Los ingleses somos siempre los mejores en
todo
El británico William Golding (1911-1993), Premio Nobel de
Literatura 1983, en 1954 publicó en inglés su obra más célebre: Lord
of the flies, en 1972 traducida al español por Carmen Vergara con el
título El señor de las moscas; novela que conoce dos homónimos filmes
basados en ella, cuyos resultados no son óptimos: el dirigido por Peter Brook,
estrenado en 1963 y nominado a la Palma de Oro en el Festival de Cannes —el menos chafa—, y
el dirigido por Harry Hook, de 1990, verdaderamente mediocre, tergiversador, aburrido
y somnífero.
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Edhasa Literaria Barcelona, junio 20 de 2006 |
La
novela El señor de las moscas
se divide en doce capítulos con rótulos. Un grupo de niños británicos, de entre
seis y un poco más de doce años, han sobrevivido al forzado aterrizaje de un
aeroplano en una pequeña isla desierta, cuya ubicación no se precisa; pero que,
se infiere, podría localizarse no muy lejos de la isla de Gran Bretaña o quizá
en el Mediterráneo, pues además de que el aparato al parecer se dirigía o venía
de Londres, al término de la obra arriba un bote de la Marina inglesa armado
con una metralleta. No sobrevivió ningún adulto y “El avión cayó en llamas por
los disparos”, testimonia un niño. Es decir, no se trató de un error humano o
de una falla mecánica, sino del resultado de un ataque en un entorno bélico, al
parecer en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pues otro niño dice haber
oído hablar al piloto “de la bomba atómica” y que “Están todos muertos”. (Lo
cual remite a las masivas y cruentas masacres atómicas sucedidas el 6 y el 9 de
agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki).
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Hongo atómico en Hiroshima Agosto 6 de 1945 |
Y más aún: en un pasaje nodal y
trascendente en el desarrollo de la trama, cae en la isla un silencioso y solitario
paracaidista muerto.
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Ilustración: Andrés Vera Martínez |
¿Por
qué en el avión viajaban solo niños con insignias de varios colegios y ninguna
niña? ¿De dónde procedían y por qué volaban? ¿Qué adultos estaban a cargo de
ellos? ¿Qué fue de los restos del piloto y del tácito copiloto? Son enigmas que
la novela no revela. De hecho, prácticamente no cuenta casi nada del pasado de
los menores, quienes en buena parte no se conocían entre sí. La mayoría figura
a modo de siluetas escenográficas y sólo disemina unas pocas pinceladas de unos
cuantos, como es el caso de los chicos del coro (con capas y boinas negras) que
comanda el pelirrojo Jack Merridew, quienes estuvieron “en Gibraltar
[territorio británico en el extremo sur de la Península Ibérica] y en Addis [la
actual Adís Abeba, capital de Etiopía en el Cuerno de África, la antigua
Absinia donde anduvo Arthur Rimbau y por ende evoca sus legendarias y postreras
Cartas abisinias]”. E incluso el caso
de los principales personajes: Ralph, que dice ser hijo de un “teniente de
navío en la Marina” y quien en varios episodios vive remembranzas de una época
feliz en Devonport, cuando su madre aún vivía y por la “casa de campo al borde
de las marismas” rondaban caballos salvajes. Y Piggy, el gordito huérfano que a
la menor provocación cita la autoridad y la parlanchina sapiencia de su tía.
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Ilustración: Andrés Vera Martínez |
Después
del avionazo, Ralph y Piggy se conocen en la isla y son quienes convocan y
reúnen a los dispersos sobrevivientes mediante una caracola marina que Ralph
sopla a modo de trompeta. Por el hecho de estar solos en la isla y por efecto
de su educación, Ralph, auxiliado y aconsejado por Piggy, preludia la
organización del grupo entreviendo la subsistencia y la probabilidad de que los
rescaten. Es decir, pactan una serie de reglas que todos deben seguir; por
ejemplo, la asamblea se convoca mediante la caracola (especie de ancestral
cetro sagrado y tribal bastón de mando) y habla quien la sostiene entre las
manos. Además del sitio de la asamblea, que a la postre es llamada “plataforma”,
eligen el sitio para erigir los rupestres refugios, cercano a la poza donde se
bañan y juegan, y a la parte entre unas rocas (que limpia la marea) donde deben
defecar. Y además de cierta distribución de las labores (de las que prácticamente
quedan exentos los más pequeños), escogen el lugar en lo alto de un cerro
(dizque montaña) donde siempre debe estar encendida una fogata para que el humo
sea la señal que desde la distancia atraiga a sus posibles rescatadores.
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Ilustración: Andrés Vera Martínez |
Ralph
es elegido jefe. Pero en el proceso de la organización del grupo, y de su
elección, se hace patente cierta rivalidad por el poder que confronta a Ralph
con Jack Merridew, quien además de ambicioso, virulento y menos razonable,
exhibe un obvio desprecio y vejación hacia Piggy por ser un gordito, cegatón y
asmático al que le gusta pensar y hablar, y cuyas gruesas lentes de miope son
el único instrumento con que cuentan para encender el fuego auxiliados con los
rayos del sol.
Al
término de otra sesión del grupo, Jack, como preludio a su propuesta: dividirá
a sus cazadores (es decir, a los chicos del coro, para que unos cacen jabalís y
otros mantengan vivas las brasas), toma la caracola y declara con ímpetu
nacionalista: “Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos más reglas y hay que
obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses
somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido.”
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Ilustración: Andrés Vera Martínez |
Sin
embargo, pese a tal declaración de principios, es Jack quien se empeña en
escindir al grupo de niños (hijos de la megalómana civilización occidental) y
en encabezar y mangonear a su propia tribu de belicosos salvajes (descendientes
de violentos corsarios y feroces colonizadores ansiosos de apoderarse del globo
terráqueo y de sus riquezas). Todo lo cual refleja, matizado con remanentes
atávicos que implican míticas y subconscientes fobias cavernícolas y
cuaternarias, las vertientes más oscuras del predador y sanguinario género
humano, cuyo mundo adulto se confronta y mata entre sí no sólo en cruentas y
devastadoras guerras, donde un intolerante y dictatorial país pretende someter y dominar a otro o a otros, precisamente como fueron la
Alemania nazi y la Unión Soviética (e incluso el llamado Estado Islámico y el
beligerante y pendenciero Estado de Israel), y ahora mismo Rusia con Ucrania.
Una
noche, en lo alto del cerro que la voz narrativa llama montaña, los mellizos
Sam y Eric, que custodian la hoguera, se quedan dormidos y por ende el fuego casi
se apaga. Mientras duermen, desciende por allí el silencioso cadáver del paracaidista.
“Metro a metro, soplo a soplo, la brisa le remolcó sobre las azules flores,
sobre las peñas y las piedras rojas hasta dejarle acurrucado entre las
quebradas rocas que coronaban la montaña. Allí la caprichosa brisa permitió que
las cuerdas del paracaídas se enrollasen alrededor de él como guirnaldas; y el
cuerpo quedó sentado en la cima, con la cabeza cubierta por el casco y
escondida entre las rodillas, aprisionado por una maraña de hilos. Al soplar la
brisa se tensaban los hilos y por efecto del tirón se alzaba la cabeza y el
tronco, con lo que la figura parecía querer asomarse al borde de la montaña.
Después, cuando amainaba el viento, los hilos se aflojaban y de nuevo el cuerpo
se inclinaba, hundiendo la cabeza entre las rodillas. Así, mientras las
estrellas cruzaban el cielo, aquella figura, sentada en la cima de la montaña,
hacía una inclinación y se enderezaba y volvía a inclinarse y enderezarse una y
otra vez.”
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Ilustración: Andrés Vera Martínez |
Es
así que después del amanecer, cuando los mellizos se despiertan y avivan los
rescoldos de la hoguera y ven el incesante movimiento de tal espectro,
atosigados por el miedo y con los pelos de punta, creen que han visto a la
fiera y salen corriendo hacia los refugios a dar la voz de alarma. Es decir,
esa enorme alimaña que les causa un atávico, mítico e inconsciente terror,
puede ser la fiera que sale del mar, según cree Percival, un pequeño de unos
seis años con cierta narcolepsia; o la descomunal y nocturna serpiente
comeniños que dijo ver otro pequeño con una morada mancha de nacimiento en el
rostro, quien misteriosamente desaparece la vez que el fuego de la primera
hoguera está a punto de provocar un desastroso incendio en toda la isla.
Y es
que los pequeños, y la mayoría de los mayores, creen que hay algo bestial y
monstruoso que acecha y ronda por ahí. Por ejemplo, frente a quienes rechazan
la existencia de la fiera, Maurice testimonia: “Quiero decir que no se puede
estar seguro”. “Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los
calamares, que miden cientos de metros y se comen las ballenas.”
El
caso es que los cabecillas de la tribu: Ralph y Jack (más Roger), después de
rastrear en grupo por el acantilado que llaman “castillo” (o “Peñón del
Castillo”) van a lo alto de “la montaña” a verificar la existencia de la fiera.
Y además de la infantil y ridícula escena de fobia que protagoniza cada uno y
que les impide constatar que sólo se trata de un paracaidista muerto que mueve
el viento, queda el consenso de que en la cima de “la montaña” hay una bestia
que se hincha, se endereza y se inclina y, por ende, pese a que se trata del
sitio elegido para mantener la señal de humo, se torna un lugar prohibido,
inaccesible y terrorífico.
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Neandertal |
Aunado
al hecho de que el agreste entorno convierte su ropa en sucios harapos y les
crece la greña a lo neandertales, Jack, el jefe de los cazadores (su otrora
inmaculado pelotón de boinas negras), dispone que éstos, para la cacería del
jabato o del jabalí, se armen con lanzas de madera con las puntas afiladas y
que se pintarrajeen el rostro a modo camuflaje. Jack, además, es el único que
posee una afilada navaja, una amenazante arma corta cogotes con la que degüella
y destaza a la presa cazada. Cuando el fantasma de la fiera aparece en el
escenario de la isla, él dispone que, para calmar y saciar a ese terrorífico
ser del oscuro corazón de las tinieblas
que los acecha, se le tribute con la cabeza del jabalí, que le dejan (y le
deben dejar) ensartada en lo alto de una lanza clavada en el suelo.
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Minotauro (México, octubre de 1983) Traducción: Ricardo Goyssen |
La
caza es un ríspido rito de supervivencia matizado con un cariz salvaje surgido
del inescrutable fondo de la noche de los tiempos y de su inconsciente
colectivo, cuyo clímax, lúdico, paródico y liberador, se sucede a la hora de la
comilona en torno a la hoguera. Los chiquillos, jugando, escenifican una danza
macabra, una danza de la muerte en torno al fuego, en la que unos representan a
los cazadores y uno de ellos al jabalí sacrificado. Y mientras bailan y juegan,
la tribu grita y repite una enervante cantinela de troglodita guerra (que
también llega a ser vociferada y entonada durante la caza): “¡Mata a la fiera!
¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la
cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama
su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”.
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Ilustración: James Fenner |
Llega
el virulento día en que la tribu de salvajes cazadores, que comanda y mangonea
Jack, se desgaja del liderazgo de Ralph y por ende abandonan los refugios y la
plataforma y se instalan en “el Peñón del Castillo”, el alto acantilado donde
hay una cueva, que vigilan y pertrechan como si fuera un fortín militar que puede
ser sorpresivamente atacado por una salvaje y desalmada tribu enemiga. Dado que
su principal cometido es la caza y la carne, y no hacer una fogata para
mantener una señal de humo que atraiga el lejano y probable barco que los
rescate, Jack, ahora un jefe o reyezuelo autoritario que impone reglas, ordena robarles
el fuego al pequeño grupo que se quedó con Ralph, y que no es otra cosa que los
lentes de Piggy (a las que sólo les resta un cristal), cosa que logran en una imprevista
y violenta incursión nocturna.
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Ilustración: James Fenner |
La
tribu de Jack caza un enorme jabalí y organiza una comilona nocturna frente al
mar a la que invitan al grupo de Ralph. En el punto catártico del frenético
baile en torno al fuego y de la repetitiva y enervante cantaleta de caza, Simon,
el solitario, emerge de la floresta. Un pequeño fóbico lo señala como la fiera.
Casi nadie quiere oír lo que dice Simon (vio en la cima el cadáver del
paracaidista) y la enloquecida tribu, frenética y ciega, lo mata con sus lanzas
y su cuerpo es devorado por el mar. Es decir, nadie supo que en una febril
pesadilla que lo ataca y derrumba frente a la empalada cabeza del jabalí
invadida por las moscas, vio y oyó que ésta le hablaba convertida en “el Señor
de las Moscas” y que le dijo ser la fiera.
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Ilustración: Andrés Vera Martínez |
El
sádico y violento crimen colectivo se torna un tabú del que casi nadie quiere
hablar. Piggy y Ralph se desplazan hasta “el Peñón del Castillo” con tal de
urdir un diálogo y un acuerdo con Jack. Pero los cavernícolas no oyen razones;
y Roger mueve la palanca que desde lo alto arroja una enorme roca sobre Piggy y
por ende el golpe lo catapulta por los aires y muere con el cráneo partido.
Ralph, solitario en el oscuro y amenazante inframundo, sale huyendo y se oculta
en la maleza. Y al día siguiente, cuando la tribu salvaje, para cazarlo, ha
incendiado la isla y muy de cerca lo persiguen con gritos y condenatorias cantinelas,
Ralph, corriendo a la orilla de la playa, cae y al levantarse se encuentra con
la impecable e impoluta figura de un “civilizado” oficial de la Marina británica,
cuyo barco se acercó a la ínsula al ver el humo y el fuego (y quizá a la horda de
chiquillos salvajes acosando a su víctima). El “civilizado” oficial tiene la
mano en la culata del revólver y en el bote hay dos marinos sosteniendo los
remos y otro empuña una metralleta. Mar adentro, el navío espera.
William Golding, El señor de las moscas.
Traducción del inglés al español de Carmen Vergara. Edhasa Literaria. 1ª
reimpresión. Barcelona, junio 20 de 2006. 288 pp.
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William Golding (1911-1993) |
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Nota
bene: Aquí estuvo un enlace que, al pinchar, llevaba al desocupado
lector a ver, en YouTube y de manera gratuita (así la hallé buscando y con
subtítulos en español), Lord of the
Flies (1963), la citada película en blanco y negro de Peter Brook, basada
en la novela homónima de William Golding. Esto, al parecer, irritó a alguien que,
en Estados Unidos, reclamó a Blogger (no a mí ni dio la cara) el uso no
autorizado de la propiedad intelectual del filme y de los fotogramas. Nadie
ignora que Borges dijo (para que se oyera por todos los recovecos, rincones y
catacumbas de la recalentada y envirulada aldea global) que nuestro patrimonio
es el universo y que debemos de aspirar al universo. Desafortunadamente, sobran
y pululan las mentalidades cerradas, mezquinas y egocéntricas que sólo interactúan
en términos mercantiles, jurídicos y judiciales. En contraste, quiero apuntar que la
primera vez que vi ese filme fue, hace muchos años, en una improvisada salita
de cine itinerante; ciclo gratuito, que iba por distintos lugares, organizado y
auspiciado por la Universidad Veracruzana, en Xalapa.