viernes, 26 de octubre de 2012

Foe



Esa mujer no es más que un incordio

Se ha especulado y repetido hasta la saciedad que el británico Daniel Defoe (c. 1660-1731), para urdir su celebérrimo Robinson Crusoe (1719), conoció la historia del escocés Alexander Selkirk, quien un día de la primera década del siglo XVIII fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, frente a las costas de Chile. Allí vivió cuatro años y cuatro meses. Daniel Defoe, se colige, pudo haber leído lo que se escribió sobre Alexander Selkirk y tal vez haya charlado con él. Pero el Robinson de York, el personaje de Daniel Defoe, naufraga en una isla del Caribe, cerca de la desembocadura del Río Orinoco, en el Atlántico, en la que vive 28 años.
     Siguiendo la secuela de los mil y un narradores que han escrito diversas variantes sobre el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, el narrador y ensayista sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940) —Premio Nobel de Literatura 2003—, en 1986, a través de la neoyorquina Peter Lampack Agency, Inc., publicó en inglés su novela Foe, cuya traducción al español de Alejandro García Reyes publicada por Random House Mondadori, primero apareció en Barcelona, en 2004, y en México, en 2006, en la serie Debolsillo. El título Foe es homónimo del apellido paterno del narrador británico, cuya “partícula nobiliaria” —apunta Borges en su prólogo a Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders—, “Daniel previsiblemente agregó”.  
J.M. Coetzee
      Foe, la novela de J.M. Coetzee, se divide en cuatro partes numeradas con romanos y está escrita desde la perspectiva de Susan Barton, una aventurera mujer británica que, un indeterminado día del siglo XVIII, naufragó en una imprecisa y pequeña isla caribeña sólo habitada por el inglés Robinson Cruso (no Crusoe) y Viernes, su esclavo negro, oriundo de África. En este sentido, en la primera parte de la obra Susan Barton da por entendido que ya regresó a Londres y que en algún momento se entrevistó con el reputado escritor Foe y por ende su voz está evocando y narrado como si se tratara de una larga carta dirigida a éste. Susan Barton, dice, se embarcó al puerto de Bahía, en el Brasil, en busca de su hija, que fue raptada. Tras dos años de búsqueda e infructuosa espera decidió retornar a Inglaterra; pero en su viaje rumbo a Lisboa en un portugués barco mercante, se sucedió un motín —al parecer “el plan de los amotinados era hacerse piratas y operar en aguas de la Hispaniola” (la isla del Caribe donde hoy se halla la República Dominicana y Haití). Ella, con el cuerpo del asesinado capitán (llevaba una lezna clavada en un ojo), de quien a bordo se convirtió en su amante, fue abandonada en un bote, en el que remando con esfuerzo logró acercarse a la isla de Cruso, a la que llegó a nado. Allí, acogida sin afecto y con elocuente distancia y numerosos silencios, vivió un poco más de un año. Robinson Cruso, según le narró con parquedad y muy pocos datos, llevaba 15 años en la isla, sólo con la compañía de su esclavo Viernes, que es mudo —al parecer los negreros africanos (moros), que tal vez lo vendieron en una plantación de Jamaica, le mutilaron la lengua cuando era un niño—; y más aún: es un deficiente mental, una especie de autista con el que es casi imposible comunicarse. Se alimentan con el pescado (que pesca Viernes con una lanza) y con huevos de pájaro que aderezan con “lechugas amargas silvestres”. Como náufrago, Cruso sólo tiene un cuchillo (su única herramienta rescatada del naufragio) y sus rústicas ropas de troglodita se las ha cosido (tiene una aguja de hueso) con las pieles de los monos que él y Viernes matan a palazos. Llama “castillo” a la diminuta choza adaptada entre las rocas de un peñasco y la mayor parte de su tiempo lo ha dedicado otear el mar y a construir, piedra por piedra, unas terrazas para el cultivo (de un quimérico orbe fundacional) en las que no se siembra nada, puesto que no hay semillas.
(Mondadori, Barcelona, 2004)
     Cruso, quien ya es un hombre viejo, sobre su pasado y lo que piensa, casi nada le cuenta a Susan. Y sólo una vez, después de una furiosa tormenta que coronó una de las fiebres que lo atacan y derrumban, exploró el cuerpo de ella. Pero luego actuó como si tal cosa no hubiera ocurrido. Y además de que no pretende engendrar un hijo con Susan, siempre se mantiene distante, parco y seco, pese a que ella busca charlar, lo procura y calienta con su cuerpo durante las fiebres. Por ende no extraña que Susan, quien dice hallarse “en la flor de la vida”, se vea aislada “en una isla en la que nadie hablaba”. En este sentido, después de que ella y Cruso (inconsciente por otra de las fiebres que lo desploman) y Viernes (que ella no olvidó) fueron inesperadamente rescatados por el John Hobart, un barco mercante inglés que se dirige a Bristol, y que Cruso muere en el trayecto y es “sepultado en el mar”, asombra y resulta revelador que, ante el señor Foe, mitifique su estancia en la isla desierta y su vínculo con Robinson Cruso y se pregone depositaria del legado de éste: “yo soy no solo quien compartió el lecho de Cruso y cerró sus ojos en el instante supremo, sino, más importante aún, aquella a quien él lego todo cuanto dejó al morir, es decir, la historia de su isla.”
     En la segunda parte de la novela, narrada a través de una serie de cartas dirigidas a Foe (se supone que algunas fueron enviadas y otras no), Susan Barton cuenta que ya está en Londres, con Viernes, pese a la aversión que le produce, no su negra piel ni su dizque índole caníbal, sino que tenga un pequeño muñón en vez de lengua. Después de haberse entrevistado con Foe con el objetivo de que escriba la historia de la isla desierta y de haber pactado la entrega de una memoria redactada por ella, vive, gracias al subsidio que le brinda él, “en una casa de habitaciones de alquiler en Clock Lane, una bocacalle de Long Acre”. Se hace llamar señora Cruso y Viernes, su supuesto lacayo, atosigado por el miedo y la extrañeza del entorno, es ubicado en un cuarto del sótano. 
     Entre la serie de anécdotas, detalles y datos que se narran en esta segunda parte, Susan deja de recibir de Foe los chelines con los que pagaba el alquiler y con los que ella y Viernes comían y por ende su miseria y sus penurias aumentan. Al buscarlo en su casa de Stoke Newington, se entera que Foe, al parecer por sus deudas, se halla huido y su residencia ocupada por un par de alguaciles. Más tarde, cuando ya éstos se han ido (no sin causar destrozos y desvalijado algunas cosas) y también la señora Trush, el ama de llaves, Susan y Viernes se instalan allí, aparentando ser la nueva ama de llaves y el jardinero. 



(Debolsillo, México, 2006) 
    Queda claro que a Susan Barton, que sabe escribir y lo hace con el papel, la tinta y la pluma del señor Foe, no le falta imaginación ni poder reflexivo ni que incluso raye en perogrulladas. Sin embargo, se dice no apta para escribir, con arte narrativo, su historia de la isla desierta que, según divaga, los sacará de aprietos cuando Foe la termine de escribir y la publique y se haga rico y famoso con ella. Para alimentarse, vende objetos de la casa y en los intentos de comunicarse con Viernes y de enseñarle algún tipo de escritura y de lenguaje (incluso con la flauta con la que él, desde la isla, suele repetir y repetir sólo seis monótonas notas), resulta más que obvia la deficiencia mental del africano y la psicosis que lo induce a vestirse con las togas de Foe y a ejecutar así una serie de danzas circulares (que recuerdan la danza sufí de los derviches turcos). No extraña, entonces, que ante las infructuosas conversaciones con Viernes, Susan le diga: “hablar contigo es como hacerlo con las paredes”. Y que reporte en una de sus cartas: “Le hablo a Viernes como esas viejas que hablan a los gatos, por pura soledad, hasta que al final la gente les pone el sambenito de brujas y las evita por la calle.”
      Frente a la casa de Foe observa a una joven que vigila. Cuando Susan la increpa y la hace pasar, la muchacha dice llamarse como ella y ser su hija. Susan no cae en la fársica trampa que, deduce, fue dispuesta por Foe desde su escondite. Pero lo que sí toma con determinación es el destino de Viernes. En una bolsita que le cuelga, le guarda el papel, escrito y firmado por ella, donde el supuesto Robinson Cruso, amo del esclavo, le otorga la libertad; y con él, vestido con una de las togas de Foe, emprenden, ambos descalzaos, el camino al puerto de Bristol donde embarcará a Viernes rumbo a África (en la ruta vende algunos libros sustraídos de la biblioteca). Pero ya allí, tras varios intentos, entreve lo que los marineros pretenden: apoderarse de Viernes y venderlo como esclavo. Según apunta en la misiva: “Una mujer puede tener un hijo no deseado y criarlo sin amor, pero siempre estará, no obstante, dispuesta a defenderlo con su vida. Y esa es, por así decirlo, la relación que se ha establecido entre Viernes y yo. Yo no lo quiero, pero es mío. Por eso es por lo que sigue en Inglaterra aún aquí.”
     En la tercera parte de la novela, Susan Barton, con Viernes, sucios y desarrapados, están de nuevo en Londres y ella ha localizado a Foe, gracias a su ex ama de llaves y al escuincle que le hace los mandados. Foe vive oculto en la buhardilla de una mísera vivienda en Whitechapel y no tarda en aparecer por allí el chiquillo (quien es enviado por la comida) y luego su falsa hija con su dizque antigua niñera (pero Susan rechaza el timo). Y al día siguiente, tras dormir y fornicar con Foe, ante un nuevo frustrante intento enseñar a escribir y leer a Viernes, ella le expresa su hartazgo contándole un cuento: “Una vez un hombre se encontró a un anciano que esperaba a la orilla de un río y, compadecido por él, se ofreció a llevarle al otro lado. Después de pasarle a cuestas, sano y salvo, a través de la corriente, al llegar a la orilla opuesta se arrodilló para que pudiera bajarse. Pero el viejo se negó a desmontar: y no sólo eso, sino que, apretando entre sus rodillas el cuello de su porteador, empezó a golpearle en los costados y, en pocas palabras, acabó convirtiéndose en una bestia de carga. Llegaba hasta quitarle la comida de la boca, y habría seguido montándole hasta causarle la muerte si el otro no se hubiera librado de él mediante una estratagema.” Al oírla, Foe reconoce que “Es una de las aventuras de Simbad el Marino”. Y ella, encarnación de Sherezada, le responde: “Sea, pues: yo soy Simbad el Marino y Viernes el tirano que llevo montado sobre mis hombros. Paseo en su compañía, como con él, me observa mientras duermo. ¡Si no consigo librarme de él acabaré asfixiándome!”
     Pero lo relevante de la tercera parte de la novela es el hecho de que Foe quiere escribir (y al parecer lo esta haciendo) una historia de ficción, con aventuras inventadas, distinta a la historia de la isla desierta contada por Susan Barton en sus diálogos, en su memoria y en sus cartas, y que ella pretende sea una obra testimonial y fidedigna. Y lo que ella le expresa refleja, que además de escribir y de poseer una cultura literaria no muy común en las mujeres de la época, que tiene muy clara la idea y la estructura del libro que quiere que escriba él. Y el lector se pregunta ¿por qué no lo escribe ella?, ¿qué la detiene?
      La cuarta y última parte de la novela, que es muy breve, es una especie de onírico corolario que proyecta ciertos sueños y pesadillas que persiguen a Susan Barton.  


J.M. Coetzee, Foe. Traducción del inglés al español de Alejandro García Reyes. Debolsillo (342/7). 1ª ed. en México, marzo de 2006. 160 pp.





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