sábado, 7 de octubre de 2023

El gato negro y otros relatos de terror

Con la lengua de fuera y los ojos al revés

 

No pocos lectores (de la recalentada y envirulada aldea global) recordarán la infantil cantaleta de ese cuento de nunca acabar que se repite y repite hasta la consumación de todos los tiempos: “Éste era un gato con su colita de trapo y sus ojos al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Éste era un gato con su colita de trapo...” Y así ad infinitum. Esto evoca los mil y un libros de nunca acabar dedicados a contar y a volver contar —o sea: a explotar y a difundir en español— aspectos o vertientes de la inmortal obra del norteamericano Edgar Allan Poe, quien, fallecido a los cuarenta años el 7 de octubre de 1849 en Baltimore (precisamente en una desolada, fría y oscura celda del Washington College Hospital), parece estar más vivo que nunca con su controvertida y vaporosa leyenda negra.

       

Libros del Zorro Rojo
(China, febrero de 2021)

           Uno de esos insaciables y numerosos títulos de nunca acabar es El gato negro y otros relatos de terror. Se trata de una preciosista antología impresa en China en “febrero de 2021”, editada con mucho mimo por Libros del Zorro Rojo (presente en Barcelona, Buenos Aires y Ciudad de México), “Con la colaboración del Institut Català de les Empreses Culturals” y espléndidas ilustraciones en blanco y negro del artista gráfico Luis Scafati (Mendoza, 1947), quien también ilustró la celebérrima Narración de Arthur Gordon Pym (Libros del Zorro Rojo, 2015), con prólogo y traducción de Julio Cortázar. De 2005 data la primera edición en formato más o menos bolsillo con pastas blandas y solapas; pero la presente (quizá una especie de libro objeto no sólo para bibliófilos y fetichistas) es más grande: mide 21.01 x 24.01 centímetros. Y además de que fue encuadernada en cartoné con tela negra en el lomo y de que las ilustraciones se aprecian mucho mejor (debido a la amplitud del libro y pese a que a varias las fracturan las líneas divisorias de las páginas), luce unas viñetas y dibujos de gatos en las guardas rojas, más otras en el interior y en la página aleñada a la destinada a los retratos y a los créditos del escritor y del artista gráfico.

Viñetas de Scafati

         Quizá por privilegiado antojo, el anónimo antólogo de la presente antojolía optó por reunir sólo tres de los 67 cuentos de Edgar Allan Poe: “El gato negro”, “El pozo y el péndulo” y “El entierro prematuro”, traducidos del inglés por Elvio E. Gandolfo. Y dado que en el libro únicamente se lee una brevísima ficha anónima sobre la vida y obra del autor de “El cuervo” (y otra sobre Luis Scafati), el nocturno e insomne bibliófago, aterrorizado y con los pelos de punta a la punketa de huitlacoche, se ve inducido a buscar algunos datos biográficos y bibliográficos. Muy útil, para ese desvelo con un candelabro de siete brazos, puede ser el volumen de Edgar Allan Poe editado por Cátedra en la Bibliotheca AVREA: Narrativa completa (Madrid, 2011), que comprende las celebérrimas traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos y de La narración de Arthur Gordon Pym; más Julius Rodman, traducido por Margarita Rigal Aragón, quien además es la erudita autora del muy documentado y extenso aparato crítico: “Edición, introducción y notas”, etc.

   

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, octubre 7 de 2011)

         Con el título “The Black Cat” —apunta Margarita—, “El gato negro” se publicó el “19 de agosto de 1843” en United States Saturday Post. Y según reporta: “Algunos críticos han apuntado la presencia de elementos autobiográficos en este magistral cuento de Poe, pues de niño mató a palos un cervatillo, propiedad de Mrs. Allan”; quizá un desquite o neurótica y transpuesta descarga, pues ese míster era su autoritario, opulento, desamorado, intolerante y odioso padrastro durante su infancia, adolescencia y primera juventud.

    Con el título “The Pit and the Pendulum”, “El pozo y el péndulo”, —anota Margarita—, se publicó en “Octubre de 1842” en The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1843. Pero además tradujo el epígrafe en latín que lo preludia; fragmento que normalmente los traductores pasan por alto (incluidos Gandolfo y Cortázar), pues suelen limitarse a la apostilla de Poe que lo prosigue; mismo que Elvio E. Gandolfo colocó al pie de página y que a la letra reza: “Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debía alzarse sobre el emplazamiento del Club Jacobino de París.” Mientras que Cortázar lo colocó a la cabeza: después de las líneas en latín y entre paréntesis: “(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que había de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.)” En este sentido, Margarita Rigal Aragón traduce y apunta: “‘Aquí la malvada muchedumbre, insaciable, desde hacía mucho tiempo anhelaba el derramamiento de sangre inocente. Ahora que la patria ha sido salvada y la gruta de la muerte destruida, allí donde reinaba la nefasta muerte, florecen ahora la salud y la vida’. (Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas y tal inscripción.)”

Baudelaire

       Dejando de lado al decimonónico introductor de la obra de Poe en el imaginario y habla francófona (nada menos que el demiurgo de Las flores del mal y de los poetas malditos), vale añadir y contrastar que Félix Martín, en la antología crítica de trece Relatos de Poe (traducidos por Doris Rolfe y Julio Gómez de la Serna) que hizo para Cátedra (Letras Universales, 1988; Mil Letras, 2009), también se lee una traducción de ese “(Cuarteto compuesto para las puertas del mercado que había de ser construido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos de París.)” Pero no de él, sino del “traductor” y con arbitrarias perpendiculares: “Aquí la turba impía de verdugos/ alimentó con sangre de inocentes/ su gran furor y no quedó nada./ Salvada ya la patria, quebrantado/ el antro de la muerte,/ donde reinaba el crimen monstruoso/ la vida y la salud ahora florecen.” Y entre sus eruditas notas destaca la novena y última de ese relato, pues si bien se trata de un cuento fantástico en el que se narran y descuellan los pavorosos tormentos del condenado en Toledo por la sádica e inhumana Inquisición y al unísono (o quizá sobre todo) el subterráneo, pesadillesco e inaudito artilugio de paulatina tortura y muerte, brinda contexto histórico a los sucesos sólo al puntualizar una alusión que puede pasar desapercibida. Apunta telegráficamente el crítico: “El general Antonine Lasalle (1775-1809), conde de Lasalle, entró en Toledo durante la campaña de Napoleón en España, en 1808.” 

   

Mil Letras, Ediciones Cátedra
(Madrid, 2009)

              Es decir, cuando casi al final todo parece perdido y el réprobo (quien es la angustiada y atormentada voz narrativa) está punto de morir quemado y despanzurrado por las ardientes paredes metálicas que de cuadradas poco a poco se han ido cerrando en un rombo, reporta repleto de aleluyas y exultación:

   “¡Y escuché un zumbido discordante de voces humanas! ¡Resonó un fuerte toque de muchas trompetas! ¡Oí un áspero chirriar como de mil truenos! ¡Las ardientes paredes retrocedieron! Una mano extendida cogió la mía, cuando, desvanecido, caía al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acaba de entrar en Toledo. La Inquisición había caído en manos de sus enemigos.”

   

Ilustración de Luis Scafati

            Y a propósito de los incesantes cuentos de nunca acabar, Borges, en el prólogo que preludia su antología de relatos de Poe publicada en 1985, en Madrid, con el número 18 de La Biblioteca de Babel de Ediciones Siruela, sigue diciendo sobre “El pozo y el péndulo”:

 

Borges palpando la lápida de Poe
(Baltimore, 1983)

       “Hace casi setenta años, sentado en el último peldaño de una escalera que ya no existe, leí ‘The Pit and the Pendulum’; he olvidado cuántas veces lo he releído o me lo he hecho leer; sé que no he llegado a la última y que regresaré a la cárcel cuadrangular que se estrecha y al abismo del fondo.”

 

Ilustración de Luis Scafati

       
Ilustración de Scafati

                Cabe mencionar, por otro lado, que en lo que corresponde a “El gato”, Félix Martín, entre sus notas, aporta una que brinda un significativo y singular matiz que trasmina los oscuros y sobrenaturales acontecimientos del relato. El reo que narra el cuento (preso por el asesinato de su esposa y enfático para que no lo tomen por loco) dice haber sido familiarmente aficionado a los animales y mascotas desde la infancia; noble, tierna y conmovedora inclinación que pudo enriquecer y afectivamente compartir y cultivar con la mujer que se casó con él, quien, dice, “hacía alusiones frecuentes a la antigua idea popular, según la cual todos los gatos negros eran brujas disfrazadas”. Quizá el enorme gato negro, la mascota preferida del narrador, no sea una bruja transmutada en gato (¿o tal vez sí?). Y quizá de ninguna manera ese gato negro, vuelto tuerto por el sadismo y la locura de su dueño y luego ahorcado por éste, tampoco sea una reencarnación o corporificada transmutación en el cuerpo del segundo gato negro —tuerto, enorme y con una gran mancha blanca en el pecho que semeja una acusatoria horca— que inesperada e inexplicablemente aparece sobre el cráneo del emparedado cadáver de su asesinada esposa, y cuyos terroríficos y delatores maullidos ante la policía que rastrea a su desaparecida mujer, suscitan el descubrimiento del crimen y su caída en la cárcel. El amante de los animales y del par de enormes gatos negros, si bien se dice inclinado al trago y a los nocturnos tugurios y bares de baja estofa (igual que Poe, quien además iba a los fumaderos de opio de los bajos fondos) y proclive al demonio de la perversidad, cosa que puede interpretarse como cierta psicosis que lo induce a la incontenible crueldad y al asesinato, también, quizá (¿por qué no?) puede ser víctima e instrumento de poderosas e inescrutables fuerzas infernales. Y esto se advierte (o se sospecha) no sólo porque el día que el beodo ahorcó (con remordimientos y sentimientos encontrados) al primer gato negro, su casa, donde cohabitaba con su mujer y sus mascotas, fue devorada por el fuego durante la noche; y en el único muro que quedó en pie, donde otrora se ubicaba el respaldo de su cama, apareció una inculpatoria y terrorífica imagen (o sea: la rúbrica o el ideográfico mensaje de la maligna vendetta desde el más allá). Según narra el asesino: “Me acerqué y vi, como si estuviera gravada en bajorrelieve sobre la superficie blanca, la figura de un gigantesco gato. La impresión era transmitida con una precisión maravillosa. Una cuerda rodeaba el cuello del animal.” De ahí que el signo definitorio de esas fuerzas oscuras, insondables, malignas y malévolas, esté cifrado en el nombre con que el ebrio bautiza a su querido primer gato negro: Pluto; pues sobre tal apunta Félix Martín en su tercera nota al pie de página: “Nombre referido al rey de los infiernos o Hades en la antigüedad clásica.”

 

Viñeta de Scafatti

         No obstante, ese implícito, subterráneo y casi inadvertido matiz quizá se pierde en las traducciones de Cortázar y Gandolfo, pues ambos tradujeron Plutón por Pluto.  

   

Viñeta de Scafati

             Por otra parte, con el rótulo “The Premature Burial”, “El entierro prematuro” —dice Margarita Rigal Aragón—, se publicó el “31 de julio de 1844” en Dollar Neswpaper. Y anota: “Puede que una muestra (que tuvo lugar durante la feria anual del ‘American Institute’ de Nueva York en 1843) sirviese a Poe como fuente de inspiración de esta historia; se mostraba allí un ataúd, diseñado por Christian Henry Eisenbrandt, que estaba preparado para que la persona enterrada pudiese liberarse, en caso de seguir viva, con un simple movimiento de su cabeza.”

     La crítica y editora formula esa hipótesis porque en “El entierro prematuro”, cuento narrado por la voz de un paranoico que padece una extrema y delirante fobia debido a la posibilidad de sumergirse en un estado cataléptico (cosa que ya le ha ocurrido) y que ninguna persona de su entorno (fortuito o no) lo perciba; es decir, sería enterrado vivo porque lo creerían muerto; y luego se despertaría, para morir de asfixia (pataleando, arañando y gritando) dentro del oscuro, estrecho, horrorosísimo y claustrofóbico ataúd. Y para eludir esa terrorífica experiencia que preludiaría su horrorosísima e irremediable muerte, se hace construir un féretro con comodidades, mecanismos y vías de escape, por si acaso.

 

Ilustración de Luis Scafatti

          Y si Margarita Rigal Aragón desliza la legendaria posibilidad de que Poe, para escribir “El gato negro”, se “inspiró” en la masacre a palos del cervatillo de su odioso y maltratador padrastro, si se piensa en la legendaria y novelesca imagen del adolescente Poe enamorado de Jane Stanard, la madre de un condiscípulo escolar en Richmond, quien murió pronto y cuya tumba visitaba a diario, esa supuesta aventura romántica nocturna quizá subyace en el germen de la imagen (no menos romántica, nocturna, novelesca, poeniana y cuasi necrófila) del pobre litterateur, joven y desdichado que, en Francia, va a medianoche (sin duda vestido de negro) al sepulcro de su amada (que lo menospreció, desdeñó y se casó con un ruco con poder y dinero) y descubre que aún está viva dentro del ataúd. Tal anécdota es uno de los cuatro casos de catalepsia que el narrador de “El entierro prematuro” evoca antes de contar el aleluya de su curativa pero terrorífica y onírica vivencia cataléptica:

 

Ilustración de Luis Scafati

            “En el año 1810 ocurrió un caso de inhumación en vida en Francia, acompañado de circunstancias que confirman en gran medida que lo verdadero es, por cierto, más extraño que la ficción. La heroína de la historia fue una tal Mademoiselle Victorine Lafourcade, una joven muchacha de familia ilustre, rica y de gran belleza personal. Entre sus numerosos pretendientes estaba Julien Bossuet, un pobre litterateur [‘Literato. En francés en el original.’], o periodista, de París. Sus talentos y amabilidad general habían llamado la atención de la heredera, por quien parece haber sido realmente amado; pero su orgullo de cuna parece haberla decidido finalmente a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur Rénelle, banquero y diplomático de cierta nota. Después del casamiento, sin embargo, este caballero la descuidó y, tal vez, incluso llegó a maltratarla. Después de pasar con él algunos años desdichados, la muchacha murió: al menos su condición se asemejaba con tanta cercanía a la muerte como para engañar a todos lo que la vieron. La enterraron, no en un panteón sino en una tumba común en la aldea donde había nacido. Lleno de desesperación, y aún inflamado por el recuerdo de un apego profundo, el amante viaja a la remota provincia donde está la aldea, con el propósito romántico de desenterrar el cadáver y hacerse dueño de sus trenzas espléndidas. Llega a la tumba. A medianoche desentierra el ataúd, lo abre, y está ocupado en la tarea de cortar el cabello, cuando lo detienen los ojos de ella al abrirse. En concreto, la dama había sido enterrada viva. La vitalidad no había partido por completo; y las caricias de su amante la despertaron del letargo que habían confundido con la muerte. El muchacho la llevó frenético a sus habitaciones en la aldea. Empleó ciertos restaurativos sugeridos por sus considerables conocimientos médicos. Por fin, ella revivió. La mujer reconoció a su protector. Se quedó con él hasta que, poco a poco, recobró la salud original. Su corazón femenino no se mantuvo inflexible, y aquella última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo otorgó a Bossuet. No regresó con su marido, sino que ocultó su resurrección y huyó con el amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama que sus amigos serían incapaces de reconocerla. Se equivocaron, sin embargo, porque en el primer encuentro, Monsieur Rénelle reconoció y reclamó a su esposa. Ella rechazó el reclamo; y un tribunal judicial la apoyó, decidiendo que las circunstancias peculiares, más el largo período transcurrido, habían extinguido no solo de modo natural sino también legal la autoridad del esposo.”

   

Ilustración de Luis Scafatti

   Y aquí vale comentar que a un lado de ese trasnochado y romántico episodio (casi de folletín) figura, ex profeso, una ilustración de Luis Scafati en la que el pobre literato está sacando a su amada del ataúd. Y esto es así porque el artista gráfico hizo, precisamente, ilustraciones relativas a lo que se narra en el cuento; pero al unísono bosqueja interpretaciones, dialoga con el texto.  

Ilustración de Luis Scafati

           Valdría citar la estampa donde tres rostros observan el rostro de un cadáver: uno de ellos es la inequívoca figura de la esquelética calaca con su guadaña, cabeza de calavera y capucha de monje loco y envilecido. 
O sea: Scafati va más allá de lo que se narra. 

Ilustración de Luis Scafati
(detalle)

         Por ejemplo, obsérvese la imagen del muerto con bombín quien, agarrándose dentro de su ataúd e incorporando la cabeza, observa la kilométrica fila de un fantasmagórico y larguísimo cortejo fúnebre signado al final por el réquiem de una trompeta, que es, al unísono, un artístico memento mori, una reminiscencia de la ancestral danza macabra de la antigua tradición europea.


Edgar Allan Poe, El gato negro y otros relatos de terror. Traducción del inglés de Elvio E. Gandolfo. Ilustraciones y viñetas de Luis Scafati. Libros del Zorro Rojo. China, febrero de 2021. 64 pp.

lunes, 2 de octubre de 2023

La noche de Tlatelolco



                 
Un fantasma recorre México: 
el fantasma del 2 de octubre


                                                                                                           In memoriam Luis González de Alba  


Tlatelolco, octubre 2 de 1968
El viernes 27 de septiembre de 2014 murió, por el cáncer, Raúl Álvarez Garín, legendario luchador social y visible político de izquierda, quien, como alumno del Instituto Politécnico Nacional, fue delegado de Consejo Nacional de Huelga del Movimiento Estudiantil de 1968 y como tal fue detenido la trágica noche del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco y hecho preso en el Palacio Negro de Lecumberri. Pese a que Raúl Álvarez Garín es autor del libro La estela de Tlatelolco. Una reconstrucción histórica del movimiento estudiantil del 68 (Editorial Ítaca, 2002), todo indica que entre la extensa y creciente bibliografía sobre el Movimiento Estudiantil de 1968, el libro de Elena Poniatowska: La noche de Tlatelolco, cuya primera edición data de “febrero de 1971”, es el más emblemático, el más reeditado, el más popular, y tal vez el más trágico, espeluznante y doloroso que incide en la llama viva de un hecho fehaciente y contundente: la masacre del 2 de octubre no se olvida, su tétrico fantasma recorre México, está vivo en la luctuosa, histórica y democrática memoria colectiva del país.
La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
Primeras fotos del libro
       
El miércoles 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, ya pasadas las 17:30, poco después de que desde el tercer piso del edificio Chihuahua los oradores en la tribuna dieran por concluido el mitin y de que anunciaran que, debido a la presencia militar en la zona, no se haría la manifestación al Casco de Santo Tomás del IPN (tomado por el ejército desde el 23 de septiembre), se vieron en lo alto unas luces de bengala e inició el asedio y los disparos, cundió el terror, la refriega y la estampida de la gente (“aproximadamente diez mil personas”: jóvenes, adultos, adolescentes, niños, mujeres, ancianos). Los soldados y policías de civil y guante y blanco (el Batallón Olimpia) salieron de apartamentos del edificio Chihuahua y de su camuflaje entre la multitud; detuvieron a los estudiantes de la tribuna y bloquearon los accesos al edificio. Hubo tal gritería, tal turbulencia de masas y tal confusión entre los destacamentos armados que fue ineludible el cruce de balas entre los de guante blanco, los militares, los granaderos, los policías y los francotiradores.

Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, a la cabeza
El Movimiento Estudiantil de 1968 tenía apenas dos meses y pico de haberse gestado in crescendo (con amplias adhesiones y repercusiones sociales en todo el país y protestas en el extranjero), debido a la constante represión policíaca y militar (exacerbada con la toma de CU el 18 de septiembre), a los asesinatos, y a las detenciones y secuestros de alumnos, maestros, militantes de izquierda y gente ajena, y a la relevante incapacidad política de las autoridades (empezando por el presidente Gustavo Díaz Ordaz y por el secretario de gobernación Luis Echeverría Álvarez) para establecer el diálogo público, los acuerdos en torno a los 6 puntos del pliego petitorio y por ende la paz. Lo ocurrido y los testimonios del libro sugieren que la matanza y el encarcelamiento masivo estaban planeados para tal día y en ese lugar, pues el 12 de octubre iniciarían los XIX Juegos Olímpicos y había que descabezar el movimiento y evitar que los disturbios estudiantiles (dizque de una conjura internacional comunista) continuaran durante éstos. 
   Mercedes Olivera, antropóloga, lo resume: “obviamente todo estaba preparado, el gobierno sabía lo que iba hacer. Se trataba de impedir cualquier manifestación o brote estudiantil antes y durante las Olimpiadas. Las luces de bengala fueron la orden de tirar y se disparó de todas partes y los supuestos francotiradores —y te lo digo, porque los que estuvimos allí y lo vimos podemos decirlo con toda conciencia sin temor a equivocarnos— los francotiradores eran parte de la organización gubernamental.”
(Ediciones Era, 37ª ed., México, 1980)
      La noche de Tlatelolco es un libro fragmentario, polifónico, colectivo, de ahí que se subtitule Testimonios de historia oral; pero fue Elena quien compiló, matizó y urdió el conjunto durante dos años. Hay en él trozos de entrevistas (muchos con terribles testimonios de asesinatos, torturas y vejaciones); panfletos transcritos de pancartas, de volantes, de pintas y de los coros durante las manifestaciones y mítines; versos de poemas; capitulares y fragmentos de artículos publicados en periódicos y revistas; pasajes de actas militares; declaraciones en contra, declaraciones a favor; voces anónimas; saldos de muertos, de heridos, de humillados y violentados en lo más elemental de sus libertarias garantías individuales y en lo más esencial de sus derechos humanos.


Elena Poniatowska
(foto: Rogelio Cuéllar)
       
           De nobiliario origen polaco, Elena nació el 19 de mayo de 1932 en París, pero hizo de México su patria, sus entrañas más entrañables donde nació y creció como periodista y narradora. De ahí que si su libro es de Todo México, también es muy suyo, muy de sus intimidades más íntimas. Ella lo dedicó “A Jan”, cuyas fechas de nacimiento y muerte, “1947-1968”, representan al joven asesinado el 2 de octubre o durante el Movimiento Estudiantil, pese a que se trata de su hermano “Jan Poniatowski Amor, estudiante de la Preparatoria Antonio Caso”, muerto en un accidente automovilístico el 8 de diciembre, en cuya segunda aparición afirma: “EL PRI no dialoga, monologa.”
Jan Poniatowski Amor
(1947-1968)
  También incluyó un par de pasajes, críticos y reflexivos, de dos cartas que el astrónomo Guillermo Haro, su marido, le envió desde Armenia, una el “22 de julio de 1970” y la otra el “28” del mismo mes. En el primer pasaje 
refiere su disgusto y desacuerdo con la prisión, en la cárcel de Lecumberri, de Demetrio Vallejo y Valentín Campa, líderes ferrocarrileros, sindicalistas y comunistas; y en el segundo pasaje le habla sobre la hipocresía y responsabilidad ética del científico mexicano en el contexto de la arcaica, consubstancial y sistémica corrupción política y gubernamental del PRI:
 
La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
En el cartel se ve el rostro de Demetrio Vallejo
        
     “...Y me lleno de furia y pienso cómo se puede vivir sin ser furioso. Cómo se le puede entrar a la política mexicana y retenerte y modularte y repartir sonrisitas y quedar bien con todo el mundo y lograr puestecitos y puestezotes. No estoy de acuerdo con las declaraciones periodísticas de mis amigos; que el hombre de ciencia debe intervenir en la política. Sé lo que quieren decir. Piensan que intervenir en la política es ocupar puestos, ser influyente, tener éxito. Eso no es política, eso es estiércol, es ser mercader en el más vil sentido. A que no le entran a la política de oposición, a la política que no da puestos seguros, a la que pone en peligro tu vida y tu libertad. Claro que no se le puede pedir a un hombre, a otro hombre, que se sacrifique. Pero que tampoco nos vengan a señalar como deber sacrosanto y necesario el participar en ‘nuestra’ política priísta. No hay en ello nada noble, nada desinteresado, nada honesto. Y si uno le entra por pura conveniencia personal, por lo menos ser discreto, ser un honrado bandolero, no tratar de hacer comulgar a los demás con ruedas de molino. Nuestro deber como científicos es simplemente tratar de hacer buenos científicos, ayudar a los jóvenes, formar cuadros competentes, hacer verdadera política aunque esto implique —y lo implica— estar peleado a muerte con los ‘políticos’ burócratas. Claro que el no cortejar a los ‘políticos’, el no estar bien con ellos, dificulta la tarea. Pero en el fondo lo mismo da...
  “No es cierto que puedas ser un buen político cuando dejas de ser un buen médico. No es cierto que es preferible ser presidente de Chalchicomula que un mediocre ginecólogo. Si no puedes hacer bien una cosa que durante años has aparentado amar, no podrás hacer ninguna otra cosa mejor que la primera. Lo contrario es mentira, es la prueba más contundente de tu fracaso íntimo, de tu verdadera mediocridad. Pero, claro, existe el sagrado derecho de ser tan mediocre o tan pendejo como se quiera o como se pueda y eso independientemente de todos los éxitos o las glorias aparentes.”
   
Guillermo Haro y Elena Poniatowska
con su hijo Felipe
          
        Pero Elena Poniatowska también incluyó un fragmento de su madre Paula Amor de Poniatowski, donde habla de los muchachitos que vio el 13 de septiembre de 1968 durante la Marcha del Silencio que fue del Bosque de Chapultepec, frente al Museo Nacional de Antropología, al Zócalo (“300 mil personas”): “¿Sabes?, me gustaron, me cayeron bien, por hombrecitos. Muchos tenían esparadrapo en la boca, casi todos parecían gatos escaldados con sus suéteres viejos, sus camisas rotas pero decididos. Les eran simpáticos a la gente que estaba en las banquetas viéndolos, y muchos, además de aplaudirles, se les unían y cuando no se les daba propaganda la pedían, e incluso el público se ponía a repartir de mano en mano. Nunca había visto antes una manifestación tan vasta, tan de a de veras, tan hermosa. Toma, te traje unos volantes.
       
Las hermanas Elena y Kitzia  
con su madre Paula Amor de Poniatowski
       
        Si tal testimonio es desde afuerita, el de Luis González de Alba, alumno de Filosofía y Letras de la UNAM y delegado del CNH (Consejo Nacional de Huelga) —fallecido a los 72 años el 2 de octubre de 2016, es desde dentro y más crítico que el pasaje parecido que se lee en su libro Los días y los años (Era, 1971): 

Cabeza de Vaca, Hernández Gamundi y Luis González de Alba,
tres líderes del Consejo Nacional de Huelga detenidos
        “El helicóptero seguía volando casi al ras de las copas de los árboles. Finalmente, a la hora señalada, a las cuatro, se inició la marcha en absoluto silencio. Ahora no podrían oponer ni siquiera el pretexto de las ofensas. En el CNH habíamos discutido muchísimo. Unos delegados decían que de hacerse la manifestación no podría ser silenciosa porque le quitaría combatividad. Otros, que nadie guardaría silencio. ¿Quién se siente capaz de controlar y llevar callados a varios cientos de miles de muchachos escandalosos acostumbrados a cantar, gritar y echar porras en cada manifestación? ¡Es una tarea imposible y si no lo logramos el CNH mostrará debilidad! Por eso los más jóvenes llevaron esparadrapo en la boca. Ellos mismos lo eligieron: los unos a los otros se pusieron la tela adhesiva sobre los labios para asegurar su silencio. Les dijimos: ‘Si alguno falla, fallamos todos.’

Marcha del Silencio

Septiembre 13 de 1968
        
        “Salíamos apenas del Bosque, habíamos caminado sólo unas cuadras cuando las filas comenzaron a engrosarse. Todo el Paseo de la Reforma, banquetas, camellones, monumentos y hasta los árboles estaban cubiertos por una multitud que a lo largo de cien metros duplicaba el contingente inicial. Y de aquellas decenas y después cientos de miles sólo se oían los pasos... Pasos, pasos sobre el asfalto, pasos, el ruido de muchos pies que marchan, el ruido de miles de pies que avanzan. El silencio era más impresionante que la multitud. Parecía que íbamos pisoteando toda la verborrea de los políticos, todos sus discursos, siempre los mismos, toda la demagogia, la retórica, el montonal de palabras que los hechos jamás respaldan, el chorro de mentiras; las íbamos barriendo bajo nuestros pies... Ninguna manifestación me ha llegado tanto. Sentí un nudo en la garganta y apreté fuertemente los dientes. Con nuestros pasos vengábamos en cierta forma a Jaramillo, a su mujer embarazada, asesinados, a sus hijos muertos, vengábamos tantos años de crímenes a mansalva, silenciados, tipo gángster. Si los gritos, porras y cantos de otras manifestaciones les daban un aspecto de fiesta popular, la austeridad de la silenciosa me dio la sensación de estar dentro de una catedral. Ante la imposibilidad de hablar y gritar como en otras ocasiones, al oír por primera vez claramente los aplausos y voces de aliento de las gruesas vallas humanas que se nos unían, surgió el símbolo que pronto cubrió la ciudad y aun se coló a los actos públicos, a la televisión, a las ceremonias oficiales: la V de ‘Venceremos’ hecha con los dedos, formada por los muchachos al marchar en las manifestaciones, pintada después en casetas de teléfonos, autobuses, bardas. En los lugares más insólitos brotaba el símbolo de la voluntad inquebrantable, incorruptible, resistente a todo, hasta a la masacre que llegó después. Aún reciente Tlatelolco, la V continuó apareciendo hasta en las ceremonias olímpicas, en las manos del pueblo.”

Primera edición en Lecturas Mexicanas
Segunda Serie número 41
(Ediciones Era/SEP, 1986)
Los días y los años
1ª edición en Lecturas mexicanas, 2ª Serie, núm. 41
(Ediciones Era/SEP, 1986)
Contraportada
       La noche de Tlatelolco abre con 49 fotos en blanco y negro que dan visos de varios episodios que van de la confusa bronca del 22 de julio de 1968 en la que se mezclaron pandilleros (“Los ciudadelos” y “Los arañas”) y alumnos de la preparatoria Isaac Ochotorena y estudiantes de la Vocacional 2 del IPN (Instituto Politécnico Nacional), y que a la postre significó, dada la arbitraria golpiza emprendida por los granaderos, el inicio de la represión (exacerbada entre el 23 y el 26 de julio) y por ende del Movimiento Estudiantil. Y se culmina con una imagen nocturna en la que se observa a un grupo (hombres, mujeres, niños y jóvenes) de pie y arrodillados frente a veladoras y ofrendas mortuorias, en cuyo pie se lee: “El 2 de noviembre, día de los muertos, depositamos cempasuchitl y veladoras en la Plaza de las Tres Culturas... Muchos soldados nos vigilaban pero pronto se prendieron miles de veladoras y surgieron gentes de entre los árboles que comenzaron a rezar por sus hijos masacrados el 2 de octubre en Tlatelolco…”



La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)

       
Cadáveres en la morgue y niño asesinado en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968

La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
      
        Entre el conjunto de fotografías, si bien hay algunas muy dramáticas y violentas, como la hilera de cadáveres en la morgue o el niño muerto aún tirado en las piedras del suelo de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, contrastan dos: una es la del par de alegres jóvenes vestidos de blanco dándole a una campana de la Catedral de México y que ineludiblemente remite al 13 de agosto de 1968, cuando la multitudinaria manifestación (unas “150 mil personas”) llegó por primera vez al Zócalo (el epicentro de los poderes y simbólico corazón del país mexicano) pero también a la del 27 de agosto (“más de 400 mil personas”); dice el pie: “¡Entramos al Zócalo! ¡Estaban repicando las campanas de catedral! Dos estudiantes de medicina subieron con el permiso del padre Jesús Pérez y también encendieron todas las luces de la fachada. Todo el mundo aplaudía sin parar.”
Iglesia de Santiago Tlatelolco
Octubre 2 de 1968
         
La otra fotografía resulta un artero, masivo y cruento golpe de bayoneta o de bala expansiva, muy semejante a los golpes y proyectiles con que, según testimonios que se leen en el libro, se hirieron y mataron a jóvenes, a mujeres, a niños y ancianos durante la larga noche que duró el sitio y el acoso, militar y policíaco, en la Plaza de las Tres Culturas y en los edificios circunvecinos. Se trata de una panorámica en la que desde lo alto se observa a una multitud frente a la antigua Iglesia de Santiago Tlatelolco;  el pie de Elena Poniatowska consigna: “Junto a la vieja Iglesia de Santiago Tlatelolco, se reunió confiada una multitud que media hora más tarde yacería desangrándose frente a las puertas del Convento que jamás se abrieron para albergar a niños, hombres y mujeres aterrados por la lluvia de balas...”
La “Primera parte” de La noche de Tlatelolco se titula “Ganar la calle” y la “Segunda” es homónima del libro y por ende los testimonios ponen mayor énfasis en lo ocurrido durante la masacre del 2 de octubre de 1968; pero también en ciertas secuelas inmediatas, como la angustiosa y desesperada búsqueda de los hijos desaparecidos (incluso niños) y la situación y el destino de los prisioneros, particularmente en el Campo Militar Número 1 y en el Palacio Negro de Lecumberri. Y se concluye con una breve “Cronología basada en los hechos a que se refieren los estudiantes en sus testimonios de historial oral”, la cual va del lunes 22 de julio de 1968 al siguiente jueves 31 de octubre, y que se puede completar con la información, los análisis y la angular y crítica bibliografía con la que ahora se cuenta, en 2023,  55 años después, incluida una ritual vista al Memorial del 68 en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, ubicado en la histórica Plaza de las Tres Culturas. 
 
La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)
  
    

Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral. Iconografía en blanco y negro. Ediciones Era. Ejemplar 1019 de la 37ª edición. México, marzo 24 de 1980. 288 pp.

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La noche de Tlatelolco (Era, 37ª ed., México, 1980)

      Vale añadir que en agosto de 2012 Ediciones Era publicó una Edición Especial de La noche de Tlatelolco, con un “Prólogoex profeso de Elena Poniatowska, un nuevo y mejor diseño y mayor tamaño, 104 fotos en blanco y negro (con buena resolución) distribuidas a lo largo de las páginas (más dos postreras páginas de “Créditos de las fotografías”) y la ampliación de la “Cronología” hasta el viernes 13 de diciembre de 1968.


(Era, México, agosto 20 de 2012)


 
(Contraportada)


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jueves, 24 de agosto de 2023

La máquina del tiempo

Viaje al centro de las tinieblas

Signadas por un par de históricos preámbulos del autor de “El Aleph” (el prefacio de la colección y el breve prólogo del libro), con el número 14 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, en 1985 se publicó en Madrid y en Buenos Aires, por Hyspamérica, la edición conjunta —plagada de erratas— de La máquina del tiempo (1895) y de El hombre invisible (1897), celebérrimas novelas del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), uno de los precursores de la literatura de ciencia-ficción del siglo XX. Obras que en esa edición conjunta (de tapas negras, letras doradas y logo dorado con el croquis del perfil de Borges) circularon en los estanquillos y puestos de periódicos y revistas de España e Hispanoamérica; y que, casi resulta tautológico decirlo, han sido el punto de partida, o parte de la médula o la referencia, de varios argumentos cinematográficos que pueblan los sueños y el imaginario colectivo de la populosa aldea global. 
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 14
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985
        Con traducción al español de Nellie Manso, La máquina del tiempo se divide en dieciséis capítulos con números romanos y rótulos, más un “Epílogo”. Si bien el epicentro de la novela es la narración del reciente viaje en la Máquina del Tiempo que en primera persona el protagonista les hace a un grupo de comensales reunidos en el salón de fumar de su casa en Richmond, tal relato está enmarcado, al principio y al final, por la voz de otro narrador, quien además de ser uno de los comensales, es quien recoge la historia del viajero y la matiza con el postrero hecho de que “hace tres años” desapareció con su Máquina en su último viaje por el tiempo (el artilugio partió del laboratorio ubicado en el sótano de la casa del viajero), el cual emprendió en busca de pruebas fehacientes que lo acreditaran frente a sus escépticos amigos y conocidos. La última vez que lo vio, el viajero le dijo que volvería en “media hora”, que lo esperara allí en su casa, a la que recién llegó en una visita imprevista. Para traer esas pruebas del futuro, el viajero llevaba consigo “un pequeño aparato fotográfico”, que con probabilidad es la cámara Kodax que echó de menos en su primer viaje, precisamente cuando accede al siniestro y espeluznante Mundo Subterráneo de la supuesta “Edad de Oro”, y que probablemente es un modelo de la Kodax 100 Vista que empezó a popularizarse en 1888. 

Kodax 100 Vista
        Según apunta el narrador, él y los otros oyentes guardaron silencio, sin interrumpir, para escuchar la historia del viajero recién llegado. Y la oyeron en la penumbra, como en una pequeña sala de cine, cuya pantalla circular, en la que ven correr las proyectadas imágenes de la película (con la voz en off), es el iluminado rostro del viajero: “...Y con esto el Viajero a través del Tiempo comenzó su relato tal como lo transcribo a continuación. Se echó hacia atrás en su sillón al principio, y habló como un hombre rendido. Después se mostró más animado. Al poner esto por escrito siento tan sólo con mucha agudeza la insuficiencia de la pluma y la tinta y, sobre todo, mi propia insuficiencia para expresarlo en su valor. Supongo que lo leerán ustedes con la suficiente atención; pero no pueden ver al pálido narrador ni su franco rostro en el brillante círculo de la lamparita, ni oír el tono de su voz. ¡No pueden ustedes conocer cómo su expresión seguía las fases de su relato! Muchos de nosotros sus oyentes estábamos en la sombra, pues las bujías del salón de fumar no habían sido encendidas, y únicamente la cara del periodista y las piernas del Hombre Silencioso, desde las rodillas para abajo, estaban iluminadas. Al principio nos mirábamos de cuando en cuando, unos a otros. Pasado un rato dejamos de hacerlo, y contemplamos tan sólo el rostro del Viajero a través del Tiempo.”

   
Un viajero con una Kodax 100 Vista
       Ni ese narrador ni el viajero dicen su nombre ni precisan sus estudios ni su profesión, pese a que casi al término el narrador alude una inminente cita con un tal “Richardson, el editor”. Pero lo que sí es obvio es que el viajero posee hábitos, costumbres, porte, maneras, lenguaje e idiosincrasia de un elegante gentleman victoriano y una holgada posición económica de buen burgués: se viste de etiqueta para cenar en su casa con sus informales y azarosos invitados y llama con un timbre a la servidumbre que encabeza la señora Watchett, el ama de llaves. Y ante todo le sobra inventiva e intelecto: aparte de la ingeniosa Máquina del Tiempo (“rechoncha, fea”, “un artefacto de bronce, ébano, marfil y cuarzo translúcido y reluciente”), diseñó los sillones donde conversan, y dice ser autor de “diecisiete trabajos sobre física óptica”, y de ciertas investigaciones sobre la “geometría de Cuatro Dimensiones”, donde “el Tiempo es únicamente una especie de Espacio” donde se puede ir y venir.
Fotograma de Time after time (1979)
  Un jueves, ante el grupo de caballerosos comensales reunidos frente al fuego de la chimenea, el viajero les muestra un modelo a escala de la Máquina del Tiempo, la cual activa (bajando una palanquita con el dedo del psicólogo) y desaparece, casi como un número de ilusionista de salón, ante la incredulidad del corro. En su laboratorio ya tiene casi concluida la Máquina del Tiempo, que tardó dos años en construir, la cual les muestra tomando una lámpara y guiándolos al sótano de su casa. Así que el siguiente jueves, ya pasadas las 19:30, los comensales han sido convocados para cenar con el viajero. Del grupo reunido el anterior jueves sólo están de nuevo el doctor, el psicólogo y el narrador; y se han incorporado el director de un periódico, un periodista y un joven silencioso, quienes no estuvieron presentes en la primera reunión. Minutos después de que el doctor tocara el timbre para iniciar la degustación de la espléndida cena sin el viajero, llega éste con claros visos de haber deambulado en la intemperie, casi a imagen y semejanza de un vagabundo. Según reporta el narrador:

“Aparecía nuestro anfitrión en un estado asombroso. Su chaqueta estaba polvorienta y sucia, manchada de verde en las mangas, y su pelo enmarañado me pareció gris, ya fuera por el polvo y la suciedad o porque estuviese ahora descolorido. Tenía la cara atrozmente pálida; y en su mentón un corte oscuro, a medio cicatrizar; su expresión era ansiosa y descompuesta, como por un intenso sufrimiento. Durante un instante vaciló en el umbral, como si lo cegase la luz. Luego entró en la habitación. Vi que andaba exactamente como un cojo que tiene los pies doloridos de vagabundear. Lo miramos en silencio, esperando a que hablase.”  
    Y luego de un breve diálogo, de beber con rapidez un par de copas de vino y de anunciarles que volverá para cenar y hablar con ellos del viaje después de asearse, añade el narrador sobre su anfitrión: “Dejó su copa, y fue hacia la puerta de la escalera. Noté de nuevo su cojera y el pesado ruido de sus pisadas y, levantándome en mi sitio, vi sus pies al salir. No llevaba en ellos más que unos calcetines harapientos y manchados de sangre. Luego la puerta se cerró tras él.”
     
H.G. Wells en 1901
       “Si el Tiempo es tan sólo una cuarta dimensión del Espacio” y en ese ámbito se puede viajar “indistintamente en todas las direcciones” a la velocidad de un pestañeo, en cámara lenta o un instantáneo tris (casi como si volara a la velocidad de la luz sobre una miliunanochesca alfombra mágica), el viajero lo hace hacia el futuro a “más de un año por minuto”. Según lo indican los diminutos cuadrantes de la Máquina, el viajero arriba al “año ochocientos dos mil setecientos uno”. Y el entorno geográfico donde aterriza y se halla, según observa, es el perímetro del Támesis y de la otrora capital inglesa de fines del siglo XIX. Y en las peripecias y angustias de sus inesperadas y azarosas aventuras llega a pie (en compañía de una mujercita-niña llamada Weena) hasta un ciclópeo edificio que denomina “Palacio Verde de Porcelana”, que resulta ser las vetustas y abandonadas ruinas de lo que en una lejana época fue un museo: “algún South Kensington”, dice; y que según el correspondiente pie de página de la traductora es “El famoso Museo londinense de Bellas Artes, Antropología, Arte Decorativo, etc.”; mientras que el traductor de la edición de Valdemar (impresa en Madrid, en “marzo de 2001”) apunta que “South Kensington” es una “Alusión al conjunto de museos (Natural History Museum, Victoria and Albert Museum) situados en esa zona de Londres. Junto a ellos está el Imperial College en el que estudió Wells y donde sitúa varios de sus relatos.”
(Valdemar, Madrid, 2001)
        Las sorpresivas e inesperadas aventuras y zozobras de esa breve estancia en esa zona, en el año 802 701, son las que ocupan la mayor parte de la novela. El viajero las relata en primera persona y sus pormenores y observaciones están matizadas por sus comentarios y falaces interpretaciones, conjeturas e hipótesis sobre lo que social, histórica y biológicamente pudo haberle ocurrido a la humanidad para llegar a ese estadio de decadencia que primero denomina “Edad de Oro”. Esto es así porque la psique, el intelecto y la conducta de los Eloi, la tribu de los uniformados habitantes que pueblan el supuesto Mundo Superior, se ha vuelto muy ingenua e infantil, a tal extremo que todos parecen niños con deficiencia mental, incapaces de ver más allá de sus narices, de sus fobias y de su terror a la noche, a la oscuridad y a las sombras, incapaces de retener nada en la memoria, incapaces de leer y de escribir, incapaces de interesarse por el arte y el conocimiento, incapaces de dialogar y de comunicarse con el extraño, e incapaces de realizar ninguna actividad que no sea reír y jugar en manada, de comer en manada y de dormir en manada en grandes edificios abandonados que semejan palacios. Al parecer, todos son rubicundos: bellísimas niñas y bellísimos niños ataviados con túnicas y sandalias. No hay viejos ni achacosos entre ellos, ni indicios de cremación ni de sepulturas. No hay talleres ni maquinaria ni herramientas y al parecer ninguno trabaja ni cultivan absolutamente ningún fruto ni hortaliza, ni siquiera las flores con que suelen juguetear. Son vegetarianos y la naturaleza silvestre, al parecer genéticamente modificada y mejorada (no vuela ni zumba un zancudo ni una mosca), les provee los alimentos. Y pulula allí cierta paradójica ambigüedad e indefinición en el hecho de que no parece haber diferencia entre quienes son adultos y quienes son escuincles. No obstante, pudiera ser que todos los preservados en ese “paraíso” artificial: los Eloi, sean chiquillos y chiquillas.  

     Weena, la pequeña mujercita que sigue al viajero, se hace amiga de él cuando está a punto de ahogarse ante la indiferencia de los Eloi, que la hubieran dejado morir sin inmutarse ni chistar; pero él la rescata. El viajero le toma afecto (y viceversa) y la protege; e incluso, ante las incertidumbres y los peligros del entorno, divaga en la posibilidad de regresar con ella a su presente. No obstante, lo único que trajo consigo, sin proponérselo, fueron las dos extrañas flores blancas (llegaron marchitas) que Weena, jugando, le introdujo en uno de sus bolsillos. Según el doctor, que las observa, “El gineceo es raro” e ignora “a qué género pertenecen”. Flores que a la postre el narrador resguarda, aún después de que “hace tres años” el viajero desapareciera con su cámara fotográfica y su Máquina del Tiempo. 
Fotograma de The time machine (1960)
  La furtiva ocultación de su artilugio, al pie de la marmórea Esfinge Blanca, lugar donde aterrizó con cierta brusquedad, es el primer hecho que trastoca ese paradójico y onírico statu quo que semeja un anodino, aséptico, pacífico y perdido Jardín del Edén. Según infiere, su Máquina fue movida e introducida dentro del pedestal de bronce de la marmórea Esfinge Blanca a través de las semicamufladas puertas. Infructuosamente intenta abrirlas e infructuosamente intenta que los Eloi le den alguna pista y lo ayuden a recuperarla.  

Un día antes de salvar a Weena, en el difuso amanecer, le “pareció divisar una criatura solitaria, blanca, con el aspecto de un mono, subiendo más bien rápidamente por la colina”. Y luego, pese a que los supone “fantasmas” (lúdica y quizá no tan sorprendente conjetura en la mentalidad racional de un científico que cree en Dios), vio “tres de aquellas figuras arrastrando un cuerpo oscuro”. Según les reporta a sus atentos, silenciosos y fumadores escuchas: “Se movían velozmente. Y no pude ver qué fue de ellas. Parecieron desvanecerse entre la maleza. El alba era todavía incierta, como ustedes comprenderán. Y yo tenía esa sensación helada, confusa, del despuntar del alba que ustedes conocen tal vez. Dudaba de mis ojos.”
Pero esa duda se torna certidumbre cuando en una oscura y “estrecha galería” se topa con “una extraña figurilla de aspecto simiesco”, “de un blanco desvaído”, con “unos grandes y extraños ojos, de un gris rojizo”, y “unos cabellos rubios que le caían por la espalda”, que al parecer “corría a cuatro pies, o tan sólo manteniendo sus antebrazos muy bajos”. Se trata de un menudo ejemplar de un ser que parece una “araña humana”, semejante a un Lémur blancuzco, que, no sin tropiezos, huye de él y rápidamente desciende por la pared de un pozo, donde hay “una serie de soportes y de asas de metal formando una especie de escala, que se hundía en la abertura”. 
    Según deduce, ese pozo es parte de la serie de dispersos pozos y de dispersas altas torres de ventilación que ya había observado por el territorio de los diversos palacios abandonados y que conectan el Mundo Superior con el Mundo Subterráneo. Se formula, entonces, nuevas preguntas y deducciones, con falacias y silogismos con tintes más o menos sociológicos y biológicos, sobre el aciago destino de la humanidad dividida en dos especies o razas contrapuestas: los angelicales, tontorrones, bellos e infantiles Eloi, habitantes del Mundo Superior; y los subterráneos, aviesos, feos y nocturnos Morlocks, habitantes del Mundo Inferior.
   Para recuperar su artefacto y poder irse de allí a la velocidad de un segundo, el viajero, pese a sus inseguridades y miedos, baja por uno de los pozos ante la desaprobación y la fobia que refleja y manifiesta Weena. Ese breve descenso a las tinieblas y profundidades del pozo le brinda terribles y macabros indicios sobre el horror y la violencia que predomina y prolifera en ese mundo de pesadilla y barbarie que para nada es una aséptica y candorosa “Edad de Oro”. 
    Según las observaciones, reflexiones e inferencias del viajero, y para glosar sintéticamente esa antagónica dicotomía, los Eloi descienden de los amos, de la clase patronal, de los dueños y poseedores de la infraestructura productiva; mientras que los Morlocks descienden de la esclavizada clase trabajadora, de quienes sometieron sus subterráneas fuerzas y vidas al dominio y servicio de los primeros. Pero alguna sublevación y degeneración atávica y biológica ocurrió en el transcurrir del tiempo, pues según deduce, los infantiles Eloi, como si fueran vacas o suculentas gallinas de Guinea o exquisitos lechones Pata Negra, son mantenidos y criados en esos rebaños por los carnívoros y animalescos Morlocks, quienes los acosan y cazan por las noches. Según entrevió dentro del pozo, además de los indicios de que devoran carne cruda y fresca, allí ronronea y resuena maquinaria, por lo que deduce que los Morlocks son quienes confeccionan las túnicas y las sandalias que visten los Eloi. Y puesto que los Morlocks algo entienden de mecánica, cuando a modo de señuelo para atraparlo, aparentemente le facilitan el acceso a su Máquina del Tiempo dejando abiertas las puertas de bronce del pedestal de la Esfinge Blanca, el viajero observa que “había sido cuidadosamente engrasada y limpiada”. Y por ende, luego colige que “los Morlocks la habían desmontado en parte, intentando a su insegura manera averiguar para qué servía”. 
     
The time machine (London, 1895)
     Pero a pesar de sus habilidades en la mecánica y de poseer un idioma propio distinto al idioma de los Eloi, los Morlocks tampoco son muy listos y su conducta animalesca y salvaje, más que humanoide, es más bien instintiva y no racional, impregnada de fantasmagoría, quizá mítica. Además de su agilidad y de su apariencia de pequeño mono encorvado, un rasgo que los caracteriza es el hecho de que por vivir en la oscuridad y en las tinieblas sus ojos son “de un tamaño anormal y muy sensibles, como lo son las pupilas de los peces de los fondos abisales”, y por ende pueden ver muy bien en lo oscuro, pero se ciegan y no puedan ver nada ante la luz del sol. Otro rasgo, sorprendente en unos seres tan mezquinos, malvados y de nula empatía, es que se asustan con la inofensiva llama de una cerilla, tal si fueran bárbaros supersticiosos o niños idiotas que por el miedo defecan y se hacen pipí. Esto accidentalmente lo descubre el viajero, quien supone que “En aquella época de decadencia, además, el arte de hacer el fuego había sido olvidado en la tierra.” De modo que la llamita de un cerillo o la llama de un papel se convierten en una volátil arma para asustar a los temerosos Morlocks; mientras que la llama de una cerilla, como si fuese chisporroteo y la festiva pirotecnia de Navidad, asombra y divierte a los Eloi. Y cuando el viajero hace una fogata en el bosque cercano al Palacio Verde de Porcelana, dice que “Las rojas lenguas que subían lamiendo mi montón de leña eran para Weena una cosa nueva y extraña por completo.” “Quería cogerlas y jugar con ellas. Creo que se hubiese arrojado dentro de no haberla yo contenido. Pero la levanté y, pese a sus esfuerzos, me adentré osadamente en el bosque.”
    No obstante, esa incidental fogata, hecha para asustar y ahuyentar a los Morlocks, no hubiera sido abandonada con tal descuido por un primerizo niño explorador (una especie de boy scout británico, ¡siempre listo!), de modo que provoca un tremendo y voraz incendio que se transforma en una terrible pesadilla donde el viajero corre y huye con Weena, donde lo hostigan los Morlocks (mientras otros sucumben cegados por la luz y en zafarrancho), donde él mata a varios con golpes, no sólo de su garrote de metal (sustituto del rupestre basto del ancestral troglodita de las cavernas), y donde finalmente pierde a la pequeña Eloi. Según supone, los Morlocks “habían abandonado su pobre cuerpecillo en la selva.”
    Otra característica animal y brutal de los Morlocks, indicio de su mínima y funesta inteligencia, es el hecho de que si bien son pequeños en relación a la estatura del viajero y su fuerza física es muy menor, los monoides son muchos: una numerosa y alharaquienta tribu que podría cazar y matar al extraño, quien sólo es uno. Es decir, si bien ligera y violentamente lo acosan, manosean y atacan, no logran atraparlo ni vencerlo, pese que no hubiera sido muy difícil. No obstante, hay que reconocerlo, la susodicha trampa donde simulan rendirse y devolverle la Máquina del Tiempo, falla por un pelo de rana calva en la oscuridad del interior del pedestal de bronce de la Esfinge Blanca (allí estuvieron a punto de atraparlo y convertirlo en nutritivo fiambre) porque el viajero logra colocar las palancas, que llevaba consigo, en las conexiones de la Máquina, y por ende la pone en marcha y, medio acomodado en el sillín, se fuga desapareciendo en un santiamén. Según les dice a sus oyentes: “Las manos que me asían se desprendieron de mí. Las tinieblas se disiparon luego ante mis ojos. Y me encontré en la misma luz grisácea y entre el mismo tumulto que ya he descrito.”
   
Fotograma de Time after time (1979)
        Según reflexiona ante sus escuchas: “He pensado después lo mal equipado que estaba yo para semejante experiencia. Cuando la inicié con la Máquina del Tiempo, lo hice en la absurda suposición de que todos los hombres del futuro debían ser infinitamente superiores a nosotros en todos los artefactos. Había llegado sin armas, sin medicinas, sin nada que fumar —¡a veces notaba atrozmente la falta de tabaco!—; hasta sin suficientes cerillas.” E incluso emprendió el viaje sin la ropa y el calzado apropiado para explorar, pues cuando va por el valle del Támesis rumbo al Palacio de Porcelana Verde en busca de refugio con “Weena como una niña sobre mi hombro”, dice: “perdí el tacón de una de mis botas, y un clavo penetraba a través de la suela —eran una botas viejas, cómodas, que usaba en casa—, por lo que cojeaba. Y fue largo rato después de ponerse el sol cuando llegué a la vista del palacio, que se recortaba en negro sobre el amarillo pálido del cielo.” Y más aún: tampoco llevó una elemental lámpara sorda ni una elemental brújula, pese a que dice haber hecho un “ensayo de montañismo”; de modo que en medio de las tinieblas del humo, del ataque de los Morlocks y del fragor del susodicho incendio, descubre que en vez de alejarse de allí, ha andado en círculo. 
 
Fotograma de The time machine (2002)
        Antes de retornar al confort de su casa en Richmond, donde lo esperan sus comensales para la cena y para oír sus asombrosas aventuras, el viajero todavía hace otras breves incursiones a través del espacio-tiempo de la Cuarta Dimensión. Primero, en la pavorosa huida de los Morlocks, en vez de dar marcha atrás, fue con celeridad hacia adelante. Se detiene en una época del futuro donde no vislumbra vida humana ni vestigios humanos, pero sí un insólito y enorme sol rojo, minúscula y rara flora en las rocas, y monstruosa fauna en el aire y a la orilla de una playa (parece el extraño paraje de otro planeta). Luego avanza un mes; ve el mismo inquietante paisaje y viaja cien años más y sucede algo parecido. Entonces se va, siempre hacia el futuro, “a zancadas de mil años o más”, hasta arribar “a más de treinta millones de años de aquí”, según dice. Además del sangriento y cercano sol y del légamo verde, observa un peculiar eclipse. Y pese a la rápida oscuridad que propicia éste, al frío, a la extrema desolación, a la dificultad para respirar y a las grandes tinieblas del entorno, baja de la Máquina y observa aún más ese excepcional horizonte y ese misterioso panorama frente al mar (también parece otro planeta), donde entrevé una horrorosísima forma de vida que le provoca un terrible pánico que lo induce a regresar de inmediato, antes de caer desmayado:
    “...Al final, rápidamente, uno tras otros, los blancos picachos de las lejanas colinas se desvanecieron en la oscuridad. La brisa se convirtió en un viento quejumbroso. Vi la negra sombra central del eclipse difundirse hacia mí. En otro momento sólo las pálidas estrellas fueron visibles. Todo lo demás estaba sumido en las tinieblas. El cielo era completamente negro.
   “Me invadió el horror de aquellas grandes tinieblas. El frío que me penetraba hasta los tuétanos y el dolor que sentía al respirar, me vencieron. Me estremecí, y una náusea mortal se apoderó de mí. Entonces, como un arco candente en el cielo, apareció el borde del sol. Bajé de la máquina para reanimarme. Me sentía aturdido e incapaz de afrontar el viaje de vuelta. Mientras permanecía así, angustiado y confuso, vi de nuevo aquella cosa movible sobre el banco [de arena] —no había ahora equivocación posible de que la cosa se movía— resaltar contra el agua roja del mar. Era una cosa redonda, del tamaño de un balón de fútbol, quizás, o acaso mayor, con unos tentáculos que la arrastraban por detrás; parecía negra contra las agitadas aguas rojo sangre, y brincaba torpemente de aquí para allá. Entonces sentí que me iba a desmayar. Pero un terror espantoso a quedar tendido e impotente en aquel crepúsculo remoto y tremendo me sostuvo mientras trepaba sobre el sillín.”


Herbert George Wells, La máquina del tiempo. El hombre invisible. Traducción del inglés al español de Nellie Manso y Julio Gómez de la Serna. Prólogos de Jorge Luis Borges. Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 14, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 300 pp.

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