miércoles, 7 de noviembre de 2012

Una avanzada de progreso



Donde duermen las hormigas burras

Una avanzada del progreso denota el indeleble espíritu aventurero, entomólogo y explorador de Joseph Conrad (1857-1924), granjeado en 20 años de vida marítima (entre 1874 y 1894). Se dice que en 1890, Conrad “mandó un vapor fluvial en el Congo”. Tal vez esa empresa incidió en Una avanzada del progreso; sin embargo, en su ideario e imaginación no se pueden excluir sus otros viajes, puesto que la crítica al mito de la superioridad de la civilización europea, implica los atavismos y los prejuicios morales y racistas de todos los países coloniales expoliando sin escrúpulos un mundo salvaje y menos desarrollado.
(Alianza/CONACULTA, México, 1993)
      El relato se remite al centro y corazón de África. Allí, en un lugar perdido en lo profundo de la selva, la Gran Compañía Civilizadora (de un país europeo cuyo nombre no se menciona, dado que puede de ser Francia, Inglaterra o cualquier otro) ha erigido una factoría, una barraca de cañas frente a un río, un diminuto punto entre muchos. 
Los responsables son dos insectos blancos recién desembarcados: Kayerts y Carlier, más un negro: Makola, el tercero de a bordo, y diez ejemplares de una tribu guerrera, tan ineptos para cortar hierba, construir cercas o un embarcadero, sembrar una huerta o talar árboles, como son el par de blancos. El director de la Compañía Civilizadora, mientras se aleja en el vapor, luego de otorgarles sus ridículos nombramientos (Kayerts: “jefe” y Carlier: “ayudante”), con su incisivo ojo clínico piensa que semejantes especímenes no harán nada, que en ese río la factoría es inútil, “¡y esos dos encajan perfectamente en ella!”
Kayerts dejó su empleo en la Administración de Telégrafos, a la que sirvió durante 17 años, con el ingenuo fin de conseguir una dote para su hija Melie. Carlier es un desertor de un ejército mercenario, un pillo que “se vio obligado a aceptar aquel medio de vida tan pronto como quedó claro que nada más podía sacar a sus parientes”. Ambos creen que se trata de una especie de picnic, de sentarse, rascarse las pelotas y apilar el marfil que les lleven los fétidos salvajes. 
Puntilloso y humorístico, Joseph Conrad dibuja, reflexiona y expone el drama del par de supuestos “civilizados”: su incapacidad para trabajar, explorar y conocer no sólo la exuberante naturaleza, sino también las lenguas, las costumbres, los ritos y el pensamiento mítico y mágico de las tribus que los rodean. Ciegos ante el entorno, no hacen nada. Castran sin misericordia al dios Cronos. 
Entre los restos dejados por el predecesor, hallan algunos libros rotos, unos desechos de novelas que nunca habían leído. Así, intiman con Richelieu y D’Artagnan, Ojo de Halcón y Papá Goriot. Hay también algunos diarios de la metrópoli. En uno figura el artículo “Nuestra expansión colonial”. Allí leen sobre “los derechos y deberes de la civilización”, sobre “los méritos de los hombres que iban por el mundo llevando la luz, la fe y el comercio hasta los más oscuros rincones de la tierra”. Y los muy fodongos, viéndose y olisqueándose el ombligo, se imaginan en el papel de los fundadores de la futura civilización, quizá sus nombres grabados en oro en la entrada de la urbe y leídos por las bobaliconas multitudes: Carlier y Kayerts: “los primeros hombres civilizados que vivieron en este lugar”. 
Y si por antonomasia las tribus del África negra adoran fetiches, tótems y otros diabólicos menjurjes a veces chorreantes de antropofagia, en la parodia e ironía del relato de Conrad, los blancos llaman fetiche al almacén de cada factoría, “tal vez porque en él residía el espíritu de la civilización”, corporificado en el marfil que allí acumulan, la valiosa razón de cada factoría, que se traduce en dinero contante y sonante, el fetiche que adoran y buscan los “civilizados”, dispuestos a ser más salvajes y caníbales que los propios salvajes y caníbales, si es que algo se interpone en su predador camino; pero también lo nombran fetiche como una burla frente al fetichismo e ingenuidad de los nativos, puesto que allí los blancos guardan los cachivaches y los trapos con que cierran los ventajosos “negocios” con los no siempre buenos e inocentes salvajes.
Joseph Conrad
       Sólo bastan un poco más de seis meses para que los blancos “civilizados” y egocéntricos, por ignorantes, sucumban. Sometidos a una dieta infame: arroz hervido sin sal y café sin azúcar, Joseph Conrad narra el clímax de su derrumbe con excelente comicidad escénica. Carlier, con fiebre y desesperado (allí las fiebres son mortales), agita y exacerba a su salvaje interior, una caricatura de los traficantes de esclavos que infestan esos lares. Exige que su café sea endulzado con uno de los 15 terrones de azúcar que Kayerts guarda junto con media botella de coñac, dizque para los enfermos. Se desencadena la risible, ridícula y dramática persecución: Carlier corretea a Kayerts, quien también sufre con sus piernas hinchadas. Dan varias vueltas a “la casa de Makola, la tienda, el río, el barranco y el monte bajo”. Un hilarante gag que el cine mudo, con Charles Chaplin a la cabeza, no ignoró y que ha sido repetido y explotado hasta el hartazgo por todo tipo de dibujos animados y comedias fílmicas. 
  De pronto, chocan violentamente uno contra el otro y se oye un disparo. Kayerts cree que Carlier lo mató, pero éste fue el que recibió el imprudente balazo. Kayerts, profundamente deprimido, sentado en un sillón pasa la noche en vela junto al cuerpo de Carlier. Hace un balance de su mísera vida y de los últimos misérrimos hechos. Y por un momento, como ocurre en el célebre “Sueño de la mariposa” de Chuang-Tzu (“Chuang-Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”), se imagina que él es el muerto y Carlier el vivo, “de tal forma que en pocos instantes ya no supo quién estaba muerto y quién estaba vivo”, y tuvo que hacer un esfuerzo mental para no perderse y recuperase a sí mismo. 
Sin embargo, cuando al amanecer Kayerts oye el silbato del vapor de la Compañía Civilizadora, el llamado del progreso, de la “civilización” europea que lo invoca para que “volviera a aquel montón de basura que había dejado atrás, para que se hiciera justicia”, en vez de ir, se cuelga de la cruz, otro indiscutible signo y fetiche (no siempre espiritual e innumerables veces sanguinolento, represor, terrorista y genocida) de la avanzada “civilizadora”.
       El negro Makola tiene lo suyo: chapurrea el inglés y el francés y algunos dialectos y lenguas nativas; no es analfabeta, sabe algo de contabilidad y sostiene un tendajón. Es el tipo ideal para encargarse de la factoría, pero es negro y esto impide su nombramiento. 
  No obstante, así como mantuvo la factoría al morir el fundador, él es quien resuelve los problemas. Discute con las tribus el precio del marfil. Ante lo incierto y sin decir nada a los blancos, acuerda, con un grupo de traficantes y negreros negros, el intercambio de los diez inútiles guerreros, por varios flamantes colmillos. Y al ser evidente que Kayerts mató a Carlier, para salvar al viejo barrigudo de la ignominia y quizá del castigo carcelario, había dictaminado: “Murió de fiebre”, “Lo enterraremos mañana”.


Joseph Conrad, Una avanzada del progreso. Traducción del inglés al español de Javier Alfaya y Bárbara MacShane. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, 1993. 64.





lunes, 5 de noviembre de 2012

El hablador



El canto de Tasurinchi-Gregorio

Si en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), en ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) y en La Chunga (Seix Barral, 1986) —a través del personaje Lituma—, el lector veía que la impronta de “los inconquistables” —gestados en La Casa Verde (Seix Barral, 1966)— insistía en no abandonar la imaginación de Mario Vargas Llosa, en El hablador (Seix Barral, 1987) no son los fantasmas de Piura los que lo asaltan, sino, en cierto modo, los chunchos semicalatos de la selva de la Amazonía, el otro polo geográfico de La Casa Verde.
       En el memorioso y autobiográfico strip-tease Historia secreta de una novela (Seix Barral, 1971), Mario Vargas Llosa cuenta las vicisitudes y las anécdotas que vivió en Piura, entre los 9 y los 10 años de edad, y las que le ocurrieron en el inesperado viaje por la Amazonía que hizo en 1958, poco antes de partir a Madrid para estudiar su doctorado, experiencias que le dieron pie para la elaboración del magistral e intrincado alarde técnico, experimental e imaginativo que es La Casa Verde, la sublimación, dice, de su frustrado anhelo de escribir una quijotesca novela de caballerías.
(Seix Barral, México, 1988)
       En El hablador, como en La tía Julia y el escribidor y en Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), figura una voz narrativa con claras y lúdicas alusiones autobiográficas. En este sentido, el peruano vuelve a contar lo que narró en Historia secreta de una novela: que estudió en la Universidad de San Marcos, en Lima; que realizó el viaje por la Amazonía a través de la mediación de Rosita Corpancho y que fue compañero de viaje del antropólogo mexicano Juan Comas y del peruano Matos Mar. Pero aunque lo refiere, ya no se detiene ni se adentra en Santa María de Nieva, ni en Urakusa, ni en Jum, ni en Tushía (o Fushía), ni incursiona en las comunidades aguarunas, huambisas y shapras, ni en el curso y los recodos del Río Marañón, sino que se desplaza a un sitio del que no se ocupó en La Casa Verde: las selvas del Alto Urubamba y de Madre de Dios, donde se asientan los indígenas machiguengas.
       El hablador observa un procedimiento narrativo semejante al de La tía Julia y el escribidor. En ésta, los radioteatros que escribe Pedro Camacho se hallan intercalados entre los incidentes laborales, estudiantiles, amorosos, familiares y aventureros del joven Varguitas. En El hablador, los mitos y fábulas que narra el cuentero trashumante están intercalados entre los recuerdos y reflexiones del novelista ubicado en Firenze, Italia, en 1985.
      El hablador empieza cuando el peruano, en la mencionada ciudad italiana, dispuesto a “leer a Dante y Machiavelli y ver pintura renacentista durante un par de meses, en irreductible soledad”, entra a una galería y descubre un conjunto de fotos que reproducen a los machiguengas y, en especial, una imagen que muestra a un grupo sentado y absorto alrededor de un hombre gesticulante. A partir de esto, la obra se desarrolla en dos vertientes. 
      Una tiene que ver con el pensamiento crítico del autor; comprende tanto sus conjeturas, las reminiscencias en torno a su paso por la Universidad de San Marcos, las conversaciones y andanzas que sostuvo y compartió con su condiscípulo Raúl Zuratas, su viaje de 1958 por la Amazonía, así como su regreso, en 1981, a los lugares machiguengas, cuando trabajó para la televisión peruana durante seis meses en los que hizo el programa La Torre de Babel
Mario Vargas Llosa
       La otra son los cuentos y la manera de contar de un hablador errante. Se supone que lo que narra está basado en mitos, canciones y tradiciones machiguengas. Sin embargo, no se trata de una reconstrucción etnográfica al pie de la letra; considerarlo así sería un error. La mitología dualista, el génesis cosmogónico, el planteamiento mágico-religioso, translucen cierta ineludible occidentalización (paralelos y coincidencias con el judeocristianismo). Esto, no sólo porque se trata de una novela contemporánea, sino también porque se supone que se trasladan narraciones de carácter oral preservadas en machiguenga, fácilmente mistificadas en su antiguo y largo itinerario de boca en boca, como por su traducción al castellano hablado y escrito, consecuencia y sincretismo de los choques y mezclas culturales que han suscitado los distintos tiempos históricos en su transformación, declive y aniquilamiento.
      El ensamblaje de estas dos vertientes tiene su punto de partida (y término) en la conversión de Raúl Zuratas en un machiguenga e itinerante contador de historias. Y ante las extraordinaria belleza y poesía fantástica de los mitos y fábulas que cuenta, no se escamotea el meollo polémico, ineludible, real en la “civilización” occidental, particularmente en el Perú, sino que se aborda en las interacciones de los indígenas con los viracochas (los blancos), en las cavilaciones del novelista, y en las polémicas con Raúl Zuratas cuando era un etnógrafo recién formado que se contraponía al papel que juega un especialista de esta rama en el proceso de aculturación modernizadora que, por medio de él, también instrumentan, infiltran e inoculan los urbanos centros de poder. 
   En este sentido, hay un significativo contraste entre los machiguengas nómadas e inasibles de 1958, asediados por los lingüistas-misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, y las primeras poblaciones machiguengas que se encuentra el novelista, en 1981, con silabario, traducción de la Biblia, cacique evangelista y comercio con dinero.
      Mario Vargas Llosa coloca el flamígero dedo en la supurante llaga: la destrucción paulatina de la cultura machiguenga es una parábola sobre el exterminio de los grupos indígenas que sobreviven y subsisten, pese al neocoloniaje, en ciertas históricas zonas de Latinoamérica. El lector lo observa apasionado por la sabiduría y relación hombre-naturaleza, pero crítico en sus carencias, lacras, rezago y salvajismo. Al mismo tiempo cuestiona tanto las fantasías de los antropólogos químicamente puritanoides que pugnan porque las culturas indígenas sean intocables por respeto y para corporifiquen y acuñen la reservación e invernadero que permita acuciosos estudios, como las posturas de los antropólogos integracionistas que, en su afán de “civilizar” para que así defiendan y preserven sus atributos étnicos y se engranen a la economía del país y del orbe, propician y alientan el sometimiento, la marginación, la pobreza, el atraso y la pérdida de su raza y cultura.
       Pero no menos trágicas que tal complejo meollo resultan las condiciones geopolíticas y socioeconómicas que vive el Perú en esas latitudes. El Alto Urubamba y Madre de Dios son regiones diezmadas por los incas desde antes de la Colonia; las sangrías del caucho, de las maderas y del oro, son vestigios de un pasado inmediato que se torna no tan ingenuo, tal y como se convierten las figuras escuálidas de los misioneros católicos, mientras la necedad de los gringos lingüistas es tan hostil y predadora como inequívocamente resultan los cruentos tejemanejes de los traficantes de coca, de los guerrilleros y del ejército (aunque estos últimos tres grupos al narrador le resultan más atroces que los propósitos neocoloniales de los misioneros-lingüistas, a los que ve con un pie en el avión dispuestos a irse a su país si siguen los balazos y los muertos). Y sobre estos asuntos pudiera acuñarse otra novela, pero Mario Vargas Llosa los deja en su clima controvertido, candente y beligerante, como es también la adulteración de ritos y ceremonias paganas en pantomimas para turistas.


Mario Vargas Llosa, El hablador. Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, enero de 1988. 240 pp.







martes, 30 de octubre de 2012

Piedras para Ibarra



Estoy fuera de ti y a un tiempo dentro

(Vuelta, 1988)
Como una especie de búsqueda inconsciente del Paraíso perdido que más o menos trastoca el consabido y legendario pragmatismo del gringo promedio y el tipificado modo de vida norteamericano, en Piedras para Ibarra —novela de Harriet Doerr (abril 8 de 1910-noviembre 24 de 2002) cuya primera edición en inglés data de 1984, traducida al español por Juan Almela (seudónimo del poeta Gerardo Deniz) para la extinta Editorial Vuelta—, un matrimonio estadounidense, recuperando el espíritu aventurero y colonizador de sus ancestros, llega y se instala en Ibarra, un caserío semidesértico, casi despoblado y abandonado en las montañas del territorio mexicano, donde otrora, cincuenta años antes, el abuelo de él y su familia gozaron la explotación y la bonanza de la mina La Malagueña, hasta que la inestabilidad y el sangriento peligro que suscitó la Revolución de 1910 puso término a la empresa, obligándolos a abandonar la propiedad.
Cuando Piedras para Ibarra da inicio, el lector se entera que ya todo concluyó; es decir, que la estancia de Sara y Richard, el matrimonio gringo, pertenece al pasado y por ende lo que leerá es precisamente lo que ocurrió allí durante tal período. En este sentido, se trata de una novela evocativa, de un puñado de recuerdos que la obra conjunta y acomoda. Esto implica el título y lo que se apunta en las páginas finales: después de fallecido su esposo, mientras Sara está recogiendo sus cosas y haciendo los preparativos para marcharse a su país, observa que cuando en un sitio ha ocurrido un accidente (tardó muchísimo en advertirlo), los lugareños, al pasar por allí, recuerdan a los muertos y colocan piedras formando montículos (no se mencionan cruces ni veladoras ni flores de cempasúchil). Las evocaciones (la novela en sí) son entonces los pedruscos que la memoria de Sara amolda y deja al caminar y pasar nuevamente por los espacios e instantes que habitó en Ibarra o de los cuales tuvo noticia. 
Piedras para Ibarra está contada por una voz narrativa omnisciente y ubicua emitida a través de una percepción y sensibilidad femenina. En primer lugar, al trazar los personajes y los hechos que se establecen entre ellos (creando así los rasgos que dibujan la cotidianidad del pueblo), hay un dejo implícito que denota y transluce a la mujer que los ve y piensa; en segundo lugar, la escritura está más inclinada hacia el mundo interior y exterior de Sara, que hacia el de Richard.
Harriet Doer (1910-2002)
Foto: Anacleto Rapping
La novela se desglosa en 18 capítulos que oscilan entre la vida casera del matrimonio (cuyo punto neurálgico es la leucemia de Richard que tratan de ocultar a los vecinos del pueblo), algunas alusiones (e incursiones) breves al orbe que se dejó en San Francisco, California, y, en mayor medida, el relato de diversos hechos acaecidos alrededor de varios personajes. Al cobrar estos cierta relevancia, conforman la visión superficial y fragmentaria de un extranjero, el anecdotario que registra la manera en que se observa la vida y los rasgos de un caserío confinado a su miseria y rezago social, político y económico, y a sus creencias y costumbres religiosas y paganas; y como complemento ineludible, dado el carácter subjetivo de lo que se aprecia y asienta, se anota y trasmina el modo en que el extraño, aun siendo aceptado, se mantiene ajeno y distante de la comarca que lo circunda.
La mirada del extranjero carece, en consecuencia, de una intuición y olfato antropológico o etnográfico, del que se compenetra y explora en la etnia para auscultar, entender e imprimir radiografías. Tiene el buen trato y el sentido común de cierto conquistador, del adinerado que busca modernizar e introducir su técnica y sus conocimientos a favor de su propio ideario y beneficio pecuniario. Su curiosidad es la del que llega en shorts y con la cámara fotográfica de las palabras para registrar la “estética de la pobreza”, las singularidades crueles y cruentas, el abandono, el aislamiento y las supersticiones. Observa con simpatía, retoca, pero sus retratos no son analíticos ni críticos, sino pintorescos y folcloristas. No hace una intromisión en el ser que lo recibe, en su otredad. No comprende ni se sumerge en su infierno ni en su dulzura ni en su cosmogonía ni en su esperanza ni en su resignación. Todo lo ve por fuera, a priori; e incluso a veces se burla o rechaza expresiones y comportamientos con el típico raciocinio, insensibilidad y escepticismo que hacen del individuo moderno un estereotipo común y corriente, un hombre masa (dizque globalizado) a merced de la manipulación industrial de las conciencias (diría Hans Magnus Enzensberger), aislado y maquillado con el solipsismo que caracteriza las contradicciones de su edad histórica y el basamento de su idiosincrasia occidental.
No obstante, Piedras para Ibarra tampoco incluye el panorama intrínseco de Sara (y mucho menos el de Richard). Existen contrapuntos que contrastan sus diferencias y antagonismos con los naturales del lugar, y que aluden hábitos, vivencias, comentarios, e interacciones entre ellos, y entre éstos y los pobladores y ciertos visitantes; pero nunca la narración se adentra, aunque lo mencione, en la angustia y la zozobra que significa para ambos, por ejemplo, el que Richard esté enfermo de leucemia y en consecuencia: con la villaurrutiana Muerte pisándole los talones, soplándole al oído o a la vuelta de la esquina y al unísono germinando en su interior (“Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:/ estoy tan cerca que no puedes verme,/ estoy fuera de ti y a un tiempo dentro”). Nunca el lector sabe lo que piensa y sufre él, ni lo que ocurre en el seno de la mina o en las relaciones laborales. Se tienen escuetos datos cuando se narran algunos fallecimientos o relatos de varios mineros o de la gente (el poblado en sí) que tiene que ver con La Malagueña y con la mejoría económica que proporciona su explotación; pero esto más bien son guiños, registros superficiales y anecdóticos que pretenden ser amables y gratos.
El atisbo de Ibarra, al ser un minúsculo pueblo perdido en el mapa del hipotético Estado de Concepción, se erige como una estereotipada provincia de tarjeta postal, bonita, impoluta, muy National Geographic o del Reader’s Digest o de la extinta Life. Un sitio remoto empeñado en vivir en el pasado y a la zaga del sincretismo urbano (por antonomasia: siempre tratando de ser “moderno”). Un Ibarra con su pequeña iglesia y su parquecito central, con su cura servil con los ricachones y dominando y manipulando a los pobres fieles que aún no se desprenden de atavismos precortesianos mistificados por el curso de la historia sepultando los residuos de la visión de los vencidos. Un Ibarra con sitios y personajes típicos y miserables que le dan color y que forjan un semblante de la fisonomía de un México rural; pero es, antes que todo, un México que evoca, mira y describe una turista gringa, que pese a vivir varios años allí, no se quitó su coraza norteamericana y nunca dejó que sus pensamientos y sentimientos personales dejaran de mirar con añoranza hacia los Estados Unidos.


Harriet Doerr, Piedras para Ibarra. Traducción del inglés al español de Juan Almela (Gerardo Deniz). Serie La imaginación, Editorial Vuelta. México, 1988. 244 pp.






domingo, 28 de octubre de 2012

La mortaja



El lugar donde anida la tristeza

Llega el día en que el día ya no llega, y el hombre/ se derrumba en la noche de la eterna tiniebla,/ despojado de rostro, sin memoria, exprimido,/ como grano de arena que se pierde en la arena.” Ineluctable fin melancólicamente cantado en “Llega el día”, poema del mexicano Elías Nandino (1903-1993). Y es precisamente este macabro punto final (apenas una minúscula y desapercibida tilde que corta de un tajo la respiración de un individuo perdido entre los miles y miles de infinitesimales individuos que infestan la aldea global) el que cobra relevancia en “La mortaja”, cuento del español Miguel Delibes (Valladolid, octubre 17 de 1920), que de ningún modo (pese a la porra de la contraportada) puede catalogarse como “uno de los mejores relatos cortos de la literatura española contemporánea”, no obstante que el prolífico autor recién fallecido (Valladolid, marzo 11 de 2010), miembro de la Real Academia Española desde 1973, fue sujeto de rutilantes y sonoras condecoraciones; por ejemplo: Premio Nadal en 1947, Premio de la Crítica en 1953, Premio Príncipe de Asturias en 1982, Premio Nacional de las Letras Españolas en 1991 y Premio Cervantes en 1993.
Miguel Delibes
      “La mortaja” ocurre durante unas cuantas horas en un desperdigado caserío español que circunda una planta de luz llamada Central o C.E.S.A. El Senderines, un chamaquillo, huérfano de madre, mientras juega entre los pedruscos, ve llegar al Trino, su padre. El hombre, borracho e indigesto, se derrumba en el camastro y ya no se levanta. Muere por sus excesos. Así, el Senderines, solitario y abandonado, y puesto que su padre yace desnudo, se ve impelido a vestirlo, es decir, a amortajarlo. Pero es tan pequeño y su padre tan grande y pesado, que tiene que solicitar auxilio para hacerlo.
       El nombre del cuento implica, por extensión, las deplorables condiciones que pululan en ese sitio fantasmal, no muy distinto de la miseria, de la soledad y del abandono que se observa en Las Hurdes (1933), dramático documental de 30 minutos que Luis Buñuel (1900-1983) filmó en esa región de Extremadura, España, e ineludible pariente lejano de San Juan Luvina, el desolado, pedregoso y solitario ámbito del cuento epónimo de Juan Rulfo (1917-1986). En la geografía de “La mortaja” abundan los cerros de greda, blancos e inhóspitos. Durante el año sólo hay dos estaciones: verano e invierno, ambas extremosas. Sus habitantes son cadáveres, muertos que continúan de pie, amortajados en sí mismos, en su soledad, en su incomunicación, en sus míseras y desesperanzadas ocupaciones. 
(México, 1994)
“La mortaja” es también la corta visión cultural de los lugareños, con sus supersticiones y atavismos religiosos, con sus rudos y brutales vínculos. Por ejemplo, el Trino, estereotipo de macho, desprecia a su hijo por el simple hecho de que es flaco y débil, y no fuerte y robusto como él, pero también por sus fobias infantiles. “Los hombres no tienen miedo de nada”, le dice entre sus burlas y necedades. 
En una de sus bravuconadas apuesta con Baudilio a ver quién de los dos se atraganta más. Con dos litros de vino adentro, se traga “dos docenas de huevos para empezar; luego se zampó un cochinillo y hasta royó los huesos y todo”. Esta desmesura es la que lo revienta. Y el hecho de que esa misma tarde haya madrugado al Goyo de dos puñetazos, debido a que éste dizque tenía “triunfo” en el juego, es la causa de que el ofendido se niegue a prestarle ayuda al Senderines. “He jurado por éstas no volver a mirarle a la cara y no dar un paso por él. Yo le estimaba, pero él me dio esta tarde dos guantadas sin motivo y ello no se lo perdono yo ni a mi padre”.
       El protagonista, sin embargo, no es el muerto, sino el Senderines, el escuincle crecido al garete, quien no conoce la ciudad, esa tierra de pecado, reza uno. La omnisciente y ubicua voz narrativa, que hace migas sentimentales con él, lo sigue en su mirada infantil, en sus ingenuos devaneos, y en algunos de sus juegos y fantasías, como cuando él y el Canor iban a ver las ridículas hazañas pesqueras del Goyo al pie de la presa; en su colección de mosquitos despanzurrados en la cabecera de su cama; en la caza de una luciérnaga; o cuando él creía que los poderosos y hercúleos brazos de su padre eran los que impulsaban el boom boom de la Central, ese sonido que invade la zona, y que a él le parecía la estridencia de un gran corazón; o que Conrado, el Goyo y su progenitor, en la planta, apaleaban el agua sin cansancio, hasta que de ésta sólo quedaba el brillo, elemento con el que llenaban las bombillas para que en la noche los hombres tuvieran luz. 
Miguel Delibes de niño
Foto del Colegio de las Carmelitas
Valladolid
En este sentido, la voz narrativa también ilustra las fobias y pesadillas del Senderines que atizan algunos mitos y supercherías del entorno: que los voraces lucios traídos de Aranjuez pueden arrancar un brazo de una sola dentellada o comerse un niño entero, que dan brincos como títeres y pueden saltar la presa contra corriente; que si regresaba solo al lado de su padre muerto, éste podía quejarse si volvía a manipular sus piernas para vestirlo; “o que el sarnoso gato de la Central, que miraba talmente como una persona, se hubiera acostado a los pies de la cama y estuviese hablando”. 
Pero por un momento, haciendo de tripas corazón, el pequeño Senderines, frente al cadáver, descubre “que metiéndose de un golpe en el miedo, cerrando los ojos y apretando la boca, el miedo huía como un perro acobardado”. 
Aún así, cuando mediante el intrínseco resorte que mueve a los hombres (el interés, un pago contante y sonante) logra que el Pernales lo ayude a amortajar a su padre, no puede evitar que lo atenace el estupor ante la idea de pasar la noche junto al muerto, por lo cual, le ofrece al Pernales el radio y asunto concluido (el vivo Pernales, cuya facha y modus vivendi reflejan a un pordiosero, se apropia del traje nuevo del difunto, de los zapatos, del despertador, de una camisa).
  Quizá este infeliz y olvidable cuento inocule en alguien (no falta un roto para un descosido) y entonces se dé a la tarea de conseguir, leer y atesorar la extensa narrativa de este autor entre los autores, que si respiran, conversan, caminan a tientas, escriben, lloran en seco, “es tan sólo porque su mineral corazón aún mueve su sangre”.

Miguel Delibes, La mortaja. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/ CONACULTA. México, 1994. 64 pp.






viernes, 26 de octubre de 2012

Foe



Esa mujer no es más que un incordio

Se ha especulado y repetido hasta la saciedad que el británico Daniel Defoe (c. 1660-1731), para urdir su celebérrimo Robinson Crusoe (1719), conoció la historia del escocés Alexander Selkirk, quien un día de la primera década del siglo XVIII fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, frente a las costas de Chile. Allí vivió cuatro años y cuatro meses. Daniel Defoe, se colige, pudo haber leído lo que se escribió sobre Alexander Selkirk y tal vez haya charlado con él. Pero el Robinson de York, el personaje de Daniel Defoe, naufraga en una isla del Caribe, cerca de la desembocadura del Río Orinoco, en el Atlántico, en la que vive 28 años.
     Siguiendo la secuela de los mil y un narradores que han escrito diversas variantes sobre el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, el narrador y ensayista sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940) —Premio Nobel de Literatura 2003—, en 1986, a través de la neoyorquina Peter Lampack Agency, Inc., publicó en inglés su novela Foe, cuya traducción al español de Alejandro García Reyes publicada por Random House Mondadori, primero apareció en Barcelona, en 2004, y en México, en 2006, en la serie Debolsillo. El título Foe es homónimo del apellido paterno del narrador británico, cuya “partícula nobiliaria” —apunta Borges en su prólogo a Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders—, “Daniel previsiblemente agregó”.  
J.M. Coetzee
      Foe, la novela de J.M. Coetzee, se divide en cuatro partes numeradas con romanos y está escrita desde la perspectiva de Susan Barton, una aventurera mujer británica que, un indeterminado día del siglo XVIII, naufragó en una imprecisa y pequeña isla caribeña sólo habitada por el inglés Robinson Cruso (no Crusoe) y Viernes, su esclavo negro, oriundo de África. En este sentido, en la primera parte de la obra Susan Barton da por entendido que ya regresó a Londres y que en algún momento se entrevistó con el reputado escritor Foe y por ende su voz está evocando y narrado como si se tratara de una larga carta dirigida a éste. Susan Barton, dice, se embarcó al puerto de Bahía, en el Brasil, en busca de su hija, que fue raptada. Tras dos años de búsqueda e infructuosa espera decidió retornar a Inglaterra; pero en su viaje rumbo a Lisboa en un portugués barco mercante, se sucedió un motín —al parecer “el plan de los amotinados era hacerse piratas y operar en aguas de la Hispaniola” (la isla del Caribe donde hoy se halla la República Dominicana y Haití). Ella, con el cuerpo del asesinado capitán (llevaba una lezna clavada en un ojo), de quien a bordo se convirtió en su amante, fue abandonada en un bote, en el que remando con esfuerzo logró acercarse a la isla de Cruso, a la que llegó a nado. Allí, acogida sin afecto y con elocuente distancia y numerosos silencios, vivió un poco más de un año. Robinson Cruso, según le narró con parquedad y muy pocos datos, llevaba 15 años en la isla, sólo con la compañía de su esclavo Viernes, que es mudo —al parecer los negreros africanos (moros), que tal vez lo vendieron en una plantación de Jamaica, le mutilaron la lengua cuando era un niño—; y más aún: es un deficiente mental, una especie de autista con el que es casi imposible comunicarse. Se alimentan con el pescado (que pesca Viernes con una lanza) y con huevos de pájaro que aderezan con “lechugas amargas silvestres”. Como náufrago, Cruso sólo tiene un cuchillo (su única herramienta rescatada del naufragio) y sus rústicas ropas de troglodita se las ha cosido (tiene una aguja de hueso) con las pieles de los monos que él y Viernes matan a palazos. Llama “castillo” a la diminuta choza adaptada entre las rocas de un peñasco y la mayor parte de su tiempo lo ha dedicado otear el mar y a construir, piedra por piedra, unas terrazas para el cultivo (de un quimérico orbe fundacional) en las que no se siembra nada, puesto que no hay semillas.
(Mondadori, Barcelona, 2004)
     Cruso, quien ya es un hombre viejo, sobre su pasado y lo que piensa, casi nada le cuenta a Susan. Y sólo una vez, después de una furiosa tormenta que coronó una de las fiebres que lo atacan y derrumban, exploró el cuerpo de ella. Pero luego actuó como si tal cosa no hubiera ocurrido. Y además de que no pretende engendrar un hijo con Susan, siempre se mantiene distante, parco y seco, pese a que ella busca charlar, lo procura y calienta con su cuerpo durante las fiebres. Por ende no extraña que Susan, quien dice hallarse “en la flor de la vida”, se vea aislada “en una isla en la que nadie hablaba”. En este sentido, después de que ella y Cruso (inconsciente por otra de las fiebres que lo desploman) y Viernes (que ella no olvidó) fueron inesperadamente rescatados por el John Hobart, un barco mercante inglés que se dirige a Bristol, y que Cruso muere en el trayecto y es “sepultado en el mar”, asombra y resulta revelador que, ante el señor Foe, mitifique su estancia en la isla desierta y su vínculo con Robinson Cruso y se pregone depositaria del legado de éste: “yo soy no solo quien compartió el lecho de Cruso y cerró sus ojos en el instante supremo, sino, más importante aún, aquella a quien él lego todo cuanto dejó al morir, es decir, la historia de su isla.”
     En la segunda parte de la novela, narrada a través de una serie de cartas dirigidas a Foe (se supone que algunas fueron enviadas y otras no), Susan Barton cuenta que ya está en Londres, con Viernes, pese a la aversión que le produce, no su negra piel ni su dizque índole caníbal, sino que tenga un pequeño muñón en vez de lengua. Después de haberse entrevistado con Foe con el objetivo de que escriba la historia de la isla desierta y de haber pactado la entrega de una memoria redactada por ella, vive, gracias al subsidio que le brinda él, “en una casa de habitaciones de alquiler en Clock Lane, una bocacalle de Long Acre”. Se hace llamar señora Cruso y Viernes, su supuesto lacayo, atosigado por el miedo y la extrañeza del entorno, es ubicado en un cuarto del sótano. 
     Entre la serie de anécdotas, detalles y datos que se narran en esta segunda parte, Susan deja de recibir de Foe los chelines con los que pagaba el alquiler y con los que ella y Viernes comían y por ende su miseria y sus penurias aumentan. Al buscarlo en su casa de Stoke Newington, se entera que Foe, al parecer por sus deudas, se halla huido y su residencia ocupada por un par de alguaciles. Más tarde, cuando ya éstos se han ido (no sin causar destrozos y desvalijado algunas cosas) y también la señora Trush, el ama de llaves, Susan y Viernes se instalan allí, aparentando ser la nueva ama de llaves y el jardinero. 



(Debolsillo, México, 2006) 
    Queda claro que a Susan Barton, que sabe escribir y lo hace con el papel, la tinta y la pluma del señor Foe, no le falta imaginación ni poder reflexivo ni que incluso raye en perogrulladas. Sin embargo, se dice no apta para escribir, con arte narrativo, su historia de la isla desierta que, según divaga, los sacará de aprietos cuando Foe la termine de escribir y la publique y se haga rico y famoso con ella. Para alimentarse, vende objetos de la casa y en los intentos de comunicarse con Viernes y de enseñarle algún tipo de escritura y de lenguaje (incluso con la flauta con la que él, desde la isla, suele repetir y repetir sólo seis monótonas notas), resulta más que obvia la deficiencia mental del africano y la psicosis que lo induce a vestirse con las togas de Foe y a ejecutar así una serie de danzas circulares (que recuerdan la danza sufí de los derviches turcos). No extraña, entonces, que ante las infructuosas conversaciones con Viernes, Susan le diga: “hablar contigo es como hacerlo con las paredes”. Y que reporte en una de sus cartas: “Le hablo a Viernes como esas viejas que hablan a los gatos, por pura soledad, hasta que al final la gente les pone el sambenito de brujas y las evita por la calle.”
      Frente a la casa de Foe observa a una joven que vigila. Cuando Susan la increpa y la hace pasar, la muchacha dice llamarse como ella y ser su hija. Susan no cae en la fársica trampa que, deduce, fue dispuesta por Foe desde su escondite. Pero lo que sí toma con determinación es el destino de Viernes. En una bolsita que le cuelga, le guarda el papel, escrito y firmado por ella, donde el supuesto Robinson Cruso, amo del esclavo, le otorga la libertad; y con él, vestido con una de las togas de Foe, emprenden, ambos descalzaos, el camino al puerto de Bristol donde embarcará a Viernes rumbo a África (en la ruta vende algunos libros sustraídos de la biblioteca). Pero ya allí, tras varios intentos, entreve lo que los marineros pretenden: apoderarse de Viernes y venderlo como esclavo. Según apunta en la misiva: “Una mujer puede tener un hijo no deseado y criarlo sin amor, pero siempre estará, no obstante, dispuesta a defenderlo con su vida. Y esa es, por así decirlo, la relación que se ha establecido entre Viernes y yo. Yo no lo quiero, pero es mío. Por eso es por lo que sigue en Inglaterra aún aquí.”
     En la tercera parte de la novela, Susan Barton, con Viernes, sucios y desarrapados, están de nuevo en Londres y ella ha localizado a Foe, gracias a su ex ama de llaves y al escuincle que le hace los mandados. Foe vive oculto en la buhardilla de una mísera vivienda en Whitechapel y no tarda en aparecer por allí el chiquillo (quien es enviado por la comida) y luego su falsa hija con su dizque antigua niñera (pero Susan rechaza el timo). Y al día siguiente, tras dormir y fornicar con Foe, ante un nuevo frustrante intento enseñar a escribir y leer a Viernes, ella le expresa su hartazgo contándole un cuento: “Una vez un hombre se encontró a un anciano que esperaba a la orilla de un río y, compadecido por él, se ofreció a llevarle al otro lado. Después de pasarle a cuestas, sano y salvo, a través de la corriente, al llegar a la orilla opuesta se arrodilló para que pudiera bajarse. Pero el viejo se negó a desmontar: y no sólo eso, sino que, apretando entre sus rodillas el cuello de su porteador, empezó a golpearle en los costados y, en pocas palabras, acabó convirtiéndose en una bestia de carga. Llegaba hasta quitarle la comida de la boca, y habría seguido montándole hasta causarle la muerte si el otro no se hubiera librado de él mediante una estratagema.” Al oírla, Foe reconoce que “Es una de las aventuras de Simbad el Marino”. Y ella, encarnación de Sherezada, le responde: “Sea, pues: yo soy Simbad el Marino y Viernes el tirano que llevo montado sobre mis hombros. Paseo en su compañía, como con él, me observa mientras duermo. ¡Si no consigo librarme de él acabaré asfixiándome!”
     Pero lo relevante de la tercera parte de la novela es el hecho de que Foe quiere escribir (y al parecer lo esta haciendo) una historia de ficción, con aventuras inventadas, distinta a la historia de la isla desierta contada por Susan Barton en sus diálogos, en su memoria y en sus cartas, y que ella pretende sea una obra testimonial y fidedigna. Y lo que ella le expresa refleja, que además de escribir y de poseer una cultura literaria no muy común en las mujeres de la época, que tiene muy clara la idea y la estructura del libro que quiere que escriba él. Y el lector se pregunta ¿por qué no lo escribe ella?, ¿qué la detiene?
      La cuarta y última parte de la novela, que es muy breve, es una especie de onírico corolario que proyecta ciertos sueños y pesadillas que persiguen a Susan Barton.  


J.M. Coetzee, Foe. Traducción del inglés al español de Alejandro García Reyes. Debolsillo (342/7). 1ª ed. en México, marzo de 2006. 160 pp.





El alcalde de Furnes



 Con chismosas ni bañarse                  


Patria chica, infierno grande, reza el popular refrán; y tal fatalidad se cumple al pie de la letra en Furnes, el principal escenario de El alcalde de Furnes, novela que el francés Georges Simenon (1903-1989) firmó en Nieul-sur-Mer, el 29 de diciembre de 1938. 
Furnes es un pueblo de Flandes que, no sin petulancia, se llama a sí mismo “ciudad”. Sus pobladores están acostumbrados a las rutinas y rituales de siempre. Hierven de chismes y su moralina se maquilla de apariencias y atavismos conservadores y católicos. Nada puede ocurrir sin que se sepa de un rincón a otro, sin que excite la antropofagia, los dimes y diretes, ya sea en la Plaza Mayor, en el Círculo Católico, en la Iglesia de Sainte-Walburge, en el café Le Vieux Beffroi, en el Ayuntamiento, en la salchichería Van Melle, en la Rue du Marché, en la comisaría de la poli, e incluso en el interior de las casas. Tal es el caso de la casa de Joris Terlinck, el flemático alcalde de Furnes, que al comienzo de la obra se halla en el mediodía de su riqueza y poder.
Georges Simenon
(1903-1989)
      Joris Terlinck tiene un poco más de 30 años de casado. Él solo, presume, en calidad de opositor demócrata, se pasó 20 años hostigando al Partido Conservador Flamenco, cuya figura principal es Léonard van Hamme, ex alcalde, quien además de poseer una fábrica de cervezas y de encabezar el Círculo Católico y a los conservadores del Consejo Municipal, es su eterno enemigo. 
Joris Terlinck manda en su casa, en su fábrica de puros y en el Ayuntamiento con el mismo despotismo y mano dura. Por ello todos le temen y lo llaman Baas, es decir, Jefe. Todos reconocen su presencia por el puro, la boquilla de ámbar y el sonido del estuche. Cierta tarde de noviembre, al encontrarse en su casa cenando el mismo platillo que cena desde hace tres décadas, ocurre algo anormal: llaman a la puerta. Y el que toca es Jef Claes, un tipo de 19 años, hace poco empleado en su fábrica, quien le pide mil francos por adelanto, porque según él los necesita para impedir el nacimiento del hijo que tendrá con Lina, nada menos que la hija de Léonard van Hamme, su peor enemigo. Si no le da el dinero, amenaza, se matará. El Baas le responde que “cada cual debe cargar con la responsabilidad de sus actos”, que no fue él quien gozó con la señorita; y lo despide, cortante, para que no regrese. 
(Tusquets, 1993)
Poco después, a la hora de siempre y en el rincón habitual, el Jefe se halla en Le Vieux Beffroi, “el café reservado a los notables de la ciudad”. Entra, cosa extraña, uno de los diez policías de Furnes y anuncia que hay un muerto: Jef Claes, quien primero disparó contra Lina y luego contra sí mismo, metiéndose en la boca el cañón de la pistola.
       A partir de este hecho de nota roja, Georges Simenon hila y entreteje la intriga y el suspense, y una serie de equívocos, anécdotas y engaños, que ya parecen anunciar una cosa, ya otra. Así, la ligereza de Lina parece asegurar la perpetuidad y el crecimiento del poder del alcalde y su triunfo sobre Léonard van Hamme. El hijo de éste, un oficial de aviación en Bruselas que ha llevado varias veces al Rey, tal vez pierda su carrera. Pero sobre todo, Joris Terlinck en persona propicia la renuncia de Léonard van Hamme a la presidencia del Círculo Católico. Y pese a que se halla en entredicho su crédito moral como cabeza de los conservadores del Consejo Municipal, Joris firma un retorcido acuerdo que le proponen éstos con el objeto de que no use “el triste suceso para sus fines políticos”, y a cambio le prometen que en tres meses lo nombrarán Jefe de diques, es decir, pertenecerá al “cuerpo supremo que, por mediación de los diques, disponía de las aguas del cielo y del mar”. Sin embargo, los acontecimientos se enredan por otros linderos, porque según se ve (y el alcalde lo piensa en el epílogo de la obra): “se hacen las cosas sin saber exactamente por qué, porque se cree que se deben hacer y después...”
       La madre del alcalde es una vendedora de gambas en Coxyde. Allí mismo su padre fue pescador. Su madre aún vive en una pequeña casa, lo cual habla del origen humilde del Jefe. Su madre desconfía de él, no sólo porque es un rico, uno de los más ricos de Furnes, sino porque percibe el tufillo de sus oscuros asuntos. Al principio de su carrera, Joris Terlinck vivía con Thérésa, su mujer, en dos cuartos diminutos. Era contable y llevaba los libros de varios pequeños comerciantes. Uno de ellos fue la señora De Groote, una viuda de 45 años que tenía un estanquillo de puros y tabacos. Joris Terlinck, entonces con 25 ó 26 años y en calidad de amante, le recomendó la instalación de una fábrica y de algún modo hizo que modificara su testamento en favor de él. Al poco tiempo murió de neumonía, una paradójica enfermedad en ella. Así se hizo de su fábrica y empezó a acrecentar su rutilante fortuna. 
María vive en casa del Baas, es la sirvienta desde hace 25 años. Fue su amante y a veces la usa. Con ella tiene un hijo: Albert, un joven al que no reconoció como tal, pero que sin embargo lo llama “padrino”, porque siempre se ha ocupado de su sostenimiento. Emilia, la hija de los Terlinck, tiene 29 años; está loca, y por orden del Baas la tienen recluida en un cuarto en el que abundan las cosas rotas y las heces de varios días. Emilia, siempre desnuda y cubierta de llagas, no soporta a su madre. Sólo Joris Terlinck es el que día a día le da de comer las cosas de lujo que compra en la salchichería Van Melle; a veces la baña, la cura y hace la limpieza. 
Thérésa, la mujer del alcalde, se ha pasado la vida llorando; siempre muestra “una eterna expresión de inquietud y desolación en el rostro”. Haciéndose la víctima, conoce y conjetura las malas acciones de su marido. Lo acusa de que sólo piensa en él; pero ella, a su modo, hace lo mismo. Semejante al ojo sin párpado del cuento homónimo de Philarète Chasles, Thérésa siempre tiene, aun en la cama, un ojo abierto con el que vigila y culpa al Jefe de su infelicidad y desgracias; y cuando lloriquea conserva “un ojo seco, una mirada penetrante, lista para descubrir la menor debilidad en el adversario”, su marido.
  Fuera de la facha de Baas autoritario, frío y duro, cuyo poder impone y restriega en los rostros de los otros a la menor provocación, nadie lo conoce ni sabe lo que trama, ni siquiera el lector, pese a lo que pueda inferir. Es un hombre impredecible que piensa que “a nadie debía nada, salvo a sí mismo, pues nadie lo había ayudado, ni le había hecho el menor regalo, ni siquiera el de una pequeña alegría”. 
No obstante, como todo hombre que barniza sus actos y negros propósitos con el colorete de las convenciones y simulaciones, tiene sus debilidades, antagonismos y fobias. Albert, su hijo natural, por ejemplo, es un soldado fanfarrón e irresponsable al que aún así protege y ayuda; puede sentarse en su mesa, comer con desparpajo, alardear y pedirle dinero (no sin trampas ni chantajes) para responder ante sus fechorías que terminan volviéndolo un desertor. Emilia, la loca, es mantenida en su casa no sólo por la pose social y el orgullo de no enviarla a un manicomio. A la madre del suicida Jef Claes, quien se vuelve alcohólica, le niega todo tipo de apoyo; pero sin decirle a nadie le envía dinero de manera secreta y anónima. 
El sitio de su despacho donde estuvo parado Jef Claes se vuelve un sitio que el Bass rodea y evita mirar. 
Los mayores equívocos e intrigas, sin embargo, empiezan a confabularse alrededor de Lina van Hamme, de 18 años, que no murió y se halla en Ostende, un puerto cercano a Furnes. El Jefe, en su viejo auto, comienza a hacer una serie de viajes a Ostende. Desde un café observa a Lina embarazada, quien se hizo amiga de Manola. Ambas, en el malecón, se comportan con frivolidad y coquetería. Frecuentan el Monico, un salón de té. Allí el Baas las aborda. Se gana su amistad. La bebé nace y Joris Terlinck estuvo nervioso como un marido que fuma y fuma ante la puerta. Visita a Lina y le hace regalos. El alcalde de Furnes, pese a sus agallas, ante las coqueteos y desplantes de ambas (Lina enseña el seno al amamantar a la niña y Manola asoma el muslo o arroja unos sonoros y sugestivos orines), se ruboriza como un colegial e incluso se le embota el cerebro y no sabe qué decir ni qué hacer. 
Las idas a Ostende se vuelven del dominio público. Hierven los chismes por aquí y por allá. Y todos —en Furnes, Oxyde y Ostende— piensan que Joris Terlinck en un viejo raboverde y desalmado, pues mientras esto ocurre, Thérésa, su mujer, empieza a morir de cáncer. 
La casa del Baas es visitada por el doctor Postumus, quien también observa las condiciones en que subsiste Emilia. Marthe, la hermana de Thérésa, llega de Bruselas a auxiliar a la moribunda. Manola, quien resulta ser la querida de un ricachón que la sostiene con más de cinco mil francos al mes, le propone al Baas (ante su sorpresa e infantil ingenuidad) que Lina también puede ser su “amiga”, puesto que, aparentemente, así podrá eludir el manipuleo de su padre, quien dizque quiere enviarla a Francia o a Inglaterra, sólo con tres mil miserables francos al mes. El Baas acepta y sugiere la nutrida cifra. 
Pero luego se le ocurre ir al Ayuntamiento de Furnes, donde sin él se reunió la Comisión de Hacienda, y siempre duro y ostentoso le grita a Léonard van Hamme: “¡acabo de comprar a su hija!”. Los chismes e intrigas hierven con más ímpetu. Ya no lo llaman Baas, sino señor Terlinck. En Le Vieux Beffroi descuelgan los anuncios de sus puros. Y en una junta del Consejo Municipal lo obligan a renunciar, respaldados por un comunicado que firma El Fiscal del Reino. En el oficio no se menciona a Lina ni su cortejo, pero sí que es sujeto de una demanda judicial que obedece a una serie de anónimos y a una carta que firmaron “numerosos ciudadanos” en la que cuestionan “su forma de vida en su casa”, sobre todo la situación “de un miembro de su familia”. 
El alcalde trata de defenderse y con astucia maquilla su dimisión con el humo de su convencional retórica. Thérésa muere y él, frío y duro, cumple con la escenografía y el rito que exigen las convenciones. El Fiscal del Reino y el doctor Postumus llegan a su casa, censuran las condiciones insalubres en que se halla Emilia y se la llevan. 
El tiempo empieza a correr sin que nadie lo detenga. No se sabe qué pergeña el ex alcalde Joris Terlinck cumpliendo sus rutinas de siempre. Pero en su casa obliga a que Marthe, su cuñada, se vista con la ropa de su fallecida hermana. Tal vez en un futuro se case con ella. ¿Por qué no? Tiene la casa y además a María, la vieja sirvienta (para jugar a las campechanas). Pero si él hubiera querido, se repite, pese a su edad, hubiera podido vivir una tentadora segunda vida.

Georges Simenon, El alcalde de Furnes. Traducción del francés al español de Carlos Manzano. Colección Andanzas (201), Tusquets Editores. México, 1993. 224 pp.