El poder corrompe
y el poder absoluto corrompe de un modo absoluto
La primera edición de El otoño del patriarca apareció en Barcelona, en 1975, editada por Plaza & Janés. Es la novela que el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014) escribió después del vertiginoso éxito obtenido con Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) y por ende aún en la segunda edición que La Oveja Negra editó en Bogotá, en noviembre de 1979, con 10,500 ejemplares, concluye con la datación del lapso en que fue urdida: “1968-1975”.
(La Oveja Negra, 2ª ed., Bogotá, 1979) Portada |
(La Oveja Negra, 2ª ed., Bogotá, 1979) Contraportada |
(Diana, 16ª edición, México, septiembre de 2002) |
Dispuesta en seis capítulos sin títulos ni números, El otoño del patriarca es un divertimento, la novela más bufa, caricaturesca, hilarante y experimental de Gabriel García Márquez, pues además de que tales capítulos son seis largos y apretados bloques narrativos en los que las reglas de la puntuación han sido trastocadas y usadas de manera arbitraria, sucesivamente la secuencia narrativa se rompe y cambia de tiempos y de voces. No obstante, la polifonía y el conjunto narrativo trazan un círculo concéntrico, pues inicia con el descubrimiento del cadáver del anciano dictador (carcomido por los zopilotes) en la ruinosa casa presidencial infestada de vacas y gallinas, y concluye con el relato en el que por fin fallece, preámbulo del primer capítulo.
Gabriel García Márquez escribiendo El otoño del patriarca Barcelona, años 70 Foto: Rodrigo García Barcha |
Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez en 1959 |
Y no fue una entrega fácil, pues el vejete replicó, aún rejego y egocéntrico: “qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénega en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía”.
Gabriel García Márquez |
Vale apuntar que el entorno de su casona casi siempre está rodeado de hordas de leprosos, ciegos y paralíticos; y esto es así porque se le atribuyen poderes ultraterrenos. De modo que él evoca: “no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que ponga la mano aquí a ver si se me quitan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia”. Así, no extraña que en los postreros límites de su vida y de la novela haya quienes digan: “y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla [...]”
Gabriel García Márquez |
Ahora que si el vejete estuvo estúpidamente enamorado de Manuela Sánchez, “reina de la belleza de los pobres”, que lo desdeñó y se esfumó de sus garras durante un manipulado eclipse, la joven Leticia Nazareno, por orden suya, fue secuestrada en un monasterio de Jamaica y traída en barco hasta su casona, donde con el tiempo se convirtió en su amante y luego en la esposa que le dio el hijo que él reconoció y cuyo espeluznante asesinato (mueren descuartizados por 60 perros) precede al susodicho período de terror dirigido por el todopoderoso José Ignacio Sáenz de la Barra (“lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio”), cuya vengativa ejecución por las muchedumbres: “macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general”, evoca otra ejecución orquestada por éste, la del general de división Rodrigo de Aguilar, su otrora compañero de armas y luego su ministro de la defensa, servido en bandeja de plata al estado mayor de sus guardias presidenciales: “puesto cual largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo par ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores.”
Gabriel García Márquez |
Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca. Editorial Diana. 16ª edición. México, septiembre de 2002. 304 pp.