domingo, 22 de mayo de 2022

El Palacio de la Luna




La cueva del tesoro y el arco iris de nunca jamás

Aun en castellano se percibe el poder de seducción y toda la fluidez verbal y la riqueza narrativa de El Palacio de la Luna (Anagrama, Barcelona, 1996), magnética novela del norteamericano Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, febrero 3 de 1947), cuya primera edición en inglés: Moon Palace, apareció en Nueva York, en 1989, publicada por Viking. El que Marco Stanley Fogg, el protagonista, sea un gringo nacido el mismo año que Paul Auster y que en Nueva York ambos hayan estudiado literatura en la Universidad de Columbia y que muchos intríngulis de la trama se sustenten en la geografía, en la historia y la literatura de los Estados Unidos, así como en tradiciones, mitos y leyendas no sólo del lejano Oeste, y en costumbres y variantes del american way of life, todo ello sugiere que el autor utilizó un buen número de elementos autobiográficos y de su propia idiosincrasia.


Paul Auster
       
       El Palacio de la Luna es, sobre todo, una evocación autobiográfica narrada en primera persona por Marco Stanley Fogg. En un momento, al recordar un fugaz tropiezo vivido en la primavera de 1982, desliza la sospecha de que la idea de escribir el presente libro (pergeñado por Fogg en 1986), tal vez le ocurrió allí: “en el cruce de la calle Varick y West Broadway en el bajo Manhattan”. Si Marco Stanley Fogg es la voz omnisciente y ubicua que evoca y narra los distintos pasajes de su infancia y juventud, los principales marcos temporales en que se desarrolla la novela oscilan entre 1965 y 1972; aunque sus reminiscencias, por el hecho de trazar matices, episodios o el curso de otras vidas, suelen remitirse a mediados del siglo XIX, a principios del siglo XX y a las primeras seis décadas de éste, e incluso a la conquista y fundación del actual territorio norteamericano.
            
Colección Compactos 124, Editorial Anagrama
Barcelona, 1996

       El título de la novela tiene numerosos nexos y resonancias lunares (lúdicas, eruditas, poéticas) con muchos detalles y minúsculos pasajes de la trama. Baste decir, dentro de los límites de la reseña, que El Palacio de la Luna también es el nombre de un restaurante chino ubicado cerca del edificio de la calle 112 Oeste, donde Fogg vive, entre 1966 y 1969, en un oscuro departamento del quinto piso. Allí, en el homónimo restaurante, tras una cena china con Zimmer y Kitty Wu (sus amables salvadores de su abandono en Central Park), escrito en el papelito de la galleta de la suerte que le toca, lee una especie de presagio (meses después lo recordará y lo hallará de nuevo), cuyo sentido sólo al final de la novela se hace del todo explícito: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.”

       Fogg es hijo natural, único. En 1958, a los 11 años, en Boston, un autobús atropella a Emily Fogg, su madre, que sólo tenía 31 años. A partir de esto (y hasta 1965) vive en Chicago (incluidos tres años internado en la Academia Anselm para varones) bajo la protección de su tío Víctor Fogg, un fracasado clarinetista cuyo mayor triunfo fue tocar en la Orquesta de Cleveland. Cuando en 1965, a los 18 años, Fogg está a punto de irse a Nueva York rumbo a la Universidad de Columbia, su tío Víctor dejó de tocar con la Howie Dunn’s Moonlight Moods y está por emprender una gira con los Moon Men; así, el tío Víctor se ha deshecho de todas sus pertenencias, entre ellas una colección de fetiches personales que le regala a Fogg, junto con 1492 libros reunidos a lo largo de 30 años. Con tales libros (guardados en un almacén dentro de 76 cajas durante más de nueve meses) Fogg, luego de vivir un año en el campus universitario, se instala el 15 de junio de 1966 en el departamento de la calle 112 Oeste. 
Paul Auster
       Puesto que piensa devolverle las cajas de libros al tío y dado que el departamento está vacío, diseña con ellas sus muebles: la base de la cama, la cabecera, la mesa, las sillas. Pero el tío Víctor, a sus 52 años, muere súbitamente en la primavera de 1967 de un ataque cardíaco, asunto que a Fogg le confirma desde Boise, Idaho, un policía de astronáutico y sonoro nombre lunar: Neil Armstrong. Así, luego del entierro en Chicago y del desasosiego inmediato, comienza a leer con frenesí cada uno de los 1492 libros, un modo de tributar la memoria de su querido tío Víctor. Mas como su dolor y depresión son tales, empieza al unísono un perpetuo y progresivo abandono de sí mismo. De este modo, entre el verano de 1967 y el verano de 1969, Fogg se entrega a esas delirantes lecturas; pero también, como sus medios pecuniarios disminuyen, se ve impelido a rematar los libros ya leídos en una librería de viejo, donde un vejete los examina con desprecio y se los apropia como si comprara un montón de fétida basura: una apestosa caja de viejos zapatos, una chorreante escobilla del retrete, una armónica puñetera y blusera o una cochambrosa cafetera de reseñista de libros. Así, Fogg se va quedando sin los libros y sin los otros objetos personales que le heredó su tío Víctor, sin luz ni calefacción y casi sin comer. Y cuando está a punto de que lo lancen, sale de allí y casi sin dinero y con sólo lo que lleva encima (incluido el viejo clarinete de su tío y el citatorio del ejército para su posible traslado a Vietnam) se va a Central Park, sitio donde no tarda en convertirse en uno de esos anónimos y hediondos vagabundos que sobreviven de limosnas y de lo que hallan en los cestos de basura.  

         Sólo fueron tres méndigas semanas hundido en los miasmas de su abandono y soledad. Y si no hubiera sido por el afecto y la intuición de Kitty Wu, la joven china conocida por casualidad, y por la estima de Zimmer, un ex compañero universitario, quizá Fogg hubiera muerto de hambre o de la enfermedad que lo derrumba en una cueva de Central Park. Sólo al ser salvado entiende (al parecer) la fuerza del amor: “Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.” 
     
Paul Auster y su hija
       
         Tales palabras implican un signo definitorio dentro de la neurótica nervadura de la obra: en medio de incertidumbres y maledicencias siempre hay alguien que auxilia al otro, o que trata de corregir antiguos equívocos y errores. La madre y el tío Víctor adoraron a Marco Fogg, quien pese a ciertos yerros siempre es un tipo de buen corazón, que se cifra a sí mismo al decir: “Todo mundo merece la bondad. Sea quien sea.” En el mismo sentido, Zimmer y Kitty Wu lo salvan. La señora Hume, el ama de casa de Thomas Effing (anciano de 86 años, ciego, paralítico en silla de ruedas, groserote, prepotente, mitómano), quiere y soporta a su patrón; pero también procura y visita a Charlie Bacon, su hermano, un ex militar de la Segunda Guerra Mundial que subsiste en un manicomio tras desconectarse del orbe al saber que había sido incluido en la tropa que volaría sobre Nagasaki. Las majaderías y locuras del viejo Thomas Effing translucen el cariño y la gratitud que siente por la señora Hume y por Fogg, quienes lo ayudan a bien morir, mientras se empeña en heredarle a Solomon Barber (el hijo que nunca conoció en persona) su autobiografía y una buena cantidad de dólares. Solomon Barber, por su parte, también denota su nobleza interior: en sus indagaciones históricas, en el desprendimiento ante una tía alcohólica y su criada negra (les regala la astrosa mansión que en 1939 su madre psicótica le hereda en Long Island), en la íntima nostalgia de la mujer de su vida (Emily Fogg) y frente al hijo inesperadamente hallado (Marco Stanley Fogg).
    Luego de su rescate de Central Park, Fogg (enflaquecido, anémico y sin poder sostenerse en sus propios pies) convalece en el pequeño departamento de Zimmer, gracias a los escasos recursos de éste. Por sus desvaríos y por su debilidad física, el 16 de septiembre de 1969 un psiquiatra lo declara inútil para Vietnam. Pero ante la urgencia de independizarse de su amigo, luego de su recuperación física busca trabajo a través de la oficina de empleos de la Universidad de Columbia. Allí lee un letrero en el que un viejo en silla de ruedas ofrece empleo de acompañante y secretario, cuarto, manutención y 50 dólares a la semana. El anciano, de 86 años y más ciego que un topo de fétida alcantarilla, resulta ser el citado Thomas Effing. Marco Stanley Fogg sólo trabaja con él un poco más de seis meses (hasta que el viejo muere el 12 de mayo de 1970). Sin embargo, la relación que establecen constituye uno de los capítulos más prolíficos, pintorescos y singulares de la novela.
       
Paul Auster y su perro
        
                El viejo Thomas Effing (con mucha vitalidad y memoria, sarcástico, autoritario, culto y maniático) elige la fecha y su forma de morir. El que contrate a Fogg para que sobre todo escriba su necrología (tres versiones, una de ellas es la autobiografía destinada a Solomon Barber) resulta un pretexto para que le cuente mil y una historias que evoca Fogg en su libro (la novela de Paul Auster), tales como la época en que Effing, en Long Island, era un joven pintor llamado Julian Barber, heredero de una cuantiosa fortuna; o el periodo que Thomas Effing vivió en el desierto (entre 1916 y 1917), desde el Gran Desierto Salado cercano a Salt Lake City, hasta lo vivido dentro de una solitaria cueva de ermitaño no muy lejos del pueblo de Bluff, episodio que posee ciertas dosis y gags de película del Salvaje Oeste, donde no falta (en medio del desierto) la traición del supuesto guía y el joven que muere tras desbarrancarse de un risco con su caballo, la aparición del solitario y estrambótico indio George Boca Fea y la de los hermanos Gresham, legendarios pistoleros y asaltantes de trenes con las alforjas repletas de dinero y alhajas, más un estridente y peliagudo tiroteo en el que Effing resulta más hábil que los bandidos; su ida a París en 1920 (ya con el nombre de Thomas Effing) luego de que en 1918, en San Francisco, pierde el movimiento de sus piernas; su regreso a Nueva York en 1939 (con su secretario ruso Pavel Shum) antes de que los nazis ocupen la capital francesa. 
En este sentido, la autobiografía de Thomas Effing tiene como fin satisfacer la curiosidad intelectual y genealógica de su hijo Solomon Barber, nacido en 1917, quien con la idea de que su padre desapareció en el desierto de Utah en 1916, ha sublimado la búsqueda de su raíz paterna a través de sus propios libros sobre la historia de los Estados Unidos: El obispo Berkeley y los indios (1947), La colonia perdida de Roanoke (1955) y Las tierras vírgenes americanas (1963); sublimación que iniciara a sus 17 años con la escritura de La sangre de Kepler, una novela inédita (reseñada por Fogg) que mucho tiene de radiografía psicológica y mito indio trastocado por la imaginación infantil de un púber que ha deglutido mil y una historietas, leyendas y filmes hollywoodenses del Salvaje Oeste.
       Si Solomon Barber (quien resulta ser un gigantesco gordo) se sorprende al descubrir la existencia y la vida del que fue su progenitor, una conmoción parecida le ocurre a Marco Stanley Fogg cuando descubre y constata que Solomon Barber es nada menos y nada más que su propio padre. Tal episodio sucede cuando ambos (a principios de julio de 1971), por distintas y particulares razones han emprendido desde Nueva York un viaje al Oeste, cuyo destino es la búsqueda de la cueva en el desierto de Lago Salado (quizá incierta) donde Effing dijo vivir como ermitaño y pintor por más de 12 meses. En el largo rodeo que los llevará a su objetivo, deciden visitar Chicago, precisamente el cementerio judío de Westlawn donde descansan los restos de la madre y del tío de Fogg. Al ver y oír al lacrimoso gordo, diciendo, absorto, nostálgicas y amorosas palabras ante la tumba de su madre, Fogg comprende todo y lo insulta. Tal es la furia de uno y la sorpresa del otro, que Fogg provoca que Solomon Barber corra y caiga en una sepultura abierta donde se rompe la columna vertebral. No se recupera de los estragos y muere en el hospital el 4 de septiembre de 1971.
     
Paul Auster
       
             El amor y el erotismo entre Fogg y Kitty Wu constituyen, dentro de los vaivenes de la novela, un suspense. Entre breves protagonismos y esporádicas alusiones, luego de que muere Thomas Effing y le hereda a Fogg más de siete mil dólares, empiezan a vivir juntos en un extenso almacén ubicado en “el corazón del barrio chino”, “no lejos de Chatham Square y el puente de Manhattan”, sitio donde ella, al retornar de su trabajo de secretaria, se entrega a sus ejercicios de bailarina, mientras él escribe supuestos ensayos bajo el signo de Montaigne. Todo sugiere que se trata de una idealizada historia de amor y que la novela tal vez deambule por ese rumbo. Pero no sucede esto, sino apenas un esbozo y un súbito embarazo que suscita el antagonismo y las asperezas domésticas (él quiere el hijo, ella no); y al ocurrir el aborto no tarda en desencadenarse la separación. Así, cuando muere Solomon Barber, Fogg, desolado por partida doble (una llamada telefónica a Kitty Wu confirma la ruptura definitiva), decide continuar la búsqueda de la cueva en el desierto donde tal vez vivió el viejo Effing, pero ya no como quien huye y busca la cueva de nunca jamás o la olla de monedas de oro al otro extremo del arco iris, sino como un objetivo definido. 
       Después de un mes de explorar los alrededores del pueblo de Bluff y superficialmente las aguas del pantano de Powell, sitio donde quizá se halle hundida la cueva (donde vivió Effing y donde también se escondía la banda de los hermanos Gresham, la famosa tríada de Alí-Babás del Oeste), Fogg descubre que le han robado el Pontiac 65 junto con más de diez mil dólares (la herencia que le dejó Solomon Barber). Así, tras la frustración y el arrebato, desde esa zona de Utah emprende una frenética caminata por el desierto, siempre hacia el Oeste, misma que dura cuatro meses (el primer mes no habla con nadie), durmiendo en el campo, en cuevas y cunetas, adquiriendo botas aquí y allá, hasta que por fin, desde las arenosas cercanías del pueblo de Laguna Beach, California, vislumbra el Pacífico, un atardecer y el surgimiento de una luna “redonda y amarillla como una piedra incandescente”. Este punto significa para Fogg el fin del mundo y el lugar donde empieza una nueva vida, distinta (por lo menos así la concibe) de la persona que fue.




Paul Auster, El Palacio de la Luna. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Serie Compactos núm. 124, Editorial Anagrama. Barcelona, 1996. 312 pp.




domingo, 17 de abril de 2022

El poder del perro

 

Cuya estupidez lo protegía como una armadura

 

I de IX

La cineasta zelandesa Jane Campion —célebre guionista y directora de El piano (1993)—, con su libreto y dirección basó el largometraje The Power of The Dog (2021) en la novela homónima que el escritor norteamericano Thomas Savage publicó en 1967, en Boston, con el sello de Little Brown, luego de que el editor de “Random House le solicitara unos cambios que el autor se negó a realizar”, revela Annie Proulx en su “Posfacio”, donde apunta: “Recibió críticas extremadamente positivas” y “permaneció casi dos meses en la lista de ‘títulos nuevos y recomendados’ del New York Times y sus derechos cinematográficos se cedieron en cinco ocasiones (aunque finalmente la película nunca se llevó a cabo). Es la quinta y, para algunos lectores, incluyendo a quien esto escribe, la mejor de las trece novelas de Savage, un estudio psicológico cargado de dramatismo y tensión, cuya peculiaridad se debe a que enfrenta un tema pocas veces discutido en ese periodo: una homosexualidad reprimida, que adopta la forma de homofobia, dentro del mundo masculino de las haciendas ganaderas. Es un libro brillante y difícil, que debería figurar en cualquier lista de novelas serias del Oeste americano”.


         Sin embargo, pese a tal laudatoria ponderación, esa vieja novela de Thomas Savage se hallaba empolvada, olvidada, enmohecida y enterrada en el ámbito del idioma inglés de Norteamérica y la sugestiva película de Jane Campion, por obra y gracia de los geniecillos de la mercadotecnia, la exhumó del olvido y de ese casillero idiomático, de tal modo que la catapultó a otras masivas lenguas de la globalizada y envirulada aldea global, entre ellas el disperso ámbito del idioma español. Tal es así, que en la segunda de forros de la edición de Alianza, impresa en la Ciudad de México en “noviembre de 2021”, se lee al pie de una anónima foto a color del novelista: “Thomas Savage nació en 1915 en Salt Lake City y creció en un rancho de Montana. En 1980 obtuvo una beca Guggenheim. En 1967, publicó El poder del perro, una obra maestra de la literatura del Oeste americano, que ahora es llevada a la gran pantalla por Jane Campion.” Quien en un fragmento que se lee en la parte posterior del cintillo, canturrea: “El poder del perro es una novela sublime, digna de ser recreada en la gran pantalla. Desde que la leí no podía dejar de pensar en la historia; me había hechizado. Los temas de la masculinidad, la nostalgia y la traición crean una combinación intoxicante.” En este sentido, tanto en el cintillo, como en la primera y en la cuarta de forros, se publicita a Netflix, la popular plataforma en streaming, donde se puede apreciar, las veces que se quiera y donde se quiera (o donde se pueda o cuando se pueda), el susodicho filme basado en el libro homónimo de Thomas Savage, y complementarlo con el breve documental sobre el rodaje, codirigido por Prisca Bouchet y Nick Mayow: Detrás de las cámaras con Jane Campion (Benhind the Scenes with Jane Campion, 2022).

 


II de IX

Con “Traducción del inglés de Eduardo Hojman” y algunas notas suyas, la novela El poder del perro fue dedicada por Thomas Savage (1915-2003) a su esposa Elizabeth Fitzgerald (1918-1989), quien firmó sus propias novelas y ensayos con el apellido de su marido. Comprende veinte capítulos numerados con romanos y lleva por epígrafe una bíblica rogativa, un par de versículos de los Salmos (22:20): Libra mi alma de la espada,/ del poder del perro mi vida. Uno los cuales, como se ve, utilizó el autor para rotular su novela y cuyo tiránico sentido trasmina las vertientes medulares y dramáticas de la trama. Pero además, en la parte postrera de la obra se implica el intríngulis de ese par de versículos, precisamente cuando a sus 16 años el adolescente y afeminado Peter Gordon (que los lee y musita para sí) ha urdido en secreto y llevado a efecto la muerte del acosador, machote, machista y cuarentón Phil Burbank, sucedida el domingo 3 de septiembre de 1925. Un crimen silencioso, sagaz y perfecto (que a su particular modo le hace justicia a la memoria de su querido y maltratado padre, a su acosada madre y a él, blanco de burlas, agresiones e insultos por su índole afeminada), pues es improbable que cuando el análisis de la sangre que post mortem canaliza el médico que lo examinó, en el hospital de Herndon, revele la inequívoca presencia de la bacteria que causa el mortal ántrax (llamado por allí “pierna negra” cuando ataca a caballos, vacas o roedores), se suceda una investigación policial encabezada por el sheriff del condado (con manita de puerco y tortura) y se dé con el asesino, dado que una de las características distintivas de la revulsiva y pestilente personalidad machista (y reprimida) de Phil Burbank es lucir sus perennes manos sucias marcadas por arrugas, callosidades y cicatrices; pues además de que nunca usa guantes durante sus diversos trabajos y ocupaciones artesanales, nunca se lava las manos (ni siquiera para comer en la casona de troncos de la hacienda) y nunca se cura los rasguños y las heridas producidas por algún descuido o accidente en los dedos o en las palmas, más aún porque la supuestamente “culta” familia Burbank (¡oh contradicción!) no cree en la medicina.  

           

Primera edición mexicana en Alianza Editorial
(México, noviembre de 2021)

           Las escasas apostillas del traductor, algunas observaciones que Annie Proulx vierte en su “Posfacio”, y no pocas minucias que se leen a lo largo de la novelística urdimbre, translucen que ciertos vocablos, minúsculas nimiedades y giros idiomáticos (Phil vocifera yerros gramaticales cuando se encabrita, hace cáusticos y burlescos parafraseos y juegos de palabras, y parodia el acento irlandés cuando trata de hacerse el chistoso frente a Peter), más las sutiles e implícitas referencias a la historia, a la tradición, al contexto social y político, a la cultura popular, a los usos y costumbres, y a la idiosincrasia norteamericana (ya del hombre blanco, ya del indio) se escapan, en ciertas dosis y micromatices, en la versión en español. No obstante, no ocurre así con las citas cinéfilas y musicales, ni con las referencias a libros, periódicos, magacines, revistas, tiras cómicas, etc., ni con las alusiones a la flora y a la fauna (incluida la letal vida microscópica), pues a través de la web se puede documentar, ver y oír. Pero lo que sí queda claro es que los sucesos de la novela se desarrollan en un radio geográfico que oscila entre el territorio semisalvaje que rodea la hacienda ganadera de los Burbank (la más rica y extensa de la zona), situada a unos cuarenta kilómetros del caserío de Beech, donde estuvo la modesta hospedería y casa de comidas de los padres de Peter Gordon, y a donde los hermanos Burbank (Phil y George), y una decena de vaqueros (analfabetas y semianalfabetas), trasladan, casi al inicio de la obra y montados en caballos, mil quinientas cabezas de ganado para su transporte en ferrocarril (apodado “la loca”, por la locomotora de vapor que jala los vagones); poblacho no muy distante del pueblo de Herndon, donde George, conduciendo su viejo Reo desde la hacienda, socializa con banqueros, comerciantes y ricachones (y alguna vez con el gobernador), y a donde tres veces al año lleva a Phil a que le corten la greña (y una vez al hospital embutido en un traje de ciudad que no le encaja en su rústico porte, pero que le va muy bien en el ataúd). A lo que se añade el que los padres de ambos: “el Viejo Caballero” y “la Vieja Dama”, debido a las agrestes contrariedades con Phil (que no se relatan), residen “en una suite de varias habitaciones del mejor hotel de Salt Lake City”, sardónicamente llamado por Phil: “el paraíso mormón de Brigham Young”, sin duda por la tácita y legendaria poligamia del prócer. Helada metrópoli (llega a estar a más de cuarenta
grados bajo cero), donde Phil hizo la secundaria y desde la que el par de viejos se desplazan en tren para conocer a Rose Gordon, la madre de Peter, recién casada con George en una iglesia de Herndon (ella de 37 y él de 38). Y luego, el lunes 4 de septiembre de 1925, retornan en el ferrocarril para la ceremonia fúnebre de Phil (con un dejo religioso que él no tenía). Y tras el entierro en el cementerio de Herndon, sin recalar en ningún hotel de gran lujo, regresan a Salt Lake City “en el coche salón más grande del tren rápido, color verde aceituna”, con el acuerdo, propuesto por Rose a su suegra, de volver a reunirse para la próxima Navidad.

 

III de IX

Pero lo que cobra particular relevancia y corrosivo contraste son las referencias y anécdotas que corresponden al bosquejo de la discriminación racial hacia los indios, a su derrota y marginalidad delimitada y constreñida en una reserva en el sur de Idaho, donde hay un agente indio que procura que en el asta de su oficina siempre ondee la bandera de la Unión Americana y que se cumplan los mandatos y reglas de la reserva, que, por ejemplo, prohíbe a los indios la posesión y el uso de las armas de fuego (“toda la carne se repartía en la tienda del Gobierno”, donde “te venden pan mohoso”), así como la venta y el consumo de bebidas alcohólicas. Y lo más infamante y denigratorio: ningún indio puede salir de la reserva sin un permiso.

   El joven médico Johnny Gordon, cuando hacía su residencia en un austero hospital de Chicago, “cuyos pacientes eran en su mayoría de color e indigentes”, descubrió a Rose emergiendo del foso de un cine donde tocaba el piano durante las proyecciones. Y ya casado con ella se instaló en Beech y ambos trataron de sacar del abandono y la ruina el pequeño hotelito, y casa de comidas, llamado La Hostería; que luego fue el Molino Rojo, hotelito y restaurante de carretera, cuya cocinera era la viuda del médico suicida, a quien sucesivamente le echa la mano su femenino vástago, entre sus trece y dieciséis años, el encargado de alimentar y sacrificar a los pollos, que es el ingrediente central del platillo más famoso del mesón. Cuando Peter, el hijo de los Gordon, tenía doce y ya era un chico notable por su habilidad manual para confeccionar flores artificiales (algo que aprendió de su madre, que destacó por esa manualidad al graduarse en el high school), pero sobre todo por su inteligencia e innata y precoz curiosidad de futuro naturalista o científico, (cuyo sueño es convertirse en un famoso cirujano con conferencias en París), Johnny, su padre, proclive al trago, pese a su intolerancia al alcohol, fue sujeto y objeto, en una taberna de Beech, de la violenta verborrea de Phil: pone en ridículo su presunta cultura idiomática, lo llama pendejo y mariquita a su hijo; pero además lo zarandea y lo manda a la lona. Esa pública humillación (pueblo chico, infierno grande, reza el añejo refrán) lo deja tan hundido y descolocado que deja de beber; y al cabo de un depresivo año se ahorca en una de las habitaciones de La Hostería. No extraña, entonces, que con ese patético ánimo se proyecte en el triste destino de una caravana india que ve a lo lejos, pero también en el bebé muerto cuyo parto asistió: “Un niño muy pero muy afortunado, pensó. Un alma que jamás fracasaría, jamás se encogería de miedo ante el inexorable principio natural: que los fuertes destruyen a los débiles. Cuando estaba desplazándose hacia allí en su viejo coche de motor Ford [un modelo T de segunda mano adquirido con la herencia de una tía que les permitió hacerse del hotelito, cuyo comedor es la base de sus escasos recursos] bajó la mirada desde la cima de la colina y vio el polvo que generaban las calesas y los viejos y macilentos caballos montados por los indios expulsados de las últimas tierras que les quedaban en el valle: treinta familias, rumbo a la reserva, convertidos en huéspedes del Gobierno, en destinatarios de una beneficencia mezquina. Así hacen los fuertes con los débiles. A algunos les aplican un tratamiento especial.”

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

        Ese 1925, mientras los hermanos Burbank cabalgan rumbo a Beech con las mil quinientas cabezas de ganado y los diez vaqueros que suelen imitar la vestimenta y los rutilantes adornos de los héroes de las historietas y de los iconos del western (ritual tarea que ese día cumple un cuarto de siglo), por un instante parece que trazan el evanescente espejismo de un Don Quijote y un Sancho Panza del viejo y lejano Oeste: “Phil, alto y anguloso, contemplando la lejanía con sus ojos azul cielo y luego bajando la mirada al suelo que lo rodeaba; George rechoncho e imperturbable, cabalgando a su lado con su caballo castaño, rechoncho e imperturbable”. Y en ese trayecto, Phil evoca, además del 25 aniversario de esa tarea vaquera y comercial, un episodio de cuando ambos eran chavales (él era ya el presunto listillo y George, dos años menor, el supuesto tontorrón de siempre): “la época en que todavía quedaban unos pocos indios malolientes, antes de que el Gobierno decidiera cambiar las cosas y los mandara a la reserva. Phil todavía se acordaba de aquellos caballos viejos y de ancas torcidas sobre las que se marcharon los indios, aquellas destartaladas calesas en las que tuvieron que apiñarse. Durante una semana entera, los indios desfilaron lentamente delante de la casa, rumbo a la reserva del sur de Idaho, levantando polvareda y haciendo ladrar a los perros de la finca. El único que no estaba con ellos era el jefe, aquel viejo taimado. Se había muerto.”

          


         
Cuando murió ese jefe indio que evoca Phil en 1925, “Hubo blancos en el funeral [...], blancos en puestos de honor” [porque también hay blancos que defienden los derechos de los pieles roja como si fueran propios y exponen su problemática allá en el lejano y “civilizado” Este, donde se halla la sede del gobierno del país del blanco tío Sam y la capital de los Estados Unidos de América, donde, significativa y reveladoramente, nunca ha estado un indio de la reserva del sur de Idaho]; blancos “observando cómo quemaban las mantas” de ese jefe, sus “mocasines, el penacho, la cabezada, el wickiup” (o sea: la rudimentaria choza tradicional). Y ahora, en 1925, el regordete George (que de adolescente, conduciendo una carreta de seis caballos, se iba de picnic al parque de Yellowstone con las chicas que venían del Este y que luego le escribían cartas que él nunca contestó), ya casado con la hermosa y viuda Rose, habla de ese indio que ella vio en la mañana de ese día cuando pasó, con su hijo, frente a la enorme casona de troncos de los Burbank, montados en una carreta india tirada por un escuálido caballo indio y que, ya en la tarde, van de regreso. Y como George los observa con sus binoculares y reconoce que “ese indio viejo es el hijo del jefe”, le dice: “Murió allí poco antes de que expulsaran a los indios. Lo enterraron de la hondonada. Podemos ir a ver la tumba algún día. Hacer picnic.”

          


     
En este sentido, en la novela se leen algunas vivencias del indio Edward Nappo, el hijo de ese jefe, recluido, con su esposa y su pequeño hijo, en la miserable reserva del sur de Idaho, donde pocos árboles crecen en esa “tierra tan árida, tan ácida,” donde el “agua potable de los pozos cercanos a la superficie apestaba a sulfuro.” Edward le cuenta a su hijo, de doce años, mitos, fábulas e historias del paisaje y de la espléndida y rica naturaleza allá en el norte: la otrora tierra de sus ancestros indios, con el olor de la artemisa al pie de las grandes montañas, donde allí, el olor, huele distinto, porque “Hay agua debajo del terreno y las plantas pueden beber”; historias que recrean los sueños, los anhelos y la imaginación de chiquillo. (“Al muchacho le encantaba oír que el agua era dulce y se podía beber.”) Parloteo que no le gusta a Jennie, su esposa: “Esa tierra ya no es de los indios”, le discute; cuya labor, para la venta, es curtir “los cueros de ciervo que los cazadores blancos dejaban en la tienda” de la reserva, “amasándolos con sus fuertes manos, haciéndolos maleables para guantes y mocasines. Sus ojos ya no le servían tanto por el exigente trabajo de tejer cuentas en la piel, le escocían por el humo, y los anteojos con montura de metal que había comprado en la tienda no le servían de mucho. Bueno, tal vez un poco.” Laboriosa artesanía manual que incide en la paupérrima economía familiar, que Edward Nappo, con una cerrazón cerril, prejuiciosa y misógina, desestima y minusválida: “Jamás había vendido nada; la idea de hacerlo le hacía subir la sangre a la cara como si la tocara una mano caliente. Eran las mujeres, que tenían poco orgullo y ninguna necesidad de él, las que vendían y obtenían beneficios.” No obstante, para salir furtivamente de la reserva (con su camisa a cuadros y su sombrero negro de vaquero, sin ningún doblez) en compañía del chaval y sin informar al agente indio, se traga su orgullo de un buche y estira la mano y toma la “caja de zapatos con cinco pares de guantes que había confeccionado” su mujer, quien además abasteció la despensa para el viaje de más de trecientos kilómetros en la endeble carreta tirada por el viejo y lento rocín: “Tres dólares por los guantes —dijo con severidad—. Cinco por los de puño largo con cuentas.”

           


         El caso es que la vaca, menos gorda que las vacas gordas de los blancos y que comparte el cobertizo con el viejo rocinante, enferma durante el durísimo invierno: “las temperaturas llegaban a cuarenta bajo cero” y “Algunos indios que estaban bastante fuertes en el otoño murieron”. Y Edward Nappo le promete a su hijo, que si la vaca sana, lo llevara a la tierra de sus ancestros indios, que no conoce, donde su abuelo fue jefe y sus cenizas están enterradas. Pero cuando ya las siluetas de las grandes montañas se extienden en el horizonte, y “Deben faltar tres días” para llegar, es el niño el que las divisa en lontananza y no Edward, pues “Sus ojos, como los de Jennie, estaban dañados por el humo que llenaba la choza en invierno.” No obstante, lo que les trunca el paso no es, precisamente, la cancilla que él no recordaba (una cancilla puesta allí por el Gobierno), sino la presencia y la actitud mezquina, altanera, injuriosa y hostil de un prototipo de cara pálida, un supremacista y ojiazul hombre blanco: Phil Burbank.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

           Vale resumir que para Phil Burbank los indios son “Pura basura”, son “vagos y maleantes”; “poco hábiles con los caballos”; “No eran ganaderos”; “No eran agricultores y no podían distinguir el trigo de la avena”; “en cuanto a las maquinarias, no tenían la menor idea de cómo utilizarlas”; “Cuando trataron de alojar a los indios junto a los otros hombres, en las tiendas de lona que habían montado en los prados, los hombres se quejaron del olor y eran ellos o los indios”. “Se pasaban el tiempo mendingando”; “robaban todo lo que podían, ya fuera cabezas de ganado o pasteles directamente de la mesa de la cocina. Los que acampaban en las afueras de Herndon entraban en las tabernas de noche y rompían cosas. Con razón el Gobierno finalmente se había decidido mandar a las llanuras todo el tinglado.”  

     Resulta consecuente, entonces, que pese a la amistosa postura de Edward Nappo, quien confirma lo que su hijo le dice al blanco: “Mi abuelo era el jefe”, Phil, rudo y majadero, les obstruye el paso y los manda de regreso: “me importa un demonio quién era”, le dice al chiquillo. “En cuanto a ti, súbete a tu carromato y tú y tu hijo lárguense de aquí lo más rápido que pueda correr ese jamelgo.” Pero Edward Nappo, en lugar de encabritarse, le formula el permiso: “Sólo nos quedaremos un par de días”. Y en lugar de sacar de la carreta el rifle calibre veintidós que fue de su padre (y que no había sido quemado, como dicta la costumbre, a su muerte), saca la caja de los guantes hechos por Jennie y se la ofrece a cambio de “Uno o dos días, nada más.” Pero Phil es duro y renuente: “Da vuelta a tu carromato”, le reitera, “No acepto sobornos y no uso guantes. Te equivocaste de cliente, anciano.” Así, que Edward Nappo, que es un indio manso y pacífico (podría llamarse Roca Sentada, por aquello que aún recita la inmortal voz de Borges: la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre), “volvió al asiento con la caja de guantes. Hizo girar el viejo caballo y emprendieron el regreso a la reserva, a más de trescientos kilómetros. Edward se preguntó si el caballo lograría llegar. Si se moría, ¿qué pasaría con la carreta? No podía mirar al muchacho, pero dijo:

            “—De todas maneras, hemos visto las montañas. Hemos visto las montañas de mi padre.”

     Un consuelo retórico que transluce la dolorosa y vergonzante humillación y la instituida derrota en el punitivo y discriminatorio statu quo de Norteamérica.

     Pero el caso es que en el diálogo que sostienen Rose y George Burbank sobre ese par de indios que van de regreso en su carreta india porque, supone él: Phil “los habrá obligado a regresar”, ella infiere que “querían ver la tumba y por ello le dice a su marido:

    “George, ¿te imaginas cómo se siente ese niño?

    “—¿Cómo se siente, Rose?

    “—Un hombre blanco capaz de obligar a su padre a regresar, al hijo del jefe. Imagínatelo. No lo olvidará en toda su vida.”

    Así que Rose, pese sus tacones y a los tragos que oculta en su interior, corre hacia ellos, tropieza, cae, se levanta, grita y los alcanza. Se disculpa y los invita a acampar con ellos: “No sabía que usted era el hijo del jefe [...] Verá, nos sentiríamos honrados si ustedes acamparan con nosotros. Vaya, nos sentiríamos muy honrados.”

   

Jane Campion

           A diferencia de la película escrita y dirigida por Jane Campion, Rose no le regala a Edward Nappo las pieles que Phil tiene tendidas en la cercado del matadero, ni recibe, como agradecimiento del indio, unos largos guantes de piel con los que luego duerme la mona. Lo que se narra en la novela es que cuando el mentado y engreído Phil pasa, a caballo, cerca del escondrijo donde se baña una vez al mes, descubre el campamento del par de indios y de nuevo los corre con acritud. Edward Nappo le replica que “La señora de la casa grande” los invitó a acampar allí. Cosa que le reitera George a Phil personalizando la invitación: “Les dije que podrían acampar aquí unos días.” Pero Phil, con su inveterada malasangre ataca al “gordito” donde duele: “Échate un vistazo a ti mismo alguna vez. Ve a mirarte en el espejo. Echa una buena ojeada a tu jeta. Después agarra y pregúntate por qué tu mujercita se ha casado contigo.” No obstante, George, tragándose el sapo de agua podrida, se sostiene: “Piensa lo que quieras, Phil”, “Pero los indios se quedan.”

  La novela de Thomas Savage no narra cuál fue el destino de Edward Nappo y su hijo. Si acaso hicieron una ceremonia con cánticos o no frente a la tumba del otrora jefe indio, el abuelo del niño; pero es probable que esto sí ocurrió, puesto que son huéspedes de Rose y George. Es decir, quizá no se fueron de inmediato tras la perentoria y reiterativa orden de Phil. Y tal vez sí lograron regresar, sin grandes problemas y consecuencias, a la reserva en el sur de Idaho.

 

IV de IX

Pese a su desprecio y aversión hacia los indios, Phil, por vil fetichismo, y no porque cultive una pulsión etnográfica o admire su ágrafa y rupestre cultura, posee una colección de puntas de flechas y lanzas hechas por los indios de la zona (a la que se suman los estampados tapetes navajos que adornan el interior de la gran casa de troncos de la hacienda); y, según la voz narrativa, “era de lo mejor que había y durante años había tratado de llevarla al museo del Capitolio, y algún día probablemente se la dejaría”. Pero como la voz narrativa suele hacer migas con las supuestas virtudes y aberrantes características del megalómano y jactancioso coleccionista, apunta: “Pero en esa colección había puntas que él mismo había fabricado, utilizando exactamente las mismas herramientas que usaban los indios, con ágata y pedernal que él había encontrado, y que eran de calidad superior a las de los indios.”

            Vale subrayar que la xenofobia y la misantropía de Phil Burbank no se restringen a los indios. A imagen y semejanza de un supremacista rejego y de pocas luces, también desprecia y margina, y ataca verbalmente, a los judíos y a los negros, en el mismo tenor altisonante, burlón y ruin con que agrede y menosprecia a los homosexuales (“Phil detestaba cómo caminaban y cómo hablaban”), que él llama maricas o mariquitas, vocablos que son etiquetas que rebuzna y vocifera la machista y homofóbica vox populi del entorno. Por ejemplo, cuando en la recalada en el Molino Rojo, él, George y los diez vaqueros esperan saciarse con el pollo cocinado por la viuda Rose Gordon, piensa, excluyente y homofóbico, en torno a la tesitura amanerada del adolescente Peter que sirve en la mesa de un grupo de seis comensales de Herndon: “hay quienes pueden llevase bien con ellos, así como hay quienes pueden llevarse bien con los judíos y los negros, y eso era asunto suyo. Pero Phil no los soportaba.” Y cuando George le comenta a Phil su anhelo de comprase un Pierce-Arrow que sustituya el viejo Reo, basta que su hermano le aseste el aguijón racista implícito en la frase “¿Quieres parecer judío?” para que nunca se atreva a dar un paso y se compre un útil y lujoso cacharro de esa marca, pese a que dinero y deseos no le faltan.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

            Según puntualiza la voz narrativa, “Phil no tenía nada contra los judíos correctos, los judíos con intelecto y talento”, pero “siempre que no tuviera que mezclarse con ellos”. O sea: cada perro con su hueso; refrán, propio de un agresivo, egoísta y solitario perro de la pradera que, bajo su miope y torpe perspectiva endogámica de pretencioso macho alfa, podría ser el intrínseco axioma con que se excluye de otras tribus (o manadas) y minusválida a las oleadas de inmigrantes y transterrados, oriundos de Europa, que a través de los años han poblado el lejano y salvaje Oeste en busca del american dream, apropiándose de tierras y guerreando, exterminando y concentrando a la población originaria en miserables y discriminatorias reservas indias. Es decir, ese prejuicio de gran conquistador y gran colono se refleja en la manera peyorativa con que Phil Burbank —boyante estereotipo de ganadero acaudalado que concentra las mejores tierras, las fuentes de los ríos y los pozos de agua— observa y refiere los fracasados y contiguos vestigios, e ilusiones perdidas, ruinosas y abandonadas, de los pobretones y desarrapados agricultores de secano (oriundos de varios países europeos), a quienes los empresarios del ferrocarril les vendieron, con folletos publicitarios y propagandísticos, un enorme engaño maquillado con la falsa fachada de una tierra prometida (casi el mítico Dorado) que hay que poblar, cultivar y explotar.

  Y entre esos inmigrantes, blanco del desprecio de Phil Burbank, están “los judíos errantes, como los llamaba”, que “ganaban fortunas con la basura”. Pues “En septiembre, antes de la quema” que él hace de la veintena de cueros crudos que cada año se acumulan expuestos a la intemperie sobre la empalizada del matadero, “era habitual que vinieran [a la hacienda] varios hombres —en carretas en los viejos tiempos, en camiones que estaban hechos unas carcachas— y que trataran de comprar las pieles por un dólar o un dólar y veinticinco centavos, pero Phil se reía en su cara. Esas pieles que compraban aquí o allí por ese precio luego las vendían al doble y algunos de ellos ganaban fortunas de esa manera. Eran todos judíos; judíos que buscaban pieles, judíos que buscaban basura, judíos que tenían olfato para ganar dinero rápido, que negociaban para comprar hierro oxidado, piezas de segadoras, rastrillos, tuberías y ese tipo de cosas que se acumulaban en las haciendas; pero, en lugar de vendérselas a esos usureros, Phil prefería dejar que la basura se acumulara [algo que visualmente molesta a la delicada, decorosa, pudibunda, solitaria y borrachita Rose] y que las pieles se secaran y encogieran sobre la empalizada hasta que decidía quemarlas.” Y entre esos comerciantes que desaira e insulta figura el judío Greenberg, dueño de una “gran tienda departamental en Herndon” (donde Rose surte el costoso vestuario de sus disfraces para las rutinarias cenas en la gran casa de troncos y donde, para la boda, Georges se atildó con un traje elegante y atildó a Peter con otro); Phil “Todavía se acordaba de cuando [Greenberg] iba en el asiento de una destartalada carreta de muelles regateando por pieles de animales muertos”. Pero ahora posee “una casa en el pueblo, una casa grande y blanca, con columnas, la más grande de Herndon, con césped verde y aspersores. Un Pierce-Arrow en el frente, sobre la gravilla de la entrada para coches, fiestas con lámparas japonesas y cosas así, todo gracias a las pieles, a la basura y a un buen olfato para ganar un dólar.”

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

         Vale añadir que Rose —solitaria, deprimida, acarreando basura e inactiva dentro de la casa (cocina la señora Lewis y la joven Lola hace la limpieza), sin dinero propio, sin poder tocar el piano, y alcoholizada para atemperar el menosprecio, la indiferencia y el acoso de Phil (del que George no parece, no puede o no quiere percatarse), como una pequeña venganza, pues sabe que Phil quemará las pieles que yacen en la cerca del matadero afeando el paisaje, acepta vendérselas por treinta dólares al judío, con barba de profeta, que, en medio de una polvareda, se acerca a la hacienda manejando una destartalada carcacha. Phil no necesitó verlo para inferir lo que ocurrió. Y su furia y cáustica lengua es tal, que Peter, con quien regresó cabalgando a la casa de la hacienda, para calmar al incendiario energúmeno, le dice: “Yo tengo cueros crudos para terminar la cuerda.” Y le toca el brazo. Contacto epidérmico que, como una descarga eléctrica, apacigua a la rapaz bestezuela y suscita una llamarada de deseo, una íntima e inflamada seducción en el homosexual reprimido que Phil, desde siempre, lleva encadenado por dentro. Y, al unísono, con tal flechazo erótico, cae redondito en la secretísima y mortal trampa que Peter, inteligente y astuto, pergeñó para quitárselo a su madre de encima y de él mismo.   

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

V de IX

Durante el funeral de Phil Burbank en Herndon, “La iglesia olía a humo de carbón y madera envejecida. Los que no eran episcopalianos [...] susurraban que era una pena que no hubiera habido panegíricos. Había tanto que decir sobre Phil, decían; sobre su inteligencia, su amabilidad, el hecho de que fuera un tipo tan sencillo, como un zapato viejo, su falta de dobleces. Y, caramba, incluso recordaban cómo tocaba el banjo, su alegre silbido, su aire adolescente, las obras que había confeccionado con esas manos fuertes, llenas de cicatrices, agrietadas: las sillitas talladas, las piezas de hierro forjado. La señora Lewis, en la casa de la hacienda, derramó una lágrima ante un huevo de zurcir con el que Phil la había sorprendido una vez.”

    Tal pasaje da idea de que en su entorno social e inmediato, pese a su intrínseco engreimiento y megalomanía, y a que era un gandalla y un racista de una sola pieza, Phil mantuvo oculta su mala entraña y su malaleche, y ultrasecreta su índole homosexual. Un entorno rural y pueblerino bastante inculto, machote, homofóbico, misógino y pobre de entendederas, que puede calibrarse en la mentalidad de los vaqueros, analfabetas y semianalfabetas, de la hacienda de los Burbank, que allí tienen prohibido tener esposa o arrejunte, pero suelen ver putas en Beech o en Herndon:

    “[...] para esos hombres, esos tiros al aire, esos vagabundos sin hogar, había sólo dos clases de mujeres, las buenas y las malas. Las malas mujeres no merecían más respeto que los animales. Y se les usaba y se hablaba de ellas como animales.

    “¡Ah, pero las buenas mujeres! Las buenas mujeres eran puras, asexuadas y sagradas como Dios. Las buenas mujeres eran la hermana, la madre y la noviecita de la infancia cuya mirada derretía el corazón. Las imágenes y fotografías de esas mujeres buenas se guardaban en las maletas, eran sus iconos, sus altares.”  

           


           En el íntimo altar de Phil Burbank no hay ningún adorable icono de mujer, ni siquiera la imagen de su mamita, cuya presencia y olor de sus perfumes, colonias y jabones no tolera, pues según cata y cataloga con su olfato de perro misógino: tenían “el aroma ofensivo de las mujeres”. (Y es tan ñoño, torpe y mojigato que “se oponía a que las mujeres se cortaran el pelo, y, en términos generales, a que se pusieran rebeldes”; e incluso piensa que no deben fumar en público: “una mujer que fumaba en público era capaz de cualquier cosa”.) Pero sí resguarda, venera e idolatra el icono falocéntrico y la memoria de un tal Bronco Henry, prototipo del vaquero curtido y machote, fallecido hace años, de quien él y George aprendieron mucho de lo que saben de caballos y del negocio del ganado, pues el padre de ambos, “el Viejo Caballero”, es un señorón de ciudad, un hombre de negocios e inversiones en la bolsa, oriundo de Boston, al igual que la elegantísima “Vieja Dama”.

         


              
En la novela no se narra si entre Bronco Henry y Phil Burbank hubo una oculta y continua relación homosexual; no obstante, quizá sí la hubo, pues el deseo erótico que Phil experimenta ante el contacto epidérmico de Peter (y literalmente con ese roce empieza a elucubrar con el beneplácito del futuro inmediato: fundirse con él), también lo experimentó ante quien fuera su maestro y quien para Phil es el arquetipo de lo que debe ser un hombre sabihondo y machote ante los demás. A tal sospecha contribuye el hecho de que Bronco Henry era el único que conocía el sitio secreto donde Phil, cada mes, se desnuda y se baña; lugar colindante al oculto y camuflado cobertizo que Phil y George erigieron cuando eran pubescentes, donde hay bochornosas revistas prohibidas (no se narra si son de vaqueros posando el músculo, ni si son homosexuales o heterosexuales o de ambos tipos) que el par de chamacos hojeaban escondidos allí, quizá teniendo sus primeras erecciones y masturbándose por primera vez.

            Bajo el tamiz megalómano y machista de Phil, quien se siente el perro alfa de la manada de la hacienda y se comporta, ladra, gruñe y pela los colmillos como tal, considera que él le otorga al lerdo, gordinflón y subnormal de George la posibilidad de que se encargue de las tareas administrativas, comerciales y bancarias. Y a partir de los parámetros con que mide la agudeza e inteligencia de sí mismo y de los otros, da por hecho que sólo Bronco Henry y él han podido ver la imagen del perro corriendo dibujado en las montañas que se observa desde la gran casona de troncos:

          

Fotograma de El poder del perro (2021)

           
“En las rocas sobresalientes de la colina que se elevaba delante de la casa, en el enmarañado crecimiento de la artemisa que marcaba como acné la ladera, veía la asombrosa figura de un perro corriendo. Las ágiles patas traseras impulsaban hacia delante los poderosos hombros; el hocico caliente apuntaba hacia abajo, persiguiendo alguna cosa asustada —alguna idea— que huía a través de los barrancos y riscos y sombras de las colinas del norte. Pero Phil no teína ninguna duda sobre cuál sería el resultado de aquella persecución. El perro alcanzaría a su presa. A Phil le bastaba con levantar los ojos en dirección a la colina para oler el aliento del perro. Pero, por más nítido que fuera aquel perro enorme, nadie, con excepción de otra persona [¡Bronco Henry!], lo había visto; mucho menos George.” Hasta que llegó el adolescente Peter Gordon y lo vio desde el primer momento que pisó la hacienda de los Burbank.  

 

VI de IX

El muchachito Peter Gordon aprendió de Rose la habilidad para elaborar flores artificiales y durante tres años se ocupó de engordar y sacrificar los pollos que ella cocinaba y freía en el Molino Rojo; matanza que la horroriza y elude ver, y que Peter realizaba con diligencia y veía como un aprendizaje para el futuro:  

Fotograma de El poder del perro (2021)

            “Él les arrancaba la cabeza con mayor gentileza, seguridad y limpieza que si hubiera usado un hacha y un bloque de madera. Agarraba de pronto un ave del cuello y giraba apenas la muñeca; el cuerpo se retorcía alrededor dos veces y caía decapitado al suelo, donde saltaba y daba coletazos y se contraía mientras la cabeza arrancada, que había caído al suelo, contemplaba con ojos brillantes y asombrados las sacudidas de su propio cuerpo; sólo cuando el cuerpo se desplomaba y se quedaba inmóvil, los párpados se cerraban y cubrían los ojos y entonces todo estaba terminado. Todo estaba terminado. Ni una sola vez Peter derramaba sangre sobre su camisa; consideraba que esa inmaculada eficacia era una preparación para el futuro. Cuando los pollos estaban escaldados, desplumados y chamuscados, Rose ya podía verlos como productos y freírlos.”

       Vale observar que esa característica de ir de punta en blanco y bien peinado (incluso con tenis blancos en la hacienda, donde por default se usan botas vaqueras) y no mancharse la ropa ni derramar sangre, es uno de los sellos distintivos de la personalidad exterior (e íntima) de Peter Gordon. Lo deja ver cuando Rose, empeñada en deshacerse de la basura que se acumula en la hacienda, evita los deshechos más nauseabundos y fétidos:

            “Había algunos elementos de esa basura que no podía manejar, como el estómago lleno de pasto de una vaca recién sacrificada, supuestamente enterrado por los hombres ahí atrás, pero unos perros más viejos lo habían desenterrado y arrastrado al jardín, con los intestinos colgando. Tampoco podía manejar las cabezas cortadas y desenterradas.

            “—A mí no me importa —le dijo Peter, y con una horquilla cargó las entrañas y estómagos en la carretilla de hierro junco a las cabezas mudas y las llevó a enterrar nuevamente. Los perros, los que más lamentaban la situación, lo observaban.”

            Y también se transluce (para la omnisciencia del lector de la novela) cuando en el jueguito infantil de acorralar a un conejo silvestre (anécdota previa al descubrimiento de la venta de las pieles a un “judío errante”), Peter, ante la sorpresa y el asombro de Phil, y sin decir agua va, lo sacrifica con gentileza:

            “Vio como Peter le acariciaba la cabeza al conejo, calmándolo, y que un instante después le retorcía el cuello, con una destreza tal que Phil no pudo no admirarlo; nunca había visto nada igual. Las patas traseras del conejo, libres de la tensión del cerebro después de que le hubiera cercenado la columna vertebral, se relajaron y se quedaron inmóviles en la mano del muchacho, mientras lo ojos se ponían vidriosos ante la llegada de la muerte. ¡No había nada de sangre! Era Phil el que estaba ensangrentado, el que se había cortado con alguna cosa afilada.”

         

Fotograma de El poder del perro (2021)

          
Esa fortuita (pero previsible) herida, y la vejatoria e hiriente escena que desencadenó el vociferante y tacaño Phil al regresar a la hacienda y descubrir que Rose se deshizo de la veintena de cueros crudos expuestos en la cerca del matadero, dio inmediato pie a que Peter uniera los cabos para deshacerse, por fin, del perro acosador (muerto el perro, se acabó la rabia, reza el viejo refrán). Emperrado en encausar la ruptura entre Rose y George, y ponerla de patitas en la calle junto con el despreciable y ridículo mariquita de su hijo, Phil, hipócrita y consubstancial intrigante, para acercarse y engatusar al chaval y luego alejarlo de su madre y disgustarlos entre sí, usó como cebo una cuerda de cuero crudo que trenzaría ex profeso para Peter y que supuestamente se llevaría de regreso al término del verano en la hacienda, pues estudia en Herndon, donde se aloja en un ordenado y limpio cuarto de una casa de huéspedes. A esa cuerda —que ha trenzado haciendo un homenaje a un par de totémicos trenzadores para él: Bronco Henry y un tal Joe, ex convicto y cegador en la hacienda, ante el que Phil “sentía que había algo entre ellos, un reconocimiento” de su oculta índole homosexual—, ya sólo le falta casi el remate. Y entre lo que reclama y vocifera Phil por la venta de los cueros, descuella que los requería para dizque terminar esa cuerda. Así que Peter, modosito y tranquilo, lo apacigua tocándole el brazo con gentileza y ofreciéndole el cuero crudo que él tiene. Phil, entonces (y ya tocado y flechado por Eros) lo invita a que en la noche de ese día lo vea terminar la cuerda. Lo que Phil ignora, y sólo lo sabe el muchachito (y el boquiabierto y desocupado lector de la novela) es que montado en un caballo para explorar en el entorno, previamente Peter halló el ingrediente que buscaba, útil para infectar la manipulación del cuero crudo: los restos de un animal muerto por el ántrax. Obviamente, Peter Gordon usó guantes para hurgar entre las tripas del cadáver y no derramó una sola gota de sangre. Casi sobra decir que el muchachito sabe manejar los instrumentos quirúrgicos; allí en la hacienda, en su ordenada habitación, que utiliza como estudio y laboratorio, destazó un par de taltuzas, cazadas por él, para observar y analizar su interior. E hizo lo mismo con un conejo ante la alarma y el desconcierto de Lola, la criada, y de su propia madre, quien le recrimina: “No deberías hacer eso en la casa”, “Hablo en serio”.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

           La borrachita Rose le dice al regordete George sobre su hijo: “hay como una cierta frialdad en él. Verás, lo quiero, pero no sé cómo quererlo. Desearía que mi cariño le sirviera de algo, pero da la impresión de que él no necesita nada. Creo que a su padre le habría ido mejor si hubiera tenido más de esa frialdad.”

            En la novela se ve que Peter quiere a su madre, pese a la poca comunicación que tienen, y a que en un pasaje rebuzna el gusanillo machista y misógino de la idiosincrasia de la que es parte: “Pocos seres humanos, pensó, entendían mucho; mucho menos las mujeres”; que le duele verla triste e infeliz; que se pierde en el alcohol debido a que la deprime, derrumba y derrota el acoso y la indiferencia del Phil; y por ende urde el modo de eliminarlo, ciertamente con una tranquila mezcla se frialdad y serenidad, que son rasgos de su carácter y de su pensamiento. Y por ello, a sus trece años, al descubrir el suicidio de su padre, sin decirle nada a Rose ni a nadie, pudo descolgar, solo, tranquilo y sereno, el cadáver de su progenitor, ahorcado en uno de los cuartos de La Hostería.

    Pero Peter quería, sobre todo, a su padre suicida, con quien tampoco tenía mucha comunicación y a quien trataba de “usted”: el doctor Johnny Gordon, un buenazo y bonachón, proclive al trago y a las meteduras de pata. Y al unísono se ve que ese afecto era recíproco y que Johnny admiraba la habilidad de su femenino hijo para elaborar, a sus doce años, flores artificiales, tanto como su precocidad intelectual y sus virtudes para las minucias del dibujo naturalista. Cualidades de las que, embriagado, presumía en la taberna el citado e infeliz día que Phil Burbank insultó a su hijo y públicamente lo agredió y humilló a él.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

            El niñito rubio Peter Gordon a los cuatro años ya sabía leer. Y a los doce “se encerraba en su habitación [de La Hostería] con la Enciclopedia Británica” (¡nada menos!); “ya estudiaba los dibujos de Vesalio, leía a Hipócrates, algunos pasajes de Virgilio y las publicaciones médicas a las que su padre ya no les quitaba el envoltorio”. Y tras el suicidio de Johnny, heredó sus libros de medicina y su calavera humana. Equipo y bagaje bibliográfico e intelectual que de Beech se llevó a su cuarto de la casa de huéspedes de Herndon; y de ahí a la hacienda de los Burbank a pasar ese verano de 1925, donde le asignan una de las dieciséis estancias de la enorme casa de troncos. Pero a sus doce años, en el cobertizo adosado a La Hostería, donde “una pequeña estufa de leños le proporcionaba comodidad y olía a humo y queroseno”, Peter instaló su mezcla de ermita, gabinete de estudios y laboratorio; colocó “unos estantes que se habían combado un poco por el peso de los libros de medicina de Johnny. También estaban los cuerpos disecados de tuzas y conejos, los vasos de precipitados, los alambiques y otros instrumentos químicos; allí, Peter se escapaba del dolor del Getsemaní cotidiano de la escuela, de los abusos y las burlas [los rapaces lo tildan de mariquita y con una cantaleta se pitorrean del borrachín de su padre]; allí se perdía en un mundo privado, un mundo del que jamás dudaba; allí, sentado a la mesa, sus ojos miraban hacia su interior, con el aspecto retraído y reconcentrado de los sordos. Su pálida cara era tan lisa que Johnny se preguntó si alguna vez tendría que afeitarse y nada delataba sus emociones salvo el ligero latido de una vena en la sien derecha.” En el verano del año en que su padre se quitó la vida, Peter le obsequió unos dibujos que Johnny admiró por su excelencia: “Eran diez, todos de las raíces de plantas de cerca del río.” Y el día del suicidio, Peter le mostró, momentos antes, un dibujo no menos excelente y enigmático, que resulta premonitorio ante la entonces imprevisible muerte de Phil Burbank: “Era la imagen de un bacilo que mata roedores”.

            Para protegerse de los insultos y del cotidiano bullyng escolar, en un instante de una agresión colectiva, “Peter supo, con una sabiduría tan templada como la de un viejo astuto, que debía enfrentarse a ellos en sus propios términos, no en los de ellos. Y supo que aquel odio novedoso, frío e impersonal que albergaba no estaba dirigido sólo a ellos, sino a todas esas personas normales, ricas, envidiadas y seguras que se atrevieron a insultar su imagen privada de los Gordon.” En ese sentido, en su refugio de La Hostería, empezó a conformar “un álbum de fotografías, dibujos y anuncios que recortaba de revistas viejas de las que pocos habían oído hablar en esa región”; un idealizado “libro de sueños que se interponían contra el fracaso de su familia [...], un mapa del mundo del futuro. Él haría realidad ese mundo convirtiéndose en un gran cirujano, leyendo en Francia una ponencia delante de hombres eruditos, observando desde un costado mientras personas desconocidas hablaban de la belleza de su madre y de la amabilidad de su padre.”

Fotograma de El poder del perro (2021)

           Peter, el marginal, el raro, el femenino y solitario chiquillo, de quien en la novela no se narra nada de su desarrollo psicosexual, sólo se hizo de un amigo de su edad cuando su madre se casó con el acaudalado George Burbank y él se fue a vivir a la aséptica habitación de la casa de huéspedes de Herndon para continuar sus estudios, en cuya escuela “había una biblioteca de verdad, cursos de química y física”. Ese amigo, “hijo del profesor de secundaria, un chico larguirucho y desgarbado de lentes”, tampoco “había tenido un amigo hasta ese momento”. Ambos juegan ajedrez (el juego ciencia), y por charlar y bromear del futuro de ambos: “uno sería un cirujano famoso, el otro un famoso profesor de inglés”, se llaman entre ellos: “el doctor y el profesor, pero nunca delante de otras personas”. Y en su vagancia y exploración del “Herndon nocturno” se hicieron amiguetes del telegrafista de la noche, un hombre que los deja pasar a su oficina para conversar, les invita de su café y les habla del estudio del idioma español que hace por correspondencia y de su anhelo de irse a la Argentina. “Y ellos no veían ninguna razón por la que sus sueños no podrían hacerse realidad y así se lo manifestaban.”

 

VII de IX

En la novela El poder del perro se leen anécdotas y detalles sobre el superlativo cociente intelectual del macho alfa Phil Burbank; por ejemplo, egresó de la Universidad de California con máximos reconocimientos, equiparables a un apantallante diploma cum lauden, mientras el gordo George no pasó ni de panzazo. Así como anécdotas y pormenores de su habilidad manual para trabajar el cuero, el hierro y la madera. Pero al unísono, a través del desarrollo de la trama, se desvela que el agresivo y petulante Phil Burbank es un pobre diablo incapaz de ver más allá de su ofuscada nariz; un tremendo estúpido (“Cuya estupidez lo protegía como una armadura”); un maricón oculto en el fondo del armario vaquero y homófobo; un paria avergonzado ante sí mismo; un homosexual reprimido repleto de taras, complejos e inhibiciones; incapaz de asumir su identidad sexual ante los prejuicios, condenas y atavismos del orbe machista, homofóbico y vulgar que lo rodea, y de los que él es anacrónica, anquilosada, rapaz y angular parte. De ahí que la voz narrativa puntualice: “Phil sabía y Dios sabía que él sabía lo que era ser un paria [¡un marica!], y aborrecía el mundo, por si el mundo lo aborrecía a él.”

           


            Ese repeler y aborrecer el mundo a ultranza (maquillado de hediondo macho alfa e insolente sabihondo greñudo y mal vestido) se transluce en el revelador hecho de que, para suscitar aversión a su persona, inextricable a sus eternas manos sucias y al pelo largo y desgreñado, y a la ropa sencilla y barata que suele usar (marca Levis), casi nunca se baña; o sea: ¡vaya agresiva y nauseabunda peste por el trabajo físico que realiza día a día! Al respecto, se lee sobre ese arraigado, apestoso e insalubre hábito, tomando en cuenta que, desde chicos, los hermanos Burbank duermen en una misma habitación, cada uno en su correspondiente cama decimonónica:

            “George se bañaba una vez a la semana, entraba al baño totalmente vestido y cerraba la puerta; se bañaba en silencio, con pocos chapoteos y sin emitir sonido, y salía totalmente vestido, pero seguido de un vapor delator. Phil jamás usaba la bañera, porque no le gustaba que se supiera que se bañaba. En cambio, lo hacía una vez al mes en una zona profunda del arroyo conocida sólo por George y él, y, en una ocasión, por otra persona [Bronco Henry y luego por Peter Gordon, quien miró desde cierta distancia su cuerpo desnudo, blanco y lampiño]. Examinaba todo lo que lo rodeaba antes de entrar, por si había miradas indiscretas, y se secaba al sol, puesto que llevar una toalla hubiera difundido su propósito. A veces, en otoño y primavera, tenía que romper una costra de hielo. En los meses de invierno no se bañaba. Los hermanos nunca se habían mostrado desnudos el uno frente al otro; de noche, antes de desvestirse, apagaban las luces eléctricas, las primeras de todo el valle.”

          

Fotograma de El poder del perro (2021)

            
Esa misteriosa y extraña inhibición: no verse desnudos entre sí desde siempre, como si fuera algo anormal, pecaminoso, prohibido o vergonzante, quizá implica un inconsciente pacto nunca verbalizado, establecido como un rito consecutivo con el que eluden espejearse en el marica que hay en el interior de cada uno; o quizá sólo en el de Phil, mientras Georges se avergüenza de su gordura y fealdad. Pero también descuella otra inhibición que se opone al básico afecto filial y fraterno: “nunca se habían manifestado ningún sentimiento entre ellos y nunca ocurriría. Su relación no se basaba en palabras.” No obstante, algo que distingue y marca ese inusual vínculo de hermanos es la forma machacona y soez con que Phil, con hirientes palabras y frases, maltrata, insulta, subestima y ridiculiza a George, quien aguanta y tolera los golpes bajos.         

 

VIII de IX

El hecho de que la viuda Rose Gordon y George Burbank se hayan casado en Herndon sin informar a los padres de él (“Peter fue el único invitado en la boda”), implica que, pese al pernicioso y nefasto influjo que Phil ejerce sobre su hermano menor, tanto como su cotidiana subestimación y agresividad, George tiene un criterio propio, desde donde se protege y toma algunas decisiones angulares para él; inextricables al hecho de que, opuesto a la maledicencia y maldad de su hermano mayor, es un buenazo, cuya conducta, parca y bien portada, hace que los vaqueros se recriminen a sí mismos y guarden silencio ante su presencia. Ese matrimonio se acordó muy rápido y en secreto. En este sentido, se puede inferir que lo que George busca en Rose, que es una mujer bella y atractiva de 37 años, es un vínculo amoroso, el quid que alegra la triste y solitaria vida. Y Rose también, puesto que le dice: “estaba pensando en lo afortunada que soy al haber conocido dos hombres amables”. Pero claro, no puede omitirse el hecho de que George, feo y regordete, es un hombre adinerado, lo cual implica que brindará seguridad financiera a ella y a su hijo; meollo que el mismo Georges menciona y empieza a cumplir de inmediato, no sólo pagando la vestimenta de Peter y su escuela y hospedaje en Herndon, pese que en un momento, al parecer de celosa ofuscación, aunada al evidente hecho de que George no mueve un dedo ante el mortal acoso de Phil sobre su madre deprimida y alcoholizada, el hijastro lo descalifica en sus adentros: “Peter estaba en la habitación rosa de Rose, un lugar en el que jamás se sentiría cómodo, puesto que allí un desconocido tenía el derecho de actuar de marido y, fuera parte o no del plan de Peter, las cosas de ese hombre estaban en el armario lado a lado con las de su madre, las afiladas hojas de afeitar junto a los perfumes y las cremas; las cosas de George, las cosas de un hombre que aún no había probado su valor [sic], que no había hecho más que presentarle a su madre al gobernador en una cena de la que ella no hablaba [sic].”   

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

            No obstante, Peter se había dicho con antelación: “George es un buen hombre” (y lo es) y racionalmente no se opuso a ese matrimonio que ipso facto sacó a Rose del duro y rutinario trabajo en el Molino Rojo, y de las afrentas que a veces tenía que tolerar de algunos clientes que se pasaban de la raya; y, al unísono, a él lo sacó del bullyng escolar en Beech y lo canalizó a sus patrocinados estudios en Herndon, e implícitamente a su futura y costosa formación de médico cirujano. Y al final, ya muerto el perro, observa que empieza una etapa de bienestar y bonanza para su madre, precisamente cuando ya en la noche, desde la ventana de su dormitorio en la casona de la hacienda, los oye y ve regresar del sepelio:  

    “[...] Luego subió al piso superior, se lavó las manos con cuidado, se mojó el pelo y se peinó. Los perros no tardaron en lanzar sus previsibles ladridos, él se peinó meticulosamente, se levantó, abrió la ventana y miró hacia afuera. Al principio estaban ocultos por la sombra de la colina; oyó la suave voz de su madre. Luego aparecieron bajo la luz de la luna. ¡Qué adorable se veía ella bajo esa luna, qué elegante estaba George cuando se detuvo, la sujetó y la besó! ¿Para qué si no eso, esa escena que se desplegaba a la luz de la luna y que señalaba el verdadero comienzo de la vida de su madre, para qué si no eso su padre se había quitado del medio, se había sacrificado para yacer enterrado en aquella colina, en Beech, debajo de un puñado de flores de papel, fiel a su propio libro de sueños?”       

 

IX de IX

A Phil le sorprende y le resulta revulsiva la sigilosa conducta de George al cortejar a Rose, dado que quebranta los anquilosados hábitos domésticos de los hermanos Burbank. Y para meterlo en un dilema con sus padres, y quizá en una mojigata reprimenda o en una bronca, pese a que George es un solterón de 38 años, les escribe una carta chismorreándoles que galantea a la viuda de un alcohólico suicida, que además tiene un hijo adolescente y marica. Phil es tan egoísta, egocéntrico, misógino y posesivo que le irrita, le repugna y le causa pesadillas e insomnio imaginar que su hermano toque a una mujer y tenga sexo con ella, más aún con esa “mujerzuela” que dizque tiene “El nombre de una cocinera doméstica.” Y cuando George le revela a quemarropa que ya se ha casado con Rose sin decirle nada a él ni a sus padres, Phil descarga su frustración e ira golpeando un caballo (“ignorante cabrón”), como si al golpearlo y maldecirlo golpeara al gordito y tontorrón de su hermano menor (“Sucio condenado estúpido”). No sorprende, entonces, que “A principios de diciembre” Phil espere el arribo de Rose en medio de una gélida atmósfera: sin encender la caldera ni la chimenea, pese a que el termómetro marcó “¡Cuarenta y nueve bajo cero¡”, y que se prepare a dar el grosero y repelente espectáculo con el que planea propiciar la ruptura, pues según cataloga: Rose “no tenía lugar entre los Burbank” (a lo que se añade el supuesto de que “en una hacienda no había sitio para un hombre casado”):

    “Él sabía cómo se veía, sabía que eso la irritaría. Su aspecto siempre irritaba a la Vieja Dama, la camisa arrugada, despeinado, mal afeitado, las manos sucias. Le convendría aceptar que él no hacía las cosas como otras personas, porque no era como otras personas, dejaba la servilleta deliberadamente intacta, tomaba la comida en vez de pedirla, y si tenía que sorberse la nariz, lo haría. Si los parientes elegantes del norte podían soportarlo, Dios sabía que esta mujer también, y si no estaba habituada a que un hombre se levantara de la mesa sin antes hacer una reverencia y echar la silla hacía atrás y decir ‘perdón’, mejor que fuera acostumbrándose. Oh, sí (sonrió), a ella le esperaban algunas sorpresas.”

      Y la primera sorpresa que le sorraja es la hiriente declaración de guerra: “No soy tu hermano”; la cual le gruñe en el salón de la casona minutos después de su arribo a la hacienda, mientras George ha ido al sótano a encender la caldera, luego de que ella le dijera, insegura, buscando la concordia y el recíproco confort hogareño: “Bien, hermano Phil”, “Es agradable estar aquí”.  

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

            Esa es la tónica que marca el menosprecio y el cobarde acoso de Phil hacia Rose: a espaldas de George; no obstante, también ante él verbaliza su oposición y repudio. A esto se añade el que Rose, vulnerable, débil de carácter, timorata y demolida, es incapaz de hablar con su marido de ese problema que la afecta en demasía, de tal manera que la deprime y la angustia, le causa nerviosismo y jaquecas. Pues en el trasfondo de su restringida y raquítica psique femenina, “No podía ser nada a menos que alguien creyera en ella, nada de nada. No podía ser otra cosa que lo que alguien creyera que era.” Patético y lastimoso síndrome que Rose, sola y solitaria, trata de atemperar con el alcohol, que no bebía hasta que llegó a la hacienda de los Burbank y se tornó una nulidad ante el peso demoledor y claustrofóbico del acoso de Phil. Así que cuando Rose, recomponiéndose y aspirando a limar asperezas y conciliar las antípodas, le pregunta “con una amplia sonrisa, amable y serena”: “¿por qué te caigo tal mal?”, Phil le asesta, con gélida indiferencia —ídem una procaz meada con cuyo hediondo hedor marca su territorio de perro rabioso—, uno de sus insultos y lacerantes cuchillos sin hoja a los que les falta el mango: “Me caes mal porque eres una vulgar interesada y porque te bebes al alcohol de George.” Y “Volvió a mirar la portada de su revista.”

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

          Cuando la viuda Rose Gordon, con el apoyo de su hijo, sacaba adelante el Molino Rojo, y ya era o empezaba a ser “una especie de restaurante de carretera” con una clientela frecuente (“Algunos tipos de Herndon, gente fina, que se había enriquecido con la guerra”), pudo comprarle a una taberna que cerraba, “por sólo diez dólares”, “un piano que valía dos mil”. Y entre quienes la oían tocar ya corría el rumor de que era “lo que hacía en una época, se ganaba la vida tocando el piano”. Pero también había, para los que se les antojaba mover las caderas y zangolotear el esqueleto, “una pianola con todas las viejas melodías, ‘Just Like a Gypsy’ y ‘Joan of Arc’ y el resto de las canciones de guerra, pero quién quería pensar en eso. ‘Tea for Two’ y ‘By the Light of the Stars’.”   

   Así que George, ya con Rose de flamante cónyuge y encandilado con el hecho de que sabe tocar el piano, y su madre no, pero lo oía en la Victrola, supone que le encantará escucharla. “Dijo que yo era afortunado por haber encontrado una esposa dotada”, le dice. Así que para oírla él en casa, además con el gobernador y su esposa de invitados, adquiere un enorme piano de relumbrón: un Mason & Hamlin, que “llegó a Beech desde Salt Lake City y permaneció en uno de esos vagones para envíos cubierto con una lona gris por si había nieve hasta que el encargado de la estación pudo seguir las instrucciones y conseguir un camión a Herndon que lo trasladara hasta la hacienda. Dijo que estimaba que pesaba una tonelada.” Mastodóntico artefacto cuyo transporte causa una serie de antológicas peripecias, entre ellas “un sueco joven y corpulento, torpe y dispuesto”, se lesiona la espalda y luego Rose se siente culpable.

   

Fotograma de El poder del perro (2001)

          Puesto que Rose no es ni concertista ni virtuosa y sólo posee un repertorio limitado, empieza a ensayar en el piano para su presentación ante el gobernador y su mujer, el culmen de la cena en la que además de ese par de notables invitados, sólo estarán presentes ella, George y Phil. Vale puntualizar que la invitación a ese personaje del poder no obedece a un gran vínculo con George, sino a un mal cálculo de éste y al elemental interés del político, pues los hermanos Burbank, y su padre, aportan importantes apoyos monetarios para las campañas.

     A Rose le causa mucha tensión y nerviosismo la inmediatez doméstica de Phil: su presencia, sus pasos, sus resoplidos y ruidos en su dormitorio, la frialdad e indiferencia en el comedor (no le dirige la palabra) y en la sala donde suele leer bajo la luz de una lámpara. De hecho, infructuosamente medita en lo anómalo y nocivo que resulta compartir, en una misma casa, el espacio y la intimidad matrimonial con el hermano de su esposo. Esa situación opresiva y claustrofóbica se agudiza cuando durante los ensayos en el piano, Phil, con el banjo y desde su dormitorio, parodia lo que toca; y más aún: resuelve con mayor eficacia lo que ella interpreta o no puede interpretar. Tal es así que empieza a ensayar cuando Phil no está en la casa e interrumpe los ensayos al advertir su llegada.

Fotograma de El poder del perro (2021)

           La noche del banquete con el gobernador y su esposa, Phil no se presenta; tanto por su repudio a Rose como por el hecho de que se hace el ofendido porque, con mucho esfuerzo para decírselo, Georges le pidió que se aseara para la cena. Pero, aunque Phil no está, y nunca se apersona, es como si estuviera allí, mugroso y pestilente, dispuesto a atacar, a recriminar y a ridiculizar con el banjo, pues ya colocada frente al piano, la inseguridad, el nerviosismo, la fobia y la angustia de Rose la dejan en blanco y no puede tocar una sola nota. Ni una. Nada en la nada. Un vil y pernicioso vacío.

 

Thomas Savage, El poder del perro. Posfacio de Annie Proulx. Traducción del inglés al español y notas de Eduardo Hojman. Alianza Editorial. México, noviembre de 2021. 360 pp.     

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Trailer de El poder del perro (2021), película escrita y dirigida por Jane Campion, basada en la novela homónima de Thomas Savage.