lunes, 2 de octubre de 2023

La noche de Tlatelolco



                 
Un fantasma recorre México: 
el fantasma del 2 de octubre


                                                                                                           In memoriam Luis González de Alba  


Tlatelolco, octubre 2 de 1968
El viernes 27 de septiembre de 2014 murió, por el cáncer, Raúl Álvarez Garín, legendario luchador social y visible político de izquierda, quien, como alumno del Instituto Politécnico Nacional, fue delegado de Consejo Nacional de Huelga del Movimiento Estudiantil de 1968 y como tal fue detenido la trágica noche del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco y hecho preso en el Palacio Negro de Lecumberri. Pese a que Raúl Álvarez Garín es autor del libro La estela de Tlatelolco. Una reconstrucción histórica del movimiento estudiantil del 68 (Editorial Ítaca, 2002), todo indica que entre la extensa y creciente bibliografía sobre el Movimiento Estudiantil de 1968, el libro de Elena Poniatowska: La noche de Tlatelolco, cuya primera edición data de “febrero de 1971”, es el más emblemático, el más reeditado, el más popular, y tal vez el más trágico, espeluznante y doloroso que incide en la llama viva de un hecho fehaciente y contundente: la masacre del 2 de octubre no se olvida, su tétrico fantasma recorre México, está vivo en la luctuosa, histórica y democrática memoria colectiva del país.
La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
Primeras fotos del libro
       
El miércoles 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, ya pasadas las 17:30, poco después de que desde el tercer piso del edificio Chihuahua los oradores en la tribuna dieran por concluido el mitin y de que anunciaran que, debido a la presencia militar en la zona, no se haría la manifestación al Casco de Santo Tomás del IPN (tomado por el ejército desde el 23 de septiembre), se vieron en lo alto unas luces de bengala e inició el asedio y los disparos, cundió el terror, la refriega y la estampida de la gente (“aproximadamente diez mil personas”: jóvenes, adultos, adolescentes, niños, mujeres, ancianos). Los soldados y policías de civil y guante y blanco (el Batallón Olimpia) salieron de apartamentos del edificio Chihuahua y de su camuflaje entre la multitud; detuvieron a los estudiantes de la tribuna y bloquearon los accesos al edificio. Hubo tal gritería, tal turbulencia de masas y tal confusión entre los destacamentos armados que fue ineludible el cruce de balas entre los de guante blanco, los militares, los granaderos, los policías y los francotiradores.

Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, a la cabeza
El Movimiento Estudiantil de 1968 tenía apenas dos meses y pico de haberse gestado in crescendo (con amplias adhesiones y repercusiones sociales en todo el país y protestas en el extranjero), debido a la constante represión policíaca y militar (exacerbada con la toma de CU el 18 de septiembre), a los asesinatos, y a las detenciones y secuestros de alumnos, maestros, militantes de izquierda y gente ajena, y a la relevante incapacidad política de las autoridades (empezando por el presidente Gustavo Díaz Ordaz y por el secretario de gobernación Luis Echeverría Álvarez) para establecer el diálogo público, los acuerdos en torno a los 6 puntos del pliego petitorio y por ende la paz. Lo ocurrido y los testimonios del libro sugieren que la matanza y el encarcelamiento masivo estaban planeados para tal día y en ese lugar, pues el 12 de octubre iniciarían los XIX Juegos Olímpicos y había que descabezar el movimiento y evitar que los disturbios estudiantiles (dizque de una conjura internacional comunista) continuaran durante éstos. 
   Mercedes Olivera, antropóloga, lo resume: “obviamente todo estaba preparado, el gobierno sabía lo que iba hacer. Se trataba de impedir cualquier manifestación o brote estudiantil antes y durante las Olimpiadas. Las luces de bengala fueron la orden de tirar y se disparó de todas partes y los supuestos francotiradores —y te lo digo, porque los que estuvimos allí y lo vimos podemos decirlo con toda conciencia sin temor a equivocarnos— los francotiradores eran parte de la organización gubernamental.”
(Ediciones Era, 37ª ed., México, 1980)
      La noche de Tlatelolco es un libro fragmentario, polifónico, colectivo, de ahí que se subtitule Testimonios de historia oral; pero fue Elena quien compiló, matizó y urdió el conjunto durante dos años. Hay en él trozos de entrevistas (muchos con terribles testimonios de asesinatos, torturas y vejaciones); panfletos transcritos de pancartas, de volantes, de pintas y de los coros durante las manifestaciones y mítines; versos de poemas; capitulares y fragmentos de artículos publicados en periódicos y revistas; pasajes de actas militares; declaraciones en contra, declaraciones a favor; voces anónimas; saldos de muertos, de heridos, de humillados y violentados en lo más elemental de sus libertarias garantías individuales y en lo más esencial de sus derechos humanos.


Elena Poniatowska
(foto: Rogelio Cuéllar)
       
           De nobiliario origen polaco, Elena nació el 19 de mayo de 1932 en París, pero hizo de México su patria, sus entrañas más entrañables donde nació y creció como periodista y narradora. De ahí que si su libro es de Todo México, también es muy suyo, muy de sus intimidades más íntimas. Ella lo dedicó “A Jan”, cuyas fechas de nacimiento y muerte, “1947-1968”, representan al joven asesinado el 2 de octubre o durante el Movimiento Estudiantil, pese a que se trata de su hermano “Jan Poniatowski Amor, estudiante de la Preparatoria Antonio Caso”, muerto en un accidente automovilístico el 8 de diciembre, en cuya segunda aparición afirma: “EL PRI no dialoga, monologa.”
Jan Poniatowski Amor
(1947-1968)
  También incluyó un par de pasajes, críticos y reflexivos, de dos cartas que el astrónomo Guillermo Haro, su marido, le envió desde Armenia, una el “22 de julio de 1970” y la otra el “28” del mismo mes. En el primer pasaje 
refiere su disgusto y desacuerdo con la prisión, en la cárcel de Lecumberri, de Demetrio Vallejo y Valentín Campa, líderes ferrocarrileros, sindicalistas y comunistas; y en el segundo pasaje le habla sobre la hipocresía y responsabilidad ética del científico mexicano en el contexto de la arcaica, consubstancial y sistémica corrupción política y gubernamental del PRI:
 
La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
En el cartel se ve el rostro de Demetrio Vallejo
        
     “...Y me lleno de furia y pienso cómo se puede vivir sin ser furioso. Cómo se le puede entrar a la política mexicana y retenerte y modularte y repartir sonrisitas y quedar bien con todo el mundo y lograr puestecitos y puestezotes. No estoy de acuerdo con las declaraciones periodísticas de mis amigos; que el hombre de ciencia debe intervenir en la política. Sé lo que quieren decir. Piensan que intervenir en la política es ocupar puestos, ser influyente, tener éxito. Eso no es política, eso es estiércol, es ser mercader en el más vil sentido. A que no le entran a la política de oposición, a la política que no da puestos seguros, a la que pone en peligro tu vida y tu libertad. Claro que no se le puede pedir a un hombre, a otro hombre, que se sacrifique. Pero que tampoco nos vengan a señalar como deber sacrosanto y necesario el participar en ‘nuestra’ política priísta. No hay en ello nada noble, nada desinteresado, nada honesto. Y si uno le entra por pura conveniencia personal, por lo menos ser discreto, ser un honrado bandolero, no tratar de hacer comulgar a los demás con ruedas de molino. Nuestro deber como científicos es simplemente tratar de hacer buenos científicos, ayudar a los jóvenes, formar cuadros competentes, hacer verdadera política aunque esto implique —y lo implica— estar peleado a muerte con los ‘políticos’ burócratas. Claro que el no cortejar a los ‘políticos’, el no estar bien con ellos, dificulta la tarea. Pero en el fondo lo mismo da...
  “No es cierto que puedas ser un buen político cuando dejas de ser un buen médico. No es cierto que es preferible ser presidente de Chalchicomula que un mediocre ginecólogo. Si no puedes hacer bien una cosa que durante años has aparentado amar, no podrás hacer ninguna otra cosa mejor que la primera. Lo contrario es mentira, es la prueba más contundente de tu fracaso íntimo, de tu verdadera mediocridad. Pero, claro, existe el sagrado derecho de ser tan mediocre o tan pendejo como se quiera o como se pueda y eso independientemente de todos los éxitos o las glorias aparentes.”
   
Guillermo Haro y Elena Poniatowska
con su hijo Felipe
          
        Pero Elena Poniatowska también incluyó un fragmento de su madre Paula Amor de Poniatowski, donde habla de los muchachitos que vio el 13 de septiembre de 1968 durante la Marcha del Silencio que fue del Bosque de Chapultepec, frente al Museo Nacional de Antropología, al Zócalo (“300 mil personas”): “¿Sabes?, me gustaron, me cayeron bien, por hombrecitos. Muchos tenían esparadrapo en la boca, casi todos parecían gatos escaldados con sus suéteres viejos, sus camisas rotas pero decididos. Les eran simpáticos a la gente que estaba en las banquetas viéndolos, y muchos, además de aplaudirles, se les unían y cuando no se les daba propaganda la pedían, e incluso el público se ponía a repartir de mano en mano. Nunca había visto antes una manifestación tan vasta, tan de a de veras, tan hermosa. Toma, te traje unos volantes.
       
Las hermanas Elena y Kitzia  
con su madre Paula Amor de Poniatowski
       
        Si tal testimonio es desde afuerita, el de Luis González de Alba, alumno de Filosofía y Letras de la UNAM y delegado del CNH (Consejo Nacional de Huelga) —fallecido a los 72 años el 2 de octubre de 2016, es desde dentro y más crítico que el pasaje parecido que se lee en su libro Los días y los años (Era, 1971): 

Cabeza de Vaca, Hernández Gamundi y Luis González de Alba,
tres líderes del Consejo Nacional de Huelga detenidos
        “El helicóptero seguía volando casi al ras de las copas de los árboles. Finalmente, a la hora señalada, a las cuatro, se inició la marcha en absoluto silencio. Ahora no podrían oponer ni siquiera el pretexto de las ofensas. En el CNH habíamos discutido muchísimo. Unos delegados decían que de hacerse la manifestación no podría ser silenciosa porque le quitaría combatividad. Otros, que nadie guardaría silencio. ¿Quién se siente capaz de controlar y llevar callados a varios cientos de miles de muchachos escandalosos acostumbrados a cantar, gritar y echar porras en cada manifestación? ¡Es una tarea imposible y si no lo logramos el CNH mostrará debilidad! Por eso los más jóvenes llevaron esparadrapo en la boca. Ellos mismos lo eligieron: los unos a los otros se pusieron la tela adhesiva sobre los labios para asegurar su silencio. Les dijimos: ‘Si alguno falla, fallamos todos.’

Marcha del Silencio

Septiembre 13 de 1968
        
        “Salíamos apenas del Bosque, habíamos caminado sólo unas cuadras cuando las filas comenzaron a engrosarse. Todo el Paseo de la Reforma, banquetas, camellones, monumentos y hasta los árboles estaban cubiertos por una multitud que a lo largo de cien metros duplicaba el contingente inicial. Y de aquellas decenas y después cientos de miles sólo se oían los pasos... Pasos, pasos sobre el asfalto, pasos, el ruido de muchos pies que marchan, el ruido de miles de pies que avanzan. El silencio era más impresionante que la multitud. Parecía que íbamos pisoteando toda la verborrea de los políticos, todos sus discursos, siempre los mismos, toda la demagogia, la retórica, el montonal de palabras que los hechos jamás respaldan, el chorro de mentiras; las íbamos barriendo bajo nuestros pies... Ninguna manifestación me ha llegado tanto. Sentí un nudo en la garganta y apreté fuertemente los dientes. Con nuestros pasos vengábamos en cierta forma a Jaramillo, a su mujer embarazada, asesinados, a sus hijos muertos, vengábamos tantos años de crímenes a mansalva, silenciados, tipo gángster. Si los gritos, porras y cantos de otras manifestaciones les daban un aspecto de fiesta popular, la austeridad de la silenciosa me dio la sensación de estar dentro de una catedral. Ante la imposibilidad de hablar y gritar como en otras ocasiones, al oír por primera vez claramente los aplausos y voces de aliento de las gruesas vallas humanas que se nos unían, surgió el símbolo que pronto cubrió la ciudad y aun se coló a los actos públicos, a la televisión, a las ceremonias oficiales: la V de ‘Venceremos’ hecha con los dedos, formada por los muchachos al marchar en las manifestaciones, pintada después en casetas de teléfonos, autobuses, bardas. En los lugares más insólitos brotaba el símbolo de la voluntad inquebrantable, incorruptible, resistente a todo, hasta a la masacre que llegó después. Aún reciente Tlatelolco, la V continuó apareciendo hasta en las ceremonias olímpicas, en las manos del pueblo.”

Primera edición en Lecturas Mexicanas
Segunda Serie número 41
(Ediciones Era/SEP, 1986)
Los días y los años
1ª edición en Lecturas mexicanas, 2ª Serie, núm. 41
(Ediciones Era/SEP, 1986)
Contraportada
       La noche de Tlatelolco abre con 49 fotos en blanco y negro que dan visos de varios episodios que van de la confusa bronca del 22 de julio de 1968 en la que se mezclaron pandilleros (“Los ciudadelos” y “Los arañas”) y alumnos de la preparatoria Isaac Ochotorena y estudiantes de la Vocacional 2 del IPN (Instituto Politécnico Nacional), y que a la postre significó, dada la arbitraria golpiza emprendida por los granaderos, el inicio de la represión (exacerbada entre el 23 y el 26 de julio) y por ende del Movimiento Estudiantil. Y se culmina con una imagen nocturna en la que se observa a un grupo (hombres, mujeres, niños y jóvenes) de pie y arrodillados frente a veladoras y ofrendas mortuorias, en cuyo pie se lee: “El 2 de noviembre, día de los muertos, depositamos cempasuchitl y veladoras en la Plaza de las Tres Culturas... Muchos soldados nos vigilaban pero pronto se prendieron miles de veladoras y surgieron gentes de entre los árboles que comenzaron a rezar por sus hijos masacrados el 2 de octubre en Tlatelolco…”



La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)

       
Cadáveres en la morgue y niño asesinado en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968

La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
      
        Entre el conjunto de fotografías, si bien hay algunas muy dramáticas y violentas, como la hilera de cadáveres en la morgue o el niño muerto aún tirado en las piedras del suelo de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, contrastan dos: una es la del par de alegres jóvenes vestidos de blanco dándole a una campana de la Catedral de México y que ineludiblemente remite al 13 de agosto de 1968, cuando la multitudinaria manifestación (unas “150 mil personas”) llegó por primera vez al Zócalo (el epicentro de los poderes y simbólico corazón del país mexicano) pero también a la del 27 de agosto (“más de 400 mil personas”); dice el pie: “¡Entramos al Zócalo! ¡Estaban repicando las campanas de catedral! Dos estudiantes de medicina subieron con el permiso del padre Jesús Pérez y también encendieron todas las luces de la fachada. Todo el mundo aplaudía sin parar.”
Iglesia de Santiago Tlatelolco
Octubre 2 de 1968
         
La otra fotografía resulta un artero, masivo y cruento golpe de bayoneta o de bala expansiva, muy semejante a los golpes y proyectiles con que, según testimonios que se leen en el libro, se hirieron y mataron a jóvenes, a mujeres, a niños y ancianos durante la larga noche que duró el sitio y el acoso, militar y policíaco, en la Plaza de las Tres Culturas y en los edificios circunvecinos. Se trata de una panorámica en la que desde lo alto se observa a una multitud frente a la antigua Iglesia de Santiago Tlatelolco;  el pie de Elena Poniatowska consigna: “Junto a la vieja Iglesia de Santiago Tlatelolco, se reunió confiada una multitud que media hora más tarde yacería desangrándose frente a las puertas del Convento que jamás se abrieron para albergar a niños, hombres y mujeres aterrados por la lluvia de balas...”
La “Primera parte” de La noche de Tlatelolco se titula “Ganar la calle” y la “Segunda” es homónima del libro y por ende los testimonios ponen mayor énfasis en lo ocurrido durante la masacre del 2 de octubre de 1968; pero también en ciertas secuelas inmediatas, como la angustiosa y desesperada búsqueda de los hijos desaparecidos (incluso niños) y la situación y el destino de los prisioneros, particularmente en el Campo Militar Número 1 y en el Palacio Negro de Lecumberri. Y se concluye con una breve “Cronología basada en los hechos a que se refieren los estudiantes en sus testimonios de historial oral”, la cual va del lunes 22 de julio de 1968 al siguiente jueves 31 de octubre, y que se puede completar con la información, los análisis y la angular y crítica bibliografía con la que ahora se cuenta, en 2023,  55 años después, incluida una ritual vista al Memorial del 68 en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, ubicado en la histórica Plaza de las Tres Culturas. 
 
La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
  
    

Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral. Iconografía en blanco y negro. Ediciones Era. Ejemplar 1019 de la 37ª edición. México, marzo 24 de 1980. 288 pp.

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La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)

      Vale añadir que en agosto de 2012 Ediciones Era publicó una Edición Especial de La noche de Tlatelolco, con un “Prólogoex profeso de Elena Poniatowska, un nuevo y mejor diseño y mayor tamaño, 104 fotos en blanco y negro (con buena resolución) distribuidas a lo largo de las páginas (más dos postreras páginas de “Créditos de las fotografías”) y la ampliación de la “Cronología” hasta el viernes 13 de diciembre de 1968.


(Era, México, agosto 20 de 2012)


 
(Contraportada)


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jueves, 24 de agosto de 2023

La máquina del tiempo

Viaje al centro de las tinieblas

Signadas por un par de históricos preámbulos del autor de “El Aleph” (el prefacio de la colección y el breve prólogo del libro), con el número 14 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, en 1985 se publicó en Madrid y en Buenos Aires, por Hyspamérica, la edición conjunta —plagada de erratas— de La máquina del tiempo (1895) y de El hombre invisible (1897), celebérrimas novelas del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), uno de los precursores de la literatura de ciencia-ficción del siglo XX. Obras que en esa edición conjunta (de tapas negras, letras doradas y logo dorado con el croquis del perfil de Borges) circularon en los estanquillos y puestos de periódicos y revistas de España e Hispanoamérica; y que, casi resulta tautológico decirlo, han sido el punto de partida, o parte de la médula o la referencia, de varios argumentos cinematográficos que pueblan los sueños y el imaginario colectivo de la populosa aldea global. 
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 14
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985
        Con traducción al español de Nellie Manso, La máquina del tiempo se divide en dieciséis capítulos con números romanos y rótulos, más un “Epílogo”. Si bien el epicentro de la novela es la narración del reciente viaje en la Máquina del Tiempo que en primera persona el protagonista les hace a un grupo de comensales reunidos en el salón de fumar de su casa en Richmond, tal relato está enmarcado, al principio y al final, por la voz de otro narrador, quien además de ser uno de los comensales, es quien recoge la historia del viajero y la matiza con el postrero hecho de que “hace tres años” desapareció con su Máquina en su último viaje por el tiempo (el artilugio partió del laboratorio ubicado en el sótano de la casa del viajero), el cual emprendió en busca de pruebas fehacientes que lo acreditaran frente a sus escépticos amigos y conocidos. La última vez que lo vio, el viajero le dijo que volvería en “media hora”, que lo esperara allí en su casa, a la que recién llegó en una visita imprevista. Para traer esas pruebas del futuro, el viajero llevaba consigo “un pequeño aparato fotográfico”, que con probabilidad es la cámara Kodax que echó de menos en su primer viaje, precisamente cuando accede al siniestro y espeluznante Mundo Subterráneo de la supuesta “Edad de Oro”, y que probablemente es un modelo de la Kodax 100 Vista que empezó a popularizarse en 1888. 

Kodax 100 Vista
        Según apunta el narrador, él y los otros oyentes guardaron silencio, sin interrumpir, para escuchar la historia del viajero recién llegado. Y la oyeron en la penumbra, como en una pequeña sala de cine, cuya pantalla circular, en la que ven correr las proyectadas imágenes de la película (con la voz en off), es el iluminado rostro del viajero: “...Y con esto el Viajero a través del Tiempo comenzó su relato tal como lo transcribo a continuación. Se echó hacia atrás en su sillón al principio, y habló como un hombre rendido. Después se mostró más animado. Al poner esto por escrito siento tan sólo con mucha agudeza la insuficiencia de la pluma y la tinta y, sobre todo, mi propia insuficiencia para expresarlo en su valor. Supongo que lo leerán ustedes con la suficiente atención; pero no pueden ver al pálido narrador ni su franco rostro en el brillante círculo de la lamparita, ni oír el tono de su voz. ¡No pueden ustedes conocer cómo su expresión seguía las fases de su relato! Muchos de nosotros sus oyentes estábamos en la sombra, pues las bujías del salón de fumar no habían sido encendidas, y únicamente la cara del periodista y las piernas del Hombre Silencioso, desde las rodillas para abajo, estaban iluminadas. Al principio nos mirábamos de cuando en cuando, unos a otros. Pasado un rato dejamos de hacerlo, y contemplamos tan sólo el rostro del Viajero a través del Tiempo.”

   
Un viajero con una Kodax 100 Vista
       Ni ese narrador ni el viajero dicen su nombre ni precisan sus estudios ni su profesión, pese a que casi al término el narrador alude una inminente cita con un tal “Richardson, el editor”. Pero lo que sí es obvio es que el viajero posee hábitos, costumbres, porte, maneras, lenguaje e idiosincrasia de un elegante gentleman victoriano y una holgada posición económica de buen burgués: se viste de etiqueta para cenar en su casa con sus informales y azarosos invitados y llama con un timbre a la servidumbre que encabeza la señora Watchett, el ama de llaves. Y ante todo le sobra inventiva e intelecto: aparte de la ingeniosa Máquina del Tiempo (“rechoncha, fea”, “un artefacto de bronce, ébano, marfil y cuarzo translúcido y reluciente”), diseñó los sillones donde conversan, y dice ser autor de “diecisiete trabajos sobre física óptica”, y de ciertas investigaciones sobre la “geometría de Cuatro Dimensiones”, donde “el Tiempo es únicamente una especie de Espacio” donde se puede ir y venir.
Fotograma de Time after time (1979)
  Un jueves, ante el grupo de caballerosos comensales reunidos frente al fuego de la chimenea, el viajero les muestra un modelo a escala de la Máquina del Tiempo, la cual activa (bajando una palanquita con el dedo del psicólogo) y desaparece, casi como un número de ilusionista de salón, ante la incredulidad del corro. En su laboratorio ya tiene casi concluida la Máquina del Tiempo, que tardó dos años en construir, la cual les muestra tomando una lámpara y guiándolos al sótano de su casa. Así que el siguiente jueves, ya pasadas las 19:30, los comensales han sido convocados para cenar con el viajero. Del grupo reunido el anterior jueves sólo están de nuevo el doctor, el psicólogo y el narrador; y se han incorporado el director de un periódico, un periodista y un joven silencioso, quienes no estuvieron presentes en la primera reunión. Minutos después de que el doctor tocara el timbre para iniciar la degustación de la espléndida cena sin el viajero, llega éste con claros visos de haber deambulado en la intemperie, casi a imagen y semejanza de un vagabundo. Según reporta el narrador:

“Aparecía nuestro anfitrión en un estado asombroso. Su chaqueta estaba polvorienta y sucia, manchada de verde en las mangas, y su pelo enmarañado me pareció gris, ya fuera por el polvo y la suciedad o porque estuviese ahora descolorido. Tenía la cara atrozmente pálida; y en su mentón un corte oscuro, a medio cicatrizar; su expresión era ansiosa y descompuesta, como por un intenso sufrimiento. Durante un instante vaciló en el umbral, como si lo cegase la luz. Luego entró en la habitación. Vi que andaba exactamente como un cojo que tiene los pies doloridos de vagabundear. Lo miramos en silencio, esperando a que hablase.”  
    Y luego de un breve diálogo, de beber con rapidez un par de copas de vino y de anunciarles que volverá para cenar y hablar con ellos del viaje después de asearse, añade el narrador sobre su anfitrión: “Dejó su copa, y fue hacia la puerta de la escalera. Noté de nuevo su cojera y el pesado ruido de sus pisadas y, levantándome en mi sitio, vi sus pies al salir. No llevaba en ellos más que unos calcetines harapientos y manchados de sangre. Luego la puerta se cerró tras él.”
     
H.G. Wells en 1901
       “Si el Tiempo es tan sólo una cuarta dimensión del Espacio” y en ese ámbito se puede viajar “indistintamente en todas las direcciones” a la velocidad de un pestañeo, en cámara lenta o un instantáneo tris (casi como si volara a la velocidad de la luz sobre una miliunanochesca alfombra mágica), el viajero lo hace hacia el futuro a “más de un año por minuto”. Según lo indican los diminutos cuadrantes de la Máquina, el viajero arriba al “año ochocientos dos mil setecientos uno”. Y el entorno geográfico donde aterriza y se halla, según observa, es el perímetro del Támesis y de la otrora capital inglesa de fines del siglo XIX. Y en las peripecias y angustias de sus inesperadas y azarosas aventuras llega a pie (en compañía de una mujercita-niña llamada Weena) hasta un ciclópeo edificio que denomina “Palacio Verde de Porcelana”, que resulta ser las vetustas y abandonadas ruinas de lo que en una lejana época fue un museo: “algún South Kensington”, dice; y que según el correspondiente pie de página de la traductora es “El famoso Museo londinense de Bellas Artes, Antropología, Arte Decorativo, etc.”; mientras que el traductor de la edición de Valdemar (impresa en Madrid, en “marzo de 2001”) apunta que “South Kensington” es una “Alusión al conjunto de museos (Natural History Museum, Victoria and Albert Museum) situados en esa zona de Londres. Junto a ellos está el Imperial College en el que estudió Wells y donde sitúa varios de sus relatos.”
(Valdemar, Madrid, 2001)
        Las sorpresivas e inesperadas aventuras y zozobras de esa breve estancia en esa zona, en el año 802 701, son las que ocupan la mayor parte de la novela. El viajero las relata en primera persona y sus pormenores y observaciones están matizadas por sus comentarios y falaces interpretaciones, conjeturas e hipótesis sobre lo que social, histórica y biológicamente pudo haberle ocurrido a la humanidad para llegar a ese estadio de decadencia que primero denomina “Edad de Oro”. Esto es así porque la psique, el intelecto y la conducta de los Eloi, la tribu de los uniformados habitantes que pueblan el supuesto Mundo Superior, se ha vuelto muy ingenua e infantil, a tal extremo que todos parecen niños con deficiencia mental, incapaces de ver más allá de sus narices, de sus fobias y de su terror a la noche, a la oscuridad y a las sombras, incapaces de retener nada en la memoria, incapaces de leer y de escribir, incapaces de interesarse por el arte y el conocimiento, incapaces de dialogar y de comunicarse con el extraño, e incapaces de realizar ninguna actividad que no sea reír y jugar en manada, de comer en manada y de dormir en manada en grandes edificios abandonados que semejan palacios. Al parecer, todos son rubicundos: bellísimas niñas y bellísimos niños ataviados con túnicas y sandalias. No hay viejos ni achacosos entre ellos, ni indicios de cremación ni de sepulturas. No hay talleres ni maquinaria ni herramientas y al parecer ninguno trabaja ni cultivan absolutamente ningún fruto ni hortaliza, ni siquiera las flores con que suelen juguetear. Son vegetarianos y la naturaleza silvestre, al parecer genéticamente modificada y mejorada (no vuela ni zumba un zancudo ni una mosca), les provee los alimentos. Y pulula allí cierta paradójica ambigüedad e indefinición en el hecho de que no parece haber diferencia entre quienes son adultos y quienes son escuincles. No obstante, pudiera ser que todos los preservados en ese “paraíso” artificial: los Eloi, sean chiquillos y chiquillas.  

     Weena, la pequeña mujercita que sigue al viajero, se hace amiga de él cuando está a punto de ahogarse ante la indiferencia de los Eloi, que la hubieran dejado morir sin inmutarse ni chistar; pero él la rescata. El viajero le toma afecto (y viceversa) y la protege; e incluso, ante las incertidumbres y los peligros del entorno, divaga en la posibilidad de regresar con ella a su presente. No obstante, lo único que trajo consigo, sin proponérselo, fueron las dos extrañas flores blancas (llegaron marchitas) que Weena, jugando, le introdujo en uno de sus bolsillos. Según el doctor, que las observa, “El gineceo es raro” e ignora “a qué género pertenecen”. Flores que a la postre el narrador resguarda, aún después de que “hace tres años” el viajero desapareciera con su cámara fotográfica y su Máquina del Tiempo. 
Fotograma de The time machine (1960)
  La furtiva ocultación de su artilugio, al pie de la marmórea Esfinge Blanca, lugar donde aterrizó con cierta brusquedad, es el primer hecho que trastoca ese paradójico y onírico statu quo que semeja un anodino, aséptico, pacífico y perdido Jardín del Edén. Según infiere, su Máquina fue movida e introducida dentro del pedestal de bronce de la marmórea Esfinge Blanca a través de las semicamufladas puertas. Infructuosamente intenta abrirlas e infructuosamente intenta que los Eloi le den alguna pista y lo ayuden a recuperarla.  

Un día antes de salvar a Weena, en el difuso amanecer, le “pareció divisar una criatura solitaria, blanca, con el aspecto de un mono, subiendo más bien rápidamente por la colina”. Y luego, pese a que los supone “fantasmas” (lúdica y quizá no tan sorprendente conjetura en la mentalidad racional de un científico que cree en Dios), vio “tres de aquellas figuras arrastrando un cuerpo oscuro”. Según les reporta a sus atentos, silenciosos y fumadores escuchas: “Se movían velozmente. Y no pude ver qué fue de ellas. Parecieron desvanecerse entre la maleza. El alba era todavía incierta, como ustedes comprenderán. Y yo tenía esa sensación helada, confusa, del despuntar del alba que ustedes conocen tal vez. Dudaba de mis ojos.”
Pero esa duda se torna certidumbre cuando en una oscura y “estrecha galería” se topa con “una extraña figurilla de aspecto simiesco”, “de un blanco desvaído”, con “unos grandes y extraños ojos, de un gris rojizo”, y “unos cabellos rubios que le caían por la espalda”, que al parecer “corría a cuatro pies, o tan sólo manteniendo sus antebrazos muy bajos”. Se trata de un menudo ejemplar de un ser que parece una “araña humana”, semejante a un Lémur blancuzco, que, no sin tropiezos, huye de él y rápidamente desciende por la pared de un pozo, donde hay “una serie de soportes y de asas de metal formando una especie de escala, que se hundía en la abertura”. 
    Según deduce, ese pozo es parte de la serie de dispersos pozos y de dispersas altas torres de ventilación que ya había observado por el territorio de los diversos palacios abandonados y que conectan el Mundo Superior con el Mundo Subterráneo. Se formula, entonces, nuevas preguntas y deducciones, con falacias y silogismos con tintes más o menos sociológicos y biológicos, sobre el aciago destino de la humanidad dividida en dos especies o razas contrapuestas: los angelicales, tontorrones, bellos e infantiles Eloi, habitantes del Mundo Superior; y los subterráneos, aviesos, feos y nocturnos Morlocks, habitantes del Mundo Inferior.
   Para recuperar su artefacto y poder irse de allí a la velocidad de un segundo, el viajero, pese a sus inseguridades y miedos, baja por uno de los pozos ante la desaprobación y la fobia que refleja y manifiesta Weena. Ese breve descenso a las tinieblas y profundidades del pozo le brinda terribles y macabros indicios sobre el horror y la violencia que predomina y prolifera en ese mundo de pesadilla y barbarie que para nada es una aséptica y candorosa “Edad de Oro”. 
    Según las observaciones, reflexiones e inferencias del viajero, y para glosar sintéticamente esa antagónica dicotomía, los Eloi descienden de los amos, de la clase patronal, de los dueños y poseedores de la infraestructura productiva; mientras que los Morlocks descienden de la esclavizada clase trabajadora, de quienes sometieron sus subterráneas fuerzas y vidas al dominio y servicio de los primeros. Pero alguna sublevación y degeneración atávica y biológica ocurrió en el transcurrir del tiempo, pues según deduce, los infantiles Eloi, como si fueran vacas o suculentas gallinas de Guinea o exquisitos lechones Pata Negra, son mantenidos y criados en esos rebaños por los carnívoros y animalescos Morlocks, quienes los acosan y cazan por las noches. Según entrevió dentro del pozo, además de los indicios de que devoran carne cruda y fresca, allí ronronea y resuena maquinaria, por lo que deduce que los Morlocks son quienes confeccionan las túnicas y las sandalias que visten los Eloi. Y puesto que los Morlocks algo entienden de mecánica, cuando a modo de señuelo para atraparlo, aparentemente le facilitan el acceso a su Máquina del Tiempo dejando abiertas las puertas de bronce del pedestal de la Esfinge Blanca, el viajero observa que “había sido cuidadosamente engrasada y limpiada”. Y por ende, luego colige que “los Morlocks la habían desmontado en parte, intentando a su insegura manera averiguar para qué servía”. 
     
The time machine (London, 1895)
     Pero a pesar de sus habilidades en la mecánica y de poseer un idioma propio distinto al idioma de los Eloi, los Morlocks tampoco son muy listos y su conducta animalesca y salvaje, más que humanoide, es más bien instintiva y no racional, impregnada de fantasmagoría, quizá mítica. Además de su agilidad y de su apariencia de pequeño mono encorvado, un rasgo que los caracteriza es el hecho de que por vivir en la oscuridad y en las tinieblas sus ojos son “de un tamaño anormal y muy sensibles, como lo son las pupilas de los peces de los fondos abisales”, y por ende pueden ver muy bien en lo oscuro, pero se ciegan y no puedan ver nada ante la luz del sol. Otro rasgo, sorprendente en unos seres tan mezquinos, malvados y de nula empatía, es que se asustan con la inofensiva llama de una cerilla, tal si fueran bárbaros supersticiosos o niños idiotas que por el miedo defecan y se hacen pipí. Esto accidentalmente lo descubre el viajero, quien supone que “En aquella época de decadencia, además, el arte de hacer el fuego había sido olvidado en la tierra.” De modo que la llamita de un cerillo o la llama de un papel se convierten en una volátil arma para asustar a los temerosos Morlocks; mientras que la llama de una cerilla, como si fuese chisporroteo y la festiva pirotecnia de Navidad, asombra y divierte a los Eloi. Y cuando el viajero hace una fogata en el bosque cercano al Palacio Verde de Porcelana, dice que “Las rojas lenguas que subían lamiendo mi montón de leña eran para Weena una cosa nueva y extraña por completo.” “Quería cogerlas y jugar con ellas. Creo que se hubiese arrojado dentro de no haberla yo contenido. Pero la levanté y, pese a sus esfuerzos, me adentré osadamente en el bosque.”
    No obstante, esa incidental fogata, hecha para asustar y ahuyentar a los Morlocks, no hubiera sido abandonada con tal descuido por un primerizo niño explorador (una especie de boy scout británico, ¡siempre listo!), de modo que provoca un tremendo y voraz incendio que se transforma en una terrible pesadilla donde el viajero corre y huye con Weena, donde lo hostigan los Morlocks (mientras otros sucumben cegados por la luz y en zafarrancho), donde él mata a varios con golpes, no sólo de su garrote de metal (sustituto del rupestre basto del ancestral troglodita de las cavernas), y donde finalmente pierde a la pequeña Eloi. Según supone, los Morlocks “habían abandonado su pobre cuerpecillo en la selva.”
    Otra característica animal y brutal de los Morlocks, indicio de su mínima y funesta inteligencia, es el hecho de que si bien son pequeños en relación a la estatura del viajero y su fuerza física es muy menor, los monoides son muchos: una numerosa y alharaquienta tribu que podría cazar y matar al extraño, quien sólo es uno. Es decir, si bien ligera y violentamente lo acosan, manosean y atacan, no logran atraparlo ni vencerlo, pese que no hubiera sido muy difícil. No obstante, hay que reconocerlo, la susodicha trampa donde simulan rendirse y devolverle la Máquina del Tiempo, falla por un pelo de rana calva en la oscuridad del interior del pedestal de bronce de la Esfinge Blanca (allí estuvieron a punto de atraparlo y convertirlo en nutritivo fiambre) porque el viajero logra colocar las palancas, que llevaba consigo, en las conexiones de la Máquina, y por ende la pone en marcha y, medio acomodado en el sillín, se fuga desapareciendo en un santiamén. Según les dice a sus oyentes: “Las manos que me asían se desprendieron de mí. Las tinieblas se disiparon luego ante mis ojos. Y me encontré en la misma luz grisácea y entre el mismo tumulto que ya he descrito.”
   
Fotograma de Time after time (1979)
        Según reflexiona ante sus escuchas: “He pensado después lo mal equipado que estaba yo para semejante experiencia. Cuando la inicié con la Máquina del Tiempo, lo hice en la absurda suposición de que todos los hombres del futuro debían ser infinitamente superiores a nosotros en todos los artefactos. Había llegado sin armas, sin medicinas, sin nada que fumar —¡a veces notaba atrozmente la falta de tabaco!—; hasta sin suficientes cerillas.” E incluso emprendió el viaje sin la ropa y el calzado apropiado para explorar, pues cuando va por el valle del Támesis rumbo al Palacio de Porcelana Verde en busca de refugio con “Weena como una niña sobre mi hombro”, dice: “perdí el tacón de una de mis botas, y un clavo penetraba a través de la suela —eran una botas viejas, cómodas, que usaba en casa—, por lo que cojeaba. Y fue largo rato después de ponerse el sol cuando llegué a la vista del palacio, que se recortaba en negro sobre el amarillo pálido del cielo.” Y más aún: tampoco llevó una elemental lámpara sorda ni una elemental brújula, pese a que dice haber hecho un “ensayo de montañismo”; de modo que en medio de las tinieblas del humo, del ataque de los Morlocks y del fragor del susodicho incendio, descubre que en vez de alejarse de allí, ha andado en círculo. 
 
Fotograma de The time machine (2002)
        Antes de retornar al confort de su casa en Richmond, donde lo esperan sus comensales para la cena y para oír sus asombrosas aventuras, el viajero todavía hace otras breves incursiones a través del espacio-tiempo de la Cuarta Dimensión. Primero, en la pavorosa huida de los Morlocks, en vez de dar marcha atrás, fue con celeridad hacia adelante. Se detiene en una época del futuro donde no vislumbra vida humana ni vestigios humanos, pero sí un insólito y enorme sol rojo, minúscula y rara flora en las rocas, y monstruosa fauna en el aire y a la orilla de una playa (parece el extraño paraje de otro planeta). Luego avanza un mes; ve el mismo inquietante paisaje y viaja cien años más y sucede algo parecido. Entonces se va, siempre hacia el futuro, “a zancadas de mil años o más”, hasta arribar “a más de treinta millones de años de aquí”, según dice. Además del sangriento y cercano sol y del légamo verde, observa un peculiar eclipse. Y pese a la rápida oscuridad que propicia éste, al frío, a la extrema desolación, a la dificultad para respirar y a las grandes tinieblas del entorno, baja de la Máquina y observa aún más ese excepcional horizonte y ese misterioso panorama frente al mar (también parece otro planeta), donde entrevé una horrorosísima forma de vida que le provoca un terrible pánico que lo induce a regresar de inmediato, antes de caer desmayado:
    “...Al final, rápidamente, uno tras otros, los blancos picachos de las lejanas colinas se desvanecieron en la oscuridad. La brisa se convirtió en un viento quejumbroso. Vi la negra sombra central del eclipse difundirse hacia mí. En otro momento sólo las pálidas estrellas fueron visibles. Todo lo demás estaba sumido en las tinieblas. El cielo era completamente negro.
   “Me invadió el horror de aquellas grandes tinieblas. El frío que me penetraba hasta los tuétanos y el dolor que sentía al respirar, me vencieron. Me estremecí, y una náusea mortal se apoderó de mí. Entonces, como un arco candente en el cielo, apareció el borde del sol. Bajé de la máquina para reanimarme. Me sentía aturdido e incapaz de afrontar el viaje de vuelta. Mientras permanecía así, angustiado y confuso, vi de nuevo aquella cosa movible sobre el banco [de arena] —no había ahora equivocación posible de que la cosa se movía— resaltar contra el agua roja del mar. Era una cosa redonda, del tamaño de un balón de fútbol, quizás, o acaso mayor, con unos tentáculos que la arrastraban por detrás; parecía negra contra las agitadas aguas rojo sangre, y brincaba torpemente de aquí para allá. Entonces sentí que me iba a desmayar. Pero un terror espantoso a quedar tendido e impotente en aquel crepúsculo remoto y tremendo me sostuvo mientras trepaba sobre el sillín.”


Herbert George Wells, La máquina del tiempo. El hombre invisible. Traducción del inglés al español de Nellie Manso y Julio Gómez de la Serna. Prólogos de Jorge Luis Borges. Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 14, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 300 pp.

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El Golem


   El nombre es arquetipo de la cosa
                               
I de II
Sucesivos y numerosos lectores, ocultos en las catacumbas de la recalentada aldea global (y de distintos idiomas), acceden por primera vez a El Golem (“en hebreo significa terrón de tierra, así como Adán quiere decir arcilla”) —legendaria novela del vienés Gustav Meyrink (1868-1932) escrita en alemán y editada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff, en un libro ilustrado con ocho litografías de Hugo Steiner-Prag— inducidos por las breves y dispersas alusiones que de tal obra hace el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) y al unísono sobre la antigua y epónima leyenda popular judeocabalística.
Margarita Guerrero en 1945
Foto: Grete Stern
    Por ejemplo, en uno de los textos breves del célebre Manual de zoología fantástica (FCE, México, 1957), urdido con la inasible y evanescente Margot: Margarita Guerrero; en su poema “El Golem”, fechado en 1958 e incluido en El otro, el mismo (Emecé, Buenos Aires, 1964); en su conferencia “La cábala”, de Siete noches (FCE, México, 1980), en cuya transcripción y corrección participó el periodista y diplomático argentino Roy Bartholomew; en su prólogo a El cardenal Napellus, narraciones de Gustav Meyrink (La Biblioteca de Babel núm. 3, Siruela, Madrid, 1984); en dos brevísimas notas publicadas en la revista de señoras elegantes El Hogar, es decir, en un par de los llamados Textos cautivos (Tusquets, Barcelona, 1986) por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí: la reseña, del “16 de octubre de 1936”, sobre El ángel de la ventana occidental, novela de Gustav Meyrink, de 1920, que Borges leyó en alemán, y la biografía sintética que le dedicó el “29 de abril de 1938”. Y en un minúsculo comentario dicho por Borges que se puede oír en todo el globo terráqueo en YouTube y en Borges por él mismo, disco compacto editado con un libro en 1999, en Madrid, con el número 128 de la Colección Visor de Poesía, Serie El poeta en Su Voz; grabación hecha originalmente a través de “un convenio entre la Universidad Autónoma de México y AMB Discográfica de Buenos Aires”, que cierta élite asentada en la capital mexicana otrora pudo escuchar, pues en 1968 el Departamento de Voz Viva, de Difusión Cultural de la UNAM, la publicó con el número 13 de la serie Voz Viva de América Latina —la segunda y última edición data de 1982—, cuyo elepé incluye un cuaderno adjunto con los comentarios, prosas y versos que el poeta ciego de Buenos Aires dijo de memoria, más un prólogo que Salvador Elizondo firmó en “Oberengadin, Suiza, 15 de febrero, 1968”.

   
Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Salvador Elizondo
Capilla del Palacio de Minería
México, abril de 1981
        Tal comentario de Borges, al parecer improvisado, precede a su recitación de “El Golem” y dice a la letra: “El primer libro que leí en alemán, que descifré en alemán, mejor dicho, fue la novela Der Golem de Gustav Meyrink. El tema, el tema de un hombre fabricado por los cabalistas, me impresionó. Después leí el libro de 
[Gershom] Scholem, al cual hago alusión en el texto y el libro de Frachtenberg [Abraham von Franckenberg sobre supersticiones judías. Mi amigo Adolfo Bioy Casares dice que este poema es el mejor de los muchos, de los demasiados poemas que he perpetrado. Creo que tiene razón, ya que este poema, si no me engaña la vanidad, se aúnan lo patético y lo humorístico. El Golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios y es también lo que el poema es al poeta.”
La familia Borges tras su llegada a Ginebra a mediados de abril de 1914
Los papás: Jorge Guillermo Borges y Leonor Rita Acevedo
Los hijos: Norah y Georgie
      Esto remite al hecho (esbozado por todos los biógrafos habidos y por haber) de que los Borges vivieron en Ginebra entre 1914 y 1918 (los aciagos años de la Gran Guerra), y que durante tal período, en 1916, el joven Georgie empezó a enseñarse a sí mismo el germano con el auxilio de un diccionario alemán-inglés y “los primeros poemas de Heine, el Lyrisches Intermezzo”. Esto también lo menciona el propio Borges en su parcial y polémico Autobiographical Essay, escrito en inglés con el norteamericano Norman Thomas di Giovanni de amanuense, publicado el 19 de septiembre de 1970 en la revista The New Yorker, e incluido en el libro antológico The Aleph and other stories, 1933-1969 (Dutton, New York, 1970); Ensayo autobiográfico póstumamente prologado y traducido al español por Aníbal González, precisamente para la edición conmemorativa del centenario del nacimiento del argentino, impresa en España, en 1999, por Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores y Emecé, con un epílogo de María Kodama y numerosas fotos en blanco y negro. Allí, en la página 40 dice Borges: “Poco a poco, y dado el sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podría prescindir del diccionario. Pronto me abrí camino entre los encantos de ese idioma. También conseguí leer El Golem, la novela de Meyrink. (En 1969, estando yo en Israel, hablé sobre la leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, destacado erudito del misticismo judío, cuyo apellido utilicé dos veces como única rima adecuada en mi poema sobre el Golem.)” Vale recordar, entre paréntesis, que en Israel, el 19 de abril de 1971, Borges recibió la cuarta entrega del “Premio Jerusalén, dotado de 2.000 dólares”.

Norman Thomas di Giovanni y Borges
        Curiosamente, en la página 174 de La cábala y su simbolismo (impreso en alemán en 1960, traducido al español por Juan Antonio Pardo y desde 1978 sucesivamente reeditado en México por Siglo XXI), Gershom Scholem 
—cuyo libro más célebre es Las grandes corrientes de la mística judía (FCE, México, 1993), cuya primera edición en inglés data de 1941 transcribe una versión tardía de la antigua leyenda judaica, “tal como la describió con visión penetrante Jakob Grimm [uno de los celebérrimos Hermanos Grimm] en el romántico Periódico para eremitas, del año 1808 [‘Según Rosenfeld’].
   
Gershom Scholem
(Berlín, diciembre 5 de 1897-Jerusalén, febrero 21 de 1982)
        “Los judíos polacos modelan, después de recitar ciertas oraciones y de guardar unos días de ayuno, la figura de un hombre de arcilla y cola, y una vez pronunciado el šem hameforáš [‘el nombre divino’] maravilloso sobre él, éste ha de cobrar vida. Cierto que no puede hablar, pero entiende bastante lo que se habla o se le ordena. Le dan el nombre de Gólem, y lo emplean como una especie de doméstico para ejecutar toda clase de trabajos caseros. Sin embargo, no debe salir nunca de casa. En su frente se encuentra escrito emet [‘verdad’], va engordando de día en día y se hace enseguida más grande y fuerte que todos los demás habitantes de la casa, a pesar de lo pequeño que era al principio. De ahí que, por miedo de él, éstos borren la primera letra, de forma que queda sólo met [‘está muerto’], y entonces el muñeco se deshace y se convierte en arcilla. Pero hubo una vez uno que, por un descuido, dejó crecer tanto a su Gólem que ya no podía llegarle a su frente. Movido por un gran miedo, ordenó a su criado que le quitase las botas, pensando que, al doblarse, le podría llegar a la frente. Ocurrió tal como pensaba el dueño, y éste pudo felizmente borrar la primera letra, pero toda la carga de arcilla cayó sobre el judío y lo aplastó.”

Borges y María Esther Vázquez
(Rosario, Argentina, 1983)
         La argentina María Esther Vázquez, colaboradora de Borges en Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y en Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965) y autora de la biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996) y, entre otros libros, de las entrevistas Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, Madrid, 2001), colaboró con él en La Biblioteca di Babele, serie de 33 libros de literatura fantástica que Borges dirigió y prologó (en su mayoría) a petición de Franco Maria Ricci, adinerado y exquisito editor europeo que la publicó en italiano, en Parma y Milán, entre 1975 y 1985; la cual, entre 1983 y 1988 apareció en español editada en Madrid por Ediciones Siruela —la editorial fundada por el adinerado y exquisito Conde de Siruela—, precedida por los seis títulos de la colección editados en Buenos Aires, entre 1978 y 1979, por Ediciones Librería de la Ciudad. En el citado prefacio a El cardenal Napellus 
número 3 en Siruela (Madrid, 1984) y número 4 en Ediciones Librería de la Ciudad (Buenos Aires, 1979)—, que además del relato que le da título al librito incluye los cuentos “J.H. Obereit visita el país de los devoradores del tiempo” y “Los cuatro hermanos de la luna. Un documento” (trilogía traducida del germano por María Esther Vázquez), Borges, al inicio, vuelve a recordar su aprendizaje del alemán en Ginebra, en 1916, y su descubrimiento de El Golem, y más adelante dice: “Hacia 1929 yo vertí al español el primer texto de este volumen, que procede del libro de relatos Fledermäuse, y lo publiqué en un diario de Buenos Aires, que envié a Meyrink. Éste me contestó con una carta en la que, a través del desconocimiento de nuestro idioma, ponderaba mi traducción. Me envió a sí mismo su retrato. No olvidaré los finos rasgos del rostro envejecido y doliente, el bigote caído y el vago parecido con nuestro Macedonio Fernández. En Austria, su patria, los muchos acontecimientos de la literatura y de la política casi han borrado su memoria.”
     
Gustav Meyrick
(Viena, enero 19 de 1868-Starnberg, diciembre 4 de 1932)
        Y bueno, otra indeleble referencia que Borges hizo sobre el Golem y la novela homónima de Gustav Meyrink, es el prólogo que escribió (dictando y corrigiendo de oído) cuando incluyó a ésta en el número 41 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, que él pergeñó y codirigió con María Kodama (quien era su secretaria, lazarilla y amanuense), libro impreso por Hyspamérica Ediciones, en 1985, en Madrid. (Vale observar que tal colección de 75 números, tres de ellos sin prólogo de Borges, editados por Hyspamérica entre 1985 y 1986, tuvo la particularidad de que se distribuyó a través de estanquillos de periódicos de España y América Latina). En tal prólogo dice Borges:

“Los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por obra de la alquimia; los cabalistas, por obra del secreto nombre de Dios, pronunciado con sabia lentitud sobre una figura de barro. Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Golem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue creado. Arnim y Hoffmann conocieron esa leyenda. En el año 1915, el austríaco Gustav Meyrink la renovó para la escritura de esta novela. Harta de sonoras noticias militares, Alemania acogió con gratitud sus fabulosas páginas, que le permiten olvidar el presente. Meyrink hizo del Golem una figura que aparece cada treinta y tres años en la inaccesible ventana de un cuarto circular que no tiene puertas, en el ghetto de Praga. Esa figura es a la vez el otro yo del narrador y un símbolo incorpóreo de las generaciones de la secular judería. Todo en este libro es extraño, hasta los monosílabos del índice: Prag, Punsch, Nacht, Spuk, Licht. Como en el caso de Lewis Caroll, la ficción está hecha de sueños que encierran otros sueños. Hacia esa fecha, Meyrink había dejado la fe cristiana por la doctrina del Buddha.
“Antes de ser un buen terrorista de la literatura fantástica, Meyrink fue un buen poeta satírico. Su Cornucopia del burgués alemán data de 1904. En 1916 Meyrink publicó El rostro verde, cuyo protagonista es el Judío Errante, que en alemán se llama Judío Eterno; en 1917 La noche de Walpurgis; en 1920 una novela que hermosamente se titula El ángel de la ventana occidental. La acción ocurre en Inglaterra, los personajes son alquimistas. Gustav Meyrink, cuyo prosaico nombre era Meyer, nació en Viena en 1868 y murió en Starnberg, Baviera, en 1932.”


II de II
Pero si seducido e inducido por las fragmentarias referencias borgeseanas (no exentas de crítica y de algún yerro), el novicio lector de las catacumbas de la recalentada aldea global piensa que en la novela de Gustav Meyrink accederá a los desvelos y afanes de un erudito rabino empeñado en dar vida a un Golem de barro mediante el dominio de los secretos de la supuesta mística judía, es decir, de la cábala; y más aún: que será testigo del destino del Golem, de sus torpezas en la sinagoga al ejecutar las rudas labores domésticas para las que fue creado, de su incapacidad para hablar y comprender más allá de su frente y nariz (quizá a imagen y semejanza del Herman Monster televisivo o del Frankenstein cinematográfico corporificado por Boris Karloff), de su constante y descomunal crecimiento, y de algunos otros meollos que según la antigua tradición suscita, como aplastar y despanzurrar al rabino en el instante en que éste determine su fin, hay que decirle que el asunto no va por allí, y que ante el trazo, reescritura y transformación que hizo Gustav Meyrink, Gershom Scholem, en el citado libro La cábala y su simbolismo (Siglo XXI, México, 1978), antes de iniciar el análisis de “La idea del Gólem en sus relaciones telúricas y mágicas”, dice, entre otras cosas, que en El Gólem de Meyrink “queda poco de la tradición judía”; que en su “cabalística hipotética [...] se presentan unas ideas de salvación más de corte hindú que judaico”; y que pese a “su desordenada y caótica confusión”, los “elementos de una profundidad —e incluso grandeza— incontrolable se confunden con una extraña facilidad para la charlatanería mística y para el épater le bourgeis”, lo cual, dado que en la lengua de Cervantes significa “espantar al burgués”, quizá pudo haber regocijado al joven Georgie, en Ginebra, quien en tanto alumno del Colegio Calvino (el Collège de Gèneve fundado por Juan Calvino en 1559), donde estuvo inscrito entre 1914 y 1917 (“su última experiencia académica como alumno”), con su condiscípulo y amigo judío Simon Jichlinski hacía largas caminatas y excursiones, mientras que con Maurice Abramowicz, su otro amigo judío, a quien  al parecer conoció en 1917 —el año en que Borges empezó a escribir sonetos en francés e inglés, pero no en español—, compartía también el descubrimiento filosófico y literario (los simbolistas franceses, el expresionismo alemán, Henri Barbusse, Romain Rolland, Johannes Becher, Walt Whitman, Gustav Meyrink, etc.), andanzas nocturnas y tabernarias, y recitaciones de poemas frente al Ródano (Les fleurs du mal de Baudelaire y Le bateau ivre de Rimbaud, etc.), e incluso se tiraban clavados y nadaban a brazo batiente, más una óptica antibelicista, antimilitar, anticapitalista, revolucionaria, maximalista y pro bolchevique.
Curso escolar 1916-1917 del Colegio Calvino de Ginebra
(el Collège de Gèneve fundado por Juan Calvino en 1559)

Borges, en la fila superior, en el centro, con los brazos cruzados y sin corbata.
Su amigo, Simon Jichlinski, en la tercera fila, el tercero por la derecha.
  En la novela de Gustav Meyrink —cuya primera edición por entregas apareció en diciembre de 1913, en Leipzig, en Die Weissen Blätter, revista del expresionismo alemán, donde en octubre de 1915 se editó La metamorfosis de Franz Kafka (que Kurt Wolff llamaba la historia de la chinche)—, Zwakh, un viejo marionetista y cuentero ambulante, narra pormenores de la leyenda oral del Golem, la cual, según él, se gestó en el siglo XVI en la calle de la Antigua Escuela del añejo gueto de Praga, sitio donde viven y dialogan los personajes en un tiempo onírico ubicado a fines del siglo XIX o a principios del XX. Desde entonces, cada 33 años (la edad de Cristo) aparece el Golem, homúnculo que súbitamente se suele ver en las callejas del gueto o en un alto cuarto de la Antigua Escuela: aquel cuyo único acceso es una ventana enrejada que da a la calle.

Así, las premoniciones oníricas y los presagios en la vida cotidiana se suceden y anuncian la inminente aparición del Golem. Por ejemplo, Zwakh, quien habla con otros tres alrededor del ponche (Prokob, músico; Vrieslander, pintor; y Pernath, tallador de piedras preciosas), dice que supo del Golem hace 66 años, en su infancia, cuando sus rasgos faciales aparecieron al fundir plomo; y hace 33, cuando inesperadamente tropezó con él en una calle del gueto. 
En este sentido, en el ojo del huracán de la cabalística fecha y de tal atmósfera premonitoria y propiciatoria, casi al concluir la charla, Pernath y Zwakh ven que los rasgos del Golem se esbozan por sí mismos en la cabeza de la marioneta que Vrieslander talla en madera, los cuales Zwakh había reconocido en los rasgos de un tipo que Pernath vio en un sueño, ámbito donde al parecer le entregó el libro de Ibbur que, oh paradoja, posee en la supuesta realidad.
Athanasius Pernath, el protagonista, sujeto de señales y presagios que anuncian la aparición del Golem, se introduce, desde su cuarto y sin proponérselo, en un oscuro laberinto subterráneo bajo el gueto que lo conduce a la alta habitación que sólo tiene una ventana enrejada, donde halla la túnica medieval que identifica al Golem y un juego del tarot (que dentro de la superstición de la novela significa lo mismo que la Torá, la ley judaica), cuyos 22 arcanos mayores son el mismo número de las letras del alfabeto hebreo; es decir, según la novela se trata de una especie de libro donde está cifrada la cábala, la mística judía para concebir al Golem. Pero Pernath —quien habla alemán, ignora el hebreo y el significado de los arcanos del tarot— sólo extrae y guarda en su bolsillo la carta del fou (el loco), tras sufrir una pesadillesca y recíproca magnetización ante tal imagen; la cual se enfatiza aún más si se piensa que el fou representa su alter ego y a sí mismo, puesto que estuvo en el manicomio, no recuerda su pasado ni cómo aprendió su oficio de tallista de piedras preciosas; y en el gueto, pese a su fama de hacedor de rutilantes gemas, lo tildan de loco. 
En tales circunstancias, dos veces encarna el fantasma del Golem, dos posibles vaticinios de su verdadera aparición en el gueto de Praga: cuando unas ancianas lo oyen y lo ven gritar encerrado en lo alto del cuarto sin acceso; y cuando en la calle, todavía ataviado con la túnica medieval, suscita pánico entre quienes creen ver al auténtico, horrorosísimo y espeluznante Golem.
Shemajah Hillel, archivero en el ayuntamiento y en la sinagoga Altneus (cercana a la Antigua Escuela) donde se guarda la “figura de barro de la época del emperador Rodolfo” (los restos de un Golem, dicen algunos), es un individuo bondadoso y desprendido que inspira respeto y que mediante la hipnosis conjura la catalepsia que ataca al angustiado, fóbico y amnésico de Pernath. Por sus conocimientos del hebreo, del tarot, de la cábala y por ende del Libro del Esplendor o Zohar—la obra central de la mística judía o tradición de las cosas divinas, urdida en el siglo XIII por Moisés de León (quien se la atribuye a Shimon bar Yojai)—, pese a que no es un rabino (de hecho en la novela no actúa ninguno), podría ser el que ante un montón de arcilla moldeada con la figura de un hombre convocara el surgimiento del Golem tras escribir en su frente la palabra emet (verdad) y al pronunciar la cifra divina: “el Nombre que es la Clave” (concebido al combinar y permutar “las letras de los inefables nombres de Dios”); es decir, el que día a día, mientras el Golem engorda y crece, lo activara colocándole detrás de los dientes la secreta inscripción que atrae “las libres fuerzas siderales del universo”; y el que pudiera dictar su necesario e irremediable fin tras borrar la primera letra de la citada palabra, de modo que quedaría met (muerto).
Sin embargo, el Golem nunca aparece corporificado en una figura de barro, sino sólo aludido como un terrorífico fantasma acuñado por la tradición y el inconsciente colectivo, ante el cual, cuando alguien se encontrara con él, según rezan las anécdotas sin que ocurra ningún caso que lo compruebe, sentiría el vértigo y la certeza de hallarse frente a sí mismo, ante su propia alma, frente a un doble que es él y todos los individuos a la vez.
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 41
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985
  En su citado prólogo a El Golem, Borges dice que se trata de una novela onírica: “Como en el caso de Lewis Carroll, la ficción está hecha de sueños que encierran otros sueños”. Es cierto. La obra inicia con una serie de sueños y pesadillas que pertenecen a Athanasius Pernath (imágenes repletas de símbolos que denotan la pagana y abigarrada afición del vienés Gustav Meyrink por la fantasía hermética y esotérica, por las antiguas religiones, por la videncia onírica, y por la moda del subconsciente, del psicoanálisis y de la interpretación de los sueños). 

Pero sólo al término se sabe que el total de lo soñado y vivido por el bueno de Athanasius Pernath (incluidas las videncias y confluencias oníricas y lo evocado, vivido, leído, escrito y soñado por los otros personajes) en realidad ha sido soñado en el lapso de una hora por un hombre que por equivocación tomó, en la catedral de Hadschrim, el sombrero de Pernath, el cual suscitó tooooooodo el sueño (que es todos los sueños) y le reveló las pistas que lo guían para devolvérselo a éste, quien aún vive, pese a que el viejo gueto del sueño ya no existe como tal.
Ahora que si el sombrero de Athanasius Pernath es una especie de objeto mágico, sosias o doble del protagonista, cabe añadir que la novela de Gustav Meyrink es, además, una apología y deificación de las supuestas virtudes trascendentales y cósmicas del amor, dado que Pernath y Miriam (quien en su pobreza esperaba milagros) encarnan la fusión místico-erótica de la dualidad (el retorno a la dualidad primigenia), la rosa sin por qué que para ellos —“espejos de Dios”, “profetas”— es representada por la imagen de un semidiós hermafrodita, dizque del antiguo culto egipcio a Osiris, no como “una meta final”, sino “como principio de un nuevo camino, eterno... sin fin”. 
De ahí que los detalles de tal culto se encuentren plasmados a lo largo de los mosaicos azul turquesa con frascos dorados que cubren toda la muralla del jardín de la casona de ambos, y que la gran puerta de ésta, como si fuera el grueso y alto portón de un antiguo templo sagrado, esté adornada con el regio y barroco hermafrodita: una hoja es la figura femenina y la otra es la masculina.


Gustav Meyrink, El Golem. Traducción del alemán al español de Celia y Alfonso Ungría. Prefacio de la serie y prólogo de Jorge Luis Borges. Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 41, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 280 pp.


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Nota bene: Recién he leído la edición de El gólem (Letras Populares núm. 11, Ediciones Cátedra, Madrid, 2013), traducida del alemán, anotada y prologada por Isabel Hernández (quizá la mejor entre las distintas versiones que circulan en el mercado del idioma español), donde, entre las previsibles variantes de la traducción, descuella el hecho de que cuando Athanasius Pernath se introduce en el cuarto (sin puertas y con una sola ventana enrejada) donde la leyenda reza que aparece el gólem cada 33 años, la primera carta del tarot que observa y que al salir de allí guarda en su bolsillo, no es la del fou (el loco), como sucesivamente se lee en la traducción de Celia y Alfonso Ungría, sino la del mago, lo cual implica otro sentido y las subsiguientes repeticiones, acepciones y consonancias.



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Enlace a "El Golem", poema de Jorge Luis Borges comentado y recitado por él mismo.