Fantasmas
en la noche de trasluz
I de IX
En enero de 2022, con un
tiraje de veinte mil ejemplares, el FCE publicó, en la Ciudad de México y en la
colección Vientos del Pueblo, el librito de 32 páginas Nueve noches con Violeta del Río, cuento del escritor cubano
Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), ilustrado (en el interior) con
dibujos en blanco y negro de Edu Molina que parecen recuadros de historieta o de
novela gráfica. Datado al calce en “2001”, el relato es uno de los trece
cuentos del narrador reunidos en Aquello
estaba deseando ocurrir, libro editado por Tusquets en España y en México,
en febrero y mayo de 2015, con el número 849 de la Colección Andanzas. El hecho
de que la Violeta del Río del cuento sea una cantante de boleros, homónima de
la cantante de boleros de la que se tiene noticia (y diversos visos y
testimonios) en La neblina del ayer (Tusquets,
2005) —novela negra de la saga protagonizada por el investigador criminal Mario
Conde— incita a la ineludible comparación o a reseñar algunos rasgos en que
coinciden y no coinciden.
Leonardo Padura |
Las novelas policiales en las que se mueve Mario Conde están pobladas de monólogos, de un coro de voces, de distintas hablas y tesituras teñidas de modismos y cubanismos; es decir, de relatos en primera persona en los que algunos de los personajes rememoran o bosquejan aspectos de su autobiografía (o pormenores de su vida) y su versión de los hechos en torno a un crimen, sucedido o persona. Tal cualidad polifónica y poliangular implica y coloca en relieve la virtud de Leonardo Padura para el relato en primera persona; un botón de muestra (in extenso) son las memorias del poeta decimonónico José María Heredia que se leen, en capítulos entreverados, a lo largo de La novela de mi vida (Tusquets, 2002). Vine a colación esto porque en La neblina del ayer abundan los relatos en primera persona y porque el cuento Nueve noches con Violeta del Río es una narración en primera persona. La voz cantante del relato (que no canta boleros de viva voz, pero sí en su intrínseca memoria y por ende en el evocativo texto del cuento) es la voz de un anónimo ex universitario cubano, de 48 años, quien en mayo de 1998 recién hizo su primer viaje a los Estados Unidos, “invitado a participar en un encuentro académico”. Y “antes de regresar a La Habana” (y oír la grabada voz de Bola de Nieve cantando un bolero junto a la foto de Violeta del Río conservada por él durante treinta años), dice: “logré pasar varios días en Miami, donde ahora viven muchos de mis viejos amigos, mi única hermana, casi todos mis primos y los que todavía respiran de mis tíos”. Y para despedirlo, su hermana y su cuñado lo llevaron a cenar a La Carreta, un restaurante de comida cubana; y luego a La Cueva, un club en Miami Beach, “uno de los muchos locales de moda en Ocean Drive” que, “según decían, “solía ser tranquilo y tenía muy buen ambiente, pues sólo se escuchaban boleros”. El trío familiar arriba a La Cueva a las once de la noche del 16 de mayo; y allí, como si penetrara y se sumergiera en la penumbra de un subterráneo, onírico, odorífico, vaporoso e íntimo déjà vu, percibe y observa la silueta y la sugestiva voz del revulsivo fantasma llamado Violeta del Río, cantando —para él (así lo interpreta), que fuma y paladea un ron collins como en los iniciáticos tiempos de antaño—, los versos de La vida es un sueño; cantante a la que le perdió la pista hace tres décadas, precisamente en octubre de 1968, cuando él aún no cumplía los 19 años de edad.
Colección Vientos del Pueblo, Fondo de Cultura Económica Ciudad de México, enero de 2022 |
Si en ese breve y anecdótico pasaje, aparentemente aséptico, que es el culmen final del cuento, Leonardo Padura alude el recurrente tema (en su narrativa) del exilio cubano en Estados Unidos y al unísono el implícito e inextricable trasfondo que subyace en el leitmotiv que lo incita y catapulta; o sea: el drama social, político y económico que agobia a la isla caribeña (con miseria, rezago, falta de libertades, injusticia y abuso del poder autoritario) desde que empezó a empantanarse la Revolución Cubana (más aún durante el Período Especial de los 90), esto también permea la urdimbre sociológica del relato.
El anónimo protagonista inicia su
evocativa memoria narrando su arribo a La Habana, en 1967, para inscribirse en
la universidad y hospedarse en la residencia de becarios; entonces era un mal vestido jovenzuelo, “provinciano,
católico y revolucionario”. Según dice: “comencé a gastar mis solitarias noches
de sábado en deslumbrados recorridos ascendentes y descendentes por aquel
esplendoroso tramo de calle, empinado entre el mar eterno y la recién abierta
heladería Coppelia. Subía y bajaba la Rampa en un éxtasis permanente, empeñado
en llenar mis pulmones y mis ojos con aquel mundo magnético de neones coloridos
y autos americanos todavía potentes, de las primeras minifaldas y los primeros
hippies tropicales y subdesarrollados que brotaban en la isla, y de los últimos
vestigios del glamur brillante de los cincuenta, ya en franca retirada ante el
avance de la indetenible propaganda socialista, con sus exaltadas consignas
cargadas de rojos y persistentes llamados al combate y a la victoria.”
Ilustración de Edu Molina |
En esas vagancias, una noche de 1967 durante uno de sus recorridos por la Rampa, el joven se encuentra con el retrato de Violeta del Río, el cual lo seduce y hechiza ipso facto (siente que la foto lo mira a él y sólo a él): “Quiero recordar que fue precisamente durante uno de mis primeros paseos por la Rampa, alucinado por tantos encantos y promesas de una vida que no conocía, cuando vi, junto a la escalera que bajaba hacia las penumbras del club La Gruta, el cartel protegido por un cristal desde el que de forma aviesa me miró Violeta del Río, ‘La Dama Triste del Bolero’. Una invasiva atracción, que nacía en mi estómago y se expandía indetenible para palpitar en cada rincón de mi cuerpo, me obligó a detenerme y contemplar aquel rostro de un suave matiz moreno de una mujer de unos treinta años, en el que se confundían los rasgos de mil mezclas raciales para propiciar el milagro de unos ojos levemente rasgados y cargados de despecho asiático, una boca de labios carnosos y enrojecidos de los que pendía displicente un cigarro humeante, y un pelo tal vez demasiado amarillo, que caía en ondas furiosas hacia los hombros tersos y promisorios. El cartel advertía que Violeta del Río cantaba en La Gruta todas las noches, de martes a domingo, siempre a las once, pero mientras contemplaba el rostro singular y lascivo, ni siquiera se me ocurrió considerar la posibilidad de entrar en aquel sitio quizás demasiado pecaminoso, demasiado sofisticado y alejado de todas las expectativas del joven cándido —revolucionario, católico y pobre, ya lo he dicho— que era entonces.”
Ilustración de Edu Molina |
A partir de esa magnética conmoción visual e interna, el joven vuelve una y otra vez a la entrada de la subterránea Gruta para contemplar la foto de Violeta del Río. Y en el cuarto de la residencia de becarios, a través de la radio, empieza a familiarizarse con la fatalidad, la estética, la endeble versificación, el sentimentalismo y la melcocha del bolero. Y haciendo acopio de las aportaciones monetarias de su parentela, se alista para ir a La Gruta el día de su dieciocho aniversario. Esto ocurre “el 13 de diciembre de 1967”; y para poder entrar y demostrar su mayoría de edad, tuvo que mostrarle al portero su carnet de estudiante universitario. Allí se inició con el ron collins (porque le sonaba bien) y en el hábito del tabaco oscuro; pero sobre todo, y ante todo, con la figura y la voz de Violeta del Río y su ritual y rutinaria actuación, tanto en el pequeño escenario acompañada por un pianista, como solitaria en la barra (fumando y bebiendo un único y moroso trago de carta blanca) y a la hora de irse, sola, a las dos de la madrugada. Esa noche escuchó nueve boleros cantados por ella. Y a la noche siguiente regresó a la calle del crimen. Y volvió, casi un ser invisible y distante en una dimensión aislada y paralela, cada vez que reunía el dinero para el consumo. Y para eludir que ese delirio lo consumiera a él y llevara al fracaso el inicio de sus estudios universitarios, se impuso dejar de ir a La Gruta.
Pero tras dos meses de vacaciones de verano en su pueblo
(o ciudad), de regreso a La Habana en septiembre de 1968 para el inicio del
“segundo curso en la universidad”, sus condiscípulos de la residencia
estudiantil y habituales en la heladería Coppelia (donde cotorreaban, fumaban y
de contrabando bebían ron camuflado) acordaron ir en grupo a La Gruta para ver
y oír a Violeta del Río. Esa noche, sin preverlo, empezó el indeleble clímax
lúbrico para él, pues de entrada la bolerista cantó Vete de mí y al término, según evoca:
“Algo
inconcebible y maravilloso ocurrió en ese momento: Violeta del Río, que había
cantado todo el bolero con su fuerza y despecho de siempre, sin dignarse siquiera
a mover el pelo que le cubría la cara, acomodó tras la oreja aquella cortina
furibunda, y entonces yo pude ver que sus ojos me miraban y que en sus labios
se iniciaba el leve movimiento de una sonrisa. ¿Me miraba a mí? ¿Me sonreía a
mí, ella, Violeta del Río?”
Ilustración de Edu Molina |
El caso es que el joven aguantó el nerviosismo y el desasosiego hasta que ella cantó el último bolero de la jornada: La vida es un sueño; salió del club y se ocultó “tras un sólido Chevrolet Bel Air de 1957”. Y una vez que sus compañeros salieron y se fueron, dejó el escondite:
“Entonces
crucé la calle, empujé la puerta de La Gruta, ya sin portero a esa hora final
de la noche, y vi cómo La Dama Triste del Bolero levantaba su vaso y bebía un
sorbo de su carta blanca.
“Con
una decisión que desconocía y unas ansias que me superaban, me acerqué a la
barra y, casi rozando el brazo de Violeta, pedí una carta blanca a la roca,
encendí mi cigarrillo y volteé la cara para observar la de aquella mujer capaz
de seducirme con su voz y sus boleros.
“—Al
fin apareciste... —me dijo ella, con el mismo tono susurrante y grave con que
cantaba, y recolocó el pelo que insistía en caer sobre su cara—. Pensé que te
habías ido... Todos los días se va tanta gente.”
Ilustración de Edu Molina |
El caso es que Violeta del Río, con su actitud desdeñosa y esquiva, muy reservada y enigmática en lo que concierne a sus actos y a su vida personal e íntima, es quien toma la batuta de lo que dice y no se dice en los breves diálogos y más aún: en las decisiones y en los lujuriosos movimientos en la cama. Y por ello, por el puro goce sexual y porque ella quiere, en el cuchitril de una mísera posada le regala su desnudez y nueve candentes e inefables noches de plenitud lasciva, las cuales se sucedieron en ese septiembre de 1968. La décima noche tendría que haber ocurrido el jueves 2 de octubre (miércoles en la vida real, que no se olvida en las históricas efemérides porque en la Ciudad de México ocurrió la trágica y sangrienta masacre no sólo de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; matanza que disgregó y quebrantó el movimiento estudiantil de 1968 con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina). Pero el joven se encontró con las luces de neón apagadas, las puertas cerradas y “el cartel grosero que advertía: CLAUSURADO INDEFINIDAMENTE”. Y algo violento tuvo que haber ocurrido con antelación, pues según dice:
“[...]
descubrí en el suelo, en un rincón del pequeño vestíbulo del club, el mural
encristalado en el que había visto por primera vez a Violeta del Río.
Lentamente bajé los escalones y volteé la pancarta, y encontré que el cristal
se había deshecho, pero que, pegada al cartón, allí seguía la imagen de ‘La
Dama Triste del Bolero’ y el anuncio de unas actuaciones que ya nunca se
repetirían. Con todo el cuidado que era capaz de pedirle a mis manos
temblorosas, desprendí la foto y hui de La Gruta como si hubiera robado un
banco.
Ilustración de Edu Molina |
“Con aquel tesoro en mi bolsillo, recorrí los otros clubes cercanos y descubrí que todos habían sido clausurados, también indefinidamente. En mi desesperación le pregunté a varias personas si sabían qué ocurría y a retazos pude armar la respuesta: como todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa, pues podían entorpecer la entrega de los hombres al magno evento económico, y de momento se había decidido cerrarlos, hasta que se les encontrara un mejor destino: tal vez comedores obreros, o salas de reuniones, quizás democráticos restaurantes para trabajadores destacados en la emulación laboral y en las faenas agrícolas...”
Toda esa traumática, coercitiva y ortodoxa transformación social y política porque,
según rememora: “Por aquellos días había sido decretada una asoladora Ofensiva
Revolucionaria, empeñada en poner en manos del Estado toda la economía y la
ideología de la isla, mientras se había comenzado a preparar una gigantesca
zafra azucarera, que en 1970 produciría diez millones de toneladas de azúcar
con los cuales, de una sola vez, el país podría salir del subdesarrollo.”
Ese anónimo
joven de casi 19 años, que no es detective ni aspira a serlo, para localizar a
Violenta del Río (que supone su nom de
guerre y no el real), a partir de
esa noche, con la foto de ella, emprende una ansiosa y agitada búsqueda que se
convierte en “Dieciocho días de investigación”, los cuales concluyen cuando se
entera, por un guagüero de la ruta 68, que “todos los artistas de clubes y
cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”,
allá por el “cercano pueblito de El Calvario”. Según dice:
“Sin
esperar alguno de los transportes que unían Mantilla con aquel lugar llamado
precisamente El Calvario, salí en busca de Violeta del Río. Aquella zona de La
Habana, que visitaba por primera vez, me pareció entonces brillante y hermosa,
pues en medio de mi desesperación había encontrado un camino hacia la mujer que
tanto necesitaba, por la que me sentía seducido y, ahora, abandonado. Antes de
llegar a El Calvario pregunté a unos muchachos y me indicaron un descampado al
final del cual estaban trabajando ‘los artistas’, como los llamaban en la zona.
Atravesé aquel llano agreste, en el que ahora brotaban unas pequeñas matas de
café y, debajo de un árbol, disfrutando de la brisa, descubrí a aquel viejo
cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la
televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’. No tengo
que decir cómo palpitó mi corazón y, luego de darle las buenas tardes, le
pregunté al cantante si la había visto.
“—Sí,
vino dos días la semana pasada —me dijo—. Pero si quieres verla, vas a tener
que ir hasta Miami... Me dijeron que el lunes se fue en una lancha.”
II de IX
En La neblina del ayer, el ex periodista Silvano Quintero, ya viejo,
pobrísimo y tullido de la mano derecha, pero otrora reportero del espectáculo
para el periódico El Mundo, al hablar
de ese obscuro objeto del deseo y de
los turgentes y voluptuosos volúmenes de las boleristas de los años 50, le dice
al ex policía Mario Conde en septiembre de 2003: “¿Se ha fijado cómo las
mujeres de ahora no tienen ni tetas, y hasta se ponen contentas de pasar hambre
porque así no les engorda el culo?” Viene a colación esto porque el cuerpo
menudo y compacto de la Violeta del Río del cuento al parecer cabría en esa
óptica hilarante e ineludiblemente machista, según se colige a través del trazo
que de ella hace el anónimo ex universitario que vivió nueve candentes e
inolvidables noches con la cantante, precisamente cuando él tenía 18 años y
ella unos 30. En la sesión donde la oye y la observa por primera vez en el
escenario de La Gruta dice que le resultó “más pequeña de lo que había
imaginado, menos rotunda de formas de lo que había soñado”. Lo cual reitera al
vivir con ella las dos horas de su primer festín
de sexo: “Ya he dicho que su cuerpo no era especialmente voluptuoso: más
bien era delgada, tenía senos pequeños y sus nalgas apretadas y duras estaban
lejos de los volúmenes habituales en las cubanas.”
Colección Andanzas núm. 577, Tusquets Editores Ciudad de México, julio de 2005 |
En La neblina del ayer, el ex policía Mario Conde, de 48 años, quien desde el otoño del 89 se dedica a la compraventa de libros de segunda mano, antiguos y raros, al hojear, en septiembre de 2003, un recetario de comida cubana del año 56 se encuentra, entre sus 800 páginas, una hoja doblada de la revista Vanidades, impresa en mayo de 1960, donde se da noticia del “adiós de Violeta del Río”. O sea: allí se reporta que “la excitante bolerista”, “la Dama de la Noche”, anunció, al final de su “presentación memorable” en el “segundo show del cabaret Parisién”, que esa era “su última actuación”, pese que se halla “En el momento cumbre de su carrera” y a que “Recientemente grabó el single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”.
Pero
de entrada, lo que magnetiza y atrapa la atención del Conde (ídem al anónimo universitario) es la
imagen fotografía de esa mujer de papel de
ojos negros, “exultante y
provocativa, entre los veinte y los veinticinco años, que desde su estatismo y
a través del tiempo era capaz de transmitirle un vívido calor”:
“A toda plana habían impreso una foto calada de Violeta
del Río, enfundada en un vestido de lamé —eso pensó el Conde, aunque nunca en
su vida había tocado un vestido de lamé—, ajustado a la estructura de la mujer
como una piel de serpiente. La tela, dotada de la capacidad de insinuar la
potencia de unos senos embravecidos, dejaba ver unas piernas sólidas, que
recortaban la evidencia de las caderas macizas, abiertas desde una cintura
estrecha y tentadora. El pelo negro, levemente ondeado, en el más estricto
estilo de los años cincuenta, le caía hasta los hombros, enmarcando una cara de
cutis terso donde sobresalía la boca, gruesa, provocadora, y aquellos ojos que
desde el viejo papel transmitían un vigoroso magnetismo.”
Tal es el embeleso y la seducción ante esa imagen de
Violeta del Río que el Conde, incitado por sus premoniciones e intrigas, decide
investigar para saber dónde está o que pasó con esa cantante de boleros
retirada en 1960 y de la que nadie o casi nadie se acuerda. A Pancho Carmona, marchante
y librero a quien Yoyi el Palomo y el Conde le venden raros y costosos
ejemplares hallados por él, le dice: “Pancho, ando averiguando por un single que se llama Vete de mí. Creo que es un 78...” Y Pancho, tras mover unos segundos “el mouse de su computadora mental”, le responde: “Es un 45, de una tal
Violeta del Río. Lo grabó la casa Gema, creo que en 1958 o a principios de
1959. Tenía por una cara Vete de mí,
de los hermanos Expósito, y por la otra Me
recordarás, de Frank Domínguez. Una vez tuve uno y trabajo me costó
venderlo.”
Vale apuntar, entre paréntesis, que esa es la razón o más
bien: la obediencia nocturna (y por
todo lo que se narra entorno a la noctámbula bolerista y no sólo porque es el único
disco que grabó) que explica que la novela se titule La neblina del ayer, pues es un verso del bolero Vete de mí (por lo que se lee en la obra
y dice el ex periodista Silvano Quintero: “ése era su himno de combate, y lo
cantaba siempre como si le fuera la vida en la canción”), y que las dos partes
que la componen estén rotuladas como si se tratara del par de lados de un anacrónico
vinilo de 45 revoluciones por minuto: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me
recordarás”. A lo que se añade el hecho sustancial de que en la novela se leen
estrofas de ambos boleros (que el Conde oye en un ejemplar de ese raro y
legendario disco). Y en esto coincide con el cuento Nueve noches con Violeta del Río, que además incluye una nota que
lo patentiza: “Los boleros reproducidos total o parcialmente en el relato son: Me recordarás, de Frank Domínguez; Vete de mí, de Virgilio y Homero
Expósito; y La vida es un sueño, de
Arsenio Rodríguez.” (En la edición de Tusquets se lee al inicio y en la edición
del Fondo al término.)
Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores Ciudad de México, mayo de 2015 |
Pero el caso es que Pancho Carmona, si bien recuerda los datos del disco, ignora de qué lado masca la iguana, es decir: todo de Violeta del Río; no obstante, evoca que el disco lo tuvo “hace como quince años” y que se lo vendió a Rafael Giró, el “cegato ese que escribe de música”. Ese musicólogo, de gruesas gafas y minúsculos ojos hundidos, tiene en su casa una colección de 12 mil 622 discos de 78 y 45, pero no los puede oír porque, les dice al Yoyi y al Conde: “mi tocadiscos está roto. Y en este cabrón país no hay agujas de tocadiscos. Estoy esperando que un amigo me traiga una de España”. Y como resulta que Rafael Giró aún tiene el disco de Violeta del Río, el Conde le propone un trueque: que le dé el disco a cambio de uno de los 218 libros que él y su socio llevan en siete cajas en la cajuela del inmaculado Chevrolet Bel Air 1956 del Yoyi. Y entre las maravillas que hojea oliéndolos y palpándolos con exclamaciones de asombro, Giró opta por la edición príncipe, de 1935, de la Historia universal de la infamia. Y si bien Giró no se preocupó “por saber dónde se había metido” “La Dama de la Noche”, pese a que oyó rumores de “Que se le acabó la voz” (“Ella tenía una voz chiquita, no era un chorro como Celia Cruz o como Omara Portuondo”, dice), sí ha oído o sabe (quizá sin corroborar) que sólo grabó ese disco, que “trabajaba en clubs y cabarets”, cuando en La Habana “habían más de sesenta clubes y cabarets con dos y hasta tres espectáculos por noche. Sin contar los restaurantes y los bares donde había tríos, pianistas y hasta conjunticos...” Y más aún, les bosqueja, magnifica y comprime (semejante a un paneo cinematográfico) la legendaria época habanera —en cuyo bosquejo subyace la cronista mano que en esos menesteres mueve la pluma (algo como la sangre late y circula en ella), la misma que tecleó las crónicas y entrevistas que se leen en Los rostros de la salsa (Tusquets, 2019):
Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores Ciudad de México, marzo de 2020 |
“—¿Se imaginan cuántos artistas tenía que haber para mantener ese ritmo? La Habana era una locura: yo creo que era la ciudad con más vida de todo el mundo. ¡Qué carajo París ni Nueva York! Demasiado frío... ¡Vida nocturna la de aquí! Verdad que había putas, había drogas y mafia, pero la gente se divertía y la noche empezaba a las seis de la tarde y no se acaba nunca. ¿Te imaginas que en una misma noche podías tomarte una cerveza a las ocho oyendo a las Anacaonas en los Aires Libres del Prado, comer a las nueve con la música y las canciones de Bola de Nieve, luego sentarte en el Saint John a oír a Elena Burke, después irte a un cabaret a bailar con Benny Moré, con la Aragón, con la Casino de Playa, con la Sonora Matancera, descansar un rato vacilando los boleros de Olga Guillot, Vicentico Valdés, Ñico Membiela... o irte a oír a los muchachos del feeling, al ronco José Antonio Méndez, a César Portillo y, para cerrar la noche, a las dos de la mañana, escaparte a la playa de Marianao a ver el espectáculo del Chori tocando sus timbales, y tú ahí, como si nada, sentado entre Marlon Brando y Cab Calloway, al lado de Errol Flynn y de Josephine Baker. Y después, si todavía te quedaba aire, bajar a La Gruta, ahí en La Rampa, para amanecer metido en una descarga de jazz de Cachao con Tata Güines, Barreto, Bebo Valdés, el Negro Vivar, Frank Emilio y todos esos locos que son los mejores músicos que ha dado Cuba? Eran miles, la música estaba en la atmósfera, se podía cortar con un cuchillo, había que apartarla para poder pasar... Y Violeta del Río era una de ellos...”
Paraba el tráfico Calle Balderas con Ayuntamiento (c. 1957) Ciudad de México Foto: Nacho López |
Y como el Conde le pregunta si “¿Era una del montón?”, el cegato Giró le dice: “Ella no era Elena Burke ni Olguita Guillot, pero tenía su voz. Y su estilo. Y su cuerpo. Yo nunca la vi, pero Rogelito, el timbalero, me dijo un día que era una de las hembras más tremendas de La Habana. Paraba el tráfico.”
III de IX
Así que Rogelito el
timbalero, un vivaz, memorioso y parlanchín viejecillo nonagenario, retirado
“hace como quince años”, quien subsiste en el oscuro cuchitril de un estrecho,
mugroso y mísero vecindario, donde es auxiliado por una guajirita bisnieta —pese
a la bonanza que tuvo y a las etapas de oro que vivió a partir de 1921—, le
bosqueja al Conde (y al desocupado lector, lectora o lectore) el devenir que conoció “En más de sesenta años tocando en
cuanta orquesta aparecía”, y una semblanza del encanto y la seducción de
Violeta del Río:
Bailarines del Rumba Palace La Habana, 1950 Foto: Constantino Arias |
“[...] Desde los años veinte La Habana era la ciudad de la música, de la gozadera a cualquier hora, del trago en todas las esquinas, y eso le daba vida a mucha gente, no sólo ya a maestros como yo, que donde usted me ve pasé siete años en el conservatorio y toqué también en la Filarmónica de La Habana [¡ah chiguaguá!], sino a cualquiera que quisiera buscarse la vida con la música y tuviera agallas para insistir... Después, los treinta y los cuarenta fueron el tiempo de los salones de baile, los clubes sociales y los primeros cabarets grandes con casino de juego, Tropicana, el Sans Souci, el Montmartre, el Nacional, el Parisién, y de los cabarecitos de la playa, donde mi socio el Chori era el rey. Pero en los cincuenta aquello se multiplicó por diez, porque se abrieron más hoteles, todos con cabarets, y empezaron a ponerse de moda los night-clubes, había no sé cuántos en El Vedado, en Miramar, en Marianao, y ahí no cabían orquestas grandes, sino un piano o una guitarra, y una voz. Fue la época de la gente del feeling, y de las boleristas sentimentales, como yo les decía. Eran unas mujeres especiales, cantaban con deseos de cantar y dejaban la piel en el escenario, vivían las letras de las canciones y lo que hacían era pura emoción, pura emoción. Una de ellas fue Violeta del Río...
Pas de Quatre La Habana, 1950 Foto: Constantino Arias |
Josephine Baker La Habana, 1953 Foto: Constantino Arias |
“Aquella noche yo me quedé pasmado, me olvidé hasta de Vivi Verdura, una putona grande, como de seis pies, que se me había encarnado y estaba tumbándome los tragos. Y a la hora y pico, dos horas, qué sé yo, todo el tiempo que Violeta estuvo cantando, fue como andar lejos del mundo, o muy cerca, tan cerca como estar metido dentro de aquella mujer, sin querer salir nunca de allí... ¡Del carajo!... Ese día un fotógrafo que siempre andaba por los clubes y cabarets, porque se dedicaba a tirar fotos de los artistas para los periódicos y las revistas, me dijo: Rogelito, el milagro de Violeta no es que cante mejor, sino que sabe seducir. ¡Santa palabra!: ésa era la verdad. Tanta verdad que, oyendo un día una cosa por aquí y otra por allá, me enteré de que un tipo muy rico, de los ricos de verdad que no iban a los clubes, se había enamorado de ella, quería casarse y todo, aunque le llevaba como treinta años. Parece incluso que el señorón aquel fue quien pagó la grabación de un disco para lanzarla después al mercado grande y poder meterla en la televisión y hacerle luego long play con diez o doce canciones...”
IV de IX
Pero entre el acopio de
coloquiales testimonios que compila el Conde entorno a Violeta del Río,
descuella el que en dos sesiones le aporta la anciana Flor de Loto, octogenaria
resto de un naufragio, quien subsiste, tullida de un brazo y pobrísima, en el
cuartucho de un miserable solar de lavanderas, el cual comparte con una sobrina
gordísima que vende en la calle turrones de maní. Flor de Loto también bosqueja
pormenores de su autobiografía, precisamente desde que a los 13 años, con un
turgente y tentador cuerpo de pecado, empezó a venderse en el vecindario donde
vivía con su madre viuda y su hermanita. A los 17, y porque ella buscó la
oportunidad de bailar desnuda en un show, se convirtió en la estrella del
Shanghai. Época de la que atesora una foto que le muestra al Conde (y luego al
Yoyi):
Leda frente al espejo (1949) Foto: Constantino Arias |
“Sin mirar a la anciana extendió la enorme fotografía y quedó frente a una mujer en sus veinte años, intensamente rubia, sólida, sonriente, hermosa, que se defendía de la desnudez total con unas coronas brillantes, como flores de loto, sostenidas sobre el pubis y los pezones de sus senos prodigiosos.”
Allí en
el Shanghai se le acercó un tal Louis Mallet, un franchute cuarentón con
residencia en Nueva Orleáns, que se movía entre los Yunaites, Cuba, Honduras y Guatemala, quien al mes de conocerla le
alquiló un “apartamentico cerca de la universidad”. Pero su vida dio un salto
radical, que la hizo dejar el Shanghai, cuando Mallet, en el 55, la llevó a una
casona en Varadero (una casa de madera como de película) donde hubo una reunión
de hombres de negocios en la que estuvieron un tal Joe Stasi, el cubano Alcides
Montes de Oca y el legendario mafioso Meyer Lansky, en la que hablaron de la
construcción de hoteles con todas las atracciones para los turistas americanos,
como los casinos de juego y un exclusivo servicio de prostitutas, con buenos
salarios, del que Flor de Loto, la Rubia, sería la reclutadora y mánager. “A
principios del 56 ya estaba lista la agencia” con 16 rameras de lujo, muy
educadas, refinadas y pulidas por especialistas. Y, según le dice: “A fines de
ese año la agencia funcionaba tan bien que debimos buscar más mujeres. En una
de las invasiones, en un cabarecito en Cienfuegos, me encontré con una muchacha
que cantaba allí tres o cuatro noches por semana, y además de ser una de las
mujeres más bellas que había visto en mi vida, tenía una voz especial, yo decía
que era una voz de mujer porque no podía calificarla de otra manera. Lo único
horrible de la muchacha era el vestido pobretón que usaba y sobre todo el
nombre, Catalina Basterrechea, aunque para mejorarla la gente le decía Lina,
Lina Ojos Bellos.”
Según Flor de Loto, “Lina no era puta ni tenía vocación
de serlo”. Pero como la conmovió con su historia de Cenicienta maltratada, se
dispuso a ayudarla y por ende la llevó a La Habana (la guajirita pobre “cargó con una maletica baratona”) y la instaló en
su apartamentico. Y “Al mes, mes y medio de estar Lina en La Habana”, o sea: en
enero o febrero del 57, hubo otra reunión en la casona de Varadero, a la que
Flor de Loto llevó a Lina para que cantara y en la que estuvieron los citados
hombres de negocios y “dos empresarios americanos, dueños de una compañía
constructora que se iba a encargar de hacer unos hoteles allá mismo en
Varadero”. Y, según dice, allí “se conocieron Alcides Montes de Oca y Lina Ojos
Bellos: él tenía casi cincuenta y ella menos de veinte, pero esa noche, cuando
terminó la conversación de negocios y Lina empezó a cantar, Alcides, nada más
de verla y oírla, se enamoró como un loco de la muchacha.”
Vale resumir, para el objetivo de la presente nota, que
el mafioso Alcides Montes de Oca (fallecido en “marzo de 1961” en un accidente
automovilístico “en los cayos del sur de la Florida”), entonces dueño de la
enorme y valiosísima biblioteca preservada durante 43 años en la que el Conde
halló el recetario del 56 con la hoja de Vanidades
y en ella la foto de la bolerista, es el influyente adinerado que patrocinó y
promovió la vertiginosa y fulgurante carrera de Violeta del Río. Le compró y
amuebló un departamento en un edificio nuevo en Miramar y un coche (“un Morris
de aquellos que parecían una cuña”), ambos bajo el nombre de Louis Mallet; “le
consiguió un hueco para cantar en el segundo show de Las Vegas”, donde él la
etiquetó como Violeta del Río. Y “enseguida empezó a hacerse famosa y a cantar
en mejores lugares, hasta llegar al show del Parisién, cuando ya La Habana la
conocía como la Dama de la Noche” (epíteto que el periodista Silvano Quintero,
que la seguía, insomne, con la lengua de fuera y los ojos desorbitados, le
endilgó en sus crónicas: “lo que Violeta cantaba nada más tenía sentido si se
oía en la noche, cuanto más tarde mejor”). Él financió, en el 59, la grabación
del single Vete de mí. Pero ante la vorágine de expropiaciones y prohibiciones
que conllevó la huida de Batista y el avance del triunfo de la Revolución, “a
finales de 1959 Violeta anunció su retiro del espectáculo”, pues planeaba irse a
Norteamérica con Alcides (viudo desde el 56) y sus dos hijos adolescentes,
donde se casaría con él y empezaría una vida de señorona burguesa, lejos de los
escenarios y de las cabareteras luces del bolero cubano. Pero no se fueron de
inmediato, como sí lo hicieron el judío Meyer Lansky y el francés Louis Mallet.
Y hasta 1960 “Alcides empezó a preparar la salida de Cuba tratando de salvar lo
salvable, aunque perdió cantidad de dinero cuando empezaron a intervenir centrales
azucareros y a nacionalizar negocios americanos en los que él tenía acciones”.
Haga juego Casino Parisién, La Habana, 1953 Foto: Constantino Arias |
Y ante la inminencia de la salida de Cuba rumbo a los Yunaites, Flor de Loto se enteró del presunto suicidio de Violeta del Río. Según le dice al Conde: “Yo me vine a enterar de lo que había pasado el lunes siguiente, cuando fui al apartamento de Violeta para saber cómo le había ido en lo que nosotras le decíamos su entrada triunfal en el gran mundo de los Montes de Oca. Cuando llegué, me extrañó ver un movimiento raro y a la que me encontré allí fue a Nemesia Moré, la secretaria de Alcides. Ella me recibió como si yo fuera una extraña y me pidió que me fuera inmediatamente. ¿Pero quién coño es usted?... Ésta es la casa de mi amiga, empecé a decirle, y la muy bestia me soltó la bomba de un tirón: Su amiga está muerta y usted ya no es bienvenida en esta casa... En aquel momento me quedé paralizada y sólo atiné a preguntar qué había pasado. Se suicidó, me dijo la mujer, y me advirtió: No llame al señor Alcides, está muy afectado y lo mejor es dejarlo en paz.”
V de IX
Vale resumir que
catalizado por sus premoniciones y presentimientos, y a través de sus laberínticas
averiguaciones (incluso en los virulentos bajos fondos asesinan a un informante
de sus tiempos de detective policíaco y a él le dan una golpiza y lo dejan
inconsciente y despierta en el hospital rodeado y apapachado por Tamara y sus
socios de siempre), el Conde, con el apoyo de Manolo (el capitán Manuel
Palacios, quien era sargento y su auxiliar cuando el librero era teniente investigador
de la Central), sí llega a desvelar que la bolerista no se suicidó, sino que subrepticiamente
fue asesinada con dos píldoras de cianuro diluidas en el jarabe para la tos que
estaba tomando en su departamento.
Pero antes de esto, en un pasaje sobre su desasosiego y
las preguntas sobre lo que pudo suceder con la enigmática Violeta del Río,
mientras comparte unas botellas de ron con el Flaco Carlos, el Conejo y Candito
el Rojo (tres de sus entrañables socios desde la época setentera del Pre de La Víbora),
les habla de la bolerista y de sus intrínsecas inquietudes entorno a ella; y
entonces el Flaco le dice: “¿Te acuerdas, Conde, cuando cerraron los clubes y
los cabarets porque eran antros de perdición y rezagos de pasado?” A lo que
añade Candito: “Y para compensar nos mandaron a cortar caña en la zafra del
setenta. Con tanta azúcar íbamos a salir de un solo golpe del subdesarrollo [...]
Cuatro meses estuve cortando caña, todos los días de Dios.”
Viñeta de Edu Molina |
Tarea obligatoria que en Nueve noches con Violeta del Río también vivió el anónimo universitario que se tropezó, el jueves 2 de octubre de 1968, con la clausura de los antros de La Rampa, pues según evoca, tras enterarse, por “La Voz de Oro del Bolero”, que la bolerista recién se había fugado a Miami en una lancha, recuerda: “atravesé otra vez el descampado donde morían bajo el sol implacable las posturas de un café que nunca nadie tomaría, y comencé a llorar, mientras trataba de alejarme de la agobiante necesidad que me había creado aquella mujer. En verdad, no fue fácil; durante años me negué a escuchar boleros y por años me fue imposible amar a otra mujer: ninguna me permitía alcanzar las escalas de placer que había disfrutado con ella, y el sexo me parecía repetitivo y vacío. Pero el paso de esos mismos años, el empeño que puse en mis estudios, los largos meses que pasé lejos de La Habana, cortando caña para la Grana Zafra Azucarera que no resultó ser tan grande como se esperaba y no nos libró del subdesarrollo, y, sobre todo, la llegada de otra mujer —mi mujer—, me ayudaron a aliviar aquel recuerdo que nunca pude matar del todo y que guardé en el cofre cerrado de las más dolorosas nostalgias.” Sitio, íntimo y secreto, donde también yacía la foto de Violeta del Río, guardada durante treinta años.
VI de IX
Resguardo parecido al que
hizo, nada menos, que el progenitor de Mario Conde. Es decir, casi al principio
de su pesquisa, el ex policía consultó al párroco Mendoza, ya octogenario,
quien conoció a su abuelo el gallero Rufino el Conde y a su padre, de quien le
revela que “en 1958” (cuando el Conde tenía “Tres años”) se “enamoró de una
cantante”. Y aunque no puede confirmarle si esa cantante era Violeta del Río,
esto sí parece embonar (luego embona) con la especie de déjà vu que el Conde les comenta a sus citados compinches en la citada sesión
de ron:
“Desde
que me enteré de la existencia de esa mujer me pasó una cosa muy rara: era como
si alguna vez yo hubiera sabido algo de ella y después lo hubiera olvidado. No
sé de dónde me viene esa idea, pero si consigo saber qué pasó con ella, a lo
mejor encuentro el origen de esa sensación... Después, cuando oí el disco
[gracias al portátil y empolvado tocadiscos del Flaco, que incluso se lleva a
su casa para oírla a solas y en la intimidad], Violeta acabó de complicarme la
vida.”
Así
que en un episodio pre masturbatorio entorno a la voz y a la seductora imagen
fotográfica de Violeta del Río, de pronto lo catapulta un borroso recuerdo (de la neblina del ayer) que le lleva a
registrar, desnudo y en el cuarto de los trebejos, el cajón de madera donde su
padre guardaba varios objetos y que él no había vuelto a mirar desde su lejana muerte. Saca de allí:
“Un
viejo guante de beisbol de modelo prehistórico, dos álbumes de fotografías, un
sobre con diplomas por méritos laborales, un par de zapatos blancos y negros de
puntera afilada, una libreta de teléfonos carcomida, dos cajas de oxidadas
cuchillas Gillette, la gorra de conductor de ómnibus con su chapa de
identificación, fueron saliendo del baúl hasta que Conde vio lo que su memoria
al fin le había remitido desde el recodo de sus más turbios recuerdos. El sobre
original aparecía desvaído por la humedad y los años, pero resultaba
inconfundible: metió la mano y extrajo el pequeño disco, iluminado con la
circunferencia amarilla donde brillaba la gema de la casa grabadora. Conde
acarició la placa plástica y descubrió que su superficie se había ondulado,
convirtiéndola en un objeto inservible. Consiguió al fin recordar a su padre,
sentado en la sala de esa misma casa, envuelto en una penumbra que su mirada de
niño sentía misteriosa, dedicado a escuchar ese disco, deglutiendo, quizás,
sensaciones similares a las que, más de cuarenta años después, aún podían
alarmar a su hijo. La recuperación de aquella imagen de un hombre
espantosamente solo que oye cantar a una mujer desde un aparato eléctrico le
pareció que, de alguna manera, explicaba al fin su visceral empatía con una voz
que había recibido por primera vez hacía tanto tiempo y que se había empozado
en su mente, dormida mas no muerta. ¿Hasta qué punto su padre había amado a
aquella mujer a la que escuchaba en la oscuridad? ¿Por qué había conservado
para siempre aquel disco, tal vez ya inservible mucho antes? ¿Qué le había
dicho a su hijo aquella noche perdida en el ayer? ¿Y por qué él, tan
recordador, se había olvidado de aquel episodio peculiar que debía haberse
mantenido a flote en sus recuerdos? Mario Conde acarició otra vez la superficie
plástica, ondulada como un mar nocturno [Mar
que teje en la sombra su tejido flotante], y pensó que su padre había sido
uno más de los hombres que habían sucumbido a la capacidad de seducción de
Violeta del Río y que, como Silvano Quintero, seguramente lloró al conocer la
noticia de su muerte y al comprender que de ella ya sólo quedaba el testimonio
de su voz estampado en los surcos de aquel pequeño disco.” (Lo llevo en mí como un remordimiento,/
pecado ajeno y sueño misterioso,/ y lo arrullo y lo duermo/ y lo escondo y lo
cuido y le guardo el secreto.)
Conjetura
probable, pues casi como preámbulo de la última confesión que le brinda Flor de
Loto sobre la temible personalidad del mafioso Alcides Montes de Oca, le dice a
quemarropa: “Tu padre iba a cada rato a oír cantar a Violeta y empezaba a darse
tragos, hasta que se caía de la silla. Dos veces vi cómo lo sacaban a rastras
del club. Tu padre era un cobarde, nunca tuvo valor para acercarse a Violeta.
Yo hablé con él dos o tres veces, me daba lástima. El pobre infeliz, estaba
enamorado como un perro... [El amor es un
perro infernal, Bukowski dixit.]
Estuvo dándole vueltas a Violeta hasta que alguien le dijo que si quería seguir
caminando con las dos piernas, mejor no apareciera más por donde ella estuviera
cantando. Desde ese día no volví a verlo...”
El sueño La Habana, 1959 Foto: Raúl Corrales |
Vale observar, entonces, que Alcides Montes de Oca, que procuraba simular la impoluta y respetable imagen de un hombre decente y convencional, era un mafioso de cuidado y muy vengativo. Al parecer borró del mapa, o hizo borrar, al chofer de la familia que figuraba como padre del par de hijos bastardos que tuvo con Nemesia Moré, su secretaria, administradora y ama de llaves: Dionisio y Amalia Ferrer (el vivo retrato de Alcides), los famélicos y harapientos viejecillos que han custodiado la regia biblioteca durante 43 años en la mansión en El Vedado edificada a todo lujo en 1921. Ordenó que el negro Ortelio, su gorila y chofer en La Habana, dejara tullido, descarrilado y timorato para siempre, al entonces periodista Silvano Quintero de 25 años. Y a Flor de Loto la amenazó la última vez que lo vio en las inmediaciones de la Western Union, cuando ya había muerto Violeta del Río y ella pretendía hablar con él sobre el supuesto suicidio:
“Lo
que me dijo Alcides es que no metiera la nariz donde no debía. En ese momento
él no podía arriesgar el futuro de sus hijos [el par de herederos que tuvo con
la fallecida Alba Margarita, ‘una de los Méndez-Figueredo, los dueños de dos
centrales azucareros en Las Villas y ni se sabe de cuántas cosas más’, y quizá
la dueña del recetario del 56, el año en que murió] y por eso se iba, pero pensaba
volver en cuanto pudiera, porque tenía que arreglar aquí ciertas cosas. Y su
chofer, el negro Ortelio [con aspecto de bóxer y boxeador, tal vez parecido al
hercúleo y temible Mike Tyson y con la altura de Michael Jordan], se iba a
ocupar de algunos de sus negocios y uno de ellos era que nadie revolviera la
muerte de Lina o sus reuniones secretas con Lansky. Todo, como Lina, debía
quedar muerto y sepultado hasta que él volviera y lo desenterrara. Por mi bien,
me dijo, yo debía olvidarme de todo, especialmente de comentarle aquella
conversación a la policía... Y lo dijo de una manera que todavía me espanta.
Por eso cerré la boca y no averigüé más. Aquel hombre no era de los que te
pedían algo por gusto y luego se olvidaban. No, nunca, fue de ésos...”
VII de XIX
Parte de la intriga (o
intrigas) de la novela La neblina del
ayer la suscitan e implican las diez cartas en cursiva que “Tu Nena”
(Nemesia Moré) le dirige a su “Querido mío” (Alcides Montes de Oca), las cuales
se hallan entreveradas entre los capítulos de las dos partes de la obra: “Vete
de mí” y “Me recordarás”. Fechadas, cronológicamente, entre el 2 de octubre (de 1960) y el 19 de marzo (de 1961), esas cartas
(especie de páginas de un diario íntimo y secreto) nunca fueron enviadas a
nadie y estuvieron ocultas entre los libros de la enorme biblioteca, donde
luego aparece asesinado Dionisio Ferrer. Sorpresivo e inesperado crimen que
suscita la intervención de la policía con el capitán Manuel Palacios a la
cabeza de la investigación, que interrumpe el boyante negocio de compraventa de
libros que estaban haciendo el Conde y su socio Yoyi el Palomo, y los coloca
entre los sospechosos y por ende son fichados e interrogados en la Central. Y
si bien el Conde llega a saber de la existencia de esas cartas, no pudo leerlas
y enterarse de su contenido porque Amalia Ferrer las localizó y destruyó.
Vale resumir que en varias de esas misivas Nemesia Moré,
al unísono de que reporta un paulatino deterioro mental, lamenta que Alcides la
suponga la asesina de la bolerista; pero luego habla del temor que él le
suscitaba y de la posibilidad de que él sea quien la mató. Y casi por último,
previo al comentario de la muerte de Alcides en Estados Unidos, refiere el
descubrimiento, doloroso e inquietante para ella, de la persona (sangre de su
sangre) que sustrajo dos píldoras de cianuro de una adquisición para combatir
una plaga de ratones en el jardín.
Vale subrayar que en septiembre de 2003, Nemesia Moré es
una anciana nonagenaria recluida (y escamoteada) en una recámara de la casona
de El Vedado, más que por su remota pérdida de la razón y del habla, por el
oculto, empantanado y ponzoñoso sadismo de su hija Amalia Ferrer, inextricable
a su evidente psicosis. Y el patético y lastimoso estado en que la descubren el
Conde y el capitán Manuel Palacios es el pasaje más estremecedor, macabro y
espeluznante de la obra:
“Decidido a resolver aquel enigma pospuesto, Conde dio un
paso hacia el interior del cuarto y estuvo a punto de soltar un alarido. Sobre
la cama imperial de madera oscura, con sólidas columnas talladas de las que
colgaban unas gasas deshechas, estaba el cadáver viviente, completamente desnudo,
de lo que alguna vez había sido un ser humano. Imponiéndose a sus deseos de
echar a correr, Conde hizo un acopio de fuerzas y observó el esqueleto yacente
sobre el colchón desprovisto de sábanas. Sólo el levísimo movimiento del aire
en el diafragma hundido advertía que allí quedaba algún aliento de vida, pero
el cráneo, definitivamente cadavérico, sumergido en la almohada, parecía
desprendido del resto de cuerpo, de donde se había evaporado toda fibra
muscular, como devorada por un carroñero voraz. Los brazos y las piernas
inertes parecían gajos secos, quebradizos, y con horror Conde vio la abertura
morada y tumefacta del sexo, macerada por los ácidos de la orina, y la piel
colgante, plegada una y otra vez sobre sí misma, que alguna vez estuviera poblada
por el monte de Venus. La muerte tocaba todas las puertas de acceso a aquel
deshecho humano y hasta en el aire se respiraba el aroma amargo de su
presencia.”
VIII de XIX
No obstante la serie de
testimonios y conjeturas, quizá vale dudar del presunto enamoramiento de
Violeta del Río y su presunta decisión de dejar de cantar por cantar para convertirse en la joven, bella y
esplendorosa cónyuge de un burgués mafioso y cincuentón cubano autodesterrado
en Florida. Según le dijo la ex madama Flor de Loto al Conde: “Lina no era puta
ni tenía vocación de serlo”, pero “podía estar dispuesta a hacer lo necesario
para alcanzar su meta”. ¿Y cuál era su meta? ¿Ser una profesional del bolero
que además podía, y podría, cantar por
cantar en el escenario donde la contrataran y donde le diera su regalada
gana? ¿O sólo ser la querida o gratificada esposa de un viudo y rico mafioso
con dos hijos adolescentes? ¿Estaba realmente enamorada de ese hombre que metía
miedo y la agasajaba con caros caprichos? ¿Su “himno de combate” Vete de mí lo cantaba así, como si fueran cosas de su propia vida, como si le fuera la vida, porque en esa
letra subyacía o le imprimía algo oscuro y desesperado, quizá maldito, de
amor-odio y coercitivo por la implícita y tácita omertà? A priori, por lo
pronto, parece que sí gozaba a lo grande con el señor Alcides Montes de Oca,
pues Amalia Ferrer, quien entonces tenía la misma edad que Violeta del Río, con
la copia de la llave que tenía Nemesia Moré en su calidad de administradora y
ama de llaves, se metió a la lujosa leonera en Miramar, según les confiesa al
Conde y a Manolo, quien porta su uniforme de capitán de la policía:
“Lo
primero en sorprenderme fue comprobar lo bien que vivía: en comparación con
esta casa [la deteriorada, desamueblada y vetusta mansión en El Vedado donde se
resguardó, intocable y durante 43 años, la enorme biblioteca de tres
generaciones de Montes de Oca: cinco mil
volúmenes que van del siglo XVI al XX], aquél era un apartamento modesto,
pero estaba montado a todo lujo. Para mí fue como un golpe en el estómago
entrar en la habitación y encontrarme con una cama matrimonial de estilo, más
grande que las camas normales, donde seguramente se revolcarían ella y el señor
Alcides, viéndose fornicar como animales en un espejo que habían hecho colgar
del techo. En varios cofrecitos tenía joyas finas, debían de valer una fortuna.
Y la ropa: clósets llenos de ropa cara, zapatos de las mejores marcas, hasta
abrigos de piel que nunca habría podido usar en Cuba... Todo eso lo había
comprado con el dinero que nos pertenecía a mamá, a Dionisio y a mí, yo, que
jamás había usado una ropa como aquella y no tuve otra joya que una cadenita de
oro y un anillo, el regalo del señor Alcides por mis quince años.”
Y luego añade en su varias veces estremecedor monólogo: “fui a la sala del apartamento y saqué de su sobre el disco que había visto al llegar. Era el que el señor Alcides había pagado para que le grabaran. Lo coloqué en el tocadiscos y lo puse a funcionar. Cuando oí su voz, sentí cómo me temblaban las piernas. Ella cantaba una canción, se llamaba Vete de mí, y de pronto tuve la impresión de que se dirigía a mí. Por eso, sin esperar más, tomé las precauciones que había aprendido del veterinario, trituré las cápsulas y las diluí en el jarabe. Luego lo limpié todo y salí de la casa.”
IX de IX
Aún en busca de
respuestas, siguiendo su intuitiva e intrínseca pulsión, el Conde va a
deambular, solitario, perruno apaleado y a pata pelada, por los noctámbulos sitios
donde anduvo Violeta del Río con su tentador cuerpo de pecado (y donde
previamente observó los actuales y variopintos ejemplares de la infame turba de nocturnas aves que
pululan y talonean por allí):
“Sin intenciones de buscar una respuesta satisfactoria,
Conde se alejó del bullicio nocturno y tomó la pendiente de La Rampa, con los
límites cronológicos de la nostalgia ubicados más allá de su memoria personal,
mucho más allá de su más remoto recuerdo, y trató de encontrar los rastros
todavía visibles de una ciudad rutilante y pervertida, un planeta lejano,
conocido de oídas, escuchado en discos olvidados, descubierto en infinitas
lecturas, y que en sus evocaciones siempre se le aparecía poblado de unas
luces, clubes, cabarets, melodías y personajes que, ahora lo sabía, casi
cincuenta años atrás debió de frecuentar Violeta del Río, con sus esperanzas a
toda máquina, en busca de su lugar en el mundo.
Esperando el año Hotel Nacional, La Habana, 1953 Foto: Constantino Arias |
“Transitó, sin detenerse, ante el lumínico revitalizado de La Zorra y el Cuervo, donde alguna vez cantó aquella mujer, vedado ahora a quienes no cargaran los cinco dólares norteamericanos capaces de abrir sus puertas y garantizarles una silla; contempló la entrada sólidamente clausura de La Gruta [donde en los 60 cantaba boleros la Violeta del Río del cuento], de la cual no salía ya ni el último eco de los acordes trasnochados que una vez hicieron retumbar aquella cueva musical cuando afuera comenzaba a salir el sol; miró sin emociones especiales las ruinas calcinadas del antiguo Montmartre, proletariamente rebautizado como Moscú y proféticamente devorado por un incendio unos años antes de la desintegración del imperio; pasó, como si huyera, frente al portón desangelado del cabaret Las Vegas, donde le llamó la atención la presencia de un hombre, más o menos de su edad [ídem el desterrado Fernando Terry en pos de la presunta novela perdida del poeta independentista José María Heredia y Heredia], que miraba con especial nostalgia el sitio ahora empapelado donde por tantísimos años se pudo beber el último café de las madrugadas habaneras; cruzó sin esperanzas ante la torre coronada por el Pico Blanco y no lo tocó ni un arpegio de guitarra; subió hacia el oscurecido Salón Rojo del Capri, con sus puertas atadas con una cadena, y por fin entró en los jardines del Hotel Nacional, atravesando la mirada hosca de los vigilantes, armados de walkie-talkies, que le perdonaron la vida cediéndole el paso sin hacerle preguntas, aunque visualmente lo acusaron de los cargos de ser cubano, de no tener dólares, de no ser del ambiente. Se detuvo unos minutos ante el pórtico lujoso y también dolarizado del Parisién, el cabaret donde alguna vez actuaron el inmortal Frank Sinatra —para que lo oyeran [el mafioso Lucky] Luciano, [Meyer] Lansky, Trafficante— y una joven olvidada que se hacía llamar Violeta del Río y cantaba por el gusto supremo de cantar.”
Frank Sinatra |
Pero si esa enigmática Violeta del Río, La Dama de
Rita Montaner La Habana, 1953 Foto: Constantino Arias |
“La señora que ahora remedaba el estilo dramático y despechado de la que alguna vez fue La Dama Triste del Bolero y animaba las noches perdidas de La Gruta, tenía sesenta años, algunas libras de más, un poco menos de su voz gruesa de entonces y el pelo de un rubio más exagerado, cayéndole ya sin furia sobre la cara. Sin embargo, dueña de sus posibilidades, el espectro de la mujer que una vez me había enloquecido, todavía conservaba una fascinante comunicación con sus canciones, siempre susurradas, como dichas al oído, con aquel sentimiento interior que tan bien sabía expresar Violeta del Río.”
Constantino Arias y Raúl Corrales, Cuba. Dos épocas. Colección Río de Luz, FCE. Fotos en blanco y negro. Presentación de María E. Haya. Edición de Pablo Ortiz Monasterio. México, junio 15 de 1987. 72 pp.
Nacho López, Yo, el ciudadano, Colección Río de Luz, FCE. Fotos en blanco y negro. Presentación de
Fernando Benítez. Edición de Pablo Ortiz Monasterio. México, agosto 30 de 1984.
80 pp.
Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 262 pp.
Leonardo Padura, La neblina del ayer. Colección Andanzas
núm. 577, Tusquets Editores. México, junio de 2005. 360 pp.
Leonardo Padura, La novela de mi vida. Colección
Andanzas núm. 470, Tusquets Editores. Barcelona, marzo de 2002. 350 pp.
Leonardo Padura, Los rostros de la salsa. Colección
Andanzas s/n, Tusquets Editores. México, marzo de 2020. 334 pp.
Leonardo Padura, Nueve noches con Violeta del Río.
Ilustraciones en blanco y negro de Edu Molina. Colección Vientos del Pueblo,
FCE. México, enero de 2022. 32 pp.
Xavier Villaurrutia, Obras. Poesía, teatro, prosas varias, críticas. Recopilación de textos de Miguel Capistrán, Alí Chumacero y Luis Mario Schneider. Bibliografía de Xavier Villaurrutia de Luis Mario Schneider.Letras Mexicanas, FCE. 1ª reimpresión, octubre 10 de 1974. México. 1096 pp.
*********
Vete de mí (1966), corto, con Virgilio Expósito y la dirección de Alberto Ponce.