viernes, 8 de marzo de 2024

El Paraíso en la otra esquina



 El lobo y la santa 


Para pergeñar su magistral novela El Paraíso en la otra esquina (Alfaguara, 2003), el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) estudió y asimiló varias biografías de Paul Gauguin (1848-1903) y de Flora Tristán (1803-1844), abuela materna del pintor, e incluso visitó y deambuló por rincones y vestigios clave en el itinerario de sus protagonistas: Francia, Londres, Arequipa, Lima, Tahití, las islas Marquesas, etcétera; periplo convertido en crónica fotográfica por su hija Morgana Vargas Llosa: Las fotos del paraíso (Alfaguara, 2003), con un texto de Mauricio Bonnett, y que estuvo expuesta en la Casa de América, el Palacio de Linares en Madrid, entre el 29 de marzo y el primero de mayo de 2003.
(Alfaguara, 2003)
       
Fotos: Morgana Vargas Llosa
        
      Basado, además, en una implícita investigación bibliográfica que contextualiza los entornos, los usos, los hábitos, las costumbres, las idiosincrasias, las ideologías y los movimientos político-sociales decimonónicos que aborda (como el cartismo inglés y las sectas derivadas de Saint-Simon y de Charles Fourier), en fechas, nombres y datos históricos, y en episodios y lugares legendarios, Mario Vargas Llosa imagina con fluidez y seducción los últimos períodos de la triste, dramática y vertiginosa vida de sus dos personajes y los intrincados hechos anteriores que los sustentan.
Así, en un conjunto de XXII capítulos alternos (que conforman dos novelas paralelas en una misma novela) el narrador desarrolla y contrasta las antagónicas semblanzas de Paul Gauguin y de Flora Tristán.

Paul Gauguin (París, c. 1895)
     
Flora Tristán
(1803-1844)
         
         En “La odisea de Flora Tristán”, un ensayo que Mario Vargas Llosa firmó en “Marbella, julio de 2002” y que se puede localizar en la web y leer en el Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2005), antología de Mario Vargas Llosa coordinada por Albert Bensoussan, el novelista dice que Stéphane Michaud (“profesor de literatura comparada en la Sorbona, presidente de la Sociedad de Estudios Románticos del Diecinueve y autor, recientemente, de un libro notable sobre Lou Andreas-Salomé, que conjuga la erudición con la claridad expositiva y la amenidad”, y de “Flora Tristán. La Paria et son rève, la cuidadosa edición de su correspondencia”) “es probablemente el mejor conocedor de la vida y la obra de Flora Tristán, que rastrea desde hace años con obstinación de sabueso y ternura de enamorado. Sus estudios sobre ella y los coloquios que ha organizado en torno a su gesta intelectual y política han contribuido de manera decisiva a sacar a Flora Tristán del injusto olvido en que se hallaba, pese a esfuerzos aislados, como el admirable libro que escribió sobre ella, en 1925, Jules Puech.”
(Alfaguara, México, 2003)
   
 Pero El Paraíso en la otra esquina, en el ámbito de la lengua española (y quizá en otros idiomas), también ha tenido la virtud de desempolvar y revitalizar lo que de histórico y precursor implica la vida y la obra de Flora Tristán, normalmente omitida por los estudiosos de las utopías del siglo XIX, de la génesis de las ciencias sociales, de la historia del movimiento obrero y de la reivindicación de los derechos de la mujer y de los niños, como bien lo indica el libro impreso en México por Editorial Colibrí: Mi vida (2003), cuyo sonoro y publicitario subtítulo: De París al Perú: el viaje iniciático de la precursora del feminismo moderno, alude el autobiográfico y cáustico libro que le brindó cierta celebridad entre la intelligensia parisina de la época: Peregrinaciones de una paria (1838).


Mario Vargas Llosa leyendo el diario de Flora Tristán
Foto: Morgana Vargas Llosa
   

        En lo que concierne a las vicisitudes, a las menudencias de su delirio mesiánico y redentor y a los detalles de la vida, de los libros y la personalidad de Flora Tristán, en El Paraíso en la otra esquina, pese a que su prédica empezó en la capital francesa el “4 de febrero de 1843” ante “un grupo de trabajadores parisinos”, su último trecho, con una bala cercana al corazón y con la salud paulatinamente mermada, comienza el “12 de abril de 1844”, que es cuando inicia su gira por pueblitos, puertos y ciudades del sur de Francia, con el fin de inocular y propagar entre los obreros y artesanos el ideario de su doctrina-manifiesto: La Unión Obrera (editado en París en junio de 1843) —que antecede a la edición del Manifiesto del Partido Comunista (“publicado por primera vez en Londres en febrero de 1848”)— y la formación seminal de una serie de comités de la Unión Obrera, que según supone Flora, traerá, con una revolución pacífica de filiación cristiana (pero no católica), bienestar, trabajo, educación, salud, justicia y seguridad en la vejez a los miserables inscritos en los Palacios Obreros. Y concluye el 14 de noviembre de 1844, día en que acaba de agonizar en la casa de Charles y Elisa Lemonnier, sus protectores sansimonianos, a partir de que “el nefasto 24 de septiembre de 1844” perdiera el conocimiento durante el concierto que el compositor y pianista Franz Liszt daba en el Grand Théâtre de Burdeos.  
Paul Gauguin, dos amigos y la javanesa
(París, c. 1893-1894)
       
Por su parte, el último trayecto de la vida del pintor Paul Gauguin, repleto de excesos, locuras, contradicciones, quimeras, padecimientos de la sífilis y de su cojera y de ciertos pasajes en los que el lector lo ve pintar e introducirse en varios de sus famosos cuadros que se pueden cotejar en un libro iconográfico o en páginas de la web —por ejemplo: Nevermore (1897), Manao Tupapau (1892), La visión tras la prédica (1888) y Vicent van Gogh pintando girasoles (1888)—, empieza “el amanecer del 9 de junio de 1891”, día que desembarca en Papeete, en Tahití; y termina con su muerte, acaecida el 8 de mayo de 1903, en Atuona, diminuta isla de las Marquesas, en cuya tumba, además de colocar una flor roja a los pies, Mario Vargas Llosa se sentó a escribir notas (“con esa máscara de infinita concentración y pocos amigos que asume cuando escribe”), según lo ilustra una de las fotos a color tomadas por su hija Morgana, nacida en Barcelona, en 1974, y que desde 1996 se ha desempeñado como fotógrafa en distintos ámbitos (incluso bélicos) y medios impresos, como El País, El País semanal, Paris Match, Caretas, Gente y Gato pardo.


Mario Vargas Llosa en la tumba de Paul Gauguin
Foto: Morgana Vargas Llosa


Morgana Vargas Llosa
       
Si la construcción del fraterno paraíso obrero para Flora Tristán implicaba su papel mesiánico, la congruencia entre sus ideas y sus actos y la entrega total (de ahí que ante Olimpia Maleszewska renuncie a las delicias del amor lésbico y no obstante a que desatiende sus responsabilidades de madre frente a su hija Aline, quien sería la madre de Paul), el paraíso del pintor es una visión individualista, egocéntrica, hedonista y erótica que pretendía encontrar, idealizando, mitificando y autoengañándose, en un ámbito salvaje, primigenio y virginal, donde el supuesto anquilosamiento del arte del viejo Occidente y los atavismos de la idiosincrasia europea no hubieran hecho mella, mismo que fantaseando empezó a buscar en Pont-Aven y luego a soñar durante su tensa y malhadada convivencia con Vincent van Gogh en La Casa Amarilla, en Arles, entre octubre y diciembre de 1888. 
 
Vincent van Gogh pintando girasoles (1888)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin
      
      Y si en Panamá y en la Martinica se tropezó con experiencias y enfermedades que lo volcaron de nuevo a Europa marcado para siempre, tanto en Tahití como en Atuona sobran los claros indicios de que ese entorno “salvaje” no era tal. Gauguin debió haberlo supuesto, pues la Polinesia, pese a la lengua, a la cultura, a lo desinhibido y a los vicios de los indígenas maoríes, era una colonia de la monarquía francesa ya minada por el gobierno de la metrópoli y por las costumbres de Europa y por la moral y las creencias de las misiones católicas y protestantes. Sin embargo, si en un momento se desencantó de Tahití y supuso que en las islas Marquesas estaban los verdaderos maoríes en estado salvaje, semidesnudos y conocedores de los antiguos dioses, de los ritos de la antropofagia y de los arcanos de los tatuajes, cuando ya está en sus últimos momentos, también desilusionado de la isla de Atuona, sentenciado a tres meses de cárcel y 500 francos de multa, semiciego e inválido, con las piernas llagadas y pestilentes y sometido a la inconsciencia o semiinconsciencia a la que lo sumergía la morfina, fantasea o alucina que lo que buscaba está en el idilio nipón: “A veces, se veía, no en las islas Marquesas, sino en Japón. Allí debías haber ido a buscar el Paraíso, Koke, en vez de venir a la mediocre Polinesia. Pues, en el refinado país del Sol Naciente todas las familias eran campesinas nueve veces al año y todas eran artistas los tres meses restantes. Pueblo privilegiado, el japonés. Entre ellos no se había producido esa trágica separación del artista y los otros, que precipitó la decadencia del arte occidental. Allí, en Japón, todos eran todo: campesinos y artistas a la vez. El arte no consistía en imitar a la Naturaleza, sino en dominar una técnica y crear mundos distintos del mundo real: nadie había hecho eso mejor que los grabadores japoneses.”

Manao tupapau  (1892)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin

 
Nevermore  (1897)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin
        
      Y más aún, en la secuencia de sus moribundas cavilaciones de morfinómano “lobo en el bosque”, de “lobo sin collar” (según decía él, pero nunca dejó de comulgar y depender de Europa y de sus atavismos e idiosincrasia europea), colige que no logró ser “un salvaje cabal”, pues pese a su efímero y secreto encuentro sodomita con Jotefa, “el leñador de Mataiea”, quien era un mahu, un hombre-mujer que utilizó de modelo para su cuadro Pape moe (1893), concluye que debió aparearse y hacer su mujer a un individuo de tales hermafroditas características.

Pape moe (1893)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin


Mario Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina. Alfaguara. México, 2003. 488 pp.



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