domingo, 13 de agosto de 2023

El señor de las moscas

 

Los ingleses somos siempre los mejores en todo

 

El británico William Golding (1911-1993), Premio Nobel de Literatura 1983, en 1954 publicó en inglés su obra más célebre: Lord of the flies, en 1972 traducida al español por Carmen Vergara con el título El señor de las moscas; novela que conoce dos homónimos filmes basados en ella, cuyos resultados no son óptimos: el dirigido por Peter Brook, estrenado en 1963 y nominado a la Palma de Oro en el Festival de Cannes —el menos chafa—, y el dirigido por Harry Hook, de 1990, verdaderamente mediocre, tergiversador, aburrido y somnífero.

           

Edhasa Literaria
Barcelona, junio 20 de 2006

         
La novela El señor de las moscas se divide en doce capítulos con rótulos. Un grupo de niños británicos, de entre seis y un poco más de doce años, han sobrevivido al forzado aterrizaje de un aeroplano en una pequeña isla desierta, cuya ubicación no se precisa; pero que, se infiere, podría localizarse no muy lejos de la isla de Gran Bretaña o quizá en el Mediterráneo, pues además de que el aparato al parecer se dirigía o venía de Londres, al término de la obra arriba un bote de la Marina inglesa armado con una metralleta. No sobrevivió ningún adulto y “El avión cayó en llamas por los disparos”, testimonia un niño. Es decir, no se trató de un error humano o de una falla mecánica, sino del resultado de un ataque en un entorno bélico, al parecer en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pues otro niño dice haber oído hablar al piloto “de la bomba atómica” y que “Están todos muertos”. (Lo cual remite a las masivas y cruentas masacres atómicas sucedidas el 6 y el 9 de agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki). 

             

Hongo atómico en Hiroshima
Agosto 6 de 1945

         
 Y más aún: en un pasaje nodal y trascendente en el desarrollo de la trama, cae en la isla un silencioso y solitario paracaidista muerto.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

         
¿Por qué en el avión viajaban solo niños con insignias de varios colegios y ninguna niña? ¿De dónde procedían y por qué volaban? ¿Qué adultos estaban a cargo de ellos? ¿Qué fue de los restos del piloto y del tácito copiloto? Son enigmas que la novela no revela. De hecho, prácticamente no cuenta casi nada del pasado de los menores, quienes en buena parte no se conocían entre sí. La mayoría figura a modo de siluetas escenográficas y sólo disemina unas pocas pinceladas de unos cuantos, como es el caso de los chicos del coro (con capas y boinas negras) que comanda el pelirrojo Jack Merridew, quienes estuvieron “en Gibraltar [territorio británico en el extremo sur de la Península Ibérica] y en Addis [la actual Adís Abeba, capital de Etiopía en el Cuerno de África, la antigua Absinia donde anduvo Arthur Rimbau y por ende evoca sus legendarias y postreras Cartas abisinias]”. E incluso el caso de los principales personajes: Ralph, que dice ser hijo de un “teniente de navío en la Marina” y quien en varios episodios vive remembranzas de una época feliz en Devonport, cuando su madre aún vivía y por la “casa de campo al borde de las marismas” rondaban caballos salvajes. Y Piggy, el gordito huérfano que a la menor provocación cita la autoridad y la parlanchina sapiencia de su tía.

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Después del avionazo, Ralph y Piggy se conocen en la isla y son quienes convocan y reúnen a los dispersos sobrevivientes mediante una caracola marina que Ralph sopla a modo de trompeta. Por el hecho de estar solos en la isla y por efecto de su educación, Ralph, auxiliado y aconsejado por Piggy, preludia la organización del grupo entreviendo la subsistencia y la probabilidad de que los rescaten. Es decir, pactan una serie de reglas que todos deben seguir; por ejemplo, la asamblea se convoca mediante la caracola (especie de ancestral cetro sagrado y tribal bastón de mando) y habla quien la sostiene entre las manos. Además del sitio de la asamblea, que a la postre es llamada “plataforma”, eligen el sitio para erigir los rupestres refugios, cercano a la poza donde se bañan y juegan, y a la parte entre unas rocas (que limpia la marea) donde deben defecar. Y además de cierta distribución de las labores (de las que prácticamente quedan exentos los más pequeños), escogen el lugar en lo alto de un cerro (dizque montaña) donde siempre debe estar encendida una fogata para que el humo sea la señal que desde la distancia atraiga a sus posibles rescatadores.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

          Ralph es elegido jefe. Pero en el proceso de la organización del grupo, y de su elección, se hace patente cierta rivalidad por el poder que confronta a Ralph con Jack Merridew, quien además de ambicioso, virulento y menos razonable, exhibe un obvio desprecio y vejación hacia Piggy por ser un gordito, cegatón y asmático al que le gusta pensar y hablar, y cuyas gruesas lentes de miope son el único instrumento con que cuentan para encender el fuego auxiliados con los rayos del sol.

            Al término de otra sesión del grupo, Jack, como preludio a su propuesta: dividirá a sus cazadores (es decir, a los chicos del coro, para que unos cacen jabalís y otros mantengan vivas las brasas), toma la caracola y declara con ímpetu nacionalista: “Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido.”

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Sin embargo, pese a tal declaración de principios, es Jack quien se empeña en escindir al grupo de niños (hijos de la megalómana civilización occidental) y en encabezar y mangonear a su propia tribu de belicosos salvajes (descendientes de violentos corsarios y feroces colonizadores ansiosos de apoderarse del globo terráqueo y de sus riquezas). Todo lo cual refleja, matizado con remanentes atávicos que implican míticas y subconscientes fobias cavernícolas y cuaternarias, las vertientes más oscuras del predador y sanguinario género humano, cuyo mundo adulto se confronta y mata entre sí no sólo en cruentas y devastadoras guerras, donde un intolerante y dictatorial país pretende someter y dominar a otro o a otros, precisamente como fueron la Alemania nazi y la Unión Soviética (e incluso el llamado Estado Islámico y el beligerante y pendenciero Estado de Israel), y ahora mismo Rusia con Ucrania.

            Una noche, en lo alto del cerro que la voz narrativa llama montaña, los mellizos Sam y Eric, que custodian la hoguera, se quedan dormidos y por ende el fuego casi se apaga. Mientras duermen, desciende por allí el silencioso cadáver del paracaidista. “Metro a metro, soplo a soplo, la brisa le remolcó sobre las azules flores, sobre las peñas y las piedras rojas hasta dejarle acurrucado entre las quebradas rocas que coronaban la montaña. Allí la caprichosa brisa permitió que las cuerdas del paracaídas se enrollasen alrededor de él como guirnaldas; y el cuerpo quedó sentado en la cima, con la cabeza cubierta por el casco y escondida entre las rodillas, aprisionado por una maraña de hilos. Al soplar la brisa se tensaban los hilos y por efecto del tirón se alzaba la cabeza y el tronco, con lo que la figura parecía querer asomarse al borde de la montaña. Después, cuando amainaba el viento, los hilos se aflojaban y de nuevo el cuerpo se inclinaba, hundiendo la cabeza entre las rodillas. Así, mientras las estrellas cruzaban el cielo, aquella figura, sentada en la cima de la montaña, hacía una inclinación y se enderezaba y volvía a inclinarse y enderezarse una y otra vez.”

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
Es así que después del amanecer, cuando los mellizos se despiertan y avivan los rescoldos de la hoguera y ven el incesante movimiento de tal espectro, atosigados por el miedo y con los pelos de punta, creen que han visto a la fiera y salen corriendo hacia los refugios a dar la voz de alarma. Es decir, esa enorme alimaña que les causa un atávico, mítico e inconsciente terror, puede ser la fiera que sale del mar, según cree Percival, un pequeño de unos seis años con cierta narcolepsia; o la descomunal y nocturna serpiente comeniños que dijo ver otro pequeño con una morada mancha de nacimiento en el rostro, quien misteriosamente desaparece la vez que el fuego de la primera hoguera está a punto de provocar un desastroso incendio en toda la isla. 

           


           Y es que los pequeños, y la mayoría de los mayores, creen que hay algo bestial y monstruoso que acecha y ronda por ahí. Por ejemplo, frente a quienes rechazan la existencia de la fiera, Maurice testimonia: “Quiero decir que no se puede estar seguro”. “Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los calamares, que miden cientos de metros y se comen las ballenas.”

           


             El caso es que los cabecillas de la tribu: Ralph y Jack (más Roger), después de rastrear en grupo por el acantilado que llaman “castillo” (o “Peñón del Castillo”) van a lo alto de “la montaña” a verificar la existencia de la fiera. Y además de la infantil y ridícula escena de fobia que protagoniza cada uno y que les impide constatar que sólo se trata de un paracaidista muerto que mueve el viento, queda el consenso de que en la cima de “la montaña” hay una bestia que se hincha, se endereza y se inclina y, por ende, pese a que se trata del sitio elegido para mantener la señal de humo, se torna un lugar prohibido, inaccesible y terrorífico.

           

Neandertal

           A
unado al hecho de que el agreste entorno convierte su ropa en sucios harapos y les crece la greña a lo neandertales, Jack, el jefe de los cazadores (su otrora inmaculado pelotón de boinas negras), dispone que éstos, para la cacería del jabato o del jabalí, se armen con lanzas de madera con las puntas afiladas y que se pintarrajeen el rostro a modo camuflaje. Jack, además, es el único que posee una afilada navaja, una amenazante arma corta cogotes con la que degüella y destaza a la presa cazada. Cuando el fantasma de la fiera aparece en el escenario de la isla, él dispone que, para calmar y saciar a ese terrorífico ser del oscuro corazón de las tinieblas que los acecha, se le tribute con la cabeza del jabalí, que le dejan (y le deben dejar) ensartada en lo alto de una lanza clavada en el suelo.

         

Minotauro
(México, octubre de 1983)
Traducción: Ricardo Goyssen

              
La caza es un ríspido rito de supervivencia matizado con un cariz salvaje surgido del inescrutable fondo de la noche de los tiempos y de su inconsciente colectivo, cuyo clímax, lúdico, paródico y liberador, se sucede a la hora de la comilona en torno a la hoguera. Los chiquillos, jugando, escenifican una danza macabra, una danza de la muerte en torno al fuego, en la que unos representan a los cazadores y uno de ellos al jabalí sacrificado. Y mientras bailan y juegan, la tribu grita y repite una enervante cantinela de troglodita guerra (que también llega a ser vociferada y entonada durante la caza): “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”.

           

Ilustración: James Fenner

           
Llega el virulento día en que la tribu de salvajes cazadores, que comanda y mangonea Jack, se desgaja del liderazgo de Ralph y por ende abandonan los refugios y la plataforma y se instalan en “el Peñón del Castillo”, el alto acantilado donde hay una cueva, que vigilan y pertrechan como si fuera un fortín militar que puede ser sorpresivamente atacado por una salvaje y desalmada tribu enemiga. Dado que su principal cometido es la caza y la carne, y no hacer una fogata para mantener una señal de humo que atraiga el lejano y probable barco que los rescate, Jack, ahora un jefe o reyezuelo autoritario que impone reglas, ordena robarles el fuego al pequeño grupo que se quedó con Ralph, y que no es otra cosa que los lentes de Piggy (a las que sólo les resta un cristal), cosa que logran en una imprevista y violenta incursión nocturna.  

           

Ilustración: James Fenner

       
 La tribu de Jack caza un enorme jabalí y organiza una comilona nocturna frente al mar a la que invitan al grupo de Ralph. En el punto catártico del frenético baile en torno al fuego y de la repetitiva y enervante cantaleta de caza, Simon, el solitario, emerge de la floresta. Un pequeño fóbico lo señala como la fiera. Casi nadie quiere oír lo que dice Simon (vio en la cima el cadáver del paracaidista) y la enloquecida tribu, frenética y ciega, lo mata con sus lanzas y su cuerpo es devorado por el mar. Es decir, nadie supo que en una febril pesadilla que lo ataca y derrumba frente a la empalada cabeza del jabalí invadida por las moscas, vio y oyó que ésta le hablaba convertida en “el Señor de las Moscas” y que le dijo ser la fiera.

         

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
El sádico y violento crimen colectivo se torna un tabú del que casi nadie quiere hablar. Piggy y Ralph se desplazan hasta “el Peñón del Castillo” con tal de urdir un diálogo y un acuerdo con Jack. Pero los cavernícolas no oyen razones; y Roger mueve la palanca que desde lo alto arroja una enorme roca sobre Piggy y por ende el golpe lo catapulta por los aires y muere con el cráneo partido. Ralph, solitario en el oscuro y amenazante inframundo, sale huyendo y se oculta en la maleza. Y al día siguiente, cuando la tribu salvaje, para cazarlo, ha incendiado la isla y muy de cerca lo persiguen con gritos y condenatorias cantinelas, Ralph, corriendo a la orilla de la playa, cae y al levantarse se encuentra con la impecable e impoluta figura de un “civilizado” oficial de la Marina británica, cuyo barco se acercó a la ínsula al ver el humo y el fuego (y quizá a la horda de chiquillos salvajes acosando a su víctima). El “civilizado” oficial tiene la mano en la culata del revólver y en el bote hay dos marinos sosteniendo los remos y otro empuña una metralleta. Mar adentro, el navío espera.

 

William Golding, El señor de las moscas. Traducción del inglés al español de Carmen Vergara. Edhasa Literaria. 1ª reimpresión. Barcelona, junio 20 de 2006. 288 pp.

William Golding
(1911-1993)


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Nota bene: Aquí estuvo un enlace que, al pinchar, llevaba al desocupado lector a ver, en YouTube y de manera gratuita (así la hallé buscando y con subtítulos en español), Lord of the Flies (1963), la citada película en blanco y negro de Peter Brook, basada en la novela homónima de William Golding. Esto, al parecer, irritó a alguien que, en Estados Unidos, reclamó a Blogger (no a mí ni dio la cara) el uso no autorizado de la propiedad intelectual del filme y de los fotogramas. Nadie ignora que Borges dijo (para que se oyera por todos los recovecos, rincones y catacumbas de la recalentada y envirulada aldea global) que nuestro patrimonio es el universo y que debemos de aspirar al universo. Desafortunadamente, sobran y pululan las mentalidades cerradas, mezquinas y egocéntricas que sólo interactúan en términos mercantiles, jurídicos y judiciales. En contraste, quiero apuntar que la primera vez que vi ese filme fue, hace muchos años, en una improvisada salita de cine itinerante; ciclo gratuito, que iba por distintos lugares, organizado y auspiciado por la Universidad Veracruzana, en Xalapa.

domingo, 9 de julio de 2023

La noche de Tehuantepec y otros cuentos mexicanos




El tesoro de nunca jamás


Un buen número de poetas y pintores surrealistas sintieron fascinación por los mitos y vestigios del México antiguo, por los indios y las vivas y coloridas expresiones de la cultura popular. Esto se gesta antes del legendario viaje que André Breton hizo a México, en 1938, entre cuyas derivaciones figura Souvenir du Mexique, su ensayo impreso en el número doce de la revista Minotaure, en 1939, el año en que se montó Mexique en la galería Renou et Colle, de París, la exposición de objetos y obras compiladas por él durante su estancia en territorio mexicano (entre el 18 de abril y el 1 de agosto), que incluyó piezas precortesianas, calaveras de azúcar, exvotos  (entre ellos, quizá, la media docena” que, según testimonio del entonces secretario de León Trotsky: Jean van Heijenoort, Breton sustrajo, para sí, de una iglesia baja y sombría de Cholula, Puebla), juguetes populares, fotos de Manuel Álvarez Bravo, pinturas de Frida Kahlo (el listón alrededor de una bomba), etcétera, cuyo catálogo, con prólogo de Breton, fue ilustrado en la portada con Muchacha viendo pájaros (1931), fotografía de Manuel. 
Muchacha viendo pájaros (1931)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
  Yves Tanguy es de los primeros que se interesaron por el México precolombino y sus resabios; así, su primera muestra de pinturas en la Galerie Surréaliste, en 1927, alternó con piezas prehispánicas. 

Pero también se pueden nombrar a dos disidentes del grupo surrealista: Antonin Artaud, quien en su viaje a México de 1936 vivió unos meses entre los tarahumaras y experimentó con los ritos del peyote; y Georges Bataille, quien investigó el trasfondo, “la parte maldita”, según él, de los sacrificios humanos entre los aztecas.
        
El mundo mágico de los mayas  (1963)
Caseína sobre tabla (213 x 457 cm)
Mural de Leonora Carrington
        
        Para Lourdes Andrade (1952-2002), y no sólo para ella, resulta proverbial la nómina de surrealistas (y anexas) que vivieron o estuvieron en México y que se interesaron por la cultura antigua y los indios. Baste recordar, mínimo ejemplo, que Leonora Carrington, antes de pintar el mural El mundo mágico de los mayas (1963), ex profeso para el Museo Nacional de Antropología de México, “pasó una temporada entre los indios de Chiapas en el norte de la zona maya” (Jacqueline Chénieux-Gendron, El surrealismo, México,  FCE, 1989); es decir, “En Chiapas, Carrington se quedó con Gertrude [Duby] Blom, un antropóloga suiza que vivió muchos años en San Cristóbal de las Casas. Su trabajo en el campo de los lacandones, los indios de la selva, la había convertido en pionera muy querida por sus intentos de impedir la tala indiscriminada de la selva tropical. Fue Bloom quien presentó a la artista con dos curanderos de Zinacantán, quienes le permitieron asistir a sus ceremonias y estudiar sus métodos curativos y tradicionales” (Whitney Chadwick, Leonora Carrington, la realidad de la imaginación, Singapur, Era/CONACULTA, 1994); que Benjamin Péret, el compañero de Remedios Varo y autor del poema Air mexicain (1952), tradujo al francés y publicó, en 1955, el Chilam-Balam; prologó Los tesoros del Museo Nacional de México (1953), 20 fotos de escultura azteca tomadas por Manuel Álvarez Bravo; y entre otras cosas, compiló, tradujo y prologó la Anthologie des mythes, légendes et contes populaires d’Amérique (1959); Gordon Onslow-Ford vivió casi escondido en un pueblo tarasco, lo que le permitió agenciarse algunas reliquias antiguas para su decoración doméstica; el austriaco Wolfgang Paalen, marido de la francesa Alice Rahon, editor en México de la revista DYN (seis números en inglés) y junto con el peruano César Moro: organizador de la controvertida cuarta “Exposición internacional del surrealismo” montada, en 1940, en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, fue también un apasionado del arte precolombino, tanto así que entre sus virtudes descuella el hecho de que se volvió un experto del contrabando de piezas precortesianas robadas, lo que le atrajo problemas judiciales y, se dice, fue uno de los intríngulis que lo empujaron al suicidio el 24 de septiembre de 1959 “cerca del pueblo platero de Taxco, en las afueras de la Hacienda de San Francisco Cuadra”.
     
André Pieyre de Mandiargues
(1909-1991)
         
        El parisino André Pieyre de Mandiargues (1909-1991), con estudios de arqueología, se cuenta entre los que viajaron por México sin fijar domicilio. Pese a sus textos surrealistas, fue un autor independiente del grupo oficial orquestado y pontificado por André Breton. Los tres relatos reunidos en La noche de Tehuantepec y otros cuentos mexicanos, impresos en México, en 1991, por Ediciones Toledo (extinta editorial auspiciada por el pintor Francisco Toledo, en edición bilingüe: francés y español), pertenecen a su libro Deuxième Belvédère, impreso en París, en 1962, por Éditions Bernard Grasset. Los tres cuentos dan testimonio de su viaje por México y por ende implican sesgos autobiográficos. Y los tres están narrados en primera persona por la voz de un turista europeo con notable sensibilidad y sintomática erudición. Pero el matiz autobiográfico es subrayado en “La noche de Tehuantepec”; en éste son dos los viajeros: el protagonista de la anónima voz narrativa y Bona, su compañera y cómplice, personaje que ostenta el nombre de la pintora italiana Bona Tibertelli de Pisis (1926-2000), la bellísima esposa de André Pieyre de Mandiargues, con quien en realidad en 1958 viajó por territorio mexicano y en cuya capital del país expuso en la Galería de Antonio Souza, donde el pintor Francisco Toledo expuso por primera vez en México en 1959. Octavio Paz, que la cortejaba y con la que sostenía un affaire, fue el anfitrión y guía de la pareja y de ella en solitario. 
       
El pintor Francisco Toledo y, detrás de él,
El ensueño (1931), foto de Manuel Álvarez Bravo
      
       (Todavía faltaba para el legendario affaire del joven Toledo de casi 22 años y Bona de unos 35 o 36, sucedido en abril de 1962 en una escapada de París a Mallorca, que daría al traste con las pretensiones del celoso y rencoroso Octavio Paz de formalizar su relación con ella e instalarse en la India; y del episodio, no menos legendario y pasional, que, en 1965, Toledo y Bona vivieron en Juchitán, Oaxaca, durante el tiempo que duró la fiesta de La Candelaria.)
        
Bona, mujer de André Pieyre de Mandiargues
Fotos: Man Ray
          
        Los cuentos no están concebidos a través de la libre asociación, de la escritura automática, del flujo onírico, del collage, ni por medio del lúdico, azaroso y colectivo cadáver exquisito, procedimientos surrealistas por antonomasia, sino a través de un plan racional que no deja de reproducir clisés propios del arqueolgismo-etnográfico entonces en boga, derivado de las anotaciones y del afán coleccionista-fetichista de los surrealistas maravillados ante la magia, lo exótico, primitivo e insólito de los mitos, los indios, las ruinas, el arte y los objetos de la América precolombina (lo cual también implica la segregación, el rezago y la miseria de las etnias de tal presente), cuyo neodescubrimiento, en la segunda década del siglo anterior, podía iniciarse en Europa: en el Musée du Trocadéro, transformado en Musée de l’Homme en 1938; pero también por contagio o secuela del inicio de Tristes Tropiques (1955), donde Claude Lévi-Strauss, aún en ciernes, describe el curso por el Atlántico, cuando de Marsella a La Martinica y durante tres semanas de 1941, compartió con André Breton el reducido espacio de un buque que transportaba 350 expatriados que huían de la guerra y de la expansión nazi en Europa (entre ellos el belga Victor Serge y Vlady, su hijo ruso, quien en México se convertiría en un prolífico dibujante y pintor). 
André Pieyre de Mandiargue y Bona Tibertelli de Pisis
Foto: Henri Cartier-Bresson
En este sentido
, los cuentos de André Pieyre de Mandiargues son una especie de páginas de un diario de viaje, aderezadas con registros arqueológicos y etnográficos, es decir, con el asombro y el éxtasis (propio de un surrealista) ante lo que registran sus ojos y su documentado cerebro racionalista; pero al unísono son las tarjetas postales de un viajero que, pese a que no es un frívolo, su situación y mirada a priori o superficial nunca dejan de ser las de un turista extranjero venido de Europa.

         En “La noche de Tehuantepec” el narrador dice que “no se trata de un sueño”. Los detalles de su realista relato: la descripción de su llegada, del mísero pueblo, del cuartucho de hotel, del hecho de que es un martes de Semana Santa, de las tehuanas, del matriarcado y demás etcéteras y locaciones, están diciendo que, en efecto, no es un sueño. Pero al unísono hay en esa atmósfera y decurso una pulsión y ambigüedad somnolienta, que, finalmente, implica el preámbulo de un estadio, al parecer iniciático, y una efímera revelación con matices oníricos. Tal es así que esa noche, tras alejarse del ruido y del tumulto que congrega la feria que se efectúa en la plaza, frente al Ayuntamiento, la pareja de extranjeros llega a un punto, casi una quimera o un espejismo, donde hay una iglesia repleta de veladoras, una estridente orquesta de músicos con apariencia de bandoleros y un grupo de indígenas que celebran la fiesta de un rito con acentos católicos. 
Sin embargo, los europeos, pasmados ante lo extraño, desconocido y retorcido por sus ojos de etnógrafos de influjo surrealista, buscando quizá inconscientemente, o más o menos inconscientemente, una latitud de videncia (diría Rimbaud) a través de un largo, inmenso e irracional desarreglo de todos los sentidos, se dejan aturdir por una serie de raudos burritos de aguardiente o vasitos de mezcal que les brinda un hierático indio, quizá jefe de tribunal, según interpreta el narrador. 
Hay en esto cierto placentero masoquismo, si se piensa que “el verde puñal de la planta se ensartaba” en el cerebro del narrador, aturdido, también, por el fuerte y repulsivo cigarro que se ve obligado a fumar, pese a que no fuma. Sin embargo, a través de la crueldad de tal brebaje y del vaporoso humo, acceden al “espíritu de anarquía profunda” que, según Artaud ,“es la base de toda poesía”. 
Foto de la portada:
Angelito mexicano (1983), de Graciela Iturbide
       Así, son testigos de la aparición de una niña disfrazada de ángel barroco. De ahí que la portada del libro exhiba el Angelito mexicano (1983), foto de Graciela Iturbide, en cuya iconografía son notorias las niñas ataviadas de ángel. Para los mexicanos, la presencia de esa niña-ángel en medio de esa fiesta nocturna al pie de la iglesia, resulta lógica y comprensible. Pero no para los alterados y mistificados ojos de estos sedientos turistas europeos que fermentan la surrealista duda: no saben y nunca supieron “si esos hombres y mujeres pertenecían a una sociedad misteriosa, a una cofradía o si eran simples feligreses”.

       El cuento “La fiesta de San Isidro en Metepec” comprende ciertas apostillas y analogías de un turista europeo, cuya erudición indica que ha hojeado los mitos y tradiciones que devienen del México antiguo. Es el 27 de mayo; ese día, en el atrio de la iglesia, los indios celebran la fiesta del santo patrono. San Isidro, según el etnonarrador, es identificado con Tláloc, el precolombino y ancestral dios de la lluvia, costumbre que “persiste en varios lugares alrededor de Toluca”. 
El meollo es el asombro ante las maravillas que sus ojos observan, registran y mistifican, tales como las máscaras, los disfraces de mujer que portan los hombres, los pastelillos “Rodillas de Cristo”, y los símbolos de fertilidad con que celebran e invocan al dios de la lluvia durante esa (para ellos) “bacanal”. Sin embargo, el relato es concluido con una nota, típica del racionalismo francés: “Unos días más tarde llovió copiosamente. Ciertamente, ya era la temporada de lluvias”.
       En el cuento “Palenque”, también con apostillas y analogías de erudito, el narrador dice que tal sitio: vegetación y ruinas (cuyos rasgos responden, por lo menos, a las condiciones de los años 50) son una especie de jardín edénico, un paraíso artificial, onírico, donde confluyen, en inextricable simbiosis, lo hecho por la naturaleza y lo concebido por el hombre. (Ineludible no pensar en el surrealista, absurdo y fantástico “Jardín Edénico” construido por el británico Edward James en Las Pozas de Xilitla en la Huasteca potosina.)
Bona Tibertelli de Pisis, Leonora Carrington, Gilberte,
André Pieyre de Mandiargues, Edward James y su loro
        Sus observaciones de turista europeo implican la presencia de un aficionado a la arqueología y etnología, pero también a un incipiente entomólogo que resume su asombro ante el camuflaje y la metamorfosis de un insecto. Pero entre lo curioso se halla el hecho de que al bañarse en la poza “Baño de la Reina”, se pregunta: “¿Admitiré que esperábamos encontrar joyas antiguas, alguna jadeíta maya, dentro de estas petrificaciones, y no caracoles?” 

Lo cual hace pensar en el fetichismo-coleccionista de ciertos surrealistas; pero también en lo que Martica Sawin cuenta de Wolfgang Paalen en “El surrealismo etnográfico y la América indígena” —ensayo compilado en el libro-catálogo El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo (Madrid, Centro Atlántico de Arte Moderno, 1989)— cuando al visitar a Onslow-Ford en su refugio del pueblito tarasco, “insistió en que excavaran bajo el muro de la parte trasera del jardín, donde pronto apareció un tesoro con utensilios mexicanos antiguos”.


André Pieyre de Mandiargues, La noche de Tehuantepec y otros cuentos mexicanos. Edición bilingüe. Traducción del francés al español de Gabriela Peyron. Ediciones Toledo. 2ª edición. México, 1991. 64 pp.



Que se mueran los feos


    El as del sexo, el sapo y la pata de palo

El legendario y fugaz Boris Vian, quien por un infarto sólo vivió casi 39 años (Ville-d’Avray, marzo 10 de 1920-París, junio 23 de 1959), fue un escritor polifacético y polímata que se codeó con jazzistas e intelectuales de la crème de la crème del existencialismo francés. Escribió poemas, cuentos, novelas, libretos teatrales, canciones y artículos para revistas como Les Temps Modernes, Jazz Hot y el periódico Combat. Y además de ingeniero e inventor, fue cantante y trompetista de jazz, locutor de radio, escenógrafo y traductor.  
En el centro: Boris Vian y su mujer Michelle
A los lados: Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir
(París, 1952)
  Urdida en francés y dispuesta en 30 capítulos con rótulos, su novela Que se mueran los feos se publicó en París, en 1948, firmada con el pseudónimo de Vernon Sullivan (supuesto escritor gringo de raza negra) y en ella Boris Vian figuró como presunto traductor. Si la fecha de la primera edición corresponde al hipotético tiempo en que sucede la trama (después de la Segunda Guerra Mundial), también hay cierta consonancia entre la juventud del autor y la de Rock Bailey, el protagonista, quien dentro de seis meses cumplirá 20 años de edad. 

Colección Andanzas núm. 105, Tusquets Editores
Primera reimpresión mexicana
México, diciembre de 1992
  Podría ser que Boris Vian hubiera escrito una obra consistente, profunda, lo cual no excluye lo humorístico, lúdico y paródico. No es el caso: se trata de una novela light, bufa, de una especie de thriller para adolescentes crónicos e incurables, pero de unos alharaquientos chavales que sólo esperan pasar un buen rato leyendo una mezcla de cómic y novela negra, cuento de anacrónico Playboy y pastiche holliwoodense, con acción, trompadas, intrigas, secuestros, mujeres bellas desaparecidas a las que hay que rastrear y rescatar, autos a toda máquina que se persiguen por las calles, agentes del FBI, estruendosas balas, cuerpos perforados y chorreando sangre, estallidos de granadas, absurdos caricaturescos, hazañas espectaculares y cierta dosis de ciencia ficción: androides y un científico loco que pretende exterminar a los feos y construir sobre la faz de la tierra un mundo feliz (que obviamente deviene del mundo feliz que en 1932 imaginó y propagó el británico Aldous Huxley) con series de mujeres y hombres hermosos, perfectos, hipersexuales, con su tarea laboral preconcebida y tipificada en el laboratorio. Pero sobre todo, mediante esa cohorte de demiurgos menores, el doctor Markus Schutz, el científico loco, sueña con apropiarse del todopoderoso gobierno de los Estados Unidos de América. Y, desde luego, en tal explosivo menjurje no podían faltar los heroínos en quienes los jóvenes lectores (aún con acné) proyectan sus soterradas fantasías: varios aún no tienen 20 años y dos de ellos: Rock y Mike, son guapos, atléticos, hipersexuales, temerarios, y pueden contra lo que sea, contra cualquier infame turba de nocturnas aves

     
Boris Vian
(Ville-d’Avray, marzo 10 de 1920-París, junio 23 de 1959)
       Quizá en francés la obra resulte distinta y su vacuidad argumental sea, no obstante, un divertimento digno de leerse; pero la presente traducción al castellano —y no es chovinismo— es lamentable: los personajes parlotean a imagen y semejanza de los humanoides de España, pese a que son gringos de Los Ángeles, California; y todo el tiempo berrean chistes y frases hechas que sólo articulan y vociferan los españoletes cursis. Así, la tradicional leyenda que deifica al autor más o menos se desinfla en esta versión traducida por un tal T.P. Lugones.

     
Boris Vian, trompetista de jazz
       Rock Bailey, la estrella del elenco, se ha propuesto perder su virginidad sólo al cumplir la veintena. Es un deportista con 90 kilos de peso y un metro 88 de altura. El año anterior ganó el título Mister Los Ángeles. Es el más guapo de todos, por lo que constantemente tiene que quitarse de encima a las féminas que se lanzan sobre él para comérselo en un tris. Al principio sus chistes son muy bobos, ridículos y pedantes, precisamente del tamaño de su estupidez e ingenuidad; así, se cohíbe, ruboriza y grita al estar desnudo frente a una mujer desnuda. Suele encontrarse con sus amiguetes en el Zooty Slammer, el bar de Lem Hamilton, un pianista negro y gordo. Uno de tales compinches es Gary Kilian, reportero del California Call, y otro, menos compinche, es Douglas Thruck, crítico cinematográfico (sintomáticamente, para Boris Vian, quien parece sentirse filmado por Hollywood en el papel de Rock Bailey y quizá con la corpulencia y el rostro del goberneitor Arnold Schwarzenegger), cuyo sueño es escribir una Estética del cine, diez volúmenes en diez años de trabajo. 

Boris Vian en su papel de escritor
Cierta noche entre las noches el grupo se halla en una de sus reuniones en el bar; Rock Bailey, como siempre, exhibiendo su idiotez y su virginal éxito con las mujeres. Sale a tomar aire y un tipo con “la clásica treta del gángster decidido a hacer una jugarreta”, le pide fuego y le invita un cigarrillo que lo duerme. Lo secuestran y lo encierran desnudo con una mujer desnuda. 

Al regresar al bar con su virginidad intacta, sucede que Sunday Love, una de las chavas del grupo, de 17 años, descubre un cadáver en la caseta telefónica. 
A partir del secuestro y del crimen, el asunto cambia. Rock Bailey, junto con Gary Kilian, literalmente empiezan a jugar a los detectives (y el juego se prolonga hasta la última página), no sin invocar, como lúdica bendición, las películas de Humphrey Bogart. Rock Bailey deja de ser un niño bobo y con agilidad e inteligencia (pero también su cuate) deduce a la manera de un investigador policíaco de cine negro e incluso sus chistes son menos tontos. 
Paralelamente a Nick Defato, el jefe de la policía, pero apoyados por éste, se introducen en la madeja de los misterios. ¿Qué mafia secuestró a Rock Bailey, en una especie de clínica, para que hiciera el sexo con una fémina tipo modelo de Playboy? ¿Quién mató al hombre de la caseta telefónica? ¿Quién hizo las fotos de vivisección con humanos? ¿Para qué se hacen tales operaciones quirúrgicas? ¿Quién y para qué ha desaparecido a varias mujeres bellas y jóvenes? ¿Las fotos y el atentado contra el coche en que viajaba Nick Defato aluden el enfrentamiento de dos bandas o es la escisión de una sola?
     
Boris Vian de locutor de radio
        El tono y el ritmo para resolver tales misterios iniciales es el juego del suspense: los improvisados detectives juegan y dicen bromas, pero también los otros personajes. Y si no escasean las chavas, los desnudos y los manoseos, también abundan los gags de acción citados líneas arriba, como las peleas cuerpo a cuerpo en las que destaca, para dar y recibir golpes y porrazos (así reza el estereotipado rosario de clisés del heroíno), la fortaleza y resistencia de Rock Bailey, pero también la de Mike Bokanski, el joven que se les une junto con su supuesto tío, el viejo Andy Sigman, dizque taxista, quien posee la peliculesca virtud de llegar al rescate en el momento en que se le necesita.

      Los crímenes, pesquisas y trompadas los conducen a la clínica del doctor Markus Schutz, ubicada en San Pinto, cerca de Los Ángeles. Esta es, al unísono, búnker y laboratorio clandestino; un laberinto subterráneo, con pisos y pisos, puertas y puertas, pasillos y pasillos. Allí, Rock, Mike y su perro Noonoo, son conducidos por el androide número 16 de la serie C, al que Rock bautiza: “Jef Devay”. 
Tal androide es un paradójico sapo, diría Jules Renard, en la sopa de perfección y belleza del doctor Schutz: además de feo y defectuoso, anima un odio al padre (en cuyos defectos, escuálida figura y pulsión parricida, se vislumbra una pátina del  horrorosísimo engendro abandonado a su suerte por Victor Frankenstein en la clásica novela que la joven Mary W. Shelley publicó en 1818, tantas veces adaptada y parodiada en el cine, en la tele, en el cómic y en la novela gráfica), pero sobre todo les revela varios de los secretos del doctor Markus Schutz, el científico loco: que en poco tiempo fabrica humanoides; la escena de una vivisección; un suculento forniqueo entre dos insaciables androides. Y entre otras cosas, les enseña una cámara de incubación y envejecimiento acelerado en la que observan a varios embriones que serán androides de distintas series, cada ejemplar idéntico al modelo de la serie a que pertenece. Por último, les dice que el doctor Schutz se ha ido a una isla del Pacífico, de su propiedad, llevándose aparatos, archivos y series de sujetos. 
El defectuoso androide Jef Devay, además de sapo, es un hilo suelto, dado que después de que los héroes dejan el laboratorio, pese a que iba a seguir con ellos, nunca se sabe más de él. Lo mismo ocurre con Noonoo, el perro super entrenado que llega a hablar (otro clisé de caricatura, comedia cinematográfica y teleserie clasificación A) sin que nadie se sorprenda ni diga ni mu ni pío ni guau sobre el asunto. Simples detalles, como el chiste sobre el presidente Truman, al que llaman Truwoman.
        Al salir del búnker, Mike Bokanski y Andy Sigman revelan que son agentes secretos del FBI y que ya le seguían las huellas y la pista al doctor Markus Schutz. Gary y Rock, casi sin dormir ni comer y guiados por la compulsión que les dicta su instinto y su olfato de sabueso detectivesco (otro cliché), vuelan con los agentes en un B-29 rumbo a la isla del Pacífico, que fue base militar durante la guerra, por lo que entre los abandonados restos abundan los cascos japoneses. Al llegar, se dejan caer en paracaídas. Pero frente al fragor sexual visto en el anterior laboratorio y frente a lo incierto del regreso, Rock Bailey, antes de partir de la ínsula, decide perder la virginidad. Y en tal ámbito, al igual que su atlética fortaleza de heroíno, la escenas eróticas denotan que es un as del sexo: durante horas y horas lo hace con Sunday Love y casi enseguida y al mismo tiempo con Mona y Beryl. 
En la isla, luego de cruzar un jardín en el que no faltan los empalados (que evocan los cruentos sembradíos de cadáveres empalados del legendario antropófago Vlad Tepes El Empalador), pero con un letrero en el cuello que reza: aspecto defectuoso, resulta que en el nuevo búnker hay una orgía entre androides de ambos sexos, desnudos, perfectos, idénticos y superpotentes, todos de la serie O. Y puesto que Rock, camuflado, puede hacerse pasar por un ejemplar de la serie S, vuelve a demostrar sus ínfulas de superdotado. 
Boris Vian observando su efigie
  Cuando finalmente Mike y Rock se encuentran con el subterráneo demiurgo y heresiarca, éste les presume que ya sabía que lo seguían, que su declaración de principios y divisa es: que se mueran los feos, que para exterminarlos del planeta llenará el orbe de generaciones bellas y perfectas, que ya posee androides infiltrados entre artistas famosos, deportistas campeones, políticos y militares con los que se apoderará de la Casa Blanca, como es el caso del almirante que comanda el cercano torpedero, que dizque iba a apoyar a los que llegaron por aire. 

A Mike y a Rock los enclaustran con dos androides idénticas y pese a que las inducen a escenificar para ellos un espectáculo lésbico, no pierden la cabeza. El viejo Andy Sigman, en cambio, muy goloso, se encierra con cuatro androides y delega su responsabilidad en Mike Bokanski. 
Boris Vian pensando en el cine
  El frijol en la sopa, o paradoja del caso, es que a partir de que el doctor Markus Schutz se va de la ínsula, dizque de vacaciones (pese a que se supone científico y megalómano obseso de la perfección y del todopoderoso poder), Mike Bokanski puede desmontarle los planes con una simple prueba del añejo: ordena que del torpedero le envíen 25 marinos guapos y 25 feos y los coloca frente a 50 hermosas, húmedas y sedientas androides. Luego ordena a éstas que se lancen sobre los marinos que ellas deseen. Sin pensarlo optan por los feos; es decir, están hartas de tanta perfección y belleza, el mismo síndrome y hastío que muestra Mike Bokanski e incluso el mismo almirante-androide, quien para calmarlo y excitarlo le dice que tiene a bordo, a su disposición, una secretaria jorobada, repulsiva, con una enorme sonrisa y una pata de palo.



Boris Vian, Que se mueran los feos. Traducción del francés al español de T.P. Lugones. Colección Andanzas núm. 105, Tusquets Editores. Primera reimpresión mexicana. México, diciembre de 1992. 208 pp.


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Enlace a "Que se mueran los feos", interpretación de Los Xochimilcas.
"El jeque de Arabia", Boris Vian a la trompeta.

Historia abreviada de la literatura portátil

 El shandy y la cartografía de su rostro

 

No es casual que el inicio de Historia abreviada de la literatura portátil (Anagrama, 1985), novela de Enrique Vila-Matas (Barcelona, marzo 31 de 1948), tenga entre sus escenarios el número uno de la Spielgasse, frente al Cabaret Voltaire, en Zurich. El Cabaret Voltaire, reza el Manifiesto Dada de 1918, fue el sitio donde dos años antes se forjó y canonizó la palabra que bautizó al propio Tristan Tzara (1896-1963) y al movimiento de vanguardia donde fue demiurgo de demiurgos. Pero aunque en la novela el episodio referido ocurre en un supuesto invierno de 1924, cuando Dada se encuentra celebrando “el feliz quinto aniversario de su desaparición del panorama cultural”, no por ello deja de tener deudas moleculares con el dadaísmo, sino que también la historia de la sociedad secreta shandy que escribe el investigador (alter ego de Enrique Vila-Matas y, como él, residente en Barcelona) se refleja en el anagrama que titula el supuesto libro que escribió Tristan Tzara en el Sanatorio Internacional (un manicomio de Praga): Historia portátil de la literatura abreviada, como en su contenido: “El libro ofrecerá reporta Crowley a Picabia durante el inicio esbozos de las costumbres y vidas de los shandys a través de un medio más original que los habitualmente adoptados por la novela. Tzara pretende cultivar el retrato imaginario, esa forma de fantasía literaria que esconde una reflexión en su capricho y una empresa en su ornamentación.”

     

Perfume con la imagen de
Rrose Selavy (Marcel Duchamp)
Foto: Man Ray

        
Historia abreviada de la literatura portátil evoca a la matrioska y al laberinto: el prisma de los espejos en los espejos, dado que la idea de lo portátil y del artista portátil devienen de
la llamada Boîte en valise (Caja en valija) de Marcel Duchamp (1887-1968), cuyo arquetipo el alter ego del escritor resume así: “La caja-maleta de Duchamp, que contenía reproducciones en miniatura de todas sus obras, no tardó en convertirse en el anagrama de la literatura portátil y en el símbolo en el que se reconocieron los primeros shandys”. Es por ello, se infiere, que el imaginario título de Tristan Tzara y el susodicho fragmento implican y suponen en miniatura la novela de Enrique Vila-Matas.

           

Marcel Duchamp con la Boîte en valise (1942)

            Además de las anécdotas que ilustran sobre las vidas y costumbres de los shandys durante la breve existencia de su dizque “conjura secreta” (entre 1924 y 1927, que son los años del volátil estridentismo en Xalapa), el lector asiste a una serie de imaginarios retratos de pintores y artistas, cuyas obras y nombres pertenecen a la historia, pero cuya reunión y conjura son tan ficticias como imposibles. Algunos protagonistas son: Walter Benjamin, Marcel Duchamp, Francis Picabia, Tristan Tzara, Valery Larbaub, Alberto Savinio, Rita Malú, Georgia O’Keefe, Paul Klee, Ezra Pound, Erich von Stroheim, Blaise Cendras, Juan Gris, Gustav Meyrinck, César Vallejo, Federico García Lorca, Louis-Ferdinand Céline, Man Ray, Dalí, Scott Fitzgerald, Witold Gombrowicz, Paul Morand, Max Ernst, Ramón Gómez de la Serna, entre otros.

           

Rrose Sélavy (c. 1920-1921)
Foto: Man Ray

            Según el investigador, shandy es el nombre de una bebida embriagante, pero también, “en el dialecto de algunas zonas del condado de Yorkshire (donde Laurence Sterne
[1759-1767], el autor del Tristram Shandy [1759-1767], vivió gran parte de su vida), significa indistintamente alegre, voluble y chiflado”. Estas son las razones dialécticas y elementales por las que los portátiles se hacen llamar shandys. Su “sociedad secreta”, y la novela en sí, sólo tienen sentido como divagación, divertimento, embrollo de contradicciones, locura: juego imaginario cuyo sentido es el juego por el juego mismo.       

           

Enrique Vila-Matas de joven,
 cuando era alegre, voluble y chiflado

          “Viajo para conocer mi geografía”, apunta el autor en francés en el epígrafe del capítulo “Un shandy dibuja el mapa de su vida” y lo volvió a recordar en español al inicio de Suicidios ejemplares (Anagrama, 1991) al escribir (en el proemio “Viajar, perder países”) que a principios del siglo XX lo anotó un loco en las paredes de un manicomio francés. En su Historia abreviada de la literatura portátil, el alter ego del narrador dibuja un mapa en un espejo y en él emprende un viaje: nombres, siluetas, sueños, pesadillas, colecciones, historias, ciudades, calles, libros por los que viaja y deambula a la deriva, rostros que no son su rostro y son el suyo, se pierde en ellos, en sí mismo, se abandona a sus demonios; entonces postula: “Todos los shandys conforman el rostro de un shandy imaginario”. Lo cual, por caprichosa asociación y especular refracción (el espejo en el espejo), recuerda el párrafo con que concluye el “Epilogo” que cierra El hacedor (Emecé, 1960), libro de poemas y poemas en prosa de Jorge Luis Borges (1899-1986): “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.”

         

Borges en 1968
Foto: Eduardo Comesaña

          
En Historia abreviada de la literatura portátil son los locuaces y delirantes años 20 del siglo XX y a imagen y
semejanza de hongos alucinantes y venenosos proliferan las vanguardias. Junto a la herencia de Dada, los shandys canonizan tildes y gestos tan absurdos y caricaturescos como surrealistas. Su conjura quesque secreta —con tabla mosaica portátil— que se debe cumplir ante la amenaza de ser expulsado, es una aventura snob, de dandys con pose de enfants terribles y despreocupados que viven la quimera de exhibirse en la efímera sombra underground, pero ante “los ojos del mundo”, como “la exaltación espectacular de lo que surge y desaparece con la arrogante velocidad del relámpago de la insolencia”; es decir, sueñan con que su secta encarna “la expresión de un Yo rebelde, escandaloso, imperecedero, que se impone mostrándose”.

          El relato de sus estancias y vicisitudes en París, Londres, Port Actif, Viena, Praga, Trieste, Sevilla, tienen y no tienen que ver con la historia y la realidad. Las perspectivas paródicas y fantásticas que emplea Enrique Vila-Matas, a imagen y semejanza de un espejo deformante, reflejan, deforman y reelaboran lo que de ellas toma. De modo que el arquetipo de shandy que dibujan los rasgos del conjunto, es, al unísono, emblema y caricatura de una historia imposible.

            Los demonios adversos que suelen asediar (e incluso castrar) a un artista o escritor son llamados por los shandys: inquilinos negros u odradeks. Estos se materializan en espectros o cosas autónomas; y como dicta el lugar común, se encargan de arrebatarle concentración y creatividad al artista. Para que su odradek lo deje en paz, el shandy tendrá que abandonarse a la vagancia o a una tumbona sin hacer absolutamente nada. Por si fuera poco, los odradeks tienen sus propios demonios: los golems, que a su vez tienen los suyos: los bucarestis, “criaturas originarias de Rumania, parientes pobres del conde Drácula”.

       

Narrativas Hispánicas núm. 23, Editorial Anagrama
(Barcelona, 1985)
Ilustración de Jacques-Henri Lartigue:
Gran Prix Automobile (La Beule, 1929)

            A imagen y
semejanza de un artista o poeta maldito, el shandy vive la “necesidad de soledad, junto con la amargura por la propia soledad”. Comulga con la soltería y con el sexo sin ataduras (vil máquina soltera especializada en la polimorfa cópula). Necesita concentrarse en su trabajo, aislarse, sumergirse en él. “O está uno sumergido o la atención flota lejos”, reporta el investigador que escribió el pintor cubista Juan Gris. Es por ello que la conjura shandy, para huir de sus demonios, se instala en el Bahnhof Zoo, un submarino inmóvil ubicado en el puerto de Dinard, en Inglaterra, donde sin moverse realizan un laberíntico viaje por las profundidades del mar: historias dentro de las historias, digresiones dentro de las digresiones. Meollos tan absurdos y risibles, como la tienda de campaña que Céline instala en medio de la habitación de un hotel; o la expedición secreta al Sanatorio Internacional; o la Antología negra, el libro de mitos y leyendas apócrifas que escribió Blaise Cendras a partir de las anécdotas que les oía a los shandys, en Praga; pero que sin embargo fue recibido por la crítica francesa, en pleno 1972, como “la primera oportunidad para el gran público de conocer la literatura popular africana”. Lo que recuerda que en Xalapa, califato de Sergio Pitol, aún a mediados de 2022 el presente libro de Enrique Vila-Matas sigue siendo la primera oportunidad para el gran público de conocer la popular y nunca olvidada Historia abreviada de la literatura portátil.

 

Enrique Vila-Matas y Sergio Pitol de avioncito

Enrique Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátilColección Narrativas Hispánicas núm. 23, Editorial Anagrama. Barcelona, 1985. 128 pp.