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domingo, 12 de mayo de 2024

Nueve noches con Violeta del Río

Fantasmas en la noche de trasluz

 

I de IX

En enero de 2022, con un tiraje de veinte mil ejemplares, el FCE publicó, en la Ciudad de México y en la colección Vientos del Pueblo, el librito de 32 páginas Nueve noches con Violeta del Río, cuento del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), ilustrado (en el interior) con dibujos en blanco y negro de Edu Molina que parecen recuadros de historieta o de novela gráfica. Datado al calce en “2001”, el relato es uno de los trece cuentos del narrador reunidos en Aquello estaba deseando ocurrir, libro editado por Tusquets en España y en México, en febrero y mayo de 2015, con el número 849 de la Colección Andanzas. El hecho de que la Violeta del Río del cuento sea una cantante de boleros, homónima de la cantante de boleros de la que se tiene noticia (y diversos visos y testimonios) en La neblina del ayer (Tusquets, 2005) —novela negra de la saga protagonizada por el investigador criminal Mario Conde— incita a la ineludible comparación o a reseñar algunos rasgos en que coinciden y no coinciden.

           

Leonardo Padura

          Las novelas policiales en las que se mueve Mario Conde están pobladas de monólogos, de un coro de voces, de distintas hablas y tesituras teñidas de modismos y cubanismos; es decir, de relatos en primera persona en los que algunos de los personajes rememoran o bosquejan aspectos de su autobiografía (o pormenores de su vida) y su versión de los hechos en torno a un crimen, sucedido o persona. Tal cualidad polifónica y poliangular implica y coloca en relieve la virtud de Leonardo Padura para el relato en primera persona; un botón de muestra (in extenso) son las memorias del poeta decimonónico José María Heredia que se leen, en capítulos entreverados, a lo largo de La novela de mi vida (Tusquets, 2002). Vine a colación esto porque en La neblina del ayer abundan los relatos en primera persona y porque el cuento Nueve noches con Violeta del Río es una narración en primera persona. La voz cantante del relato (que no canta boleros de viva voz, pero sí en su intrínseca memoria y por ende en el evocativo texto del cuento) es la voz de un anónimo ex universitario cubano, de 48 años, quien en mayo de 1998 recién hizo su primer viaje a los Estados Unidos, “invitado a participar en un encuentro académico”. Y “antes de regresar a La Habana” (y oír la grabada voz de Bola de Nieve cantando un bolero junto a la foto de Violeta del Río conservada por él durante treinta años), dice: “logré pasar varios días en Miami, donde ahora viven muchos de mis viejos amigos, mi única hermana, casi todos mis primos y los que todavía respiran de mis tíos”. Y para despedirlo, su hermana y su cuñado lo llevaron a cenar a La Carreta, un restaurante de comida cubana; y luego a La Cueva, un club en Miami Beach, “uno de los muchos locales de moda en Ocean Drive” que, “según decían, “solía ser tranquilo y tenía muy buen ambiente, pues sólo se escuchaban boleros”. El trío familiar arriba a La Cueva a las once de la noche del 16 de mayo; y allí, como si penetrara y se sumergiera en la penumbra de un subterráneo, onírico, odorífico, vaporoso
e íntimo déjà vu, percibe y observa la silueta y la sugestiva voz del revulsivo fantasma llamado Violeta del Río, cantando para él (así lo interpreta), que fuma y paladea un ron collins como en los iniciáticos tiempos de antaño, los versos de La vida es un sueño; cantante a la que le perdió la pista hace tres décadas, precisamente en octubre de 1968, cuando él aún no cumplía los 19 años de edad.

          

Colección Vientos del Pueblo, Fondo de Cultura Económica
Ciudad de México, enero de 2022

          Si en ese breve y anecdótico pasaje, aparentemente aséptico, que es el culmen final del cuento, Leonardo Padura alude el recurrente tema (en su narrativa) del exilio cubano en Estados Unidos y al unísono el implícito e inextricable trasfondo que subyace en el leitmotiv que lo incita y catapulta; o sea: el drama social, político y económico que agobia a la isla caribeña (con miseria, rezago, falta de libertades, injusticia y abuso del poder autoritario) desde que empezó a empantanarse la Revolución Cubana (más aún durante el Período Especial de los 90), esto también permea la urdimbre sociológica del relato.

            El anónimo protagonista inicia su evocativa memoria narrando su arribo a La Habana, en 1967, para inscribirse en la universidad y hospedarse en la residencia de becarios; entonces era un mal vestido jovenzuelo, “provinciano, católico y revolucionario”. Según dice: “comencé a gastar mis solitarias noches de sábado en deslumbrados recorridos ascendentes y descendentes por aquel esplendoroso tramo de calle, empinado entre el mar eterno y la recién abierta heladería Coppelia. Subía y bajaba la Rampa en un éxtasis permanente, empeñado en llenar mis pulmones y mis ojos con aquel mundo magnético de neones coloridos y autos americanos todavía potentes, de las primeras minifaldas y los primeros hippies tropicales y subdesarrollados que brotaban en la isla, y de los últimos vestigios del glamur brillante de los cincuenta, ya en franca retirada ante el avance de la indetenible propaganda socialista, con sus exaltadas consignas cargadas de rojos y persistentes llamados al combate y a la victoria.”  

           

Ilustración de Edu Molina

        En esas vagancias, una noche de 1967 durante uno de sus recorridos por la Rampa, el joven se encuentra con el retrato de Violeta del Río, el cual lo seduce y hechiza ipso facto (siente que la foto lo mira a él y sólo a él): “Quiero recordar que fue precisamente durante uno de mis primeros paseos por la Rampa, alucinado por tantos encantos y promesas de una vida que no conocía, cuando vi, junto a la escalera que bajaba hacia las penumbras del club La Gruta, el cartel protegido por un cristal desde el que de forma aviesa me miró Violeta del Río, ‘La Dama Triste del Bolero’. Una invasiva atracción, que nacía en mi estómago y se expandía indetenible para palpitar en cada rincón de mi cuerpo, me obligó a detenerme y contemplar aquel rostro de un suave matiz moreno de una mujer de unos treinta años, en el que se confundían los rasgos de mil mezclas raciales para propiciar el milagro de unos ojos levemente rasgados y cargados de despecho asiático, una boca de labios carnosos y enrojecidos de los que pendía displicente un cigarro humeante, y un pelo tal vez demasiado amarillo, que caía en ondas furiosas hacia los hombros tersos y promisorios. El cartel advertía que Violeta del Río cantaba en La Gruta todas las noches, de martes a domingo, siempre a las once, pero mientras contemplaba el rostro singular y lascivo, ni siquiera se me ocurrió considerar la posibilidad de entrar en aquel sitio quizás demasiado pecaminoso, demasiado sofisticado y alejado de todas las expectativas del joven cándido —revolucionario, católico y pobre, ya lo he dicho— que era entonces.”

           

Ilustración de Edu Molina

            A partir de esa magnética conmoción visual e interna, el joven vuelve una y otra vez a la entrada de la subterránea Gruta para contemplar la foto de Violeta del Río. Y en el cuarto de la residencia de becarios, a través de la radio, empieza a familiarizarse con la fatalidad, la estética, la endeble versificación, el sentimentalismo y la melcocha del bolero. Y haciendo acopio de las aportaciones monetarias de su parentela, se alista para ir a La Gruta el día de su dieciocho aniversario. Esto ocurre “el 13 de diciembre de 1967”; y para poder entrar y demostrar su mayoría de edad, tuvo que mostrarle al portero su carnet de estudiante universitario. Allí se inició con el ron collins (porque le sonaba bien) y en el hábito del tabaco oscuro; pero sobre todo, y ante todo, con la figura y la voz de Violeta del Río y su ritual y rutinaria actuación, tanto en el pequeño escenario acompañada por un pianista, como solitaria en la barra (fumando y bebiendo un único y moroso trago de carta blanca) y a la hora de irse, sola, a las dos de la madrugada. Esa noche escuchó nueve boleros cantados por ella. Y a la noche siguiente regresó a la calle del crimen. Y volvió, casi un ser invisible y distante en una dimensión aislada y paralela, cada vez que reunía el dinero para el consumo. Y para eludir que ese delirio lo consumiera a él y llevara al fracaso el inicio de sus estudios universitarios, se impuso dejar de ir a La Gruta.

            Pero tras dos meses de vacaciones de verano en su pueblo (o ciudad), de regreso a La Habana en septiembre de 1968 para el inicio del “segundo curso en la universidad”, sus condiscípulos de la residencia estudiantil y habituales en la heladería Coppelia (donde cotorreaban, fumaban y de contrabando bebían ron camuflado) acordaron ir en grupo a La Gruta para ver y oír a Violeta del Río. Esa noche, sin preverlo, empezó el indeleble clímax lúbrico para él, pues de entrada la bolerista cantó Vete de mí y al término, según evoca:

      “Algo inconcebible y maravilloso ocurrió en ese momento: Violeta del Río, que había cantado todo el bolero con su fuerza y despecho de siempre, sin dignarse siquiera a mover el pelo que le cubría la cara, acomodó tras la oreja aquella cortina furibunda, y entonces yo pude ver que sus ojos me miraban y que en sus labios se iniciaba el leve movimiento de una sonrisa. ¿Me miraba a mí? ¿Me sonreía a mí, ella, Violeta del Río?”

       

Ilustración de Edu Molina

         El caso es que el joven aguantó el nerviosismo y el desasosiego hasta que ella cantó el último bolero de la jornada: La vida es un sueño; salió del club y se ocultó “tras un sólido Chevrolet Bel Air de 1957”. Y una vez que sus compañeros salieron y se fueron, dejó el escondite:

  “Entonces crucé la calle, empujé la puerta de La Gruta, ya sin portero a esa hora final de la noche, y vi cómo La Dama Triste del Bolero levantaba su vaso y bebía un sorbo de su carta blanca.

  “Con una decisión que desconocía y unas ansias que me superaban, me acerqué a la barra y, casi rozando el brazo de Violeta, pedí una carta blanca a la roca, encendí mi cigarrillo y volteé la cara para observar la de aquella mujer capaz de seducirme con su voz y sus boleros.

“—Al fin apareciste... —me dijo ella, con el mismo tono susurrante y grave con que cantaba, y recolocó el pelo que insistía en caer sobre su cara—. Pensé que te habías ido... Todos los días se va tanta gente.”

   

Ilustración de Edu Molina

               El caso es que Violeta del Río, con su actitud desdeñosa y esquiva, muy reservada y enigmática en lo que concierne a sus actos y a su vida personal e íntima, es quien toma la batuta de lo que dice y no se dice en los breves diálogos y más aún: en las decisiones y en los lujuriosos movimientos en la cama. Y por ello, por el puro goce sexual y porque ella quiere, en el cuchitril de una mísera posada le regala su desnudez y nueve candentes e inefables noches de plenitud lasciva, las cuales se sucedieron en ese septiembre de 1968. La décima noche tendría que haber ocurrido el jueves 2 de octubre (miércoles en la vida real, que no se olvida en las históricas efemérides porque en la Ciudad de México ocurrió la trágica y sangrienta masacre no sólo de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; matanza que disgregó y quebrantó el movimiento estudiantil de 1968 con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina). Pero el joven se encontró con las luces de neón apagadas, las puertas cerradas y “el cartel grosero que advertía: CLAUSURADO INDEFINIDAMENTE”. Y algo violento tuvo que haber ocurrido con antelación, pues según dice:

     “[...] descubrí en el suelo, en un rincón del pequeño vestíbulo del club, el mural encristalado en el que había visto por primera vez a Violeta del Río. Lentamente bajé los escalones y volteé la pancarta, y encontré que el cristal se había deshecho, pero que, pegada al cartón, allí seguía la imagen de ‘La Dama Triste del Bolero’ y el anuncio de unas actuaciones que ya nunca se repetirían. Con todo el cuidado que era capaz de pedirle a mis manos temblorosas, desprendí la foto y hui de La Gruta como si hubiera robado un banco.

 

Ilustración de Edu Molina

         “Con aquel tesoro en mi bolsillo, recorrí los otros clubes cercanos y descubrí que todos habían sido clausurados, también indefinidamente. En mi desesperación le pregunté a varias personas si sabían qué ocurría y a retazos pude armar la respuesta: como todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa, pues podían entorpecer la entrega de los hombres al magno evento económico, y de momento se había decidido cerrarlos, hasta que se les encontrara un mejor destino: tal vez comedores obreros, o salas de reuniones, quizás democráticos restaurantes para trabajadores destacados en la emulación laboral y en las faenas agrícolas...”

      Todo esa traumática, coercitiva y ortodoxa transformación social y política porque, según rememora: “Por aquellos días había sido decretada una asoladora Ofensiva Revolucionaria, empeñada en poner en manos del Estado toda la economía y la ideología de la isla, mientras se había comenzado a preparar una gigantesca zafra azucarera, que en 1970 produciría diez millones de toneladas de azúcar con los cuales, de una sola vez, el país podría salir del subdesarrollo.”

      Ese anónimo joven de casi 19 años, que no es detective ni aspira a serlo, para localizar a Violenta del Río (que supone su nom de guerre  y no el real), a partir de esa noche, con la foto de ella, emprende una ansiosa y agitada búsqueda que se convierte en “Dieciocho días de investigación”, los cuales concluyen cuando se entera, por un guagüero de la ruta 68, que “todos los artistas de clubes y cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”, allá por el “cercano pueblito de El Calvario”. Según dice:

     “Sin esperar alguno de los transportes que unían Mantilla con aquel lugar llamado precisamente El Calvario, salí en busca de Violeta del Río. Aquella zona de La Habana, que visitaba por primera vez, me pareció entonces brillante y hermosa, pues en medio de mi desesperación había encontrado un camino hacia la mujer que tanto necesitaba, por la que me sentía seducido y, ahora, abandonado. Antes de llegar a El Calvario pregunté a unos muchachos y me indicaron un descampado al final del cual estaban trabajando ‘los artistas’, como los llamaban en la zona. Atravesé aquel llano agreste, en el que ahora brotaban unas pequeñas matas de café y, debajo de un árbol, disfrutando de la brisa, descubrí a aquel viejo cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’. No tengo que decir cómo palpitó mi corazón y, luego de darle las buenas tardes, le pregunté al cantante si la había visto.

     “—Sí, vino dos días la semana pasada —me dijo—. Pero si quieres verla, vas a tener que ir hasta Miami... Me dijeron que el lunes se fue en una lancha.”

 II de IX

En La neblina del ayer, el ex periodista Silvano Quintero, ya viejo, pobrísimo y tullido de la mano derecha, pero otrora reportero del espectáculo para el periódico El Mundo, al hablar de ese obscuro objeto del deseo y de los turgentes y voluptuosos volúmenes de las boleristas de los años 50, le dice al ex policía Mario Conde en septiembre de 2003: “¿Se ha fijado cómo las mujeres de ahora no tienen ni tetas, y hasta se ponen contentas de pasar hambre porque así no les engorda el culo?” Viene a colación esto porque el cuerpo menudo y compacto de la Violeta del Río del cuento al parecer cabría en esa óptica hilarante e ineludiblemente machista, según se colige a través del trazo que de ella hace el anónimo ex universitario que vivió nueve candentes e inolvidables noches con la cantante, precisamente cuando él tenía 18 años y ella unos 30. En la sesión donde la oye y la observa por primera vez en el escenario de La Gruta dice que le resultó “más pequeña de lo que había imaginado, menos rotunda de formas de lo que había soñado”. Lo cual reitera al vivir con ella las dos horas de su primer festín de sexo: “Ya he dicho que su cuerpo no era especialmente voluptuoso: más bien era delgada, tenía senos pequeños y sus nalgas apretadas y duras estaban lejos de los volúmenes habituales en las cubanas.”

          

Colección Andanzas núm. 577, Tusquets Editores
Ciudad de México, julio de 2005

          En La neblina del ayer, el ex policía Mario Conde, de 48 años, quien desde el otoño del 89 se dedica a la compraventa de libros de segunda mano, antiguos y raros, al hojear, en septiembre de 2003, un recetario de comida cubana del año 56 se encuentra, entre sus 800 páginas, una hoja doblada de la revista Vanidades, impresa en mayo de 1960, donde se da noticia del “adiós de Violeta del Río”. O sea: allí se reporta que “la excitante bolerista”, “la Dama de la Noche”, anunció, al final de su “presentación memorable” en el “segundo show del cabaret Parisién”, que esa era “su última actuación”, pese que se halla “En el momento cumbre de su carrera” y a que “Recientemente grabó el single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”.

     Pero de entrada, lo que magnetiza y atrapa la atención del Conde (ídem al anónimo universitario) es la imagen fotografía de esa mujer de papel de ojos negros, “exultante y provocativa, entre los veinte y los veinticinco años, que desde su estatismo y a través del tiempo era capaz de transmitirle un vívido calor”:

            “A toda plana habían impreso una foto calada de Violeta del Río, enfundada en un vestido de lamé —eso pensó el Conde, aunque nunca en su vida había tocado un vestido de lamé—, ajustado a la estructura de la mujer como una piel de serpiente. La tela, dotada de la capacidad de insinuar la potencia de unos senos embravecidos, dejaba ver unas piernas sólidas, que recortaban la evidencia de las caderas macizas, abiertas desde una cintura estrecha y tentadora. El pelo negro, levemente ondeado, en el más estricto estilo de los años cincuenta, le caía hasta los hombros, enmarcando una cara de cutis terso donde sobresalía la boca, gruesa, provocadora, y aquellos ojos que desde el viejo papel transmitían un vigoroso magnetismo.”

            Tal es el embeleso y la seducción ante esa imagen de Violeta del Río que el Conde, incitado por sus premoniciones e intrigas, decide investigar para saber dónde está o que pasó con esa cantante de boleros retirada en 1960 y de la que nadie o casi nadie se acuerda. A Pancho Carmona, marchante y librero a quien Yoyi el Palomo y el Conde le venden raros y costosos ejemplares hallados por él, le dice: “Pancho, ando averiguando por un single que se llama Vete de mí. Creo que es un 78...” Y Pancho, tras mover unos segundos “el mouse de su computadora mental”, le responde: “Es un 45, de una tal Violeta del Río. Lo grabó la casa Gema, creo que en 1958 o a principios de 1959. Tenía por una cara Vete de mí, de los hermanos Expósito, y por la otra Me recordarás, de Frank Domínguez. Una vez tuve uno y trabajo me costó venderlo.”

            Vale apuntar, entre paréntesis, que esa es la razón o más bien: la obediencia nocturna (y por todo lo que se narra entorno a la noctámbula bolerista y no sólo porque es el único disco que grabó) que explica que la novela se titule La neblina del ayer, pues es un verso del bolero Vete de mí (por lo que se lee en la obra y dice el ex periodista Silvano Quintero: “ése era su himno de combate, y lo cantaba siempre como si le fuera la vida en la canción”), y que las dos partes que la componen estén rotuladas como si se tratara del par de lados de un anacrónico vinilo de 45 revoluciones por minuto: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”. A lo que se añade el hecho sustancial de que en la novela se leen estrofas de ambos boleros (que el Conde oye en un ejemplar de ese raro y legendario disco). Y en esto coincide con el cuento Nueve noches con Violeta del Río, que además incluye una nota que lo patentiza: “Los boleros reproducidos total o parcialmente en el relato son: Me recordarás, de Frank Domínguez; Vete de mí, de Virgilio y Homero Expósito; y La vida es un sueño, de Arsenio Rodríguez.” (En la edición de Tusquets se lee al inicio y en la edición del Fondo al término.)

           

Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores
Ciudad de México, mayo de 2015

        Pero el caso es que Pancho Carmona, si bien recuerda los datos del disco, ignora de qué lado masca la iguana, es decir: todo de Violeta del Río; no obstante, evoca que el disco lo tuvo “hace como quince años” y que se lo vendió a Rafael Giró, el “cegato ese que escribe de música”. Ese musicólogo, de gruesas gafas y minúsculos ojos hundidos, tiene en su casa una colección de 12 mil 622 discos de 78 y 45, pero no los puede oír porque, les dice al Yoyi y al Conde: “mi tocadiscos está roto. Y en este cabrón país no hay agujas de tocadiscos. Estoy esperando que un amigo me traiga una de España”. Y como resulta que Rafael Giró aún tiene el disco de Violeta del Río, el Conde le propone un trueque: que le dé el disco a cambio de uno de los 218 libros que él y su socio llevan en siete cajas en la cajuela del inmaculado Chevrolet Bel Air 1956 del Yoyi. Y entre las maravillas que hojea oliéndolos y palpándolos con exclamaciones de asombro, Giró opta por la edición príncipe, de 1935, de la Historia universal de la infamia. Y si bien Giró no se preocupó “por saber dónde se había metido” “La Dama de la Noche”, pese a que oyó rumores de “Que se le acabó la voz” (“Ella tenía una voz chiquita, no era un chorro como Celia Cruz o como Omara Portuondo”, dice), sí ha oído o sabe (quizá sin corroborar) que sólo grabó ese disco, que “trabajaba en clubs y cabarets”, cuando en La Habana “habían más de sesenta clubes y cabarets con dos y hasta tres espectáculos por noche. Sin contar los restaurantes y los bares donde había tríos, pianistas y hasta conjunticos...” Y más aún, les bosqueja, magnifica y comprime (semejante a un paneo cinematográfico) la legendaria época habanera —en cuyo bosquejo subyace la cronista mano que en esos menesteres mueve la pluma (algo como la sangre late y circula en ella), la misma que tecleó las crónicas y entrevistas que se leen en Los rostros de la salsa (Tusquets, 2019):

          

Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores
Ciudad de México, marzo de 2020

         “—¿Se imaginan cuántos artistas tenía que haber para mantener ese ritmo? La Habana era una locura: yo creo que era la ciudad con más vida de todo el mundo. ¡Qué carajo París ni Nueva York! Demasiado frío... ¡Vida nocturna la de aquí! Verdad que había putas, había drogas y mafia, pero la gente se divertía y la noche empezaba a las seis de la tarde y no se acaba nunca. ¿Te imaginas que en una misma noche podías tomarte una cerveza a las ocho oyendo a las Anacaonas en los Aires Libres del Prado, comer a las nueve con la música y las canciones de Bola de Nieve, luego sentarte en el Saint John a oír a Elena Burke, después irte a un cabaret a bailar con Benny Moré, con la Aragón, con la Casino de Playa, con la Sonora Matancera, descansar un rato vacilando los boleros de Olga Guillot, Vicentico Valdés, Ñico Membiela... o irte a oír a los muchachos del feeling, al ronco José Antonio Méndez, a César Portillo y, para cerrar la noche, a las dos de la mañana, escaparte a la playa de Marianao a ver el espectáculo del Chori tocando sus timbales, y tú ahí, como si nada, sentado entre Marlon Brando y Cab Calloway, al lado de Errol Flynn y de Josephine Baker. Y después, si todavía te quedaba aire, bajar a La Gruta, ahí en La Rampa, para amanecer metido en una descarga de jazz de Cachao con Tata Güines, Barreto, Bebo Valdés, el Negro Vivar, Frank Emilio y todos esos locos que son los mejores músicos que ha dado Cuba? Eran miles, la música estaba en la atmósfera, se podía cortar con un cuchillo, había que apartarla para poder pasar... Y Violeta del Río era una de ellos...”

          

Paraba el tráfico
Calle Balderas con Ayuntamiento (c. 1957)
Ciudad de México
Foto: Nacho López

        Y como el Conde le pregunta si “¿Era una del montón?”, el cegato Giró le dice: “Ella no era Elena Burke ni Olguita Guillot, pero tenía su voz. Y su estilo. Y su cuerpo. Yo nunca la vi, pero Rogelito, el timbalero, me dijo un día que era una de las hembras más tremendas de La Habana. Paraba el tráfico.”

 III de IX

Así que Rogelito el timbalero, un vivaz, memorioso y parlanchín viejecillo nonagenario, retirado “hace como quince años”, quien subsiste en el oscuro cuchitril de un estrecho, mugroso y mísero vecindario, donde es auxiliado por una guajirita bisnieta —pese a la bonanza que tuvo y a las etapas de oro que vivió a partir de 1921—, le bosqueja al Conde (y al desocupado lector, lectora o lectore) el devenir que conoció “En más de sesenta años tocando en cuanta orquesta aparecía”, y una semblanza del encanto y la seducción de Violeta del Río:

         

Bailarines del Rumba Palace
La Habana, 1950
Foto: Constantino Arias 

         “[...] Desde los años veinte La Habana era la ciudad de la música, de la gozadera a cualquier hora, del trago en todas las esquinas, y eso le daba vida a mucha gente, no sólo ya a maestros como yo, que donde usted me ve pasé siete años en el conservatorio y toqué también en la Filarmónica de La Habana [¡ah chiguaguá!], sino a cualquiera que quisiera buscarse la vida con la música y tuviera agallas para insistir... Después, los treinta y los cuarenta fueron el tiempo de los salones de baile, los clubes sociales y los primeros cabarets grandes con casino de juego, Tropicana, el Sans Souci, el Montmartre, el Nacional, el Parisién, y de los cabarecitos de la playa, donde mi socio el Chori era el rey. Pero en los cincuenta aquello se multiplicó por diez, porque se abrieron más hoteles, todos con cabarets, y empezaron a ponerse de moda los night-clubes, había no sé cuántos en El Vedado, en Miramar, en Marianao, y ahí no cabían orquestas grandes, sino un piano o una guitarra, y una voz. Fue la época de la gente del feeling, y de las boleristas sentimentales, como yo les decía. Eran unas mujeres especiales, cantaban con deseos de cantar y dejaban la piel en el escenario, vivían las letras de las canciones y lo que hacían era pura emoción, pura emoción. Una de ellas fue Violeta del Río...

          

Pas de Quatre
La Habana, 1950
Foto: Constantino Arias

         “Me acuerdo haber visto a la Violeta, no sé, tres o cuatro veces, claro, yo no tenía tiempo de ir a ver a otros músicos. Una vez estaba en el cabaret Las Vegas, y otra, de la que mejor me acuerdo, en La Zorra y el Cuervo, donde había una pista así, chiquita, y ese día ella no estaba actuando, quiero decir, ella no actuaba allí, sino que estaba cantando porque tenía muchas ganas de cantar y Frank Emilio estaba en el piano porque tenía muchas ganas de tocar y como los dos tenían tantas ganas, lo que hicieron esa noche fue como para que a uno no se le olvidara nunca, así viva mil años. ¿Ya te dije que Violeta era una hembra de campeonato? Bueno, tenía dieciocho o diecinueve años y a esa edad está buena hasta la Madre Teresa de Calcuta. Era una trigueña así, quemadita, pero no mulata, de pelo negro-negro, ondeado, y una boca grande, linda, gorda, con los dientes parejitos, aunque un poquito botados, con mucha gracia. Pero lo mejor eran los ojos: un par de ojos negros que te enfriaban la vida cuanto te enfocaban, registrándote por dentro y por fuera, como un aparato de rayos X. Era una de esas mujeres que te ponen dulzón nada más que de mirarlas... Ella, me dijeron, a cada rato hacía eso de ponerse a cantar por cantar, disfrutaba cantando, siempre boleros, bien suaves, y los cantaba con un aire de desprecio, así medio agresiva, como si te estuviera contando cosas de su propia vida. Tenía un timbre un poco ronco, de mujer mayor que ha bebido muchos tragos en la vida, y nunca subía demasiado, casi decía los boleros, más que cantarlos, y cuando se soltaba a cantar la gente se quedaba callada, se olvidaba de los tragos, porque era como una bruja que hipnotizaba a todo el mundo, a los hombres y a las mujeres, a los chulos y a las putas, a los borrachos y a los marihuaneros, porque hacía de aquellos boleros un drama y no una canción cualquiera, ya te dije, como si fueran cosas de su propia vida y las contara allí, delante de todo el mundo.

       

Josephine Baker
La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

         “Aquella noche yo me quedé pasmado, me olvidé hasta de Vivi Verdura, una putona grande, como de seis pies, que se me había encarnado y estaba tumbándome los tragos. Y a la hora y pico, dos horas, qué sé yo, todo el tiempo que Violeta estuvo cantando, fue como andar lejos del mundo, o muy cerca, tan cerca como estar metido dentro de aquella mujer, sin querer salir nunca de allí... ¡Del carajo!... Ese día un fotógrafo que siempre andaba por los clubes y cabarets, porque se dedicaba a tirar fotos de los artistas para los periódicos y las revistas, me dijo: Rogelito, el milagro de Violeta no es que cante mejor, sino que sabe seducir. ¡Santa palabra!: ésa era la verdad. Tanta verdad que, oyendo un día una cosa por aquí y otra por allá, me enteré de que un tipo muy rico, de los ricos de verdad que no iban a los clubes, se había enamorado de ella, quería casarse y todo, aunque le llevaba como treinta años. Parece incluso que el señorón aquel fue quien pagó la grabación de un disco para lanzarla después al mercado grande y poder meterla en la televisión y hacerle luego long play con diez o doce canciones...”

 IV de IX

Pero entre el acopio de coloquiales testimonios que compila el Conde entorno a Violeta del Río, descuella el que en dos sesiones le aporta la anciana Flor de Loto, octogenaria resto de un naufragio, quien subsiste, tullida de un brazo y pobrísima, en el cuartucho de un miserable solar de lavanderas, el cual comparte con una sobrina gordísima que vende en la calle turrones de maní. Flor de Loto también bosqueja pormenores de su autobiografía, precisamente desde que a los 13 años, con un turgente y tentador cuerpo de pecado, empezó a venderse en el vecindario donde vivía con su madre viuda y su hermanita. A los 17, y porque ella buscó la oportunidad de bailar desnuda en un show, se convirtió en la estrella del Shanghai. Época de la que atesora una foto que le muestra al Conde (y luego al Yoyi):

 

Leda frente al espejo (1949)
Foto: Constantino Arias

         “Sin mirar a la anciana extendió la enorme fotografía y quedó frente a una mujer en sus veinte años, intensamente rubia, sólida, sonriente, hermosa, que se defendía de la desnudez total con unas coronas brillantes, como flores de loto, sostenidas sobre el pubis y los pezones de sus senos prodigiosos.”

       Allí en el Shanghai se le acercó un tal Louis Mallet, un franchute cuarentón con residencia en Nueva Orleáns, que se movía entre los Yunaites, Cuba, Honduras y Guatemala, quien al mes de conocerla le alquiló un “apartamentico cerca de la universidad”. Pero su vida dio un salto radical, que la hizo dejar el Shanghai, cuando Mallet, en el 55, la llevó a una casona en Varadero (una casa de madera como de película) donde hubo una reunión de hombres de negocios en la que estuvieron un tal Joe Stasi, el cubano Alcides Montes de Oca y el legendario mafioso Meyer Lansky, en la que hablaron de la construcción de hoteles con todas las atracciones para los turistas americanos, como los casinos de juego y un exclusivo servicio de prostitutas, con buenos salarios, del que Flor de Loto, la Rubia, sería la reclutadora y mánager. “A principios del 56 ya estaba lista la agencia” con 16 rameras de lujo, muy educadas, refinadas y pulidas por especialistas. Y, según le dice: “A fines de ese año la agencia funcionaba tan bien que debimos buscar más mujeres. En una de las invasiones, en un cabarecito en Cienfuegos, me encontré con una muchacha que cantaba allí tres o cuatro noches por semana, y además de ser una de las mujeres más bellas que había visto en mi vida, tenía una voz especial, yo decía que era una voz de mujer porque no podía calificarla de otra manera. Lo único horrible de la muchacha era el vestido pobretón que usaba y sobre todo el nombre, Catalina Basterrechea, aunque para mejorarla la gente le decía Lina, Lina Ojos Bellos.”

            Según Flor de Loto, “Lina no era puta ni tenía vocación de serlo”. Pero como la conmovió con su historia de Cenicienta maltratada, se dispuso a ayudarla y por ende la llevó a La Habana (la guajirita pobre “cargó con una maletica baratona”) y la instaló en su apartamentico. Y “Al mes, mes y medio de estar Lina en La Habana”, o sea: en enero o febrero del 57, hubo otra reunión en la casona de Varadero, a la que Flor de Loto llevó a Lina para que cantara y en la que estuvieron los citados hombres de negocios y “dos empresarios americanos, dueños de una compañía constructora que se iba a encargar de hacer unos hoteles allá mismo en Varadero”. Y, según dice, allí “se conocieron Alcides Montes de Oca y Lina Ojos Bellos: él tenía casi cincuenta y ella menos de veinte, pero esa noche, cuando terminó la conversación de negocios y Lina empezó a cantar, Alcides, nada más de verla y oírla, se enamoró como un loco de la muchacha.”

            Vale resumir, para el objetivo de la presente nota, que el mafioso Alcides Montes de Oca (fallecido en “marzo de 1961” en un accidente automovilístico “en los cayos del sur de la Florida”), entonces dueño de la enorme y valiosísima biblioteca preservada durante 43 años en la que el Conde halló el recetario del 56 con la hoja de Vanidades y en ella la foto de la bolerista, es el influyente adinerado que patrocinó y promovió la vertiginosa y fulgurante carrera de Violeta del Río. Le compró y amuebló un departamento en un edificio nuevo en Miramar y un coche (“un Morris de aquellos que parecían una cuña”), ambos bajo el nombre de Louis Mallet; “le consiguió un hueco para cantar en el segundo show de Las Vegas”, donde él la etiquetó como Violeta del Río. Y “enseguida empezó a hacerse famosa y a cantar en mejores lugares, hasta llegar al show del Parisién, cuando ya La Habana la conocía como la Dama de la Noche” (epíteto que el periodista Silvano Quintero, que la seguía, insomne, con la lengua de fuera y los ojos desorbitados, le endilgó en sus crónicas: “lo que Violeta cantaba nada más tenía sentido si se oía en la noche, cuanto más tarde mejor”). Él financió, en el 59, la grabación del single Vete de mí. Pero ante la vorágine de expropiaciones y prohibiciones que conllevó la huida de Batista y el avance del triunfo de la Revolución, “a finales de 1959 Violeta anunció su retiro del espectáculo”, pues planeaba irse a Norteamérica con Alcides (viudo desde el 56) y sus dos hijos adolescentes, donde se casaría con él y empezaría una vida de señorona burguesa, lejos de los escenarios y de las cabareteras luces del bolero cubano. Pero no se fueron de inmediato, como sí lo hicieron el judío Meyer Lansky y el francés Louis Mallet. Y hasta 1960 “Alcides empezó a preparar la salida de Cuba tratando de salvar lo salvable, aunque perdió cantidad de dinero cuando empezaron a intervenir centrales azucareros y a nacionalizar negocios americanos en los que él tenía acciones”.

         

Haga juego
Casino Parisién, La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

             Y ante la inminencia de la salida de Cuba rumbo a los Yunaites, Flor de Loto se enteró del presunto suicidio de Violeta del Río. Según le dice al Conde: “Yo me vine a enterar de lo que había pasado el lunes siguiente, cuando fui al apartamento de Violeta para saber cómo le había ido en lo que nosotras le decíamos su entrada triunfal en el gran mundo de los Montes de Oca. Cuando llegué, me extrañó ver un movimiento raro y a la que me encontré allí fue a Nemesia Moré, la secretaria de Alcides. Ella me recibió como si yo fuera una extraña y me pidió que me fuera inmediatamente. ¿Pero quién coño es usted?... Ésta es la casa de mi amiga, empecé a decirle, y la muy bestia me soltó la bomba de un tirón: Su amiga está muerta y usted ya no es bienvenida en esta casa... En aquel momento me quedé paralizada y sólo atiné a preguntar qué había pasado. Se suicidó, me dijo la mujer, y me advirtió: No llame al señor Alcides, está muy afectado y lo mejor es dejarlo en paz.”

 V de IX

Vale resumir que catalizado por sus premoniciones y presentimientos, y a través de sus laberínticas averiguaciones (incluso en los virulentos bajos fondos asesinan a un informante de sus tiempos de detective policíaco y a él le dan una golpiza y lo dejan inconsciente y despierta en el hospital rodeado y apapachado por Tamara y sus socios de siempre), el Conde, con el apoyo de Manolo (el capitán Manuel Palacios, quien era sargento y su auxiliar cuando el librero era teniente investigador de la Central), sí llega a desvelar que la bolerista no se suicidó, sino que subrepticiamente fue asesinada con dos píldoras de cianuro diluidas en el jarabe para la tos que estaba tomando en su departamento.

            Pero antes de esto, en un pasaje sobre su desasosiego y las preguntas sobre lo que pudo suceder con la enigmática Violeta del Río, mientras comparte unas botellas de ron con el Flaco Carlos, el Conejo y Candito el Rojo (tres de sus entrañables socios desde la época setentera del Pre de La Víbora), les habla de la bolerista y de sus intrínsecas inquietudes entorno a ella; y entonces el Flaco le dice: “¿Te acuerdas, Conde, cuando cerraron los clubes y los cabarets porque eran antros de perdición y rezagos de pasado?” A lo que añade Candito: “Y para compensar nos mandaron a cortar caña en la zafra del setenta. Con tanta azúcar íbamos a salir de un solo golpe del subdesarrollo [...] Cuatro meses estuve cortando caña, todos los días de Dios.”

           

Viñeta de Edu Molina

           Tarea obligatoria que en Nueve noches con Violeta del Río también vivió el anónimo universitario que se tropezó, el jueves 2 de octubre de 1968, con la clausura de los antros de La Rampa, pues según evoca, tras enterarse, por “La Voz de Oro del Bolero”, que la bolerista recién se había fugado a Miami en una lancha, recuerda: “atravesé otra vez el descampado donde morían bajo el sol implacable las posturas de un café que nunca nadie tomaría, y comencé a llorar, mientras trataba de alejarme de la agobiante necesidad que me había creado aquella mujer. En verdad, no fue fácil; durante años me negué a escuchar boleros y por años me fue imposible amar a otra mujer: ninguna me permitía alcanzar las escalas de placer que había disfrutado con ella, y el sexo me parecía repetitivo y vacío. Pero el paso de esos mismos años, el empeño que puse en mis estudios, los largos meses que pasé lejos de La Habana, cortando caña para la Grana Zafra Azucarera que no resultó ser tan grande como se esperaba y no nos libró del subdesarrollo, y, sobre todo, la llegada de otra mujer —mi mujer—, me ayudaron a aliviar aquel recuerdo que nunca pude matar del todo y que guardé en el cofre cerrado de las más dolorosas nostalgias.” Sitio, íntimo y secreto, donde también yacía la foto de Violeta del Río, guardada durante treinta años.

 VI de IX

Resguardo parecido al que hizo, nada menos, que el progenitor de Mario Conde. Es decir, casi al principio de su pesquisa, el ex policía consultó al párroco Mendoza, ya octogenario, quien conoció a su abuelo el gallero Rufino el Conde y a su padre, de quien le revela que “en 1958” (cuando el Conde tenía “Tres años”) se “enamoró de una cantante”. Y aunque no puede confirmarle si esa cantante era Violeta del Río, esto sí parece embonar (luego embona) con la especie de déjà vu que el Conde les comenta a sus citados compinches en la citada sesión de ron:  

   “Desde que me enteré de la existencia de esa mujer me pasó una cosa muy rara: era como si alguna vez yo hubiera sabido algo de ella y después lo hubiera olvidado. No sé de dónde me viene esa idea, pero si consigo saber qué pasó con ella, a lo mejor encuentro el origen de esa sensación... Después, cuando oí el disco [gracias al portátil y empolvado tocadiscos del Flaco, que incluso se lleva a su casa para oírla a solas y en la intimidad], Violeta acabó de complicarme la vida.”

   Así que en un episodio pre masturbatorio entorno a la voz y a la seductora imagen fotográfica de Violeta del Río, de pronto lo catapulta un borroso recuerdo (de la neblina del ayer) que le lleva a registrar, desnudo y en el cuarto de los trebejos, el cajón de madera donde su padre guardaba varios objetos y que él no había vuelto a mirar desde su lejana muerte. Saca de allí:

“Un viejo guante de beisbol de modelo prehistórico, dos álbumes de fotografías, un sobre con diplomas por méritos laborales, un par de zapatos blancos y negros de puntera afilada, una libreta de teléfonos carcomida, dos cajas de oxidadas cuchillas Gillette, la gorra de conductor de ómnibus con su chapa de identificación, fueron saliendo del baúl hasta que Conde vio lo que su memoria al fin le había remitido desde el recodo de sus más turbios recuerdos. El sobre original aparecía desvaído por la humedad y los años, pero resultaba inconfundible: metió la mano y extrajo el pequeño disco, iluminado con la circunferencia amarilla donde brillaba la gema de la casa grabadora. Conde acarició la placa plástica y descubrió que su superficie se había ondulado, convirtiéndola en un objeto inservible. Consiguió al fin recordar a su padre, sentado en la sala de esa misma casa, envuelto en una penumbra que su mirada de niño sentía misteriosa, dedicado a escuchar ese disco, deglutiendo, quizás, sensaciones similares a las que, más de cuarenta años después, aún podían alarmar a su hijo. La recuperación de aquella imagen de un hombre espantosamente solo que oye cantar a una mujer desde un aparato eléctrico le pareció que, de alguna manera, explicaba al fin su visceral empatía con una voz que había recibido por primera vez hacía tanto tiempo y que se había empozado en su mente, dormida mas no muerta. ¿Hasta qué punto su padre había amado a aquella mujer a la que escuchaba en la oscuridad? ¿Por qué había conservado para siempre aquel disco, tal vez ya inservible mucho antes? ¿Qué le había dicho a su hijo aquella noche perdida en el ayer? ¿Y por qué él, tan recordador, se había olvidado de aquel episodio peculiar que debía haberse mantenido a flote en sus recuerdos? Mario Conde acarició otra vez la superficie plástica, ondulada como un mar nocturno [Mar que teje en la sombra su tejido flotante], y pensó que su padre había sido uno más de los hombres que habían sucumbido a la capacidad de seducción de Violeta del Río y que, como Silvano Quintero, seguramente lloró al conocer la noticia de su muerte y al comprender que de ella ya sólo quedaba el testimonio de su voz estampado en los surcos de aquel pequeño disco.” (Lo llevo en mí como un remordimiento,/ pecado ajeno y sueño misterioso,/ y lo arrullo y lo duermo/ y lo escondo y lo cuido y le guardo el secreto.)

   Conjetura probable, pues casi como preámbulo de la última confesión que le brinda Flor de Loto sobre la temible personalidad del mafioso Alcides Montes de Oca, le dice a quemarropa: “Tu padre iba a cada rato a oír cantar a Violeta y empezaba a darse tragos, hasta que se caía de la silla. Dos veces vi cómo lo sacaban a rastras del club. Tu padre era un cobarde, nunca tuvo valor para acercarse a Violeta. Yo hablé con él dos o tres veces, me daba lástima. El pobre infeliz, estaba enamorado como un perro... [El amor es un perro infernal, Bukowski dixit.] Estuvo dándole vueltas a Violeta hasta que alguien le dijo que si quería seguir caminando con las dos piernas, mejor no apareciera más por donde ella estuviera cantando. Desde ese día no volví a verlo...”

   

El sueño
La Habana, 1959
Foto: Raúl Corrales

        Vale observar, entonces, que Alcides Montes de Oca, que procuraba simular la impoluta y respetable imagen de un hombre decente y convencional, era un mafioso de cuidado y muy vengativo. Al parecer borró del mapa, o hizo borrar, al chofer de la familia que figuraba como padre del par de hijos bastardos que tuvo con Nemesia Moré, su secretaria, administradora y ama de llaves: Dionisio y Amalia Ferrer (el vivo retrato de Alcides), los famélicos y harapientos viejecillos que han custodiado la regia biblioteca durante 43 años en la mansión en El Vedado edificada a todo lujo en 1921. Ordenó que el negro Ortelio, su gorila y chofer en La Habana, dejara tullido, descarrilado y timorato para siempre, al entonces periodista Silvano Quintero de 25 años. Y a Flor de Loto la amenazó la última vez que lo vio en las inmediaciones de la Western Union, cuando ya había muerto Violeta del Río y ella pretendía hablar con él sobre el supuesto suicidio:

   “Lo que me dijo Alcides es que no metiera la nariz donde no debía. En ese momento él no podía arriesgar el futuro de sus hijos [el par de herederos que tuvo con la fallecida Alba Margarita, ‘una de los Méndez-Figueredo, los dueños de dos centrales azucareros en Las Villas y ni se sabe de cuántas cosas más’, y quizá la dueña del recetario del 56, el año en que murió] y por eso se iba, pero pensaba volver en cuanto pudiera, porque tenía que arreglar aquí ciertas cosas. Y su chofer, el negro Ortelio [con aspecto de bóxer y boxeador, tal vez parecido al hercúleo y temible Mike Tyson y con la altura de Michael Jordan], se iba a ocupar de algunos de sus negocios y uno de ellos era que nadie revolviera la muerte de Lina o sus reuniones secretas con Lansky. Todo, como Lina, debía quedar muerto y sepultado hasta que él volviera y lo desenterrara. Por mi bien, me dijo, yo debía olvidarme de todo, especialmente de comentarle aquella conversación a la policía... Y lo dijo de una manera que todavía me espanta. Por eso cerré la boca y no averigüé más. Aquel hombre no era de los que te pedían algo por gusto y luego se olvidaban. No, nunca, fue de ésos...”

 VII de XIX

Parte de la intriga (o intrigas) de la novela La neblina del ayer la suscitan e implican las diez cartas en cursiva que “Tu Nena” (Nemesia Moré) le dirige a su “Querido mío” (Alcides Montes de Oca), las cuales se hallan entreveradas entre los capítulos de las dos partes de la obra: “Vete de mí” y “Me recordarás”. Fechadas, cronológicamente, entre el 2 de octubre (de 1960) y el 19 de marzo (de 1961), esas cartas (especie de páginas de un diario íntimo y secreto) nunca fueron enviadas a nadie y estuvieron ocultas entre los libros de la enorme biblioteca, donde luego aparece asesinado Dionisio Ferrer. Sorpresivo e inesperado crimen que suscita la intervención de la policía con el capitán Manuel Palacios a la cabeza de la investigación, que interrumpe el boyante negocio de compraventa de libros que estaban haciendo el Conde y su socio Yoyi el Palomo, y los coloca entre los sospechosos y por ende son fichados e interrogados en la Central. Y si bien el Conde llega a saber de la existencia de esas cartas, no pudo leerlas y enterarse de su contenido porque Amalia Ferrer las localizó y destruyó.

            Vale resumir que en varias de esas misivas Nemesia Moré, al unísono de que reporta un paulatino deterioro mental, lamenta que Alcides la suponga la asesina de la bolerista; pero luego habla del temor que él le suscitaba y de la posibilidad de que él sea quien la mató. Y casi por último, previo al comentario de la muerte de Alcides en Estados Unidos, refiere el descubrimiento, doloroso e inquietante para ella, de la persona (sangre de su sangre) que sustrajo dos píldoras de cianuro de una adquisición para combatir una plaga de ratones en el jardín.

            Vale subrayar que en septiembre de 2003, Nemesia Moré es una anciana nonagenaria recluida (y escamoteada) en una recámara de la casona de El Vedado, más que por su remota pérdida de la razón y del habla, por el oculto, empantanado y ponzoñoso sadismo de su hija Amalia Ferrer, inextricable a su evidente psicosis. Y el patético y lastimoso estado en que la descubren el Conde y el capitán Manuel Palacios es el pasaje más estremecedor, macabro y espeluznante de la obra:

            “Decidido a resolver aquel enigma pospuesto, Conde dio un paso hacia el interior del cuarto y estuvo a punto de soltar un alarido. Sobre la cama imperial de madera oscura, con sólidas columnas talladas de las que colgaban unas gasas deshechas, estaba el cadáver viviente, completamente desnudo, de lo que alguna vez había sido un ser humano. Imponiéndose a sus deseos de echar a correr, Conde hizo un acopio de fuerzas y observó el esqueleto yacente sobre el colchón desprovisto de sábanas. Sólo el levísimo movimiento del aire en el diafragma hundido advertía que allí quedaba algún aliento de vida, pero el cráneo, definitivamente cadavérico, sumergido en la almohada, parecía desprendido del resto de cuerpo, de donde se había evaporado toda fibra muscular, como devorada por un carroñero voraz. Los brazos y las piernas inertes parecían gajos secos, quebradizos, y con horror Conde vio la abertura morada y tumefacta del sexo, macerada por los ácidos de la orina, y la piel colgante, plegada una y otra vez sobre sí misma, que alguna vez estuviera poblada por el monte de Venus. La muerte tocaba todas las puertas de acceso a aquel deshecho humano y hasta en el aire se respiraba el aroma amargo de su presencia.”

 VIII de XIX

No obstante la serie de testimonios y conjeturas, quizá vale dudar del presunto enamoramiento de Violeta del Río y su presunta decisión de dejar de cantar por cantar para convertirse en la joven, bella y esplendorosa cónyuge de un burgués mafioso y cincuentón cubano autodesterrado en Florida. Según le dijo la ex madama Flor de Loto al Conde: “Lina no era puta ni tenía vocación de serlo”, pero “podía estar dispuesta a hacer lo necesario para alcanzar su meta”. ¿Y cuál era su meta? ¿Ser una profesional del bolero que además podía, y podría, cantar por cantar en el escenario donde la contrataran y donde le diera su regalada gana? ¿O sólo ser la querida o gratificada esposa de un viudo y rico mafioso con dos hijos adolescentes? ¿Estaba realmente enamorada de ese hombre que metía miedo y la agasajaba con caros caprichos? ¿Su “himno de combate” Vete de mí lo cantaba así, como si fueran cosas de su propia vida, como si le fuera la vida, porque en esa letra subyacía o le imprimía algo oscuro y desesperado, quizá maldito, de amor-odio y coercitivo por la implícita y tácita omertà? A priori, por lo pronto, parece que sí gozaba a lo grande con el señor Alcides Montes de Oca, pues Amalia Ferrer, quien entonces tenía la misma edad que Violeta del Río, con la copia de la llave que tenía Nemesia Moré en su calidad de administradora y ama de llaves, se metió a la lujosa leonera en Miramar, según les confiesa al Conde y a Manolo, quien porta su uniforme de capitán de la policía:  

    “Lo primero en sorprenderme fue comprobar lo bien que vivía: en comparación con esta casa [la deteriorada, desamueblada y vetusta mansión en El Vedado donde se resguardó, intocable y durante 43 años, la enorme biblioteca de tres generaciones de Montes de Oca: cinco mil volúmenes que van del siglo XVI al XX], aquél era un apartamento modesto, pero estaba montado a todo lujo. Para mí fue como un golpe en el estómago entrar en la habitación y encontrarme con una cama matrimonial de estilo, más grande que las camas normales, donde seguramente se revolcarían ella y el señor Alcides, viéndose fornicar como animales en un espejo que habían hecho colgar del techo. En varios cofrecitos tenía joyas finas, debían de valer una fortuna. Y la ropa: clósets llenos de ropa cara, zapatos de las mejores marcas, hasta abrigos de piel que nunca habría podido usar en Cuba... Todo eso lo había comprado con el dinero que nos pertenecía a mamá, a Dionisio y a mí, yo, que jamás había usado una ropa como aquella y no tuve otra joya que una cadenita de oro y un anillo, el regalo del señor Alcides por mis quince años.”

    Y luego añade en su varias veces estremecedor monólogo: “fui a la sala del apartamento y saqué de su sobre el disco que había visto al llegar. Era el que el señor Alcides había pagado para que le grabaran. Lo coloqué en el tocadiscos y lo puse a funcionar. Cuando oí su voz, sentí cómo me temblaban las piernas. Ella cantaba una canción, se llamaba Vete de mí, y de pronto tuve la impresión de que se dirigía a mí. Por eso, sin esperar más, tomé las precauciones que había aprendido del veterinario, trituré las cápsulas y las diluí en el jarabe. Luego lo limpié todo y salí de la casa.

IX de IX

Aún en busca de respuestas, siguiendo su intuitiva e intrínseca pulsión, el Conde va a deambular, solitario, perruno apaleado y a pata pelada, por los noctámbulos sitios donde anduvo Violeta del Río con su tentador cuerpo de pecado (y donde previamente observó los actuales y variopintos ejemplares de la infame turba de nocturnas aves que pululan y talonean por allí):

            “Sin intenciones de buscar una respuesta satisfactoria, Conde se alejó del bullicio nocturno y tomó la pendiente de La Rampa, con los límites cronológicos de la nostalgia ubicados más allá de su memoria personal, mucho más allá de su más remoto recuerdo, y trató de encontrar los rastros todavía visibles de una ciudad rutilante y pervertida, un planeta lejano, conocido de oídas, escuchado en discos olvidados, descubierto en infinitas lecturas, y que en sus evocaciones siempre se le aparecía poblado de unas luces, clubes, cabarets, melodías y personajes que, ahora lo sabía, casi cincuenta años atrás debió de frecuentar Violeta del Río, con sus esperanzas a toda máquina, en busca de su lugar en el mundo.

       

Esperando el año
Hotel Nacional, La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

           “Transitó, sin detenerse, ante el lumínico revitalizado de La Zorra y el Cuervo, donde alguna vez cantó aquella mujer, vedado ahora a quienes no cargaran los cinco dólares norteamericanos capaces de abrir sus puertas y garantizarles una silla; contempló la entrada sólidamente clausura de La Gruta [donde en los 60 cantaba boleros la Violeta del Río del cuento], de la cual no salía ya ni el último eco de los acordes trasnochados que una vez hicieron retumbar aquella cueva musical cuando afuera comenzaba a salir el sol; miró sin emociones especiales las ruinas calcinadas del antiguo Montmartre, proletariamente rebautizado como Moscú y proféticamente devorado por un incendio unos años antes de la desintegración del imperio; pasó, como si huyera, frente al portón desangelado del cabaret Las Vegas, donde le llamó la atención la presencia de un hombre, más o menos de su edad [ídem el desterrado Fernando Terry en pos de la presunta novela perdida del poeta independentista José María Heredia y Heredia], que miraba con especial nostalgia el sitio ahora empapelado donde por tantísimos años se pudo beber el último café de las madrugadas habaneras; cruzó sin esperanzas ante la torre coronada por el Pico Blanco y no lo tocó ni un arpegio de guitarra; subió hacia el oscurecido Salón Rojo del Capri, con sus puertas atadas con una cadena, y por fin entró en los jardines del Hotel Nacional, atravesando la mirada hosca de los vigilantes, armados de walkie-talkies, que le perdonaron la vida cediéndole el paso sin hacerle preguntas, aunque visualmente lo acusaron de los cargos de ser cubano, de no tener dólares, de no ser del ambiente. Se detuvo unos minutos ante el pórtico lujoso y también dolarizado del Parisién, el cabaret donde alguna vez actuaron el inmortal Frank Sinatra —para que lo oyeran [el mafioso Lucky] Luciano, [Meyer] Lansky, Trafficante— y una joven olvidada que se hacía llamar Violeta del Río y cantaba por el gusto supremo de cantar.”

     

Frank Sinatra

          Pero si esa enigmática Violeta del Río, La Dama de 
la Noche de los 50, no hubiera muerto hace 43 años siendo una atractiva y seductora veinteañera que volvía locos a los hombres (y a las mujeres y demás fauna noctámbula), sin duda tendría una variante pizca (algo o mucho) de las ineludibles mutaciones (no me preguntes cómo pasa el tiempo) que el académico cubano (casi cincuentón) observa la noche del 16 de mayo de 1998, treinta años después, en la Violenta del Río que mira y escucha en la vaporosa y odorífica penumbra de La Cueva de Miami Beach cantando por cantar (o por el gusto supremo de cantar) el bolero La vida es un sueño:

           

Rita Montaner
La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

          “La señora que ahora remedaba el estilo dramático y despechado de la que alguna vez fue La Dama Triste del Bolero y animaba las noches perdidas de La Gruta, tenía sesenta años, algunas libras de más, un poco menos de su voz gruesa de entonces y el pelo de un rubio más exagerado, cayéndole ya sin furia sobre la cara. Sin embargo, dueña de sus posibilidades, el espectro de la mujer que una vez me había enloquecido, todavía conservaba una fascinante comunicación con sus canciones, siempre susurradas, como dichas al oído, con aquel sentimiento interior que tan bien sabía expresar Violeta del Río.”  

 

Constantino Arias y Raúl Corrales, Cuba. Dos épocas. Colección Río de Luz, FCE. Fotos en blanco y negro. Presentación de María E. Haya. Edición de Pablo Ortiz Monasterio. México, junio 15 de 1987. 72 pp.

Nacho López, Yo, el ciudadano, Colección Río de Luz, FCE. Fotos en blanco y negro. Presentación de Fernando Benítez. Edición de Pablo Ortiz Monasterio. México, agosto 30 de 1984. 80 pp.

Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 262 pp.

Leonardo Padura, La neblina del ayer. Colección Andanzas núm. 577, Tusquets Editores. México, junio de 2005. 360 pp.

Leonardo Padura, La novela de mi vida. Colección Andanzas núm. 470, Tusquets Editores. Barcelona, marzo de 2002. 350 pp.

Leonardo Padura, Los rostros de la salsa. Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores. México, marzo de 2020. 334 pp.

Leonardo Padura, Nueve noches con Violeta del Río. Ilustraciones en blanco y negro de Edu Molina. Colección Vientos del Pueblo, FCE. México, enero de 2022. 32 pp.

Xavier Villaurrutia, Obras. Poesía, teatro, prosas varias, críticas. Letras Mexicanas, FCE. 1ª reimpresión, octubre 10 de 1974. México. 1096 pp.  

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Vete de mí (1966), corto, con Virgilio Expósito y la dirección de Alberto Ponce. 

miércoles, 1 de mayo de 2024

Smoke & Blue in the face

El acto de leer y contar, el punto zen y lo único

 

I de III

El día de la Nochebuena de 1990, en San Francisco, California, Wayne Wang, director de cine de origen chino, leyó en el New York Times el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, escrito por el norteamericano Paul Auster, a quien no conocía ni como lector ni en persona. Pero el texto lo emocionó y le gustó tanto, que se propuso leer sus libros y sobre todo hacer una película basada en tal relato. En mayo de 1991, Wayne Wang visitó a Paul Auster en su estudio de Park Slope, el barrio neoyorquino en Brooklyn, donde entonces residía el novelista desde hacía más de quince años. Tal visita incluyó un tour repleto de relatos y leyendas que le contaba Paul Auster sobre la urbe, el barrio y su gente. Un almuerzo en el Jack’s, el restaurante donde Auggie Wren le narra el Cuento de Navidad al Paul del relato que publicó Paul Auster en el New York Times; y entre otros ejemplos de futuras localizaciones extraídas del cuento, una visita al verdadero estanco ubicado en el centro de Brooklyn que inspiró al verdadero Paul, sitio donde el escritor suele adquirir sus latas de Schimmelpennincks, los puritos holandeses que le place fumar. 

     


        Pero lo más importante es que a partir de tal encuentro empezaron a concebir el proyecto que, no sin vicisitudes, derivaría en lo que es la película Smoke (1995), guionizada por Paul Auster y dirigida por Wayne Wang filme que en la Berlinale de ese año obtuvo el Premio Especial del Jurado y al año siguiente el Premio Independent Spirit al Mejor primer guion— y que suscitó el rodaje de Blue in the face (1995), codirigido por Wayne Wang y Paul Auster, en base a ciertas “Notas para los actores” escritas por éste, las cuales sirvieron de arranque para las libres interpretaciones y espontáneas improvisaciones hechas por el reparto notable por los sucesivos e instantáneos cameos, lo que suscitó que Peter Newman, uno de los productores, la calificara de “un proyecto en el que los internos asumen la dirección del manicomio”.  

 

Wayne Wang, Harvey Keitel y Paul Auster

Smoke & Blue in the face, p. 208


          Entre el reparto de Blue in the face figura Harvey Keitel, quien en Smoke también caracterizó a Auggie Wren, el dependiente de la tabaquería; Mel Gorham, repitiendo a Violet, que ya no es la ligue latina de Auggie, sino la mujer con quien sale; Victor Argo, de nuevo en el papel de Vinnie, el dueño del estanco donde despacha Auggie; y entre los que no estuvieron en Smoke: el guitarrista, compositor y cantante Lou Reed, monologando (en el sitio que le corresponde a Auggie tras el mostrador) una serie de hilarantes razones y sinrazones de índole existencialoide y pseudofilosóficas; Madonna, en un fugaz aleteo de cantarina-mensajera; y el cineasta Jim Jarmusch, notorio en su papel de Bob, el fotógrafo que asiste al estanco para fumarse con Auggie su último cigarrillo; pero sobre todo por ser el director de Extraños en el Paraíso (1984), Bajo el peso de la ley (1986), Hombre muerto (1995), Coffee and Cigarettes (2003), entre otros filmes.

 

Harvey Keitel y Jim Jarmusch

Smoke & Blue in the face, p.245


         Y si una detallada enumeración de los participantes implica citar a Harvey Wang, fotógrafo que filmó una serie de secuencias documentales en video súper 8, de cuyas imágenes varios fragmentos fueron insertados entre el total de fragmentarias secuencias que conforman la película, tampoco es posible ignorar a Christopher Ivanov, el montador, a quien Paul Auster reivindica diciendo: “Wayne y yo pasamos incontables horas en la sala de montaje con Chris, probando docenas de ideas diferentes en una conversación triangular continuada, y su energía y paciencia fueron inagotables. En todos los sentidos de la palabra, él es coautor de la película.”

       

Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama, 3ª ed.,
Barcelona, noviembre de 1996

         
En este sentido, el libro Smoke & Blue in the face, profusamente ilustrado con anónimas fotos y fotogramas en blanco y negro
—cuya primera edición de Anagrama data de noviembre de 1995 (el mismo año que en Nueva York apareció en inglés coeditado por Hyperion y Miramax)— inicia con un prólogo en el que Wayne Wang alude su descubrimiento de Paul Auster, el inicio de la amistad, y su consecuente y mutua colaboración en ambos filmes. Y enseguida el libro se divide en los dos principales apartados: Smoke y Blue in the face.  

 

Lou Reed

Smoke & Blue in the face, p. 221

        La sección de Smoke comprende tres partes: “Cómo se hizo Smoke”, una entrevista a Paul Auster realizada por Annette Insdorf, “Catedrática del Departamento de Cine de la Escuela de las Artes de la Universidad de Columbia y autora de François Truffaut”; Smoke, el guion escrito por Paul Auster, precedido por los créditos de la película, pese a que el filme y el texto difieren; y el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, que el narrador escribió en 1990 para el New York Times.

     

Cintillo

           
La sección de Blue in the face también comprende tres partes: “Esto es Brooklyn. No seguimos el reglamento”, un prefacio de Paul Auster en el que bosqueja ciertos incidentes y anécdotas que dieron origen a este divertimento fílmico que, sin ser continuación de Smoke, está intrínsecamente emparentado, tanto por el hecho de que el estanco
el sitio donde despacha Auggie Wren es la locación principal (el interior o la esquina que da a la calle) y por ende donde se desarrollan la mayoría de las azarosas, fragmentarias, delirantes y risibles secuencias que la constituyen, como por la circunstancia (ya mencionada) de que varios de los actores que estuvieron en el anterior reparto, repiten la caracterización que les correspondió. En este sentido, si Blue in the face es “un buñuelo relleno de aire, una hora y media de canciones, bailes y disparates”, “un himno a la gran República Popular de Brooklyn” según la define Paul Auster, la tabaquería donde despacha Auggie, ubicada en la víscera cardiaca de tal sector neoyorkino, es una bufa y distendida idealización de la vida cotidiana en Brooklyn y de los destinos cruzados que se dan cita en el estanco; es decir, sin la crudeza, la violencia y la marginación que se fermenta y empantana por allí.

     

Smoke & Blue in the face, p. 303

         La segunda parte correspondiente a la sección Blue in the face, son las “Notas para los actores” escritas por Paul Auster, divididas en dos segmentos: “Julio” y “Octubre”; lo cual alude el hecho de que las escenas fueron rodadas durante tres días de cada mes. Cada una de las “Notas para los actores”, ya sea que haya sido suprimida en el filme o no, está acompañada, al pie, por una serie de anecdóticos comentarios del mismo Auster, escritos después de realizada la película. Y por último, con los créditos por delante, figura la transcripción del filme Blue in the face; es decir, de lo pergeñado entre el guionista (que aquí, pese a él, se revela como un creador de gags), los directores, actores, fotógrafos, montador, etcétera.

       

Paul Auster y Wayne Wang

Smoke & Blue in the face (Anagrama, 1996)
p. 217

          
Es evidente que a través de la entrevista a Paul Auster
—Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006—, de los prólogos, los guiones, las notas y los comentarios, se desvelan y comprenden algunos intríngulis que oscilan alrededor y detrás de los procesos de rodaje y montaje y del resultado final de ambos filmes, como es, en Smoke, la relevante particularidad del Cuento de Navidad que en el Jack’s le narra Auggie Wren al escritor Paul Benjamin (el alter ego de Auster que también tiene su estudio en Park Slope y que fue caracterizado por William Hurt) para que éste lo publique en el New York Times, cuyas retrospectivas imágenes en blanco y negro y la voz en off de Auggie, serían, según el guion, intercaladas entre el diálogo que tête à tête sostienen en el Jack’s. (Vale observar, entre paréntesis, que Benjamin es el segundo nombre de Paul Auster y el pseudónimo con que en 1976 publicó su primera novela: Juego de presión.) Pero luego las dificultades para sincronizar el alterno montaje de los fragmentos de ambas secuencias paralelas, hizo que primero se montara la secuencia de la charla en el restaurante y después sin la voz en off de Auggie, pero con una rolita de Tom Waits de fondo: Innocent when you dream (78), la retrospectiva secuencia en blanco y negro de las escenas del Cuento de Navidad que a Paul Benjamin le relata Auggie Wren.

II de III

Tanto Wayne Wang, como Paul Auster, narran que desde el primer día que se vieron y deambularon por Brooklyn tuvieron la certeza de que iban a ser grandes amigos. Quizá esto fue una especie de elemento premonitorio y de buen augurio que signó el hecho de que en la trama de Smoke, pero también en la de Blue in the face, la calidez humana y el valor de la amistad tienen gran trascendencia. Si no hubiera sido así, el papel de Auster en Smoke hubiera concluido con su guion; es decir, en contra de la costumbre siguió de cerca el rodaje y el montaje, tanto, que el hecho de estar ahí y de meter su cuchara una y otra vez, es una de las razones por las que él y Wang empezaron a pergeñar el plan y las notas de lo que luego sería Blue in the face. La atmósfera amistosa, según Auster, se hizo extensiva entre el equipo de producción y el reparto. (Daniel Auster, el hijo que el escritor y guionista tuvo con la escritora Lydia Davis, su primera esposa, hizo un fugaz cameo como ladrón de libros.) Así, cabe decir que la cálida complicidad de Siri Hustvedt, la segunda esposa de Auster desde 1981, también está presente en las ideas que dieron origen al primer guion de Smoke que escribió el novelista, y detrás del cuestionario de Blue in the face ubicado en la secuencia denominada “Fundación Bosco”, concebida en un momento en que Paul Auster sentía que el cansancio lo había dejado sin una gota de creatividad.

     

Smoke & Blue in the face, p. 49

            En principio Smoke es una celebración del acto de fumar, marcada por la circunstancia de que los personajes (no todos fumadores empedernidos) se dan cita en ese minúsculo recodo de Brooklyn: el estanco donde despacha Auggie Wren. Esto es así, pese a que no falta algún sesgo moralista en contra de tal placentero y pernicioso hábito, como es, por ejemplo, el que encarna Vinnie, el dueño de la tabaquería, que ya lleva dos infartos, pero que sin embargo no puede dejar sus adorados puros. “Estos cabrones me matarán cualquier día”, dice, llevándose una buena dosis. O el que corporifica el propio Auggie en una escena que se lee en el guion (eliminada en la película), donde al disponerse a proseguir su lectura de Crimen y castigo, en obvia connotación con el título, sufre un ataque de “tos de fumador profunda y prolongada. Se golpea el pecho. No le sirve. Se pone de pie, aporreando la mesa mientras el ataque de tos continúa. Empieza a tambalearse por la cocina. Maldiciendo entre jadeos. Movido por la rabia, tira todo lo que hay sobre la mesa: vaso, botella, libro, restos de la cena. La tos se calma, luego vuelve a empezar. Él se agarra al fregadero y escupe dentro.”

       

Mira Sorvino

Smoke & Blue in the face, p. 20
4

          En cuanto a que la calidez humana y el valor de la amistad es un ingrediente cualitativo que se desliza y trasmina a lo largo de Smoke, esto se puede observar en las siguientes particularidades: Auggie Wren no es un tipo del todo ejemplar: hace alrededor de diecinueve años robó una alhaja para Ruby MacNutt, su único verdadero amor; fechoría que lo obligó a renunciar a la universidad, abandonándose, a través de la marina, durante cuatro años en el azar de la guerra, con tal de no ir a la cárcel. Y otro de sus latrocinios, según dice, data de 1976, cuando se hizo de su primera y única cámara fotográfica; y en 1990
el presente hace lo posible por vender al margen de la ley (o sea: de contrabando) varias cajas de puros cubanos. No obstante es, con todo y su humor negro y su cáustica lengua bífida y aceitada, un buenazo, un tipo de buen corazón y sin grandes aspiraciones. Sin necesitarlo, tiene empleado a Jimmy Rose, un disminuido mental que aporta ciertos cómicos matices. Por hacerle un gratuito favor al escritor Paul Benjamin emplea, también sin necesitarlo, a Rashid, un negro de diecisiete años. Ruby MacNutt, la citada ex mujer de Auggie que otrora lo traicionara con otro, le llega, después de dieciocho años y medio de no verla, con el cuento de que él es el padre de Felicity, una joven de dieciocho años que subsiste en un mísero agujero no muy lejos de allí enfrascada con un inepto y lo peor: con un embarazo de cuatro meses y sujeta al infierno del crack. No obstante, Auggie, después de varios estiras y aflojas, de ciertos giros inesperados y de intuir que Felicity no es su hija, no duda en donarle a Ruby MacNutt cinco mil dólares en efectivo, quizá para la efímera recuperación de la chica en una clínica de desintoxicación; cantidad que representa la única fortuna que poseía, un ahorro de tres años, con la que tal vez hubiera podido reactivar o potenciar su contrabando de puros cubanos.

         

Smoke & Blue in the face, p. 82

           
En este sentido, sólo por pasar un buen rato y por celebrar y ayudar a un amigo que no halla el tema y la resolución de un relato, Auggie Wren le narra a Paul Benjamin el Cuento de Navidad que éste necesita escribir para su inminente publicación en el New York Times. Y sea el relato verdad o mentira, o una mezcla de ambas cosas, en éste, Auggie, donde también es protagonista, por igual es un buenazo que no se raja con la policía cuando un negro mozalbete se roba del estanco unas revistas de mujeres desnudas; esto sólo por el hecho de conmoverse y deducir, a través de ciertas fotos infantiles y de la licencia de manejo que halla en la cartera que el ladronzuelo dejó caer en su apresurada huida, que se trata de “Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte”. 

         

Smoke & Blue in the face, p. 157

         Y cuando el mero día de Navidad por fin decide devolverle la cartera, guiándose por la dirección de la licencia, y quien le responde desde el interior y le abre la puerta es la abuela Ethel
una anciana ciega, se deja llevar en un juego de mutua complicidad y mutuos aparentes engaños, cuyo trasfondo implica hacer lo posible aportando víveres, calidez, ternura y muchos cuentos para que la abuela Ethel pase una buena tarde y una agradable cena de Navidad, pese a que Auggie, al ver en el baño un grupo de seis o siete cámaras fotográficas de 35 milímetros (robadas, sin duda), no puede eludir la tentación de robarse una.

       

Smoke & Blue in the face, p. 42


        
Rashid, el negro adolescente que casi sin pensarlo hurtó el botín (¡cinco mil ochocientos catorce dólares!) de un par de verdaderos y peligrosos delincuentes, sin que se lo pidan, salva al distraído de Paul Benjamin de morir atropellado o de convertirse en un tullido o en un imbécil vegetal. Paul Benjamin, para corresponderle, le invita unas limonadas y le da cobijo en su departamento de Park Slope, pese a que después de tres noches ya esté harto de que la presencia del negro trastoque su intimidad y su tiempo de escritor. Sin embargo, más adelante no elude la posibilidad de ayudarlo a resolver sus problemas personales y familiares, y ante los rateros que de pronto, al buscar a Rashid para recuperar el botín, le propinan una golpiza marca diablo; es decir, Paul Benjamin resiste el embate y no delata al negro.

 

Smoke & Blue in the face, p. 305

          Pero es ante el infortunio de Auggie Wren donde se hace todavía más patente el valor de la amistad. Auggie, sin necesitarlo y por apoyar a ambos, le dio empleo a Rashid en el estanco. El negro, absorto en la contemplación de una revista porno, provoca que Auggie pierda, por un derrame de agua, sus cajas de Montecristos, los puros cubanos con los que pretendía doblar su inversión de cinco mil dólares, su única fortuna ahorrada en tres años. Paul Benjamin, al enterarse y pese a que Rashid alega que el botín confiscado a los vándalos constituye todo su futuro, lo induce a entregarle a Auggie cinco mil dólares, de ese botín, para saldar la pérdida de las cajas de puros. “Mejor conservar a los amigos que preocuparse por los enemigos”, le dice. “Ahora tienes amigos, ¿recuerdas? Pórtate bien y todo saldrá bien.”

III de III

Pero también Smoke es una celebración del acto de leer y contar en forma hablada y escrita. Auggie Wren, pese a ser un simple empleado de un estanco de barrio, siempre está leyendo un buen libro; el de Dostoievski, por ejemplo. Pero además, como pícaro y maestro del improvisado y evanescente cuento oral, inventa eróticos prodigios sobre los puros a un ingenuo e inminente papá (escena suprimida en la versión fílmica). “Una mujer es sólo una mujer, pero un cigarro puro es fumar”, le recita al despedirlo asegurándole que son “inmortales palabras de Ruyard Kipling”. “¿Qué quiere decir eso?”, le pregunta el joven papá. “Ni puta idea. Pero suena bien, ¿no?” Es la respuesta.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 36

       Pero lo más notable es el
Cuento de Navidad que Auggie Wren le narra y le regala a Paul Benjamin en el Jack’s, cuyo origen e intríngulis, ya lo apuntó el reseñista de marras, resulta ambiguo: entre la posible mentira y la probable verdad. Ante tal equívoco, Paul Benjamin le canta: “La mentira es un verdadero talento, Auggie. Para inventar una buena historia, una persona tiene que saber apretar todos los botones adecuados. (Pausa) Yo diría que tú estás en lo más alto, entre los maestros.” Calificación superlativa que no tarda en ganarse el negro Rashid, pues todo el tiempo se la pasa cambiándose de nombre y contando mil y una mentiras que son viles y vulgares cuentos de nunca acabar; pero además, como lector, se devora Las misteriosas barricadas, de Paul Benjamin. Y dado que es un dibujante nato, el día que cumple sus 17 añotes escoge de regalo varios libros con imágenes de Rembrandt y Edward Hopper, y las cartas de Van Gogh. Cyrus Cole, por su parte, le narra a Rashid la historia de la pérdida de su brazo izquierdo como si fuera una parábola religiosa y moralista. Paul Benjamin, lector y escritor que había dejado de escribir desde la trágica muerte de su esposa, recupera su voz: vuelve a entregarse a la escritura, además de darle forma escrita al Cuento de Navidad que le narra Auggie. Pero también, en medio de ciertas charlas, cuenta de manera oral algunas historias, como la de Sir Walter Raleigh y la fórmula con que resuelve el modo de medir el peso del humo. La del joven que al esquiar en los Alpes, por una inescrutable coincidencia, halla bajo el hielo el cuerpo intacto de su progenitor extraviado hace veinte años y por ende ahora su padre es más joven que él. La de Bajtín atrapado en Leningrado en 1942, con mucho tabaco y sin papel para forjarlo; así, quizá en la antesala de la muerte, poco a poco se fuma su libro: las hojas del manuscrito en el que había invertido diez años de trabajo.

     

Smoke & Blue in the face, p. 155

            Difícil es concebir de carne y hueso a un empleado de una minúscula tabaquería de Brooklyn que lee atentamente Las investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein, mientras a su alrededor berrean y dicen burradas los vagos y castradores de Cronos de la OTB (Oficina de apuestas). Y también resulta dudoso que Auggie o Vinnie
el dueño del estanco, que es un vulgar comerciante, haya (o hayan) colocado entre la estantería (como si tuvieran el ojo clínico de un decorador o escenógrafo de un set cinematográfico) varios retratos de iconos fumando que rinden tributo al cine y al tabaco: “Groucho Marx, George Burns, Clint Eastwood, Edward G. Robinson, Orson Welles, Charles Laughton, el monstruo de Frankenstein, Leslie Caron, Ernie Kovacs.” En este sentido, quizá hubiera sido mucho más coherente que los retratos fueran de los legendarios peloteros de los Brooklyn Dodgers (tal vez en pose de fumadores) que habitaron en el barrio.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 209

       


          Pero lo que sí persuade y descuella es el singular rasgo de Auggie Wren: su curiosa afición fotográfica. No hace la foto de cualquier cosa, ni es un disparador locuaz, compulsivo e incontinente. Todos los días coloca el trípode y su cámara fotográfica frente a “la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida”, el sitio su sitio donde se ubica el estanco. Enfoca; espera que den las ocho de la mañana y hace una única toma. Corre el año 1990 y tal afición la empezó en 1977. Tiene ya catorce álbumes. En cada página coloca seis fotos, cada una con la fecha en una etiqueta colocada en la parte superior derecha. Esto lo hace día a día: llueva, nieve o truene. “Es mi proyecto”, dice, “la obra de mi vida”. “Por eso no puedo cogerme vacaciones nunca. Tengo que estar en mi sitio todas las mañanas. Todas las mañanas en el mismo sitio a la misma hora.” 

 


      Aparentemente se trata, siempre, de la misma imagen: “más de cuatro mil fotos del mismo sitio”. Pero en realidad plantea y desarrolla, desde un mismo encuadre directo y minimalista, un sutil y obsesivo registro de los casi imperceptibles cambios del tiempo natural y del tiempo humano, e incluso de sí mismo y de las conjunciones del azar en un punto fijo, que lo hace parecer un poeta lírico (por lo que dice del sentido de su trabajo), pero también una especie de mutación infraterrenal de un maestro zen inclinado al panteísmo (por aquello de la arcana e inescrutable metempsicosis): le basta estar concentrado en un mismo punto, el mismo y distinto, para estar en todos lados y en ninguno. 

   


         
Smoke & Blue in the face, p. 54

              Y son lo suficientemente distintas y únicas esas imágenes que parecen un absurdo, incomprensible y abrumador delirio de la repetición, que al ir hojeando despacio las fotos de 1987, Paul Benjamin se encuentra, de pronto, con una imagen de Ellen con paraguas cruzando por allí: su dulce, entrañable y querida amada, muerta trágicamente en una balacera 
(dolorosa pérdida que lo dejara con un vacío existencial, con un hueco en el estómago y en el corazón, más solo que la hez de la canalla, y sin su voz de escritor), cuya fotogénica presencia lo conmueve hasta las lágrimas (Ellen iba embarazada) y le hace comprender el sentido de lo único y de la imagen única e irrepetible.

 

Smoke & Blue in the face, p. 57

 

Paul Auster, Smoke & Blue in the face. Prólogo de Wayne Wang. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Iconografía anónima en blanco y negro. Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, noviembre de 1996. 312 pp.

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Trailer de Smoke (1995)

“Cuento de Navidad de Auggie Wren”, pasaje de Smoke (1995) doblado al español.