domingo, 9 de julio de 2023

Regreso a Ítaca

Parecido a una hoja de papel

 

I de VII

Con la coautoría del escritor cubano Leonardo Padura y del cineasta francés Laurent Cantet, en julio de 2016 se publicó en México el libro Regreso a Ítaca, número 881 de la Colección Andanzas de Tusquets Editores. Se trata de un misceláneo compendio cuyo punto gravitacional es el filme Retour à Itaque (2014); película de producción francesa dirigida por Laurent Cantet pero rodada en locaciones de La Habana con un argumento cubano y hablada con los acentos, el vocabulario y las inflexiones del popular español habanero, en base a un guion urdido entre el cineasta y Padura (a partir de un texto suyo), con la colaboración de Lucía López Coll, entrañable esposa del novelista, tributada en casi todas las dedicatorias y agradecimientos de sus libros. El 5 de septiembre de 2014, Retour à Itaque obtuvo en Venecia el Premio Venici Days otorgado por el jurado de la Semana de Autor, sección paralela de la 71 edición del Festival de Cine de Venecia; y luego, el siguiente 6 de octubre ganó el Premio Abrazo a la Mejor Película en la vigésima tercera edición del Festival de Cine Latinoamericano de Biarritz.

             Sobre el itinerario inicial del filme, apunta Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) en la página 156 del libro:

           


         “El estreno mundial de Regreso a Ítaca se produjo en el Festival de Cine de Venecia [el 31 de agosto de 2014, según Wikipedia] y en el de Toronto, en septiembre de 2013 [sic]. En la Sesión de Autores del Festival de Venecia, la película ganaría el premio de la competencia. Su tercera proyección ocurrió en el Festival de San Sebastián, en el cual no competía, pero al que la película acudió acompañada por sus cinco protagonistas [el directivo Eddy: Jorge Perugorría; el ingeniero Aldo: Pedro Julio Díaz Ferrán; la oftalmóloga Tania: Isabel Santos; el pintor Rafa: Fernando Hechavarría; y el escritor Amadeo: Néstor Jiménez]. Después llegó el XXIII Festival de Cine Latinoamericano de Biarritz, donde se alzó con el Premio Abrazos [sic]. Mientras, su estreno comercial fue programado para realizarse en París, en diciembre de ese mismo año, casi al mismo tiempo en que debía haber sido exhibida en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, al cual, en cuanto producción francesa de tema cubano, había sido invitada a participar fuera de competencia, en un pase único, que fue programado, anunciado... y luego cancelado.”

           

Colección Andanzas núm. 881, Tusquets Editores
México, julio de 2016

            Al margen de tales efemérides y de la frustrante y folklórica cancelación, viene a cuento ese pasaje porque el yerro en “2013” quizá haya sido un lapsus de Padura (dado el consabido refrán de que al mejor cazador se le va la libre), pero sin duda es un botón de muestra de la negligenica con que Tusquets Editores hizo, en México, la maquila del presente libro Regreso a Ítaca. Es decir, un corrector de marras pudo haber reparado ese yerro y más aún: hubiera eliminado todos los acentos que se leen en la palabra guion, cada vez que aparece en el libro. Esto, más que un descuido, resulta un anacronismo por default de los Editores, pues es difícil visualizar a un viejo lobo de mar como es Padura más aún ligado a la estrecha colaboración de la guionista de cine y televisión Lucía López Coll (La Habana, 1959), primera lectora de todo lo que escribe su compañero de vidatecleando la palabra guion con acento una y otra vez, pues no parece probable que el dúo dinámico (que vive en una isla pero no aislado en un caracol a la deriva en el ciclónico y agitado Mar Caribe) ignore que la palabra guion dejó de ser optativa: guion o guión, y por ende ahora mismo (y en 2016) se escribe sin tilde por ser un monosilábico ortográfico. Es decir, esto es así según la vigente normativa de la RAE, divulgada y popularizada a nivel global a través de la versión electrónica de la Vigesimotercera edición del Diccionario de la lengua española —de libre consulta en la web—, a partir de la Ortografía de la lengua española editada en 2010 por la RAE. No obstante, el reiterado uso de la palabra guion con acento, quizá podría interpretarse como una “encriptada” y lúdica protesta contra la “prepotencia” y la “dictadura” del anacrónico Reino, postura rebelde e “independentista” semejante a la del catalán converso Darío Martínez, neurocirujano de alto calibre remunerativo, cubano de nacimiento (y ex militante de la Juventud Comunista y del Partido Comunista de Cuba), exiliado y asentado exitosamente en Barcelona durante el Período Especial de los 90, quien incluso en el 2000 ya parlotea el español con un vocabulario y un deje catalán, según se lee en Como polvo en el viento (Tusquets, 2020), novela de Leonardo Padura.

            Es fácil inferir que para el cineasta francés Laurent Cantet (Melle, junio 15 de 1961) fue relevante el estreno en Francia del filme Retour à Itaque “en diciembre de 2014” (el día 3, según Wikipedia) —quien vive a las afueras de París en una casa de película donde cocina platillos de película (con vinos y quesos de película) que, con los ojos de plato y la baba escurriendo, harían las delicias de Mario Conde y el Flaco Carlos, inveterados e insaciables glotones—. Pero también lo fue (quizá aún más o muy singularmente) cuando por fin se estrenó en Cuba. Al respecto, apunta Leonardo Padura en la página 127 del libro:

           

Leonardo Padura y Laurent Cantet

            “El sábado 2 de mayo de 2015, como parte del 18º Festival de Cine Francés en Cuba se produjo en la sala Charles Chaplin de La Habana el estreno público en la isla de Regreso a Ítaca, la película dirigida por Lauren Cantet, para la cual, a cuatro manos con el director y con la colaboración de Lucía López Coll, yo había escrito un guión [sic] inspirado en unos pasajes de mi libro La novela de mi vida.” De hecho, así aparece acreditado en la “Ficha técnica” que se lee en la página 21 libro: “Guión [sic]: Leonardo Padura y Laurent Cantet, con la colaboración de Lucía López Coll, inspirado en episodios de La novela de mi vida, de Leonardo Padura.”

            Y aquí, entre paréntesis, hay que enmendarle el enunciado al anónimo enciclopedista de Wikipedia, pues, hoy por hoy —ante los cuatro pestíferos vientos del disperso, variopinto y recalentado orbe del idioma español— afirma categórico sobre la película: “El argumento es una adaptación libre de un fragmento de La novela de mi vida de Leonardo Padura.” Pero esto no es precisamente así, pese a que a priori pueda parecerlo.

 II de VII

Al inicio de una de las tres vertientes narrativas que conforman La novela de mi vida (Tusquets, 2002) se ve al profesor y eventual poeta Fernando Terry Álvarez —recién llegado de Madrid tras 18 años de destierro— reunido con cinco viejos amigos, que rondan la cincuentena, en la azotea de una astroso edificio habanero, desde donde se otea el Capitolio y el mar y llega su olor. Los cinco amigos del desterrado (sin excluirlo a él) son prototipos de resistencia y resiliencia en el devenir de los consabidos márgenes y restricciones de la decadente y esclerótica dictadura de la Revolución Cubana: el poeta Álvaro Almazán (el Varo), el poeta Arcadio Ferrer (el bello Arcadio), el narrador Miguel Ángel (el Negro), el profe universitario Tomás Hernández y el ricachón Conrado, director de una empresa española de importación-exportación; más dos fallecidos: el dramaturgo Enrique Arias en 1979 y el documentalista Víctor Duarte en 1981, presentes con un par de velas encendidas. A esa recepción sólo faltó Delfina, la única mujer del grupo, especialista en artes plásticas. Esos nueve amigos conformaron, en los años 70, el grupo los Socarrones, mientras eran compinches y alumnos de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana; y esa azotea era el reducto de sus tertulias literarias y existencialistas, incluso después de concluida la carrera. Por un infundio endilgado al profesor Fernando Terry por un policía de la Seguridad del Estado que oficialmente operaba en la universidad: supuestamente sabía que Enrique Arias planeaba huir de Cuba en una lancha y debió haberlo informado a las “instancias correspondientes”, fue suspendido de su empleo en la Escuela de Letras (llevaba dos años dando clases). Y tras un opresivo y cada vez más agudo declive, se vio empujado a declararse vil “escoria antisocial” y a emprender el exilio por el puerto del Mariel en mayo de 1980. (Lo cual es una alusión a la masiva y abigarrada migración hacia los Estados Unidos marea humana, la tildaría el documentalista chino Ai Weiwei— sucedida entre el 15 de abril y el 31 de octubre de 1980; mediático e histórico episodio llamado el éxodo del Mariel.) Luego de cuatro años de residencia en Estados Unidos, peyorativamente tildado de marielito o hispanic (un año trabajando de albañil en Miami, precedido por los tres primeros meses subsistiendo en una carpa montada en los jardines del Orange Bowl y luego: tres años de oscuro y subterráneo custodio de los fondos del Museo Guggenheim de Nueva York), se fue a España, donde desde entonces vive en el ático de un edificio en el centro madrileño. En Madrid, primero fue acomodador de libros en una biblioteca y luego profesor de español y literatura en un liceo, hasta el presente. Cuando se embarcó al exilio tenía 30 años de edad y en la actualidad tiene 48 y por ende es 1998 (o 1999). Y dado que en Cuba era un reconocido y laureado especialista en la vida y obra del poeta decimonónico, romántico, independentista y antiesclavista José María Heredia y Heredia (su tesis de licenciatura sobre la poesía de este se volvió libro de consulta para los alumnos y su tesis doctoral sobre el mismo tema se quedó trunca), tras recibir una carta donde Álvaro Almazán le informa de la probable localización de los papeles perdidos de Heredia —que Terry supone es “la presunta novela perdida” del Cantor del Niágara que por años buscó sin éxito—, obtiene, en el consulado cubano en Madrid, un permiso para regresar, un mes, a su país.

    Vale resumir, entonces, que tres son los objetivos de Fernando Terry que pretende despejar durante esas cuatro volátiles semanas en la isla: localizar el manuscrito perdido de Heredia, descubrir cuál de sus amigos fue el que presuntamente delató que él sabía que Enrique Arias quería fugarse de Cuba en una lancha, y sondear qué vínculo puede surgir con Delfina (de 47 años), de quien está enamorado desde 1969.

   

Fotograma de Regreso a Ítaca (2014)

          La vetusta azota donde los cinco Socarrones, con suculenta comida y bebida, celebran el
regreso sin gloria de Fernando Terry después de unos 25 años de no reunirse allí, es la azotea del deteriorado edificio donde vivía y aún vive el poeta Álvaro Almazán, de escasa obra e inclinado al trago, quien fue el convocante y quien la bautizó: “la penúltima cena de los Socarrones”, y quien colocó y encendió las dos velas que hacen presentes al par de muertos. Y además de los episodios en flashback donde se narran ilustrativas anécdotas de las reuniones en la azotea de la época estudiantil de los años 70 (la década negra), esa vertiente narrativa de La novela de mi vida, y la obra en sí, concluye con una última cena en la azotea: la reunión de despedida, la cual se sucede durante la noche, la madrugada y el amanecer del último día, en la que los Socarrones beben, fuman y oyen la voz de Enrique Arias a través de la lectura de la copia definitiva de la Tragicomedia cubana (novela teatral), cáustico e inédito libreto, legado por el dramaturgo a Fernando Terry. Pero si bien el profesor de liceo en Madrid está obligado a marcharse de la isla al concluir el mes, no quiere irse: “Sí..., pero ahora no sé cómo irme”, le dice a Delfina, dizque “su mujer”, quien casi lo obliga “a beber el primer sorbo de su café”.

III de VII

En el libro Regreso a Ítaca, Leonardo Padura cuenta que en septiembre de 2009 estaba en España por la aparición y promoción de su novela El hombre que amaba los perros (recién publicada por Tusquets en Barcelona, luego de cinco años de trabajar en ella y a punto de perder la estabilidad emocional y la cordura: escribía como un loco para no volverme loco), donde dos productores amigos de él (uno español y otro francés) le propusieron escribir las historias de una película “que incluso [ya] tenía título: Siete días en La Habana”, y que él aceptó, pero antepuso como única condición trabajar a cuatro manos con su esposa Lucía López Coll. 7 días en La Habana se estrenó en el Festival de Cannes el “23 de mayo de 2012” (y no obtuvo ninguna presea en la sección a concurso del Premio Una cierta mirada) y comprende siete cortos (que corresponden a los siete días de la semana) dirigidos por siete directores: El yuma, por Benicio del Toro; Jam session, por Pablo Trapero; La tentación de Cecilia, por Julio Medem; Diary of beginner, por Elia Suleiman; Ritual, por Gaspar Noé; Dulce amargo, por Juan Carlos Tabío; y La fuente, por Laurent Cantet.

         

Fotograma de La fuente, corto dirigido por Laurent Cantet
que cierra el filme 7 días en La Habana (2012).

            En La  fuente se narra que la abuela Martha se despierta anunciando a voz en cuello que tuvo un sueño en el que su virgen de Oshún de bulto sobre un pedestal en un rincón de la sala debe estar sobre una fuente, allí mismo en la sala de su humilde vivienda (ubicada en el piso de un populoso edificio) y convoca y moviliza a sus vecinos (niños y grandes, de todas las razas, edades y colores) para echar abajo una pared, construir la fuente, pintar el muro de amarillo (queda naranja), acarrear agua de mar con cubetas y vaciarla a la fuente, adornarla y tributarla con una ritual celebración para la que se aportan viandas (incluso un pastel), música de cuerdas y gorgoritos de un ave maría, más percusiones, danza y devotos cantos corales de ascendencia africana, ese mismo domingo por la noche, mientras ella luce un supuesto vestido amarillo dizque igualitico al vestido de la virgen, quesque solicitado por esta, mismo que ese día le confecciona una vecina costurera luego de tomarle las medidas. La sincrética fe comunitaria, la solidaridad laboral y el trasiego de los vecinos hormiga (incluso ilícito) hacen posible la supuesta petición de la virgen. Mientras al final, la abuela Martha, solitaria y quizá satisfecha, se hunde en otro sueño al pie de su virgen de Oshún.

           

Fotograma de La fuente, corto dirigido por Laurent Cantet
que cierra el filme 7 días en La Habana (2012).

         Según cuenta Leonardo Padura en el libro: “Entre los directores que se sumaron a aquel proyecto de película coral habanera en algún momento apareció el nombre de Laurent Cantet, un realizador que me había removido unos meses antes cuando pude ver su película Entre les murs (La clase, en español), muy merecidamente coronada con la Palma de Oro de Cannes en 2008. Y si yo había puesto como condición para trabajar en Siete días... que Lucía escribiera conmigo, Cantet había esgrimido una premisa que me sorprendió: ¡aceptaba venir a filmar a Cuba porque quería trabajar conmigo! La razón de Cantet era mucho más simple que todas las mías, pero definitivamente más halagadora: había leído la traducción francesa de mi novela La novela de mi vida (no me disculpen la obligada redundancia) y se había declarado miembro de mi hipotético club de fans.” El caso es que, dice Padura, la primera vez que se vio con Cantet fue “en La Habana, a principios de 2010”; y entonces supo que el cineasta había leído las novelas policiales de Mario Conde traducidas al francés; y que quería que el corto para Siete días fuera una adaptación de la vertiente de La novela de mi vida en la que el desterrado Fernando Terry se reúne con sus viejos amigos en la vetusta azotea de La Habana. Pero Padura le dio una vuelta de tuerca a esa propuesta, pues, dice: “le propuse a Cantet que, a partir de la situación del encuentro de unos amigos en una azotea habanera, creáramos una nueva historia en la que se quebrara el tópico del exilio. O sea, en lugar de escribir un argumento sobre alguien que se va de Cuba, lo hiciéramos sobre alguien que regresa a Cuba (el personaje que se llamaría Amadeo) y... decide quedarse, ante el asombro más que justificado de los que han permanecido en el país, viviendo incluso circunstancias difíciles, y, como tantos cubanos, han visto partir a mucha gente, incluidos padres, hermanos, amigos, hijos.”  

            El caso es que Padura, en su casa en el barrio de Mantilla, se puso a teclear la “especie de argumento guionizado” que pronto tituló Vuelta a Ítaca, en cuya expectativa cinematográfica Cantet buscaba que Padura fuera uno de los intérpretes, pero el novelista rechazó esa propuesta; que, se infiere, hubiera sido la caracterización del escritor Amadeo (el único escritor del grupo de cinco viejos amigos cincuentones), que es el desterrado en Madrid durante 16 años (se fue de Cuba en 1994), el cual regresa en 2010 a La Habana decido a quedarse (para volver a escribir y sentirse escritor), pese a las autoritarias y riesgosas dificultades que esa decisión implica. Más aún porque en el “Argumento-guión” [sic] de “Vuelta a Ítaca” que se lee casi al final libro, Eddy les dice al corro reunido en la azotea, sobre la novela que Amadeo supuestamente tiene aleteando en la oquedad del coco: “Por lo que me dijo hace dos años cuando nos vimos en Madrid tiene que ver con nosotros, o con gentes como nosotros... Pal carajo, qué disparate...” No obstante, el drama existencial de ese grupo de amigos es un tema recurrente y obsesivo en la obra de Leonardo Padura, pues una y otra vez ha transpuesto en sus narraciones el drama individual, social, económico, político, existencialista, ideológico e histórico de su generación; además de en La novela de mi vida, en El hombre que amaba los perros, en Como polvo al viento, en las novelas policíacas de la saga de Mario Conde, en los argumentos de los guiones “Vuelta a Ítaca” y “Regreso a Ítaca”, cuyo médula y quintaesencia autobiográfica bosqueja en el ensayo “La generación que soñó con el futuro”, fechado en “2013” y reunido en su libro Agua por todas partes (Tusquets, 2019), en cuya portada se observa, significativamente, el cerrado encuadre, de un retrato más amplio, del niño Leonardo de la Caridad Padura Fuentes haciendo la tarea con su uniforme pioneril del ciclo escolar “1960-61”.

           

Colección Andanzas núm. 938, Tusquets Editores
México, agosto de 2019

          Pero ni tardo ni perezoso, Padura (el más empecinado Sísifo de su generación de Sísifos) tuvo listo el argumento guionizado de Vuelta a Ítaca. Y una tarde habanera de “principios de junio de 2010”, fueron convocados los actores en “una azotea del barrio habanero de El Vedado”, donde se efectuó “un protoensayo, que a la vez funcionaría como casting para el rodaje del corto, y para el cual Cantet les pidió a los intérpretes que, cuando lo creyeran orgánico, se explayaran en determinados conflictos, incluso que si lo sentían necesario se olvidaran del argumento escrito y fuesen ellos mismos, con sus experiencias y sus pasiones. Como director, sólo intervino para pedirles en algún momento que alternaran sus personajes o se ubicaran en un lugar preciso del espacio escogido. Mientras, Laurent Cantet iba recogiendo todo el proceso con su pequeña cámara personal.”

      Luego de esto, el cineasta voló de La Habana al Canadá para iniciar el rodaje de su película Foxfire (2012). Y Padura, dice: “inspirado por lo ocurrido en la azotea habanera durante el ensayo-casting, reescribí el argumento original y se lo envié a Cantet, tal como habíamos quedado...”

     Vale reiterar, entre paréntesis, que ese argumento figura antologado casi al final del presente libro con el título “Vuelta a Ítaca”, “Guión [sic] para corto del filme Siete días en La Habana”, datado al calce en Abril de 2010 y firmado en solitario por Leonardo Padura Fuentes. Fecha relevante porque casi al inicio del libreto apunta el guionista: “Una simple mirada del entorno nos dice que estamos en La Habana de 2010.”

 


               Pero la respuesta del cineasta que recibió Padura en su casa de Mantilla, nuevamente lo sorprendió y fue el germen del llevado y traído guion que luego se convertiría en la película Retour à Itaque (2014), rodada en La Habana durante “diecisiete noches en una terraza habanera” apunta Cantet en su prefacio, datado en París, diciembre de 2015, pese a que el filme inicia en la tarde de un día y termina en el siguiente amanecer, con un par de escenas en el interior del departamento (minúsculo en el texto) donde subsiste Aldo (el Negro) con su madre Fela y su hijo Yoenis, jovenzuelo y nini (ni estudia ni trabaja), novio de una tal “Leidiana, que viste de negro, al estilo gótico: t-shirt con imagen de ‘Drácula’, [y] pantalón ceñido”. Según cuenta Padura: “Unos pocos días después recibí un e-mail del director francés, remitido desde Canadá. En el mensaje [enviado el sábado 19 de junio de 2010 y que él transcribe traducido al español por María Elena Cos Villar], se disculpaba conmigo, pero, luego de ver los materiales filmados, estaba convencido de que, con aquella historia, no podía hacer un corto para Siete días en La Habana... ¡porque justo aquella historia merecía un largometraje! Clamaba por más profundidad, más espacio para el desarrollo de los conflictos, más aire para los personajes. Y aunque no tenía productor asegurado para hacer ese largometraje, definitivamente no iba a gastar aquella bala en un blanco que no le parecía el más adecuado...”

IV de VII

Datado en Abril de 2010, el “Argumento-guión” [sic] de “Vuelta a Ítaca” se lee en el libro entre las páginas 159 y 178. Y está dispuesto en tres cuadros. Mientras que entre las páginas 19 y 124, en quince escenas numeradas, se lee el argumento del guion de “Regreso a Ítaca”. Y en una preliminar nota advierten los coautores y la colaboradora: “Para facilitar la lectura del guión [sic], hemos decidido suprimir las acotaciones propias de este tipo de formato. El texto que sigue a continuación tiene una forma más literaria, pero respeta el guión [sic] original en su contenido y forma.”

            Sobre el reparto de “Personajes” en “Vuelta a Ítaca” se lee como si se tratase del preámbulo de un libreto teatral:

      “Amadeo, Aldo, Tania, Rafael (Rafa) y Eduardo (Eddy). Tienen algo más de cincuenta años. No importa especialmente el color de su piel. Son cubanos, habaneros, y viejos amigos. Amadeo es escritor y hace dieciséis años que vive en España, donde se quedó durante una gira del grupo de teatro del cual era asesor dramático; Aldo, ingeniero mecánico, interrupto, vive de hacer baterías de autos en un taller clandestino; Tania; oftalmóloga; Rafa, pintor, sin ningún talento especial; Eddy, periodista de profesión, nunca ejerció y es directivo de una empresa artística.”

      Pero además, en otra nota preliminar, se apela a la improvisación actoral: “El texto se propone como una estructura dramática en la que los actores, en la medida en que se apropien de sus personajes y del conflicto creado, puedan enriquecerlo en la puesta en escena.”

    Mientras que en “Regreso a Ítaca” se lee sobre los “Personajes”:

 

Fotograma de Regreso a Ítaca (2014)

            
Amadeo, Aldo, Tania, Rafael (Rafa) y Eduardo (Eddy). Tienen algo más de cincuenta años. Son cubanos, habaneros, y viejos amigos. Amadeo es escritor y hace dieciséis años que vive en España, donde se quedó durante una gira del grupo de teatro del cual era asesor dramático; Aldo, negro, ingeniero mecánico, interrupto, vive de hacer baterías de autos en un taller clandestino; Tania, oftalmóloga [quien en la película —no en el guion—, experimenta una emotiva y catártica conmoción al oír los coros e iniciales acordes de California dreamin’, de The Mamas & The Papas, otrora de la música perniciosa, al igual que los Beatles, prohibida por la ortodoxia ideológica del ‘socialismo científico’, encarrerado como un bólido al comunismo, ‘la etapa superior y definitiva del desarrollo de la humanité’]; Rafa, pintor, sin ningún talento especial; Eddy, periodista de profesión, nunca ejerció y es directivo de una empresa turística del gobierno cubano.”

   


              Desde luego que en “Regreso a Ítaca” el drama de cada uno de los cinco protagonistas —y el conflicto entre ellos— está ampliado y comprende, además de variantes, más matices y tensiones. En el desarrollo de la obra, los personajes vociferan coloquiales palabrotas y lúdicas bromas con que evocan y se burlan del dogmatismo ideológico de manual socialista de su sovietizado proceso educativo, y hacen anecdóticas alusiones autobiográficas en torno a la coerción autoritaria y política con que fueron domesticados, reprimidos y manipulados en la época estudiantil del preuniversitario (repleta de prohibiciones individuales y obligaciones comunitarias). Pero también cada uno bosqueja el doloroso, visceral y traumático drama de su individualidad y de su presente fracaso (“Una generación de vencidos. Amenazados con la dispersión, la frustración, el miedo”, resume Aldo), inextricable a la consubstancial falta de libertades y de expectativas de un futuro abierto y mejor, a la indigna y humillante pobreza y mediocridad de sus ingresos profesionales con excepción de Eddy, pero por corrupto, y con el detalle de que Aldo, el creyente ideológico del supuesto Hombre Nuevo del supuesto “socialismo científico” (incluso de la supuesta validez de la guerra de Angola), labora en la clandestinidad con materiales robados por otros al Estado (no obstante: lo mismo peca el que mata la vaca, que el que le sostiene la pata); todo ello en el consuetudinario contexto del iluso y vaporoso devenir de la Cuba sovietizada de los años 70 y de las múltiples hambrunas y carencias durante el Período Especial de los años 90 (Xiomara, la entonces esposa de Aldo, en esa época “aprendió a hacer bistecs de cáscaras de toronjas” que “Sabían a mierda”), cuyo culmen es la sorpresiva e inesperada revelación de por qué Amadeo, en 1994, se quedó en España: era acosado y usado como espía y chivato por una tal Gladys, agente del Ministerio de Cultura que le causaba pavor y que lo chantajeaba, les confiesa, por los 500 dólares que le cobró “a un grupo de teatro latino en Nueva York” sin estar autorizado para hacerlo. Y se quedó en Madrid, les revela (aunque cabe la posibilidad de que sí haya soltado la sopa sobre algo puntilloso), para no espiar y delatar lo que hacía y decía el pintor Rafa (proclive a parlotear lo que no debería parlotear), excluido en el 94 de una exposición que se iba a montar en una galería parisina. Lealtad y protección al compinche (eso sí) de la que sólo estaba enterada Ángela, su mujer y amiga del grupo de la azotea, quien enfermó y murió de cáncer mientras él estaba sobreviviendo en Europa. (Algo doloroso que Tania, ignorante de las menudencias madrileñas y del trasfondo del destierro de Amadeo, le recrimina ríspida y colérica una y otra vez.) Intríngulis que está consonancia con la valoración moral y afectiva de la amistad (casi una filosófica entelequia) que Fela les formula al corro, casi jalándoles las orejas por mal portados en la clase de ética y civismo, luego de que viera a Eddy abandonar la azotea hecho un incendiario energúmeno:

   “—¿Qué le hicieron ustedes? —insiste Fela.

   “—Nada, Fela, no te preocupes..., una bobería —dice Tania.

   “—No, él no se hubiera ido por una bobería —dice Fela.

   “Los amigos se miran. La perspicacia e insistencia de la mujer los ha puesto en un aprieto. No encuentran nada que contestar, como niños cogidos en falta.

   “—Está bien, no me digan nada —acepta Fela—. Pero acuérdense de una cosa: si después de todo lo que les ha pasado en la vida, si con lo pesados e insoportables que siempre han sido, se han resistido unos a los otros como cuarenta años..., ¿vale la pena que se disgusten por una bobería, como dicen ustedes?

   “—Mira, vieja... —Aldo trata de explicarse, pero Fela, molesta, sigue como si no lo hubiera oído:

  “—Déjame terminar, que estoy hablando... Que Amadeo esté aquí es lo más importante. La amistad es lo más importante. Eso es un privilegio y..., bueno, ya acabé mi discurso. Me voy a vigilar mis frijoles...”

 

Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores
México, 8ª reimpresión, México, febrero de 2022

         Y aquí vale señalar, entre paréntesis, un lapsus pendeji que refulge en el texto, tal negro y brillante frijolillo saltarín en la sopa de letras cubanas; raro bicho infiltrado en el ecosistema del clan, pues según apunta el escritor en la página 668 de Como polvo en el viento (pese a que allí son notorias y relevantes las contradicciones e inconsistencias en vertebrales fechas y sus datos): “Tengo siempre un grupo de lectores que generosamente me ayudan a encontrar los errores, excesos y entusiasmos innecesarios de mis textos.” Cuando Amadeo, Aldo, Rafa y Tania ya llevan un inicial rato parloteando sandeces en la azotea, llega Eddy por primera vez. Es decir, en la página 42 se lee: “por la escalera que da acceso a la azotea, Eddy hace su entrada sonriente”.

   

Fotograma de Regreso a Ítaca (2014)

           Pero luego de haberse largado echando pestes por el áspero cuestionamiento del que fue objeto y por la fuerte discusión que tuvieron, Eddy regresa a la azotea donde los otros cuatro ya están cenando lo cocinado por Fela con la aportación monetaria de Amadeo (quien también puso el vino traído de España); pero no regresa por la escalera, como por lógica debería ser, sino que, se lee en la página 88: “Entonces se abre la puerta y aparece Eddy, otra vez con una bolsa en la mano.”

      Vale aclarar que en la película dirigida por Laurent Cantet esa cena se efectúa en el comedor del interior del departamento donde vive Aldo (con su madre y su hijo) y que Eddy regresa por el interior caminando por unas escaleras y un corto pasillo y entra al comedor cruzando un marco abierto en el que no hay puerta y donde los otros cuatro ya están sentados, cenando y hablando frente a la mesa. No obstante, en el texto del filme antologado en el libro, además de que tampoco hay una puerta que dé acceso a la azotea, la cena se lleva acabo allí mismo en la azotea y no en el interior del departamento. Es decir, en la descripción inicial del escenario, entre las páginas 23 y 24 se lee: “En el centro de la azotea hay una mesa baja con algunas cosas para comer, una botella de ron blanco, una hielera, una botella grande de refresco de cola y otra de agua.” Y en la página 83, donde Tania sirve y Aldo, Amadeo y Rafa han comenzado a probar la cena sin la presencia de Eddy, se lee: “Se escucha ruido de cubiertos y platos. La mesa baja que ha estado en el centro de la azotea se ha convertido en una larga mesa de cenar, gracias a unos soportes de hierro que le dan más altura. Un mantel de hule ahora cubre la madera. La mesa está puesta. En el centro hay una fuente de arroz blanco y otra de malangas hervidas rociadas con mojo, una olla humeante con frijoles negros, una bandeja con lascas de carne de cerdo asada. Cervezas, refrescos, vino tinto español, ron, hielo. También una canasta con rodajas de pan.”

        Quizá el extravío del hilo de la trama que suscitó ese lapsus pendeji (pese al nado sincronizado de las seis manos y las tres cabezas pedaleando en la misma sumergida bicicleta china) se deba a que al inicio de “Vuelta a Ítaca”, en la página 163, de una manera muy teatral la voz narrativa habla de una puerta: “La acción comienza como si alguien —el espectador— se asomara a la puerta de madera que da a la escalera o como si fisgoneara desde otra azotea y viera lo que ocurre con las cinco personas reunidas allí.”

V de VII

Pero regresando a la obra pictórica que Rafa hizo en el 94, este les dice a sus cuatro amiguetes del apocalipsis: “era la que era”. “Me la luché yo solo, cuando más jodido estaba esto aquí. Trabajé como un loco pintando los cuadros que iba a llevar, creo que era lo mejor que había pintado en mi puta vida [...] no era cosa del curador, a él le gustaba mi trabajo. Alguien de más arriba no me quería en esa muestra...” Lo cual fue el inicio, resume y revela, de una constante y cada vez más aguda marginación y exclusión que lo empujó a la depre, al quiebre con su mujer, a la soledad, al alcoholismo y a la pérdida de esa manera de pintar, ahora irrecuperable. Y pudo salir de la bebida, les dice, por el apoyo de la treintañera Karelia, su actual pareja, que lo conectó con un médico y un babalao (quizá comulgante de algún “santo”: ¿Changó? ¿Yemayá? Elegguá? O sea: baila yambó sobre un pie, ¡que te curas!). Y como ella es marchante, puede vender en una galería los cuadros que ahora hace. “Abstraccionismo tropical”, etiqueta Eddy. “Y esa mierda es lo que sigo haciendo”, apostrofa el pintor. “Y lo más jodido es que se vende. Barato, pero se vende [...] Lo que yo hago no es pintura, mancho telas... para ganar dinero... como una puta...”

     

Fotograma de Regreso a Ítaca (2014)

           De esa época creativa del año 94, Aldo preserva “una tela de 1,50 x 2 metros” en la que “dominan los colores oscuros, muy empastados”, donde “se ve algo así como una ciudad en penumbras, arruinada, como la ciudad oscura que los rodea en ese mismo momento” por un súbito apagón. Lienzo que Aldo saca del interior a la azotea en la penumbra del apagón y de unas velas encendidas y que Amadeo recuerda haber visto antes de irse al destierro, cuyos detalles se aprecian mejor al amanecer. Una fascinante reinterpretación de La Habana, se lee, de cuya temática, en “Vuelta Ítaca” donde la expo iba a ser en Roma, dice el artista con su escatológica viperina de coprófago hasta la médula: “Un día miré todo lo que había pintado y me pareció una mierda, una mierda de arriba abajo, a pesar de lo que decían de mí y de las exposiciones que me hacían. Entré en crisis y empecé a pintar cómo yo veía a La Habana de los apagones y la suciedad. Iba a ir a una exposición en Roma, y de pronto, nadie sabe cómo ni por qué, me sacaron de la exposición, del catálogo, de todo. Yo no les dije nada a ustedes porque no quería parecer paranoico, pero a alguien no le cuadró mi trabajo y me tachó con una cruz, ¡dale fuera! Entonces empecé a pintar esas cosas que hago ahora, cuatro brochazos y a cagar... Claro que son una mierda, pero no me busco líos...”

   

Fotograma de Regreso a Ítaca (2014)

           Todo lo cual, en ambos libretos, fue precedido por la cáustica, revulsiva e inesperada revelación de Amadeo: por sus cojones ha decidido quedarse en La Habana y no volver a Madrid, donde tenía hábitat y un salario de profesor, que incluso le permitió hacer turismo en otros países de Europa. Es decir, pudo regresar a Cuba por un permiso oficial (cuya temporalidad no se menciona), pero que implica y conlleva la sugerida probabilidad de que lo metan preso si rebasa el límite (quizá en un gulag tirando a la cárcel de Guantánamo) o lo regresen ipso facto agarrado de las greñas (si las tuviera) y con una sonora patada en el culo: ¡fua! Y ha decidido quedarse porque, les canta (como si también cantara boleros, pero solitario en un vaporoso y evanescente antro cubano donde sólo está él): “yo quiero volver a escribir, quiero sentir que soy escritor”. O sea, en la capital española nunca dejó de ser un extraño visitante: un alien lanzado a otro planeta, un solitario hasta las heces y la mugre de las uñas, y un simple extranjero en busca de empleo, casi un raro y diminuto espécimen caribeño semejante a esos anacrónicos, larvales e infinitesimales insectos de una plaga extraña, fanáticos del juego de pelota y del uniforme de pelotero; que además nunca dejó de sentir nostalgia por la isla perdida en las remotas Antillas, donde tenía esperando a su amada Penélope (su cómplice y fiel confidente de lo más oscuro), tejiendo y destejiendo dentro de un diminuto caracol anclado a una subterránea y ancestral piedra imán, y a los amigos de toda la vida en cuyas voces se reconoce, escucha y siente su propia, intrínseca, indeleble y barriobajera identidad cubana. Y más aún: no fue capaz de aporrear una línea que tuviera sentido para él, que es escritor hasta las cachas y los churritos del culo; y ahora supone y espera que podrá hacerlo, de nuevo, en La Habana. ¿Podrá? ¿Y en dónde va a publicar? ¿En los canales sancionados por el régimen antidemocrático y antilibertario? ¿Y en qué va a emplearse con su mácula de fugado? ¿De matarife de cerdos en una azotea habanera? ¿De clandestino asistente del ingeniero Aldo? ¿De experto en el invento callejero?

VI de VII

Por antonomasia, y sin rascarle nada, el título del libro, de la película y del guion evoca el mítico y legendario regreso de Odiseo (Ulises) a la pequeña isla griega de Ítaca. Pero el escritor Amadeo no es un héroe, sino un antihéroe y para el colmo: microscópico. Y más aún: es una víctima (ídem toda su traumada y frustrada generación) de los designios que tejen y destejen los autoritarios y ubicuos dioses del Olimpo “revolucionario” que, con mano dura, represiva y manipuladora, expolian y gobiernan Cuba desde el 1 de enero de 1959, pasando por el fórceps soviético urdido en 1961 y su pulverización con la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, al unísono del torturante racionamiento, de la escases in crescendo, y de la esclerosis económica del Período Especial de los 90.

     

Colección Andanzas núm. 470, Tusquets Editores
Barcelona, marzo de 2002

          En torno a tal fatalidad ontológica (y gnoseológica), y al hecho de que el guion está inspirado en episodios de La novela de mi vida, el libro cierra con un par de fragmentos de esa obra de Leonardo Padura editada en Barcelona, en marzo de 2002, con el número 470 de la Colección Andanzas de Tusquets Editores. El Fragmento 1 se lee en las páginas 36-43 de esa edición príncipe y el Fragmento 2 en las páginas 162-167. En el primero se ve Fernando Terry, profesor de liceo en Madrid, de 48 años, recién llegado a La Habana —tras 18 años de destierro iniciado por el puerto del Mariel en mayo de 1980— reunido con cinco viejos amigos (los Socarrones) en la azotea del vetusto y astroso edificio donde aún vive el poeta Álvaro Almazán. Y en el segundo, los Socarrones son ocho jóvenes, alumnos de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana; están en la misma azotea, el ámbito de sus particulares e íntimas tertulias literarias y existencialistas, y es la tarde del “23 de octubre de 1974”. Pero, curiosamente, y pese a que todos los caminos llevan a Padura, ningún dedo flamígero antologó el fragmento que cierra esa vertiente narrativa y que corresponde a la noche, a la madrugada y al amanecer en que los viejos Socarrones sobrevivientes y Delfina, en la azotea, despiden al profe Fernando Terry Álvarez bebiendo, fumando y leyendo la copia definitiva de la Tragicomedia cubana (novela teatral), pues ese día es el día de la partida y de su vuelo a España, puesto que concluye el mes de permiso que obtuvo en el consulado cubano en Madrid.

   

Fotograma de Regreso a Ítaca (2014)

            Es decir, ese dramático victimismo que se observa en los personajes reunidos en la azotea en “Regreso a Ítaca”, es semejante al trágico victimismo que Fernando Terry observa en él y en su viejo clan reunido en la azotea hasta al amanecer del día de su partida: “Con la llegada del amanecer el ensalmo se deshizo [el quimérico viaje a la setentera y mítica Isla Perdida, repleta de prohibiciones, a través de la lectura en voz alta de la Tragicomedia cubana] y Fernando pudo sentir cómo los años regresaban a ocupar su sitio irreversible en el destino de los personajes trágicos que les ha tocado vivir: sin voluntad propia, sin expectativas ni futuro discernible, cargados con el fardo de un pasado avasallante, marcado por las frustraciones, las sospechas, las distancias y los resquemores.” Y más aún: tiene “La certeza de que todos ellos han sido personajes construidos en función de un argumento moldeado por designios ajenos, encerrados en los márgenes de un tiempo demasiado preciso y un espacio inconmovible, tan parecido a una hoja de papel, le revela la tragedia irreparable que los atenaza: no han sido más que marionetas guiadas por voluntades superiores, con un destino decretado por la veleidad de los señores de Olimpo, que en su magnificencia apenas les han otorgado el consuelo de ciertas alegrías, poemas cruzados y recuerdos todavía salvables.”

    “¿Siempre ha sido así?, se pregunta entonces [ensimismado Fernando Terry], al recordar las veleidades del destino de José María Heredia, arrastrado por los flujos y reflujos de la historia, el poder y la ambición, atrapado en un torbellino tan compacto que lo llevó a sentir, con apenas veinte años, el signo novelesco que marcaba su existencia. ¿Es posible rebelarse?, se pregunta después, ya por pura retórica, sólo para abrir más la herida, pues sabe que el acto de la rebeldía es el primero que les ha sido negado, radicalmente extirpado de todas sus posibilidades y anhelos. Sólo le queda cumplir su moira, como Ulises enfrentó la suya, aun a su pesar; o como Heredia asumió la suya, hasta el final.”

 VII de VII

Según apunta Leonardo Padura en su memoriosa crónica fechada en Noviembre de 2015, “La decisión final de exhibir Regreso a Ítaca dentro de la programación del Festival de Cine Francés que se celebra anualmente en Cuba fue el resultado de una victoria colectiva de los creadores cubanos, especialmente los cineastas. Y el aplauso que cerró su exhibición, la tarde del 2 de mayo de 2015, constituyó la confirmación de que teníamos razón y de que el arte aún tiene mucho que hacer y decir en una sociedad como la cubana, necesitada de más espacios de confrontación, debate, libertad expresiva.”

            Pero además de los más de mil doscientos espectadores que aplaudieron a rabiar, puestos de pie, el día del estreno en la sala Charles Chaplin, la película, por los callejeros canales de Radio Bemba (bembita y bembón), ya había generado expectativa en la atmósfera habanera, pues según reporta Padura en un pie que se lee en la página 128: “Aunque era el estreno oficial, muchos espectadores cubanos ya habían visto la película, que unos días antes había empezado a circular en el canal de distribución clandestino y alternativo llamado ‘el paquete’. ‘El paquete’ es un compendio de productos audiovisuales, pirateados de las más disímiles plataformas, que semanalmente se prepara y se distribuye (y se vende) a los interesados a través de discos duros externos que el comprador descarga en su computadora personal. Por esta circunstancia no se produjo fuera de la sala de proyección la aglomeración de público que amenazaba producirse por las expectativas creadas por y alrededor de la cinta. ¿Fue obra de la casualidad que la película se distribuyera en ‘el paquete’ justo esa semana?”

            Según dice Padura: “aunque la película ha recibido acusaciones extra artísticas dentro y fuera de Cuba, sobre todo se ha ido convirtiendo en un paradigma, casi un documento, por su capacidad de representar una realidad y época complejas, contradictorias, dramáticas para los que más cerca o más lejos hemos compartido la vida de esa pequeña isla del Caribe a la cual pertenecemos y que, por nacimiento y cultura, nos pertenece...”

           

Leonardo Padura y Laurent Cantet

            Y por lo que sostiene, exultante y celebratorio, la película resulta o semeja una especie de manifiesto de identidad, o una declaración de principios idiosincrásicos y ontológicos: “lo singular del caso es que Laurent Cantet, siendo francés, ha hecho una película profundamente cubana y, además, visceral y necesaria: porque creo que pocas veces (me atrevo a escribirlo, y asumo las posibles reacciones), de un modo profundo y adolorido, se han mostrado en el cine los dramas existenciales y materiales de una generación de cubanos que, viviendo en la isla o dispersos por el mundo, nos revelamos hoy como los actores y sobrevivientes de una experiencia traumática que la historia, el destino, la política y la geografía nos han hecho vivir por el solo hecho de haber nacido y vivido en el país que el destino nos deparó. El país donde muchos de nosotros insistimos en seguir viviendo, creando, trabajando, porque como dice el personaje de Amadeo: ‘Este también es mi país... ¡Mi-pa-ís, coño!’ ‘Mi casa.’ La casa de todos los cubanos.”

       Circunstancia vital que el maltratado pintor Rafa comparte y reitera en “Vuelta a Ítaca”, cuando concede que Amadeo tendría que tener la consustancial libertad y el consustancial e inapelable derecho de irse de Cuba y regresar sin mayor problema en el instante en que él lo decida: “Total, alguna vez uno de nosotros tiene que poder hacer lo que quiere hacer. Tú te quedaste [en Madrid] porque te dio la gana, bien; y ahora quieres volver, pues p’alante también. Sí, qué coño, esta mierda también es tu país... Nos hemos pasado la puta vida haciendo lo que otros nos dijeron que teníamos que hacer...”

            A modo de corolario, vale apuntar que, como tributo y festejo del séptimo arte, las cinco partes que integran el libro están rotuladas como si se tratase de las secuencias de una película: “Secuencia 1: Rodar en Ítaca” (el prefacio del cineasta); “Secuencia 2: Regreso a Ítaca” (el argumento novelado del guion); “Secuencia 3: Todos los caminos conducen a Ítaca” (la crónica memoriosa de Leonardo Padura, dividida en siete partes rotuladas escenas); “Secuencia 4: Vuelta a Ítaca” (el texto del corto que nunca se rodó y que fue la base del guion del filme Retour à Itaque); y “Secuencia 5: La novela de mi vida” (el par de fragmentos de esa obra que inspiró y originó el modelo para armar y montar en la pantalla grande, o sea: el jueguecito de afinidades electivas y cinéfilas).

 

Leonardo Padura y Laurent Cantet, Regreso a Ítaca. Colección Andanzas núm. 881, Tusquets Editores. México, julio de 2016. 208 pp.

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Trailer de 7 días en La Habana (2012).

Trailer de Regreso a Ítaca (2014).

California dreamin’, The Mamas & The Papas

La noche de Tehuantepec y otros cuentos mexicanos




El tesoro de nunca jamás


Un buen número de poetas y pintores surrealistas sintieron fascinación por los mitos y vestigios del México antiguo, por los indios y las vivas y coloridas expresiones de la cultura popular. Esto se gesta antes del legendario viaje que André Breton hizo a México, en 1938, entre cuyas derivaciones figura Souvenir du Mexique, su ensayo impreso en el número doce de la revista Minotaure, en 1939, el año en que se montó Mexique en la galería Renou et Colle, de París, la exposición de objetos y obras compiladas por él durante su estancia en territorio mexicano (entre el 18 de abril y el 1 de agosto), que incluyó piezas precortesianas, calaveras de azúcar, exvotos  (entre ellos, quizá, la media docena” que, según testimonio del entonces secretario de León Trotsky: Jean van Heijenoort, Breton sustrajo, para sí, de una iglesia baja y sombría de Cholula, Puebla), juguetes populares, fotos de Manuel Álvarez Bravo, pinturas de Frida Kahlo (el listón alrededor de una bomba), etcétera, cuyo catálogo, con prólogo de Breton, fue ilustrado en la portada con Muchacha viendo pájaros (1931), fotografía de Manuel. 
Muchacha viendo pájaros (1931)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
  Yves Tanguy es de los primeros que se interesaron por el México precolombino y sus resabios; así, su primera muestra de pinturas en la Galerie Surréaliste, en 1927, alternó con piezas prehispánicas. 

Pero también se pueden nombrar a dos disidentes del grupo surrealista: Antonin Artaud, quien en su viaje a México de 1936 vivió unos meses entre los tarahumaras y experimentó con los ritos del peyote; y Georges Bataille, quien investigó el trasfondo, “la parte maldita”, según él, de los sacrificios humanos entre los aztecas.
        
El mundo mágico de los mayas  (1963)
Caseína sobre tabla (213 x 457 cm)
Mural de Leonora Carrington
        
        Para Lourdes Andrade (1952-2002), y no sólo para ella, resulta proverbial la nómina de surrealistas (y anexas) que vivieron o estuvieron en México y que se interesaron por la cultura antigua y los indios. Baste recordar, mínimo ejemplo, que Leonora Carrington, antes de pintar el mural El mundo mágico de los mayas (1963), ex profeso para el Museo Nacional de Antropología de México, “pasó una temporada entre los indios de Chiapas en el norte de la zona maya” (Jacqueline Chénieux-Gendron, El surrealismo, México,  FCE, 1989); es decir, “En Chiapas, Carrington se quedó con Gertrude [Duby] Blom, un antropóloga suiza que vivió muchos años en San Cristóbal de las Casas. Su trabajo en el campo de los lacandones, los indios de la selva, la había convertido en pionera muy querida por sus intentos de impedir la tala indiscriminada de la selva tropical. Fue Bloom quien presentó a la artista con dos curanderos de Zinacantán, quienes le permitieron asistir a sus ceremonias y estudiar sus métodos curativos y tradicionales” (Whitney Chadwick, Leonora Carrington, la realidad de la imaginación, Singapur, Era/CONACULTA, 1994); que Benjamin Péret, el compañero de Remedios Varo y autor del poema Air mexicain (1952), tradujo al francés y publicó, en 1955, el Chilam-Balam; prologó Los tesoros del Museo Nacional de México (1953), 20 fotos de escultura azteca tomadas por Manuel Álvarez Bravo; y entre otras cosas, compiló, tradujo y prologó la Anthologie des mythes, légendes et contes populaires d’Amérique (1959); Gordon Onslow-Ford vivió casi escondido en un pueblo tarasco, lo que le permitió agenciarse algunas reliquias antiguas para su decoración doméstica; el austriaco Wolfgang Paalen, marido de la francesa Alice Rahon, editor en México de la revista DYN (seis números en inglés) y junto con el peruano César Moro: organizador de la controvertida cuarta “Exposición internacional del surrealismo” montada, en 1940, en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, fue también un apasionado del arte precolombino, tanto así que entre sus virtudes descuella el hecho de que se volvió un experto del contrabando de piezas precortesianas robadas, lo que le atrajo problemas judiciales y, se dice, fue uno de los intríngulis que lo empujaron al suicidio el 24 de septiembre de 1959 “cerca del pueblo platero de Taxco, en las afueras de la Hacienda de San Francisco Cuadra”.
     
André Pieyre de Mandiargues
(1909-1991)
         
        El parisino André Pieyre de Mandiargues (1909-1991), con estudios de arqueología, se cuenta entre los que viajaron por México sin fijar domicilio. Pese a sus textos surrealistas, fue un autor independiente del grupo oficial orquestado y pontificado por André Breton. Los tres relatos reunidos en La noche de Tehuantepec y otros cuentos mexicanos, impresos en México, en 1991, por Ediciones Toledo (extinta editorial auspiciada por el pintor Francisco Toledo, en edición bilingüe: francés y español), pertenecen a su libro Deuxième Belvédère, impreso en París, en 1962, por Éditions Bernard Grasset. Los tres cuentos dan testimonio de su viaje por México y por ende implican sesgos autobiográficos. Y los tres están narrados en primera persona por la voz de un turista europeo con notable sensibilidad y sintomática erudición. Pero el matiz autobiográfico es subrayado en “La noche de Tehuantepec”; en éste son dos los viajeros: el protagonista de la anónima voz narrativa y Bona, su compañera y cómplice, personaje que ostenta el nombre de la pintora italiana Bona Tibertelli de Pisis (1926-2000), la bellísima esposa de André Pieyre de Mandiargues, con quien en realidad en 1958 viajó por territorio mexicano y en cuya capital del país expuso en la Galería de Antonio Souza, donde el pintor Francisco Toledo expuso por primera vez en México en 1959. Octavio Paz, que la cortejaba y con la que sostenía un affaire, fue el anfitrión y guía de la pareja y de ella en solitario. 
       
El pintor Francisco Toledo y, detrás de él,
El ensueño (1931), foto de Manuel Álvarez Bravo
      
       (Todavía faltaba para el legendario affaire del joven Toledo de casi 22 años y Bona de unos 35 o 36, sucedido en abril de 1962 en una escapada de París a Mallorca, que daría al traste con las pretensiones del celoso y rencoroso Octavio Paz de formalizar su relación con ella e instalarse en la India; y del episodio, no menos legendario y pasional, que, en 1965, Toledo y Bona vivieron en Juchitán, Oaxaca, durante el tiempo que duró la fiesta de La Candelaria.)
        
Bona, mujer de André Pieyre de Mandiargues
Fotos: Man Ray
          
        Los cuentos no están concebidos a través de la libre asociación, de la escritura automática, del flujo onírico, del collage, ni por medio del lúdico, azaroso y colectivo cadáver exquisito, procedimientos surrealistas por antonomasia, sino a través de un plan racional que no deja de reproducir clisés propios del arqueolgismo-etnográfico entonces en boga, derivado de las anotaciones y del afán coleccionista-fetichista de los surrealistas maravillados ante la magia, lo exótico, primitivo e insólito de los mitos, los indios, las ruinas, el arte y los objetos de la América precolombina (lo cual también implica la segregación, el rezago y la miseria de las etnias de tal presente), cuyo neodescubrimiento, en la segunda década del siglo anterior, podía iniciarse en Europa: en el Musée du Trocadéro, transformado en Musée de l’Homme en 1938; pero también por contagio o secuela del inicio de Tristes Tropiques (1955), donde Claude Lévi-Strauss, aún en ciernes, describe el curso por el Atlántico, cuando de Marsella a La Martinica y durante tres semanas de 1941, compartió con André Breton el reducido espacio de un buque que transportaba 350 expatriados que huían de la guerra y de la expansión nazi en Europa (entre ellos el belga Victor Serge y Vlady, su hijo ruso, quien en México se convertiría en un prolífico dibujante y pintor). 
André Pieyre de Mandiargue y Bona Tibertelli de Pisis
Foto: Henri Cartier-Bresson
En este sentido
, los cuentos de André Pieyre de Mandiargues son una especie de páginas de un diario de viaje, aderezadas con registros arqueológicos y etnográficos, es decir, con el asombro y el éxtasis (propio de un surrealista) ante lo que registran sus ojos y su documentado cerebro racionalista; pero al unísono son las tarjetas postales de un viajero que, pese a que no es un frívolo, su situación y mirada a priori o superficial nunca dejan de ser las de un turista extranjero venido de Europa.

         En “La noche de Tehuantepec” el narrador dice que “no se trata de un sueño”. Los detalles de su realista relato: la descripción de su llegada, del mísero pueblo, del cuartucho de hotel, del hecho de que es un martes de Semana Santa, de las tehuanas, del matriarcado y demás etcéteras y locaciones, están diciendo que, en efecto, no es un sueño. Pero al unísono hay en esa atmósfera y decurso una pulsión y ambigüedad somnolienta, que, finalmente, implica el preámbulo de un estadio, al parecer iniciático, y una efímera revelación con matices oníricos. Tal es así que esa noche, tras alejarse del ruido y del tumulto que congrega la feria que se efectúa en la plaza, frente al Ayuntamiento, la pareja de extranjeros llega a un punto, casi una quimera o un espejismo, donde hay una iglesia repleta de veladoras, una estridente orquesta de músicos con apariencia de bandoleros y un grupo de indígenas que celebran la fiesta de un rito con acentos católicos. 
Sin embargo, los europeos, pasmados ante lo extraño, desconocido y retorcido por sus ojos de etnógrafos de influjo surrealista, buscando quizá inconscientemente, o más o menos inconscientemente, una latitud de videncia (diría Rimbaud) a través de un largo, inmenso e irracional desarreglo de todos los sentidos, se dejan aturdir por una serie de raudos burritos de aguardiente o vasitos de mezcal que les brinda un hierático indio, quizá jefe de tribunal, según interpreta el narrador. 
Hay en esto cierto placentero masoquismo, si se piensa que “el verde puñal de la planta se ensartaba” en el cerebro del narrador, aturdido, también, por el fuerte y repulsivo cigarro que se ve obligado a fumar, pese a que no fuma. Sin embargo, a través de la crueldad de tal brebaje y del vaporoso humo, acceden al “espíritu de anarquía profunda” que, según Artaud ,“es la base de toda poesía”. 
Foto de la portada:
Angelito mexicano (1983), de Graciela Iturbide
       Así, son testigos de la aparición de una niña disfrazada de ángel barroco. De ahí que la portada del libro exhiba el Angelito mexicano (1983), foto de Graciela Iturbide, en cuya iconografía son notorias las niñas ataviadas de ángel. Para los mexicanos, la presencia de esa niña-ángel en medio de esa fiesta nocturna al pie de la iglesia, resulta lógica y comprensible. Pero no para los alterados y mistificados ojos de estos sedientos turistas europeos que fermentan la surrealista duda: no saben y nunca supieron “si esos hombres y mujeres pertenecían a una sociedad misteriosa, a una cofradía o si eran simples feligreses”.

       El cuento “La fiesta de San Isidro en Metepec” comprende ciertas apostillas y analogías de un turista europeo, cuya erudición indica que ha hojeado los mitos y tradiciones que devienen del México antiguo. Es el 27 de mayo; ese día, en el atrio de la iglesia, los indios celebran la fiesta del santo patrono. San Isidro, según el etnonarrador, es identificado con Tláloc, el precolombino y ancestral dios de la lluvia, costumbre que “persiste en varios lugares alrededor de Toluca”. 
El meollo es el asombro ante las maravillas que sus ojos observan, registran y mistifican, tales como las máscaras, los disfraces de mujer que portan los hombres, los pastelillos “Rodillas de Cristo”, y los símbolos de fertilidad con que celebran e invocan al dios de la lluvia durante esa (para ellos) “bacanal”. Sin embargo, el relato es concluido con una nota, típica del racionalismo francés: “Unos días más tarde llovió copiosamente. Ciertamente, ya era la temporada de lluvias”.
       En el cuento “Palenque”, también con apostillas y analogías de erudito, el narrador dice que tal sitio: vegetación y ruinas (cuyos rasgos responden, por lo menos, a las condiciones de los años 50) son una especie de jardín edénico, un paraíso artificial, onírico, donde confluyen, en inextricable simbiosis, lo hecho por la naturaleza y lo concebido por el hombre. (Ineludible no pensar en el surrealista, absurdo y fantástico “Jardín Edénico” construido por el británico Edward James en Las Pozas de Xilitla en la Huasteca potosina.)
Bona Tibertelli de Pisis, Leonora Carrington, Gilberte,
André Pieyre de Mandiargues, Edward James y su loro
        Sus observaciones de turista europeo implican la presencia de un aficionado a la arqueología y etnología, pero también a un incipiente entomólogo que resume su asombro ante el camuflaje y la metamorfosis de un insecto. Pero entre lo curioso se halla el hecho de que al bañarse en la poza “Baño de la Reina”, se pregunta: “¿Admitiré que esperábamos encontrar joyas antiguas, alguna jadeíta maya, dentro de estas petrificaciones, y no caracoles?” 

Lo cual hace pensar en el fetichismo-coleccionista de ciertos surrealistas; pero también en lo que Martica Sawin cuenta de Wolfgang Paalen en “El surrealismo etnográfico y la América indígena” —ensayo compilado en el libro-catálogo El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo (Madrid, Centro Atlántico de Arte Moderno, 1989)— cuando al visitar a Onslow-Ford en su refugio del pueblito tarasco, “insistió en que excavaran bajo el muro de la parte trasera del jardín, donde pronto apareció un tesoro con utensilios mexicanos antiguos”.


André Pieyre de Mandiargues, La noche de Tehuantepec y otros cuentos mexicanos. Edición bilingüe. Traducción del francés al español de Gabriela Peyron. Ediciones Toledo. 2ª edición. México, 1991. 64 pp.