Cuya
estupidez lo protegía como una armadura
I de IX
La cineasta zelandesa Jane
Campion —célebre guionista y directora de El
piano (1993)—, con su libreto y dirección basó el largometraje The Power of The Dog (2021) en la
novela homónima que el escritor norteamericano Thomas Savage publicó en 1967,
en Boston, con el sello de Little Brown, luego de que el editor de “Random
House le solicitara unos cambios que el autor se negó a realizar”, revela Annie
Proulx en su “Posfacio”, donde apunta: “Recibió críticas extremadamente
positivas” y “permaneció casi dos meses en la lista de ‘títulos nuevos y
recomendados’ del New York Times y
sus derechos cinematográficos se cedieron en cinco ocasiones (aunque finalmente
la película nunca se llevó a cabo). Es la quinta y, para algunos lectores,
incluyendo a quien esto escribe, la mejor de las trece novelas de Savage, un
estudio psicológico cargado de dramatismo y tensión, cuya peculiaridad se debe
a que enfrenta un tema pocas veces discutido en ese periodo: una homosexualidad
reprimida, que adopta la forma de homofobia, dentro del mundo masculino de las
haciendas ganaderas. Es un libro brillante y difícil, que debería figurar en
cualquier lista de novelas serias del Oeste americano”.
Sin embargo, pese a tal laudatoria ponderación, esa vieja novela de Thomas Savage se hallaba empolvada, olvidada, enmohecida y enterrada en el ámbito del idioma inglés de Norteamérica y la sugestiva película de Jane Campion, por obra y gracia de los geniecillos de la mercadotecnia, la exhumó del olvido y de ese casillero idiomático, de tal modo que la catapultó a otras masivas lenguas de la globalizada y envirulada aldea global, entre ellas el disperso ámbito del idioma español. Tal es así, que en la segunda de forros de la edición de Alianza, impresa en la Ciudad de México en “noviembre de 2021”, se lee al pie de una anónima foto a color del novelista: “Thomas Savage nació en 1915 en Salt Lake City y creció en un rancho de Montana. En 1980 obtuvo una beca Guggenheim. En 1967, publicó El poder del perro, una obra maestra de la literatura del Oeste americano, que ahora es llevada a la gran pantalla por Jane Campion.” Quien en un fragmento que se lee en la parte posterior del cintillo, canturrea: “El poder del perro es una novela sublime, digna de ser recreada en la gran pantalla. Desde que la leí no podía dejar de pensar en la historia; me había hechizado. Los temas de la masculinidad, la nostalgia y la traición crean una combinación intoxicante.” En este sentido, tanto en el cintillo, como en la primera y en la cuarta de forros, se publicita a Netflix, la popular plataforma en streaming, donde se puede apreciar, las veces que se quiera y donde se quiera (o donde se pueda o cuando se pueda), el susodicho filme basado en el libro homónimo de Thomas Savage, y complementarlo con el breve documental sobre el rodaje, codirigido por Prisca Bouchet y Nick Mayow: Detrás de las cámaras con Jane Campion (Benhind the Scenes with Jane Campion, 2022).
II de IX
Con “Traducción del
inglés de Eduardo Hojman” y algunas notas suyas, la novela El poder del perro fue dedicada por Thomas Savage (1915-2003) a su
esposa Elizabeth Fitzgerald (1918-1989), quien firmó sus propias novelas y
ensayos con el apellido de su marido. Comprende veinte capítulos numerados con
romanos y lleva por epígrafe una bíblica rogativa, un par de versículos de los Salmos (22:20): Libra mi alma de la espada,/ del
poder del perro mi vida. Uno los cuales, como se ve, utilizó el autor para
rotular su novela y cuyo tiránico sentido trasmina las vertientes medulares y
dramáticas de la trama. Pero además, en la parte postrera de la obra se implica
el intríngulis de ese par de versículos, precisamente cuando a sus 16 años el
adolescente y afeminado Peter Gordon (que los lee y musita para sí) ha urdido
en secreto y llevado a efecto la muerte del acosador, machote, machista y
cuarentón Phil Burbank, sucedida el domingo 3 de septiembre de 1925. Un crimen
silencioso, sagaz y perfecto (que a su particular modo le hace justicia a la
memoria de su querido y maltratado padre, a su acosada madre y a él, blanco de
burlas, agresiones e insultos por su índole afeminada), pues es improbable que
cuando el análisis de la sangre que post
mortem canaliza el médico que lo examinó, en el hospital de Herndon, revele
la inequívoca presencia de la bacteria que causa el mortal ántrax (llamado por
allí “pierna negra” cuando ataca a caballos, vacas o roedores), se suceda una
investigación policial encabezada por el sheriff
del condado (con manita de puerco y tortura) y se dé con el asesino, dado que
una de las características distintivas de la revulsiva y pestilente
personalidad machista (y reprimida) de Phil Burbank es lucir sus perennes manos
sucias marcadas por arrugas, callosidades y cicatrices; pues además de que
nunca usa guantes durante sus diversos trabajos y ocupaciones artesanales, nunca
se lava las manos (ni siquiera para comer en la casona de troncos de la
hacienda) y nunca se cura los rasguños y las heridas producidas por algún
descuido o accidente en los dedos o en las palmas, más aún porque la
supuestamente “culta” familia Burbank (¡oh contradicción!) no cree en la
medicina.
Primera edición mexicana en Alianza Editorial (México, noviembre de 2021) |
Las escasas apostillas del traductor, algunas observaciones que Annie Proulx vierte en su “Posfacio”, y no pocas minucias que se leen a lo largo de la novelística urdimbre, translucen que ciertos vocablos, minúsculas nimiedades y giros idiomáticos (Phil vocifera yerros gramaticales cuando se encabrita, hace cáusticos y burlescos parafraseos y juegos de palabras, y parodia el acento irlandés cuando trata de hacerse el chistoso frente a Peter), más las sutiles e implícitas referencias a la historia, a la tradición, al contexto social y político, a la cultura popular, a los usos y costumbres, y a la idiosincrasia norteamericana (ya del hombre blanco, ya del indio) se escapan, en ciertas dosis y micromatices, en la versión en español. No obstante, no ocurre así con las citas cinéfilas y musicales, ni con las referencias a libros, periódicos, magacines, revistas, tiras cómicas, etc., ni con las alusiones a la flora y a la fauna (incluida la letal vida microscópica), pues a través de la web se puede documentar, ver y oír. Pero lo que sí queda claro es que los sucesos de la novela se desarrollan en un radio geográfico que oscila entre el territorio semisalvaje que rodea la hacienda ganadera de los Burbank (la más rica y extensa de la zona), situada a unos cuarenta kilómetros del caserío de Beech, donde estuvo la modesta hospedería y casa de comidas de los padres de Peter Gordon, y a donde los hermanos Burbank (Phil y George), y una decena de vaqueros (analfabetas y semianalfabetas), trasladan, casi al inicio de la obra y montados en caballos, mil quinientas cabezas de ganado para su transporte en ferrocarril (apodado “la loca”, por la locomotora de vapor que jala los vagones); poblacho no muy distante del pueblo de Herndon, donde George, conduciendo su viejo Reo desde la hacienda, socializa con banqueros, comerciantes y ricachones (y alguna vez con el gobernador), y a donde tres veces al año lleva a Phil a que le corten la greña (y una vez al hospital embutido en un traje de ciudad que no le encaja en su rústico porte, pero que le va muy bien en el ataúd). A lo que se añade el que los padres de ambos: “el Viejo Caballero” y “la Vieja Dama”, debido a las agrestes contrariedades con Phil (que no se relatan), residen “en una suite de varias habitaciones del mejor hotel de Salt Lake City”, sardónicamente llamado por Phil: “el paraíso mormón de Brigham Young”, sin duda por la tácita y legendaria poligamia del prócer. Helada metrópoli (llega a estar a más de cuarenta grados bajo cero), donde Phil hizo la secundaria y desde la que el par de viejos se desplazan en tren para conocer a Rose Gordon, la madre de Peter, recién casada con George en una iglesia de Herndon (ella de 37 y él de 38). Y luego, el lunes 4 de septiembre de 1925, retornan en el ferrocarril para la ceremonia fúnebre de Phil (con un dejo religioso que él no tenía). Y tras el entierro en el cementerio de Herndon, sin recalar en ningún hotel de gran lujo, regresan a Salt Lake City “en el coche salón más grande del tren rápido, color verde aceituna”, con el acuerdo, propuesto por Rose a su suegra, de volver a reunirse para la próxima Navidad.
III de IX
Pero lo que cobra
particular relevancia y corrosivo contraste son las referencias y anécdotas que
corresponden al bosquejo de la discriminación racial hacia los indios, a su
derrota y marginalidad delimitada y constreñida en una reserva en el sur de
Idaho, donde hay un agente indio que procura que en el asta de su oficina
siempre ondee la bandera de la Unión Americana y que se cumplan los mandatos y reglas de la reserva, que, por ejemplo,
prohíbe a los indios la posesión y el uso de las armas de fuego (“toda la carne
se repartía en la tienda del Gobierno”, donde “te venden pan mohoso”), así como
la venta y el consumo de bebidas alcohólicas. Y lo más infamante y
denigratorio: ningún indio puede salir de la reserva sin un permiso.
El
joven médico Johnny Gordon, cuando hacía su residencia en un austero hospital
de Chicago, “cuyos pacientes eran en su mayoría de color e indigentes”,
descubrió a Rose emergiendo del foso de un cine donde tocaba el piano durante
las proyecciones. Y ya casado con ella se instaló en Beech y ambos trataron de
sacar del abandono y la ruina el pequeño hotelito, y casa de comidas, llamado
La Hostería; que luego fue el Molino Rojo, hotelito y restaurante de carretera,
cuya cocinera era la viuda del médico suicida, a quien sucesivamente le echa la
mano su femenino vástago, entre sus trece y dieciséis años, el encargado de
alimentar y sacrificar a los pollos, que es el ingrediente central del platillo
más famoso del mesón. Cuando Peter, el hijo de los Gordon, tenía doce y ya era
un chico notable por su habilidad manual para confeccionar flores artificiales
(algo que aprendió de su madre, que destacó por esa manualidad al graduarse en
el high school), pero sobre todo por
su inteligencia e innata y precoz curiosidad de futuro naturalista o científico,
(cuyo sueño es convertirse en un famoso cirujano con conferencias en París), Johnny,
su padre, proclive al trago, pese a su intolerancia al alcohol, fue sujeto y
objeto, en una taberna de Beech, de la violenta verborrea de Phil: pone en
ridículo su presunta cultura idiomática, lo llama pendejo y mariquita a su
hijo; pero además lo zarandea y lo manda a la lona. Esa pública humillación (pueblo chico, infierno grande, reza el
añejo refrán) lo deja tan hundido y descolocado que deja de beber; y al cabo de
un depresivo año se ahorca en una de las habitaciones de La Hostería. No
extraña, entonces, que con ese patético ánimo se proyecte en el triste destino
de una caravana india que ve a lo lejos, pero también en el bebé muerto cuyo
parto asistió: “Un niño muy pero muy afortunado, pensó. Un alma que jamás
fracasaría, jamás se encogería de miedo ante el inexorable principio natural:
que los fuertes destruyen a los débiles. Cuando estaba desplazándose hacia allí
en su viejo coche de motor Ford [un modelo T de segunda mano adquirido con la
herencia de una tía que les permitió hacerse del hotelito, cuyo comedor es la
base de sus escasos recursos] bajó la mirada desde la cima de la colina y vio
el polvo que generaban las calesas y los viejos y macilentos caballos montados
por los indios expulsados de las últimas tierras que les quedaban en el valle:
treinta familias, rumbo a la reserva, convertidos en huéspedes del Gobierno, en
destinatarios de una beneficencia mezquina. Así hacen los fuertes con los
débiles. A algunos les aplican un tratamiento especial.”
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Ese 1925, mientras los hermanos Burbank cabalgan rumbo a Beech con las mil quinientas cabezas de ganado y los diez vaqueros que suelen imitar la vestimenta y los rutilantes adornos de los héroes de las historietas y de los iconos del western (ritual tarea que ese día cumple un cuarto de siglo), por un instante parece que trazan el evanescente espejismo de un Don Quijote y un Sancho Panza del viejo y lejano Oeste: “Phil, alto y anguloso, contemplando la lejanía con sus ojos azul cielo y luego bajando la mirada al suelo que lo rodeaba; George rechoncho e imperturbable, cabalgando a su lado con su caballo castaño, rechoncho e imperturbable”. Y en ese trayecto, Phil evoca, además del 25 aniversario de esa tarea vaquera y comercial, un episodio de cuando ambos eran chavales (él era ya el presunto listillo y George, dos años menor, el supuesto tontorrón de siempre): “la época en que todavía quedaban unos pocos indios malolientes, antes de que el Gobierno decidiera cambiar las cosas y los mandara a la reserva. Phil todavía se acordaba de aquellos caballos viejos y de ancas torcidas sobre las que se marcharon los indios, aquellas destartaladas calesas en las que tuvieron que apiñarse. Durante una semana entera, los indios desfilaron lentamente delante de la casa, rumbo a la reserva del sur de Idaho, levantando polvareda y haciendo ladrar a los perros de la finca. El único que no estaba con ellos era el jefe, aquel viejo taimado. Se había muerto.”
Cuando murió ese jefe indio que evoca Phil en 1925, “Hubo blancos en el funeral [...], blancos en puestos de honor” [porque también hay blancos que defienden los derechos de los pieles roja como si fueran propios y exponen su problemática allá en el lejano y “civilizado” Este, donde se halla la sede del gobierno del país del blanco tío Sam y la capital de los Estados Unidos de América, donde, significativa y reveladoramente, nunca ha estado un indio de la reserva del sur de Idaho]; blancos “observando cómo quemaban las mantas” de ese jefe, sus “mocasines, el penacho, la cabezada, el wickiup” (o sea: la rudimentaria choza tradicional). Y ahora, en 1925, el regordete George (que de adolescente, conduciendo una carreta de seis caballos, se iba de picnic al parque de Yellowstone con las chicas que venían del Este y que luego le escribían cartas que él nunca contestó), ya casado con la hermosa y viuda Rose, habla de ese indio que ella vio en la mañana de ese día cuando pasó, con su hijo, frente a la enorme casona de troncos de los Burbank, montados en una carreta india tirada por un escuálido caballo indio y que, ya en la tarde, van de regreso. Y como George los observa con sus binoculares y reconoce que “ese indio viejo es el hijo del jefe”, le dice: “Murió allí poco antes de que expulsaran a los indios. Lo enterraron de la hondonada. Podemos ir a ver la tumba algún día. Hacer picnic.”
En este sentido, en la novela se leen algunas vivencias del indio Edward Nappo, el hijo de ese jefe, recluido, con su esposa y su pequeño hijo, en la miserable reserva del sur de Idaho, donde pocos árboles crecen en esa “tierra tan árida, tan ácida,” donde el “agua potable de los pozos cercanos a la superficie apestaba a sulfuro.” Edward le cuenta a su hijo, de doce años, mitos, fábulas e historias del paisaje y de la espléndida y rica naturaleza allá en el norte: la otrora tierra de sus ancestros indios, con el olor de la artemisa al pie de las grandes montañas, donde allí, el olor, huele distinto, porque “Hay agua debajo del terreno y las plantas pueden beber”; historias que recrean los sueños, los anhelos y la imaginación de chiquillo. (“Al muchacho le encantaba oír que el agua era dulce y se podía beber.”) Parloteo que no le gusta a Jennie, su esposa: “Esa tierra ya no es de los indios”, le discute; cuya labor, para la venta, es curtir “los cueros de ciervo que los cazadores blancos dejaban en la tienda” de la reserva, “amasándolos con sus fuertes manos, haciéndolos maleables para guantes y mocasines. Sus ojos ya no le servían tanto por el exigente trabajo de tejer cuentas en la piel, le escocían por el humo, y los anteojos con montura de metal que había comprado en la tienda no le servían de mucho. Bueno, tal vez un poco.” Laboriosa artesanía manual que incide en la paupérrima economía familiar, que Edward Nappo, con una cerrazón cerril, prejuiciosa y misógina, desestima y minusválida: “Jamás había vendido nada; la idea de hacerlo le hacía subir la sangre a la cara como si la tocara una mano caliente. Eran las mujeres, que tenían poco orgullo y ninguna necesidad de él, las que vendían y obtenían beneficios.” No obstante, para salir furtivamente de la reserva (con su camisa a cuadros y su sombrero negro de vaquero, sin ningún doblez) en compañía del chaval y sin informar al agente indio, se traga su orgullo de un buche y estira la mano y toma la “caja de zapatos con cinco pares de guantes que había confeccionado” su mujer, quien además abasteció la despensa para el viaje de más de trecientos kilómetros en la endeble carreta tirada por el viejo y lento rocín: “Tres dólares por los guantes —dijo con severidad—. Cinco por los de puño largo con cuentas.”
El caso es que la vaca, menos gorda que las vacas gordas de los blancos y que comparte el cobertizo con el viejo rocinante, enferma durante el durísimo invierno: “las temperaturas llegaban a cuarenta bajo cero” y “Algunos indios que estaban bastante fuertes en el otoño murieron”. Y Edward Nappo le promete a su hijo, que si la vaca sana, lo llevara a la tierra de sus ancestros indios, que no conoce, donde su abuelo fue jefe y sus cenizas están enterradas. Pero cuando ya las siluetas de las grandes montañas se extienden en el horizonte, y “Deben faltar tres días” para llegar, es el niño el que las divisa en lontananza y no Edward, pues “Sus ojos, como los de Jennie, estaban dañados por el humo que llenaba la choza en invierno.” No obstante, lo que les trunca el paso no es, precisamente, la cancilla que él no recordaba (una cancilla puesta allí por el Gobierno), sino la presencia y la actitud mezquina, altanera, injuriosa y hostil de un prototipo de cara pálida, un supremacista y ojiazul hombre blanco: Phil Burbank.
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Vale resumir que para Phil Burbank los indios son “Pura basura”, son “vagos y maleantes”; “poco hábiles con los caballos”; “No eran ganaderos”; “No eran agricultores y no podían distinguir el trigo de la avena”; “en cuanto a las maquinarias, no tenían la menor idea de cómo utilizarlas”; “Cuando trataron de alojar a los indios junto a los otros hombres, en las tiendas de lona que habían montado en los prados, los hombres se quejaron del olor y eran ellos o los indios”. “Se pasaban el tiempo mendingando”; “robaban todo lo que podían, ya fuera cabezas de ganado o pasteles directamente de la mesa de la cocina. Los que acampaban en las afueras de Herndon entraban en las tabernas de noche y rompían cosas. Con razón el Gobierno finalmente se había decidido mandar a las llanuras todo el tinglado.”
Resulta
consecuente, entonces, que pese a la amistosa postura de Edward Nappo, quien
confirma lo que su hijo le dice al blanco: “Mi abuelo era el jefe”, Phil, rudo
y majadero, les obstruye el paso y los manda de regreso: “me importa un demonio
quién era”, le dice al chiquillo. “En cuanto a ti, súbete a tu carromato y tú y
tu hijo lárguense de aquí lo más rápido que pueda correr ese jamelgo.” Pero
Edward Nappo, en lugar de encabritarse, le formula el permiso: “Sólo nos
quedaremos un par de días”. Y en lugar de sacar de la carreta el rifle calibre
veintidós que fue de su padre (y que no
había sido quemado, como dicta la costumbre, a su muerte), saca la caja de
los guantes hechos por Jennie y se la ofrece a cambio de “Uno o dos días, nada
más.” Pero Phil es duro y renuente: “Da vuelta a tu carromato”, le reitera, “No
acepto sobornos y no uso guantes. Te equivocaste de cliente, anciano.” Así, que
Edward Nappo, que es un indio manso y pacífico (podría llamarse Roca Sentada,
por aquello que aún recita la inmortal voz de Borges: la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre),
“volvió al asiento con la caja de guantes. Hizo girar el viejo caballo y
emprendieron el regreso a la reserva, a más de trescientos kilómetros. Edward
se preguntó si el caballo lograría llegar. Si se moría, ¿qué pasaría con la
carreta? No podía mirar al muchacho, pero dijo:
“—De todas maneras, hemos visto las montañas. Hemos visto
las montañas de mi padre.”
Un consuelo
retórico que transluce la dolorosa y vergonzante humillación y la instituida
derrota en el punitivo y discriminatorio statu
quo de Norteamérica.
Pero
el caso es que en el diálogo que sostienen Rose y George Burbank sobre ese par
de indios que van de regreso en su carreta india porque, supone él: Phil “los
habrá obligado a regresar”, ella infiere que “querían ver la tumba y por ello
le dice a su marido:
“George,
¿te imaginas cómo se siente ese niño?
“—¿Cómo
se siente, Rose?
“—Un
hombre blanco capaz de obligar a su padre a regresar, al hijo del jefe.
Imagínatelo. No lo olvidará en toda su vida.”
Así
que Rose, pese sus tacones y a los tragos que oculta en su interior, corre
hacia ellos, tropieza, cae, se levanta, grita y los alcanza. Se disculpa y los
invita a acampar con ellos: “No sabía que usted era el hijo del jefe [...]
Verá, nos sentiríamos honrados si ustedes acamparan con nosotros. Vaya, nos
sentiríamos muy honrados.”
Jane Campion |
A diferencia de la película escrita y dirigida por Jane Campion, Rose no le regala a Edward Nappo las pieles que Phil tiene tendidas en la cercado del matadero, ni recibe, como agradecimiento del indio, unos largos guantes de piel con los que luego duerme la mona. Lo que se narra en la novela es que cuando el mentado y engreído Phil pasa, a caballo, cerca del escondrijo donde se baña una vez al mes, descubre el campamento del par de indios y de nuevo los corre con acritud. Edward Nappo le replica que “La señora de la casa grande” los invitó a acampar allí. Cosa que le reitera George a Phil personalizando la invitación: “Les dije que podrían acampar aquí unos días.” Pero Phil, con su inveterada malasangre ataca al “gordito” donde duele: “Échate un vistazo a ti mismo alguna vez. Ve a mirarte en el espejo. Echa una buena ojeada a tu jeta. Después agarra y pregúntate por qué tu mujercita se ha casado contigo.” No obstante, George, tragándose el sapo de agua podrida, se sostiene: “Piensa lo que quieras, Phil”, “Pero los indios se quedan.”
La
novela de Thomas Savage no narra cuál fue el destino de Edward Nappo y su hijo.
Si acaso hicieron una ceremonia con cánticos o no frente a la tumba del otrora
jefe indio, el abuelo del niño; pero es probable que esto sí ocurrió, puesto
que son huéspedes de Rose y George. Es decir, quizá no se fueron de inmediato
tras la perentoria y reiterativa orden de Phil. Y tal vez sí lograron regresar,
sin grandes problemas y consecuencias, a la reserva en el sur de Idaho.
IV de IX
Pese a su desprecio y
aversión hacia los indios, Phil, por vil fetichismo, y no porque cultive una
pulsión etnográfica o admire su ágrafa y rupestre cultura, posee una colección
de puntas de flechas y lanzas hechas por los indios de la zona (a la que se
suman los estampados tapetes navajos que adornan el interior de la gran casa de troncos de la
hacienda); y, según la voz narrativa, “era de lo mejor que había y durante años
había tratado de llevarla al museo del Capitolio, y algún día probablemente se
la dejaría”. Pero como la voz narrativa suele hacer migas con las supuestas
virtudes y aberrantes características del megalómano y jactancioso
coleccionista, apunta: “Pero en esa colección había puntas que él mismo había
fabricado, utilizando exactamente las mismas herramientas que usaban los
indios, con ágata y pedernal que él había encontrado, y que eran de calidad
superior a las de los indios.”
Vale subrayar que la xenofobia y la misantropía de Phil
Burbank no se restringen a los indios. A imagen y semejanza de un supremacista rejego
y de pocas luces, también desprecia y margina, y ataca verbalmente, a los judíos
y a los negros, en el mismo tenor altisonante, burlón y ruin con que agrede y
menosprecia a los homosexuales (“Phil detestaba cómo caminaban y cómo
hablaban”), que él llama maricas o mariquitas, vocablos que son etiquetas que rebuzna
y vocifera la machista y homofóbica vox
populi del entorno. Por ejemplo, cuando en la recalada en el Molino Rojo,
él, George y los diez vaqueros esperan saciarse con el pollo cocinado por la
viuda Rose Gordon, piensa, excluyente y homofóbico, en torno a la tesitura
amanerada del adolescente Peter que sirve en la mesa de un grupo de seis
comensales de Herndon: “hay quienes pueden llevase bien con ellos, así como hay
quienes pueden llevarse bien con los judíos y los negros, y eso era asunto
suyo. Pero Phil no los soportaba.” Y cuando George le comenta a Phil su anhelo
de comprase un Pierce-Arrow que sustituya el viejo Reo, basta que su hermano le
aseste el aguijón racista implícito en la frase “¿Quieres parecer judío?” para que nunca se
atreva a dar un paso y se compre un útil y lujoso cacharro de esa marca, pese a
que dinero y deseos no le faltan.
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Según puntualiza la voz narrativa, “Phil no tenía nada contra los judíos correctos, los judíos con intelecto y talento”, pero “siempre que no tuviera que mezclarse con ellos”. O sea: cada perro con su hueso; refrán, propio de un agresivo, egoísta y solitario perro de la pradera que, bajo su miope y torpe perspectiva endogámica de pretencioso macho alfa, podría ser el intrínseco axioma con que se excluye de otras tribus (o manadas) y minusválida a las oleadas de inmigrantes y transterrados, oriundos de Europa, que a través de los años han poblado el lejano y salvaje Oeste en busca del american dream, apropiándose de tierras y guerreando, exterminando y concentrando a la población originaria en miserables y discriminatorias reservas indias. Es decir, ese prejuicio de gran conquistador y gran colono se refleja en la manera peyorativa con que Phil Burbank —boyante estereotipo de ganadero acaudalado que concentra las mejores tierras, las fuentes de los ríos y los pozos de agua— observa y refiere los fracasados y contiguos vestigios, e ilusiones perdidas, ruinosas y abandonadas, de los pobretones y desarrapados agricultores de secano (oriundos de varios países europeos), a quienes los empresarios del ferrocarril les vendieron, con folletos publicitarios y propagandísticos, un enorme engaño maquillado con la falsa fachada de una tierra prometida (casi el mítico Dorado) que hay que poblar, cultivar y explotar.
Y
entre esos inmigrantes, blanco del desprecio de Phil Burbank, están “los judíos
errantes, como los llamaba”, que “ganaban fortunas con la basura”. Pues “En
septiembre, antes de la quema” que él hace de la veintena de cueros crudos que
cada año se acumulan expuestos a la intemperie sobre la empalizada del
matadero, “era habitual que vinieran [a la hacienda] varios hombres —en
carretas en los viejos tiempos, en camiones que estaban hechos unas carcachas—
y que trataran de comprar las pieles por un dólar o un dólar y veinticinco
centavos, pero Phil se reía en su cara. Esas pieles que compraban aquí o allí
por ese precio luego las vendían al doble y algunos de ellos ganaban fortunas
de esa manera. Eran todos judíos; judíos que buscaban pieles, judíos que
buscaban basura, judíos que tenían olfato para ganar dinero rápido, que
negociaban para comprar hierro oxidado, piezas de segadoras, rastrillos,
tuberías y ese tipo de cosas que se acumulaban en las haciendas; pero, en lugar
de vendérselas a esos usureros, Phil prefería dejar que la basura se acumulara
[algo que visualmente molesta a la delicada, decorosa, pudibunda, solitaria y
borrachita Rose] y que las pieles se secaran y encogieran sobre la empalizada
hasta que decidía quemarlas.” Y entre esos comerciantes que desaira e insulta
figura el judío Greenberg, dueño de una “gran tienda departamental en Herndon”
(donde Rose surte el costoso vestuario de sus disfraces para las rutinarias cenas
en la gran casa de troncos y donde, para la boda, Georges se atildó con un
traje elegante y atildó a Peter con otro); Phil “Todavía se acordaba de cuando
[Greenberg] iba en el asiento de una destartalada carreta de muelles regateando
por pieles de animales muertos”. Pero ahora posee “una casa en el pueblo, una
casa grande y blanca, con columnas, la más grande de Herndon, con césped verde
y aspersores. Un Pierce-Arrow en el frente, sobre la gravilla de la entrada
para coches, fiestas con lámparas japonesas y cosas así, todo gracias a las
pieles, a la basura y a un buen olfato para ganar un dólar.”
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Vale añadir que Rose —solitaria, deprimida, acarreando basura e inactiva dentro de la casa (cocina la señora Lewis y la joven Lola hace la limpieza), sin dinero propio, sin poder tocar el piano, y alcoholizada para atemperar el menosprecio, la indiferencia y el acoso de Phil (del que George no parece, no puede o no quiere percatarse), como una pequeña venganza, pues sabe que Phil quemará las pieles que yacen en la cerca del matadero afeando el paisaje, acepta vendérselas por treinta dólares al judío, con barba de profeta, que, en medio de una polvareda, se acerca a la hacienda manejando una destartalada carcacha. Phil no necesitó verlo para inferir lo que ocurrió. Y su furia y cáustica lengua es tal, que Peter, con quien regresó cabalgando a la casa de la hacienda, para calmar al incendiario energúmeno, le dice: “Yo tengo cueros crudos para terminar la cuerda.” Y le toca el brazo. Contacto epidérmico que, como una descarga eléctrica, apacigua a la rapaz bestezuela y suscita una llamarada de deseo, una íntima e inflamada seducción en el homosexual reprimido que Phil, desde siempre, lleva encadenado por dentro. Y, al unísono, con tal flechazo erótico, cae redondito en la secretísima y mortal trampa que Peter, inteligente y astuto, pergeñó para quitárselo a su madre de encima y de él mismo.
Fotograma de El poder del perro (2021) |
V de IX
Durante el funeral de
Phil Burbank en Herndon, “La iglesia olía a humo de carbón y madera envejecida.
Los que no eran episcopalianos [...] susurraban que era una pena que no hubiera
habido panegíricos. Había tanto que decir sobre Phil, decían; sobre su
inteligencia, su amabilidad, el hecho de que fuera un tipo tan sencillo, como
un zapato viejo, su falta de dobleces. Y, caramba, incluso recordaban cómo
tocaba el banjo, su alegre silbido, su aire adolescente, las obras que había
confeccionado con esas manos fuertes, llenas de cicatrices, agrietadas: las
sillitas talladas, las piezas de hierro forjado. La señora Lewis, en la casa de
la hacienda, derramó una lágrima ante un huevo de zurcir con el que Phil la
había sorprendido una vez.”
Tal
pasaje da idea de que en su entorno social e inmediato, pese a su intrínseco engreimiento
y megalomanía, y a que era un gandalla y un racista de una sola pieza, Phil
mantuvo oculta su mala entraña y su malaleche, y ultrasecreta su índole
homosexual. Un entorno rural y pueblerino bastante inculto, machote, homofóbico,
misógino y pobre de entendederas, que puede calibrarse en la mentalidad de los
vaqueros, analfabetas y semianalfabetas, de la hacienda de los Burbank, que
allí tienen prohibido tener esposa o arrejunte, pero suelen ver putas en Beech
o en Herndon:
“[...]
para esos hombres, esos tiros al aire, esos vagabundos sin hogar, había sólo
dos clases de mujeres, las buenas y las malas. Las malas mujeres no merecían
más respeto que los animales. Y se les usaba y se hablaba de ellas como
animales.
“¡Ah,
pero las buenas mujeres! Las buenas mujeres eran puras, asexuadas y sagradas
como Dios. Las buenas mujeres eran la hermana, la madre y la noviecita de la
infancia cuya mirada derretía el corazón. Las imágenes y fotografías de esas
mujeres buenas se guardaban en las maletas, eran sus iconos, sus altares.”
En el íntimo altar de Phil Burbank no hay ningún adorable icono de mujer, ni siquiera la imagen de su mamita, cuya presencia y olor de sus perfumes, colonias y jabones no tolera, pues según cata y cataloga con su olfato de perro misógino: tenían “el aroma ofensivo de las mujeres”. (Y es tan ñoño, torpe y mojigato que “se oponía a que las mujeres se cortaran el pelo, y, en términos generales, a que se pusieran rebeldes”; e incluso piensa que no deben fumar en público: “una mujer que fumaba en público era capaz de cualquier cosa”.) Pero sí resguarda, venera e idolatra el icono falocéntrico y la memoria de un tal Bronco Henry, prototipo del vaquero curtido y machote, fallecido hace años, de quien él y George aprendieron mucho de lo que saben de caballos y del negocio del ganado, pues el padre de ambos, “el Viejo Caballero”, es un señorón de ciudad, un hombre de negocios e inversiones en la bolsa, oriundo de Boston, al igual que la elegantísima “Vieja Dama”.
En la novela no se narra si entre Bronco Henry y Phil Burbank hubo una oculta y continua relación homosexual; no obstante, quizá sí la hubo, pues el deseo erótico que Phil experimenta ante el contacto epidérmico de Peter (y literalmente con ese roce empieza a elucubrar con el beneplácito del futuro inmediato: fundirse con él), también lo experimentó ante quien fuera su maestro y quien para Phil es el arquetipo de lo que debe ser un hombre sabihondo y machote ante los demás. A tal sospecha contribuye el hecho de que Bronco Henry era el único que conocía el sitio secreto donde Phil, cada mes, se desnuda y se baña; lugar colindante al oculto y camuflado cobertizo que Phil y George erigieron cuando eran pubescentes, donde hay bochornosas revistas prohibidas (no se narra si son de vaqueros posando el músculo, ni si son homosexuales o heterosexuales o de ambos tipos) que el par de chamacos hojeaban escondidos allí, quizá teniendo sus primeras erecciones y masturbándose por primera vez.
Bajo el tamiz megalómano y machista de Phil, quien se
siente el perro alfa de la manada de la hacienda y se comporta, ladra, gruñe y
pela los colmillos como tal, considera que él le otorga al lerdo, gordinflón y
subnormal de George la posibilidad de que se encargue de las tareas administrativas,
comerciales y bancarias. Y a partir de los parámetros con que mide la agudeza e
inteligencia de sí mismo y de los otros, da por hecho que sólo Bronco Henry y
él han podido ver la imagen del perro
corriendo dibujado en las montañas que se observa desde la gran casona de
troncos:
Fotograma de El poder del perro (2021) |
“En las rocas sobresalientes de la colina que se elevaba delante de la casa, en el enmarañado crecimiento de la artemisa que marcaba como acné la ladera, veía la asombrosa figura de un perro corriendo. Las ágiles patas traseras impulsaban hacia delante los poderosos hombros; el hocico caliente apuntaba hacia abajo, persiguiendo alguna cosa asustada —alguna idea— que huía a través de los barrancos y riscos y sombras de las colinas del norte. Pero Phil no teína ninguna duda sobre cuál sería el resultado de aquella persecución. El perro alcanzaría a su presa. A Phil le bastaba con levantar los ojos en dirección a la colina para oler el aliento del perro. Pero, por más nítido que fuera aquel perro enorme, nadie, con excepción de otra persona [¡Bronco Henry!], lo había visto; mucho menos George.” Hasta que llegó el adolescente Peter Gordon y lo vio desde el primer momento que pisó la hacienda de los Burbank.
VI de IX
El muchachito Peter
Gordon aprendió de Rose la habilidad para elaborar flores artificiales y
durante tres años se ocupó de engordar y sacrificar los pollos que ella cocinaba
y freía en el Molino Rojo; matanza que la horroriza y elude ver, y que Peter
realizaba con diligencia y veía como un aprendizaje para el futuro:
Fotograma de El poder del perro (2021) |
“Él les arrancaba la cabeza con mayor gentileza, seguridad y limpieza que si hubiera usado un hacha y un bloque de madera. Agarraba de pronto un ave del cuello y giraba apenas la muñeca; el cuerpo se retorcía alrededor dos veces y caía decapitado al suelo, donde saltaba y daba coletazos y se contraía mientras la cabeza arrancada, que había caído al suelo, contemplaba con ojos brillantes y asombrados las sacudidas de su propio cuerpo; sólo cuando el cuerpo se desplomaba y se quedaba inmóvil, los párpados se cerraban y cubrían los ojos y entonces todo estaba terminado. Todo estaba terminado. Ni una sola vez Peter derramaba sangre sobre su camisa; consideraba que esa inmaculada eficacia era una preparación para el futuro. Cuando los pollos estaban escaldados, desplumados y chamuscados, Rose ya podía verlos como productos y freírlos.”
Vale
observar que esa característica de ir de punta en blanco y bien peinado (incluso
con tenis blancos en la hacienda, donde por default
se usan botas vaqueras) y no mancharse la ropa ni derramar sangre, es uno de
los sellos distintivos de la personalidad exterior (e íntima) de Peter Gordon.
Lo deja ver cuando Rose, empeñada en deshacerse de la basura que se acumula en
la hacienda, evita los deshechos más nauseabundos y fétidos:
“Había algunos elementos de esa basura que no podía
manejar, como el estómago lleno de pasto de una vaca recién sacrificada,
supuestamente enterrado por los hombres ahí atrás, pero unos perros más viejos
lo habían desenterrado y arrastrado al jardín, con los intestinos colgando.
Tampoco podía manejar las cabezas cortadas y desenterradas.
“—A mí no me importa —le dijo Peter, y con una horquilla
cargó las entrañas y estómagos en la carretilla de hierro junco a las cabezas
mudas y las llevó a enterrar nuevamente. Los perros, los que más lamentaban la
situación, lo observaban.”
Y también se transluce (para la omnisciencia del lector
de la novela) cuando en el jueguito infantil de acorralar a un conejo silvestre
(anécdota previa al descubrimiento de la venta de las pieles a un “judío
errante”), Peter, ante la sorpresa y el asombro de Phil, y sin decir agua va,
lo sacrifica con gentileza:
“Vio como Peter le acariciaba la cabeza al conejo,
calmándolo, y que un instante después le retorcía el cuello, con una destreza
tal que Phil no pudo no admirarlo; nunca había visto nada igual. Las patas traseras
del conejo, libres de la tensión del cerebro después de que le hubiera
cercenado la columna vertebral, se relajaron y se quedaron inmóviles en la mano
del muchacho, mientras lo ojos se ponían vidriosos ante la llegada de la
muerte. ¡No había nada de sangre! Era Phil el que estaba ensangrentado, el que
se había cortado con alguna cosa afilada.”
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Esa fortuita (pero previsible) herida, y la vejatoria e hiriente escena que desencadenó el vociferante y tacaño Phil al regresar a la hacienda y descubrir que Rose se deshizo de la veintena de cueros crudos expuestos en la cerca del matadero, dio inmediato pie a que Peter uniera los cabos para deshacerse, por fin, del perro acosador (muerto el perro, se acabó la rabia, reza el viejo refrán). Emperrado en encausar la ruptura entre Rose y George, y ponerla de patitas en la calle junto con el despreciable y ridículo mariquita de su hijo, Phil, hipócrita y consubstancial intrigante, para acercarse y engatusar al chaval y luego alejarlo de su madre y disgustarlos entre sí, usó como cebo una cuerda de cuero crudo que trenzaría ex profeso para Peter y que supuestamente se llevaría de regreso al término del verano en la hacienda, pues estudia en Herndon, donde se aloja en un ordenado y limpio cuarto de una casa de huéspedes. A esa cuerda —que ha trenzado haciendo un homenaje a un par de totémicos trenzadores para él: Bronco Henry y un tal Joe, ex convicto y cegador en la hacienda, ante el que Phil “sentía que había algo entre ellos, un reconocimiento” de su oculta índole homosexual—, ya sólo le falta casi el remate. Y entre lo que reclama y vocifera Phil por la venta de los cueros, descuella que los requería para dizque terminar esa cuerda. Así que Peter, modosito y tranquilo, lo apacigua tocándole el brazo con gentileza y ofreciéndole el cuero crudo que él tiene. Phil, entonces (y ya tocado y flechado por Eros) lo invita a que en la noche de ese día lo vea terminar la cuerda. Lo que Phil ignora, y sólo lo sabe el muchachito (y el boquiabierto y desocupado lector de la novela) es que montado en un caballo para explorar en el entorno, previamente Peter halló el ingrediente que buscaba, útil para infectar la manipulación del cuero crudo: los restos de un animal muerto por el ántrax. Obviamente, Peter Gordon usó guantes para hurgar entre las tripas del cadáver y no derramó una sola gota de sangre. Casi sobra decir que el muchachito sabe manejar los instrumentos quirúrgicos; allí en la hacienda, en su ordenada habitación, que utiliza como estudio y laboratorio, destazó un par de taltuzas, cazadas por él, para observar y analizar su interior. E hizo lo mismo con un conejo ante la alarma y el desconcierto de Lola, la criada, y de su propia madre, quien le recrimina: “No deberías hacer eso en la casa”, “Hablo en serio”.
Fotograma de El poder del perro (2021) |
La borrachita Rose le dice al regordete George sobre su hijo: “hay como una cierta frialdad en él. Verás, lo quiero, pero no sé cómo quererlo. Desearía que mi cariño le sirviera de algo, pero da la impresión de que él no necesita nada. Creo que a su padre le habría ido mejor si hubiera tenido más de esa frialdad.”
En la novela se ve que Peter quiere a su madre, pese a la
poca comunicación que tienen, y a que en un pasaje rebuzna el gusanillo
machista y misógino de la idiosincrasia de la que es parte: “Pocos seres humanos,
pensó, entendían mucho; mucho menos las mujeres”; que le duele verla triste e infeliz;
que se pierde en el alcohol debido a que la deprime, derrumba y derrota el
acoso y la indiferencia del Phil; y por ende urde el modo de eliminarlo,
ciertamente con una tranquila mezcla se frialdad y serenidad, que son rasgos de
su carácter y de su pensamiento. Y por ello, a sus trece años, al descubrir el
suicidio de su padre, sin decirle nada a Rose ni a nadie, pudo descolgar, solo,
tranquilo y sereno, el cadáver de su progenitor, ahorcado en uno de los cuartos
de La Hostería.
Pero
Peter quería, sobre todo, a su padre suicida, con quien tampoco tenía mucha
comunicación y a quien trataba de “usted”: el doctor Johnny Gordon, un buenazo
y bonachón, proclive al trago y a las meteduras de pata. Y al unísono se ve que
ese afecto era recíproco y que Johnny admiraba la habilidad de su femenino hijo
para elaborar, a sus doce años, flores artificiales, tanto como su precocidad
intelectual y sus virtudes para las minucias del dibujo naturalista. Cualidades
de las que, embriagado, presumía en la taberna el citado e infeliz día que Phil
Burbank insultó a su hijo y públicamente lo agredió y humilló a él.
Fotograma de El poder del perro (2021) |
El niñito rubio Peter Gordon a los cuatro años ya sabía leer. Y a los doce “se encerraba en su habitación [de La Hostería] con la Enciclopedia Británica” (¡nada menos!); “ya estudiaba los dibujos de Vesalio, leía a Hipócrates, algunos pasajes de Virgilio y las publicaciones médicas a las que su padre ya no les quitaba el envoltorio”. Y tras el suicidio de Johnny, heredó sus libros de medicina y su calavera humana. Equipo y bagaje bibliográfico e intelectual que de Beech se llevó a su cuarto de la casa de huéspedes de Herndon; y de ahí a la hacienda de los Burbank a pasar ese verano de 1925, donde le asignan una de las dieciséis estancias de la enorme casa de troncos. Pero a sus doce años, en el cobertizo adosado a La Hostería, donde “una pequeña estufa de leños le proporcionaba comodidad y olía a humo y queroseno”, Peter instaló su mezcla de ermita, gabinete de estudios y laboratorio; colocó “unos estantes que se habían combado un poco por el peso de los libros de medicina de Johnny. También estaban los cuerpos disecados de tuzas y conejos, los vasos de precipitados, los alambiques y otros instrumentos químicos; allí, Peter se escapaba del dolor del Getsemaní cotidiano de la escuela, de los abusos y las burlas [los rapaces lo tildan de mariquita y con una cantaleta se pitorrean del borrachín de su padre]; allí se perdía en un mundo privado, un mundo del que jamás dudaba; allí, sentado a la mesa, sus ojos miraban hacia su interior, con el aspecto retraído y reconcentrado de los sordos. Su pálida cara era tan lisa que Johnny se preguntó si alguna vez tendría que afeitarse y nada delataba sus emociones salvo el ligero latido de una vena en la sien derecha.” En el verano del año en que su padre se quitó la vida, Peter le obsequió unos dibujos que Johnny admiró por su excelencia: “Eran diez, todos de las raíces de plantas de cerca del río.” Y el día del suicidio, Peter le mostró, momentos antes, un dibujo no menos excelente y enigmático, que resulta premonitorio ante la entonces imprevisible muerte de Phil Burbank: “Era la imagen de un bacilo que mata roedores”.
Para protegerse de los insultos y del cotidiano bullyng escolar, en un instante de una agresión
colectiva, “Peter supo, con una sabiduría tan templada como la de un viejo
astuto, que debía enfrentarse a ellos en sus propios términos, no en los de
ellos. Y supo que aquel odio novedoso, frío e impersonal que albergaba no
estaba dirigido sólo a ellos, sino a todas esas personas normales, ricas,
envidiadas y seguras que se atrevieron a insultar su imagen privada de los
Gordon.” En ese sentido, en su refugio de La Hostería, empezó a conformar “un
álbum de fotografías, dibujos y anuncios que recortaba de revistas viejas de
las que pocos habían oído hablar en esa región”; un idealizado “libro de sueños
que se interponían contra el fracaso de su familia [...], un mapa del mundo del
futuro. Él haría realidad ese mundo convirtiéndose en un gran cirujano, leyendo
en Francia una ponencia delante de hombres eruditos, observando desde un
costado mientras personas desconocidas hablaban de la belleza de su madre y de
la amabilidad de su padre.”
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Peter, el marginal, el raro, el femenino y solitario chiquillo, de quien en la novela no se narra nada de su desarrollo psicosexual, sólo se hizo de un amigo de su edad cuando su madre se casó con el acaudalado George Burbank y él se fue a vivir a la aséptica habitación de la casa de huéspedes de Herndon para continuar sus estudios, en cuya escuela “había una biblioteca de verdad, cursos de química y física”. Ese amigo, “hijo del profesor de secundaria, un chico larguirucho y desgarbado de lentes”, tampoco “había tenido un amigo hasta ese momento”. Ambos juegan ajedrez (el juego ciencia), y por charlar y bromear del futuro de ambos: “uno sería un cirujano famoso, el otro un famoso profesor de inglés”, se llaman entre ellos: “el doctor y el profesor, pero nunca delante de otras personas”. Y en su vagancia y exploración del “Herndon nocturno” se hicieron amiguetes del telegrafista de la noche, un hombre que los deja pasar a su oficina para conversar, les invita de su café y les habla del estudio del idioma español que hace por correspondencia y de su anhelo de irse a la Argentina. “Y ellos no veían ninguna razón por la que sus sueños no podrían hacerse realidad y así se lo manifestaban.”
VII de IX
En la novela El poder del perro se leen anécdotas y
detalles sobre el superlativo cociente intelectual del macho alfa Phil Burbank;
por ejemplo, egresó de la Universidad de California con máximos reconocimientos,
equiparables a un apantallante diploma cum
lauden, mientras el gordo George no pasó ni de panzazo. Así como anécdotas
y pormenores de su habilidad manual para trabajar el cuero, el hierro y la
madera. Pero al unísono, a través del desarrollo de la trama, se desvela que el
agresivo y petulante Phil Burbank es un pobre diablo incapaz de ver más allá de
su ofuscada nariz; un tremendo estúpido (“Cuya estupidez lo protegía como una
armadura”); un maricón oculto en el fondo del armario vaquero y homófobo; un
paria avergonzado ante sí mismo; un homosexual reprimido repleto de taras,
complejos e inhibiciones; incapaz de asumir su identidad sexual ante los
prejuicios, condenas y atavismos del orbe machista, homofóbico y vulgar que lo
rodea, y de los que él es anacrónica, anquilosada, rapaz y angular parte. De
ahí que la voz narrativa puntualice: “Phil sabía y Dios sabía que él sabía lo
que era ser un paria [¡un marica!], y aborrecía el mundo, por si el mundo lo
aborrecía a él.”
Ese repeler y aborrecer el mundo a ultranza (maquillado de hediondo macho alfa e insolente sabihondo greñudo y mal vestido) se transluce en el revelador hecho de que, para suscitar aversión a su persona, inextricable a sus eternas manos sucias y al pelo largo y desgreñado, y a la ropa sencilla y barata que suele usar (marca Levis), casi nunca se baña; o sea: ¡vaya agresiva y nauseabunda peste por el trabajo físico que realiza día a día! Al respecto, se lee sobre ese arraigado, apestoso e insalubre hábito, tomando en cuenta que, desde chicos, los hermanos Burbank duermen en una misma habitación, cada uno en su correspondiente cama decimonónica:
“George se bañaba una vez a la semana, entraba al baño
totalmente vestido y cerraba la puerta; se bañaba en silencio, con pocos chapoteos
y sin emitir sonido, y salía totalmente vestido, pero seguido de un vapor
delator. Phil jamás usaba la bañera, porque no le gustaba que se supiera que se
bañaba. En cambio, lo hacía una vez al mes en una zona profunda del arroyo
conocida sólo por George y él, y, en una ocasión, por otra persona [Bronco
Henry y luego por Peter Gordon, quien miró desde cierta distancia su cuerpo
desnudo, blanco y lampiño]. Examinaba
todo lo que lo rodeaba antes de entrar, por si había miradas indiscretas, y se
secaba al sol, puesto que llevar una toalla hubiera difundido su propósito. A
veces, en otoño y primavera, tenía que romper una costra de hielo. En los meses
de invierno no se bañaba. Los hermanos nunca se habían mostrado desnudos el uno
frente al otro; de noche, antes de desvestirse, apagaban las luces eléctricas,
las primeras de todo el valle.”
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Esa misteriosa y extraña inhibición: no verse desnudos entre sí desde siempre, como si fuera algo anormal, pecaminoso, prohibido o vergonzante, quizá implica un inconsciente pacto nunca verbalizado, establecido como un rito consecutivo con el que eluden espejearse en el marica que hay en el interior de cada uno; o quizá sólo en el de Phil, mientras Georges se avergüenza de su gordura y fealdad. Pero también descuella otra inhibición que se opone al básico afecto filial y fraterno: “nunca se habían manifestado ningún sentimiento entre ellos y nunca ocurriría. Su relación no se basaba en palabras.” No obstante, algo que distingue y marca ese inusual vínculo de hermanos es la forma machacona y soez con que Phil, con hirientes palabras y frases, maltrata, insulta, subestima y ridiculiza a George, quien aguanta y tolera los golpes bajos.
VIII de IX
El hecho de que la viuda
Rose Gordon y George Burbank se hayan casado en Herndon sin informar a los
padres de él (“Peter fue el único invitado en la boda”), implica que, pese al
pernicioso y nefasto influjo que Phil ejerce sobre su hermano menor, tanto como
su cotidiana subestimación y agresividad, George tiene un criterio propio,
desde donde se protege y toma algunas decisiones angulares para él;
inextricables al hecho de que, opuesto a la maledicencia y maldad de su hermano
mayor, es un buenazo, cuya conducta, parca y bien portada, hace que los
vaqueros se recriminen a sí mismos y guarden silencio ante su presencia. Ese
matrimonio se acordó muy rápido y en secreto. En este sentido, se puede inferir
que lo que George busca en Rose, que es una mujer bella y atractiva de 37 años,
es un vínculo amoroso, el quid que alegra la triste y solitaria vida. Y Rose
también, puesto que le dice: “estaba pensando en lo afortunada que soy al haber
conocido dos hombres amables”. Pero claro, no puede omitirse el hecho de que
George, feo y regordete, es un hombre adinerado, lo cual implica que brindará
seguridad financiera a ella y a su hijo; meollo que el mismo Georges menciona y
empieza a cumplir de inmediato, no sólo pagando la vestimenta de Peter y su
escuela y hospedaje en Herndon, pese que en un momento, al parecer de celosa ofuscación,
aunada al evidente hecho de que George no mueve un dedo ante el mortal acoso de
Phil sobre su madre deprimida y alcoholizada, el hijastro lo descalifica en sus
adentros: “Peter estaba en la habitación rosa de Rose, un lugar en el que jamás
se sentiría cómodo, puesto que allí un desconocido tenía el derecho de actuar
de marido y, fuera parte o no del plan de Peter, las cosas de ese hombre estaban
en el armario lado a lado con las de su madre, las afiladas hojas de afeitar
junto a los perfumes y las cremas; las cosas de George, las cosas de un hombre
que aún no había probado su valor [sic],
que no había hecho más que presentarle a su madre al gobernador en una cena de
la que ella no hablaba [sic].”
Fotograma de El poder del perro (2021) |
No obstante, Peter se había dicho con antelación: “George es un buen hombre” (y lo es) y racionalmente no se opuso a ese matrimonio que ipso facto sacó a Rose del duro y rutinario trabajo en el Molino Rojo, y de las afrentas que a veces tenía que tolerar de algunos clientes que se pasaban de la raya; y, al unísono, a él lo sacó del bullyng escolar en Beech y lo canalizó a sus patrocinados estudios en Herndon, e implícitamente a su futura y costosa formación de médico cirujano. Y al final, ya muerto el perro, observa que empieza una etapa de bienestar y bonanza para su madre, precisamente cuando ya en la noche, desde la ventana de su dormitorio en la casona de la hacienda, los oye y ve regresar del sepelio:
“[...]
Luego subió al piso superior, se lavó las manos con cuidado, se mojó el pelo y
se peinó. Los perros no tardaron en lanzar sus previsibles ladridos, él se
peinó meticulosamente, se levantó, abrió la ventana y miró hacia afuera. Al
principio estaban ocultos por la sombra de la colina; oyó la suave voz de su
madre. Luego aparecieron bajo la luz de la luna. ¡Qué adorable se veía ella
bajo esa luna, qué elegante estaba George cuando se detuvo, la sujetó y la
besó! ¿Para qué si no eso, esa escena que se desplegaba a la luz de la luna y
que señalaba el verdadero comienzo de la vida de su madre, para qué si no eso
su padre se había quitado del medio, se había sacrificado para yacer enterrado
en aquella colina, en Beech, debajo de un puñado de flores de papel, fiel a su propio
libro de sueños?”
IX de IX
A Phil le sorprende y le
resulta revulsiva la sigilosa conducta de George al cortejar a Rose, dado que
quebranta los anquilosados hábitos domésticos de los hermanos Burbank. Y para
meterlo en un dilema con sus padres, y quizá en una mojigata reprimenda o en
una bronca, pese a que George es un solterón de 38 años, les escribe una carta
chismorreándoles que galantea a la viuda de un alcohólico suicida, que además
tiene un hijo adolescente y marica. Phil es tan egoísta, egocéntrico, misógino
y posesivo que le irrita, le repugna y le causa pesadillas e insomnio imaginar
que su hermano toque a una mujer y tenga sexo con ella, más aún con esa
“mujerzuela” que dizque tiene “El nombre de una cocinera doméstica.” Y cuando
George le revela a quemarropa que ya se ha casado con Rose sin decirle nada a
él ni a sus padres, Phil descarga su frustración e ira golpeando un caballo
(“ignorante cabrón”), como si al golpearlo y maldecirlo golpeara al gordito y
tontorrón de su hermano menor (“Sucio condenado estúpido”). No sorprende,
entonces, que “A principios de diciembre” Phil espere el arribo de Rose en
medio de una gélida atmósfera: sin encender la caldera ni la chimenea, pese a
que el termómetro marcó “¡Cuarenta y nueve bajo cero¡”, y que se prepare a dar
el grosero y repelente espectáculo con el que planea propiciar la ruptura, pues
según cataloga: Rose “no tenía lugar entre los Burbank” (a lo que se añade el
supuesto de que “en una hacienda no había sitio para un hombre casado”):
“Él
sabía cómo se veía, sabía que eso la irritaría. Su aspecto siempre irritaba a
la Vieja Dama, la camisa arrugada, despeinado, mal afeitado, las manos sucias.
Le convendría aceptar que él no hacía las cosas como otras personas, porque no
era como otras personas, dejaba la servilleta deliberadamente intacta, tomaba
la comida en vez de pedirla, y si tenía que sorberse la nariz, lo haría. Si los
parientes elegantes del norte podían soportarlo, Dios sabía que esta mujer
también, y si no estaba habituada a que un hombre se levantara de la mesa sin
antes hacer una reverencia y echar la silla hacía atrás y decir ‘perdón’, mejor
que fuera acostumbrándose. Oh, sí (sonrió), a ella le esperaban algunas
sorpresas.”
Y la
primera sorpresa que le sorraja es la hiriente declaración de guerra: “No soy
tu hermano”; la cual le gruñe en el salón de la casona minutos después de su
arribo a la hacienda, mientras George ha ido al sótano a encender la caldera, luego
de que ella le dijera, insegura, buscando la concordia y el recíproco confort
hogareño: “Bien, hermano Phil”, “Es agradable estar aquí”.
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Esa es la tónica que marca el menosprecio y el cobarde acoso de Phil hacia Rose: a espaldas de George; no obstante, también ante él verbaliza su oposición y repudio. A esto se añade el que Rose, vulnerable, débil de carácter, timorata y demolida, es incapaz de hablar con su marido de ese problema que la afecta en demasía, de tal manera que la deprime y la angustia, le causa nerviosismo y jaquecas. Pues en el trasfondo de su restringida y raquítica psique femenina, “No podía ser nada a menos que alguien creyera en ella, nada de nada. No podía ser otra cosa que lo que alguien creyera que era.” Patético y lastimoso síndrome que Rose, sola y solitaria, trata de atemperar con el alcohol, que no bebía hasta que llegó a la hacienda de los Burbank y se tornó una nulidad ante el peso demoledor y claustrofóbico del acoso de Phil. Así que cuando Rose, recomponiéndose y aspirando a limar asperezas y conciliar las antípodas, le pregunta “con una amplia sonrisa, amable y serena”: “¿por qué te caigo tal mal?”, Phil le asesta, con gélida indiferencia —ídem una procaz meada con cuyo hediondo hedor marca su territorio de perro rabioso—, uno de sus insultos y lacerantes cuchillos sin hoja a los que les falta el mango: “Me caes mal porque eres una vulgar interesada y porque te bebes al alcohol de George.” Y “Volvió a mirar la portada de su revista.”
Fotograma de El poder del perro (2021) |
Cuando la viuda Rose Gordon, con el apoyo de su hijo, sacaba adelante el Molino Rojo, y ya era o empezaba a ser “una especie de restaurante de carretera” con una clientela frecuente (“Algunos tipos de Herndon, gente fina, que se había enriquecido con la guerra”), pudo comprarle a una taberna que cerraba, “por sólo diez dólares”, “un piano que valía dos mil”. Y entre quienes la oían tocar ya corría el rumor de que era “lo que hacía en una época, se ganaba la vida tocando el piano”. Pero también había, para los que se les antojaba mover las caderas y zangolotear el esqueleto, “una pianola con todas las viejas melodías, ‘Just Like a Gypsy’ y ‘Joan of Arc’ y el resto de las canciones de guerra, pero quién quería pensar en eso. ‘Tea for Two’ y ‘By the Light of the Stars’.”
Así
que George, ya con Rose de flamante cónyuge y encandilado con el hecho de que
sabe tocar el piano, y su madre no, pero lo oía en la Victrola, supone que le
encantará escucharla. “Dijo que yo era afortunado por haber encontrado una
esposa dotada”, le dice. Así que para oírla él en casa, además con el
gobernador y su esposa de invitados, adquiere un enorme piano de relumbrón: un
Mason & Hamlin, que “llegó a Beech desde Salt Lake City y permaneció en uno
de esos vagones para envíos cubierto con una lona gris por si había nieve hasta
que el encargado de la estación pudo seguir las instrucciones y conseguir un
camión a Herndon que lo trasladara hasta la hacienda. Dijo que estimaba que
pesaba una tonelada.” Mastodóntico artefacto cuyo transporte causa una serie de
antológicas peripecias, entre ellas “un sueco joven y corpulento, torpe y
dispuesto”, se lesiona la espalda y luego Rose se siente culpable.
Fotograma de El poder del perro (2001) |
Puesto que Rose no es ni concertista ni virtuosa y sólo posee un repertorio limitado, empieza a ensayar en el piano para su presentación ante el gobernador y su mujer, el culmen de la cena en la que además de ese par de notables invitados, sólo estarán presentes ella, George y Phil. Vale puntualizar que la invitación a ese personaje del poder no obedece a un gran vínculo con George, sino a un mal cálculo de éste y al elemental interés del político, pues los hermanos Burbank, y su padre, aportan importantes apoyos monetarios para las campañas.
A Rose
le causa mucha tensión y nerviosismo la inmediatez doméstica de Phil: su
presencia, sus pasos, sus resoplidos y ruidos en su dormitorio, la frialdad e
indiferencia en el comedor (no le dirige la palabra) y en la sala donde suele
leer bajo la luz de una lámpara. De hecho, infructuosamente medita en lo
anómalo y nocivo que resulta compartir, en una misma casa, el espacio y la
intimidad matrimonial con el hermano de su esposo. Esa situación opresiva y
claustrofóbica se agudiza cuando durante los ensayos en el piano, Phil, con el
banjo y desde su dormitorio, parodia lo que toca; y más aún: resuelve con mayor
eficacia lo que ella interpreta o no puede interpretar. Tal es así que empieza
a ensayar cuando Phil no está en la casa e interrumpe los ensayos al advertir
su llegada.
Fotograma de El poder del perro (2021) |
La noche del banquete con el gobernador y su esposa, Phil no se presenta; tanto por su repudio a Rose como por el hecho de que se hace el ofendido porque, con mucho esfuerzo para decírselo, Georges le pidió que se aseara para la cena. Pero, aunque Phil no está, y nunca se apersona, es como si estuviera allí, mugroso y pestilente, dispuesto a atacar, a recriminar y a ridiculizar con el banjo, pues ya colocada frente al piano, la inseguridad, el nerviosismo, la fobia y la angustia de Rose la dejan en blanco y no puede tocar una sola nota. Ni una. Nada en la nada. Un vil y pernicioso vacío.
Thomas Savage, El poder del perro. Posfacio de Annie Proulx. Traducción del inglés al español y notas de Eduardo Hojman. Alianza Editorial. México, noviembre de 2021. 360 pp.
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