y, sobre su cabeza, sacudidos por la violencia del viento, los pinos emitían un rumor áspero y tétrico, mientras de allá abajo subía el grito sordo del mar embravecido que azotaba los acantilados. El pelirrojo estaba inmóvil, vigilante. Tenía puesto el traje de ‘tweed’, la gorra y el chaleco rojo que Brendon recordaba haberle visto en Foggintor; la luz de la luna brillaba en sus ojos sobresaltados y descubría su bigote y la blancura de sus dientes. Su rostro ojeroso reflejaba miedo y dolor, pero ningún síntoma de demencia.” Y Brendon, sorprendido como por un súbito mazazo en la blanda sesera, a penas reacciona, pues, raudo y más ágil que un gato montaraz, el fugitivo se da la vuelta y huye internándose en el bosque.

    Infructuosa resulta la búsqueda que el detective Marc Brendon hace auxiliado por la policía de Dartmouth. Y a través de Joanna Penrod y Giuseppe Doria, el fugitivo, al margen de la policía y de la ley, acuerda dialogar con el tío Benjamin, quien, pese a que Brendon le dice que se pondrá del lado de su hermano si éste le demuestra que mató a Michael Penrod en defensa propia, teme que lo agreda y mate. En ese sentido, resuelven que se verán a la una de la madrugada en la solitaria torre, mientras Brendon, armado, estará oculto en un armario, listo para el contraataque. Pero ese encuentro se frustra porque, en lugar del tío Robert, llega Doria con otro mensaje: el encuentro será en una solitaria y oscura caverna, donde, trasladado en la lancha por Doria, previsible y lamentablemente ocurre el asesinato del tío Benjamin, la desaparición del cadáver y la huida del presunto asesino, cuya búsqueda Brendon hace auxiliado por la policía de Dartmouth, encabezada por el inspector Damarell. E incluso participan “el Comisionado del Condado y las altas autoridades”.

Eden Phillpotts

         Frente a esos dramáticos sucesos, pese a su desagrado y contrariedad, llega a “El nido del cuervo”, desde Italia, el tío Albert, el último de “los rojos Redmayne”, quien es un viejillo nervioso, “pequeño, macilento y calvo, de cabeza desproporcionada y ojos grandes y luminosos”, cuyo “escaso cabello que circundaba a su calvicie y su barba larga y fina tenían el color rojo de los Redmayne; pero veteado de plata”. Y es en ese episodio donde figura uno de los extraños yerros diseminados en la traducción. Según se lee en la página 152: “Joanna estaba ojerosa y agotada. Sin embargo, se ocupó de instalar al anciano, expresándole su deseo de que el viaje le hubiese sentado mal.” Pues obviamente lo que ella le deseó es que “el viaje” no “le hubiese sentado mal”.

    Nueve meses después de la desaparición del marido de Joanna, pese a que Michael Penrod oficialmente no ha sido declarado muerto (al no hallarse el cadáver), se casa con Giuseppe Doria. Así, “Un día, a fines de marzo [de 1921], Brendon [en Londres] recibió por correo una cajita de forma triangular, procedente del extranjero, y al abrirla se sintió paralizado al ver que contenía un trozo de torta de boda. El obsequio iba acompañado de una línea..., una sola: ‘Afectuosos y agradecidos recuerdos de Giuseppe y Joanna Doria’.”

     Y en junio, tres meses después de ese irónico regalo que parece un burlesco botón de pestilente humor negro (la última carcajada de la cumbancha), el detective Marc Brendon, a petición expresa del tío Albert Redmayne, recibe de Joanna Doria una carta donde le solicita que se ponga en contacto con el detective Peter Ganns, que está en Londres, y que ambos, raudos y veloces, viajen a Italia, a las cercanías de Menaggio. La razón: en el empinado y campestre entorno del Griante, un cerro en las inmediaciones del lago Como, luego de que Joanna Doria diera un largo paseo y una larga caminata con Assunta Marzelli, la criada y ama de llaves del tío Albert, vieron, de pronto, la inesperada aparición del enorme “Hombre Rojo”, según lo tilda Assunta Marzelli, quien lo supone un contrabandista extranjero (alemán o inglés, entre los mil y un contrabandistas que pululan por allí), mientras Joanna se desmaya ipso facto, luego de agarrarle el brazo a la sirvienta y de lanzar “un grito de terror”. Es decir, según cuenta la voz narrativa:

   “Finalmente las dos mujeres iniciaron el regreso. Después de descender aproximadamente dos kilómetros buscaron la sombra bienhechora del Griante y se sentaron a descansar. Veían a sus pies, mirando hacia el Norte, la casa de Albert situada al borde del agua y delante del caserío de Menaggio, diseminado en racimos. Joanna declaró que divisaba el techo rojo de ‘Villa Pianezzo’ [el nombre de la casona de Albert Redmayne] y la pátina del tejado de la barraca próxima a la casa, que contenía los gusanos de seda de su tío.

     “En frente, a cierta altura, se extendía el pueblecito de Bellagio [donde vive Virgilio Poggi, el entrañable y mejor amigo del tío Albert, ambos bibliófilos], detrás del cual, bajo un sol sin nubes, resplandecía la faz del Lecco. Y de pronto, como una aparición pintada en el aire, vieron, de pie en el sendero, la figura de un hombre de gran estatura. Su cabeza descubierta mostraba rojizos cabellos y sus ojos hundidos tenían un brillo salvaje. Vieron el enorme bigote pelirrojo del desconocido, su traje de ‘tweed’, sus anchos pantalones ceñidos debajo de la rodilla, su chaleco rojo y la gorra que llevaba en la mano.”

        Ante tal alarmante noticia, el viejo Albert Redmayne teme un mortal asalto de su hermano Robert o que le proponga una cita similar a la que literalmente borró del mapa al capitán Benjamin. Y como no le gustan los procedimientos de la policía italiana, le pide a su sobrina Joanna que escriba dos cartas. Una a su marido Giuseppe Doria, quien dizque se halla en Turín (dizque pergeñando negocios) y en quien confía para su protección y seguridad. Otra a Marc Brendon, “el joven detective de Scotland Yard”, de quien dice tener “excelente opinión” (pese a que no hay ninguna razón para ello), y que le pida ponerse en contacto con Peter Ganns, un experimentado, viejo y célebre detective norteamericano de paso por la capital inglesa, quien es un apreciado y viejo amigo del tío Albert.

   

Sudamericana/Penguin Random House
Buenos Aires, 2ª ed., enero de 2020

          Vale observar que en “Tres hombres muertos”, el citado cuento de Eden Phillpotts antologado por Borges y Bioy en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, “Miguel Duveen, el jefe de investigaciones”, un viejo y experimentado detective británico, es quien formula la probable y muy sugestiva resolución del caso, luego de que un joven detective no pudo hacerlo, pese a que éste investigó, in situ, “durante seis semanas de trabajo muy duro y concienzudo”. Es decir, el viejo detective, asentado en Londres, envió a las Indias Occidentales, precisamente a Bridgetown, en la isla de Barbada (Barbados, en la vida real), para que, bajo su nombre y su férula, investigue y aclare el asesinato del inglés Enrique Slanning (copropietario “de las famosas plantaciones y fábricas Pelícano”) y el asesinato del negro Juan Diggle, su fiel capataz y vigilante en los sembradíos de caña de azúcar, y el degollamiento del mestizo Solly Lawson, un joven alegre, libertino, locuaz, ex reo e impulsivo, con empleo en Pelícano. Y el viejo detective, un modelo de infalible raciocinador descendiente del cerebral y laberíntico raciocinador Auguste Dupin, sólo con leer y meditar durante dos semanas el legajo de información recabada por el joven detective, de manera persuasiva y convincente le expone al joven discípulo la resolución del caso; es decir, tras analizar la conducta, la personalidad y el perfil psicológico de los involucrados y circunstantes, expone el puzle; es decir, lo que debió ocurrir y derivar en esas tres muertes, al parecer, inexplicables.

        

Edgar Allan Poe
(1809-1849)

            En la novela Los rojos Redmayne, Eden Phillpotts plantea un esquema parecido: el viejo y experimentado investigador y raciocinador policíaco alecciona al joven detective armando, frente a sus narices, las piezas del puzle que éste no podía ni pudo ver, ni armar ni analizar. Tal situación empieza a entretejerse durante el trayecto en tren a Menaggio, pues los detectives no se conocían y Brendon le narra a Ganns los antecedentes del caso. Las conjeturas e hipótesis del detective Peter Ganns comienzan a entreverse cuando, a través del diálogo con él, supone a Brendon víctima de un acto de prestidigitación, de una lúdica y malévola fantasmagoría. Meollo que empieza a cobrar mayor sentido luego de que Ganns habla con Joanna Doria y le advierte a Marc Brendon que desconfíe de ella, que esté alerta, que no crea en todo lo que ve y oiga en derredor.

          

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 39
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985

            
Puesto que en el entorno de Villa Pianezzo se ha visto la acechante figura de Robert Redmayne, siempre ataviado con su estrambótica y llamativa vestimenta, y dado que ambos detectives desconfían de Giuseppe Doria (lo suponen cómplice del asesino), Peter Ganns decide ir Inglaterra por unos días (para localizar las piezas que le faltan para armar el criminal puzle), pero como a nadie puede confiarle la vida del tío Albert, se lo lleva consigo y deja en Villa Pianezzo a Marc Brendon, quien se siente gratificado al poder estar cerca de la hermosa Joanna, a quien supone noble, angelical, ingenua e incapaz de matar una mosca, víctima del arribismo y de las fechorías del malvado malandrín Giuseppe Doria.

            En ese ínterin, Brendon, para hablar con Doria, da un paseo con él por el bosque, pese a que mutuamente se detestan. Doria se confiesa víctima de Joanna, la demoniza y echa pestes contra ella; y lo mismo, en su turno, hace Joanna, incluso al charlar con Ganns. El caso es que Doria se va y Brendon se queda solo. Y tras proseguir el paseo y sus cavilaciones, de pronto es sorprendido por Robert Redmayne, vestido con su peculiar y llamativo atavío. Y Brendon se lanza corriendo tras él; pero no pudo perseguirlo más porque, súbitamente, “a menos de veinte metros del fugitivo”, éste se dio la vuelta y disparó su revólver contra él. Brendon cae y de su boca mana sangre. El fugitivo se va tras marcar un árbol, pues creyó que el detective murió (y el desocupado lector también). Es decir, el matón no le dio el tiro de gracia (craso error) y por ende no pudo verificar que la bala sólo rozó a Marc Brendon y que éste, al caer, se mordió la lengua y se hizo el muerto. Tras levantarse y suponer que por allí se cavará la fosa donde sería enterrado su cadáver, Brendon, con sus ropas y yerba, arma un monigote y espera a que regrese el asesino para enterrarlo. Ya entrada la noche, oculto en una cueva y desnudo, pese al frío (afortunadamente se alimentó porque llevó emparedados y vino), oye que dos individuos se acercan al lugar, cuyos rasgos no puede ver. Pero al descubrir que el supuesto cadáver es un bulto que se deshace al levantarlo, salen corriendo y eludiendo la emboscada y la lluvia de balas que esperan recibir; y Brendon identifica a Doria por su voz y por una de sus recurrentes frases en italiano: Corpo di Bacco.

            Tras el retorno de Peter Ganns, tal episodio se lo celebra a Brendon; pero también decide no confrontar a Giuseppe Doria y manejar el incidente con astucia y sigilo. En este sentido, para acorralarlo y atraparlo, Ganns, de noche, irá por la policía de Menaggio y por la orden para detenerlo. No obstante, su error, su gran error, pese a sus muchos años de experiencia, es que le confía a Marc Brendon la custodia del tío Albert, quien, instruido por Ganns, no debe de salir de su recámara por ningún motivo. Ganns se marcha. Joanna, hablantina, distrae a Brendon y le ruega que la rescate y la salve del demoníaco y pérfido de su marido y se la lleve con él. De tal modo que Brendon no pudo oír ni ver el momento en que el tío Albert, engañado por un supuesto barquero, salió de su cuarto para dirigirse a la casa de Virgilio Poggi en el caserío de Bellagio. Cuando regresa Ganns con “el barco de la policía lacustre”, silencioso y con las luces apagadas, descubre la ausencia del tío Albert. Assunta le dice que el amo salió presuroso a casa de su amigo, ubicada al otro lado del lago, pues por un accidente demandó su presencia de un modo inmediato. Ganns ordena que vayan a buscarlo allá. Y al saber que nunca llegó ni nadie solicitó su presencia, infiere que fue asesinado en medio del lago Como. Cuando súbitamente regresa Doria, el jefe de los policías, perentorio y dispuesto a esposarlo, le canta la orden de detención: “Michael Penrod”, “queda usted detenido por los asesinatos de Robert y Benjamin Redmayne.” “Y añada de Albert Redmayne”, gruñe Ganns. Giuseppe Doria o Michael Penrod intenta huir. Y en la violencia y rapidez de los sucesivos movimientos, para impedir que un joven policía le dé un mortal balazo a su cómplice y amante, Joanna interpone su cuerpo para protegerlo y cae “al suelo sin un gemido”.

 

III de III

Según se lee en la novela, el móvil del asesinato de “los rojos Redmayne” era la venganza, muy por encima del hecho de que Joanna, por medio del histriónico, lúdico y teatral “crimen perfecto”, heredaría mucho más rápido el dinero y las propiedades de sus tres tíos. Es decir, al menospreciar y humillar a Michael Penrod por negarse a ir a la guerra de manera voluntaria y por iniciativa propia, los tres tíos, sin saberlo, firmaron su sentencia de muerte, que tarde o temprano la pareja cumplimentaría, según el secreto dictamen pactado y compartido, amorosamente, entre ellos.

            Sin duda Joanna encarna un inexplicable y misterioso arquetipo de sutil malicia, hipocresía, vocación actoral y codicia pecuniaria. Es decir, pese a que al parecer “Odiaba a su familia, como sólo pueden odiar los parientes”, es difícil entender el odio, la maldad, la deshumanización, y la mente criminal y teatral de ella, y de él, y la fascinación por el lúdico montaje escénico que ambos compartían para llevar a cabo, fríos y crueles, tales asesinatos de manera tan pausada y rocambolesca, y tan carente de ética y de empatía con sus víctimas. Ambos poseían habilidades y medios para vivir y sobrevivir sin matar a nadie. Joanna recibiría veinte mil libras de su abuelo paterno al cumplir 25 años o al casarse, además de que era la única sobrina de sus tres solterones tíos: la última de “los rojos Redmayne”; y antes de la Gran Guerra, Michael Penrod ya recibía una renta de “cuatrocientas libras anuales” del negocio de pesca de sardinas heredado de su padre. De hecho, la índole perversa e hipócrita, histriónica y teatral de ambos comienza a gestarse durante la guerra (o quizá antes), pues para no alistarse ni ser llamado a filas, según confiesa el joven y cínico Michael Penrod (quien aún no cumple la treintena al ser hecho prisionero): “Como lo hicieron varios millares de hombres inteligentes, eludí el servicio activo ingiriendo un droga que afectaba al corazón. Conservé mi pellejo, no salí del país y obtuve mi parte: la Orden del Imperio Británico, en lugar de una tumba sin nombre. Fue bastante fácil.” Y sí que lo fue, pues Joanna y Michael Penrod se desplazaron a Princetown (allí eran honrosos inquilinos de la “viuda del célebre Eduard Gerry que durante veinte años fue miembro del Club de cazadores de Dartmoor”) y se ofrecieron como voluntarios para laborar en el Depósito de Musgo instalado allí con la contribución del Príncipe de Gales. Joanna y otras mujeres recogían “el musgo esfagníneo de los pantanos de Dartmoor, que después de ser secado, limpiado y sometido a proceso químico, era enviado a todos los hospitales de guerra del reino.” Y el supuestamente debilucho y vulnerable Michael Penrod, como sus “escasas fuerzas no le permitían recorrer las ciénegas ni entregarse al duro trabajo de recogerlo y llevarlo a Princetown, se ocupaba de secarlo y extenderlo en el asfalto de los campos de tenis de los guardianes del presidio, lugar donde se efectuaba ese proceso preliminar”. Pero además “Michael tenía también a su cargo los archivos y la contabilidad; y, a decir verdad [dice Joanna], organizó a la perfección el depósito”, ganándose la estima de los vecinos de Princetown y la rutilante medalla de la Orden del Imperio Británico.

           

Eden Phillpotts
(1862-1960)

              El detective Peter Ganns regresó a Estados Unidos, precisamente a “la cómoda casa que poseía en los alrededores de Boston”, convencido de que atrapó al criminal Michael Penrod y seguro de que sería ahorcado en el cadalso, y que la megalomanía y la vanidad del histriónico asesino eran tales, que haría, motu proprio, su confesión, donde narraría el trasfondo y los pormenores de sus actos. Cosa que, efectivamente, hizo de manera manuscrita (y tituló “Mi apología”), pues en la prisión no le quisieron proporcionar una máquina de escribir. En su texto (se lee en la novela), además de hablar del uso del arma homicida, semejante a un “hacha de matarife”, adquirida “en una herrería de Southampton”, el asesino dice que tuvo en Ganns “a un enemigo digno de mi inventiva y de mis recursos”; pero no admite haber sido derrotado, sino que declara: “He jugado una partida con Peter Ganns y hemos empatado; él no pretenderá que ha triunfado, ni dejará de conceder el primer aplauso a quien lo merece. No ignora que, aunque él y yo somos iguales, ella era superior a nosotros dos.” Pero para demostrarle, y restregarle, que él, Giuseppe Doria, y no Michael Penrod, es el verdadero vencedor y que en realidad le ganó la partida al viejo detective, firma como Giuseppe Doria y no como Michael Penrod, además de anunciarle al mundo (en realidad le anuncia y le dice a Ganns) que no aceptará la ignominia de “Morir en el cadalso”.

            Esto se lo patentiza a Ganns con el envío post mortem que le llega a través del triste Marc Brendon, doblemente burlado y derrotado: por la “angelical” y “noble” Joanna y por su torpeza en el caso. En este sentido, pese a que la carta que Brendon le dirige a Ganns está datada en “New Scotland Yard, 20 de octubre de 1921”, le dice que ya renunció a la corporación policíaca. Que el asesino “Redactó en la cárcel su testamento y la ley admitió” que él “heredara sus bienes personales”, mismos que repartió, “por partes iguales, entre los orfanatos de la Policía”, de Estados Unidos y de Inglaterra. Pero el carozo de la marzo (gran premio hez de la canalla) exclusivamente destinado a Peter Ganns es una cajita, que éste, al recibirla, cree de rapé, donde el asesino le envió “su ojo de cristal, exquisitamente fabricado, imitando la realidad”. Artificio de utilería que el experimentado detective, aficionado a las charadas y proclive a deducir y raciocinar, nunca advirtió, en cuyo interior el criminal guardaba el cianuro de potasio con que se suicidó entre las rejas de la cárcel. En este sentido, se lee:

            “Dos noches antes del día fijado para la ejecución, Penrod se retiró, como de costumbre, y aparentemente durmió varias horas con la cara tapada por las ropas de la cama. Dos guardias se hallaban sentados a ambos lados de la cama y la luz estaba permanentemente encendida. De pronto lanzó un suspiro y, extendiendo el brazo, alcanzó algo al hombre de la derecha.

            “Ocúpese de que esto llegue a manos de Peter Ganns..., es mi legado —dijo—. Y recuerde que Marc Brendon es mi heredero.

            “Y dejó un pequeño objeto en la mano del guardián. Al mismo tiempo sufrió una espantosa convulsión, lanzó un gemido y, de un salto, se incorporó. En seguida cayó de bruces, sin sentido. Uno de los hombres lo sostuvo, mientras el otro corría en busca del médico de la cárcel. Penrod estaba muerto...”


Eden Phillpotts, Los rojos Redmayne. Prefacios de Jorge Luis Borges. Traducción del inglés al español de Marta Acosta van Praet. Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 39, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 332 pp.

martes, 3 de septiembre de 2024

El manuscrito Borges

Sería capaz de matar por ello

 

I de VII

El 22 de mayo de 2019, Ediciones Espuela de Plata, de Editorial Renacimiento (ubicada en Valencia de la Concepción, Sevilla, España), publicó, con vistosas erratas, El manuscrito Borges (Texto revisado por Gabriel García Santos), novela del coleccionista y escritor argentino Alejandro Vaccaro (Buenos Aires, 1951), cuya primera edición (no acreditada en la página legal) fue publicada por Bruguera en 2006.

           

Col. Narrativa 101, Espuela de Plata
(Valencia de la Concepción, mayo 22 de 2019)

             A modo de exordio, la obra de Vaccaro está signada por un par de fragmentos de una breve divagación que Borges publicó, el 15 de abril de 1938, en la sección “Libros y autores extranjeros” de la revista El Hogar, en torno a la novela policíaca Excellent Intentions, de Richard Hull —se pude leer completa entre las páginas 227-228 de Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Tusquets, 1986), antología editada por Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal—. En ella, Borges comenta la idea de una novela policíaca que no escribirá nunca, en cuyo epicentro dice: “He aquí mi plan: urdir una novela policial corriente, con un indescifrable asesinato en las primeras páginas, una lenta discusión en las intermedias y una solución en las últimas. Luego, casi en el último renglón, agregar una frase ambigua —por ejemplo: ‘y todos creyeron que el encuentro de ese hombre y de esa mujer había sido casual’— que indicara o dejara de suponer que la solución era falsa y daría con otra solución, con la verdadera. El lector de ese libro imaginario sería más perspicaz que el ‘detective’...”

             

Alejandro Vaccaro

            Esto induce a suponer que Vaccaro tuvo la idea de su novela a partir de ese planteamiento. No obstante, El manuscrito Borges, cuyo crimen medular ocurre en 2005 en un country situado en las inmediaciones de Buenos Aires, no es una novela policial, pero sí de intriga, de especulación detectivesca y desconcierto. Pero ante todo, inextricable a la ficción y a la trama, refleja una extrema idolatría (sobre todo pecuniaria) ante el legado de primeras ediciones y manuscritos del Jorge Luis Borges de la vida real. En este sentido, vale recordar que si bien en su departamento B en el sexto piso de Maipú 994 desde 1944 poseía y resguardaba un particular acervo bibliográfico, pese a la ceguera que lo imposibilitó a leer motu proprio a partir de 1955 (el año que empezó a dirigir la Biblioteca Nacional tras la caída de Perón), su valoración del libro, soporte del conocimiento y de la quintaesencia poética y literaria, no descansaba en el punto de vista físico (pese a la placentera gravitación que solía experimentar al deambular, ciego, entre los altos anaqueles de la Biblioteca que albergaba setecientos mil libros): “No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados)”, postula en “El libro”, una de las conferencias transcritas en Borges, oral (Emecé/Universidad de Belgrano, 1979), sino en la íntima comunión en los instantes de la lectura: “Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.” De ahí que diga en un fragmento (destinado al lector único y exclusivo) que se lee en el prefacio que precede a cada título que integra la célebre Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin por qué, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede.”

II de VII

(Bruguera, 2006)

La novela El manuscrito Borges comprende dos partes, cada una segmentada en 35 breves capítulos numerados. En el desarrollo de la trama se observan tres vertientes. En una, que se sucede en Madrid, conversan Rodrigo de Atchuel y Camilo Rodríguez Aldao, un par de empresarios e inversionistas españoles que pretenden capitalizar la esfumada base de sus invisibles negocios con la venta, a través de una casa de subastas en Londres, de una colección de primeras ediciones de libros de Borges, la mayoría dedicados, complementada con manuscritos, revistas y fotos. En otra, actúa un tal Mariano Billinghurst, un argentino que se mueve entre Buenos Aires y Montevideo: bibliófilo, grafólogo, restaurador, miope, cuentero y charlatán con ínfulas y palabrería de supuesto erudito, y dizque experto en la vida y obra de Borges, quien en Madrid es contratado por los empresarios españoles para compilar el acervo que se rematará en Londres, además de diseñar y editar el catálogo que lo publicitará y hará visible y codiciable entre los entendidos del globo terráqueo: coleccionistas, universidades, bibliotecas o instituciones especializadas que quieren crear o enriquecer el departamento dedicado a Jorge Luis Borges, para muchos, la voz más alta de la literatura del siglo XX. Y en la otra, que es la principal en el quid de la trama —narrada en primera persona por un supuesto escritor de novelas policiales que nunca revela su nombre— conversan e interactúan él y un tal Guillermo De Marco, vecinos de la misma edad, de quien dice: “Ingeniero de profesión, exitoso en los negocios, gozaba de algo más de lo que se suele denominar ‘un buen pasar’. Había dedicado los últimos años de su vida al estudio de la física cuántica, que trataba de explicarme infructuosamente, y ahora estaba abocado a relacionar sus estudios con la obra de Borges. De Marco era lector de Borges y disfrutábamos mucho al intercambiar pareceres al respecto. Yo, como buen borgeano, me sentía atraído por su literatura y ello era también imprescindible para mi trabajo de escritor. Por otra parte, me solazaba con todas las biografías que de él se escribían y me gustaba mucho seguir el derrotero de las distintas ediciones, llenas de peripecias y de zonas de indecibilidad. A veces nos enfrascábamos en un asimétrico intercambio. De Marco intentaba, infructuosamente, que yo entendiera la física cuántica, y yo a veces conseguía fascinarlo con historias de la vida de Borges, de las ediciones de sus libros y con anécdotas sobre las falsas atribuciones de autoría. Su trabajo titulado Borges: Teoría cuántica y universos paralelos estaba en permanente reescritura pero él sentía que de a poco iría encontrando el camino definitivo.”

           

(Argentinos de Hoy, 2006)

               Esto revela que el modelo de tal personaje novelístico es el ingeniero argentino Oscar Antonio Di Marco Rodríguez (La Plata, 1942), autor del ensayo Borges, teoría cuántica y los universos paralelos. Un retrato de nosotros y la “Realidad” (Ediciones Escritores Argentinos de Hoy, 2006). Pero si en tal caso Vaccaro optó por parafrasear el apellido de ese ingeniero de la vida real, en otros no. Por ejemplo, Marcos-Ricardo Barnatán (Buenos Aires, 1946) —biógrafo de Borges y estudioso y editor de cierta parte de su obra poética, narrativa y ensayística—, en la charla preparatoria entre el par de empresarios españoles y Mariano Billinghurst, lo recuerdan, con su nombre, como el prologuista de un catálogo impreso del acopio de libros y manuscritos de Borges que ya poseen (en calidad de lingotes de oro que se cotizan en millones de dólares), otrora rastreado y comprado a través de Billinghurst, entre ello “una joya [de Alí Babá]: un prólogo escrito por Borges a un libro de su hermana Norah, titulado Notas lejanas, un manuscrito excepcional”; sobre el que Camilo, muy enterado de las infinitesimales menudencias de la vida y obra de Borges, le puntualiza a Billinghurst, aludiendo, tácitamente, Borges. Biografía total (Ediciones Temas de Hoy, 1995), de Marcos-Ricardo Barnatán, y Borges. Vida y literatura (Edhasa, 2006), del propio Vaccaro: “los biógrafos de Borges no se ponen de acuerdo en relación con a quién corresponde la letra del mismo. Para Barnatán el manuscrito no corresponde a la letra de Borges, y esboza la posibilidad de que pudo haber sido escrito por su madre. Esa hipótesis, empero, debe ser descartada, señala un biógrafo argentino, cuyo nombre no recuerdo, y refiere dos causas: en primer lugar por los errores de ortografía que desvanecen esa plausibilidad y además porque, al parecer, en la fecha que señala el texto los padres de Borges se encontraban de viaje por Italia. [Los adolescentes Georgie y Norah, al cuidado de la abuela materna, se quedaron en Ginebra por sus estudios.] En fin, nada de esto anula la importancia del texto y los manuscritos de los poemas de Norah Borges.”

           

(Atlántida, 1995)

             Otro caso es Irma Zangara, responsable de la “Investigación y recopilación” —con la anuencia y el beneplácito de María Kodama expresado en una nota preliminar— de Borges en Revista Multicolor. Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges. Diario Crítica: Revista Multicolor de los Sábados 1933-1934 (Atlántida, 1995). El novelista policíaco, casi en la parte inicial de la obra, tras aleccionar a De Marco sobre la válida reescritura de un texto de Von Lichberg que hizo Nabokov para elaborar Lolita (1955) y Borges para escribir el cuento La intrusa (Edición privada, 1966) haciendo uso de “Hermanos enemigos”, relato atribuido a Andrés Corthis en el número 11 de Revista Multicolor de los Sábados (octubre 21 de 1933), vocifera: “En la víspera [De Marco] había conseguido el texto del cuento de Husson o Corthis o Madame Lecuyer que se había publicado en una recopilación de textos de Borges que no son de Borges, editada por Atlántida en 1995. El despropósito había sido perpetrado por la inefable profesora Irma Zangara, empeñada en atribuirle a Borges cuanto texto pasa por sus narices.” Lección regurgitada y rumiada por De Marco, pues casi en las postrimerías de la obra le replica al novelista policial: “Se quiere convertir en el gran denunciante de todas las erróneas atribuciones y falsificaciones que giran en torno a nuestro admirado escritor, y perdóneme que le diga, pero parece la contracara de Irma Zangara, que cuanto texto le pasa cerca se lo atribuye a Borges.”

        

Borges y María Kodama

           
Y si el titiritero Alejandro Vaccaro con ese par de sonoros pisotones le da muerte de chinahuate a Irma Zangara, a María Kodama, sin escribir su nombre, la hace papilla de camote de Puebla, tal si bailando la raspa, o el jarabe tapatío, apisonara uva pretendiendo conseguir un exótico y deletéreo mosto (o brebaje) de Yellow Lady. Esto lo hace a través del controvertido anecdotario y los asegunes que al novelista policial le comparte en corto el Dr. Miguel Ángel Meizoso González, quien “había fundado unos años atrás la Sociedad Mundial de Amigos de Jorge Luis Borges, cuya primera presidenta fue María Esther Vázquez y que ahora presidía Betina Edelberg”; psicoanalista con el que cena, camina y dialoga en Londres; quien además, al término, le chismorrea el inminente remate de una colección Borges: “Dentro de unos meses, me contó finalmente, se anuncia acá en Londres el más importante remate de libros, manuscritos, revistas, artículos y demás objetos de Borges. Dicen que va a ser una cosa única. Según parece, unos fuertes financistas españoles armaron, tras años de labor, la colección Borges cuyo precio final superará los veinte millones de euros. Habrá muchos interesados, algunos privados, inversores, pero hay un rumor de peso que sostiene que el Gobierno francés, a través de una de sus instituciones, vendrá dispuesto a quedarse con todo.”

III de VII

El asesinato que desencadena la trama ocurre en el Club de Campo San Diego, country ubicado en la Provincia de Buenos Aires, no muy lejos de la capital porteña. Doña Rosa María De Marco De Marco, vivaracha anciana casi nonagenaria y abuela del ingeniero Guillermo De Marco, es descubierta en su casa 48 horas después de haber sido asesinada de cinco balazos en la cabeza —se lee casi al inicio de la obra (casi al término resulta que fueron “cuatro, ya que hay uno que sólo la rozó, según las pericias policiales” (o sea: por ahí quedó botado el pituto)— sin que nadie del entorno haya oído el estallido de ningún balazo. (“El arma utilizada [antigua al parecer] era de bajo calibre [luego se dice que era del 40] y los disparos fueron realizados a quemarropa, es decir a escasos centímetros del cuerpo de la víctima.”) Y según las pericias policiales (incluidas las científicas): no le robaron nada de su casa ubicada en la manzana 139, donde vivía sola desde hace muchos años, y donde cuidaba sus plantas y leía sus libros; pues, reporta el novelista policial casi al inicio: “era por sobre todas las cosas una gran lectora. Se jactaba de tener en su biblioteca primeras ediciones de los más importantes escritores del siglo pasado y siempre me decía, Vea, estos libros los compré por entonces y así los fui leyendo. Jamás estuve en una librería anticuaria o ‘de viejo’, como las llaman ahora, donde usted y mi nieto suelen ir a llenarse de polvo.” Es decir, dizque no hay móvil del crimen ni se halló el arma asesina.


                  Ineludiblemente, ese misterioso asesinato evoca el mediático y amarillista Caso García Belsunce. Es decir, el asesinato, con cinco balas en la cabeza, de la socióloga María Marta García Belsunce de Carrascosa, ocurrido el 27 de octubre de 2002 en el Carmel, country club ubicado en el Ramal Pilar, Provincia de Buenos Aires. Vuelto aún más celebérrimo y especulativo, más allá de la Argentina, por la difusión en Netflix de la miniserie documental Carmel, ¿quién mató a María Marta? (2020), dirigido por Alejandro Harmann; donde reflexionan y comentan, brevemente, los escritores argentinos Claudia Piñeiro y Guillermo Martínez, y el filósofo Andrés Páez.

            Parecido al Carmel, el country club San Diego es un coto cercado, y cerrado para los extraños, donde hay vigilancia privada las 24 horas, con cámaras visibles y ocultas (incluso para los habitantes) —“uno de los lugares más seguros de la Argentina”, reza el novelista policial—, donde vive y se solaza gente de la high society (entre ellos estrellas del cine y la televisión), cuyas opulentas casonas ocupan manzanas completas rodeadas de jardines y árboles; y pese a la distancia entre sí, los vecinos confían en la seguridad y no cierran con llave las puertas de acceso; donde hay administración y registro de entradas y salidas no sólo de empleados y proveedores; y donde los vehículos tienen por norma circular a 30 km por hora como máximo.

            “Hace ocho años vivo en el country. En la paz del country.” Canturrea el solitario y solterón narrador policíaco, adusto, hermético y distante del cotilleo vecinal, dice. Al parecer llegó a ese privilegiado y elitista coto gracias a las regalías de sus libros publicados con pseudónimo, pues según afirma: “En los pasados veinte años escribí y publiqué una treintena de novelas policiales, de las cuales vivía, y muy bien, ya que algunas habían tenido un verdadero éxito de ventas, con traducciones y mucha promoción editorial.” No obstante, pese a la adulación de sí mismo (“Yo me tenía por astuto, sagaz, cauteloso y además especial en alguna materia”), a sus reseñas autoelogiosas y a que planea editar y dirigir una colección de novelas policiales semejante a El Séptimo Círculo, da la impresión de ser una especie de superventas del spaghetti policial argentino, con una impronta que deviene de Agatha Christie, pues además de que el título de su “libro Secuestro en el expreso” tiene un sonoro retintín del Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 1934) —un clásico de la Dama del Crimen llevado al cine por primera vez en 1974—, cuando en la postrera parte de la novela, previo al desconcertante giro o vuelta de tuerca que preludia el término de la obra, él le explica y le narra a De Marco como si tuviera en la frente una bola de cristal o un diminuto aleph en las escaleras del sótano o de perdis un espejo de tinta en el hueco de la palma de la mano, las conjeturadas menudencias del asesinato de su abuela (inextricable al robo de siete primeras ediciones de libros de Borges que atesoraba la anciana y a la falsificación de la letra manuscrita del autor de “La muerte y la brújula”) en una especie de ineludible repetición del consabido clisé (cinematográfico y televisivo) en el que el detective, o investigador policial, reúne a los sospechosos y circunstantes y, como por arte de birlibirloque, es un previsible e infalible raciocinador que, con elocuencia y agudeza, monta y desmonta las piezas del puzle y trampantojo (algunas invisibles o microscópicas) que nadie dedujo y observó más que él.

           

Fotograma de Asesinato en el Orient Express (1974)

              No obstante, también llega a encapsularse en la escritura de una pesadillesca, catastrofista y apocalíptica distopía (y pastiche de ciencia ficción) que quizá se transforme en un best seller y novela gráfica con visos de adaptarse en un churro hollywoodense, donde quizá no falten los consabidos e infalibles heroicos héroes (los menos pelotudos entre los pelotudos en extinción) que, después de mil y una aventuras y peripecias en las que arriesgan el pellejo, salvan los restos y casi extinguidos vestigios de vida en el recalentado y desolado planeta Tierra. 

             


           Según apunta, mientras suspira por María (quizá dándole al cogote al pollo), empleada en la administración del country —acto de ensoñación que evoca el milenario aforismo que Rafael Cansinos-Asséns seleccionó en las postrimerías del tercer tomo de su traducción de Las mil y una noches (Aguilar, 1955), celebrada por Borges en La Nación el 10 de julio de 1960: La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne:

            “Me encontraba aquel día terminando un trabajo que debía presentar en forma perentoria a la editorial y no encontraba la forma de cerrarlo. Sentía nublada la mente. Había trabajado durante mucho tiempo en una novela distinta cuyo eje giraba en torno a una idea fantástica. Se trataba de un ataque terrorista, de los denominados ‘con armas biológicas’. Habían inyectado en los sistemas de provisión de agua de casi todas las ciudades más importantes del mundo una sustancia que no mataba, pero que producía en el acto esterilidad a quien la ingería, ya fuera hombre o mujer. El virus era muy contagioso y rápidamente toda la población mundial lo contrajo. La infección de los reinos animal y vegetal fue simultánea. La noticia llegó por una llamada anónima y rápidamente se realizaron las pruebas, que al cabo de un tiempo determinaron la veracidad de la amenaza. A partir de esa trama empecé a tirar líneas que señalaban las consecuencias del hecho para la sociedad. No habría más descendencia, con cada hombre que moría se perdía un eslabón del género humano, que ahora sí iba a desaparecer. Lo que no pudo hacerse a través de las guerras —se calculaba en algo más de un millón las guerras sucedidas al cabo de los últimos mil doscientos años, con un resultado de mil quinientos millones de muertos, y con todas las armas de destrucción masiva que el hombre había inventado— se lograba ahora de una forma impensada. Sólo que la operación era lenta, pues para que ello ocurriera debían morir incluso aquellos niños que aún no habían nacido y aguardaban ese momento en el vientre de sus madres. No pude evitar pensar en lo solo que se iba a sentir el último hombre. La teoría de la vida era ahora igual a la figura de un rombo, desde el primero al último humano.

            “Debía resolver la cuestión a través de la contraposición de dos formas geométricas, el rombo y la circunferencia. Podía decirse que una contenía a la otra y yo debía demostrar lo contrario. Me interesaba la posibilidad del análisis del rombo en cuatro dimensiones y algo de los universos paralelos, así como el experimento conceptual denominado ‘el gato de Schröndinger’. En esto nadie mejor que De Marco para ayudarme.

          

Thérèse soñando (1938)

Óleo sobre tela de Balthus

          “Me hallaba navegando sin rumbo, desorientado, inmerso en disquisiciones laberínticas, cuando reapareció María. Su presencia que tanto había anhelado por días y noches me producía invariablemente una gran turbación. Estaba hermosa, desafiante, etérea, vital.”

IV de VII

Vale resumir que la policía (ídem la tácita e implícita fiscalía del caso) resulta negligente, mediocre e incapaz de resolver el asesinato de la abuela, pues no da con el asesino ni con el arma del crimen, ni descubre, en la biblioteca de la anciana, el robo de siete primeras ediciones de libros de Borges, ni formula ningún móvil, ni señala ningún sospechoso y muy pronto se desentiende del caso. Según dice el novelista policial al inicio de las supuestas indagaciones policíacas: “El oficial Martínez sabía de mis conocimientos de literatura policial, pero no que yo era totalmente incapaz de intervenir y resolver un caso verdadero. Sólo pensar que a metros de mi casa se había producido un asesinato me hacía temblar el cuerpo, y desde luego en las salidas diarias para caminar o para hacer compras evitaba pasar por la, para mí, fatídica manzana. Creo además, mejor dicho, estoy seguro de que soy un hombre cobarde. Sin embargo, atendí con deferencia cada visita y respondía a todas las preguntas que me formularon. Creí advertir en las entrevistas (todas se realizaron en mi casa) más interés por mi opinión sobre el caso que por el caso en sí. Algo así como, bueno, esto lo tiene que resolver usted; ocurrió a doscientos metros de su casa, es experto en enigmas policiales: acá tiene todos los elementos. Resuelva.”

            A esto se añade la frialdad o casi indiferencia que transluce Guillermo De Marco: el asesinato de su abuela no parece conmocionarlo ni perturbarlo más allá del blablablá, de alguna pose y de algún gesto compungido: no sufre ni padece ningún duelo. Y las hipótesis del crimen que formula charlando con el novelista policial son desechadas ipso facto por éste, incluida la que inculpa a un vecino “de apellido D’Olvido”, pese que tampoco resulta perspicaz (pero sí extrañamente omiso ante la tasación de la biblioteca de la abuela que él ha visto) al decirle: “¿Qué podrían querer robarle a su abuela si no tenía nada de valor en su propiedad? Ni dinero, ni joyas, ni nada.” Y al concluir la charla, como si fuera el evanescente ectoplasma del fiscal o uno de los torpes polis que dizque investigaron, le dice: “¿Por qué cinco disparos en la cabeza? Cuestiones pasionales, discúlpeme que le diga, no creo que encuadren en este caso. Aparentemente no hay razón para que ocurriera lo ocurrido; no hay móvil.” No obstante, luego se contradice, pues le sugiere a De Marco el trillado crimen pasional, característico de las telenovelas, de los novatos y tontorrones: “Empecemos por el móvil. Puede ser que su abuela haya tenido alguna relación amorosa”.

     Pero lo que sorprende aún más, y resulta absurdo, es el hecho de que la fiscalía no precintó la casa de la abuela ni puso vigilancia policíaca, dado lo irresuelto del crimen; por ende ambos llegan a entrar, pisotear y manosear; además de que previamente De Marco lo hizo, pues le informa al novelista: “Hemos revisado toda la casa y no hemos notado ninguna falta. Además, le repito, no había nada de valor, los cuadros, que siguen estando, los libros, una biblioteca repleta y chucherías. Ninguna de ellas justifica un asesinato, Es cierto, dije, pero tenemos que buscar por todos lados. Tenemos que trabajar juntos, De Marco, Caballo solo no da mate.” Resulta consecuente, entonces, que luego diga con petulancia, olvidando la preceptiva borgeana que lo induciría a aludir a Poe en calidad de creador del arquetipo del género policial, precisamente con “Los crímenes de la calle Morgue” (The Murders in the Rue Morgue, 1841), primer ejemplo de crimen de cuarto cerrado y de raciocinador criminal, pues dice envanecido: “Podríamos decir sin exagerar que el caso quedó en nuestras manos y a la manera de Holmes, ya que el asunto se ventilaba entre cuatro paredes con disquisiciones literarias de por medio.” 

   

Borges en la tumba de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)

          Pero además, De Marco, pese a su solvencia económica, no contrata ningún detective privado que investigue el caso y se lo sirva en bandeja de plata a la inútil fiscalía (una especie de
Philip Marlowe entre los boludos de la Argentina o de Mario Conde porteño —remember que el Conde habanero después de 1989 sólo es un vendedor de libros ambulante que investiga y resuelve crímenes por vocación y no porque tenga placa de policía o detective privado—) y se restringe a la supuesta ayuda y asesoría detectivesca que le brinda el novelista policial. Y puesto que De Marco, con nociones de ornitología, es un fotógrafo aficionado que grafica las aves que pueblan el country, de pronto, al observar las diez fotos que le hizo a su abuela días antes del asesinato, precisamente “en el living de la casa con la biblioteca detrás” (“La biblioteca de mi abuela estaba para una postal”), al hacer el contraste entre las imágenes y lo que ahora hay en la biblioteca descubre huecos, cuyos faltantes, deduce, son “el móvil del asesinato de mi abuela”. Por ello, hecho una tromba va a la casa del novelista para ponerlo al tanto. Para despejar el intríngulis, ambos se meten en el escenario del crimen; pero como las imágenes no son del todo grandes ni legibles para determinar de qué libros se trata, De Marco, en el cuarto oscuro de su casa, positiva los negativos para ampliarlas y observarlas y hacer el cotejo, mientras el novelista policial espera divagando en el living de la abuela asesinada. Luego, los dos —que siempre se hablan de usted y no son íntimos ni compinches— con “un adminículo casero, una suerte de caja con un lamparita dentro y un vidrio encima” que el novelista tiene en su casa, ven que “Faltaban un total de siete libros, de los cuales no todos tenían el título en el lomo.” 

   


          Según el novelista, “Se podía ver con claridad El idioma de los argentinos de la colección Cuadernos del Plata II, Cuaderno San Martín y con alguna dificultad pude observar Historia de la eternidad, Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza. [Hay que objetarle, entre corchetes, que Cuaderno San Martín, tercer poemario de Borges, es el número 2 de Cuadernos del Plata —colección dirigida por el mexicano Alfonso Reyes, entonces Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en Argentina— coeditado con Proa en 1929, Con un retrato a lápiz del autor por Silvina Ocampo; mientras que El idioma de los argentinos, tercer libro de ensayos de Borges, con Viñetas de Xul Solar, se editó en 1928 en la Colección Índice del editor Manuel Gleizer.] En otro, el lomo estaba escrito pero era prácticamente ilegible. Después de mucho analizar, llegué a la conclusión de que era El jardín de senderos que se bifurcan, teoría que De Marco, por supuesto, no compartió, y el último tenía el lomo en blanco. Examiné éste en distintas fotos, comparé tamaños de libros con los de mi biblioteca, y al cabo de un rato disipé todas las dudas. Se trataba de Fervor de Buenos Aires. [Según Camilo: el precio de uno de los 300 ejemplares del tiraje de éste puede sobrepasar los cincuenta mil dólares... Es una pieza tentadora para cualquiera, para cualquiera que hace del delito su profesión. Y, dice, ya hubo Un ejemplar de Fervor de Buenos Aires robado de la Biblioteca Nacional en venta en un remate en Londres que terminó secuestrado por la justicia.] La tarea fue breve, pero nos dejó exhaustos, así que nos sentamos en los sillones y estuvimos pensativos hasta que, sin quererlo y al mismo tiempo, rompimos el silencio diciendo al unísono, ‘Esto no prueba nada’.”   

    Luego el novelista policial, para dizque hacer algunas indagatorias, le sugiere a De Marco no informar a la policía del robo. Y muy pronto, sin que hayan descubierto otra cosa, se alejan entre sí (y no sólo por la paradójica y verbalizada iniciativa de Guillermo De Marco) y el misterio del robo y asesinato de la abuela queda empantanado en un maloliente y paradójico impasse. Pero después del citado dictamen, el novelista policial, para sus adentros y ya solo, sospecha de su vecino:

   “Me quedé inerme en el sillón. Tenía muchas cosas para analizar y necesitaba disipar algunas dudas, pero había algo que me rondaba por la cabeza, como esas palabras que uno siente tener en la punta de la lengua y no salen, como la piedrita en el zapato, esa enorme molestia que requiere un mínimo esfuerzo para desactivarla. Las palabras de María no me daban tregua: Ayer fui con el plomo de mi papá hasta Buenos Aires para hacer trámites y cobrar la herencia y el seguro de la abuela. ¿Por qué De Marco me había ocultado que detrás de la muerte de su abuela había una herencia y un seguro? Jamás había hecho un comentario al respecto, ni había dicho que la biblioteca contaba con valiosos ejemplares que ahora, curiosa y misteriosamente, habían desaparecido. [Conste que casi al inicio el novelista dijo de la abuela: siempre me decía, Vea, estos libros los compré por entonces y así los fui leyendo; lo cual implica que el boludo, que se hace el pelotudo, bibliófilo y experto en Borges, los vio más de una vez con su “borgeseano” e “infalible” ojo clínico de buen cubero y por ende sabía, al igual que Billinghurst y De Marco, que era dueña de impecables primeras ediciones de Borges.] Ni a él ni a mí se nos podía escapar nada de eso. Decidí en lo sucesivo trazar un plan concreto de investigación en el cual, por supuesto, no incluía a De Marco como colaborador sino... como sospechoso.

V de VII

El citado viaje a Europa (estuvo en Madrid y en Londres) el novelista policial lo hizo para eludir su presencia en la inauguración “de la muestra fotográfica ‘Pájaros del country’” del ingeniero y disparador fotográfico Guillermo De Marco, montada “en los salones del House Principal”. Días después de su regreso a la Argentina, le llegó a su casa un ejemplar del catálogo de la colección Borges que se rematará en la capital inglesa. (También De Marco recibió uno.) Según reporta: “El libro era imponente por donde se le mirara. Amo los libros por su contenido y por su continente. Me rindo ante un buen volumen, me subyuga una sobria encuadernación, me encanta el buen papel y la calidad de las ilustraciones: no soy indiferente al tamaño de las letras y soy sensible al olor del papel, pero nada se compara con un buen contenido.” Y para que el desocupado lector tenga aún más idea de lo que habla, enumera varios títulos de rutilantes ediciones magnus; de ahí que cante: “me maravillé con ‘El Congreso del Mundo’ de Borges, en edición de Franco Maria Ricci con miniaturas de la cosmología tántrica y estudio de Alain Daniélou, de 1982.” No obstante, como sin duda sabe el coleccionista y biógrafo Alejandro Vaccaro, y lo refiere María Esther Vázquez en Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996), es un lujoso librote en un estuche, tamaño caguama, que Borges desdeñó con cara de fuchi y haciéndole fuchi dizque por “pornográfico”, además de que la edición prínceps, en italiano, data de 1974.

           


           El novelista policial presume ser un sabiondo borgeano y un coleccionista de libros de Borges y de sus manuscritos. Pero además, dice, es un diestro grafólogo que otrora estudió y analizó “aproximadamente doscientos momentos distintos de la letra” de Borges. Por ello, dice, puede “calcular, tras ver un manuscrito, la fecha aproximada en que fue escrito con un margen mínimo de error. De esta forma realicé algunos trabajos de identificación de manuscritos para un par de universidades de Estados Unidos y para muchos coleccionistas privados, que desde luego no puedo mencionar.” (No vaya a ser que el desocupado lector, no necesariamente de alcantarilla, sea un Tom Ripley porteño capaz de matar por ello sin dejar huellas dactilares ni rastros.) Así que al hojear las imágenes del susodicho catálogo, algo le chirría en el rompecabezas de letras de Borges. 

   

Borges y Bioy

            Pero además, dice, “hubo otro hecho que me llamó poderosamente la atención. Al mirar una de las fotografías que se ponían a la venta en el remate, firmada por Borges, observé que se trataba de una placa tomada el 27 de noviembre de 1985 en la librería de Alberto Casares, que por entonces se encontraba en la calle Arenales. Borges había ido a inaugurar una muestra de primeras ediciones de sus libros, pertenecientes a la colección de José Gilardoni. [Vale apuntar que sobre esa histórica muestra se ve una foto, sin crédito del fotógrafo, en la página 173 de
Borges. Una biografía en imágenes (Ediciones B, 2005), libro iconográfico del propio Vaccaro, misma que también se ve en las páginas iconográficas de su biografía Borges. Vida y literatura (Edhasa, 2006); y dos fotos en las páginas 164-165 de Borges: la posesión póstuma (Foca, 2000), indagatoria y corrosivo reportaje del periodista Juan Gasparini.] La firma era virtualmente ilegible, como las que acostumbraba hacer Borges cuando la ceguera invadió definitivamente su intimidad. A la tarde siguiente de ese día, Borges partió hacia Europa para dar unas conferencias en Italia y recalar luego en Ginebra, donde moriría seis meses después [el sábado 14 de junio de 1986], sin volver a la Argentina. Me sorprendí pensando que esa fue una de las últimas fotografías en su tierra, o tal vez la última. La fotografía era en blanco y negro y junto a él estaba Alberto Casares, al parecer leyéndole algún párrafo de un libro perteneciente a los Breviarios del Fondo de Cultura Económica. [¿Antiguas literaturas germánicas (FCE, 1951) o Manual de zoología fantástica (FCE, 1957?] Me pregunté inmediatamente: ¿En qué momento Borges habrá firmado esa fotografía? Me comuniqué a las pocas horas con Julio Giuztozzi, uno de los fotógrafos que había retratado a Borges durante aquella tarde, y me confirmó que en ese tiempo no existían cámaras digitales y que los revelados llevaban algún tiempo. Salvo en los casos de los medios gráficos, que por obvias razones requerían un revelado inmediato, los demás rollos se hacían revelar a lo largo de varios días. Si el procedimiento hubiera sido hecho aquella misma noche, alguien llevó la fotografía a la mañana siguiente a la casa de Borges y se la hizo firmar antes de que partiera. Si no fue así, ese alguien siguió a Borges por Europa, y tal vez se la hizo firmar en su lecho de muerte en la habitación del hotel L’Arbalette de la ciudad de Ginebra. Cualquier alternativa me resultaba dudosa y me di cuenta de que estaba frente a la punta de un iceberg.”

            Cierto es que en 1985 no faltaba el che araña de a pie que, sin ser un periodista gráfico o un fotógrafo profesional o aficionado, traía en el cogote o en bandolera una cámara de 35 mm (una Canon, una Nokia o una Pentax), cuyo revelado del rollo (de 24 o 36 exposiciones), efectivamente, tardaría unos días en el laboratorio de un negocio de cámaras e implementos fotográficos. Pero también existían, como sin duda recuerda el fotógrafo Julio Giuztozzi de carne y hueso, las populares y hogareñas Polaroid, que revelaban y positivaban en instantes (60 segundos), muy prácticas para un espontaneo disparador que buscara inmortalizar una o varias imágenes de Borges, más aún ante la posibilidad de añadirle, allí mismo, su firma.

           

Polaroid Mondadori (1985)

              Pero el caso es que el novelista policial enseguida advierte otra incongruencia en el catálogo:

            “La novedad siguiente fue confirmatoria: el ítem 138 [son 200 ítems en total] ofrecía un hermoso ejemplar de El jardín de senderos que se bifurcan, editado por Sur en 1941, con la siguiente dedicatoria manuscrita de Borges: A Alicia, con antigua y nueva amistad. Georgie, Buenos Aires, 1942. Otra vez me invadió la sospecha. El texto da por cierto que se trata de una dedicatoria del autor para su amiga Alicia Jurado, salvo que Alicia Jurado ha escrito en sus memorias y ha repetido en entrevistas que conoció a Borges en 1953. Imposible dedicar un libro a una persona once años antes de conocerla, con el agravante de que el autor habla de ‘antigua amistad’.”

           

Genio y Figura de Jorge Luis Borges (Eudeba, 1964), p. 10-11

            Vale observar, no obstante, que el novelista policial yerra —pese que presume haber dado sobre la vida y obra de Borges muchas conferencias por todo el mundo (ídem Manguel el memorioso)—, pues en la página 10 de Genio y Figura de Jorge Luis Borges, número 2 de la Colección Genio y Figura editada por la Editorial Universitaria de Buenos Aires, cuya primera edición “se acabó de imprimir en octubre de 1964” —se lee en el colofón—, Alicia Jurado (1922-2011), al inicio del capítulo “Borges y yo”, dice: “Conocí a Borges en 1954.” 

       

(Eudeba, 1997)
Contraportada

            Frase que repite en la contraportada y en la página 19 de la versión (revisada, recortada y modificada) del mismo libro, cuya “Cronología” preliminar llega hasta “1986” (“Viaja a Ginebra, donde revisa la traducción de sus obras completas al francés; muere allí y es enterrado en el cementerio de Plainpalais, en esa ciudad.”);
Segunda reimpresión de la Tercera edición de agosto de 1996, impresa en Buenos Aires en octubre de 1997 por la misma EUDEBA.

VI de VII

Al final del capítulo que cierra la “Primera parte” de la obra, la voz narrativa cuenta la visita que hizo Billinghurst a la casa de la abuela De Marco De Marco, dado que “años ha, había mantenido una estrecha relación de simpatía con su padre”. Mariano Billinghurst, que es un solitario proclive a las muchachitas y a las mujeres jóvenes (incluidas las curvilíneas hetairas de lujo), ve que en la biblioteca de la anciana “brillaban Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, El idioma de los argentinos, El tamaño de mi esperanza, Luna de enfrente y un sinnúmero de libros de autores nacionales que mucho tenían que ver con el autor de ‘El aleph’. Desde Radiografía de la Pampa hasta la primera edición de Don Segundo Sombra, pasando por Leopoldo Lugones, Enrique Banchs, Roberto Artl, Bioy Casares, Cortázar, Marechal... Según pudo apreciar Billinghurst, los libros gozaban de un estado excepcional. Sin embargo, los intentos por convencer a la atildada viejecita de que a cambio de algunos libros podía juntarse con varios miles de dólares fueron infructuosos.”

            Pero lo que no relata la omnisciente voz narrativa es cómo Mariano Billinghurst le robó a la abuela las faltantes siete primeras ediciones de libros de Borges y cómo la asesinó a balazos en la cabeza, si es que él es el asesino material y el delincuente que se introdujo en la casa para robar únicamente esos siete libros con vías de ser rematados en Londres, potenciando la especulación de su valor con dedicatorias falsificadas por él, pues según canturrea el novelista policíaco y dizque experto borgeseano: “Cualquiera que estuviera en el tema sabía que los libros dedicados multiplican su valor en forma exponencial.” (De ahí que Camilo le cante a Rodrigo de Atchuel: “cualquier libro que este firmado o dedicado por Borges puede llegar a triplicar su valor”.) 

     

Pasaporte de Borges

           Lo que ocurre es que en el proceso de observación, análisis y clasificación de las dedicatorias manuscritas en buena parte de los documentos y libros de Borges que se anuncian con imágenes en el catálogo para el remate en Londres, el novelista policial, además de que a través de la lista de precios calcula la venta en “unos cuarenta millones de dólares” de entrada, descubre que se trata de falsificaciones. (Lo cual induce a suponer que el citado manuscrito del prólogo a
Notas lejanas también es una falsificación de Billinghurst.) Y mientras se ha instalado en Buenos Aires en un departamento en el barrio de Palermo que posee, preguntando e indagando poco entre libreros y coleccionistas de manuscritos de Borges que él conoce, se entera de la identidad y del nombre del librero uruguayo Mariano Billinghurst y de los movimientos que hizo para adquirir manuscritos y primeras ediciones de Borges, paralelos a las compras hechas por una dispersa camarilla por parques y ferias, que él infiere eran sus auxiliares a sueldo (y no se equivoca); e incluso se entera del “dinero que gastó, aproximadamente”, y hasta, dice: “Algún indiscreto me aseguró que éste trabajaba para unos financistas españoles que nuevamente intentaban hacerse la América.” Con esa información recabada en Buenos Aires, sumada a los datos inferidos del análisis de los visos apócrifos expuestos en el catálogo, el novelista policial construye un conjunto de conjeturas técnicas y un persuasivo relato del robo de los siete libros de Borges y del asesinato de la abuela. Según dice: “Absolutamente ninguna de las evidencias que iba reuniendo paso a paso eran definitivas, más teniendo en cuenta que hay otras formas de probar si un texto es apócrifo o no. Necesitaba cotejar mis investigaciones con alguien que por sus conocimientos pudiera ser un abogado del diablo. Tenía miedo de entrar en un camino equivocado y el microclima de mi encierro no me permitiera ver que había otros senderos, tal vez impensados, y también otras respuestas a mis dudas. No pude dejar de hacer una reflexión: la persona indicada para avalar o denostar mis conclusiones era De Marco; pero ¿cómo hacerlo sin vincular las anomalías del catálogo con el asesinato de su abuela?”

      Es entonces cuando se sucede el giro sorpresivo y la brusca vuelta de tuerca, que parece una tomadura de pelo al presunto desocupado e ingenuo lector que, chupándose el dedo, ha leído, bobalicón, el otro lado de la tortilla del universo paralelo. De Marco, después de oírlo metiendo su cuchara, lo insulta llamándolo “gran farsante” y lo empuja al sillón y le suelta una desconcertante perorata, sin que el novelista policial se defienda, lo contradiga, lo insulte y lo corra de su casa a gritos, empellones, golpes y patadas. (Hubiera podido, pues según dice: “Yo me cuidaba desde siempre, casi nunca bebo alcohol, no fumo ni nunca supe de ningún exceso. Hacía mis diarias sesiones de trote y caminata y mantenía el cuerpo esbelto y espigado con que la naturaleza me había dotado. De Marco en cambio era petiso y mofletudo, con una prominente barriga producto de muchas noches de prolongadas comilonas, y de su cabeza asomaban unos pocos pelos que hacían su calvicie más pronunciada. Parecía cargar con diez años más. Yo, con cinco menos.”) En el meollo de la furia, De Marco le acusa de ser el asesino de su abuela y de haberse robado los siete libros de Borges que luego dizque quemó en la chimenea. Pero además le echa en cara el supuesto móvil de serie telenovelera clasificación B, donde quizá actuaría una hilarante imitadora de la inspectora Laura Lebrel del Bosque (María Pujalte): “Usted mató por amor [a María], por temor a perder a su lolita amada, y en estos casos incluso una persona sensata y pacífica se puede transformar en un monstruo cruel que no titubea en apretar el gatillo de un revólver para segar una vida. Nadie entró ni salió del country y encontrar el arma asesina es una tarea imposible.”

     

Niña con gato (1937)

Óleo sobre madera de Balthus

         O sea que tras oírlo (según el novelista policial “De Marco parecía no sentir el impacto del relato que escuchaba; más bien se le notaba ansioso por comenzar a rebatir mi teoría”), el ingeniero le suelta:

    “Usted es un gran farsante, me dijo, y cuando intenté ponerme de pie para impedir que me insultara, se paró rápidamente y me empujó hacia el sillón. Ahora me va a escuchar a mí todo el tiempo que sea necesario. Usted cree que me va a seguir engañando como a un chico, pero no va a poder. Sé muy bien que usted mantiene una relación amorosa con mi hija, situación inconveniente para un hombre de su edad y una mocosa que apenas hace un tiempo pasó los dieciocho años. Mi abuela fue la primera en enterase y enseguida me puso al tanto de lo que ocurría. También me dijo que en muchas ocasiones había tocado el tema con usted y le pidió en forma reiterada que terminara con ello. Nunca desde luego consiguió los resultados, hasta que cometió la estupidez de amenazarlo con contarme a mí lo que ocurría si no daba por concluida la historia. La pobre nunca supo que esa había sido su sentencia de muerte. Sólo que debo reconocer que preparó muy bien la trama. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un autor de novelas policiales? Pero sigamos [.] Según sus dichos, tenemos al asesino y también el móvil, y eso para una muerte de la cual la policía poco o nada se ocupa es casi un círculo perfecto. Pero usted no tuvo en cuenta algunas cosas que yo le dije sobre la física cuántica, sobre todo cuando le hablé del ‘observador independiente’. Yo sabía muchas cosas, otras las intuía o intentaba razonarlas, pero créame que jamás imaginé que usted fuera capaz de asesinar a mi abuela. No me entraba en la cabeza, y cuando llegué a esa conclusión sentí un gran temor, no por la vieja, que estaba muerta, sino por mi hija, que involuntariamente tuvo participación en ese terrible hecho. [¡Ha chingá!] Me parecen una pieza de literatura fantástica sus inventos sobre la falsificación de dedicatorias de libros y manuscritos de Borges, pero debo reconocerle que es una persona creativa. Lo primero que quiero decirle para su tranquilidad es que la única persona que sabe la verdadera trama de lo ocurrido soy yo y que no voy a denunciarlo. He tomado, sí, algunos recaudos, pero sólo saldrán a la luz si a partir de ahora usted volviera a equivocarse.”

   Pero lo todavía más sorprendente, incongruente e inverosímil es que el novelista policial, pese a sus carcajadas a quijada batiente y a que le dice: “usted está totalmente loco”, se resigna a los descabellados infundios, ofensivas imputaciones y mentiras de chamaco villero y rijoso (De Marco vocifera, incluso, que su abuelo, quizá contemporáneo de Matusalén, “murió recién se había inventado la pólvora”), y dizque por María, a la que dizque también quiere “proteger” su padre, asume una complicidad con su acusador y por ende De Marco prosigue con sus periódicas visitas a su casa (“tres o cuatro veces por semana”). Y hasta el muy pelotudo comienza “a sentir un cariño por este hombre”, dice. “¿Hasta dónde De Marco y yo éramos hermanos e íbamos a llevar el secreto a la tumba?”, regurgita retorciendo, a modo, el asesinato de Juliana Burgos que se lee en “La intrusa”, cuento de Borges publicado por primera vez en 1966, en Buenos Aires, tanto en una plaquette privada con una Ilustración de Emilio Centurión, como al ser añadido a la sexta edición de El Aleph, libro editado por Emecé en la Colección Obras Completas de Jorge Luis Borges; cuyo tremendo desenlace, reza la leyenda, le fue sugerido a Georgie por su madre y amanuense doña Leonor Acevedo de Borges:

     

Borges y su madre

          “—A trabajar, hermano. Después no ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas, ya no habrá más prejuicios.

     “Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.”

       Y como el novelista policial (ídem el ingeniero) —indiferente ante la víctima del crimen del country (dizque así fue etiquetado en los medios cuando hizo llamarada de petate) y dizque hermanado con De Marco y embozado en la sangrienta capucha de la omertà—, da por entendido que goza de reputación y credibilidad entre las legiones de borgeanos y negociantes de su universo paralelo (para lelos), dice: “De a poco le fui dando argumentos sólidos por los cuales consideraba que muchas de las dedicatorias de los libros y manuscritos ofrecidos en el remate de Londres eran obra de Billinghurst. [Muerto misteriosamente en la habitación de un hotelucho a pocas cuadras de la gare de Lyon de París, según De Marco; por ende el lector puede suponer que tal vez le dio matarile la cosa güestra, pues Camilo le dijo a su socio al ponerse en marcha el operativo el gran Georgie: Tenemos una persona que va a monitorear los movimientos de Billinghurst y nos va a mantener informados de todo.] Mis apreciaciones se diseminaron de boca en boca y la consecuencia fue que el remate devino en fracaso. La mayoría de los lotes no alcanzaron a tener oferentes y quedaron para una mejor oportunidad.”

          


       

           
El último giro de la brusca vuelta de tuerca gira en torno a la visita que un psicoanalista (quizá falso) le hace al novelista policial para ofrecerle “un manuscrito de Borges, atractivo para cualquier coleccionista”, que él supone apócrifo con su olfato de dogo argentino entrenado para el caso. Pero en el penúltimo giro (después de todo el novelista policíaco es un títere del verdadero prestidigitador y Mago de Oz que le da aliento y le aceita y jala la lengua) revela que la “novela” es obra suya. Y si el desocupado lector se pregunta ¿quién “realmente” asesinó a la abuela y se robó los siete libros de Borges?, también puede preguntase si la “novela” escrita por el novelista policial se limita a lo que él narra en primera persona o comprende, además, las otras dos vertientes que relata una impersonal voz narrativa. El caso es que dice:

           

Thérèse (1938)

Óleo sobre lienzo de Balthus

         
El súper agente 86

          “Sentía en el cuerpo algo extraño, pero no podía determinar a qué se debía. Mi relación con María se afianzó y ya no era necesario ocultarse ni vivir atormentado por un secreto que no era tal. Y fue entonces cuando pensé por primera vez en escribir esta novela. Tenía sus riesgos, ya que alguien podría creer en la verosimilitud del relato y querer rehabilitar una investigación que estaba muerta. [Quizá algún pelotudo súper agente 86 o el infalible patrullero 777, fanático lector de sus novelas.] Al principio la trama me pareció interesante y hasta original, pero ahora que está escrita siento que es de una vulgaridad manifiesta. Así me ha pasado con cada una de las novelas anteriores, algunas de singular éxito. Cada vez que están terminadas pierdo totalmente el interés por ellas y me olvido de los muchos días que estuve frente a la computadora tratando de descifrar todo lo que en mi interior estaba dispuesto a salir fuera.

            “Las cartas están jugadas y la realidad del tiempo transcurrido y los hechos sucedidos imposibilita cualquier alternativa de volver atrás. Todo lo dicho es demasiado autobiográfico y nada se puede cambiar. Sólo unos pocos detalles.”

VII de VII

Cuando María aparece casi al inicio de la obra —luego de casi calcar, a modo de enigmático misterio, la sentencia de Borges que se lee en el citado exordio: “Es más, muchos creyeron que mi encuentro con ella había sido casual”—, el novelista policíaco se ve a sí mismo a imagen y semejanza de una variante de Humbert Humbert soñando y desando a Lolita, dado que la ve parecida a una nínfula doceañera de unos 16 años (que no mata a una mosca ni muerde un plátano) a más de tres décadas de distancia de él. Según dice:  

     

(Funambulista, 2004)

          “La primera vez que la vi, atiné sólo a pensar que se trataba de una niña. Llevaba camisa blanca, pollera escocesa estilo colegiala, trenzas, zapatos marrones abotinados y medias tres cuartos por debajo de las rodillas. Yo salía del paseo de compras por la pequeña rampa que desemboca en el bicicletero y ella subía en sentido opuesto. Me dijo ¡hola! como quien saluda a un viejo conocido y estoy seguro de que mi ‘hola’ no llegó a oírlo.

            “Trabajaba desde hacía unos meses en la administración del country, según supe después cuando fui por un trámite de rutina, Hola, Qué tal, me dijo, soy María, nos cruzamos el otro día y usted no me saludó, Hola, dije ahora con fuerza, y un calor se me subió a la cara, que sentía toda colorada. No podía admitir que me recordara.”

       O sea: el empleo de ella en la administración del country es el de office girl: a la casa del novelista lleva sobres y recados; pero también él, para verla y relamerse, hace “trámites diarios en el edificio de la administración”. Luego se entera que María tiene 17 y luego que cumple 18. Y si bien en la Argentina de la vida real la mayoría de edad en el 2005 se alcanzaba hasta los 21 años (no obstante dice cuando ya tiene 18: “Ella era mayor de edad, aunque muy joven, y tenía derecho a elegir libremente con quién quería relacionarse. Yo era una persona mayor para ella, demasiado mayor”, por ende la ve chiquilla: “esta mujer era una lolita, una mocosita que se comportaba con una persona mayor en todos sus procederes”), también es cierto que en el siglo XXI es consabida la precocidad sexual entre adolescentes y jovencitas: parece que de manera ancestral y natural se saben de memoria las posturas, ayuntamientos y charamuscas del milenario Kama-Sutra, incluso sin haberlo hojeado nunca (ni siquiera una aséptica versión del Reader’s Digest) y sin saber de su existencia (ni de la existencia del capitán sir Richard Francis Burton, ni que Borges atesoraba en su departamento de Maipú los 17 tomos de su versión de Las mil y una noches (The Book of the Thousand Nights and a Night), descubierta en la infancia, quizá al unísono de The Arabian Nights, en la paterna biblioteca de ilimitados libros ingleses, precisamente en la casona de Serrano 2135, en el barrio de Palermo, donde los Borges vivieron entre 1901 y 1913. (“El chico aprendió a leer en inglés y más tarde en castellano, pero ni él ni su hermana fueron de pequeños a la escuela. El padre, que temía las enfermedades contagiosas, prefirió que los educara en la casa una institutriz inglesa, miss Tink, y Georgie no entró a la escuela hasta los nueve años de edad y a cuarto grado. El inglés fue el idioma de su infancia... En inglés leyó las Mil y una noches, que tanto persistieron en su imaginación”, apunta Alicia Jurado entre las páginas 27-28 de su citado libro de 1964, considerado la primera biografía de Borges.) De modo que no extraña que María sea quien inicia el diálogo, el acercamiento y el tuteo, y quien luego toma la iniciativa para empezar y dirigir la subrepticia e íntima relación en la casa de ese solitario señor que tiene la edad de su padre; que además, ante el desocupado lector, resulta un tipo ñoño y anacrónico, preocupado por el qué dirán y por su convencional y maquillada imagen de boludo respetable. ¿María era virgen? Parece que no: sabía lo que tenía que saber.

     Pero el vínculo neurálgico padre-hija sólo se desvela, como un presunto y maquinado “engaño al lector”, hasta la “Segunda parte” de la obra. Es decir, durante medio libro el titiritero, a través del novelista policial, ha escamoteado ese dato angular y al desocupado lector le ha hecho creer, de manera tácita e implícita, que María sólo es una empleadita del country; quien quizá con ese humilde empleo ayuda a sus padres de escasos o nulos ingresos entre los desarrapados y malevos de Villa Luro, o a su madre soltera (una pobre costurerita de conventillo que dio aquel mal paso con un compadrito o con un guapo que la abandonó, tal y como reza el tango que un falso Borges solía canturrear en un almacén de una esquina rosada del barrio sur, imitando, sin buscarlo ni quererlo, una tesitura antigua anterior a la voz de Gardel). 

   


        Pero resulta que no: que María es hija del flamante ingeniero Guillermo De Marco, quien un día la lleva “hasta Buenos Aires para hacer unos trámites y cobrar la herencia y el seguro de la abuela” (¡más panchólares! ¡hurra!, gritaría, dándose un chapuzón a la Rico McPato), cuya casona también está en San Diego, un exclusivo country que alberga a ricos y ricachones del alto pedorraje de la Argentina. Por ende, la hija de uno de esos homúnculos adinerados, a esa edad, en vez de encadenarse a una chambita de baja estofa, aún debería estar estudiando en un elitista colegio privado o en una universidad privada, exclusiva para la cr
ème de la crème, ya en la Argentina o en el extranjero. Con clases particulares de piano o violín, de danza, tenis, equitación, aviación y astronomía.

       El novelista policíaco —por lógica elemental, Watson— debió verla crecer en el country desde sus nueve años de edad (“Hace ocho años que vivo en el country”, rebuzna al inicio) y no sólo cuando desde la casa familiar de su padre la niña, con un chupetín y trencitas, iba a pie o dando saltitos o en bicicleta a la casa de la anciana lectora de primeras ediciones de Borges, su bisabuela; por ende resulta una boludez inverosímil e incongruente que la vea, dizque por primera vez, con sus lascivos y puñeteros ojos de Humbert Humbert, cuando a sus 17 años trabaja de mandadera en la administración del country.

      En ese postergado desvelamiento de la identidad de María descuella un relato que se contrapone a las neuróticas acusaciones y neurálgicos dichos (transcritos arriba) que luego le echa en cara el vocinglero Guillermo De Marco:

           


            “María inundó mi cabeza de dudas. Se daba cuenta de que su padre estaba distanciado de mí y temía que fuera a causa de nuestra relación. Ella también esbozaba sombras de temor cuando barajábamos la posibilidad de que él pudiera estar enterado. Su bisabuela en una ocasión nos había sorprendido in fraganti [¿en alguna postura del Kama Sutra?] y nunca supimos si ese secreto se lo llevó a la tumba junto al rostro del asesino. Lo cierto es que algunas incomodidades hacían de la relación un juego muy peligroso
—y por lo tanto más excitante. Ahora la ansiedad me había invadido y mi necesidad era volver al trabajo, cosa que hice inmediatamente después que María traspuso la puerta de salida y yo pasé el cerrojo, para que nadie me molestara.”

            Vale puntualizar, por último, que el fragmentario relato de la relación sexual y amorosa entre el novelista policial y María, contado por él, a veces resulta algo anodino: un huevo sin sal ni pimienta ni chile piquín. Entonces orbita a años luz, perdido en el espacio de un universo paralelo muy lejano a la eufonía, la sensualidad y el erotismo que condensa, por ejemplo, ese magnífico pequeño poema en prosa que es el “Capítulo 7” de Rayuela (Sudamericana, 1963).

 

 Alejandro Vaccaro, El manuscrito Borges. Colección Narrativa núm. 101, Ediciones Espuela de Plata. Valencia de la Concepción, Sevilla, España, mayo 22 de 2019. 264 pp.

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Capítulo 7 de Rayuela (1963) leído por Julio Cortázar.