viernes, 26 de julio de 2013

La niñez... de Frida Kahlo




Viva en sus retratos

Idealmente y por antonomasia la lectura es una forma de felicidad (Borges dixit), un divertimento estético, un juego de la inteligencia y de la imaginación no muy distinto de los consabidos juegos de nunca acabar que a veces transmiten las abuelas o los abuelos o el callejero corro de alharaquientos escuincles, muy adecuados para torcerle el cogote al diocesillo Cronos; quizá el más conocido entre los mexicanos sea el que canturrea: 

         Este era un gato
         con su colita de trapo
          y sus ojos al revés.
         ¿Quieres que te lo cuente otra vez?
          
         Este era un gato...
       
        Felizmente, como se sabe, la cantaleta se repite hasta la locura o el hartazgo, variante antologada por Gabriel Zaíd en su Ómnibus de poesía mexicana (Siglo XXI, 1971), donde reunió textos populares y cultos, pergeñados entre el siglo XIV y el siglo XX.
 
(Siglo XXI, 8va. ed., México, 1980)
        Los lectores adultos saben muy bien que hay montañas de libros de literatura infantil que explícitamente implican (en los procesos de enseñanza-aprendizaje) la
praxis de la lectura como un juego cognitivo, del lenguaje, de la memoria y de la imaginación. 
(Montena/CONACULTA, México, 1991)
       
(FCE, México, 2004)
     
(FCE, México, 2003)
        Puede ser el caso de El libro de los trabalenguas  (Montena/CONACULTA, 1991), con antología y prefacio de Carmen Bravo-Villasante; o Adivina divino adivinador (FCE, 2004), donde además de las ilustraciones en color, imbricadas al lúdico diseño a la trampantojo y bajo la coordinación de Miriam Martínez y Juana Inés Dehesa, enfatiza su ascendencia colectiva y oral con una nota preliminar que declara a los cuatro pestíferos vientos terrenales y más allá de las ondas hertzianas: “Este libro se realizó en respuesta al entusiasmo que los niños mostraron durante dos años al jugar en el programa Monitor aportando sus adivinanzas”; o Animalario universal del profesor Revillod (FCE, 2003), “Miscelánea de curiosidades para disfrutar aprendiendo”, con textos e instrucciones de Miguel Murugarren y laboriosas láminas en blanco y negro de Javier Sáez, cuya mayor parte de hojas, cada una divida en tres segmentos móviles, implican que el pequeño lector elabore, lea y observe una serie de intercambiables nombres de fabulosos animales, intercambiables frases que los describen e intercambiables estampas que los ilustran.


       

         Pero también hay libros más complejos y elaborados que convocan a niños o adolescentes que ya son lectores cabales e insaciables. Por ejemplo, Jugar con Borges (Dipon/Gato Azul, 2003), de Jaime Poniachik, donde además de una lúdica, supuesta y pedagógica entrevista con el poeta ciego de Buenos Aires, de los anecdóticos visos sobre su vida y obra, implica que el muchachito o la muchachita (e incluso el adulto), al informarse y leer una serie de fragmentos del célebre escritor, juegue a la colaboración con él, a las metáforas, a las rimas, a las adivinanzas, a la consulta del diccionario y demás libros, entre otras paradojas y perplejidades de los resabios de los tiempos cuadernícolas infestados por la irrupción de la web y de los artilugios digitales.

(Dipon/Gato Azul, Colombia, 2003)
        Pero si Jugar con Borges sólo incluye como ilustraciones un puñado de viñetas y caricaturas en blanco y negro de Dany Duel donde Borges es el modelo principal (el gato que se ve en varias quizá sea Beppo, pero ya encarrerado el gato podría ser el rabínico gato de Gershom Scholem), hay libros —página por página— profusa y magnéticamente diseñados e ilustrados en color, donde el sentido anecdótico, pedagógico y visual es inextricable. Es el caso de El nombre del juego es Cervantes (FC, 2005), con textos de Miguel Ángel Mendo e ilustraciones de Maricarmen Miranda; y el caso de El nombre del juego es Posada (FCE, 2005), con textos de Hugo Hiriart y Selva Hernández, e ilustraciones de José Guadalupe Posada y Joel Rendón.

(FCE, México, 2005)
       
(FCE, México, 2005)
     
(IVEC/CONACULTA, México, 2000)
        En una categoría parecida se puede ubicar ¿Y quién es ese señor? Antología ilustrada de un grillito fabulista y cantador (IVEC/CONACULTA, 2000), donde amén de los prefacios de Susana Ríos Szalay, Esther Hernández Palacios y Emilio Carballido, del “Palabrario”, del “Índice de canciones” y de la nota biográfica sobre el compositor orizabeño Francisco Gabilondo Soler (1907-1990) firmada por Tiburcio Gabilondo Gallegos, bajo la guía y batuta de Elisa Ramírez permite al joven o al viejo lector acceder a las letras de una serie de canciones de Cri-Cri, cuyas viñetas y láminas en color fueron creadas ex profeso por un conjunto de pintores y diseñadores gráficos.

Carmen Leñero en la contraportada de su disco compacto La tierra mía (2002),
donde en solitario toca la guitarra y canta canciones de origen popular
 
(Callis Editora, São Paulo, 2003)
         
Autorretrato con mono (1940)
Óleo sobre masonite (55 x 43.5 cm) de Frida Kahalo
       
Autorretrato con pelo cortado (1940)
Óleo sobre tela (40 x 28 cm) de Frida Kahlo
   
Las dos Fridas (1939)
Óleo sobre tela (173.5 x 173) de Frida Kahlo
Frida y Diego (1931)
Óleo sobre tela (110 x 79 cm) de Frida Kahlo
   
El camión (1929)
Óleo sobre tela (26 x 55.5 cm) de Frida Kahlo
        Además de guitarrista y cantante con discos compactos circulando, Carmen Leñero (México, 1959) es autora de varios libros de literatura infantil. Uno de ellos es La niñez... de Frida Kahlo, impreso en 2003, en São Paulo, por Callis Editora, cuyo atractivo diseño gráfico se debe a Camila Mesquita, quien para ello utilizó cinco reproducciones fotográficas en color de cinco pinturas de Frida Kahlo: Autorretrato con mono (1940), Autorretrato con pelo cortado (1940), Las dos Fridas (1939), Frida y Diego (1931), y El camión (1929) —el cual, junto con otras once obras de ella y doce de Diego Rivera (y fotografías de ambos), en estos evanescentes e irrecuperables minutos del globo terráqueo se pueden observar en Xalapa (ombligo del mundo), precisamente en la Pinacoteca Diego Rivera (del 8 de noviembre de 2006 al próximo 4 de febrero de 2007), dentro de la minúscula muestra “Viva la vida”, palabras que se leen en una sonriente rebanada de sandía que es el epicentro de una frutal naturaleza muerta que ella logró pintar en 1954 (“días antes de morir”) y que ineludiblemente evoca un feliz y cantarín haikú de José Juan Tablada compilado en dos ilustradas antologías infantiles: El arca de Noé (UNAM/CONACULTA, 1998) y José Juan Tablada para niños (CONACULTA, 2001), ésta con textos en español y huichol: 


             Del verano, roja y fría
             carcajada
             rebanada
             de sandía.

Naturaleza muerta "Viva la vida" (1954)
Óleo y tierra sobre masonite (52 x 72 cm) de Frida Kahlo
     
(UNAM/CONACULTA, México, 1998)
 
(CONACULTA, México, 2001)
     
José Juan Tablada de niño
(a los 2 años y 9 meses)
        La delgadez y las medidas (21 x 21 cm) de La niñez... de Frida Kahlo evocan un título infantil de proporciones semejantes: Zili el unicornio, de Luis Arturo Ramos, impreso en Xalapa por la Universidad Veracruzana y el extinto FONAPAS (Fondo Nacional para Actividades Sociales) —pero sin fecha, sin ISBN, sin colofón y con flamantes y distinguidas erratas—, minuciosamente ilustrado a dos tintas por Leticia Tarragó. 

(UV/FONAPAS, Xalapa, s/f)
      Pero si el ameno cuento de Luis Arturo Ramos pone énfasis en la fabulosa existencia de ese epifánico ser de un solo cuerno cuya noble estirpe habita ciertas mitologías y la literatura fantástica de todos los lugares y tiempos, el cuento de Carmen Leñero, en su simplicidad y sencillez, recrea y reinventa algunos datos de la vida y obra de la pintora, como es el caso de un pasaje del Diario de Frida Kahlo. Autorretrato íntimo (La vaca independiente, 1995) que data de 1950 y que la propia artista tituló con letra manuscrita “Origen de Las dos Fridas”, “Recuerdo”, líneas reescritas por Carmen Leñero como una especie de palimpsesto en las que descuellan dos rasgos que claramente translucen un influjo y un tributo al reverendo Charles Dogson (1832-1898), legendario fotógrafo de niñas, con cuyo pseudónimo de Lewis Carroll publicó en inglés dos obras inmortales: Alicia en el país de las maravillas (1865) y Al otro lado del espejo (1871) —la rudimentaria edición conjunta en “Sepan cuantos...” (sucesivamente reeditada), además de los grabados de John Tenniel, incluye un espléndido prólogo de Sergio Pitol que ni chicos ni grandes deben perderse—.

(Porrúa, 1ra. ed., México, 1972)
     
El reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll) en 1857
        Es decir, la niña Frida, a los seis años, espejeándose en la ventana de su habitación en la Casa Azul de Coyoacán, sopla vaho sobre el vidrio, dibuja con su pequeño dedo una puertita y con la imaginación la atraviesa y accede a un cúmulo de maravillosas aventuras; un orbe imaginario, fantástico, onírico y premonitorio al que va (y viene) cuando quiere.

Frida con su osito y un martillo
Foto de Guillermo Kahlo
       Andando en ese otro lado del cristal y luego de recorrer cierta distancia en una silla de ruedas que de pronto descubre por allí, llega hasta una fachada donde cuelga un letrero que dice “Las dos Fridas”. Y como toca y nadie le abre y mira en la puerta “un agujerito redondo como claraboya de barco. Usando de nuevo su imaginación se volvió diminuta y delgadísima para colarse por ese agujerito. Y entonces, sin esperárselo, cayó y cayó hasta el interior de la tierra. Mientras caía se sintió una pequeña gota de color radiante que buscaba ir a dar al centro de un dibujo.”

Después de aterrizar y andar en tal sitio, la niña Frida encuentra a una escuincla “exactamente de su edad”, cuyo rostro el pequeño lector o la pequeña lectora seguramente visualizará idéntico al rostro de la niña Frida, es decir, a todas luces se trata de “la otra Frida”.
El caso es que la niña Frida se aficiona a las visitas que le hace a su “hermana gemela”. Y luego de bailar, de jugar, de cuchichear y “de gozar las piruetas que hacía su amiga como si ella misma las estuviera haciendo, la pequeña Frida volaba de vuelta a su cuarto, cruzaba el llano ya sin esfuerzo y llegaba hasta la puertita que había dibujado en la ventana. Después de atravesarla deslizaba su mano sobre el cristal y la puertita desaparecía. Se iba entonces al último rincón del patio y se sentaba bajo un árbol a reír y gritar de gusto, feliz con su secreto.”
Frida a los cuatro años
Foto de Guillermo Kahlo
      La verdad es que además de cierto anticapitalismo y la pizca de elemental comunismo ortodoxo en algunos cuadros, hay demasiado dolor, mucho martirio, y truculentos, tétricos, macabros y terribles dramas en la vida y en las pinturas de Frida Kahlo. No obstante, también hay cierta verdad en el noble y poético final con que Carmen Leñero cierra su cuento:

“Hoy la vemos viva en sus retratos, que viajan por todo el mundo igual que pájaros fantásticos. Su rostro pensativo está en la memoria de muchas personas. Y todos guardan en su alma esta historia fabulosa pero verídica, como un secreto feliz.”

Frida Kahlo y Diego Rivera


Carmen Leñero, La niñez... de Frida Kahlo. Viñetas y diseño gráfico en color de Camila Mesquita. Callis Editora. São Paulo, 2003. 24 pp.









sábado, 6 de julio de 2013

El caballero y la muerte




Asesinato por olisquear el blablablá               

Editada en italiano en 1987 y traducida al español por Ricardo Pochtar, en la novela El caballero y la muerte el siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989) sintetizó e hizo confluir varias de sus obsesiones que distinguieron y distinguen su imaginación crítica. Corre 1989 (año en que en numerosos ámbitos de la aldea occidental de mil y un mediáticos y alharaquientos modos se conmemoró el centenario de la Revolución Francesa) y en el arquetipo de una ciudad italiana, en el departamento de policía, el Jefe y el Vice, poco antes de las siete de la mañana, se disponen a indagar un asesinato cometido en la madrugada. Se trata, como se ve, de una novela policíaca; pero con una buena dosis lúdica, paródica y cáustica. Y aunque el Jefe y el Vice actúan juntos y han cultivado una relación amistosa, no reproducen el clisé del dúo dinámico de ascendencia clásica (acuñado por primera vez por Edgard Allan Poe entre 1841 y 1844): el inteligente raciocinador y su lerdo ayudante; sino que el Vice, el segundo de a bordo, es quien encarna a la hábil mente deductiva (e inductiva) capaz de armar y desarmar los indicios, los resortes, los engranajes, los entretelones y los intríngulis de un enigmático crimen, el que por iniciativa propia empieza la investigación y el que desempeña un papel protagónico. 
 
Leonardo Sciascia (1921-1989)
          El Vice —un hombre maduro, sin familia, solitario, escéptico y casi ascético— no es cualquier policía; es un intelectual, un maniático lector, cuyas citas y parafraseos (de libros, autores, películas, pinturas, obras de teatro) condimentan su plática de café y sus reflexiones. En este sentido, y dado su origen siciliano y su modo de comentar el recuerdo de la isla y sus noticias, es obvio que Leonardo Sciascia lo acuñó a imagen y semejanza de un alter ego. Así, el incurable lector, tal un asidero inconsciente en el que sublima y transpone su ascendencia insular, ha guardado y releído durante años y años un astroso ejemplar de La isla del tesoro, la inmortal novela juvenil de Robert Luis Stevenson, siempre como una forma de felicidad y de tabla de salvación, latitudes a las que retorna cuando siente muy cerca la pulsión de la muerte.

     
El caballero, la muerte y el diablo (1513)
Grabado de Albrecht Dürer (1471-1528)
       En su despacho, frente a su escritorio, el Vice tiene en la pared un póster con la reproducción de un grabado de Durero: El caballero, la muerte y el diablo (1513), que de ser una antigua estampa agitaría las especulaciones de marchantes (no sólo del mercado negro) de Nueva York, Zürich, Londres, París y quizá de cierta camorra napolitana. La lectura que hace de la imagen no es una intromisión en la iconografía del legendario artista renacentista nacido Nüremberg en 1471, sino un devaneo subjetivo, personalista, que tiene que ver con dos cosas: por un lado, con la descomposición social, económica, ética y política del mundo moderno (no sólo italiano), que bien pude resumirse con la siguiente fragmentaria divagación metafísica: “el diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo todo en manos de los hombres, más eficaces que él”; por el otro, con el hecho de que el Vice, viejo fumador, está desahuciado, roído por un cáncer, por un tremendo dolor que lo corroe y acosa y que apenas y logra conjurar con la morfina.

       Pero el asesinato que investiga el Vice no es, al parecer, un crimen cualquiera. La primera pista los lleva, a él y al Jefe, frente a Aurispa, el Presidente de las Industrias Reunidas, cuyas decisiones mantienen al país “en el filo de la riqueza”, sin que esto implique que la miseria haya desaparecido. Aurispa es el capo de una mafia infiltrada hasta en los tuétanos de la misma policía, ante el cual, el Jefe, se dirige con temor y cautela. El mismo Aurispa es quien desencadena las primeras ambigüedades y suspicacias al revelar que el abogado Sandoz, el asesinado, había recibido amenazas de una organización clandestina autodenominada “Los hijos del 89”. Ante esto, el Jefe sigue una línea de investigación servil empeñada en localizar a tales bastardos de alcantarilla, sobre todo para no herir la susceptibilidad de Aurispa y sus poderosos e influyentes nexos. El Vice, por su parte, duda que “Los hijos del 89” hayan sido creados para matar al abogado Sandoz, y supone que quizá el asesinato haya sido concebido para crear, a la luz pública, a “Los hijos del 89”. Así, opta por otro rumbo, que sin embargo lo conduce a un laberinto plagado de interrogantes, equívocos y callejones sin salida.
     
(Tusquets, 2da. reimpresión mexicana, 1991)
       El Vice es un caballero, es decir, además de culto, ha pretendido que su actividad policíaca sea digna. No obstante, pese a su mezcla de perspicacia, idealismo e ingenuidad, no ha evitado enredarse y coexistir con el miasma que ensucia y apesta los procedimientos de la policía, del ejercicio del poder y de la aplicación de las leyes. Sus indagaciones (con la señora De Matis, con la bella Zorni, con el doctor Rieti), que no esclarecen el crimen, ponen en tela de juicio, precisamente, los límites y las contradicciones de la institución policial, la red de la mafia infiltrada en los excusados y en las cocinas de toda laya, y distintos y profundos ámbitos de corrupción, de cruenta beligerancia por el poder, en los que también se hallaba inmerso el asesinado.

        Las preguntas iniciales quedan difuminadas en la hedionda y letal nube de smog. ¿Quién chinitas cara de pata mató a Sandoz y por qué? ¿”Los hijos del 89” nacieron para matarlo o fue eliminado para fabricarlos mediáticamente? Lo cierto es que antes del asesinato, el babeante público desconocía la existencia de los engendros recién nacidos. La publicidad que explotan y capitalizan los mass media: un dizque grupo terrorista abanderado con los ideales de la Revolución Francesa que desde la clandestinidad da fe de su existencia a través de comunicados y de explosivas llamadas telefónicas, quizá, como piensa el Vice, esté contribuyendo a crearlos, a incitar, dada la coyuntura, la aparición de más víctimas y de supuestos afiliados. 
Leonardo Sciascia
       En un momento, dado el hervor periodístico y la expectación pública, es detenido un joven que desde una cabina telefónica dictaba, a un periódico, un pasaje de La Revolución Francesa de Mathiez. Para el Jefe, el chaval es un eslabón de la cadena que conduce a las bacinicas de “Los hijos del 89”; pero para el ojo clínico del Vice habría que “acusarlo de calumnia contra sí mismo”, “de propagar noticias falsas con objeto de perturbar el orden público...”; y que de tomarle la palabra se incrementará “la cadena de estupidez y de dolor”, con más muertos y personajes como éste, que además de proclamar su anónima y subterránea pertenencia a la facción, son materia fértil para hacerles confesar y delatar lo que se quiera y cuanto se necesite.

     
     Cuando matan al doctor Rieti, paisano y amigo del Vice, un hombre muy informado, cuya más o menos incógnita y nebulosa labor comprendía el espionaje y quizá la venta de silencio o de información que les concierne a los negros y cruentos negocios de los influyentes (armas, droga, prostitución, etcétera), a la intelligentsia y a la seguridad del estado y su inextricable statu quo, el inocente e hipócrita lector, nadando de a muertito, puede suponer que el rosario de sangrientos crímenes apenas empieza: la guerra sucia de un poder mafioso y establecido contra otro que se rebela o surge y reclama su cuota de poder. Tal vez al doctor Rieti lo mató la mafia porque sabía demasiado y porque había hablado con el Vice (pese a que no le cantó ni un pío comprometedor); o quizá fueron los auténticos “Hijos del 89” empeñados en inventarse y maquillarse un rostro anarca y dizque revolucionario que no parece tal; con su muerte, al doctor Rieti le cortaron la lengua y la cabeza y borraron los rastros que llevaban a su doble o triple identidad. O tal vez fue alguien que, haciendo uso de la repentina y mediática fama del membrete, lo eliminó por otra oscura causa. 

      
     
     
        Así, cuando pocas horas después matan al Vice sin que se sepa quién cara cortada fue y por qué, también se pude suponer que lo borraron del mapa (del tesoro de bucaneros y corsarios) para que no siguiera por esa veta que podría conducir al homicida o al cerebro de cerebros, ya de la mafia y/o de los verdaderos o falsos “Hijos del 89”; o que alguien (¿un “Hijo del 89”?) aprovechó la confusa efervescencia y sólo disparó la pistola por puro deporte o por terrorismo cultural, por la estética del evanescente humo y del crimen sin faltas de ortografía, o para confundir las cosas...


Leonardo Sciascia, El caballero y la muerte. Traducción del italiano al español de Ricardo Pochtar. Colección Andanzas núm. 106, Tusquets Editores. 2ª reimpresión mexicana. México, 1991. 120 pp.