lunes, 19 de septiembre de 2022

Orlando

Una voz tratando de contestar a otra voz

I de V
Según el colofón, en “junio de 1999” se terminó de imprimir, en Barcelona, por Editorial Sudamericana, con sede en Buenos Aires, la edición de cinco mil ejemplares de Orlando, novela de Virginia Woolf (1882-1941), traducida por Jorge Luis Borges (1899-1986). Esto se hizo ex profeso para la Colección Diamante, serie especial de 24 libros con no desdeñable sobrecubierta, atractivas pastas duras y listón separador (pero con papel de baja calidad en las hojas), concebida para celebrar con bombo y platillo el 60 aniversario de la editora. En la página legal se dice que la “Primera edición” data de “Noviembre de 1946” y la “Cuarta edición especial” de “Septiembre de 1999” (pese a que el colofón dice otra cosa). Sin embargo, no se acredita que la edición original en inglés data de 1928 (con el título Orlando. A Biography se publicó en Londres por The Hogarth Press) ni que la traducción de Borges originalmente fue editada por Sur, en Buenos Aires, en 1937.
(The Hogarth Press, London, 1928)
  Adolfo Bioy Casares (1914-1999), en sus Memorias (Tusquets, Barcelona, 1994) —urdidas con la colaboración de Marcelo Pichon Rivière y Cristina Castro Cranwell—, alude su desapego por la obra de Virginia Woolf y sugiere la posibilidad de que la traducción de Orlando se deba a doña Leonor Acevedo de Borges, la madre del escritor: “De Virginia Woolf, admirada por mi madre y por Silvina [Ocampo], que se guiaban por sus gustos y no por las modas del momento, nunca tuve la suerte de leer un libro que me interesara; ni siquiera me gustó Orlando, del que Borges, a pesar de haberlo traducido (tiene que ser muy bueno un texto para merecer la aprobación de su traductor) hablaba con elogio. Desde luego, sospecho a veces que lo tradujo vicariamente, como dicen los ingleses. Esto es, por interpósita persona, su madre.”  
(Sur, Buenos Aires, 1937)
  Borges mismo no era ajeno a tal conjetura y lúdico rumor, pues en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, Barcelona, 1999) —cuya versión original en inglés fue escrita con la colaboración de Norman Thomas di Govanni para The Aleph and other stories (Dutton, Nueva York, 1970)— dice: “Después de la muerte de mi padre [Jorge Guillermo Borges murió a los 64 años el 24 de febrero de 1938], al ver que no podía fijar su mente en lo que leía, se dedicó a traducir La comedia humana [1943], de William Saroyan, para de ese modo verse forzada a concentrarse. La traducción fue llevada a la imprenta, y mi madre recibió por ella el homenaje de una sociedad de armenios de Buenos Aires. Después tradujo algunos cuentos de Hawthorne y uno de los libros de Herbert Read sobre temas de arte, y también hizo algunas de las traducciones de Melville, Virginia Woolf y Faulkner que se consideran mías.” Sin embargo, además de que su memoria no es muy precisa, páginas adelante, al hablar de su mísero empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané (donde trabajó entre 1937 y 1946), dice sobre su labor de traductor: “Los fines de semana traducía a Faulkner y a Virginia Woolf.” Vale comentar, entre paréntesis, que su traducción de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, publicada en Buenos Aires, en 1944, por Sudamericana, es tan legendaria y célebre como su traducción de Orlando y que sobre ambas se rumora y sospechan las manos de doña Leonor. Y que en una respuesta titulada “El oficio de traducir”, publicada en Buenos Aires, en La Opinión Cultural el “domingo 21 de septiembre de 1975” y luego en el número 338-339 de la revista Sur, correspondiente a “enero-diciembre de 1976” y compilada en Borges en Sur 1931-1980 (Emecé, Buenos Aires, 1999), el escritor menosprecia su trabajo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo, no por placer. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.”  
(Sudamericana, Buenos Aires, 1945)
  Por su parte, varios biógrafos de Borges (Marcos-Ricardo Barnatán, James Woodall, Alejandro Vaccaro), palabras más, palabras menos, aluden la colaboración de doña Leonor en la traducción de Orlando. No obstante, es el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal el que brinda más visos y matices sobre tal meollo. En este sentido, junto con Enrique Sacerio-Garí, en su papel de antólogo y editor de los Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Tusquets, Barcelona, 1986), seleccionó la “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf publicada el “30 de octubre de 1936” en la revista El Hogar, donde Borges anotó: “En Orlando (1928) también hay la preocupación del tiempo. El héroe de esa novela originalísima —sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época— vive trescientos años y es, a ratos, un símbolo de Inglaterra y de su poesía en particular. La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan.” Tal es la laudatoria reseña y perspectiva, que Borges ilustró sus palabras con la traducción adjunta de un breve pasaje del capítulo primero de Orlando, el cual se puede leer en Borges en El Hogar 1935-1958 (Emecé, Buenos Aires, 2000), libro donde Mercedes Rubio de Zocchi y Sara Luisa del Carril —las compiladoras de Borges en Sur— exhumaron y reunieron los textos no antologados por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí. 
En Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos, con “Edición, introducción, prólogos y notas” de Emir Rodríguez Monegal, cuyo tiraje de diez ejemplares, editado en México por el FCE, “se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1985”, el antólogo incluyó la “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf publicada en El Hogar el “30 de octubre de 1936”, en cuya nota 27 dice de ella: “Con la misma fórmula de la biografía de Spengler (JLB 25), Borges presenta a sus lectores la vida y la obra de una escritora entonces muy poco conocida fuera de Inglaterra. Un año más tarde publicaría en Ediciones Sur una traducción de uno de ensayos, Un cuarto propio (1937), y de una de sus novelas, la biografía imaginaria de Orlando (1937). Al comentar esta última obra en su ‘Autobiografía’ [el citado Ensayo autobiográfico, póstumamente traducido al español por Aníbal González], Borges habría de afirmar que era obra de su madre. Es difícil de creer que ésta, por sí sola, pudiera haber redactado una versión que iguala, si no supera, la felicidad estilística del original. Tal vez Borges quería reconocer, de esta manera modesta, la ayuda que recibió de su madre en esta tarea. La iniciativa de traducir al español la obra de Virginia Woolf no es de Borges y pertenece enteramente a Victoria Ocampo, amiga y admiradora de la gran escritora inglesa.”
Emir Rodríguez Monegal y Jorge Luis Borges
  Curiosamente, en Borges. Una biografía literaria (FCE, México, marzo 15 de 1987; cinco mil ejemplares) —cuya primera edición en inglés data de 1978 y cuya traducción al español de Homero Alsina Thevenet (con modificaciones ex profesas del biógrafo) Emir Rodríguez Monegal ya no vio porque a los 64 años falleció de cáncer “el 14 de noviembre de 1985”— dice haber sabido de Borges al leer esa “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf: “Fue en esa época cuando encontré por primera vez el nombre de Borges. Estaba leyendo El Hogar (30 de octubre de 1936) y hallé en la sección ‘Libros y autores extranjeros’ una pequeña biografía de Virginia Woolf, más una página de su Orlando, algunas reseñas sueltas —un libro de canciones del Mississippi, una novela policíaca de Ellery Queen, otra novela de Henry de Montherlant, una reedición sobre un estudio de los escritores neuróticos de Arvède Barine— y también una nota encabezada como ‘Vida literaria’, que era dedicada a Joyce e incluía una anécdota de su encuentro con Yeats. (Se citaba a Joyce diciendo a Yeats que era una pena no haberse encontrado antes, porque ‘ahora van a decir que usted ha sido influido por mí’.) En aquel momento yo tenía sólo quince años y fui rápidamente seducido por el ingenio de Borges, por su impecable estilo, por la vasta gama de sus lecturas. Desde El Hogar ascendí a Sur y rápidamente hice el rastreo de las librerías de Montevideo, buscando los libros de Borges. Encontré uno de los muchos ejemplares sin vender que habían quedado de Historia universal de la infamia (1935) y un ejemplar de Inquisiciones (1925) de segunda mano. Durante 1936 o 1937 esos libros no eran aún la pieza para coleccionistas que son actualmente.”
Y unas páginas adelante, luego de bosquejar las reseñas de cine que hizo Borges en los años 30, dice de las traducciones que a éste le solicitó Victoria Ocampo (1890-1979), la dueña y directora de la revista Sur
Victoria Ocampo
(1890-1979)
  “Si Victoria Ocampo necesitó ser persuadida de admitir en Sur las reseñas cinematográficas de Borges, estaba resuelta en cambio a que él hiciera la traducción de algunos autores que ella prefería. Encargó tres traducciones: Persephone de André Gide (que se publicó inicialmente en Sur y luego como fascículo separado de la misma revista, 1936), A Room of One’s Own (libro conocido como Un cuarto propio y también como Una habitación propia) de Virginia Woolf (publicado como fascículo, 1937) y el Orlando de la misma autora (1937). La escritora inglesa ya había sido presentada por Borges a los lectores de El hogar, con una breve biografía a la que agregó un fragmento de Orlando (30 de octubre de 1936). Al juzgar la novela subrayó su originalidad —‘sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época’— agregando: ‘La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan’. La traducción se convertiría pronto en un modelo. Borges había conseguido mantener en español la cualidad musical de la prosa de Mrs. Woolf.
“Posteriormente, Borges intentó declinar la responsabilidad de esa traducción. Al escribir sobre las traducciones de inglés que hacía Madre, aduce en su autobiografía que ella fue la verdadera autora de las que se atribuyen a él, y menciona específicamente las de Melville, de Virginia Woolf y de William Faulkner (‘Autob.’, 1970, 207) ¿Un error de la memoria, una broma amistosa, un elogio filial? Es difícil decirlo. Lo probable es que Madre le haya ayudado con esas traducciones. Puede haber hecho un primer borrador. Pero el estilo en español es tan inequívocamente borgiano que a Madre le habría llevado años de dura tarea el imitarlo. Lo que cabe presumir con fundamento es que al ayudar a su hijo, ella se integró con su ya distinguido equipo de colaboradores.”
Borges dictándole a su madre
(Sobre el escritorio, un retrato de su padre) 
  Vale añadir que el propio Borges da fe de esto al decir en su Ensayo autobiográfico: “Ella siempre ha sido mi compañera —especialmente en los últimos años, cuando quedé ciego [en 1955]—, así como una amiga comprensiva y generosa. Durante muchos años, hasta hace poco, ella se ocupaba de todo mi trabajo secretarial, contestando cartas, leyéndome cosas, escribiendo lo que yo le dictaba, y también viajando conmigo en muchas ocasiones, dentro y fuera del país. Aunque nunca se me ocurrió pensarlo entonces, fue ella quien callada y afectivamente alentó mi carrera literaria.”
Resulta consecuente, entonces, la afectuosa y agradecida dedicatoria que preludia el tomo de sus Obras completas editado en 1974, en Buenos Aires, por Emecé —“un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” que doña Leonor conservó a un lado de su cama hasta el día de su muerte, en su habitación del departamento B del sexto piso de Maipú 994, a los 99 años, el 8 de julio de 1975. Firmada por “J.L.B.”, tal dedicatoria reza a la letra:
Doña Leonor y su hijo
  “A Leonor Acevedo de Borges
“Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por su puesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores —los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eςa de Queiróz, Madre, vos misma.
“Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine.”


II de V
Pese a su celebridad y a la laudatoria ponderación de Borges y Emir Rodríguez Monegal, Orlando, si bien es una novela magnética, no es una de las grandes obras de Virginia Woolf, alguna vez adaptada al cine en una homónima película de 1992, guionizada y dirigida por Sally Potter. Dedicada a la poeta y jardinera inglesa Vita Sackville-West (1892-1962), miembro del liberal y promiscuo Grupo de Bloomsbury, con quien la autora tuvo sonoros y legendarios vínculos lésbicos, la novela, un divertimento fantástico, se divide en seis capítulos en los que abunda el humor, el sarcasmo, la sátira, la parodia, y las superfluas y caprichosas digresiones. El subtítulo “Una biografía” no es casual, pues la voz narrativa, que dice ser el biógrafo de Orlando, a lo largo de las páginas hace patente su presencia con reflexiones y comentarios al lector; incluso en el capítulo 2 anota la fecha del día en que escribe: “primero de noviembre de 1927”. Y en el capítulo 6, en medio de una de sus lúdicas intervenciones alude la venta del libro por The Hogarth Press —la citada editorial londinense fundada en 1917 por Virginia y su esposo Leonard Woolf—, donde en la vida real, recién concluido, se publicó el 11 de octubre de 1928, según se lee en la “Cronología” de Virginia Woolf (Lumen, Barcelona, 2003), biografía de Quentin Bell, sobrino de la escritora, cuya primera edición en inglés data de 1972. Pero además, el jueves 11 de octubre de 1928 es el día en que termina la novela y la matusalena vida de Orlando, quien vivió, no 300 años como apunta Borges en su “Biografía sintética”, sino alrededor de 400 años; mas no convertido en un viejecito senil y vegetativo, sino transformado en una vital y pensativa fémina de tan sólo 36 años de edad, quien se casó dos veces (la primera como hombre y la segunda como mujer), tuvo un hijo, y escribió un reconocido y premiado poema.
Editorial Sudamericana, Colección Diamante, 4ª edición especial
Barcelona, 1999
En la foto: Virginia Woolf
(Sobrecubierta)
  Con una orientación cronológica, pero sin rigurosidad lógica ni temporal, y arbitriamente tomando de la historia y de la vida real personajes, nombres, lugares, hechos, objetos, inventos, novedades, usos, costumbres, prejuicios, atavismos, idiosincrasia, la novela inicia cuando Orlando es un jovencito de 16 años y vive en una enorme casa en el campo con 365 habitaciones, un noble y fastuoso palacete cuyas feudales latitudes conforman un pueblo. Ese día llega hasta allí la Reina Isabel —quien reinó Inglaterra 44 años, entre el 17 de noviembre de 1558 y el 24 de marzo de 1603. Con “su firma y sello en el pergamino”, la anciana monarca le sede al padre de Orlando “la gran casa monástica que había sido del Arzobispo y luego del Rey”; lo cual implica que ha elegido a Orlando (por su belleza) como su protegido y por ende, ya con 17 años, llega el día en que tiene que abandonar su pueblerina casa y comparecer en Whitehall, en Londres. La vieja soberana, dado que está enamorada de Orlando (en la real cama requerirá sus favores), “En el acto se arrancó su anillo del dedo (la coyuntura estaba un poco hinchada) y, al ajustárselo, lo nombró su Tesorero y Mayordomo; después le colgó las cadenas de su cargo y haciéndole doblar la rodilla, le ató en la parte más fina la enjoyada orden de la Jarretera. Después de eso nada le fue negado. Cuando ella salía en coche, él cabalgaba junto a la portezuela. Lo mandó a Escocia con una triste embajada a la desdichada Reina [...]”  
La Reina Isabel (Quentin Crisp) y Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando (1992), película basada en la novela
homónima de Virginia Woolf, guionizada y dirigida por Sally Potter
  Pero entre lo relevante del capítulo 1 (el mejor y el más trascendente en el decurso de la vida de Orlando), descuella el hecho de que en secreto escribe de manera profusa y compulsiva (incluso dramas en verso) y de que caminando solitario por el campo aledaño a su casona paterna, sube hasta la cima de un cerro desde donde otea el entorno geográfico de la Gran Bretaña (y aún más) y en donde hay una enorme encina bajo cuya fronda descansa, observa, medita y fantasea:

     
Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando (1992)
      “Había caminado muy ligero, trepando entre helechos y matas espinosas, espantando ciervos y pájaros silvestres, hasta un lugar coronado por una sola encina. Estaba muy alto, tan alto que desde ahí se divisaban diecinueve condados ingleses: y en los días claros, treinta o quizá cuarenta, si el aire estaba muy despejado. A veces era posible ver el Canal de la Mancha, cada ola repitiendo la anterior. Se veían ríos y barcos de recreo que lo navegaban; y galeones saliendo al mar; y flotas con penachos de humo de las que venía el ruido sordo de cañonazos; y ciudadelas en la costa; y castillos entre los prados; y aquí una atalaya, y allí una fortaleza; y otra vez alguna vasta mansión como la del padre de Orlando, agrupada como un pueblo en el valle circundado de murallas. Al este estaban las agujas de Londres y el humo de la ciudad; y tal vez, justo en la línea del cielo, cuando el viento soplaba del buen lado, la rocosa cumbre y los mellados filos de la misma Snowdon se destacaban montañosos entre las nubes. Por un instante, Orlando se quedó contando, mirando, reconociendo. Ésa era la casa de su padre, ésa la de su tío. Su tía era la dueña de esos tres grandes torreones entre los árboles. La maleza era de ellos y la selva; el faisán y el ciervo, el zorro, el hurón y la mariposa.
“Suspiró profundamente, y se arrojó —había una pasión en sus movimientos que justifica la palabra— en la tierra, al pie de la encina. Le gustaba, bajo toda esta fugacidad del verano, sentir el espinazo de la tierra bajo su cuerpo; porque eso le parecía la dura raíz de la encina; o siguiendo el vaivén de las imágenes, era el lomo de un gran caballo que montaba; o la cubierta de un barco dando tumbos —era, de veras, cualquier cosa, con tal de que fuera dura, porque él sentía la necesidad de algo a que amarrar su corazón que le tironeaba de costado; [...]”
Virginia Woolf y Vita Sackville-West
  Vale adelantar y resumir que de entre los manuscritos de Orlando sólo se salva y perdura hasta el final La Encina, poema que alude a The Land (La Tierra), poema narrativo de Vita Sackville-West publicado en 1927 y ese año merecedor del reputado Premio Hawthornden; y por tal guiño, y otros, más o menos translúcidos o crípticos, Nigel Nicolson, hijo de Vita, dice que la novela es una “larga y encantadora carta de amor”. (Entre tales guiños descuella la aventurera liberalidad bisexual de Orlando cuando en el siglo XVIII es mujer; o su casona en el campo, cuyo modelo es Knole House, la enorme y aristocrática casona en Sevenoacks, en el condado de Kent, al sureste de Inglaterra, con cerca de 400 años de abolengo, donde Vita nació; o su estancia en Constantinopla y la bailaora gitana con quien se casa siendo hombre, pues Vita vivió en Constantinopla con su marido Harold Nicolson y era nieta de Josefa Durán, una bailaora gitana nacida en Málaga).

   
Sasha (Charlotte Valandrey) y Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando  (1992)
       Escritos con su “antigua letra de colegial”, los primeros versos de
La Encina fueron redactados por Orlando en 1586; y durante más de 300 años estuvo trabajando en su escritura. Ya desterrado de la Corona —por cortejar, estando comprometido, a la Princesa Marusha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovich (Sasha para él) durante la coronación del Rey Jaime— y de nuevo en su casa en el campo, Orlando invita una temporada a Mr. Nicholas Greene de Clifford’s Inn (Nick Greene), un célebre escritor londinense que él admira y que se codea con las luminarias de la época isabelina. Pero el tipo resulta lenguaraz, vulgar, pedante y poco accesible, y por ende no puede hablar con él de lo que ha escrito, pese a que le otorga “una pensión de trescientas libras al año pagada trimestralmente” para que se consagre a “la Glor”; y sólo a la hora de marcharse le entrega, para que le dé su opinión, “su drama La muerte de Hércules” (que nunca recibe). Proclive a la soledad y al pesimismo (la inesperada y furtiva partida de Sasha rumbo a Rusia lo tornó escéptico ante la mujer, más aún si es extranjera), la lectura de la Visita a un noble en el campo, un panfleto que con mala leche Greene escribió sobre él, lo induce a decirse con misantropía: “he acabado ya con los hombres”. Y por ende, más o menos a sus 30 años de edad, “La noche que siguió a la lectura de la Visita a un noble en el campo hizo una conflagración de cincuenta y siete obras poéticas, de la que sólo se salvó La Encina, que era su ensueño juvenil y muy breve.” 
Cartel de la película Orlando (1992)
  No obstante, después de alrededor de 300 años de haber hablado con Nick Greene en su casona, cuando corren los albores del siglo XX, Orlando, entonces una noble y elegante dama con su aventurero marido batiéndose sin cesar en Cabo Hornos (quizá con “las velas hechas jirones” o “único sobreviviente en una balsa, con una galleta”), viaja por primera vez en ferrocarril de su casa en el campo a Londres en busca de editor para La Encina (que nunca ha dejado de escribir ni de llevar consigo oculto entre los senos), y se da la cósmica casualidad (¡oh casualidad!) de que caminando solitaria en la calle se encuentra nada menos que con Nick Green (a quien siempre ha pagado su pensión), pero convertido en Sir Nicholas, de unos 70 años, ahora “el crítico más respetado de la época victoriana”, quien la invita a comer en un “espléndido restaurante”. En la conversación con Sir Nicholas, dice el biógrafo, “Orlando padeció un desencanto inexplicable. Todos esos años había imaginado que la literatura —sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo— era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas. La desilusión fue tan grande que uno de los botones o broches que sujetaba la parte superior de su traje reventó y dejó caer sobre la mesa ‘La Encina’, un poema.” Sir Nicholas se empeña en llevarse tal manuscrito para hacerlo editar publicitado por él mismo. Cosa que hace casi ipso facto y luego La Encina logra “siete ediciones” y el “premio de Burdett-Coutts”. 
Y ese fatídico jueves 11 de octubre de 1928, otra vez en su casa en el campo, sale y a las “seis menos veintitrés” de la tarde va por “El camino de helechos [que] conducía, con muchas vueltas y revueltas, a la encina, que se levantaba en la cumbre. El árbol era más grande, más recio y más nudoso que cuando ello lo conoció, alrededor del año 1588, pero estaba aún en la plenitud de la vida. Las hojitas agudamente plegadas seguían agrietándose en las ramas espesamente. Tirada en el suelo, sintió los huesos del árbol abriéndose como costillas a un lado y otro. Le gustaba pensar que cabalgaba sobre el lomo del mundo [donde ese día morirá con ‘la campanada duodécima de la medianoche’]. Le gustaba asirse a algo duro. Al echarse, cayó del fondo de su chaqueta de cuero un librito cuadrado de tela roja —su poema ‘La Encina’. Debí traer una pala, reflexionó. La tierra era tan playa sobre las raíces, que era harto discutible que pudiera cumplir su propósito y enterrar el libro en ese lugar. Además, lo desenterrarían los perros. Esos actos simbólicos nunca tienen suerte, pensó. Quizá lo más prudente sería omitirlos. Tenía un breve discurso en la punta de la lengua, que había pensado pronunciar al enterrar el libro. (Era un ejemplar de la primera edición firmado por el autor y el ilustrador.) ‘Lo sepulto como un tributo’, estaba por decir, ‘una devolución a la tierra, de lo que la tierra me dio’, pero, ¡Dios mío!, en cuanto uno se pone a declamar palabras ¡qué tontas parecen! Recordó al viejo Greene, subiendo a una tribuna, el otro día, para compararla con Milton (salvo por la ceguera) y entregarle un cheque de doscientas guineas. Había pensado, entonces, en el roble aquí en su colina, y, ¿qué tendrá eso que ver con esto?, se había preguntado. ¿Qué tendrán que ver siete ediciones? (Ya el libro las había alcanzado.) ¿Escribir versos, no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz? De modo que toda esta charla y censura y elogio y ver personas que la admiran a una y ver personas que no la admiran a una, nada tiene que ver con la cosa misma: una voz tratando de contestar a otra voz. ¿Qué cosa más secreta, pensó, más lenta y más parecida a un diálogo de amantes, que la balbuceada respuesta que ella había dado todos esos años al antiguo canturreo de los bosques, a las granjas, a los caballos zainos esperando en el portón, cuello contra cuello, a la herrería y la cocina y los campos que tan laboriosamente producen trigo, nabos, pasto y al jardín trémulo de iris y de fritilarias?
“Dejó insepulto y descompaginado su libro, y miró el vasto panorama, diverso entonces como el fondo del mar, iluminado por el sol y manchado de sombras. Había una aldea, con su campanario entre los álamos; una mansión abovedada y gris en un parque; una chispa de luz en un invernáculo; un corral con parvas amarillas [...]”


III de V
Uno de los episodios más lúdicos y divertidos de la novela ocurre cuando el protagonista conoce y galantea a Sasha. Es el tiempo de la Gran Helada y de la regia coronación del Rey Jaime. Orlando, quien bajo la monarquía y la anuencia de la Reina Isabel llevó una doble vida que le permitía, camuflado, incursionar entre la “gente baja” y conocer “hombres de letras” en tabernas y mujeres (incluso en la antesala de los aposentos reales), aún es un privilegiado en la Corte y con todas las reglas de la escriturada ley y de las escrituradas dotes está comprometido con Lady Margaret O’Brien O’Dare O’Reilly Tryconnel (Euphrosyna para él y en sus sonetos), quien “lucía en el segundo dedo de la mano izquierda el espléndido zafiro de Orlando”. Pero el arribo de la Princesa Sasha en el barco de la Embajada Moscovita, presente para las fiestas, el baile y la ceremonia de la coronación del Rey Jaime, da al traste con esos planes y a la postre lo convierte en un desterrado de la Corte. Sasha, con su belleza andrógina y puntillosa labia, ejerce en Orlando una fascinación que lo hechiza al verla por primera vez patinando sobre el hielo y cuyo enamoramiento parece recíproco, pues ella le corresponde yendo a pasear con él y con besos y apapachos. No obstante, sin creer lo que sus ojos ven, en la bodega del barco de la Embajada Moscovita, la descubre en las rodillas de un marinero, pese a que ella es una supuesta Romanovich de sangre azul: “la vio inclinarse hacia él; los vio abrazarse antes que se borrara la luz en la nube roja de su rabia”. Y es algo más que un “vulgar marinero”; se trata de un gigantesco leviatán: un “peludo monstruo marino. El hombre era descomunal; descalzo tenía más de seis pies de estatura; llevaba en las orejas aros ordinarios de alambre; y parecía un caballo de carro en el que se hubiera posado un gorrión.” Así que luego de un arranque de violencia y de un súbito desmayo por la impresión, Orlando se disculpa ante las explicaciones de ella y todo parece ir de nuevo sobre ruedas. De modo que acuerdan su huida: “A la medianoche se encontrarían en un mesón cerca de Blackfriars. Había caballos apostados. Todo estaba listo para la fuga. Así que se despidieron, ella a su tienda, él a la suya. Faltaba todavía una hora.”
Orlando (Tilda Swinton) y Sasha (Charlotte Valandrey)
Fotograma de Orlando (1992)
  Orlando, bajo la lluvia, espera allí “hasta que el reloj de San Pablo marcó la dos”; pues Sasha no llega y entonces parte “al galope sin saber adónde”. Y al amanecer, al unísono de los desastres que produce el deshielo de la Gran Helada, él va al galope por las orillas del Támesis hasta la dársena, donde, buscando el navío ruso entre las embarcaciones de las otras embajadas que asistieron a la ceremonia de la coronación del Rey Jaime, ve, con su telescópica mirada del halcón, que a la distancia “El barco de la Embajada moscovita salía mar afuera”, sin que él haya dilucidado si la Princesa Sasha era hija del embajador o su casquivana amante.
Si bien la desafortunada experiencia con Sasha marca el decurso inmediato y posterior de la vida de Orlando, vale el privilegio de transcribir y visualizar un pasaje que ilustra el deshielo de la Gran Helada —y el poder narrativo de Virginia Woolf (quien el 28 de marzo de 1941 se suicidaría ahogándose en el río Ouse)—, que es uno de los momentos más dramáticos y visuales de la novela:
Virginia Woolf
(1882-1941)
Foto incluida en Orlando (Sudamericana, 1999)
  “Algún instinto ciego, porque era ya incapaz de razonar, debió inducirlo a tomar la margen del río en dirección al mar. Porque al romper el alba, lo que sucedió con inusitada rapidez, cuando el cielo era de un amarillo pálido y casi había cesado la lluvia, se encontró en las orillas del Támesis más allá de Wapping. Un espectáculo extraordinario se ofreció a sus ojos. Ahí, donde por tres meses y más hubo hielo tan sólido y tan macizo que parecía permanente como piedra, y toda una alegre ciudad se edificó sobre él, corría ahora un turbulento torrente de aguas amarillas. Era como si una fuente de azufre (opinión que favorecieron muchos filósofos) hubiera reventado el hielo con tal vehemencia que barría y apartaba furiosamente los fragmentos enormes. Daba vértigo la sola vista del agua. Todo era caos y confusión. El río estaba sembrado de témpanos. Algunos eran amplios como una cancha y altos como una casa; otros no eran mayores que un sombrero de hombre, pero fantásticamente retorcidos. Ora descendía todo un convoy de bloques de hielo hundiendo cuanto le estorbaba el camino. Ora, arremolinándose y retorciéndose como una serpiente torturada, el río parecía lastimarse entre los fragmentos, y los empujaba de orilla a orilla, hasta deshacerlos contra los arcos y los pilares. Pero lo más horrendo era el espectáculo de los hombres atrapados de noche, que ahora recorrían sus islas zigzagueantes y precarias en la última angustia. Que se arrojaran al torrente o se quedaran en el hielo, su destino era inevitable. A veces un montón de esos pobres seres desfilaban juntos, algunos de rodillas, otros amamantando a sus hijos. Un anciano parecía leer en voz alta un libro sagrado. Otras veces, y su suerte quizás era la más terrible, un desdichado recorría su estrecho alojamiento sin compañero. Al ser barridos mar afuera, algunos vanamente pedían socorro, jurando locas promesas de enmienda, confesando sus pecados y ofreciendo altares y bienes si Dios oía sus ruegos. Oros estaban tan aterrados que permanecían quietos y mudos mirando fijamente ante sí. Una cuadrilla de aguateros o postillones, a juzgar por sus uniformes, vociferaban en coro los más obscenos cantos de taberna, como un desafío, y se estrellaron contra un árbol y se hundieron con blasfemias en los labios. Un viejo noble —como lo proclamaba su traje con pieles y su cadena de oro— se hundió no lejos del lugar donde estaba Orlando, invocando venganza sobre los rebeldes irlandeses, quienes, dijo con su último aliento, habían tramado esa satánica maldad. Muchos perecieron apretando un jarro de plata contra su pecho o algún otro tesoro; y no menos de una docena de pobres diablos se ahogaron por su propia codicia, arrojándose a la corriente para no perder una copa de oro o permitir la desaparición de un abrigo de pieles. Porque los témpanos arrastraban muebles, valores, objetos de todas clases. Entre esos espectáculos extraños se vio una gata amamantando su cría; una mesa puesta suntuosamente para veinte cubiertos; una pareja en cama; y una extraordinaria cantidad de utensilios de cocina.
“Aterrado y atónito, Orlando no pudo hacer otra cosa que mirar las aguas que se desencadenaban a sus pies. Al fin, como recobrándose, espoleó su caballo y corrió a lo largo del río en dirección al mar. Doblando una curva llegó al sitio donde hacía menos de dos días los buques de los Embajadores parecían anclados para siempre. Los contó con apuro: el francés, el español, el austríaco, el turco. Todos estaban a flote, aunque el navío francés había roto sus amarraras, y el turco tenía un gran rumbo en el costado y estaba llenándose de agua. Pero el buque ruso no se vía por ninguna parte. Por un instante Orlando creyó que había naufragado; pero elevándose en los estribos y sombreando sus ojos, que tenían la vista del halcón, alcanzó a distinguir en el horizonte la forma de un navío. Las águilas negras volaban en el palo mayor. El barco de la Embajada moscovita salía mar afuera.
“Se arrojó enfurecido del caballo, como para acometer el torrente. Con el agua hasta las rodillas, descargó contra la infiel todas las injurias que se han destinado siempre a su sexo. Perjura, voluble, inconstante, dijo; demonio, adúltera, felona; y el remolino recibió sus palabras y dejó a sus pies una vasija rota y una pajita.”


IV de V
Otro de los momentos más llamativos de la novela, tanto como la longevidad del protagonista, es su conversión en mujer. Desterrado de la Corte y refugiado en su casa en el campo, Orlando, cierto día que agrega algún verso a La Encina, ve que lo acecha una sombra, “una dama altísima con caperuza y manto”. Se trata de “la Archiduquesa Enriqueta Griselda de Finster-Aarhorn y Scandop-Boom en el territorio rumano”, quien para cortejarlo se hospeda cerca: “en casa del panadero”. Pero como él no tolera “el buitre Lujuria” encarnado en una mujer y mucho menos en una extranjera, le pide al Rey Carlos que lo nombre “Embajador extraordinario en Constantinopla”.
Editorial Sudamericana, Colección Diamante, 4ª edición especial
Barcelona, 1999
(Portada)
  En Constantinopla, según reporta el biógrafo con grandes lagunas, el desempeño de Orlando como Embajador al servicio de Su Majestad fue tal que en la Embajada británica, con solemne ceremonia presidida por “Sir Adrian Scrope, con uniforme de gala de Almirante Británico”, le impuso “el Collar de la Nobilísima Orden del Baño y prendió la Estrella en su pecho; y después otro caballero del cuerpo diplomático se adelantó con dignidad y echó sobre sus hombros el manto ducal, y le entregó, en un almohadón carmesí, la corona ducal”. Pero la celebración de su Ducado se transforma en una turbia y oscura francachela signada por el profundo sueño en que cae y por la rebelión de los turcos contra el Sultán, lo cual precede su temporal huida y exilio, en territorio turco, con una tribu de gitanos nómadas. Según el biógrafo:
“Al día siguiente los secretarios del Duque (como debemos llamarlo ahora) lo hallaron profundamente dormido y la ropa de cama toda revuelta. Se notaba cierto desorden: la corona tirada por el suelo, el Manto y la Liga en un montón sobre una silla. La mesa estaba llena de papeles. Nada sospecharon al comienzo, pues las fatigas de la noche habían sido grandes. Pero como al llegar la tarde seguía durmiendo, mandaron buscar un médico. Aplicó los remedios que se habían ensayado la otra vez —emplastos, ortigas, eméticos— pero sin éxito. Orlando seguía durmiendo. Los secretarios creyeron su deber examinar los papeles sobre la mesa. Muchos estaban borrados de versos, que aludían con frecuencia a una encina. Había también algunos documentos oficiales y otros de carácter particular sobre el manejo de sus propiedades en Inglaterra. Pero al fin dieron con un documento mucho más significativo. Era nada menos que un acta de matrimonio, asentada, firmada y autorizada por testigos entre su Señoría Orlando, Caballero de la Jarretera, etc., etc., etc., y Rosina Pepita, bailarina, hija de padre desconocido, pero que se supone gitano, y de madre también desconocida, pero que se supone vendedora de fierro viejo en el mercado frente al Puente de Gálata. Los secretarios se miraron consternados. Orlando seguía durmiendo. Día y noche lo velaron, pero sólo daban señales de vida su respiración regular y el profundo carmín de sus mejillas. Cuanto la ciencia o el ingenio pudieron idear para despertarlo, se hizo; pero seguía durmiendo. El séptimo día de su letargo (jueves, 10 de mayo) se disparó el primer tiro de esa terrible y sangrienta insurrección cuyos primeros síntomas recogió el Teniente Brigge. Los turcos se rebelaron contra el Sultán, prendieron fuego a la ciudad y degollaron o acabaron a azotes a cuanto extranjero encontraron. Algunos ingleses lograron escapar; pero, como era de esperarse, los caballeros de la Embajada Británica prefirieron morir en defensa de sus valijas coloradas, o en caso extremo, tragarse los manojos de llaves antes que dejarlos en manos del Infiel. Los revoltosos irrumpieron en el cuarto de Orlando, pero suponiéndolo muerto lo dejaron intacto y sólo le robaron su corona y las insignias de la Jarretera.”
“Angelica Garnett, sobrina de Virginia, caracterizada como
Orlando, para ilustrar la primera edición de la novela.

Foto en Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus, 2012),
biografía de Irene Chikiar Bauer.
  Así, a semejanza de un milenario cuento de hadas y de aventuras, pero sin mediar ningún brujeril encantamiento ni el beso de un príncipe enamorado de un bello durmiente, Orlando, tras ese tranquilo sueño de siete días se despertó convertido, no en cucaracha, sino en mujer. Para decirlo con el biógrafo: 
Bástenos formular el hecho directo: Orlando fue varón hasta los treinta años; entonces se volvió mujer” y siguió siéndolo hasta el fin de sus días terrenales.



V de V
Fotograma de Orlando (1992)
No pocas veces Virginia Woolf ha sido enarbolada como paladín de la causa feminista. A lo largo de la novela, sin que su objetivo implique una reivindicación a ultranza, se leen dispersas alusiones que refieren el lugar secundario y menoscabado que el ancestral, atávico e idiosincrásico entorno falocéntrico occidental suele endilgarle a la mujer en sus diversos roles domésticos y sociales, y no sólo en los relativos al intelecto y al arte. En este sentido, al bosquejar cierta sátira sobre el estereotipo de escritor consagrado en el siglo XVIII (“el genio, divino como es y adorable, suele alojarse en las envolturas más sórdidas”), con cuyas luminarias ella suele reunirse, el biógrafo saca a colación (y salpimenta con añadidos) el concepto de la mujer que Lord Chesterfield (un arquetipo de la época) le confía “a su hijo [quizá en una carta] bajo el más estricto secreto: ‘Las mujeres no son más que niños grandes... El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y las adula.’ Como los niños invariablemente oyen lo que no deben y a veces llegan a ser grandes [...] Una mujer sabe muy bien que por más que un escritor le envíe sus poemas, elogie su criterio, solicite su opinión y beba su té, eso no quiere absolutamente decir que respete sus juicios, admire su entendimiento, o dejará, aunque le esté negado el acero, de traspasarla con su pluma. Todo eso, por despacio que lo digamos, es cosa sabida”.
Fotograma de Orlando (1992)
  No obstante y por ello, con una íntima rebeldía y cierta iconoclasia, Orlando, que es mujer, durante el siglo XVIII lleva una subterránea vida licenciosa y aventurera, incluso con prostitutas, pues vestido de hombre o vestido de mujer goza del sexo femenino y del sexo masculino.
Fotograma de Orlando (1992)
  Pero el amor de su matusalena vida no fue la idealizada Sasha ni la efímera Rosina Pepita ni ninguno de esos amores nocturnos y clandestinos, sino el aristócrata y ricachón navegante Marmaduke Bonthrop Shelmerdine Esquire, con quien se casa y tiene un hijo. Quien pese a su ruinoso castillo en Las Hébridas, la mayor parte del tiempo se la pasa, aún después de casarse con ella (que se queda sola), aventurándose en “el Cabo de Hornos en pleno huracán. El barco solía quedar sin un mástil; las velas hechas jirones (tuvo que arrancarle esa confesión). A veces el buque se había hundido, y él había quedado como único sobreviviente en una balsa, con una galleta.” Pero hubo entre ambos tal rápida comprensión y empatía que en la conversación él le preguntaba a ella: “¿Estás segura de no ser un hombre?” Y ella a él: “¿Será posible que no seas una mujer?” De modo que la frase: “las galletas tocaban a su fin”, en su mutuo entendimiento significa la ambrosía: “besar una negra en el oscuro”. El biógrafo lo reporta así, luego de glosar la estrategia y el vaivén de la repetitiva e incesante aventura de Marmaduke en Cabo de Hornos: 
Orlando (Tilda Swinton) y Marmaduke (Billy Zane)
Fotograma de Orlando (1992)
  “‘Aquí está el norte’, le decía. ‘Ahí está el sur. El viento sopla más o menos de aquí. El bergantín navega hacia el oeste; acabamos de arriar la vela de mesana; y ya vez, aquí, donde está ese pastito, entra la corriente que encontrarás marcada. ¿Dónde están el mapa y la caja de compases, contramaestre? ¡Ah! gracias, ahí donde está el caracol. La corriente lo toma por estribor, de suerte que debemos aparejar el foque o nos arrastrará a babor, que es donde está esa hoja de haya, porque comprenderás, querida’, y de ese modo proseguía, y ella escuchaba cada palabra, interpretándola correctamente, hasta llegar a ver, sin que tuviera él que decírselo, la fosforescencia en las olas, el hielo crujiendo en los obenques; cómo subió a la punta del mástil, en un vendaval; cómo volvió a bajar, tomó un whisky con soda, bajó a tierra; fue atrapado por un negra, se arrepintió, discutió el asunto, leyó a Pascal, determinó escribir filosofía, se compró un mono, especuló sobre el verdadero fin de la vida, se resolvió a favor del Cabo de Hornos, etcétera, etcétera. Todas estas cosas y miles de otras ella las adivinó, y así, cuando ella contestaba: ‘Sí, las negras son de lo más atrayente, ¿no es verdad?’ a dato de que la provisión de galleta tocaba a su fin, Bonthrop se quedaba encantado y sorprendido de que ella lo interpretara tan bien.
“‘¿Estás segura de no ser un hombre?’, le preguntaba ansiosamente, y ella repetía como en un eco: 
“‘¿Será posible que no seas una mujer?’, y acto continuo hacían la prueba. Pues cada uno de los dos se asombraba tanto de la rápida simpatía del otro, y sentía como una revelación que una mujer pudiera ser tan tolerante y tan libre en su manera de hablar como un hombre, y un hombre tan extraño y tan sutil como una mujer, que en seguida tenían que hacer la prueba.
“Y así seguían conversando, o más bien comprendiendo; operación que constituye el arte principal del lenguaje en un tiempo cuyas palabras ralean diariamente de tal modo comparadas con las ideas, que la frase ‘las galletas tocaban a su fin’ suele significar: besar una negra en el oscuro, cuando uno acaba de leer por décima vez las obras filosóficas del Obispo Berkeley.”

Virginia Woolf, Orlando. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Colección Diamante, Editorial Sudamericana. 4ª edición especial. Barcelona, 1999. 240 pp.  



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Enlace a un trailer de Orlando (1992), filme guionizado y dirigido por Sally Potter, basado en la novela homónima de Virginia Woolf.
Enlace a vídeo sobre Orlando (1992), película dirigida por Sally Potter, basada en la novela homónima de Virginia Woolf.

sábado, 20 de agosto de 2022

Job



Nunca te vayas sin decir amén

Joseph Roth (1894-1939) tenía 36 años cuando Job. La novela de un hombre sencillo inició un éxito vertiginoso. Esto lo anota José María Pérez Gay en el ensayo que le destina (a su vida y obra) en El imperio perdido (Cal y Arena, 1991), donde también apunta que en 1933, en el momento en que Joseph Roth abandona Alemania, “Job había vendido más de 70 mil ejemplares”, pues en 1931 se tradujo del alemán al inglés y en Nueva York “el Círculo de Lectores la declaró en noviembre Book-of-the Month”. La revista Time la celebró como un best-seller. Basada en ella, Otto Brower dirigió la película Sins of man (1936). Y “Marlene Dietrich aseguró que era su libro favorito”; lo cual quizá implica que encontró lógicos, dentro de la obra, los prejuicios y atavismos que en torno a la mujer repite Mendel Singer, el protagonista: la mujer, por el hecho de serlo, a veces tiene el diablo en el cuerpo; no necesita ser inteligente; e incluso: “las mujeres no valen nada”; “Que Dios las proteja y amén”. Ante esto, cabe suponer que Marlene Dietrich simpatizó con la libertad sexual de Miriam, la hija de Mendel Singer.

El abuelo judío de Joseph Roth (Brody, 1884)
      
         El protagonista de la novela encarna el arquetipo de los judíos pobres que vivían discriminados y bajo la amenaza de los pogroms de la Rusia zarista, territorio que Joseph Roth conoció desde dentro, puesto que había nacido y vivido en Brody, “a unos cinco kilómetros de la frontera rusa”, un pueblo de Galicia, que era “la provincia más extensa del imperio austro-húngaro”. “A finales del siglo XIX” —apunta José María Pérez Gay— “Brody era la capital del contrabando en Europa. La mercancía más valiosa fueron los judíos del imperio ruso, ávidos de escapar a la conscripción obligatoria o, en el peor de los casos, a los pogroms”. A esto se agrega el hecho de que en 1924 Joseph Roth recorrió Galicia como cronista del Frankfurter Zeitung, “el periódico más prestigiado en la Europa de los años veinte”, donde Job apareció por entregas por primera vez, “entre el 14 de septiembre y el 21 de octubre de 1930”. Asimismo, las características de la familia de Mendel Singer y las de éste, que es moreno (a imagen y semejanza de la estampa que ilustra una foto de 1884 tomada en Brody al abuelo de Joseph Roth), reproducen, con sarcasmo y verismo crítico, el arquetipo de esos judíos rusos sin un cópec (algunos posteriormente enriquecidos a base de mil y una artimañas) que durante las primeras décadas del siglo XX emigraron tras los efluvios del american dream: “América era el God’s own country, el país de Dios, como en otros tiempos lo fue Palestina, y Nueva York era the wonder city, la ciudad de los milagros, como la antigua Jerusalén...”; “El inglés, el idioma más bello del mundo. Los americanos eran sanos y las americanas, bonitas...”

Ilustración de la portada:
detalle de un estudio de La toma de rapé (1912),
óleo sobre tela de Marc Chagall.
(Bruguera, Barcelona, 1981)
Además del nombre homónimo, el subtítulo de la obra parece aludir el primer versículo del Job de la Biblia (en español). Roth, no obstante, no hizo una reescrituración o un palimpsesto del Job bíblico. Sin embargo, la resonancia no es fortuita ni desatinada. Mendel Singer vive en Zuchnow, pueblo ruso que después de la caída del Zar pertenecería a Polonia. Es un judío de caftán y gorrita de reps, con 30 años, humilde, temeroso de Dios y extremadamente cumplido con los preceptos judaicos, que se dedica —en el cuartucho que es su casa y por unos cuantos rublos que apenas le aseguran la sobrevivencia— a enseñarles la Biblia hebrea a un grupo de escuincles (quienes parlan en yidish, se colige). Tiene tres hijos: Jonás, Schemarjah y Miriam. Y Deborah, su esposa, se halla embarazada de Menuchim, el niño que nace inválido, deforme, epiléptico y deficiente mental, cuya única palabra, aún a los diez años, es “mamá”, el cual corporifica uno de los centros neurálgicos que trastornan y agudizan la miseria y el estoicismo religioso y familiar. Deborah lleva a Menuchim ante un rabino de Kluczyk dizque milagroso, pero éste sólo dice que sanara dentro de muchos años y cifra un presagio que parece fuego fatuo, vil y vulgar verborrea, el consuelo que se le dice a una madre dolorosa y desesperada: “Menuchim, hijo de Mendel, sanará. En todo Israel no habrá muchos como él. El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte. Sus ojos serán grandes y profundos, y sus oídos, claros y musicales. Su boca callará, pero cuando abra los labios anunciará cosas buenas. No tengas miedo y vuelve a casa.”
       Años después, cuando Jonás y Shemarjah tienen la edad de ser conscriptos, el ejército del Zar exige su acuartelamiento. Y puesto que su credo judío dizque les prohíbe la guerra, Deborah, que siempre toma la iniciativa para las cuestiones prácticas, extrae sus ahorros que esconde bajo una tabla del piso y acude a Kapturak, el contrabandista de hombres, dueño de las conexiones para sobornar la vigilancia fronteriza; pero sus fondos sólo le alcanzan para uno de sus hijos y éste resulta ser Shemarjah, quien se marcha de allí con sólo dos rublos en el bolsillo, en tanto Jonás inicia su incorporación militar. 
Más tarde y ante las pulsiones hormonales de su cuerpo, Miriam se ve a hurtadillas con varios cosacos. Su padre la descubre con uno, quien además no es judío; por ende decide, apoyado por la invitación y los dólares que su hijo Shemarjah le envía desde Nueva York, pagar el papeleo y el cohecho a través de Kapturak y los boletos que los lleven en tren y en barco a América, “la tierra de la gran promesa”. Mendel Singer, Deborah y Miriam se trasladan a América, pero dejan a Menuchim, el idiota y tullido, quien es encomendado a un joven matrimonio.
      En Nueva York, a los 59 años, Mendel Singer vive cierta estabilidad que le hace sentir que Dios, por fin, se fijó en él y en los suyos. Habita, con Deborah, un edificio astroso de la Essex Street, en un gueto judío. Todos los días asiste a la tienda de gramófonos, discos, partituras, cancioneros e instrumentos musicales que tiene el viejo Skovronnek, sitio de reunión de otros ancianos inmigrantes. Su hijo Shemarjah se ha mudado al barrio de los ricos, con su esposa y el vástago de ambos. Miriam vive con éstos y además trabaja en la tienda de Shemarjah y le muestra al padre el respeto que nunca le tuvo. 
      Jonás, en el otro lado del mundo, es ahora soldado del Zar y está contento. Deborah se halla un poco tranquila, sin que esto signifique que no recuerde el abandono de Menuchim, del que según se dijo en una carta que les enviaron los Billes, pudo hablar en medio de un incendio y ha sido llevado a San Petersburgo, porque grandes doctores quieren estudiar su caso. 
En el momento en que disponen traer a Menuchim a Nueva York, estalla en Europa la Gran Guerra en 1914 y con ello una serie de infortunios: el traslado de Menuchim se hace imposible y disminuyen sus posibilidades de sobrevivir. Jonás desaparece en la batalla. Shemarjah, pese a que en América lo tiene todo y no ha sido llamado a filas, se enlista en el ejército norteamericano y muere en Europa. La noticia de su muerte provoca la conmoción y el fallecimiento de Deborah y tales desastres incitan la locura de Miriam, quien es internada en un manicomio. 
En medio de ese dramático y mortuorio marasmo, Mendel Singer pierde la fe y la esperanza: intenta quemar su departamento y el saquito rojo donde guarda las filacterias judaicas, su manto litúrgico y su gastado libro de oraciones. No se atreve: aún conserva cierto temor de Dios; pero con tales llamas blasfema y reniega contra él y su cruel, dura e inescrutable voluntad. Imagina que lo incendia. Y abandona, para el resto de sus días que vivirá a imagen y semejanza de una sarna maligna, la serie de ritos, ceremonias, salmos y rezos que antes efectuaba al pie de la letra, día a día, con profunda piedad. 
Sus amigos: Menkes, el del comercio de verduras; Skovronnek, el de la tienda de instrumentos musicales; Rottenberg, el copista de la Biblia; y Groschel, el zapatero, acuden a él y tratan de reconfortarlo. 
Ante su mísera suerte, Rottenberg le recuerda el destino del Job bíblico; pero Singer le discute la inutilidad de la historia porque ya no suceden milagros como los que se narran allí. 
Mendel Singer se queda a vivir en la trastienda de Skovronnek. Poco a poco se transforma en un viejecillo peor vestido, sin dinero, huraño, silencioso, que es sirviente tanto en la tienda de instrumentos musicales, como en la casa del patrón, donde la señora Skovronnek, además de despreciarlo, le arranca el Míster” y sólo le ordena o lo acusa con su nombre. 
Mendel Singer ya no espera nada. Hace varios años que en el otro lado del océano terminó la guerra. Ya no gobierna el Zar. Pero Singer sólo sueña con morir en Rusia, tal vez allá sepa de su hijo Menuchim, el tonto y tullido; y quizá de Jonás, aunque es probable que nunca consiga ni ahorre el dinero del pasaje. 
En tal resignación se halla en espera de la muerte. Llega el día en que los judíos celebran la primera noche de Pascua. Mendel Singer es invitado a la ceremonia que organizan en su casa los Skovronnek. Participa en ella como el sirviente que es. Después de que la puerta ha sido abierta y cerrada por si quería entrar el profeta Elías (así lo expresan con el rito y sus cantos litúrgicos), llaman a la puerta y todos, a la expectativa, esperan que ocurra un milagro. Y en efecto, ocurre. Pero el recién llegado no es el profeta Elías, sino nada menos que Menuchim, quien llega convertido en Alexei Kossak, un famoso compositor y director ruso de paso por Nueva York, cuya orquesta ha interpretado una serie de melodías hebraicas, entre ellas la Canción de Menuchim, de su autoría, que ya había seducido a su padre al oírla en el gramófono de la tienda de instrumentos musicales, sin que supiera cómo se llamaba la pieza y quién era el compositor. 
Menuchim narra los milagros que definen sus misteriosas virtudes humanas y con ello confirma el cumplimiento del lejano presagio cifrado a su madre por el rabino milagroso de Kluczysk. Menuchim se lleva a su padre. La caja de Pandora se vuelve a abrir: quizá Miriam recupere la razón, tal vez Jonás no haya muerto en la sangrienta trinchera. Todo es como un sueño en el que Dios se manifiesta y premia al doliente y al justo. No sería extraño que Mendel Singer muriera a los 140 años de edad rodeado por la alharaquienta tribu de sus nietos, “satisfecho de la vida, como estaba escrito en el libro de Job”.

Joseph Roth
(Brody, Galitzia, Imperio Austrohúngaro, septiembre 2 de 1894-
París, mayo 27 de 1939)
       
        Job. La novela de un hombre sencillo es un drama extraordinario, conmovedor. Sus frases cortas, el conocimiento de las contradicciones, de las miserias y debilidades humanas, la transparencia poética, el milagro de la obra, prueban por qué el crítico, periodista y narrador Joseph Roth es uno de los grandes novelistas del siglo XX. 
La serie de escenas en que transcurre y le dan movimiento, dan visos —y no únicamente por el éxito editorial ni por el xenófobo “problema judío” que angustiaba hasta el insomnio y el fanatismo no sólo a quienes de cerca y en carne propia veían bullir y multiplicarse al cruel y monstruoso nazismo de mil cabezas—, del por qué, en los años 30, fue adaptada y lleva al cine por la Twenty Century Fox. 


Joseph Roth, Job. La novela de un hombre sencillo. Traducción del alemán al español de Bernabé Eder Ramos. Bruguera/Libro amigo. Barcelona, 1981. 192 pp.


El gólem


Yo está aquí, echado a mis pies,
mirándome mirándose mirarme mirado

I de II
En 2013, en Madrid, con el número 11 de la Colección Letras Populares de Ediciones Cátedra, apareció El gólem, la novela más famosa del vienés Gustav Meyrink (1868-1932), escrita en alemán y editada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff, en un libro ilustrado con ocho litografías de Hugo Steiner-Prag, cuya primera edición por entregas apareció en diciembre de 1913, en Leipzig, en Die Weissen Blätter, revista del expresionismo alemán, donde en octubre de 1915 se editó La metamorfosis de Franz Kafka (que Kurt Wolff llamaba “historia de la chinche”). Traducida del alemán por Isabel Hernández —“profesora titular de Literatura Alemana en la Universidad Complutense de Madrid”—, lo que hace singular y relevante a la presente edición de El gólem son sus postreras notas que clarifican 33 menudencias de la obra, más la “Bibliografía” y la “Introducción” dispuesta en siete partes: “Gustav Meyrink: biografía de una obra”, “Meyrink en el fin de siècle alemán”, “El auge de la literatura fantástica”, “Praga y el gólem”, “El gólem y Praga”, “La función de las fuerzas ocultas” y “Athanasius Pernath y el gólem: el motivo del doble”. 
Colección Letras Populares núm. 11
Ediciones Cátedra
Madrid, 2013
  Divida en veinte capítulos, la novela El gólem —de naturaleza fantástica, repleta de un abigarrado y maleable esoterismo, ubicada en el siglo XIX en Praga y no exenta de largos vericuetos melodramáticos, dickensianos, folletinescos, mezquinos y mundanos—, traza un círculo, pues en el segundo capítulo la voz narrativa —que en primera persona y sucesivamente encarna los sueños, las pesadillas, la personalidad, las vivencias y los vestigios de la memoria de Athanasius Pernath, el protagonista— dice, de pasada y con ambigüedad onírica, haber tomado por error el sombrero de éste; y sólo hasta el último capítulo, en una sorpresiva vuelta de tuerca, reitera y precisa que él no es Pernath (aunque lo parecía), que sólo ha “dormido una hora”, que el sombrero lo tomó por equivocación ese mismo día “en la catedral del Hradschin” y por ende todo lo narrado y transcurrido en la novela ocurrió dentro tal breve período; es decir, el narrador soñó y vivió todo eso por haberse colocado el sombrero de Athanasius Pernath (una especie de objeto mágico de apariencia antigua e impoluta) y se propone devolvérselo y recuperar el suyo. Para tal propósito, va a la judería, al gueto de Praga; pero además de que ha sido reconstruido (fue saneado por una epidemia de tifus y por la tácita e inextricable insalubridad) y de que no lo encuentra allí, descubre que los hechos del presente del sueño sucedieron “Hace treinta y tres años”. “El tallador de gemas Pernath tendrá ahora casi noventa”, se dice, pero yerra, pues en el presente del sueño, según calcula el viejo Zwakh, “no debe tener más de cuarenta años”, lo cual casi coincide con el cálculo del propio Pernath al ver de cerca por primera vez a Schemajah Hillel (el padre de Miriam y archivero en la “vieja Sinagoga Nueva”): “no debía ser mayor que yo: a lo sumo unos cuarenta y cinco años”; es decir, tendrá unos 70 años o un poco más. Pero el caso es que el narrador logra llegar, reconociendo sitios y detalles del sueño suscitado por el sombrero, a la zona y al punto exacto, lejos del barrio judío, donde ahora vive Athanasius Pernath en la “calle de los Alquimistas”, precisamente donde aparece la “casa blanca de la Ciudad Pequeña”, que según la leyenda narrada por Josua Prokob, “solo se ve con la niebla, y si se ha nacido con buena estrella. La llaman ‘El muro de la última farola’. Quien sube allí de día no ve más que una gran piedra gris... detrás hay un gran precipicio, la Fosa de los Ciervos, y puede usted considerase afortunado, señor Pernath, de no haber dado un paso más: habría caído en ella inevitablemente y se habría roto todos los huesos.” 

Gustav Meyrink
(1868-1932)
  Es decir, Athanasius Pernath —que en el edificio donde vive corteja a su vecina la humilde Miriam y le hace creer que por un “milagro” suele encontrar dinero en el pan—, después de un furtivo y efímero amorío con la bella, ricachona, casquivana y libertina Angelina (oh paradoja), ve esa fantasmagórica casa blanca en medio de la niebla y dentro de ella a un decrépito anciano con una vela, quien no lo ve ni lo oye, en medio de utensilios y trebejos alquimistas. Pero ahora, en el preciso lugar de la casa blanca, el narrador descubre una palaciega casona que semeja un ámbito sagrado, un edénico santuario, cuyo “jardín está todo cubierto de mosaicos. Azul turquesa con frescos dorados, con una curiosa forma de concha, que representan el culto al dios egipcio Osiris.

“La puerta de dos hojas es el dios mismo: un hermafrodita hecho de las dos mitades que conforman la puerta, la derecha femenina, la izquierda masculina... Está sentado en un valioso trono plano de madreperla, en semirrelieve, y su cabeza dorada es la de una liebre. Las orejas están hacia arriba y muy pegadas la una de la otra, de manera que parecen las dos caras de un libro abierto...
“Huele a rocío, y un aroma a jacintos llega desde lo alto del muro.”
El narrador le entrega el sombrero de Pernath a un viejo criado (“con zapatos de hebillas de plata, chorreras y una chaqueta de extraño corte”), quien le devuelve el suyo con las disculpas pertinentes. Pero en medio del esplendor y de la magnificencia del entorno logra ver el rutilante cuesco de oro, el epicentro de la majestad, casi una epifanía:
“Sin decir palabra le alcanzo el sombrero envuelto de Athanasius Pernath.
“Lo coge y cruza la puerta de dos hojas.
“Al abrirse veo detrás una casa de mármol, similar a un templo, y en sus escalones a:
“ATHANASIUS PERNATH
“y apoyado en él a:
“MIRIAM,
“y ambos miran hacia la ciudad.
“Miriam se vuelve por un instante, me ve, sonríe y susurra algo a Athanasius Pernath.
“Estoy fascinado por su belleza.
“Es tan joven como la he visto esta noche en sueños.
“Athanasius Pernath se vuelve despacio hacia mí y mi corazón se para: es como si me viera en el espejo, tan parecido es su rostro al mío.
“Después las hojas, de la puerta se cierran y no reconozco más que al reluciente hermafrodita [...]”
Vale puntualizar que pese a tal apoteósica redención y trascendencia metafísica y amorosa que implica la idealizada escena, cuyos implícitos visos de metempsicosis, predestinación e inmortalidad al protagonista le bosqueja en la cárcel un tal Amadeus Laponder —quien incluso ve en su pecho una premonitoria señal que también vio el estudiante de medicina Innocenz Charousek—, el hábil restaurador de antigüedades y tallador de gemas Athanasius Pernath, quien subsistía en una oscura y horrenda covacha de un vetusto, pobretón y hacinado conventillo del laberíntico barrio judío, por lo que se aprecia en lo sueños vividos y contados por el narrador, no era místico ni alquimista ni cabalista ni mago ni judío ortodoxo (habla alemán, pero no hebreo ni checo), ni siquiera un individuo sabio o extraordinario, si no un tipo gris, común, contradictorio, débil ante sus sueños, pesadillas y pulsiones sexuales, con amnesia y trastornos psíquicos (al parecer rescoldos y secuela de cierta demencia que lo recluyó en un manicomio donde fue “curado” mediante la hipnosis), y con prejuicios misántropos ante las tribus del barrio judío y hasta xenófobos (lo cual particulariza al describir el asco que le causa Rosina la pelirroja, una niña judía de 14 años que rondaba frente a su puerta; no obstante fantasea con su cuerpo desnudo, llevando “unas largas medias rosas”, un “sombrero, grande y lujoso” y “un frac de caballero”; e incluso en un pasaje deja que “ardorosa” se apriete a él). A todo ello se añade un hastío, una melancolía y una depresión que lo induce a pergeñar su inminente suicidio. En esas estaba (preparando sus ahorros bancarios para dejárselos a Miriam) cuando fue detenido por la policía y llevado a la cárcel, donde estuvo siete meses preso acusado de haberle robado un reloj a Karl Zottman, “director de la compañía de seguros de vida”, a quien supuestamente también asesinó, en cuya celda conoció al susodicho Amadeus Laponder, preso por asesinato y violación, según proclama y no niega, quien además de sus cualidades de vidente, también es un “sonámbulo”, alguien que dormido, mientras su cuerpo yace acostado, va hasta el lugar donde se hallan otras personas y observa y cuenta lo que hacen, cosa que realiza para Pernath, dada su subconsciente e ineludible petición, y le narra, entre otras cosas, del archivero Schemajah Hillel preocupado por la fiebre que padece su hija Miriam.  
De hecho el “salto” a ese estado de gracia, a esa dimensión que está allí y no está allí, lo preludia una “caída”, cuando ya libre y redimido de la acusación policíaca, pero aún sin Miriam y sin saber dónde se halla, en medio de un súbito incendio Pernath cae por una alta ventana del “edificio de la calle de la Vieja Escuela” donde se localiza el cuarto sin puertas y con una sola ventana enrejada que da a la calle —“la única calle que se había librado del saneamiento del barrio judío”—, donde la leyenda dice que el gólem aparece cada 33 años.  
      Según narra Athanasius Pernath en el sueño del narrador, en medio del humo condensado en el cuarto:
“Como si una mano tirara de mí, me volví de pronto y allí estaba mi propia imagen en el umbral. Mi doble. Con un abrigo blanco. Una corona en la cabeza.
“Solo un momento.”
[...]
“Corro hacia la chimenea para no chamuscarme, porque las llamas tratan de agarrarme.
“La soga de un deshollinador está atada a ella.
“La desenrollo, me la ato a la muñeca y al tobillo, tal como había aprendido de niño en la clase de gimnasia, y me descuelgo tranquilamente por la fachada de la casa.
“Paso ante una ventana. Miro al interior: dentro todo lleno de una luz cegadora.
“Y entonces veo... entonces veo... todo mi cuerpo se convierte en un único y atronador grito de alegría:
“—¡Hillel! ¡Miriam! ¡Hillel!
“Trato de saltar hasta los barrotes.
“Me agarro a un lado. La soga se me escapa.
“Durante un minuto me quedo colgado boca abajo, con las piernas cruzadas, entre el cielo y la tierra [obvio trazo y símbolo del colgado del tarot].
“La soga silba con la sacudida. Las fibras se tensan con un crujido.
“Me caigo.
“Mi conciencia se pierde.
“Mientras caigo me agarro al alféizar de la ventana, pero resbalo. No hay sujeción: la piedra está lisa.
Lisa como un pedazo de sebo.”



II de II
Pese al magnético título de la obra, en la novela de Gustav Meyrink no figura ningún rabino (de hecho no aparece ninguno) que mediante los preceptos de la cábala y de la Torá o Libro del Esplendor, le insufle vida a un torpe y mudo gólem, moldeado con la tierra de las orillas del Moldava, para que le sirva de criado en la sinagoga, que tal vez engorde y crezca de un modo descomunal y por ende, para que no cause terror y estropicios, haya que desactivar para siempre. No obstante, la leyenda del gólem y las supersticiones y fobias que conlleva, trasminan el imaginario y la psique colectiva de los habitantes del gueto de Praga. Es así que reunidos una fría noche alrededor del ponche para celebrar el aniversario de Athanasius Pernath en el cuarto de éste, el viejo Zwakh, de oficio marionetista itinerante, narra la leyenda del gólem al músico Josua Prokop y al pintor Vrieslander, mientras el celebrado dormita y oye. Tal leyenda se remonta al siglo XVII, según dice, a la época del emperador Rodolfo, cuando un rabino creo un gólem (tácita e implícita alusión al histórico y legendario Jehuda Löw Ben Becadel, “rabino del gueto judío de Praga”, que Borges, en su poema “El Golem”, llama Judá León), de cuyos restos perdura “una diminuta figura de barro” que puede verse “en la antigua Sinagoga Nueva”, donde Schemajah Hillel es archivero y cuida “los utensilios del culto”, y para quien, dice el viejo Zwakh, la figura de barro “tal vez no sea otra cosa que un antiguo presagio” de la inminente aparición del gólem, que, pregona Zwakh, aparece cada 33 años precedido por una serie de presagios, algunos funestos. 
Fotograma de Der Golem, wie er in die Welt kam (1920),
filme silente dirigido por Carl Boese y Paul Wegemer.
  No obstante, cuando en una conversación frente a Pernath, Zwakh insiste e interroga a Schemajah Hillel (que se supone “Ha estudiado la Cábala”) para que abunde sobre los presagios y la inminente aparición del gólem, le refuta lapidario: “No creería en él ni aunque lo viera ante mis ojos en esta misma habitación”. Y le sugiere, con ironía, dado que Zwakh dice no poder estudiar el Zohar o Libro del Esplendor, cuyo supuesto único ejemplar está “en el Museo de Londres”, que estudie el tarot, pues dizque encierra “toda la Cábala”. ¿No le ha llamado nunca la atención que el juego del tarot tenga veintidós arcanos, exactamente las mismas letras que el alfabeto hebreo?”, le espeta y se explaye en su cátedra.

La citada conversación en torno al ponche toma tal derrotero porque Athanasius Pernath habló de un extraño que le llevó el libro de Ibbur para que le restaurara la gran “I” capitular, cuyos rasgos (“imberbe” y de “ojos rasgados”) a Zwakh le recuerdan al gólem, que él, dice, vio hace 33 años, y que al tenerlo frente a frente, además de cierto agarrotamiento (obvio terror), sintió que se hallaba frente a sí mismo y que esto también le sucedió a la fallecida esposa de Schemajah Hillel. Lo equívoco y ambiguo del caso es que tal extraño a Pernath le entregó en un sueño el libro de Ibbur (que luego restaura y resguarda en un baúl y que no puede leer porque está en hebreo y cuyo mensajero nunca recoge). Lo cual, ineludiblemente, evoca la celebérrima “Flor de Coleridge” transcrita y comentada por Borges en Otras inquisiciones (Sur, 1952): “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?”
 
Jorge Luis Borges “recibe una rosa de oro como homenaje a la sabiduría
Universidad de Palermo, Sicilia, 1984

Foto en Album Borges (Gallimard, París, 1999)
  En la charla sobre el gólem, el viejo Zwakh, entre lo que narra, relata una anécdota que le ocurrió hace 66 años, en su niñez, cuando un grupo de su familia, que por diversión fundía plomo, un pedazo del metal formó la figura del gólem y que esto, que fue un inesperado presagio de su aparición, aterrorizó a todos. Entre el ponche y la plática, el pintor Vrieslander saca de su bolsillo un pedazo de madera y empieza a tallar una figura que luego, sin buscarlo, traza los rasgos del gólem, un presagio de su inminente aparición que los aterroriza y confronta y en los que Pernath, además de reconocer los rasgos del extraño que le dejó el libro de Ibbur, en su demencial delirio se espejea, se transmuta y desdobla sin dejar de ser él mismo:

“Vrieslander seguía aún tallando la cabeza y la madera crujía bajo la hoja del cuchillo.
“Casi me dolía oírlo y miré para ver si iba a acabar pronto.
“Al moverse de un lado a otro en la mano del pintor, parecía como si la cabeza tuviera conciencia y estuviera espiando de rincón en rincón. Luego sus ojos se posaron un buen rato sobre mí, satisfechos de haberme encontrado por fin.
“Yo tampoco era capaz de apartar mi mirada, que se quedó fija, inmóvil, en el rostro de madera.
“Por un momento, dubitativo, el cuchillo del pintor pareció como si buscada algo; luego, decidido, talló una línea y, de repente, los rasgos de la cabeza de madera cobraron una vida horrible.
“Reconocí el amarillento rostro del extraño que me había traído el libro.
“Luego ya no puede distinguir más, la visión había durado tan solo un segundo y sentí que mi corazón había dejado de latir y aleteaba temeroso.
“No obstante, igual que antes, seguía siendo consciente de su rostro.
“Se había convertido en mí mismo y desde el regazo de Vrieslander miraba a todas partes.
“Mis ojos recorrían la habitación, y una mano extraña me movía el cráneo.
“Luego, de repente, vi el rostro excitado de Zwakh y escuché sus palabras: ‘¡Por Dios, es el gólem!’
“Y se originó una breve pelea tratando de arrancar a la fuerza la talla de las manos de Vrieslander, pero éste se resistió y exclamó sonriendo:
“—Pero, ¿qué queréis? Si ha salido mal...
“Y, librándose de ellos, abrió la ventana y tiró la cabeza a la calle.
“Entonces perdí el conocimiento y me sumergí en una profunda oscuridad atravesada por relucientes hilos de oros, y cuando desperté después de mucho, mucho tiempo, o eso me pareció, oí la madera tableteando sobre el asfalto...”
Fotograma de Der Golem, wie er in die Welt kam (1920)
   Esta situación de verse observado por un objeto supuestamente inanimado y desdoblarse en él sin dejar de ser él mismo, también le ocurre una noche cuando, al recorrer oscuros pasadizos subterráneos, al empujar “Una trampilla de madera en forma de estrella” (obvia alusión a la Estrella de David), accede por el piso al cuarto del edificio de “la calle de la Vieja Escuela” donde la leyenda dice que aparece el gólem. Allí halla, entre el polvo, la suciedad del tiempo y los trastos abandonados, unos “harapos enrollados en un atillo”, que son la túnica medieval del gólem (quizá un disfraz) y una cajetilla blanca con las cartas del tarot pintadas a la acuarela por las manos de un niño, que luego vagamente recuerda haber pintado él en su infancia y haber estado allí. No obstante, se trata de “un juego de tarot antiquísimo”, en cuya figura del primer naipe que ve, la del mago, observa “una extraña similitud” con su rostro. Las cartas tienen la frialdad del hielo y la mano se le entume, se le congela. Hace frío, teme extraviarse en los oscuros pasillos del laberinto subterráneo, así que levemente iluminado por los rayos de la luna que entran por la enrejada ventana, se agazapa con el traje del gólem. Y entre su fobia, el sueño, la pesadilla y el delirio ve:

“Una y otra vez: ¡la mancha blanquecina... la mancha blanquecina...! Algo en mi cerebro gritaba: ‘Es una carta, una simple carta, estúpida e ingenua...’ en vano..., ahora incluso ha cobrado... incluso ha cobrado forma... el Mago... y agachado en el rincón me mira fijamente con mi propio rostro.
“Permanecí allí horas y horas, inmóvil, agachado en mi rincón, ¡un esqueleto congelado con ropas ajenas y mohosas! Y él enfrente: yo mismo.
“Mudo e inmóvil.
“Así estuvimos mirándonos a los ojos... uno el terrible reflejo del otro...
“¿Verá él también cómo los rayos de la luna se arrastran por el suelo con la pereza de un caracol y suben por la pared como las agujas de un reloj invisible en el infinito mientras se vuelven más y más pálidos...?
“Le hechicé firmemente con la mirada y no le sirvió de nada tratar de disolverse al brillo del amanecer que entraba en su ayuda por la ventana.
“Lo retuve.
“Paso a paso he luchado con él por mi vida... por la vida que es mía, porque ya no me pertenece.
“Y a medida que, al llegar el día, fue haciéndose cada vez más pequeño y volvió a esconderse en su carta, me levanté, me dirigí a él y me lo metí en el bolsillo... al Mago.”
Fotograma de Der Golem, wie er in die Welt kam (1920)
   Así que ya de mañana, cuando en la calle ya se oyen los ruidos del día y escucha voces humanas, Pernath asoma la cabeza y grita en busca de auxilio para salir de allí, pero las dos ancianas que alzan la cabeza y lo ven huyen horrorizadas al tomarlo por el gólem. La calle se queda sola. Y de vez en cuando observa que alguna persona, timorata, se asoma y sube la vista para ver si el gólem está allí. 

Athanasius Pernath, finalmente, hace de tripas corazón y abandona tal cuarto sin puertas. Y cuando camina por la calle del Salnitre, “un raquítico anciano judío con blancos rizos en las sienes” se asusta y masculla oraciones hebreas porque, dado que aún lleva puesta la túnica medieval, lo toma por el gólem. Entonces abandona por allí “los apolillados harapos”. Y, dice, “Justo después la multitud pasó gritando a mi lado con palos en alto y las bocas desencajadas.” 
Vale añadir que más tarde se entera del destino de tal ropaje a través del músico Josua Prokop, pues éste le dice que se aclaró lo del gólem, que Haschile, un “loco mendigo judío”, era el gólem:
“Pues sí, el tal Haschile era el gólem. Esta tarde el fantasma, todo complacido, ha estado paseando a plena luz del día con su famoso traje a la moda del siglo XVII por la calle del Salnitre, y justo en ese momento el verdugo ha tenido la suerte de atraparlo con una correa de perro.” 

Gustav Meyrink, El gólem. Edición y traducción de Isabel Hernández. Colección Letras Populares núm. 11, Ediciones Cátedra. Madrid, 2013. 360 pp.  

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Der Golem (1920), película silente del expresionismo alemán dirigida por Carl Boese y Paul Wegener. Música de Hans Landsberger. Subtítulos en español.
Enlace a "El Golem", poema de Jorge Luis Borges recitado por él mismo.


viernes, 29 de julio de 2022

Mi Cristina y El mar



Mensaje de náufragos 

En su prólogo a los tres cuentos de Herman Melville (1819-1891) que Jorge Luis Borges (1899-1986) seleccionó para su legendaria serie Biblioteca Personal: Benito Cereno”, Billy Budd” y “Bartleby, el escribiente” (Madrid, Hyspamérica, 1985), el autor de “El Aleph” no deja de decir que “la ballena blanca y Ahab tienen su lugar en esa heterogénea mitología que es la memoria de los hombres”. Lo mismo puede afirmarse (o rebuznarse) del bíblico Jonás y de los tres días que vivió en el vientre del gran pez enviado por la voluntad divina, del náufrago que arriba a una isla solitaria, de sirenas y leviatanes... 
      Uno de esos mitos (siempre variado o vuelto a escribir y reescribir, tal si fuera un incesante palimpsesto marítimo) resurgió y resurge en “Mi Cristina”, cuento de Mercè Rodoreda (Barcelona, octubre 10 de 1908-Gerona, abril 13 de 1983), cuya lengua literaria fue el catalán y por ende, junto con “El mar”, fueron incluidos en su libro La meva Cristina y altres contes (1967), traducido al español por José Batlló con el título Mi Cristina y otros cuentos (Madrid, Alianza Editorial, 1988).

Mercè Rodoreda 
(1908-1983)
  
       Érase que se era que un hombre fue tragado por una descomunal ballena (¿blanca?) y en ella vivió muchos, muchos años. En este sentido, “Mi Cristina” es la evocación, en primera persona, de los avatares que el hombre padece en ese lapso y la sinopsis de los infortunios que lo persiguen tras su regreso sin gloria al mundo de los no siempre humanos y a veces psicóticos caníbales. Quizá tal cuento de Mercè Rodoreda es sólo un embrión, un boceto al que le faltaron matices y tal vez más aventuras, más anécdotas, desastres y sorpresas. Lo cierto es que como si se tratara de minúscula pedrería rescatada del fondo de los océanos, posee detalles que no dejan de lucir su inequívoco magnetismo.
      Tras naufragar el Cristina, el hombre cifra su principio ontológico y gnoseológico, resumen de su apego a sí mismo y a las diminutas cosas que le brinda el vaivén de la vida, que no es más que una indetenible y oscura navegación hacia lo insondable, en la que no escasean los espejismos y los sueños y deseos inasibles y evanescentes, propios de un náufrago: “Sobre el agua revuelta una madera llana es más fuerte que todas las cosas del mundo.” Así, prendido a su tabla de salvación (un fetiche conjura fobias que apechuga contra sí e instrumento de rabieta y ataque que no suelta ni soltará hasta el fin de sus días en la panza del gigantesco cetáceo) es arrastrado al fondo del abismo por un torbellino de aguas y peces que concluye en el interior de la ballena. 
   Para no resbalar dentro del gran pez, el hombre avanza clavando el tablón y llega a una zona en la que oscilan destellos, fantasmas de colores, próximos a un enrejado de varillas (los dientes) que le permiten mirar la luna. Mientras la observa, quizá murmura: “...la pálida luna navegando entre jirones de rasgadas nubes...”, Mark Twain, Diario de Adán y Eva, transcribió Julieta Campos [1932-2007] en un margen de El miedo de perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979). 
 
Nueva Narrativa Hispánica, Joaquín Mortiz
México, abril de 1979

       

           
La constatación del sitio donde se halla el náufrago ocurre cuando está a punto de salir disparado a través del agujero rociador. El tablón bloquea su salida y colgado del cuello pasa toda la noche mirando. “Era la ballena más grande de todos los mares, la más brillante, la más antigua.” Sólo hasta que sale el sol, el agujero se ensancha y el hombre cae como una piedra. Pero ante la descripción del cetáceo, ¿cómo no pensar en la estirpe de Moby Dick (1851) y sus infinitos parentescos y apariciones?: “...esa que os parece isla no es tal, sino un gran pez que se tumbó a descansar en medio del mar...”, se lee, el mensaje en la botella, en una página de Las mil y una noches que Julieta Campos salvó (ibídem) de ese naufragio que es el olvido. O: “España... una gran ballena encallada en las orillas de Europa”, Edmund Burke (en algún lugar), según el Sub-Sub-Bibliotecario, ese dizque “simple horadador laborioso y gusano de biblioteca”, que no es otro que Herman Melville, prologuista y autor de Moby Dick.
      Dentro de la ballena, el náufrago sufre su primera mutación: empieza a respirar por los oídos. Luego descubre el cuerpo de un marino, el cual, poco después y aunque no se lo proponga ni lo quiera, le sirve de alimento. Al cumplir siete días de su caída, día cabalístico que ha registrado con su cuchillo al rayar una de las varillas, embiste las rejas. Hay un tumulto de movimientos, entonces, para conjurarlo, dice: “¡párate, Cristina!” Y así la bautiza.
       En un momento, al entrever a través del enrejado una costa verde, logra salir de su prisión. Va prendido a la tabla rumbo a tierra: ¿una isla desierta? Ya oye los chillidos de las aves y le llega el aroma de las espigas y de los pinos. Entonces, casi sin advertirlo, y como si se tratara del juego del gato y el ratón, la ballena lo vuelve a devorar. A partir de este momento, el hombre, de mil y un modos, se encarniza contra el cetáceo hasta que después de muchos, muchos años de dolorosa coexistencia y de navegar por todos los confines marítimos del globo terráqueo, el vestigio humano se cansa y se arrincona en un hueco del paladar. “Y ella me guardaba abrigándome con la lengua y yo sentía como si me acartonase, y es que ella, con su baba, me iba cubriendo de costra.” Así, cuando la ballena encalla en una roca y muere y el hombre despierta en un hospital de monjas, descubre, mientras lo alimentan con leche recién ordeñada, que esa pátina con que lo maceró el pez es una costra de perla que le cubre el cuerpo y que una de las monjas, con un martillito de madera y un líquido, se empeña en quitársela: “Señor, la piel de debajo de la costra parece la de una lombriz de tierra.” 
     La tarea dura hasta que el hombre sólo tiene costra en “la mejilla derecha y en medio lado de la cabeza”. Y además de que la llaga viva de sus entrañas le impide comer sopa caliente, nadie le cree su historia. Así, objeto de burlas infantiles, y despreciado y ofendido por los hombres que le niegan la reglamentación de sus papeles, se va, lejos del pueblo, náufrago en la isla desierta, a lo alto de los acantilados, donde ante el océano se hunde en la nocturna y dolorosa nostalgia de su perdida Eurídice: 
    “Por el lado en que el sol se ocultó, se arrastraba aún un poco de luz que se iba esfumando, y no bien estuvo todo negro, de parte a parte del mar surgió una carretera de luz ancha y quieta, y por aquella carretera de luz ancha y quieta pasaba mi Cristina con el rociador en marcha y yo iba encima de su lomo abrazado a mi tablón, como antes, cantando el himno de la marinería. Y desde donde estaba, desde todo lo alto de los acantilados, lo escuchaba muy claramente, allá abajo, cantado por mí en medio de toda aquella extensión de agua, carretera adelante, sobre mi Cristina, que dejaba un rastro de sangre. Terminé de cantar y Cristina se detuvo y yo me quedé sin respiración, como si todo se me hubiera ido por la vista, hasta que mi Cristina, y yo encima suyo, saludando y callados, nos perdimos hacia el lado donde el mar da la vuelta para ir aún más lejos...”

Mercè Rodoreda
       En un lugar de un puerto de cuyo nombre Mercè Rodoreda no quiso acordarse o precisar (podría ser el puerto de Buenos Aires, algún punto ingrávido de las Malvinas u otro de la costa argentina), por unos vaporosos instantes, como si un gigantesco ojo avizor se asomara al microscopio, se entretejen varias infinitesimales vidas, vanas e intrascendentes. Todo sucede frente a la inmensidad oceánica y celeste y así contrasta con ese rostro de lo eterno e infinito: “El mar”, obstinado y autista en su perpetuo flujo y reflujo, lo cual remite al doble movimiento del globo terráqueo y a lo enigmático e inescrutable que implica la creación del universo.
      Dos hombres pasean frente al malecón, allí donde inicia el mar abierto. El pasatiempo de su diálogo, contrapunteado por las palabras de los otros, parece decir que la vida, ese juego inescrutable, es una bobería, un constante naufragio sin importancia. Un hombre se encapricha, como si se tratara de una historia por entregas de índole folletinesca, en reconstruir, dizque para el otro, los episodios relativos a la supuesta aparición de un submarino de nacionalidad desconocida (quizá espía, nuclear o científico). Para ello y para dar veracidad a sus palabras, lleva varios recortes de periódicos, cuyas noticias ponen en tela de juicio varias cosas: la latente Guerra Fría, la vulnerabilidad del territorio argentino, y la manipulación industrial de las conciencias a través de la prensa. El otro, contemplativo y meditabundo, ante el profundo y abismal océano siente el llamado de lo secreto y prodigioso. “Me gusta sentarme cara al mar y quedarme vacío”, le dice a su amigo, pero sobre todo se lo dice a sí mismo, puesto que al hombre del submarino el mar no le dice nada, lo deja gélido. “Es que a las coquinas las va formando el mar”, le replica el contemplativo. “¿Es que no se da cuenta de que el mayor misterio del mundo es el mar? Mírelo, mírelo bien.”
       
Alianza Editorial/CONACULTA
México, octubre de 1994

         
Engarzados en esa entrecortada y antagónica conversación de sordos con la que castran y le retuercen el pescuezo al dios Cronos, se sientan en una banca en la que se halla una mujer con una jaula. Esta, que los oye, se entromete en su diálogo, matizándolo con sus pequeñeces: que usa el jilguero para los papelitos de ilusiones que vende en los mercados, que el mar está regido por la Luna, y que su ahijado motorizado sueña con ser el primer hombre que pise tal satélite. Y entre estas y otras nimiedades que relata: un vaticinio onírico que implica la aparición de un clásico fantasma, con sábana y dos agujeros negros por ojos y el indeseable regreso sin gloria de su marido al que creyó muerto cuando pertenecía a la dizque armada invencible de la División Azul, más los no menos nimios aderezos que agregan un par de niños vagabundos: provocan la huida del jilguero y su inmediato rescate efectuado por el ahijado motorizado; chillan a quijada batiente y cuentan que se han perdido, que sólo querían conocer el mar, que su mami no les dio permiso, que el trabajo de ésta incluye un vestido de lentejuelas, que él no tiene papá, pero su hermanita dos: un soldado y un dependiente... En fin y así las terrenales, efímeras y predecibles cosas de vecindario, el jilguero, la mujer de la jaula, los niños y el ahijado se marchan encaramados en la moto, mientras los hombres agregan otras tonterías propias de su soliloquio de náufragos y el mar, insondable, indiferente y autista, sigue en lo suyo salpicado ahora por la lluvia. 


Mercè Rodoreda, Mi Cristina/El mar. Traducción del catalán al español de José Batlló. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, octubre de 1994. 64 pp.