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lunes, 19 de junio de 2023

Redburn. Su primer viaje

Dios les ha dado derecho a venir

 

I de V

Editada por Alba Editorial, en abril de 2008 apareció en Barcelona la traducción al español que Miguel Temprano García hizo de Redburn, la tercera novela del escritor norteamericano Herman Melville (1819-1891). Según apunta el traductor en su “Nota al texto”, la edición londinense se publicó unos meses antes que la edición neoyorquina, pero con cierta censura del editor británico (ñoña y vil mojigatería que quiso “suavizar el tono de algunas de las descripciones de los compañeros de tripulación de Redburn”); por ende, “la primera edición norteamericana, publicada en 1849 por Harper & Brothers en Nueva York y basada directamente en el manuscrito de Melville, ha sido siempre la edición de referencia y también aquella en la que nos hemos basado a la hora de traducir el texto.” A lo que se añade el hecho de que si bien no se trata de una rigurosa y exhaustiva edición anotada, el traductor introdujo una serie de notas, cuyas observaciones y relevantes datos enriquecen e inciden en la comprensión y apreciación de los intríngulis de la obra.

          

Alba Clásica XCVIII, Alba Editorial
Barcelona, abril de 2008

        Redburn. Su primer viaje tiene un largo subtítulo: “Recuerdos y confesiones del hijo de un caballero, enrolado como marinero en la marina mercante”. Y se divide en 62 capítulos con rótulos y números romanos. Y está precedida por una dedicatoria que pregona a los cuatro vientos (del ahora recalentado y envirulado globo terráqueo): “Este libro está dedicado a mi hermano pequeño Thomas Melville marinero en la ruta a la China.” Vale decir que ese “hermano pequeño” quizá era su primo, el homónimo hijo de su tío Thomas Melvill (hermano mayor de su padre), quien según apunta Elizabeth Hardwick en su biografía Melville (Mondadori, 2002), “le dio una paliza a un compañero de travesía, fue castigado y sobrevivió para caer enfermo de cólera y hundirse con su barco.”

           

Vita Breve, Mondadori
Barcelona, mayo de 2002

        Por los sucesivos comentaristas se sabe, a priori y de manera preliminar, que la novela Redburn, con remanentes autobiográficos, está basada en las vivencias que Herman Melville tuvo durante su primer viaje por el mar, de Nueva York a Liverpool (y viceversa), cuatro meses durante los cuales fue grumete del barco mercante St Lawrence. Herman Melville tenía entonces 19 o 20 años, pero su personaje Redburn Wellingborough bautizado así por su tío abuelo, “el senador Wellingborough, que murió siendo miembro del Congreso en los días de la antigua Constitución” (la datada el 17 de septiembre de 1787), grumete en el barco mercante Highlander, no es un perspicaz y pícaro jovenzuelo más o menos de esa edad, sino un adolescente de buen corazón y nobles pensamientos, con un indeleble bagaje bibliográfico en su memoria, pero signado por su ingenuidad e ignorancia (no sólo del oficio y del argot de la marinería, de la estratificación laboral y severa disciplina en un barco), pero también por su consubstancial creencia en Dios e idiosincrasia puritana. Por ejemplo, en el anónimo pueblo cercano a Nueva York en las inmediaciones del río Hudson (cuyo modelo quizá sea Lansingburgh), de donde parte y radican sus hermanos y hermanas (quizá sean ocho con él) y su humilde madre viuda que para el viaje le remendó los pantalones (cuyo modelo no parece ser Maria Gansevoort, la orgullosa y gastalona madre del autor), cada domingo iba a la iglesia y era miembro de la Asociación por la Abstinencia Total Juvenil.   

  La travesía de Redburn dura también cuatro meses (entre junio y septiembre): de Nueva York a Liverpool y viceversa; alrededor de un mes de ida y otro mes de regreso. Y en el inter: la estancia en el puerto de Liverpool; período durante el cual el Higlander permanece atracado en el muelle del Príncipe. Por ende, Redburn va y viene del barco al puerto; los marineros laboran en el Higlander durante el día y duermen allí en sus literas y se alimentan en la pensión el “clíper de Baltimore”, donde también empinan el codo con la “cerveza de recuelo” (“una especie de falsa cerveza, fabricada con lo que se saca al limpiar los barriles viejos”). Y él, solitario y sin amigos, los domingos va a la iglesia y explora Liverpool en su tiempo libre (a partir de las cuatro de la tarde), al principio más o menos auxiliado por una casi inútil y anacrónica “guía de viaje” impresa en 1803, que hace una treintena de años fue de Walter Redburn, su finado padre, quien la dató el “20 de marzo de 1808” en el “Riddough’s Royal Hotel”, edificio que Redburn busca y no localiza porque fue derruido. Vagabundeos que comprenden muchos episodios (que rebasan los márgenes de una reseña perdida en la web), entre ellos su encuentro e íntima amistad con Harry Bolton, un joven femenino por naturaleza, con menor estatura que él, pero unos años mayor; sin un clavo en el bolsillo, pero con un baúl repleto de ropa en una pensión; quien se dice, con su tendencia a fantasear, “heredero de unas cinco mil libras”, que dizque ya derrochó. Con quien en una súbita y efímera escapada a Londres incursiona, disfrazado y actuando para el caso, en un lujoso y espacioso burdel homosexual (con recargada y alusiva ornamentación, que Redburn llama “el palacio de Aladino”), sin que él, por ingenuo y falto de mundo, se percate de lo que en realidad es el mercantil sitio nocturno donde se halla posando a imagen y semejanza de “un joven príncipe Esterhazy” (mientras espera ver departiendo a condes, duques y lores entre los comensales), ni del oficio (para saldar una oscura deuda) que allí ejerce Harry Bolton durante esa vaporosa y etílica noche; quien con antelación, de un modo subrepticio, velado y semejante, obtuvo unas monedas de oro en los muelles del puerto de Liverpool; dinero que le sirvió para la utilería, los alimentos, las bebidas, y el viaje en tren de ambos.

  A través de Redburn, Harry Bolton, quien va en pos de un futuro prometedor en América, se enrola como grumete en el Highlander. Pero en el trayecto a Nueva York se revela su incompetencia e ignorancia de los hábitos y tareas de la marinería (se aterra sólo con la idea de trepar hasta la cima de la arboladura). Lo cual enfatiza su inclinación al fantaseo, pues a Redburn, entre sus mentiras para persuadirlo y encandilarlo, le dijo que había estado en Bombay, a donde supuestamente llegó como “conejillo de indias”, es decir, como guardiamarina de un barco de la Compañía de las Indias Orientales, y que por ello: “había trepado a menudo a los mástiles y aprendido a manejar las velas, por lo que no le cabía la menor duda de que no tardaría en convertirse en un consumado acróbata en el aparejo del Highlander”.

 

II de V

El libro de marras (publicado por Herman Melville a sus 30 años) es una especie de cuaderno de bitácora, diario de viaje, novela de aventuras y memorias autobiográficas, pues Redburn Wellingborough, quien es la voz narrativa, omnisciente y ubicua, si bien desglosa su narración de manera progresiva y paulatina, está evocando las circunstancias y vivencias de Su primer viaje desde la adultez, cuando ya es un experto marinero de larga data (fue cazador de ballenas en el Pacífico y quizá ha circunnavegado o casi), y con una inextricable añoranza y erudición (literaria, histórica, geográfica, cultural) que disemina a la largo de las páginas y de sus comentarios y pensamientos, continuamente salpimentados por referencias y alusiones bíblicas.

           

Allan Melvill
(1782-1832)

Retrato pintado en 1810 por John Rubens Smith

            Allan Melvill (1782-1832), el legendario padre de Herman Melville, quien murió en la ruina cuando el futuro escritor era un niño de 12 o 13 años, es el modelo, rezan los comentaristas, con que acuñó el entrañable y nostálgico bosquejo tutelar de Walter Redburn, el padre de Redburn Wellingborough, el memorioso héroe de la novela. En este sentido, en los episodios que preceden a su viaje y aventura como aprendiz de grumete a bordo del Highlander, apunta que su padre, ya “fallecido, había atravesado varias veces el Atlántico por cuestiones de negocios, pues había sido importador de Broad Street”; y que a él y a su hermano mayor les contaba anécdotas de sus viajes a través del océano, y “sobre todo de Le Havre, y de Liverpool, y de cuando subió a la cúpula de la catedral de St. Paul en Londres”.

            Pero lo que resulta singular (y algo premonitorio) es el hecho de que entre los libros de su ilustrado padre, que Redburn hojeaba en su infancia, había “dos grandes álbumes franceses verdes de estampas coloreadas que a esa edad yo apenas podía levantar. Todos los sábados mis hermanos y hermanas los sacaban del rincón donde estaban guardados y los extendíamos en el suelo para contemplarlos con infinito deleite.” Escudriñaban allí “ilustraciones de historia natural que mostraban rinocerontes y elefantes y tigres rayados; y sobre todo había una estampa de una enorme ballena, tan grande como un barco y cubierta de arpones, y tres botes que navegaban tras ella tan rápido como el viento.”

     


       Pues además de que en el trayecto de ida llega a apuntar con exultación (e idealismo y pulsión épica) sobre la vida marinera (epicentro del cosmos): “¡Dadme esta gloriosa vida oceánica, esta vida salada por el mar, esta vida salobre y espumosa, cuando el mar bufa y relincha y uno respira el mismo aire que respiran las ballenas!”, ve esos descomunales y míticos cetáceos por primera vez cuando el Highlander atraviesa los neblinosos Bancos de Terranova a lo que se añade el hecho indisoluble y quintaesencial de que él mismo fue marinero en un barco ballenero en el Pacífico

       


         Y más aún: la breve y última noticia que tuvo de Harry Bolton sobre su inesperada e infausta aventura de cazador de ballenas se la transmitió un inglés “que llevaba varios años en el Pacífico”, cuyo barco: Cazadora de Nantucket, “había tenido el privilegio de llevarlo hasta aquella parte del mundo.”

          

Maqueta de un ballenero de Nantucket

          
No obstante, dice, “lo que probablemente contribuyó más a convertir mis vagos anhelos y ensoñaciones en el propósito de ganarme la vida en el mar fue un viejo y anticuado barco de cristal, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo y manufactura francesa, que mi padre había llevado a casa desde Hamburgo unos treinta años antes, como regalo” al senador Wellingborough, el susodicho tío abuelo de Redburn.

       

Maqueta de la ballenera San Juan

        
Ese barco de cristal, llamado La Reine, fue devuelto al donante tras la muerte del senador Wellingborough. Y según recuerda Redburn, “Lo guardábamos en una vitrina cuadrada de cristal, a la que una de mis hermanas le quitaba el polvo todas las mañanas, y estaba sobre una mesita de té holandesa con patas en forma de garras que había en un rincón del salón. Dicho barco, tras despertar la admiración de las visitas de mi padre en la capital, se convirtió en la maravilla y el deleite de todos los habitantes del pueblo donde vivimos después, muchos de los cuales pasaban por casa de mi madre sin ningún otro propósito que ver el barco. Y ciertamente merecía aquellas largas y curiosas inspecciones a las que lo sometían.

           


        “En primer lugar, estaba fabricado todo de cristal, lo que era una gran maravilla, pues los mástiles, las vergas y los cabos estaban hechos para que se pareciesen exactamente a las partes correspondientes de un navío capaz de navegar. Tenía dos filas de cañones negros a lo largo de las dos cubiertas; y a menudo yo escudriñaba las portillas, para ver qué más había dentro, pero los agujeros eran tan pequeños y dentro estaba tan oscuro, que poco o nada pude descubrir; aunque, cuando yo era muy pequeño, daba por sentado que, si alguna vez fuera capaz de abrir el casco y romper el cristal en pedazos, descubriría sin duda algo maravilloso, tal vez algunas guineas de oro, que me han hecho falta desde que tengo memoria. Y, en ocasiones, sentía el alocado impulso de convertirme en destructor del barco de cristal, de la vitrina y de todo lo demás para hacerme con el botín; un día en que se lo di a entender de algún modo a mis hermanas, corrieron a decírselo a mi madre con gran alboroto; y después de eso, colocaron el barco por un tiempo lejos de mi alcance, sobre la repisa de la chimenea, hasta que recobrase la razón.”

           


           Esa Reine de cristal, de la que Redburn abunda en minucias y detalles de la tripulación en miniatura (¡tiene hasta “un perro de cristal, con la boca roja”, que le ladra al despensero, “mientras el capitán se fumaba un cigarro de cristal en el alcázar”!) es una sobreviviente en su viaje por el tiempo, pues según apunta, “Todavía la tenemos en la casa, aunque por desgracia muchos de sus cabos y perchas están rotos y hechos añicos... No obstante, nunca he mandado arreglarla: su mascarón de proa, un valiente guerrero con bicornio, está sumergido bocabajo entre las olas de aquel mar calamitoso... y no he querido que nadie vuelva a ponerlo en pie, hasta que lo haya hecho yo; pues entre ambos hay un vínculo secreto y mis hermanas me cuentan, todavía hoy, que se cayó de su sitio el mismo día en que partí de casa para embarcarme en este mi primer viaje.”

 

III de V

Pese a que Redburn no tiene por objetivo ser una obra didáctica, sí parece que Herman Melville, a través de la mirada, de las vivencias y aventuras de su protagonista, tiene como proyecto aleccionar al lego sobre el submundo de la marinería y su vocabulario, sobre la arquitectura de un navío mercante (incluidos los detalles y el mantenimiento del mascarón de proa: “un robusto y valiente escocés de las tierras altas”) y sobre el día a día en un enorme barco de vela de tal índole y, por ende, sobre las diversas tareas que la tripulación, rigurosamente tipificada, confronta y realiza en altamar (entonando canciones marineras), no sin conflictos, sinsabores ni peligros. En el trayecto de ida al puerto de Liverpool, aunado a su aprendizaje y oficio de grumete del Highlander (resulta hábil para trepar hasta lo alto del aparejo), e inextricable a la semblanza del capitán Riga, del oficial primero y del segundo, y de algunos marineros (entre ellos el despensero, el cocinero negro y sobre todo el patán Jackson, un despreciable y odioso energúmeno que domina y coacciona a casi toda la fauna rastrera), descuella el trato ríspido y soez con que discriminan al adolescente y novato; y los motes, las burlas y mofas con que lo humillan e impiden que se alimente y duerma como le correspondería, ya por su inexperiencia, falta de malicia y educada conducta, como por la estrambótica chaqueta de cazador que porta, cuyos grandes botones, “sobre cada uno de los cuales había un zorro tallado”, induce a que lo apoden Buttons (Botones). No obstante, también lo apodan Boots, por sus inadecuadas botas; y Jack, que “era el apodo con el que se conocía a todos los marineros”. No entraña, entonces, que Redburn anote casi con melancólica orfandad: “El mundo entonces me parecía frío y amargo como el mes de diciembre, y tan crudo como sus tormentas; no hay mayor misántropo que un muchacho decepcionado; y eso era yo con mi alma tantas veces azotada por la adversidad.”

            Esto pone en tesitura de juicio el hecho de que en el decurso narrativo abundan, de un modo ineludible, las anécdotas y los episodios que ilustran sobre las peculiaridades de la maldad, de la miseria, de la deshumanización y del egocentrismo que distinguen el comportamiento del género humano a través de todos los lugares y tiempos. Por ejemplo, antes de emprender Su primer viaje, su hermano mayor, débil y frágil por un padecimiento incurable (el modelo de éste parece ser Gansevoort, el hermano mayor de Herman), le regala su chaqueta de cazador y su carabina de caza, la cual Redburn, para hacerse de un volátil dinero que no tiene, se la vende a un prestamista de nariz ganchuda, cuya avaricia, tacañería y abusivo comportamiento traza el arquetipo de la comunidad de usureros judíos asentados en esa zona neoyorquina. En Liverpool, Redburn, que desde niño es un inveterado lector, entra a una “sala de prensa” (un salón de lectura); pero además de las mezquinas miradas reprobatorias que fustigan su facha desarrapada y pobretona, un petulante tipejo lo pone de patitas en la calle. Próximo a los cercados y vigilados muelles de Liverpool, hay un vertedero donde se acumula la basura y los desechos de los barcos (botín de reventa del que, previamente, el segundo oficial ya expurgó e hizo su agosto). Redburn, que deambula por esos mugrientos lares, reporta la indigencia y las penurias de las míseras mujeres pepenadoras que pululan y hurgan allí; pero también su dureza, frialdad y seca indiferencia cuando intenta, sin lograrlo, que auxilien a la cadavérica mujer (que ellas conocen), con dos cadavéricas niñas y un cadavérico bebé, que él oyó (un tenue y quejumbroso llanto) y vislumbró, por causalidad, en un sótano abandonado del pasaje Lancelot. Redburn, en su intento por socorrer ipso facto le comunica la dramática escena (de hambre y abandono) a un policía; pero éste, que da visos de saber de qué se trata, se niega a mover un dedo: “No es asunto mío, amigo”, le dice, “Esa calle no está en mi sector.” Redburn, en su impotencia, les lleva un poco de pan y queso; y una de las chiquillas, a quien le faltan fuerzas para ingerir eso, le pide “agua”. Obviamente, Redburn sale hecho una flecha para conseguirla. Pero poco después descubre “que la bodega estaba vacía”, que en el “lugar de la mujer y las niñas había un reluciente montón de cal”. Según dice: “No pude averiguar quién se las había llevado, o dónde las dejaron, pero mis oraciones habían tenido respuesta: estaban muertas y en paz.”

           

Monumento a la hambruna en Dublín

           No asombra, entonces, que el barco mercante Highlander, que es un microcosmos que refleja el macrocosmos terrestre, no esté exento de las corruptelas, individuales y sociales, que signan las transacciones mercantiles y económicas que forran los bolsillos de unos pocos. Esto lo denota el capitán Riga con la dualidad de su postura y teatral hipocresía. Antes de partir, lúdico, dicharachero y socarrón, contrata al novato Redburn (un manejable y explotable “chico de pueblo”, ve) prometiéndole la tutoría al señor Jones, el amigo del hermano mayor que acompaña a Redburn hasta los muelles en busca de empleo y al barco, quien, pretendiendo beneficiarlo, le pregona al capitán Riga que es hijo de un caballero que fue un “acaudalado comerciante”, “de las mejores familias de América”, que “cruzó el Atlántico en varias ocasiones para atender varios negocios de suma importancia”. Pero ya en la travesía el capitán Riga se torna desdeñoso, cerrado y omiso, como si nunca hubiera visto ni oído a tal muchachillo. Y cuatro meses después, al regresar a Nueva York, una vez que uno a uno le ha pagado a toda la tripulación, finge no advertir que el par de grumetes: Redburn y Harry Bolton, están allí esperando su pactada paga, que es la menor de todas las pagas: tres dólares por mes. El capitán Riga, como si también tuviera una hedionda y repleta bacinilla colgada con una argolla en las fosas de su nariz ganchuda, vocifera los supuestos yerros y deudas de Redburn (al que sólo le adelantó tres dólares en Liverpool) y determina no pagarle nada: ni un clavo. Y a Harry Bolton, que también cobró tres dólares adelantados en Liverpool, con matizados enredos, sólo le pagará, dice, “un dólar y medio”, y por ello le entrega “seis monedas de dos chelines”. Las cuales Harry arroja “con desprecio sobre el escritorio” y exclama, antes de marcharse con Redburn: “¡Ahí tiene, capitán Riga, puede quedarse con su calderilla! Ha estado en su bolsa y me daría urticaria quedármela. Que tenga muy buenos días.”    

     Vale añadir que esa ventajosa y alevosa falta de escrúpulos del capitán Riga no es un caso aislado, pues parece ser la norma que signa y trasmina los tejemanejes de ciertos negocios, algo turbios o negros, de la marina mercante que va y viene de Nueva York a Liverpool. Si bien, sobre todo en el trayecto de ida, Redburn relata la estratificación y el modo de vida de los marineros que laboran, duermen y se alimentan en el Highlander (incluso lo que comen y la ritual manera de hacerlo, dándole a él pescozones en el cráneo con las duras galletas de barco), no data cuál es la carga que llevan a Liverpool; pero sí las características de una carga con la que el barco regresa a Nueva York: unos quinientos inmigrantes de escasos recursos, irlandeses en su mayoría. A los que se añaden unos cuantos pasajeros de camarote, con poder pecuniario, y por ende se alimentan mucho mejor y son atendidos por un servil camarero.  

 

Caricatura en la que se retrata a los emigrantes
irlandeses como violentos y conflictivos

           Pero el Highlander no es un navío de pasajeros y los emigrantes pobres son ingeniosamente instalados en cubierta, no obstante, a merced de las inclemencias del tiempo. Y previamente, para engatusarlos (incluidos los pasajeros de camarote), los agentes, los armadores y los capitanes los engañan y no les informan, con previsión, que deben llevar alimentos para un promedio de unos dos meses, y no para un poco más de veinte días, como les dicen. Es decir, se pasan por el maloliente arco del triunfo “la ley inglesa respecto a las raciones de comida que debe llevar consigo cada emigrante que embarca en Liverpool”. De modo que llega el momento en que a todos los pasajeros se les agotan los comestibles. Por una petición en comitiva, el capitán Riga ordena que a cada pasajero de camarote (hay niños entre ellos) les briden, a cada uno, “una galleta de barco y dos patatas al día”. (Esas galletas son tan duras como piedras.) Mientras “decenas de emigrantes se paseaban por cubierta en busca de algo que devorar. Saqueaban el gallinero, se llevaban los pollos de tapadillo y los guisaban en la cocina pública [o sea: en el fogón comunitario instalado en cubierta por los emigrantes]. Hacían incursiones en la pocilga del barco y raptaban a un prometedor lechón que devoraban crudo, pues no se atrevían a deshacerse de su cuerpo de otro modo; rondaban el tabuco del cocinero, hasta que éste tenía que salir a amenazarles con un cucharón lleno de agua hirviendo; asaltaban al despensero en sus trayectos habituales del camarote a la cocina; merodeaban por el castillo de proa para robar la cesta del pan y acosaban a los marineros como mendigos de la calle [en Liverpool son legiones los indigentes], pidiéndoles un bocado en nombre de la Iglesia.

“Al final, se vieron empujados a cometer tales excesos que aquel Grande de Rusia, el capitán Riga, redactó otro ucase advirtiéndoles de que cualquier emigrante al que se encontrase culpable de robo sería atado al aparejo y azotado.”

    Pero el episodio más difícil y dramático que enfrenta el total de la población que trasporta el Highlander, y que incide en esa hambruna que empuja al robo, al saqueo, a la deshonra y a la mendicidad, ocurre veinte días después de haber dejado atrás las inmediaciones de la isla irlandesa Cape Clear. Una sucesión de tormentas que duran una semana, con furiosos vientos y mucha lluvia, obligan al resguardo. Previsiblemente, a quien peor les va es a los inmigrantes irlandeses, quienes se ven obligados a dejar la cubierta y a amontonarse en la antecámara, donde en un tris se avecina “una fiebre maligna” que, en medio de la fobia, del hambre y de las tensiones, diezma a emigrantes, pero también a marineros y a pasajeros de camarote, entre quienes figura un médico que niega serlo y no mueve un dedo por terror al contagio. Según reporta Redburn, “no me cabe la menor duda de que fue aquel repugnante confinamiento en un agujero cerrado, abarrotado y sin ventilación, unido a la falta de comida, lo que, ayudado por la falta de higiene personal, trajo una fiebre maligna.”

   

El interior de un barco ataúd

        Desencadenada la voraz epidemia, los emigrantes, apilados en la antecámara, hacen una barricada de baúles que separa a la mayoría de los primeros cuatro contagiados, postrados en literas contiguas. Ante tal medida, que según el capitán Riga no detendrá el contagio, ordena bajar a los renuentes marineros y deshacer la barrera. La orden no se logra cumplir por la valentona y retadora oposición de los emigrantes. Y Redburn, que va en la vanguardia, reporta el dantesco escenario: “La imagen que nos esperaba era ciertamente infortunada. Era como entrar en una cárcel superpoblada. Desde las hileras de literas, cientos de caras flacas y sucias se volvieron hacia nosotros, mientras sentados en los baúles había cientos de hombres sin afeitar, fumando hojas de té y contribuyendo a crear un vapor sofocante. Pero aquel vapor era mejor que el aire del lugar que, por motivos casi increíbles, era extremadamente fétido. En cada rincón, las mujeres se apiñaban unas contra otras, llorando y lamentándose; los niños les pedían pan a sus madres, que no tenían nada que darles; y los ancianos, sentados en el suelo, se recostaban contra los barriles de agua con los ojos cerrados y casi faltos de aliento.”

  Infernal escenario que, por sus detalles, resulta, quizá, más espeluznante y sobrecogedor que la súbita aparición de una especie de barco fantasma como surgido del más allá: los restos del naufragio “de un barco maderero de New Brunswick”, provincia de Canadá, que los tripulantes de Highlander vieron, demudados, en el mar de Irlanda, en su trayecto de ida al puerto de Liverpool (y que tal vez Arthur Gordon Pym pudo soñar en una nebulosa pesadilla):

 

Ilustración de Luis Scafati  en la
Narración de Arthur Gordon Pym (Zorro Rojo, 2015
)

        “Era un espectáculo siniestro: una goleta desmantelada y casi hundida que debía llevar a la deriva varias semanas. Las bordas casi habían desaparecido y, aquí y allá, se alzaban los candeleros y el codaste y partían en dos las olas que rompían sobre la cubierta casi al nivel del mar. El trinquete estaba roto a menos de un metro de la base y los restos astillados parecían el tocón de un pino tirado en medio de un bosque. Cada vez que los restos asomaban entre las olas se veía la escotilla principal abierta, pero enseguida volvía a llenarse y a sumergirse con un gorgoteo a medida que entraba en ella el agua.

En lo alto del tocón del palo mayor, a unos tres metros de la cubierta, había clavado algo parecido a una manga: supimos que eran los restos de una chaqueta que debió clavar allí la tripulación como señal y que el viento había hecho jirones.

“Atados e inclinados sobre el coronamiento, había tres objetos oscuros y verdosos que se movían al ritmo de las olas, pero por lo demás estaban inmóviles. Vi que el capitán apuntaba hacia ellos su catalejo y por fin le oí decir: ‘Deben de llevar mucho tiempo muertos’. Eran marineros que se habían atado al coronamiento para no ahogarse y habían muerto de hambre.”

 


           Pero desde la noche de los tiempos, y como por arte de birlibirloque o por la inescrutable voluntad del todopoderoso y ubicuo dedo flamígero, luego de la tormenta viene la calma; y de la negra y maligna oscuridad emerge la aurora, casi como una aleluya, como un jubiloso canto divino de angelitos alados y mofletudos vibrando en el tabernáculo. Pues “mientras los muertos partían, su lugar en las filas de la humanidad volvió a ocuparse con el nacimiento de dos niños, cuya llegada al mundo habían apresurado la plaga, el pánico y el temporal. El primer llanto de uno de aquellos niños casi coincidió con el chapoteo que hizo su padre al hundirse en el agua. Así vamos y venimos. Aunque rodeados por la muerte, sobrevivieron tanto las madres como los niños.”

 Según reporta Redburn:

“A media noche, el viento amainó y dejó mucha mar de fondo y, por primera vez en una semana, un cielo despejado y estrellado.

“En la primera guardia matutina, me senté con Harry en el molinete a contemplar las olas, que, vistas de noche, parecían auténticas montañas, sobre las que podrían haberse construido fortalezas y verdaderos valles, que podrían haber albergado pueblos, bosques y jardines. Parecía un paisaje de Suiza, pues en aquellas oscuras gargantas purpúreas rompía a menudo, como si de una avalancha se tratase, la blanca espuma de la cresta de las olas con un estruendo y burbujeo que parecía estar engullendo seres humanos.

“Al día siguiente por la tarde, cesó la mar de fondo y surcamos las olas a todo trapo desplegado, bonetas incluidas, nuestro mejor timonel a la rueda con el mismísimo capitán a su lado y una suave y alegre brisa en el coronamiento.

“Despejamos la cubierta y la frotamos hasta dejarla seca, y luego todos los emigrantes que no estaban enfermos se desparramaron por ella a inhalar el aire delicioso, extender al sol la ropa de cama húmeda y disfrutar de la generosa caridad del capitán, que últimamente había considerado apropiado aumentar la cantidad de comida que les correspondía. Varios de ellos se unieron a un grupo de marineros que entraron en la antecámara con cubos y escobas e hicieron una buena limpieza y sacaron a cubierta no sé cuántos cubos llenos de inmundicia. Aquello era más parecido a limpiar un establo que un alojamiento de hombres y mujeres. Ese día enterramos a tres [lanzándoles al mar]; al día siguiente a uno y luego la pestilencia nos abandonó, con siete convalecientes que, instalados junto a la escotilla abierta, pronto respondieron al tratamiento y tiernos cuidados del oficial.”

     El corolario que matiza esa corrupción sistémica que sin reparos morales lucra y se forra, deshumanizadamente, con los emigrantes pobres, y no tan pobres, se observa, también, en el arribo a Nueva York; pues para eludir la cuarentena de rigor y la inspección del “oficial de cuarentena”, quien por Staten Island señala su posta con “una bandera de color amarillo pálido” enarbolada en “un mástil blanco”, debió obrar algún soborno contante y sonante, pues el Highlander pasó por allí sin mayor pena ni gloria y sin que nadie inspeccionara el barco ni a los inmigrantes, y por ende Redburn apunta: “Nunca supimos por qué nos dejaron pasar sin abordarnos”.

   

Emigrantes en Ellis Island (1892)

               En este sentido, ya en las inmediaciones del puerto de Nueva York, para burlar la cuarentena y maquillar al Higlander de impoluta asepsia, se ordenó una limpieza de cabo a rabo, lo que no la eximió de una infecta cauda contaminante, frecuente en esos mares que, con el vaivén, recala en la costa. Según narra Redburn: “La antecámara se había convertido en una casa de locos: se cerraban y ataban baúles con cuerdas y por todas partes se veía a gente lavándose la cara y las manos. Mientras eso ocurría, llegó la orden del alcázar de arrojar al mar todas las camas, mantas, cabezales y hatos de paja de la antecámara. Una orden que los emigrantes recibieron con consternación primero y con ira después. Pero se les aseguró que se trataba de una medida indispensable para librarse de una posible cuarentena que podía durar largas semanas. El caso es que aceptaron a regañadientes, y almohadas y jergones acabaron yéndose por la borda. Detrás fueron viejos potes y sartenes, botellas y cestas. El mar quedó cubierto de edredones que flotaban sobre las olas, convertidos en colchones para cualquier sirena que no fuese melindrosa. Un sinfín de cosas parecidas, arrojadas por la borda desde los barcos emigrantes al acercarse al puerto de Nueva York, flotan en los Narrows y acaban depositándose en las costas de Staten Island, a lo largo de cuya playa oriental yo había paseado a menudo y especulado sobre el origen de las jarras rotas, almohadas desgarradas y cestas deshechas que encontraba a mis pies.”

 

IV de V

Redburn Wellingborough, quien ya es un hombre maduro al redactar sus pensamientos y los episodios y aventuras de Su primer viaje, no se confiesa homosexual, aunque quizá lo sea o quizá no. Qué más da. Lo que sí parece es que Herman Melville (quien al escribir no era un burro ni un inconsciente visionario del octavo día), a través de la mirada y de la perspectiva de su protagonista, confronta, de un modo revulsivo, el machismo y la atávica homofobia de su tiempo, pues a su protagonista no se le traba la lengua ni se ruboriza al describir la belleza femenina de Harry Bolton (incluida su voz dotada para el canto), ni al referir lo femenino que él observa en las piernas de Carlo (“de rodillas abajo”), un adolescente italiano de unos 14 años, algo regordete y bajo de estatura, quien viaja entre los emigrantes irlandeses y toca el organillo por gusto y para el baile colectivo, y para subsistir y desplazarse por las callejuelas y recovecos del mundanal orbe. Las interpretaciones de Carlo dan pie a que Redburn reflexione, con cierta erudición y exaltación, sobre la música y sus instrumentos; e incluso a que deslice alguna pátina homoerótica no muy críptica: “¡Toca, toca, joven italiano! Qué más da que no suenen todas las notas, hay algo en mi interior que completa la melodía. Vuelve hacia mí tus ojos pensativos y matutinos, y mientras me arrastran los dos órganos —uno tuyo y otro mío—, deja que me asome a tu mirada insondable: hacerlo es tan hermoso como mirar en los mares de Sur y contemplar los rayos deslumbrantes de los delfines.”

         


        Esto trae a colocación el matiz homoerótico que también parece subyacer en el marinero (ex “tripulante de un barco de guerra”) que exhibe, para que todos los vean, “sus preciosos pies”, “que eran particularmente pequeños”; y en la peculiar cercanía amistosa que día a día cultivan el despensero y el cocinero negro. El despensero es “un apuesto dandi mulato que había sido barbero en Broadway”, el mismo “mulato de aspecto elegante” (pisaverde al parecer) que servía (con un gran anillo) al capitán Riga en su camarote la primera vez que lo vio luciendo un “magnífico turbante”; y el señor Thompson, el cocinero negro, quizá “miembro de una de esas iglesias negras que hay en Nueva York”, trajina en su cochambrosa covacha y no sólo los domingos lee su cochambrosa y luida Biblia que, para asombro de Redburn, tiene atada “con una cinta de cuero al barril donde guardaba la grasa que espumaba del agua en la que cocía la ternera salada”. “Cada tarde, al caer el crepúsculo, aquellos dos, el cocinero y el despensero, se sentaban en un banquito de la cocina y se recostaban el uno en el otro, como hermanos siameses, para no caerse, pues el banco era muy corto, y se quedaban hasta después de oscurecer fumando una pipa y cotilleando sobre los sucesos acontecidos durante el día en el camarote.” Mullido y reconfortante idilio que preludia la consabida cercanía corporal y fraterna que, en Moby Dick (1851), cultivan Ismael, joven, blanco y protestante, y el pagano, idólatra y arponero Quiqueg, aborigen de cráneo rapado y piel oscura y tatuada.

           

Ismael y Quiqueg

         Vale añadir que, por contribuir a la tacañería y al rapaz ahorro del capitán Riga, el cocinero negro (“el doctor”) es el tripulante del Highlander que más paga recibe al retornar a Nueva York: “no había pedido ningún anticipo” y “cobró la hermosa suma de setenta dólares”. Y el color de su piel, por asociación, ilustra sobre el contraste racista que Redburn observa en Nueva York y en Liverpool: en el puerto inglés un negro puede pasear con una mujer blanca; en el puerto norteamericano sería un escándalo (y tal vez habría una vocinglera recriminación de patio de vecindad o hasta un raudo y violento linchamiento público). 

           

Monumento a lord Nelson en Liverpool
(detelle)

           Pero además, Redburn, crítico de la esclavitud y del racismo, reflexiona, en Liverpool, hojeando el monumento estatuario donde lord Nelson muere en brazos de la mítica Victoria: “Aquellas desconsoladas figuras de cautivos representan las principales victorias de Nelson, pero no podía mirar sus miembros atezados y sus grilletes sin pensar involuntariamente en cuatro esclavos africanos en el mercado de esclavos.” Y por ende piensa en la esclavitud “en Virginia y en Carolina y también en el hecho histórico de que el tráfico de esclavos africanos fue, en cierta época, el principal comercio de Liverpool, y que la prosperidad de la ciudad se suponía indisolublemente ligada a su continuación”.

 

Monumento a lord Nelson en Liverpool
(detalle)

V de V

El marinero Redburn Wellingborough, como se entrevé en lo reseñado, no se limita a evocar y a narrar los episodios y aventuras de Su primer viaje, sino que es proclive a la reflexión y al comentario, a veces circunstancial, filosófico o religioso, y a las mil y una citas y alusiones librescas y no sólo bíblicas. En sentido, descuella el hecho de que ve a la Unión Americana como “una tierra prometida”, un ámbito ecuménico, propio del american dream, en el que tienen cabida la multitud de emigrantes de todas las latitudes del globo terráqueo. Y lo hace por su intrínseca óptica idealista, humanitaria y bondadosa, inextricable al designio cosmogónico y divino en el que cree. En este sentido, desde el púlpito de libro, y como si a través de él discursara el ectoplasma del senador Wellingborough y el eco de Nostradamus, le arenga al lector norteamericano buscando su solidaridad y reconversión:

        

Herman Melville
(c. 1846-47)

Retrato al óleto de Asa Weston Twitchell

          “Dejemos a un lado esa manida polémica nacional sobre si debería permitirse que semejantes multitudes de extranjeros pobres desembarquen o no en nuestro país; olvidémosla con la idea de que, si pueden llegar hasta aquí, es que Dios les ha dado derecho a venir, aunque traigan consigo a toda Irlanda y sus miserias. Pues el mundo entero es patrimonio del mundo entero y es imposible saber quién es dueño de una piedra de la Gran Muralla China. Dejemos esa polémica a un lado y pensemos sólo en la mejor manera en la que pueden venir los emigrantes, ya que vienen, quieren venir y vendrán.”

         

Emigrantes llegando a Nueva York

             
Y si bien Redburn dice muy poco del esclavismo y del racismo en Norteamérica, y ninguna palabra sobre la destrucción civilizatoria y la sangría étnica que conllevó la conquista y paulatina colonización de esas latitudes por parte de emigrantes europeos de pellejo blanco y barba tupida (que no se limitaron a la fiebre del oro en el viejo, salvaje y lejano Oeste), argumenta, crítico de la autosegregación judía, pero con un criterio conciliador (utopista y visionario) más allá de las fronteras nacionales, sobre la población radicada en esa geografía a mediados del siglo XIX:

           

Emigrantes en Nueva York

            “Hay algo en el modo en que ha sido poblada América que, al contemplarlo, destruye para siempre en cualquier espíritu noble los prejuicios nacionales.

     “Habitada por gente de todas las naciones, todas las naciones pueden reclamarla como suya. Es imposible derramar una gota de sangre americana sin derramar la sangre del mundo entero. Ya sea inglés, francés, alemán, danés o escocés, el europeo que se mofa de un americano está llamando Racca a su propio hermano y se arriesga a ser juzgado por ello [‘...La palabra Racca, traducida del arameo, significa cabeza vacía o sin seso’]. No somos un pueblo estrecho de miras, de intolerante nacionalidad hebrea; nuestra sangre no se ha degradado en el intento de ennoblecerla con una sucesión exclusivamente limitada a nosotros mismos. No, nuestra sangre es como la corriente del Amazonas: está hecha de un millar de nobles afluentes que desembocan todos en uno. No somos tanto una nación como un mundo, pues a menos que podamos decir, como Melquisedec, que el mundo es nuestro padre, no tendremos ni padre ni madre.

“[...]

“Somos los herederos de todos los tiempos, y compartimos nuestra herencia con todas las demás naciones. En este hemisferio occidental todas las tribus y los pueblos se están uniendo en un todo confederado, y habrá un futuro en el que veamos a los hijos de Adán reunidos como en el viejo hogar del Edén.”

 

 

Herman Melville, Redburn. Su primer viaje. Traducción del inglés al español y notas de Miguel Temprano García. Colección Alba Clásica número XCVIII, Alba Editorial. Barcelona, abril de 2008. 520 pp.

           

viernes, 29 de julio de 2022

Mi Cristina y El mar



Mensaje de náufragos 

En su prólogo a los tres cuentos de Herman Melville (1819-1891) que Jorge Luis Borges (1899-1986) seleccionó para su legendaria serie Biblioteca Personal: Benito Cereno”, Billy Budd” y “Bartleby, el escribiente” (Madrid, Hyspamérica, 1985), el autor de “El Aleph” no deja de decir que “la ballena blanca y Ahab tienen su lugar en esa heterogénea mitología que es la memoria de los hombres”. Lo mismo puede afirmarse (o rebuznarse) del bíblico Jonás y de los tres días que vivió en el vientre del gran pez enviado por la voluntad divina, del náufrago que arriba a una isla solitaria, de sirenas y leviatanes... 
      Uno de esos mitos (siempre variado o vuelto a escribir y reescribir, tal si fuera un incesante palimpsesto marítimo) resurgió y resurge en “Mi Cristina”, cuento de Mercè Rodoreda (Barcelona, octubre 10 de 1908-Gerona, abril 13 de 1983), cuya lengua literaria fue el catalán y por ende, junto con “El mar”, fueron incluidos en su libro La meva Cristina y altres contes (1967), traducido al español por José Batlló con el título Mi Cristina y otros cuentos (Madrid, Alianza Editorial, 1988).

Mercè Rodoreda 
(1908-1983)
  
       Érase que se era que un hombre fue tragado por una descomunal ballena (¿blanca?) y en ella vivió muchos, muchos años. En este sentido, “Mi Cristina” es la evocación, en primera persona, de los avatares que el hombre padece en ese lapso y la sinopsis de los infortunios que lo persiguen tras su regreso sin gloria al mundo de los no siempre humanos y a veces psicóticos caníbales. Quizá tal cuento de Mercè Rodoreda es sólo un embrión, un boceto al que le faltaron matices y tal vez más aventuras, más anécdotas, desastres y sorpresas. Lo cierto es que como si se tratara de minúscula pedrería rescatada del fondo de los océanos, posee detalles que no dejan de lucir su inequívoco magnetismo.
      Tras naufragar el Cristina, el hombre cifra su principio ontológico y gnoseológico, resumen de su apego a sí mismo y a las diminutas cosas que le brinda el vaivén de la vida, que no es más que una indetenible y oscura navegación hacia lo insondable, en la que no escasean los espejismos y los sueños y deseos inasibles y evanescentes, propios de un náufrago: “Sobre el agua revuelta una madera llana es más fuerte que todas las cosas del mundo.” Así, prendido a su tabla de salvación (un fetiche conjura fobias que apechuga contra sí e instrumento de rabieta y ataque que no suelta ni soltará hasta el fin de sus días en la panza del gigantesco cetáceo) es arrastrado al fondo del abismo por un torbellino de aguas y peces que concluye en el interior de la ballena. 
   Para no resbalar dentro del gran pez, el hombre avanza clavando el tablón y llega a una zona en la que oscilan destellos, fantasmas de colores, próximos a un enrejado de varillas (los dientes) que le permiten mirar la luna. Mientras la observa, quizá murmura: “...la pálida luna navegando entre jirones de rasgadas nubes...”, Mark Twain, Diario de Adán y Eva, transcribió Julieta Campos [1932-2007] en un margen de El miedo de perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979). 
 
Nueva Narrativa Hispánica, Joaquín Mortiz
México, abril de 1979

       

           
La constatación del sitio donde se halla el náufrago ocurre cuando está a punto de salir disparado a través del agujero rociador. El tablón bloquea su salida y colgado del cuello pasa toda la noche mirando. “Era la ballena más grande de todos los mares, la más brillante, la más antigua.” Sólo hasta que sale el sol, el agujero se ensancha y el hombre cae como una piedra. Pero ante la descripción del cetáceo, ¿cómo no pensar en la estirpe de Moby Dick (1851) y sus infinitos parentescos y apariciones?: “...esa que os parece isla no es tal, sino un gran pez que se tumbó a descansar en medio del mar...”, se lee, el mensaje en la botella, en una página de Las mil y una noches que Julieta Campos salvó (ibídem) de ese naufragio que es el olvido. O: “España... una gran ballena encallada en las orillas de Europa”, Edmund Burke (en algún lugar), según el Sub-Sub-Bibliotecario, ese dizque “simple horadador laborioso y gusano de biblioteca”, que no es otro que Herman Melville, prologuista y autor de Moby Dick.
      Dentro de la ballena, el náufrago sufre su primera mutación: empieza a respirar por los oídos. Luego descubre el cuerpo de un marino, el cual, poco después y aunque no se lo proponga ni lo quiera, le sirve de alimento. Al cumplir siete días de su caída, día cabalístico que ha registrado con su cuchillo al rayar una de las varillas, embiste las rejas. Hay un tumulto de movimientos, entonces, para conjurarlo, dice: “¡párate, Cristina!” Y así la bautiza.
       En un momento, al entrever a través del enrejado una costa verde, logra salir de su prisión. Va prendido a la tabla rumbo a tierra: ¿una isla desierta? Ya oye los chillidos de las aves y le llega el aroma de las espigas y de los pinos. Entonces, casi sin advertirlo, y como si se tratara del juego del gato y el ratón, la ballena lo vuelve a devorar. A partir de este momento, el hombre, de mil y un modos, se encarniza contra el cetáceo hasta que después de muchos, muchos años de dolorosa coexistencia y de navegar por todos los confines marítimos del globo terráqueo, el vestigio humano se cansa y se arrincona en un hueco del paladar. “Y ella me guardaba abrigándome con la lengua y yo sentía como si me acartonase, y es que ella, con su baba, me iba cubriendo de costra.” Así, cuando la ballena encalla en una roca y muere y el hombre despierta en un hospital de monjas, descubre, mientras lo alimentan con leche recién ordeñada, que esa pátina con que lo maceró el pez es una costra de perla que le cubre el cuerpo y que una de las monjas, con un martillito de madera y un líquido, se empeña en quitársela: “Señor, la piel de debajo de la costra parece la de una lombriz de tierra.” 
     La tarea dura hasta que el hombre sólo tiene costra en “la mejilla derecha y en medio lado de la cabeza”. Y además de que la llaga viva de sus entrañas le impide comer sopa caliente, nadie le cree su historia. Así, objeto de burlas infantiles, y despreciado y ofendido por los hombres que le niegan la reglamentación de sus papeles, se va, lejos del pueblo, náufrago en la isla desierta, a lo alto de los acantilados, donde ante el océano se hunde en la nocturna y dolorosa nostalgia de su perdida Eurídice: 
    “Por el lado en que el sol se ocultó, se arrastraba aún un poco de luz que se iba esfumando, y no bien estuvo todo negro, de parte a parte del mar surgió una carretera de luz ancha y quieta, y por aquella carretera de luz ancha y quieta pasaba mi Cristina con el rociador en marcha y yo iba encima de su lomo abrazado a mi tablón, como antes, cantando el himno de la marinería. Y desde donde estaba, desde todo lo alto de los acantilados, lo escuchaba muy claramente, allá abajo, cantado por mí en medio de toda aquella extensión de agua, carretera adelante, sobre mi Cristina, que dejaba un rastro de sangre. Terminé de cantar y Cristina se detuvo y yo me quedé sin respiración, como si todo se me hubiera ido por la vista, hasta que mi Cristina, y yo encima suyo, saludando y callados, nos perdimos hacia el lado donde el mar da la vuelta para ir aún más lejos...”

Mercè Rodoreda
       En un lugar de un puerto de cuyo nombre Mercè Rodoreda no quiso acordarse o precisar (podría ser el puerto de Buenos Aires, algún punto ingrávido de las Malvinas u otro de la costa argentina), por unos vaporosos instantes, como si un gigantesco ojo avizor se asomara al microscopio, se entretejen varias infinitesimales vidas, vanas e intrascendentes. Todo sucede frente a la inmensidad oceánica y celeste y así contrasta con ese rostro de lo eterno e infinito: “El mar”, obstinado y autista en su perpetuo flujo y reflujo, lo cual remite al doble movimiento del globo terráqueo y a lo enigmático e inescrutable que implica la creación del universo.
      Dos hombres pasean frente al malecón, allí donde inicia el mar abierto. El pasatiempo de su diálogo, contrapunteado por las palabras de los otros, parece decir que la vida, ese juego inescrutable, es una bobería, un constante naufragio sin importancia. Un hombre se encapricha, como si se tratara de una historia por entregas de índole folletinesca, en reconstruir, dizque para el otro, los episodios relativos a la supuesta aparición de un submarino de nacionalidad desconocida (quizá espía, nuclear o científico). Para ello y para dar veracidad a sus palabras, lleva varios recortes de periódicos, cuyas noticias ponen en tela de juicio varias cosas: la latente Guerra Fría, la vulnerabilidad del territorio argentino, y la manipulación industrial de las conciencias a través de la prensa. El otro, contemplativo y meditabundo, ante el profundo y abismal océano siente el llamado de lo secreto y prodigioso. “Me gusta sentarme cara al mar y quedarme vacío”, le dice a su amigo, pero sobre todo se lo dice a sí mismo, puesto que al hombre del submarino el mar no le dice nada, lo deja gélido. “Es que a las coquinas las va formando el mar”, le replica el contemplativo. “¿Es que no se da cuenta de que el mayor misterio del mundo es el mar? Mírelo, mírelo bien.”
       
Alianza Editorial/CONACULTA
México, octubre de 1994

         
Engarzados en esa entrecortada y antagónica conversación de sordos con la que castran y le retuercen el pescuezo al dios Cronos, se sientan en una banca en la que se halla una mujer con una jaula. Esta, que los oye, se entromete en su diálogo, matizándolo con sus pequeñeces: que usa el jilguero para los papelitos de ilusiones que vende en los mercados, que el mar está regido por la Luna, y que su ahijado motorizado sueña con ser el primer hombre que pise tal satélite. Y entre estas y otras nimiedades que relata: un vaticinio onírico que implica la aparición de un clásico fantasma, con sábana y dos agujeros negros por ojos y el indeseable regreso sin gloria de su marido al que creyó muerto cuando pertenecía a la dizque armada invencible de la División Azul, más los no menos nimios aderezos que agregan un par de niños vagabundos: provocan la huida del jilguero y su inmediato rescate efectuado por el ahijado motorizado; chillan a quijada batiente y cuentan que se han perdido, que sólo querían conocer el mar, que su mami no les dio permiso, que el trabajo de ésta incluye un vestido de lentejuelas, que él no tiene papá, pero su hermanita dos: un soldado y un dependiente... En fin y así las terrenales, efímeras y predecibles cosas de vecindario, el jilguero, la mujer de la jaula, los niños y el ahijado se marchan encaramados en la moto, mientras los hombres agregan otras tonterías propias de su soliloquio de náufragos y el mar, insondable, indiferente y autista, sigue en lo suyo salpicado ahora por la lluvia. 


Mercè Rodoreda, Mi Cristina/El mar. Traducción del catalán al español de José Batlló. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, octubre de 1994. 64 pp.



domingo, 11 de abril de 2021

Benito Cereno

Como si Dios hiciera moverse al negro

 

I de VII

Según el colofón, en Barcelona, “en abril de 2019” (y según la página legal en “mayo de 2019”) Alba Editorial editó en español Benito Cereno, la celebérrima novela corta, o cuento largo, del norteamericano Herman Melville (1819-1891). Se trata de una edición ilustrada y en cartoné que conmemora el bicentenario del nacimiento del escritor. La traducción del inglés, con algunas notas suyas, la hizo Miguel Temprano García. Y las viñetas y dibujos en color se deben al artista gráfico Edward McKnight Kauffer (1890-1954). En este sentido, se lee en la “Nota al texto”:

          

Alba Clásica número CXLVIII, Alba Editorial
Barcelon, mayo de 2019

           
Benito Cereno se publicó por primera vez en la revista Putnam’s Montly, entre octubre y diciembre de 1855. Pasó luego a formar parte de The Piazza Tales (Miller & Holman, Nueva York, 1856), una colección de relatos que Melville había querido en principio titular Benito Cereno and Other Stories. La presente traducción se basa en el texto incluido en esta colección.

           “Las ilustraciones de Edward McKnight Kauffer proceden de la edición de The Nonesuch Press publicada en Londres en 1926. Fue la primera vez que la nouvelle se publicaba por separado.”

           


          A esto se añade la escueta y anónima reseña de la obra que figura en la cuarta de forros, seguida por la resaltada declaración de Jorge Luis Borges sobre Benito Cereno: “Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.”

          

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 21
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985

          
Tal enunciado concluye el “Prólogo” que Borges, con María Kodama de amanuense y aliento vital, pergeñó ex profeso para presidir a “Billy Budd”, a “Benito Cereno” y a “Bartleby, el escribiente”, editados de manera conjunta en 1985, en Madrid, con el número 21 de la colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges. En éste, la traducción de “Bartleby, el escribiente” es de Borges (es la misma traducción que en septiembre de 1984, con un “Prólogo” suyo, conformó el número 9 de La Biblioteca de Babel, serie de 33 números editada en Madrid por Ediciones Siruela con la idea y el diseño de Franco Maria Ricci); y las traducciones de “Billy Budd” y de “Benito Cereno” son de Julián del Río. Y el laudatorio y sofista párrafo final que cierra el “Prólogo” de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, reza al completo (a todas luces para incitar la intriga del novicio lector):

       

La Biblioteca de Babel número 9
Ediciones Siruela
Madrid, septiembre de 1984

         
Benito Cereno sigue suscitando polémicas. Hay quien lo juzga la obra maestra de Melville y una de las obras maestras de la literatura. Hay quien lo considera un error o a una serie de errores. Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.”

            Vale observar que las traducciones que Julián del Río hizo de “Billy Budd” y de “Benito Cereno” resultan amenas y envolventes. Y al igual que Miguel Temprano García, incluyó algunas notas al pie de página marcadas con asteriscos. Por ejemplo, en la página 14 de la versión de Julián del Río se lee: “Aquella luz solar, también semivelada por las mismas nubes bajas y reptantes, se mostraba como el siniestro ojo único de alguna intrigante de Lima observando a través de la Plaza por el agujero indio de su negra saya-y-manta.” Y sobre esas palabras en cursiva anotó al pie de página: “En castellano en el original.” Por su parte, Miguel Temprano García no indica esto y su versión dice en la página 14: “[...] igual que el sol, a estas horas un hemisferio en el borde del horizonte, que, en apariencia, se esforzaba por entrar a la vez que el barco desconocido y, que tocado con las mismas nubes bajas y progresivas, no era muy distinto del ojo siniestro de una intrigante de Lima asomado por la Plaza desde la aspillera de su oscura saya-y-manta.”

            Otro contrastante ejemplo es la divisa que de manera tosca y rupestre se lee en un pedestal ubicado en la proa del Santo Domingo, el barco español cuyo presunto capitán es Benito Cereno. En la página 17 de la versión de Julián del Río se lee así: Seguid a vuestro jefe y en el pie anota: “En castellano en el original.” Mientras que Miguel Temprano García, en su correspondiente página 17, la apunta de igual modo, pero en su pie reporta algo más: “En español en el original (textualmente: ‘Seguid vuestro jefe’).”

     

Letras Universales número 71, Ediciones Cátedra
Novena edición
Madrid, 2012

         
Cabe observar que, pese a las notas al pie de página, ninguna de las dos versiones son rigurosas y exhaustivas ediciones críticas y anotadas, como sí parece que lo es (pero no lo es del todo) la sesuda y conjunta traducción y edición que hizo Julia Lavid de Bartleby, el escribiente, Benito Cereno y Billy Budd, libro publicado en Madrid, en 1987, con el número 71 de la colección Letras Universales de Ediciones Cátedra, precedido por un erudito y documentado ensayo, una nota sobre la edición y la bibliografía. Más bien resulta que, dada su arbitrariedad, las motivó el capricho, el gusto, el antojo y la presunción de sapiencia. En este sentido, llama la atención, por ejemplo, que Miguel Temprano García, en la página 83, dé a entender en una nota que la frase: “tan muda como la del muro” es una alusión bíblica, dado que su correspondiente pie reza: “Daniel, 5, 30-31.” Pues en una Biblia editada en 1960 por las Sociedades Bíblicas en América Latina (idéntica a las miles de biblias que pululan hasta la saciedad por todos los subterráneos, recovecos y catacumbas de la aldea global) no se lee nada que concuerde. Es decir, si bien el capítulo 5 de Daniel se titula “La escritura en la pared”, en los versículos “30-31” no hay nada que diga o conjugue con “tan muda como la del muro”.

            La versión de Miguel Temprano García, pese a su amenidad, no es una traducción perfecta. Por ejemplo, como si en el idioma español no hubiera equivalentes, en dos líneas de la página 103 se oye cacofónico: “Por omitir los detalles y las medidas que tomaron después, baste con señalar que, después de dos reparaciones”. Ídem en un fragmento que se halla en la página 111, donde además el pronombre “él” se utiliza como si fuera el artículo “el”: “por un gesto azaroso de Raneds, el primer oficial, al declarante al entregarle un cuadrante, que despertó sus sospechas, aunque era inofensivo, lo mataron; aunque luego se arrepintieron, pues el oficial era él [sic] único a bordo, con la excepción del declarante, que sabía navegar la nave.” Sin embargo, el plus del plus de la versión de Miguel Temprano García se lee en su primera nota al pie de página, cuyo intríngulis, además de que hace suponer que Melville urdió una especie de palimpsesto al imaginar y escribir “Benito Cereno”, da notica al desocupado lector de un sustancial meollo que no figura en la legendaria edición de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, ni en innumerables ediciones de tal relato. En este sentido, Miguel Temprano García apunta sobre el origen de “Benito Cereno” y del capitán Amasa Delano:

            “Melville se inspiró en el capítulo XVIII de A Narrative of Voyages and Travels Comprising Three Voyages Round the World (1817), del capitán Amasa Delano (1763-1823), donde contaba su encuentro en 1805 (no en 1799) con el barco español Tryal y su cargamento de esclavos.”

 

II de VII

En el decurso anecdótico de Benito Cereno se distinguen dos tempos narrativos. El primero transcurre durante un solo día: el 18 de agosto de 1799. Inicia temprano en la mañana (“poco después del amanecer”) cuando el Bachelor’s Delight (“Deleite del Soltero”), un “gran barco dedicado a la caza de focas y al comercio en general”, para repostar agua y pesca, se halla detenido, hace más de 24 horas, “en el puerto de Santa María, una isla pequeña, desierta e inhabitada en el extremo sur de la larga costa de Chile”. A través de su catalejo, el capitán Amasa Delano, oriundo de Duxbury, Massachusetts, observa que un gran bajel, extrañamente sin bandera, parece ir sin gobierno, en la bahía, rumbo a unos arrecifes; indicativo, según interpreta, de que desconoce el lugar y está en aprietos. Puesto que el capitán Delano es un buenazo de buena entraña decide ir a proporcionar auxilio en la Rover, la ballenera del barco, no sin varias cestas repletas del pescado que sus marineros capturaron durante la noche. Al acercarse al Santo Domingo, aún en la ballenera, el capitán Delano se percata del “verdadero carácter del barco: un mercante español de primera clase, dedicado al transporte de esclavos negros, entre otras mercancías de valor de un puerto colonial a otro. Un barco muy grande, y, en su época, muy bueno, como los que se veían de vez en cuando en aquellos tiempos por la costa; antiguos barcos dedicados al transporte de tesoros de Acapulco, o fragatas jubiladas de la armada real española, que, como viejos palacios italianos, conservaban vestigios de su originario esplendor pese a la decadencia de sus dueños.” Pero antes de tal certeza, al aproximarse en la ballenera, tuvo algún dejo de espejismo y evanescente imagen poética: “Desde una posición más cercana, el barco, visible en la cresta de las olas de color plomizo, cubierto aquí y allá de jirones de niebla, parecía un monasterio enjalbegado después de una tormenta, colgado de algún pardo precipicio de los Pirineos. Pero no fue solo un parecido fantasioso lo que por un momento casi llevó al capitán Delano a pensar que tenía delante nada menos que un barco cargado de monjes. Atisbando por encima de la borda había algo que, en la brumosa distancia, recordaba en realidad a unas capuchas oscuras; mientras que, a través de los portillos abiertos, se veían de vez en cuando otras figuras oscuras, como frailes dominicos que deambulan por el claustro.”

           

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 23

       
A través del vocerío y del coro de quejas que en cubierta lo reciben, el capitán Delano atisba las carencias y el deterioro de los españoles blancos y de los africanos negros que pueblan, mezclados, el Santo Domingo; de modo que ordena a sus marineros retornar al Bachelor’s Delight y traer barriles de agua y más comestibles (calabazas secas, pan, azúcar y sidra embotellada). Así que sus hombres van y regresan con lo requerido. Pero luego de arriar esto, el capitán Delano se vuelve a quedar solo en el barco español, pues dispone que sus marineros retornen y vayan “a llenar más barriles de agua en el manantial”. Y además ordena “que adviertan a su primer oficial de que no se preocuparan si, pese lo previsto en ese momento, el barco no estaba en el fondeadero al atardecer; pues, como esa noche iba a haber luna llena, él mismo se quedaría a bordo para pilotarlo cuando soplara el viento.” Pero si bien llega a dirigir el pilotaje del Santo Domingo rumbo al fondeadero en la isla de Santa María, las cosas a bordo, salpimentadas de enigmas y de momentos inquietantes y aciagos en los que teme por su vida, no ocurren exactamente así.

          

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 81

           
Durante ese largo día a bordo del barco español, el capitán Amasa Delano observa que, a la par del abandono y menoscabo físico del buque y de quienes lo habitan, proliferan y abundan las anomalías. Su capitán, Benito Cereno, de 29 años de edad, padece alguna dolencia física: sufre desvanecimientos y ataques de tos que interrumpen los diálogos y apenas logra sostenerse en pie y dar unos cuantos pasos por sí mismo; pero, según ve, se mantiene a flote y más o menos cuerdo, gracias al auxilio y asistencia de Babo, su lacayo personal, quien es un esclavo negro y enano de 30 años. A lo que se añade algún inescrutable trastorno nervioso que agria y enturbia el buen trato que el español debería brindarle al norteamericano que lo socorre motu proprio: resulta adusto, cerrado, proclive a la fobia, a la amnesia, a la contradicción de sus dichos, y esquivo e indolente para acordar, con el capitán Delano, los costes de la reparación del Santo Domingo en el puerto de Concepción. Y lo no menos sorprendente e intrigante: carece de autoridad para gobernar el barco, no sólo en lo que se refiere al mantenimiento y pilotaje, sino ante la rara insubordinación que observa en la conducta de los esclavos negros (ancianos, hombres, mujeres, niños), que son mayoría y se mueven a sus anchas, pese a que conforman un cochambroso gueto concentrado en la proa y en la amplia concavidad de la inservible lancha (que mujeres y chiquillos toman por cueva), y a que entre ellos se distinguen cuatro viejos calafateadores, más seis negros ashanti (de aspecto salvaje) que pulen hachas sin cesar, y un negro gigantón y hercúleo que es el único que deambula encadenado desde el pescuezo. Por ejemplo, ve que un mozalbete negro, por algo que no le pareció, ataca con un cuchillo a un grumete blanco haciéndole en la cabeza “un chirlo del que manó sangre”. Frente al desconcierto del capitán Delano, don Benito, pálido, no vocifera ni reconviene ni castiga ni ordena ni mueve un dedo y se limita a responderle a su amable visita: “que eran cosas de muchachos”. Alarmante y oscura apatía y derrotismo que se repite cuando, frente a las narices de ambos capitanes, un par de esclavos negros empujan y tiran al suelo a un marinero blanco.  

     Por las preguntas del capitán Amasa, que quiere saber qué fue lo que ocurrió en el Santo Domingo para que carezca de oficiales encargados del orden y de la navegación, Benito Cereno le narra:

“Hace ahora ciento noventa días [...] que este barco, con una buena dotación de oficiales y una buena tripulación, así como varios pasajeros (unos cincuenta españoles en total), partió de Buenos Aires hacia Lima, con un cargamento general, quincallería, té del Paraguay y otras cosas por el estilo, además —señaló hacia la proa— de esos negros, que, como puede ver, ahora no serán más de ciento cincuenta, pero entonces eran más de trescientas almas. Cerca del cabo de Hornos tuvimos fuertes tormentas. En un instante, por la noche, perdimos a tres de mis mejores oficiales y a quince marineros, además de la verga mayor; la percha se rompió bajo sus pies por las bozas, mientras intentaban arriar con espeques la vela congelada. Para aligerar el casco arrojamos por la borda los sacos de mate más pesados y la mayoría de los barriles de agua que llevábamos estibados en la cubierta. Y esta última necesidad fue, unida a las prolongadas encalmas que sufrimos después, lo que se convirtió en la causa principal de nuestro sufrimiento.” Y luego de la sucesión de tormentas, según le narra, una calamitosa “fiebre maligna siguió al escorbuto”, lo cual mató a negros, y a más aún a blancos y tripulantes, “entre ellos [...] a todos los oficiales que quedaban a bordo.”

 

III de VII

Vale puntualizar que, pese a la integridad ética y al buen corazón que caracterizan al capitán Amasa Delano, reproduce y representa el arquetipo de un hombre blanco de su tiempo; es decir, su raciocinio y su idiosincrasia son inextricables a los atavismos y prejuicios de la presunta supremacía de la raza blanca y de los imperios y países de la civilización occidental. De ahí que los esclavos negros, nativos de África, que se cazan, compran y venden por sucesivos propietarios, sean una mercancía más que se apila y transporta por barco, regularmente con grilletes y cadenas y hacinados en pestilentes mazmorras bajo cubierta. Aun así el capitán Amasa ve con aprecio a los seres de raza negra (libres o esclavos) y suele intercambiar impresiones con ellos; pero no lo hace “por filantropía, sino por simpatía, como les ocurre a otros hombres con los perros Terranova”. No obstante, entre los misterios, las preguntas, las divagaciones, la desconfianza, el temor y los desconciertos que vive en el Santo Domingo, prácticamente sólo cruza frases con Babo (quien sabe español, al igual que el norteamericano) y sólo oye la cantarina voz del despensero mulato, atractivo y con turbante —cuya imagen intachable es parecida a la traza de rajá que luce el despensero mulato del Higlander, según se lee en Redburn (1849), la cuarta novela de Herman Melville—. Resulta consecuente, entonces, que ante la conducta de un berrinchudo y desnudo bebé negro, junto a su madre esclava con los pechos desnudos, diga para sí: “He aquí la naturaleza en estado puro: todo ternura y amor.” Y según reporta la voz narrativa: “Este incidente le impulsó a fijarse con más detalle en las otras negras. Le gustó su aspecto: como la mayoría de las mujeres no civilizadas, parecían al mismo tiempo de corazón tierno y constitución robusta; dispuestas a luchar o morir por sus hijos. Tan poco sofisticadas como hembras de leopardo; tan cariñosas como palomas. ‘¡Ay! —pensó el capitán Delano—, tal vez algunas sean las mismas a quienes vio Mungo Park en África y de quienes habló con tanto respeto.”

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 57


IV de VII

Obsérvese, entre paréntesis, que esa alusión libresca que se lee en la página 55 no motivó al traductor a incluir una nota, al pie de página, sobre el histórico explorador escocés Mungo Park (1771-1806), de quien, por cierto, existe una edición en español (traducida por Susana Carral Martínez) de su seminal diario (publicado por primera vez en inglés, en Londres, en la “primavera de 1799”) y de sus póstumas cartas: Viajes a las regiones interiores de África, libro editado en La Coruña con el número 34 de la colección Viento Simún de Ediciones del Viento; lo cual ejemplifica el antojo o capricho con el que procedió, pues, por ejemplo, en la página 65 sí insertó una nota sobre el “conspirador católico” Guy Fawkes (1570-1606), quien, apunta, “intentó volar el Parlamento inglés con barriles de pólvora, leña y carbón colocados en los subterráneos del edificio”.

   

Viento Simún número 34, Ediciones del Viento
La Coruña, 2008

           
Vale añadir que en la página 54 de la citada versión de Julián del Río también figura “Mungo Park” sin ninguna nota: “‘¡Ah!’, pensó el capitán Delano, ‘quizá son algunas de las mismas mujeres a quienes vio Mungo Park en África, y de las que nos dio tan noble descripción.’” Y que en la página 155 de la versión de Julia Lavid figura otro apellido en el sitio de “Mungo Park” (según apunta, tradujo “del volumen Piazza Tales [1856]”, “edición de Hendricks House de 1962”): “Ah, pensó el capitán Delano, éstas quizás son algunas de las mismas mujeres que vio Ledyard en África, y de las que dio tan noble noticia.” Pero además de que Julia Lavid no insertó una nota sobre ese cambio (¿qué fue primero: el huevo o la gallina?), tampoco incluyó una nota sobre “Ledyard”, pese a que al parecer se trata de una sobrentendida alusión al legendario explorador norteamericano John Ledyard (1751-1789).

John Ledyard
(1751-1789)


 

V de VII

Precisamente por esa intrínseca supremacía racista es que al capitán Amasa Delano le sorprende que una y otra vez Babo —negro, esclavo y enano (quizá ejemplar de alguna etnia pigmea)— meta su cuchara y las narices entre los diálogos que él sostiene con su amo don Benito Cereno. Y le llega a resultar molesto e irritante el que siempre aparezca cuando él quiere negociar, a solas, con el capitán español. Por ende, ante la objeción del gringo, el español le refrenda que Babo es su “consejero privado”. Pero antes de esto, cuando el capitán Amasa Delano observa las diligencias del esclavo para servir y socorrer a su dueño en los instantes críticos de su salud y en el decoro de su vestimenta de figurín y presencia impoluta, llega a idealizarlo e incluso hasta dice querer comprarlo: “Dígame, don Benito —añadió con una sonrisa—, me gustaría quedarme con su criado: ¿cuánto quiere por él? ¿Cincuenta doblones le parecerían suficientes?” Lo cual, ante el mutismo y la descompostura de su dueño, el propio esclavo apostrofa: “El amo no se separaría de Babo ni por mil doblones”. En este sentido, un pasaje (con cursivas del reseñista) que ilustra sobre la supremacía y el criterio racial del buenazo del capitán Amasa Delano, es la apología de los ejemplares de raza negra que se lee en torno a la destreza con que el negro Babo rasura a Benito Cereno en su astrosa y desordenada cámara del Santo Domingo:

          

Pigmeos en la selva de Ituri, Congo
(Autor y fecha desconocidos)
Tarjeta postal incluida en
Viajes a las regiones interiores de África (Ediciones del Viento, 2008)

             
“En ese momento, el criado, toalla al brazo, hizo un gesto como solicitando la anuencia de su amo. Don Benito se mostró dispuesto y él lo sentó en el sillón de Malaca y, para comodidad del invitado, colocó enfrente uno de los bancos, hecho lo cual, el criado dio inicio a las operaciones y le desabrochó a su amo el cuello y le aflojó la corbata.

            “El negro tiene algo que de un modo muy peculiar lo predispone para esta vocación. La mayor parte de los negros son ayudas de cámara y barberos natos y manejan el peine y el cepillo con la misma soltura que las castañuelas y casi con idéntico placer. Tienen además mucho tacto y se comportan con una diligencia fluida, callada y graciosa, no carente de elegancia y muy placentera para quien la presencia y más aún si es el objeto de ella. Pero sobre todo destacan por su buen humor. No hablamos de sonrisas y carcajadas. Eso estaría fuera de lugar. Sino de cierta alegría armoniosa en cada gesto y cada mirada; como si Dios hiciera moverse al negro al son de una agradable melodía.

            “Si a eso se le añade la docilidad derivada del temperamento sin ambición de una inteligencia limitada y la propensión a un apego ciego inherente a veces a los seres indiscutiblemente inferiores, es fácil entender por qué hipocondríacos como [Samuel] Johnson y [lord] Byron, no tan distintos tal vez del hipocondríaco Benito Cereno, tenían tanto cariño, casi por delante de toda la raza blanca, a sus criados, los negros Barber y Fletcher.”

 

VI de VII

El segundo tempo narrativo que se observa en el decurso anecdótico de Benito Cereno revela, y narra, el lado oculto de la narración; es decir, tanto las causas del montaje escénico representado en el primer tempo (casi el primer acto de una improvisada farsa teatral), así como el trasfondo y las menudencias de lo que realmente ocurrió en el Santo Domingo desde que zarpó el 20 de mayo de 1799, no de Buenos Aires a Lima, sino de Valparaíso al Callao, hasta que el 18 de agosto de ese año, en las inmediaciones de la isla de Santa María, el barco español confluyó con el buque norteamericano.

         

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 95

           
Lo secreto y camuflado pudo desvelarse y registrarse en “documentos oficiales españoles” porque, alrededor de las seis de la tarde de ese 18 de agosto de 1799, cuando el capitán Delano acababa de descender a la ballenera de su navío (fondeado en altamar y paralelo al bajel español), Benito Cereno, inesperadamente, saltó a ésta, provocando una serie de gritos y agresivos equívocos, y una súbita pelea (unos segundos después Babo también saltó armado de un cuchillo y luego sacó otro para apuñalar a Benito, pero no pudo dañar a nadie, dada la belicosidad del capitán Amasa, sagaz lobo de mar en la lucha cuerpo a cuerpo). 

             

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 101

           
Y casi enseguida hubo una feroz y virulenta guerra entre los africanos negros que atacan y contraatacan pertrechados tras las amuradas (mientras las negras cantan en coro) y los norteamericanos blancos que acometen, desde la ballenera, para asaltar y sitiar el Santo Domingo; batalla que dio por resultado el triunfo de la supremacía, pues ningún blanco murió, pero sí hubo heridos, varios graves; mientras que entre los negros murieron unos veinte, más los heridos y mutilados. En síntesis, los blancos, ya a bordo del Santo Domingo, “Encadenaron a los negros supervivientes y remolcaron de vuelta el barco [español] que, a medianoche, volvía a estar anclado en el fondeadero.” Luego de un par de días de reparaciones en la isla de Santa María, “los barcos pusieron rumbo hacia Concepción, en Chile, y desde allí siguieron [su] viaje hasta Lima, en Perú, donde los tribunales del Virreinato investigaron lo sucedido desde el principio hasta el final.”

            En ese segundo tempo narrativo descuella un estilo arcaico, oficialesco y florido que parodia la redacción de una serie de fragmentos de fojas judiciales, cuya causa (“contra los negros del barco Santo Domingo”) fue iniciada y presidida, el 24 de septiembre de 1799, por “don José de Abos y Padilla, Notario de su Majestad y la Real Hacienda, Registrador de esta Provincia y Notario Público de la Cruzada de este Obispado, etcétera”. Allí, en esas documentales páginas, destacan los pasajes de la “Declaración del primer testigo, don Benito Cereno”.

            A través de todo ello se tiene noticia de que, a las tres de la madrugada del séptimo día del inicio del viaje del Santo Domingo, el enano Babo encabezó el motín de los esclavos negros, marcado por una primera matanza: “hirieron de gravedad al contramaestre y al carpintero, y dieron muerte a dieciocho hombres que dormían en cubierta, a unos con hachas y espeques y a otros arrojándolos vivos por la borda después de atarlos”. Esto sólo es un botón de muestra de la espeluznante calaña asesina, vengativa y sanguinaria que caracteriza al negro Babo (y a sus secuaces), cuya mano derecha era Atufal, ese negro gigantón y corpulento, al parecer ex jefe de una tribu en África, que posaba con grilletes y cadenas, mudo y sumiso; es decir, camuflado para vigilar los pasos de don Benito y del capitán Amasa, y para oír los parlamentos que se dijeran entre sí. Y además de deambular en silencio y sigilosamente por donde se mueve el gringo, cada determinada hora, cuando restalla el “tétrico tañido de cementerio, como si estuviera rajada, la campana de proa tañida por uno de los canosos recogedores de estopa”, el hercúleo titán de ébano tiene que presentarse ante don Benito dizque para rogarle el perdón por una afrenta. Y dizque por eso, como penitencia, “Llevaba un collar de hierro al cuello del que colgaba una cadena enrollada tres veces alrededor del cuerpo y con los eslabones del extremo enganchados a una ancha banda de hierro que llevaba al cinto.” Pero, según el planeado sketch, Atufal, siempre mudo y orgulloso ex rey, nunca se humilla ni se digna a solicitarle el perdón al amo, quien, como broche de oro escénico, lleva en el cuello, colgada de “un fino cordón de seda”, la llave que dizque puede abrir el candado y liberar del castigo al gigantón y manso negro.

    El objetivo del motín era que el Santo Domingo, pilotado por don Benito, los llevara a “un país de negros” cercano a esos mares y, si no lo había, tendría que trasladarlos “al Senegal o las islas vecinas de San Nicolás”. No obstante, pese a que esto transluce la ignorancia de Babo (y de los negros) en temas geográficos y de navegación y gobierno de un barco, cuando en las inmediaciones de la isla de Santa María vislumbra la proximidad del buque norteamericano y deduce y anticipa el inminente abordaje de los marineros de éste, se revela como la quintaescencia y el non plus ultra de la hez de la canalla: un astuto y macabro actor y director escénico, pese a que ya lo era (también los enanos empezaron desde pequeños), inextricable a su índole pirata, sádica y terrorista. Es decir, además de mantener aterrorizados y con los pelos de punta a los timoratos blancos sojuzgados por el cruento yugo negro, a don Alejando Arana, amigo de don Benito Cereno, y dueño de la mayor parte de los esclavos negros, después de que Babo ordenara su asesinato (quizá fue desollado vivo y su carne consumida por caníbales), ordenó que su despellejado y blanco esqueleto fuera exhibido en el significativo lugar del mascarón de proa (cubierto con una vieja jarcia durante la estancia del capitán Amasa, dando el gatazo de una supuesta reparación). Y fue el propio Babo el que rotuló la rupestre sentencia que signa la osamenta: “Seguid a vuestro jefe”; o sea, se trata de una críptica amenaza y declaración de principios dirigida, sobre todo, a don Benito.

        

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 19

         
Antes de que se acercara la ballenera del barco norteamericano y de saber quién subiría a bordo del Santo Domingo, Babo, quien además de jefe del motín funge de capitán de los esclavos, organizó el libreto y el montaje escénico y decidió el papel teatral que debería de representar cada esclavo (y cada coaccionado y amedrentado blanco) ante las visitas (que serían efímeras, puesto que Babo planeaba asaltar el barco gringo, quizá durante la noche, y matar a sus tripulantes). En este sentido, en sitios estratégicos de vigilancia (incluida la masificada conducta de la prole negra) colocó a los cuatro ancianos calafateadores, quienes, durante la permanencia del capitán Amasa, con un ojo al gato y otro al garabato, “tenían trozos de jarcia vieja en las manos, y, con una especie de estoica contención se dedicaban a deshacer la jarcia en estopa que iban amontonando a su lado”. Y a modo de acechante, camuflada y parapetada guardia pretoriana; o sea: guerreros salvajes con cédula para matar, colocó, también en puntos estratégicos, a los seis negros ashanti pulidores de hachas, quienes, según el capitán Amasa, “a diferencia de los demás, tenían el aspecto tosco de los africanos sin civilizar”. Esos seis negros ashanti estaban “sentados a intervalos regulares con las piernas cruzadas; cada uno con un hacha oxidada en la mano, que se dedicaban a limpiar como marmitones con un trozo de ladrillo y un trapo; entre cada dos de ellos había una pequeña pila de hachas de abordaje, con el filo herrumbroso hacia delante en espera de idéntica operación. Aunque de vez en cuando los cuatro que recogían estopa se dirigían brevemente a alguna persona o personas de la multitud de abajo, los seis pulidores de hachas no hablaban con nadie ni cruzaban un solo susurro entre ellos, sino que estaban concentrados en su tarea, excepto en algunos momentos, cuando con esa peculiar afición de los negros a unir el trabajo con la diversión, dos de ellos entrechocaban las hachas como si fueran platillos, y producían un bárbaro estruendo.”

  Parte de la utilería de ese montaje teatral y escenográfico es, desde luego, la bandera española que Babo usa a modo de capa de peluquero al rasurar a don Benito, pues si bien éste “dijo ser nativo y residente en Chile”, el reino de España es el epicentro del virreinato, y el utilizar tal blasón de ese modo tan burlesco y falto de respeto, es una incisiva y flagrante afrenta, y un insulto y escupitajo a la sacrosanta madre patria; intríngulis del que Benito, aterrorizado ante el ninguneo de Babo con la navaja (y con los cuchillos que esconde), no dice nada (ni mu ni pío); mientras que el capitán Delano toma el detalle como una peculiar muestra de alegría y sentido del humor: “El castillo y el león —exclamó el capitán Delano—, caramba, don Benito, está utilizando usted la bandera de España. Menos mal que soy yo y no el rey quien lo está viendo —añadió con una sonrisa, luego se volvió hacia el negro y añadió—: aunque ¿qué más da con tal de que los colores sean alegres?”

   Pero la cereza del pastel de la utilería y del vestuario de esa singular y azarosa obra teatral de improvisados actos, son las vestimentas que portan el supuesto amo y supuesto capitán Benito Cereno y el supuesto y servil esclavo Babo: “Al ver al amo y al criado, el negro sosteniendo al blanco, el capitán Delano no pudo sino pensar en la belleza de esa relación que simbolizaba por un lado la lealtad y por el otro la confianza. La escena se veía realzada por el contraste en la forma de vestir que indicaba sus relativas posiciones. El español llevaba una amplia chaqueta chilena de terciopelo negro, calzas y medias blancas, con hebillas de plata en la rodilla y el tobillo; un sombrero de cáñamo fino y copa alta; una espada delgada con la empuñadura de plata, colgada de un nudo en el fajín, un complemento casi invariable, más por utilidad que por adorno, del atuendo de un caballero sudamericano de nuestros días [...] El criado llevaba solo unos pantalones anchos, en apariencia, y a juzgar por los remiendos y la tosquedad de la tela, hechos con alguna vieja gavia; estaban limpios y sujetos a la cintura por un trozo de cuerda deshilachada, lo que, unido a su serenidad y gesto de disculpa, le daba un aire como de fraile mendicante franciscano.”

 

VII de VII

Vale concluir la nota con la transcripción del párrafo que cierra esta extraordinaria e inmortal narración de Herman Melville, que da noticia, después del juicio y ya dictada la sentencia, del dramático fin del negro Babo, del enfermo y patético don Benito, y de los resguardados restos mortales del otrora negrero don Alejandro Arana:

 

Herman Melville en 1861

         
“Unos meses después, arrastrado hasta el patíbulo detrás de una mula, el negro encontró su silencioso final. Quemaron el cadáver; pero la cabeza, esa colmena de sutilezas, estuvo muchos días en la plaza, clavada en una pica, sosteniendo impasible la mirada de los blancos; y mirando, al otro lado de la plaza, a la iglesia de San Bartolomé, en cuya cripta descansaban, entonces y ahora, los huesos recuperados de Aranda; y, al otro lado del puente sobre el Rímac, al monasterio del monte de la Agonía, donde, tres meses después de ser dispensado por el tribunal, Benito Cereno, dentro de un ataúd, siguió, en efecto, a su jefe.”

 

Herman Melville, Benito Cereno. Notas y traducción del inglés al español de Miguel Temprano García. Viñetas e ilustraciones en color de Edward McKnight Kauffer. Colección Alba Clásica número CXLVIII, Alba Editorial. Barcelona, mayo de 2019. 125 pp.