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jueves, 8 de diciembre de 2022

Diez Cuentos de Terror

Los horrorosísimos espantos del

Parque de Atracciones POEᵀᴹ

 

I de III

Con el número 77 de la colección Ilustrados de la editorial española Reino de Cordelia, “en el invierno de 2017” “se acabó de imprimir”, en Madrid, el volumen Diez Cuentos de Terror. Se trata de una antología a dos tintas, con sobrecubierta y en cartoné, que reúne una decena de relatos del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) traducidos por la española Susana Carral, profusamente ilustrados por la artista gráfica María Espejo; cuya “Edición, selección y prólogo” se debe a Luis Alberto de Cuenca y Pardo.

           

Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia
Madrid, invierno de 2017

         
Si bien se trata de un vistoso libro que focaliza y explota una mínima muestra de la obra narrativa de Edgar Allan Poe, llama la atención, y chirría con estridencia, el despropósito del antólogo al descalificar las reputadas traducciones del argentino Julio Cortázar, fallecido en París, a los 69 años, el 12 de febrero de 1984. Es decir, según apunta en su prefacio datado en “Madrid, 15 de noviembre de 2016”, en tándem con “Jesús Egido, director y propietario de Reino de Cordelia”, hizo ex profeso la selección de los diez cuentos de Poe, cuyos supuestos “Títulos originales” en inglés (con el año de su publicación) se leen al inicio de la página legal y en español en su texto con una serie de loas (“formidables, únicos e irrepetibles”): Berenice, Ligeia, La caía de la casa Usher, La máscara de la Muerte Roja, El pozo y el péndulo, El corazón delator, El gato negro, El entierro prematuro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar y El barril de amontillado. Pero a la hora de ponderar (y pregonar) el trabajo de la traductora, el prologuista truena lapidario como si con su voz de trueno hiciera polvo la versión cortazariana (quizá dando por sentado que la sepulta por los siglos de los siglos con su venenoso y falaz rayo de malaleche): “Como la pulquérrima traducción de Cortázar nos parecía demasiado cortazariana y bastante alejada del original [sic], pensamos en una excelente traductora española, Susana Carral, para acometer la tarea de trasladar al castellano las diez joyas, arriba citadas, del sanctasanctórum de Poe.”

            Nadie ignora que a estas alturas del siglo XXI abundan, en el disperso ámbito del idioma español, las mil y una traducciones y antologías de la obra narrativa de Poe. Y entre tales descuella sobremanera la pulquérrima versión cortazariana, cuya primera edición se remonta a mediados de los años 50 del siglo XX en una remota isla del Caribe (en cuya Universidad de Río Piedras estaba refugiado el escritor granadino Francisco Ayala) y su boom a partir de 1970, cuando Alianza Editorial publicó en Madrid, por primera vez, el par de tomitos con los 67 Cuentos de Poe (números 277 y 278 de la serie El Libro de Bolsillo), con su prólogo biográfico (“Vida de Edgar Allan Poe”), con sus postreros y eruditos comentarios y apuntes bibliográficos, todo precedido por la breve advertencia que en la página legal aún canturrea a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Esta obra fue publicada en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente con el título Obras en prosa I. Cuentos de Edgar Allan Poe. La actual edición de Alianza Editorial ha sido revisada y corregida por el traductor.”

   

El libro de bolsillo números 277 y 278, Alianza Editorial
(Madrid, undécima edición: 1984. Y octava edición: 1983.)

         
El buqué, la tesitura y la eufonía de la versión cortazariana de la narrativa de Poe tiene prestigio (pese a ciertos bemoles) y se defiende sola (no necesita las porras de un infinitesimal reseñista vociferando en el silencio sordo y solitario del ciberespacio) y por ello se ha seguido reeditando hasta lo que va del siglo XXI. No obstante, vale citar varios ejemplos donde esto es más que fehaciente.

  Uno: Narración de Arthur Gordon Pym; libro editado por Libros del Zorro Rojo e impreso en Polonia, en “enero de 2015”, con espléndidas ilustraciones en blanco y negro del artista gráfico Luis Scafati; cuyo prólogo y traducción de Cortázar se publicaron por primera vez en 1956 a través de las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente; traducción revisada por el autor ex profeso para Alianza Editorial, que la publicó en Madrid, en 1971, con el número 341 de la serie El Libro de Bolsillo.

El libro de bolsillo número 341, Alianza Editorial
(Madrid, treceava edición: 1998)

       Dos: La trilogía Dupin; libro que reúne la traducción que hizo Cortázar de los tres cuentos detectivescos de Poe protagonizados por el chevalier Auguste Dupin, publicado por Seix Barral, en Barcelona, en junio de 2006, con un “Prólogo” de Matthew Pearl (traducido por Vicente Villacampa), el prestigioso autor de El club Dante (México, Seix Barral, 2004) y La sombra de Poe (México, Seix Barral, 2006).

 

Aurora Bernárdez y Julio Cortázar

         
Tres: Cuentos de imaginación y misterio; volumen editado por Libros del Zorro Rojo, cuya “Quinta reimpresión” impresa en Polonia data de “septiembre de 2016” (la “Primera edición” se tiró en “septiembre de 2009”), ilustrado con láminas en blanco y negro del artista gráfico Harry Clarke (epígono de Aubrey Beardsley), que reúne 22 de los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar, precedidos por un “Prefacio” suyo datado en “1972”, aliñados con sus postreros comentarios y correspondientes datos bibliográficos. Vale subrayar que ese preámbulo de Cortázar fue traducido por la argentina Aurora Bernárdez (su esposa y cómplice durante los años europeos en que él tradujo y prologó las narraciones y los ensayos de Edgar Allan Poe) y es un examen —crítico, analítico y agudo— sobre la controvertida personalidad y la obra del escritor norteamericano.

Cuatro: Antología universal del relato fantástico; volumen editado en 2013, en Girona, por Atalanta, con notas, “Edición y prólogo de Jacobo Siruela”, donde figura la traducción que Cortázar hizo del cuento de Poe: “Manuscrito hallado en una botella”.

Cinco: Cuentos completos de Edgar Allan Poe; anónimo volumen editado en Barcelona por Edhasa, cuya “Cuarta reimpresión” data de “mayo de 2015” (y la primera de “enero de 2009”), que reúne los 67 relatos de Poe traducidos por Cortázar (más otros textos traducidos por Gregorio Cantera), reordenados cronológicamente “siguiendo la edición llevada a cabo por Patrick E. Quinn y G.R. Thompson para The Library of America (Poe, Poetry, Tales & Selected Esssays, Nueva York, 1984)”, se dice en la anónima “Nota del Editor”.

Seis: Relatos de ciencia ficción; libro publicado en Madrid, en 2018, con el número 24 de la serie Letras Populares de Ediciones Cátedra, que reúne quince cuentos de Poe traducidos por Cortázar y tres poemas de Poe traducidos por José Francisco Ruiz Casanova, precedidos por una avezada “Introducción” de Julián Diez.

 

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, octubre 7 de 2011)

         Siete:
Narrativa completa de Edgar Allan Poe; tomo publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por Margarita Rigal Aragón, editora del volumen; quien además de su erudita “Introducción general”, incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen. Con su ojo clínico de experta, declara a la mitad de su nota “Criterios de esta edición”: “Para las narraciones breves y para la Narración de Arthur Gordon Pym seguimos la traducción que Julio Cortázar realizase a principios de los años cincuenta del siglo pasado y que fue publicada, inicialmente, en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente. Sus traducciones son, no solo para esta editora, sino para el resto de los estudiosos de Poe, las mejores que se han realizado en nuestra lengua. Quedamos profundamente agradecidos a su viuda, que ha permitido su reproducción en este volumen. [Cabe puntualizar que Aurora Bernárdez, a esas alturas del tiempo, no era su viuda, sino su heredera universal y albacea literaria.] Julio Cortázar no tradujo, sin embargo, El diario de Julius Rodman, por ello la traducción ofrecida ha sido realizada por la editora.”

 

Colección Voces/Literatura número 113, Páginas de Espuma
(México, segunda edición, diciembre de 2008)

         
Ocho: Cuentos completos. Edición comentada; ladrillesco tomo que reúne los 67 relatos de Poe con la consabida Traducción y prólogo de Julio Cortázar (pero sin sus eruditas y postreras “Notas”, en cuyo inextricable proemio resume las razones del ordenamiento que hizo de los 67 cuentos), cuya “Segunda edición” impresa en México por Páginas de Espuma data de “diciembre de 2008” (la primera apareció en España un mes antes). Se trata de un adoratorio o volumen de culto: Poe-Cortázar, cuyos convocantes editores: Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, bosquejan sus reglas editoriales en la nota preliminar “Poe & CÍA” (firmada por ambos en “México D.F.-Sevilla, otoño de 2008”), dando por resultado que 67 escritores de ambos lados del Atlántico (nacidos después de 1960 y por lo menos con un libro publicado) comenten, uno a uno, los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar. Cada comentario no figura después del relato, sino antes de cada uno, como si tal comentario personal y egocéntrico (a veces bastante simplote o baladí) fuera más relevante que el cuento de Poe traducido por Cortázar. A esto se añade la postrera crónica egotista de Fernando Iwasaki, donde narra una efímera y ritual visita turística que hizo a los sitios del culto e idolatría poeiana en Baltimore. No obstante, los principales textos laudatorios sobre el binomio Poe-Cortázar son la “Presentación” del mexicano Carlos Fuentes y el texto del peruano Mario Vargas Llosa titulado “Poe y Cortázar”, firmado en “Madrid, 21 de agosto de 2008”, donde a la mitad afirma, muy docto, el también catedrático (en distintas universidades) y miembro de la Academia Peruana de la Lengua (desde 1975), de la Real Academia Española (desde 1994) y de la Academia Francesa desde el 25 de noviembre de 2021:

   “La traducción que hizo Cortázar de los cuentos, ensayos y novelas cortas de Poe merece figurar entre las obras maestras de la literatura contemporánea en lengua española, así como la traducción de los cuentos de Poe por Baudelaire es reconocida como uno de los monumentos literarios de la lengua francesa. Esta traducción, al mismo tiempo que una maestría absoluta en el dominio del inglés y el español y un conocimiento exhaustivo de la obra de Poe, delata una cercanía intelectual y un amor apasionado de Cortázar por el mundo de la fantasía, los fantasmas y los traumas con los que el genio de Poe construyó su obra. Su mayor mérito es que ella en ningún momento parece una traducción pues Cortázar ha conseguido recrear dentro del espíritu de la lengua de Cervantes y de Borges el lenguaje de Edgar Allan Poe, encontrando equivalencias lingüísticas y reconstruyendo dentro del genio de nuestra lengua las peculiaridades estilísticas inglesas y la riquísima orfebrería léxica con que Poe elaboró todos sus textos. Quiero decir que, como todas las grandes traducciones, la versión que el autor de Rayuela da de la obra del norteamericano pertenece tanto a Poe como al propio Cortázar.

 

Mario Vargas Llosa entre Aurora Bernárdez y Julio Cortázar
(Grecia, 1967)

         “Para comprobarlo vale la pena leer el largo y lúcido ensayo con que la traducción de Cortázar apareció en su primera edición, hecha por la Universidad de Puerto Rico. En ella Cortázar, además de examinar con erudición el mundo de Poe, sus fuentes, la manera como la vida de este perseguida por el infortunio y los reveses se volcó en las alucinaciones y pesadillas de sus cuentos macabros y en las aventuras extraordinarias que fraguó su imaginación, hace una defensa de la literatura fantástica, género en el que Cortázar escribió relatos tan originales y notables como los del propio Edgar Allan Poe. Al igual que Baudelaire, a Julio Cortázar Edgar Allan Poe no sólo le deparó el placer de una lectura, también fue un espejo que le permitió descubrir su propia cara.”

 

II de III

Fortunano y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

Debajo del título de su prefacio (cuya asonancia rima con tótem): “POE
ᵀᴹ, Luis Alberto de Cuenta y Pardo —el antólogo y prologuista de los Diez Cuentos de Terror— se autopresenta como una especie de oráculo, pachá en otomana o eminencia con toga y birrete del “Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo”. Pero al término de su texto, para animar al desocupado lector a introducirse en los horrorosísimos espantos de una especie de Casa de los Horrores, parlotea, lúdico —quizá disfrazado de bufón (a la Fortunato)—, a imagen y semejanza de un popular y picaresco pregonero de una feria ambulante por las villas y despeñaderos de Españolandia: “Pasen, amigos, a esta selección de los diez mejores cuentos de Poe traducidos por Susana Carral, diviértanse como enanos, como caníbales en celo, leyendo el libro que comienza donde terminan estas líneas. La entrada al Parque de Atracciones POEᵀᴹ no tiene fecha de caducidad. Mientras el hombre lea, leerá al autor de El cuervo (aunque no sé decirles, la verdad, cuánto durará eso).”

    En este sentido, si el antólogo y prologuista Luis Alberto de Cuenca y Pardo no hubiera reprobado la pulquérrima versión cortazariana de los cuentos de Poe (dizque “bastante alejada del original”), el desocupado lector quizá hubiera accedido a los insólitos y horrorosísimos sucesos y locuras de la pulquérrima versión carraliana sin ningún prejuicio (o casi sin ninguno); es decir, sin que nadie (a no ser su consciencia individual) lo indujera y empujara a comparar y a elegir, a imagen y semejanza de un pelotudo juez de una justa literaria, cuál de las dos versiones es “la más cercana al original”.

   A priori parece que las dos versiones son válidas, que ambas merecen la croqueta de oro. Es decir, los intérpretes tradujeron con libertad a partir de sus decisiones y criterios intelectuales e idiosincrásicos. Si uno lee ambas versiones y las compara se tiene la certidumbre de que, esencialmente —con sus diferencias, variantes, limitaciones y antagonismos— son versiones parecidas de un mismo texto. Y esto resulta extensivo a otros reconocidos intérpretes que han traducido la obra narrativa de Poe; por ejemplo, Julio Gómez de la Serna, Doris Rolfe, Mauro Armiño, Elvio E. Gandolfo.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 147
(Ilustración: María Espejo)
Nota: El loco descuartizando al viejo del corazón delator

       
 Si se trata de ser “lo más cercano al original” es notorio que a la versión carraliana de “Berenice” y de “El pozo y el péndulo” les metieron cuchillo; es decir, les mocharon un cachito. Y poniéndonos exigentes, el antólogo convalida tales mutilaciones: “estamos muy contentos con el resultado de nuestro encargo”, dice complaciente y pagado de sí mismo en su prefacio.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 35
(Ilustración: María Espejo)
Nota: Los dientes extirpados al cadáver de Berenice

         
Es decir, “Berenice” inicia con un epígrafe en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí en una nota al pie de página. Pero “Berenice” tiene una nota al pie de página del propio Poe que Cortázar sí tradujo, notoriamente eliminada en la versión carraliana y que en la versión cortazariana dice a la letra: “¹Pues como Júpiter, durante el invierno, da por dos veces siete días de calor, los hombres han llamado a este tiempo clemente y templado, la nodriza de la hermosa Alción (Simónides).” El cual corresponde al pasaje del cuento original donde se lee el nombre “Halcyon” y que en la versión cortazariana dice así: “Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción¹ [...]” Mientras que en la versión carraliana se lee así ese pasaje y con el nombre “Alcíone”: “Con el paso del tiempo se acercaba ya el momento de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno de uno de esos días anormalmente cálidos, tranquilos y neblinosos para la época del año que permiten criar a la hermosa Alcíone [...]”

     

Diez Cuentos de Terror, p. 111

       
  “El pozo y el péndulo”, por su parte, inicia con cuatro versos en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí y cantan, exultantes y triunfalistas, en su correspondiente pie de página: “La impía muchedumbre de torturadores/ alimentó sus abundantes locuras con la sangre de los inocentes, sin saciarlas./ Ahora que la patria está a salvo y la cueva de la ruina destrozada,/ donde reinó una muerte espantosa surgen vida y salud.” Pero lo que al inicio le falta a la versión carraliana de “El pozo y el péndulo” es la apostilla del propio Poe que sigue (o corresponde) a tal cuarteta y que en la versión cortazariana dice entre paréntesis: “Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que había de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.”

           

Cuentos/1 (Alianza, 1984), p. 74 (detalle)

         
 Quizá esas mutilaciones no son un mal desempeño de Susana Carral, sino de Jesús Egido, pues en la página legal figura como el autor del Diseño y maquetación. Y quizá le hundió el bisturí y le metió tijera a ese cuento para dizque “armonizar” con el sentido del aviso que se lee, entre paréntesis, al pie de la primera página de “Berenice”, pues es el relato que inicia los Diez Cuentos de Terror: “Todas las notas son de la traductora”. Este tipo de manoseos o meteduras de mano ajenas al traductor (que más bien son meteduras de pata) suelen ocurrir. Por ejemplo, en la 3ª edición de Narraciones extraordinarias, antología de doce relatos de Poe, número 133 de la serie El Club Diógenes, editado en Madrid por Valdemar en “marzo de 2019”, algún pseudocorrector le añadió entre paréntesis “N. del T.” a la susodicha nota de Poe colocada allí en un pie de página: “Cuarteta compuesta para las puertas de un mercado que había de erigirse en el emplazamiento del Club de los Jacobinos, en París.” Pues es difícil ver a un traductor profesional (en este caso Mauro Armiño) inflando la pechuga para colgarse y lucir un supraconsabido crédito que no le pertenece.

         

Narraciones extraordinarias (Valdemar, 2019), p. 247

           
Vale puntualizar que Edgar Allan Poe era proclive a escribir, en sus cuentos, epígrafes y notas al pie de página a veces en otros idiomas ajenos a la lengua inglesa, ya de índole verídica, apócrifa o imaginaria, como es el caso del fragmento en inglés, atribuido a Joseph Glanvill, que encabeza a “Ligeia”, pues según apunta Félix Martín en su antología de trece Relatos de Edgar Allan Poe publicada en Madrid por Ediciones Cátedra (Letras Universales, 1988; Mil Letras, 2009): “La cita es invención del autor, por más estratégica que resulte su función narrativa.” Y como al parecer es el caso de la citada cuarteta en latín que preludia a “El pozo y el péndulo”, pues según reporta Margarita Rigal Aragón en su correspondiente traducción y nota: “Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas ni tal inscripción.”

       De igual modo, Poe era proclive a escribir extranjerismos en el texto de sus cuentos (ya sea títulos, frases, fragmentos o palabras sueltas). Un caso emblemático puede ser “El hombre de la multitud”, que incluye vocablos y líneas en alemán, francés, griego y latín. Cortázar no tradujo esos detalles lingüísticos del cuento (resaltados por él con cursivas, con excepción de los caracteres griegos) y se observa que, por regla, no tradujo más que lo estaba escrito en inglés por Poe; su intención, se deduce, era dar idea del uso de Poe de diversos extranjerismos (sobre todo en francés y latín) que, incluso, podían ser errados. Vale observar, entonces, que en esa vertiente idiomática gana la versión cortazariana versus versión carraliana.

         

Fortunato y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

     
Veamos algunas minucias, tomando en cuenta que a diferencia de Cortázar —vale reiterarlo—, Carral sí tradujo (y por ende gana en esto) los epígrafes de “El pozo y el péndulo”, de “Berenice” y de “La caída de la casa Usher” (los dos primeros en latín y el tercero en francés). En tal sentido ganancioso, Cortázar tampoco tradujo, pero Carral sí, las líneas en francés y en latín que se leen en el texto de “Berenice”.  Y también tradujo, y Cortázar no, la significativa y trascendental divisa en latín del escudo de armas de los Montresor (“Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.”) que en el texto de “El barril de amontillado” el vengativo Montresor —la voz narrativa— le recita a Fortunato como una especie de soterrado e  inminente vaticinio (o cuchillo sin hoja al que le falta el mango, diría Lichtenberg): Nemo me impune lacessit (“Nadie me ofende impunemente”).

       En la versión cortazariana de “La caía de la Casa Usher” se lee: “A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad.”

            Mientras que en la versión carraliana se le mochó lo ennuyé (aburrido), pese a que Poe lo utilizó: “Al verme entrar, Usher se levantó del sofá en el que yacía y me saludó con un afecto jovial en el que había mucha cordialidad exagerada, según pensé en un principio, mucho empeño forzado del hombre de mundo que se siente incómodo. Sin embargo, al observar su semblante me convencí de su sinceridad.”

            Más adelante, en la misma versión cortazariana se lee: “He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus.”

            Mientras que en la versión carraliana ese consabido y recurrente término musical utilizado por Poe en plural (impromptus) fue eliminado con sonora cacofonía: “Ya he hablado de esa afección mórbida del nervio auditivo que volvía intolerable cualquier tipo de música al enfermo, con la excepción de algunos efectos de los instrumentos de cuerda. Quizá los estrictos límites que él mismo se imponía con la guitarra fueran en gran medida el origen del carácter fantástico de sus representaciones. Pero eso no explicaba la ferviente facilidad de sus improvisaciones.”

            En la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” se lee: “Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume) de Issachar Marx de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.”

            Mientras que en la versión carraliana se lee “seudónimo” por nom de plume, pese a que Poe así lo escribió: “Cuando empecé a buscar a un sujeto para comprobar esos datos pensé en mi amigo Ernest Valdemar, el famoso compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el seudónimo de Issachar Marx) de las versiones en polaco de Wallenstein y de Gargantúa.”

       En el mismo cuento, Cortázar transcribe, tal cual, como lo escribió Poe, el nombre del alumno de medicina que asiste al hipnotizador “P...”: “Theodore L...l”; pero Carral, que según el antólogo hizo una traducción bastante cercana al original, lo mocha, lo acorta y le añade un punto: “Theodore L.” Por ende, luego, en la versión cortazariana se lee: “señor L...l” o simplemente: “L...l”; mientras que en la versión carraliana se lee: “Sr. L.” Cabe recalcar que en español esto suena “Señor Ele”; “Pe” el apellido o nombre del hipnotizador “P...”; y “Ele-ele” o “Ele” el apelativo de “señor L...l”.

      En otro pasaje la versión cortazariana preserva el vocablo en latín verbatim (literal) que empleó Poe: “El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.” Mientras que en la versión carraliana se eliminó verbatim: “El Sr. L. tuvo la amabilidad de acceder a mi deseo y tomó notas de lo ocurrido. Gracias a eso, todo lo que ahora contaré será una copia exacta o un resumen de lo que anotó.”

   

Diez Cuentos de Terror, p. 197

       
Vale observar que, sobre la versión carraliana de “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”, en la página legal de Diez Cuentos de Terror se registra que su título “original” es The Facts in the Case of Mr. Valdemar (1845); pero en la correspondiente nota de la versión cortazariana se lee que el “Título original” fue The Facts of M. Waldemar’s Case, y que así se publicó en “diciembre de 1845” en American Review. Margarita Rigal Aragón, en su nota correspondiente, reitera esto; pero además, entre corchetes, añade un comentario bibliográfico que resulta interesante transcribir: “Posteriormente, y todavía en vida del autor, fue publicado bajo varios títulos diferentes. Así, en diciembre de 1845, aparecería en el Broadway Journal como ‘The Facts in the Case of Mr. Valdemar’; en el Morning Post de Londres, en enero de 1846, con el título de ‘Mesmerism in America’; también en Londres y en el año 1846 fue reimpreso como un panfleto independiente con el nombre de Mesmerism ‘in Articulo Mortis’. An Outstanding and Horrifying Narrative Showing the Extraordinary Power of Mesmerism in Arresting the Progress of Death; y en el Boston Museum [sic], el 8 de agosto de 1849, aparecería, de nuevo, con su primer título, ‘The Facts of M. Waldemar’s Case’.” No obstante, lo más llamativo y sorprendente de esa nota ocurre cuando Rigal apunta que el cuento “fue interpretado por los lectores como un caso verídico con gran sorpresa de Poe”; pese a que no bosqueja cuándo y dónde ocurrió tal cosa.

   Otra minúscula discrepancia de índole parecida es la siguiente. En la página legal de Diez Cuentos de Terror se dice que el “título original” de “La máscara de la Muerte Roja” es The Masque of the Red Death (1842). Pero en la correspondiente nota de Cortázar se lee: “título original: The Mask of the Red Death: A Fantasy”; publicado en “mayo de 1842” en Graham’s Lady´s and Gentleman’s Magazine. Margarita Rigal Aragón casi coincide con Cortázar, pues registra el título así: The Mask of the Red Death. A Fantasy; coincide con la fecha de su publicación; pero acorta el nombre de la revista: Graham´s Magazine; y comenta entre corchetes: “El subtítulo, ‘A Fantasy’, fue eliminado en la reimpresión del 19 de julio de 1845 del Broadway Journal.”

            Se observa, además, que ambas versiones coinciden al datar el año de publicación de los diez cuentos en inglés. (No obstante, según se lee en una nota de Félix Martín sobre El palacio encantado que Roderick Usher recita en “La caída de la Casa Usher”: “Este poema aparecería por primera vez en 1839, en la revista Baltimore Museum. Posteriormente fue incluido en el relato, en donde cumple una función narrativa crucial.” Pero no precisó en qué edición y cuándo: si fue primero el huevo o la gallina, pues el cuento apareció en septiembre del mismo año en Burton’s Gentleman´s Magazine.) También coinciden al escribir en español los títulos de siete de los diez relatos: “Berenice”, “Ligeia”, “La máscara de la Muerte Roja”, “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator”, “El gato negro” y “El entierro prematuro”.

   Mientras que las tres excepciones son las siguientes: el título de la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, en la versión carraliana es “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”; el título de la versión cortazariana de “La caída de la Casa Usher”, en la versión carraliana es “La caída de la casa Usher”; y el título de “El tonel de amontillado” de la versión cortazariana, en la versión carraliana es “El barril de amontillado”.

     Y así podríamos estarnos: bajo la sombra de Poe, castrando, descuartizando o degollando al diosecillo Cronos hasta la consumación de los tiempos.

 

Julio Cortázar

III de III

Con un buen tamaño (c. 23 x 18 cm), grueso papel mate de calidad y una esmerada tipografía a dos tintas (roja y negra), el visual volumen en cartoné Diez Cuentos de Terror, cuyo Diseño y maquetación es obra de Jesús Egido, le da relevancia al escritor norteamericano Edgar Allan Poe y al unísono a la ilustradora española María Espejo, quien además brinda una dedicatoria en una exclusiva e ilustrada página interior: “A mi hermano Ignacio,/ que siendo niño escondía mis dibujos/ entre sus tesoros más preciados.” De ahí que en la segunda de forros el escritor y la artista gráfica figuren con una imagen de sus rostros y una breve nota sobre ellos.

           

Diez Cuentos de Terror, p. 163

           
El dibujo que ilustra la primera de forros es un detalle de una estampa dispuesta a lo largo y ancho de la página 163, aledaña al pasaje de “El gato negro” donde el beodo alude la pesadilla que lo acosa en torno al segundo minino de gran tamaño: “¡Ay de mí! ¡Ni de día ni de noche pude volver a descansar! De día, el bicho no me dejaba a solas ni un momento, y de noche me despertaba cada hora entre horribles delirios para encontrarme el aliento de esa cosa sobre mi rostro y su enorme peso, como una pesadilla encarnada, apoyado eternamente en mi corazón.” Como se observa, esa inquietante y onírica imagen que se lee en el cuento de Poe (y que ilustra Espejo) es una reminiscencia de la ancestral y antigua creencia popular que personifica a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre; lo cual encaja, además, con “la creencia antigua según la cual todos los gatos negros son brujas disfrazadas”, misma que solía repetir la esposa del beodo en los felices tiempos del primer gato negro, llamado Plutón en ambas versiones. Por otra parte, esa imagen escrita por Poe (ilustrada por Espejo) evoca la figuración que el pintor Füssli corporificó (e inmortalizó) en el lienzo La pesadilla (1781).

 

La pesadilla (1781), pintura de Füssli

           Pero, como si se tratase de una caja de sorpresas, al hacerle strip-tease; es decir, al deslizarle los forros al volumen, la portada y la contraportada de las pastas duras aparecen ilustradas con detalles de una lámina que, en “La máscara de la Muerte Roja”, ilustra un instante en el que los metálicos pulmones de latón del gigantesco reloj de ébano interrumpen la música y congelan la alharaca y los movimientos de la licenciosa y voluptuosa mascarada que el príncipe Próspero organizó en la larga encerrona en su excéntrica abadía almenada y fortificada con altos portones metálicos, fatalmente clausurados como una gran tumba abovedada de saludables y cachondos muertos vivientes. Esa imagen de María Espejo se observa, completa, a lo largo y ancho de las páginas 102 y 103.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 102-103 (detalle)

         
Mientras que a lo largo y ancho de las páginas 134 y 135 se observa una pesadillesca, terrorífica y caricaturesca visión, relativa a los murales que el torturado, en “El pozo y el péndulo”, ve plasmados en las móviles y ardientes paredes metálicas del artilugio de tortura y muerte; en cuyo trazo y tamiz se translucen rasgos, ecos y evocaciones de los arquetípicos, pesadillescos, infernales, moralistas, alucinantes y fantásticos óleos de El Bosco; e incluso de los míticos empalados de Vlad Tepes El Empalador.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 134-135 (detalle)

     
  Se observa que a lo largo del volumen Diez Cuentos de Terror confluyen dos clases de ilustraciones de María Espejo. Unos son los dibujos y láminas a color que mucho tienen de cómic o novela gráfica; y otros son los dibujos y viñetas en negro que devienen, por defecto, de las milenarias y anónimas sombras chinescas originadas en el mítico teatro de sombras chino; en cuya prolífica y vasta vertiente no escasean los reputados artistas gráficos, como es el caso del hacedor e ilustrador de libros infantiles Jean Piénkoski. (Recuerdo, particularmente, El cuento de la calle de una sola dirección, de la narradora británica Joan Aiken, donde las abundantes ilustraciones de Jean Piénkoski se hallan inmersas y ensambladas en las páginas donde discurre la narración.)

 

El cuento de la calle de una sola dirección (Alfaguara, 1985), p. 80-81

           
Diez Cuentos de Terror, p. 224-225 (detalle)

       
 Se nota que Jesús Egido procuró con desvelo cada detalle visual del volumen. En este sentido, descuella el diseño de la primera página de cada uno de los diez relatos numerados (no obstante, el resultado hubiera sido más congruente y mejor con números romanos y caracteres góticos): ilustración ex profeso, capitular con viñeta intrincada, y hoja cuyas tonalidades semejan la textura y el color del papel de estraza. Y al unísono destaca el diseño de varias páginas donde converge y se ensambla lo que se narra con la ilustración. Pero quizá el frijolillo en el arroz radique en las minúsculas y curiosas viñetas de calaveritas negras con el par de huesitos negros que caprichosamente dividen a “Berenice” en cuatro partes. Pues además de que en el cuento “original” esa división no existe, esas calaveritas con huesitos cruzados, que remiten a la legendaria y universal estampa de la bandera pirata, irían bien en “El escarabajo de oro”, pero en “Berenice” desentonan y están fuera de contexto, y sólo son un lúdico capricho visual. No menos caprichoso y lúdico que la proliferación de la repetitiva viñeta que se observa en las guardas negras, en la portadilla interior y en el lomo, y que es el logo de la editorial Reino de Cordelia.

 

Edgar Allan Poe, Diez Cuentos de Terror. Traducción de Susana Carral. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca y Pardo. Ilustraciones y viñetas de María Espejo. Diseño y maquetación de Jesús Egido. Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia. Madrid, invierno de 2017. 232 pp.

 

jueves, 10 de febrero de 2022

Los crímenes de Alicia

La memoria de Carroll

(o los pelotudos de la mesa redonda)

 

I de VII

Con su novela Crímenes imperceptibles, el narrador y matemático argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, julio 29 de 1962) obtuvo en su país el Premio Planeta Argentina 2003, cuya edición príncipe se publicó ese año en Buenos Aires. Y el 4 de marzo de 2004 apareció en España con el rótulo Los crímenes de Oxford, publicada por Ediciones Destino. Título más pegajoso y sonoro y a todas luces mucho mejor, el cual sirvió de base para The Oxford Murders (2008), filme en inglés dirigido por el cineasta español Álex de la Iglesia, quien elaboró el guion a cuatro manos con Jorge Guerricaechavarría. Y de nuevo en España obtuvo el Premio Nadal de Novela 2019 con Los crímenes de Alicia, publicada en abril de ese mismo año por Editorial Planeta Mexicana en la Colección Áncora y Delfín de Ediciones Destino; en cuya cuarta de forros se lee una breve y falaz reseña (¡desde luego intrigante! y salpimentada con una alabanza de ligas mayores y estelares) que el matemático Arthur Seldom, proclive a la falacia y al sofisma, quizá pudo pergeñar y publicitar en el Oxford Times:

           

Guillermo Martínez y
Los crímenes de Alicia

         “Oxford, 1994. La Hermandad Lewis Carroll decide publicar los diarios privados del autor de Alicia en el país de las maravillas. Kristen Hill, una joven becaria, viaja para reunir los cuadernos originales y descubre la clave de una página que fue misteriosamente arrancada. Pero Kristen no logra llegar con su descubrimiento a la reunión de la Hermandad. Una serie de crímenes se desencadena con el propósito aparente de impedir, una y otra vez, que el secreto de esa página salga a la luz.

            “¿Quién quiere matar al mensajero? ¿Cuál es el verdadero patrón que se esconde tras esta sucesión de crímenes? ¿Quién y por qué está utilizando el libro de Alicia para matar?

            “Para desentrañar lo que ocurre, el célebre profesor de Lógica Arthur Seldom, también miembro de la Hermandad Lewis Carroll, y un joven estudiante de Matemáticas unen fuerzas para llegar al fondo de la intriga, y serán peligrosamente arrastrados por unos crímenes impredecibles, en una investigación que combina la intriga con lo libresco.

            “Con una prosa tersa y precisa, Guillermo Martínez, autor de Los crímenes de Oxford, ha escrito una novela fascinante que en la tradición de Borges y Umberto Eco lleva el relato policial al terreno literario.”

Umberto Eco

II de VII

Los crímenes de Alicia es continuación de Los crímenes de Oxford. Es decir, la voz narrativa es la misma voz del joven matemático argentino becado en el Instituto de Matemática de Oxford. (No obstante, ni por equivocación o descuido, dado su asumido pacto de silencio, menciona a la asesina Beth y a la abuela asesinada, ni la actividad teatral, escenográfica y manipuladora de Arthur Seldom para encubrir ese asesinato. Pero sí evoca el falaz teorema, y lógico autoelogio, con que Seldom justificó y maquilló sus oscuros actos: “El crimen perfecto no es el que queda sin resolver, sino el que se resuelve con un culpable equivocado.”) En la primera novela los hechos se desarrollan en el verano del 93 y el narrador tiene 22 años; y en la segunda tiene ya 23 e inicia en el verano del 94. En la primera ocurre un asesinato; el primero (y el único) de una supuesta serie de crímenes cometidos por un supuesto asesino serial que supuestamente, desde la sombra y el enigma, reta y confronta al profesor Arthur Seldom, supuesto “paradigma de la inteligencia” y de las matemáticas. Y en la segunda ocurre un intento de asesinato, seguido por dos asesinatos que parecen cometidos por “alguien”, que desde la sombra y el camuflaje, parece querer impedir que la Hermandad Lewis Carroll dé cauce a la exhumación y difusión de un controvertido y oculto capítulo de la vida íntima del reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll), y, al unísono, denunciar una elitista y clandestina red de voyeristas pedófilos. Pero en ambas novelas juega un papel protagónico el consabido dúo dinámico: el becario argentino del Instituto de Matemática y su mentor Arthur Seldom, pues desarrollan juntos (y separados) varias especulaciones y pesquisas detectivescas; más aún en la segunda. De tal modo que configuran aún más una variante (diría el profesor Borges ante un multitudinario auditorio de la UBA) de los arquetipos inaugurados en 1841 por Edgar Allan Poe con The Murders of the Rue Morgue; es decir, el brillante y marisabidillo raciocinador es, sobre todo, el lógico y matemático Arthur Seldom; y su acompañante, epígono y admirador de sus virtudes intelectuales y cognoscitivas, es quien reporta, transcribe su voz (y las otras voces) y relata al desocupado lector.

           

Borges en el catafalco de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)

           En este sentido, descuella el hecho de que en la primera novela el joven becario narre que el matemático y lógico Arthur Seldom es autor de un
best seller sobre “las series lógicas”; y en la segunda de una Estética de los razonamientos, pues en el culmen de la trama los presuntos demiurgos de la mesa redonda, es decir, los “miembros plenos” de la selecta Hermandad Lewis Carroll (entre ellos Arthur Seldom), confabulados en el Sanctum Sanctorum del Christ Church College, exponen de viva voz, y en secreto, sus inferencias y razonamientos en torno a los hechos delictivos y subrepticios que los han orillado a reunirse, de nuevo, casi al final de la obra. Y entre sus voces (incluida la raciocinadora voz del inspector Peterson y la raciocinadora voz de Kristen Hill a través de una carta post mortem) el más chipocludo y luciente raciocinador, analista y detective es, desde luego, Arthur Seldom.

 

III de VII

La novela Los crímenes de Alicia comprende veintinueve capítulos, un “Epílogo” y una nota de “Aclaraciones y agradecimientos”. Pese a su matiz realista y al recurrente palimpsesto sobre ciertos pormenores de la biografía y leyenda de Lewis Carroll y su obra fotográfica y literaria (incluidos sus legendarios y censurados diarios) es, sobre todo, una obra de ficción, extremadamente amena, que conforma un ingenioso puzle repleto de anécdotas, detalles, subtemas, digresiones, matices, vueltas de tuerca, y giros sorpresivos e inesperados. 

     

Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino
México, abril de 2019

        En la vida real pudiera ser que el Príncipe de Gales, el heredero del trono del Reino Unido, galán de la
jet set y rutilante estrella de la chismografía rosa, fuera el presidente honorario de la Hermandad Lewis Carroll. Pero resultaría muy ingenuo, desenfocado e hilarante suponer que su nominación simbólica sólo fue conseguida por Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad —según le dice el verborreico Seldom al inspector Petersen—, “para que pudiéramos impresionar a nuestros corresponsales en el exterior e intercambiar materiales con universidades y círculos carrollianos alrededor del mundo”; de tal modo que, fuera de una vieja fotografía inaugural donde se ve al entonces joven Príncipe con el pleno de la Hermandad y de que nunca ha asistido a sus reuniones, sólo usan y pronuncian “su nombre” —en el mismo tenor inverosímil— cuando deben “recurrir al escudito para pedir alguna publicación universitaria extranjera”
.

           

Lewis Carroll
(1832-1898)

          Pero lo que resulta no menos inverosímil (o quizá más aún) es la hiperrelevancia que los “miembros plenos” de la Hermandad (un conjunto de vejestorios que llevan décadas escrudiñando y analizando vertientes, escondrijos, secretos y minucias de la vida y obra de Lewis Carroll) le dan a la edición, presuntamente autorizada y definitiva, de los sobrevivientes y expurgados diarios del reverendo Charles Dodgson: nueve (de trece) cuadernos archivados y catalogados en la Casa Museo de Guildford. Y más todavía al papel sustraído de allí por la veinteañera Kristen Hill del “ítem que dice Páginas cortadas del diario”; pues aún sin haberlo visto ni leído suponen que resquebrajará y hará trizas (y quizá polvo) el sentido, la arquitectura o el rumbo de toda la bibliografía biográfica existente sobre Lewis Carroll. 

       

Última página del manuscrito de Lewis Carroll:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

          Lo cual el desocupado lector confirma cuando la frase medular de ese papel es desvelado casi al final de la novela; pero, no obstante su brevedad y banalidad (relativa al motivo de la pelea entre la madre de Alice Liddell y el diácono Charles Dodgson), le sirvió a Kristen Hill para escribir a vuela pluma o a veloz maquinazo, no una adenda o una peculiar nota al pie de página de la biografía más voluminosa y “total” de Lewis Carroll (que en la novela es la escrita por Thornton Reeves, “miembro pleno” de la Hermandad, del que ella era asistente y además compiladora de datos y folios para todos los “miembros plenos”), sino un libro de probable (o no) edición póstuma: Ina in Wonderland. 

 

Edith, Lorina y Alice Liddell
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carroll

        Ina, vale apuntarlo, era la mayor de las tres hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith (de 13, 10 y 8 años de edad), a quienes el diácono Charles Dodgson, profesor de lógica y de matemáticas en el Christ Church College de Oxford, les contó de manera oral e improvisada, “el 4 de julio de 1862”, remando una barca en las aguas del río Támesis (o Isis), con su amigo el reverendo Robinson Duckworth y rumbo a una excursión a Godstow, las simientes de las Aventuras subterráneas de Alicia; las cuales, luego de la versión manuscrita con portada y dibujos suyos y con un postrero retrato (en ovalito) tomado por él a la niña homónima y preferida —misma que en 1864 le enviara a su casa como regalo de Navidad—, se convertiría, en 1865, en el inmortal libro infantil traducido a todos los idiomas del globo terráqueo y desde entonces sucesivamente reeditado y vivito y coleando en los sueños, las fantasías y los recuerdos no sólo de todas las chiquillas y chiquillos del mundanal orbe: Alicia en el país de las maravillas, con las célebres ilustraciones de John Tenniel; tan únicas y distintivas que cada “miembro pleno” de la Hermandad tiene su correspondiente tarjeta donde se ve al Conejo Blanco observando su reloj de leontina.

 

El Conejo Blanco
Ilustración: John Tenniel

IV de VII

Los miembros de la Hermandad Lewis Carroll no pretenden superar las ediciones anotadas de las dos Alicias urdidas por Martin Gardner (“Las dos Alicias no son libros para niños: son libros en los que nos convertimos en niños”, reza el teorema de Virginia Woolf); sino que cada uno, como si fuera un superlativo e inigualable hermeneuta, va a revisar y a anotar, con sesudas, exhaustivas y eruditas disquisiciones, los nueve cuadernos íntimos de Charles Dodgson (será “una authoritative edition”, declara con petulancia sir Richard Ranelagh), cuyos originales obran en la Casa Museo Lewis Carroll de Guildford; y en conjunto (un monstruoso cancerbero de nueve cabezas —el número de los círculos del Infierno—), quizá, en el oscuro trasfondo de su inconsciente colectivo y mancomunado, busquen configurar a mano (por aquella llevada y traída premisa de que toda lectura reescribe el texto) una especie de Pierre Menard, autor de los diarios de Lewis Carroll; y quizá, ineludiblemente y en su chochez, terminen pareciéndose a la mejor lectora de Cien años de soledad habida y por haber, según le contó Gabo a su amigo del alma Plinio Apuleyo Mendoza: 

     

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Foto: Fina Torres

           “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía y la señora le contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’.”

            Fisgona y caprichosa tarea de subalterno diosecillo bajuno (como retorcerle el cogote a Cronos con un lúdico pero insustancial crucigrama) que evoca el vaciadero de basuras que alude Funes el memorioso sobre las menudencias de su descomunal memoria indeleble: el recordar un día (y revivirlo minuciosamente en la memoria) le lleva exactamente un día (un funesday). Pero el non plus ultra de la quintaescencia de un escritor es la obra y no el consubstancial vaciadero de basuras que conlleva e implica el día a día de un ser humano de carne y hueso. Ese vaciadero, desde luego, puede interesar a los biógrafos, a los curiosos, fisgones y cotillas de las debilidades, de las patologías, de las fobias, de los fracasos, de las dudas, de las confesiones, de los secretos más íntimos, contradictorios, innombrables y polémicos. Pero, vale reiterarlo, lo trascendente y relevante en un escritor suele ser la obra, y no sus memorias, su autobiografía, sus entrevistas, sus cartas o sus diarios personales. No obstante, mucho depende, también, de la calidad angular, analítica y filosófica de su pensamiento y de su prosa poética (o no), y de lo que exponga y revele sobre sus creaciones artísticas y estéticas (o antiestéticas).  

Borges en Grecia

        La pretensión de ser la voz autorizada y definitiva de la memoria de Carroll trasvasada en sus diarios íntimos evoca el sentido de los consabidos versos de Borges que cantan: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo.” Lo que equivale a dar por supuesto que todo Carroll está en la palabra Carroll; tal y como ocurre con esa especie de inasible, evanescente e indeleble sustancia mágica y cognitiva que es la memoria de Shakespeare (una especie de aleph circunscrito a los días y a las noches del poeta y dramaturgo), codiciable, sobre todo, entre los especialistas y biógrafos entregados a escudriñar la vida y obra del autor de El mercader de Venecia. Según se revela en el homónimo cuento de Borges, esa especie de sustancia mágica y cognitiva se otorga y transmite sólo con decir: “¿Quieres la memoria de Shakespeare?” O algo amplificado, rimbombante y respetuoso: “Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.” Y el humanoide, el homúnculo o el especialista que la recibe únicamente debe asentirlo y pronunciar: “Acepto la memoria de Shakespeare.”

(Emecé, 2004)

                 Antes de recibirla en torno a un congreso shakespeariano, el alemán Hermann Soergel ya había redactado una “Cronología de Shakespeare” con cierta reputación en varios idiomas, incluido el español. Y Daniel Thorpe, el que le otorgó la memoria, escribió con ella “una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias.” Y ya encarrerado el gato y en posesión de la memoria de Shakespeare, antes de que terminara por anular la memoria de su identidad individual, Hermann Soergel pensó en una biografía (nunca realizada) que se sumó a su trunca traslación al alemán de Macbeth. Pero al inició, previo a la posesión de esa especie de infinitesimal aleph, refiere un aprehensivo e ilusorio anhelo que al parecer adecuarían y suscribirían los “miembros plenos” de la Hermandad (el codicioso cancerbero de nueve cabezas), poniendo Carroll donde se lee Shakespeare:

Borges y el aleph

         “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas: [...]”.  

    Sin embargo, inextricable a la creciente, angustiosa y fóbica pérdida y anulación de su memoria personal (“Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.”), éste resume el vaciadero de basuras que implica y conlleva la posesión de la memoria de Shakespeare:

    “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.

Borges saludando a monseñor

        “Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía [...] ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce [‘Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare’... y no]; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?”

 

Shakespeare

V de VII

Curiosamente, entre los “miembros plenos” de la conspirativa mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, no hay o no descuellan los filólogos ni los lingüistas. Arthur Seldom es lógico y matemático y al parecer también lo es Raymond Martin, el compilador de los acertijos lógicos de Charles Dodgson; y quizá también lo es Thornton Reeves, el citado biógrafo y ex condiscípulo del otrora joven Arthur Seldom, pues su joven auxiliar, Kristen Hill, no es egresada de letras inglesas, sino de matemáticas, graduada a los 19 años y ex alumna del profesor Seldom, pero con su tesis inconclusa. El doctor Albert Raggio es siquiatra y Laura, su esposa, es sicóloga y autora de “un libro muy sorprendente sobre la lógica del sueño y los simbolismos de cada animal en la historia de Alicia”. Henry Haas, un peculiar enano con “aspecto de un Peter Pan envejecido y tímido”, es el compilador de “la correspondencia de Carroll con todas sus amigas niñas”, el organizador del “archivo de todas las fotos que les sacaba a esas niñas”, y antólogo y comentarista de una iconografía de esas imágenes elegidas por su diminuto dedo flamígero. 

       

Alice Liddell como La mendiga
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carro
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         Pero además, cultiva en secreto una sospechosa y artística inclinación con la que emula a Lewis Carroll: con alguna juguetería (y quizá utilería) se provee de un trato amistoso con niñas menores de doce años y las retrata, pero no con la cámara y el proceso del colodión, sino a lápiz; por ende, escondida en su casa, preserva una rica galería de esos espléndidos dibujos de fina y meticulosa calidad. 

         

Xie Kitchin
(Christ Church Studio, Oxford, julio 1 de 1876)
Foto: Lewis Carroll

         Josephine Grey —anciana notoriamente decrépita (necesita auxilio y apoyo para caminar con lentitud, pero fue una intrépida corredora de autos en su juventud y ahora tiene un antiguo y abollado Bently que maneja su chofer y criado pakistaní o hindú)—, también es biógrafa del autor de Alicia, sin que se diga si es literata o matemática. No obstante, el más controvertido de esa variopinta fauna no es el supuestamente reprimido retratista de niñas con visos de pedófilo dizque encadenado por la opaca o translúcida moralina o ética de sí mismo, sino el viejo Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, pues amén de que es un escritor “muy reconocido de novelas de espionaje”, “Fue viceministro de Defensa del Reino Unido durante muchos años” (el verdadero poder tras bambalinas, colige el becario argentino). Quizá con estudios matemáticos; y quizá también con instrucción militar (y con diplomados en interrogatorios y técnicas de tortura), policíaca y leguleya, pues ante el fallido y dramático intento de matar a Kristen Hill atropellándola (en el Radcliffe se recupera con increíble celeridad del coma y de la trepanación en el cráneo, pero pierde el movimiento de las piernas y la capacidad de engendrar hijos), seguido del envenenamiento del editor de los libros de la Hermandad, de la desaparición del periodista Anderson, y de las manipuladas y retocadas fotos de niñas desnudas (y no) que “alguien”, al parecer, les remite desde la sombra y el anonimato a cada uno de los “miembros plenos” (incluido el Príncipe), se revela como una especie de arcaica y apestosa larva durmiente, espía encubierto y activo agente del M15; o sea: del servicio secreto y de la inteligencia del poder monárquico del Reino Unido, ante el cual, su eminencia Arthur Seldom, resulta ser su ineludible oreja y utilitario informante y hablantín de cabecera.  

 

VI de VII

Es tal la intrínseca codicia y el arribismo de los boludos de la mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, que con la publicación de la edición anotada y supuestamente definitiva de los nueve diarios íntimos de Charles Dodgson cavilan forrarse (de por vida) al mejor postor y al unísono traicionar y defenestrar a Leonard Hinch, “el editor de Vanished Tale y de todos los libros de la Hermandad” desde el inicio. Es decir, según le revela Arthur Seldom al becario argentino (rayando en lo inverosímil): “tuvimos una oferta difícil de rechazar de una de las editoriales más grandes de Estados Unidos. Basta decir que por el mismo trabajo que estábamos dispuestos a hacer ad honoren cada uno en nuestro tiempo libre, ahora nos ofrecen una pequeña fortuna y además, quizá más importante, un porcentaje de los royalties futuros, algo así como una renta vitalicia.” Es decir, al unísono de las especulaciones en torno al papel sustraído por Kristen Hill, los “miembros plenos” debaten si deben venderse a la editorial gringa o proseguir con su editor histórico, quien además de publicarles sus libros (entre ellos uno de Arthur Seldom: A través de los silogismos y lo que Carroll encontró allí), ha cedido “parte de los derechos para gastos de la Hermandad”. Pero en el chismorreo del ínterin, como parte de la conspiración, los “miembros plenos” han puesto en entredicho la moral y la conducta de Leonard Hinch, pues tiene fama de acosador sexual de jovencitas. No obstante, el editor, que no es “miembro pleno”, no se queda de brazos cruzados: ronda las reuniones secretas de los pelotudos de la mesa redonda en el Sanctum Sanctorum del Church Christ College; y para no verse descarrilado del negocio, hipoteca su casa e iguala la suma ofrecida por la editorial norteamericana. Mientras los boludos discuten en secreto la defenestración o no de Leonard Hinch, éste, disgustado y ansioso (y devorando bombones), dialoga con el becario argentino en un pasillo aleñado al Sanctum Sanctorum donde se observa “la colección completa” de los ilustres títulos publicados por su editorial y le resume una cáustica radiografía de lo que piensa sobre “los máximos expertos en Carroll” y sobre esos libros publicados por él:

           

Xie Kitchin y sus hermanos en San Jorge y el Dragón
(Christ Church Studio, Oxford, junio 24 de 1875)
Foto: Lewis Carroll

           “Cada uno que terminaba su librito sobre Carroll venía corriendo a mí. Me pedían, me insistían, me adulaban. Fíjese la cantidad de títulos y titulitos. Avergonzarían a cualquier otro editor: libros sobre las obras de teatro infantiles de Carroll, sobre su tartamudeo, sobre sus callos; sobre sus sermones, sobre sus cuentas de lavandería y sobre cada hojita de Oxford que pisó. Y después, por supuesto, el segundo aluvión: libros sobre los libros sobre Carroll, el catálogo de los catálogos. A todos les dije que sí. Y cuando por fin hay un libro, uno, que me permitiría recobrar algo de todo lo que perdí con ellos, así me lo agradecen: ¡al pasillo, como lacayo! ¿Sabe que tuve que hipotecar mi casa, lo único que logré comprar en toda una vida dedicada a esos malditos libros? Y todo para emparejar una oferta demencial. Es injusto: una editorial internacional tiene toda la eternidad para recuperar la inversión; a mí, en cambio, no me quedan tantos años por delante... Pero en fin —suspiró—, supongo que hay cosas mucho peores. Basta pensar en esa pobre chica [Kristen Hill]. Usted fue con Arthur al hospital [Radcliffe], ¿no es cierto? ¿Pudo verla después? Uno tiente a suponer que la gente joven se conoce toda entre sí.”

           

Beatrice Hatch
(Christ Church Studio, Oxford, marzo 24 de 1874)
Foto: Lewis Carroll

            Sin embargo, pese a su incertidumbre y malestar viperino, sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, le comunica la resolución estipulada por el pleno de los pelotudos de la mesa redonda: “Querido Leonard: me alegra decirte que la votación fue unánime. Cada uno de nosotros recordó su libro en tu colección y todo lo que te debemos.”

            No obstante, todo indica que Leonard Hinch pretende cobrarse la revancha con la bilis y las tripas de cada uno de los pelotudos, pues a través de la TV nacional y del periodista “del canal cultural universitario” que le sigue los pasos (y las ocultas y controvertidas huellas), esa noche anuncia los burlescos entretelones de su plan editorial, mismo que reporta el becario argentino desde su covacha del college:

            “Recordé de pronto que saldría en el noticiero la nota sobre la edición de los diarios y pasé los canales hasta dar con la emisora de la universidad. La nota ya estaba empezada. El periodista —que se llamaba Anderson finalmente— sostenía el grueso micrófono delante de Leonard Hinch y detrás se veían, avejentados y ruinosos, los miembros de la Hermandad. Seldom parecía casi un refuerzo juvenil entre ellos. Hinch hablaba sobre cómo se dividirían el trabajo y explicó que se irían publicando los volúmenes a razón de uno por año, con una investigación exhaustiva de todos los nombres de la época que aparecían mencionados por Carroll. El periodista preguntó, algo perplejo, cuántos años llevaría entonces todo el proyecto. Nueve volúmenes: nueve años, dijo Hinch con orgullo, y la cámara volvió a pasear, de izquierda a derecha, casi con ironía, por los rostros huesudos y descarnados, como si el hombre tras la cámara se estuviera preguntando, igual que yo, cuántos de ellos vivirían para verlo.”


Alice Liddell en 1870
Foto: Lewis Carroll


 

VII de VII

En la urdimbre de Los crímenes de Alicia, a través de las pesquisas, de los vaivenes de las pistas falsas, de las evidencias, de las deducciones, de los engaños, de los equívocos, y del coro de los argumentos y razonamientos, se desvela, casi hasta el final de la obra, el trasfondo que explica el intento de matar a Kristen Hill atropellándola (y su posterior suicidio), el envenenamiento del editor Leonard Hinch y la decapitación del periodista Anderson. (Salpimentado el embrollo con el supuesto sentimiento de culpa, quizá falso, del sofista Arthur Seldom, debido a la verborreica superstición personal de que donde mete las narices, la cuchara, la cola o la pata, ocurren cosas dramáticas y monstruosas.) Asimismo, por qué esos tres crímenes (ejecutados por distintas manos) parecen referir, y casi escenificar, anecdóticos detalles indelebles que se narran por siempre jamás en el libro de Alicia. (Lo cual da pie a que el becario argentino, ansioso por verse, otra vez, en el laberinto de la intriga y el misterio de otra supuesta serie de crímenes, le pregunte a su mentor: “¿Quiere decir que quizá sea esta la serie? ¿Muertes basadas en escenas del libro de Alicia? ¿Crímenes arrancados del País de las Maravillas?”). Y por qué, con las fotos de niñas desnudas (y no) enviadas a los pelotudos de la mesa redonda (incluido el Príncipe), parece que ese “alguien” es un cruzado, o un puritano (quizá psicótico) que ataca y protesta contra la presunta pedofilia del fotógrafo de niñas Lewis Carroll; y luego, también, contra el tráfico de pornografía infantil que produce y comercia, desde la clandestinidad y con una elitista clientela, nada menos que el editor histórico de los libros publicados por la Hermandad.    

           

Xie Kitchin dormida en el sofá (1873)
Foto: Lewis Carroll

        Pero además, en esa misma urdimbre se observa que la sustracción del papel de la Casa Museo de Guildford saca a la palestra, y pone en evidencia, la encarnizada rivalidad y las egocéntricas ambiciones de los investigadores que hurgan lo más íntimo, escabroso y morboso de los secretos de la vida privada de Lewis Carroll; es decir, Kristen Hill descubrió el papel y lo ocultó, para sí, porque al unísono de que sabía que el crédito y los intereses del copyright se los podía arrebatar y agandallar el biógrafo Thornton Reeves, ella entrevió la posibilidad de pasar a la historia primero con un artículo y luego con el libro que escribió con rapidez antes de suicidarse. Y Thornton Reeves confiesa en secreto, ante los pelotudos de la mesa redonda, que él también leyó el papel en el ítem Páginas cortadas del diario; pero ante la eminente publicación de su biografía “total” (que ya estaba en prensa), optó por omitirla. Lo cual transluce que, pese a su presunta experiencia y trayectoria, actuó como un simple mercachifle y tontorrón del octavo día. Pues nada le hubiera costado exponer en separata lo que hubiera que argumentar, enmendar y debatir, incluso contra sí mismo.

           

Ilustración de Lewis Carroll incluida en su manuscrito:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

         Pero lo más dramático y pestilente de todo ese marasmo de condiciones y debilidades humanas es lo que manipula, ningunea, oculta y superpone sir Richard Ranelagh en su papel de operador del M15 al servicio de la presunta integridad moral del Príncipe y del poder monárquico del Reino Unido (después de todo fue como si lo hubiera ordenado la propia Reina de Corazones). El inspector Peterson, honroso (y torpón) sabueso rastreador de Scotland Yard, había descubierto que el periodista Anderson (trunco alumno de matemáticas y ex alumno de Seldom) chantajeaba por una periódica cantidad al enano Henry Haas, el secreto dibujante de niñas menores de doce años. Y Anderson, indagando el envenenamiento de Leonard Hinch, se enteró de que agentes de la policía habían hallado en la editorial una serie de fotos de niñas desnudas (con apariencia decimonónica) y una encriptada lista de clientes de alta posición social (¡el intocable alto pedorraje de los polimorfos perversos del Reino Unido!) Y estaba por publicar un reportaje sobre ello en el Oxford Times. Pero, debido a la poderosa y estratégica intervención de sir Richard Ranelagh, nunca llegó a hacerlo y su cabeza apareció decapitada en la zona del río donde otrora paseaba en barca el cuentacuentos Lewis Carroll con las tres hermanas Liddell; ámbito donde hace tiempo, un día antes de cumplir los doce años, se suicidó la hija de los Raggio, fanática lectora del libro de Alicia y onírica sabedora de las minucias de la vida y leyenda de Lewis Carroll en relación a su amistad con niñas menores de doce años; y donde el enano Henry Haas, con su inofensivo aspecto de viejecito Peter Pan que no mata una mosca ni muerde un plátano, suele deambular y fisgonear con algún juguetito para seducir alguna niñita incauta y dibujarla a placer.

           

Puente del Magdalen College de Oxford
(verano de 1861)
Foto: Lewis Carroll

          Para no involucrar ni salpicar la quesque impoluta reputación del Príncipe, nada se publicará del envío de fotos de niñas desnudas a los pelotudos de la mesa redonda, ni del consumo de pornografía infantil entre la clase pudiente del Reino Unido. No habrá más investigación policial (el inspector Peterson dice que presentará su renuncia), pero dizque se romperá la red pedófila. Sin embargo, no se revelará la identidad de los clientes (encriptada en un código inventado por Lewis Carroll); y al parecer, dado el elocuente caso omiso, tampoco se indagará ni revelará la identidad de quienes producían las imágenes para venderlas en ese exclusivo mercado negro. Ni tampoco se divulgará la verdad sobre la decapitación del periodista Anderson (le metieron en la garganta las trizas de la foto de una niña desnuda) y dónde quedó su cuerpo desaparecido; lo harán figurar como una víctima de “una célula de espionaje serbia” a la que dizque estaba investigando para un reportaje en el Oxford Times. Tampoco se dirá nada sobre el envenenamiento de Leonard Haas (era diabético y engullía bombones); ni nada sobre el intríngulis del suicidio de Kristen Hill (y quizá su libro nunca se publique, dada la influencia y el obtuso y retorcido envanecimiento del biógrafo Thornton Reeves). Para comprar su silencio y complicidad de simples y oscuros diosecillos bajunos (bajo el maquillaje de presunta “seguridad nacional” y “máximo secreto”), sir Richard Ranelagh (emisario de la monarquía y del M15) les anuncia, en la mesa redonda del Sanctum Sanctorum del Church Christ College, que los miembros de la Hermandad Lewis Carroll serán “nombrados caballeros reales como él” y las viejecitas Josephine Grey y Laura Raggio “se convertirán en Dames”.

           

Ilustración: John Tenniel

         Ante tales hechos y determinaciones irrefutables (¡Dios salve a la Reina!), resulta matemáticamente lógico que el viejo Arthur Seldom le diga a su pupilo argentino que votó en contra por ser escocés (¿será verdad?) y que su vida corre peligro, que debe irse de inmediato de Inglaterra y que él mismo puede comprarle el boleto de avión y hablar con Emily Bronson, su supervisora académica en el Instituto de Matemática. Pero el joven becario, antes de hacer las maletas e irse al día siguiente en un vuelo nocturno, hace un breve viaje en tren a Guildford, donde a las afueras del pueblo la madre de Kristen Hill cultiva su huerto contiguo a su solitaria casa, quien le transmite otros pormenores de los últimos pensamientos y actos de su única hija. Y por ello le entrega, para su sorpresa, un sobre blanco donde se lee la letra G y que contiene el papel hurtado de la Casa Museo, que Kristen le dejó de regalo junto con una breve carta de despedida. Pero el boludo tiene sus algoritmos éticos; así que antes de regresar en tren a Oxford, va a pie a la Casa Museo Lewis Carroll, no muy lejos de la cima donde se hallan los restos del castillo de Guildford, con el propósito de restituirlo en el sitio que le corresponde en el ítem Páginas cortadas del diario. De modo que lo cambia por el papel que, debido a las maquinaciones y órdenes trasbambalinas y subterráneas del decrépito pero poderoso sir Richard Ranelagh, el jipioso matemático Leyton Howard, ex alumno de Arthur Seldom y perito calígrafo de “la sección científica del Departamento de Policía”, había falsificado ex profeso (y verificado la supuesta autenticidad con el software corrido y manipulado por el becario argentino para verificar, en una mastodóntica computadora del sótano del Instituto de Matemática, la autenticidad del papel sustraído por Kristen Hill).

 

 

Guillermo Martínez, Los crímenes de Alicia. Premio Nadal de Novela 2019Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino (Editorial Planeta Mexicana). México, abril de 2019. 334 pp.    

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"Borges y yo", poema en prosa de Borges recitado por él mismo.

Les Luthiers: "Teorema de Thales" ilustrado.