Delito por leer el jajajá
I de II
En marzo de 2021, Perla Ediciones publicó,
en México, la antología titulada Alfred
Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. Tal
rimbombante rótulo, inextricable al magnético collage de la portada creado por Gabriel Pacheco —Hitchcock de mesero dispuesto a servirle al
comensal un plato donde posa un cuervo disecado o que quizá grazna, persigue,
picotea y aterroriza como en su película Los
pájaros (1963)—, es una engañosa y
lúdica estrategia de mercadotecnia, pues el cineasta, desde el más allá o a
través de una güija o de un médium o de un círculo espiritista, no emitió su pausada
voz de ultratumba, ni movió un dedo flamígero, caprichoso y mandón para
catalogar a la presente antojolía como
“los mejores relatos” de tal índole.
Es decir, según el copyright del libro, en 2006 la selección de relatos apareció en
inglés con el título Alfred Hitchcock’s Mistery
Magazine Presents Fifty Years of Crime and Suspense. No obstante, tal
edición, impresa y publicada en Estados Unidos por Pegasus Books en la serie
Crime, es distinta a la antología publicada en español, en México, por Petra
Ediciones. (Baste cotejar los nombres que figuran en el “Índice” de ésta con
los nombres que se leen en la portada de la edición norteamericana, ya sea la
de fondo rojo o la de fondo azul.)
Sobre
ese angular diferendo no se lee una sola línea (nadie dice bu ni mu ni guau ni
chacachachán). Pero eso sí: la antóloga es la misma fémina: Linda Landrigan, editora,
desde 2002, de la revista mensual Alfred
Hitchcock’s Mistery Magazine, quien firma su “Introducción” en “Nueva York,
abril de 2006”. Allí dice (o informa) que esa revista (popular en Norteamérica)
fue fundada en “diciembre de 1956” con el nombre del cineasta Alfred Hitchcock,
quien, obviamente, lo autorizó. Que cuentos que se publicaron en esas páginas
luego fueron adaptados en los populares programas de televisión dirigidos y
conducidos por el cineasta británico: Alfred
Hitchcock presenta (1955-1961) y La
hora de Alfred Hitchcock (1962-1965). Y que varios de los escritores que publicaron
en AHMM fueron luego guionistas de
esos programas televisivos. No obstante, si el tributo y homenaje a Hitchcock
es obvio y consubstancial por ser el gran maestro
del suspense (sobre todo en la pantalla grande) reconocido a perpetuidad en
el nombre de la revista, la antología ideada y urdida por Linda Landrigan no se
hizo para homenajearlo a él, sino para celebrar, con los fieles lectores de la
revista, el cincuentenario de la publicación.
|
Linda Landrigan |
En
este sentido, según reporta, en AHMM
publicó un anuncio convocando a los lectores para que propusieran los cuentos
que podrían ser parte de esa antología celebratoria y conmemorativa. Por ende,
apunta en su “Introducción”: “Con ayuda de nuestros lectores he elegido una
muestra representativa de cuentos publicados en AHMM en las últimas cinco décadas. Todas son historias
interesantes, escritas con oficio, que ejemplifican el amplio registro y la
diversidad que la revista ha ofrecido con los años. Ya sea que estés llegando a
ellas por primera vez o releyéndolas, el entretenimiento está garantizado.
[...] Como colección, son muestra de la evolución estilística del cuento corto
popular. En esta compilación encontrarás autores a los que quizá reconozcas y
otros que merecen una mayor atención.”
En
contraste con esto, Ricardo Vinós, el traductor de los 20 cuentos seleccionados
en el libro publicado por Petra Ediciones (y quien tal vez sea quien lo tituló
en español), en su “Introducción a la edición en castellano” (firmada en
“Ciudad de México, junio de 2020”), desde su particular anecdotario y
perspectiva, pondera, elogia y adula, sobre todo, la obra cinematográfica de
Alfred Hitchcock. De tal manera que parece que tal antología de relatos se
hizo, no para celebrar y conmemorar el cincuentenario de la revista
norteamericana, sino para contribuir con el endiosamiento del cineasta que él
cataloga como el “inventor del suspenso como subgénero narrativo en el cine”; y
de quien afirma: “Es, sin duda, el autor más perverso entre todos los grandes
cineastas. Quizás el más ambicioso en muchos sentidos.” De ahí que resulte
lógico que apunte: “Perla Ediciones ofrece este homenaje al artista y entrega
una divertida antología al público lector que sabe disfrutar de esta sensación:
el suspenso.” Y que en el mismo
laudatorio tenor alabe la imagen de la portada: “Esta edición, por cierto,
logra un nuevo deleite dentro de la abundante iconografía del realizador. Ahí
está sir Alfred, en la portada, como conserje de hotel de lujo, listo para
servirnos un pájaro negro con la mayor elegancia imaginable. Buen retrato del
cineasta y del libro.”
|
Perla Ediciones Primera edición en México: marzo de 2021 |
No
obstante, parece que allí Alfred Hitchcock no figura de “conserje”, sino que
posa o parodia a un mesero o mayordomo. Y resulta incongruente que alguien que
se presenta como un cinéfilo de larga data y conocedor de las minucias del cine
de Hitchcock, diga que éste solía aparecer de “extra” en sus películas, cuando
es de sobra consabido que él no figuraba de “extra”, sino que hacía
instantáneos, lúdicos e indelebles cameos: “Sus películas, siempre arriesgadas
en todos los sentidos, están repletas de travesuras. Quizá la más célebre de
ellas sea su aparición como ‘extra’ en cada uno de sus largometrajes: Hitchcock
dio forma a un autorretrato que convirtió en marca. Tal imagen fue su principal
instrumento de ventas: una silueta reconocible en una fracción de segundo que
promete cierto tipo de emociones específicas.”
|
Fotograma de Extraños en un tren (1950) |
Imbuido
por el lenguaje visual y en movimiento del cine y de la televisión, Ricardo
Vinós afirma categórico: “Uno lee ficción para ver viva la historia, más que para entenderla.” Sin embargo, parece
que las dos cosas ocurren al unísono cuando “Uno lee ficción”: se entiende y se
ve la historia (incluso en los sueños). Y mucho depende de la complejidad (o
simplicidad) del texto y de los subtemas cognitivos y culturales que conlleva e
implica.
Por lo
que argumenta en su “Introducción”, parece que Ricardo Vinós conoce todo el
decurso de la obra cinematográfica y televisa de Alfred Hitchcock, pero también
de la revista norteamericana Alfred
Hitchcock’s Mistery Magazine. De ahí que le reporte al lego de habla
hispana: “una de las antologías de la revista está dedicada a relatos que no
tuvieron permiso de adaptarse para la televisión.” Y que, según anota: “a
partir de 1977 y hasta 1989 se publicó anualmente una antología con los mejores
cuentos del año elegidos por el mismo Hitchcock”. Lo cual, sin duda, en buena
medida también lo hizo desde el más allá, desde la profunda ultratumba, y con
una tétrica voz de cadáver emanada de su ectoplasma (con resonancias de la voz
del señor Valdemar), pues el cineasta Alfred Hitchcock murió el 29 de abril de
1980 (tenía 80 años).
II de II
En el libro de bolsillo: Los mejores cuentos policiales (2) (Madrid,
Alianza/Emecé, 1983), Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges antologaron “El
vástago”, relato de Silvina Ocampo incluido por
ella en su tercer libro de cuentos: La
furia (Buenos Aires, Sur, 1959), donde si bien hay un inducido crimen
consanguíneo o grupal parricidio urdido tras bambalinas (Labuelo niño mata a
Labuelo viejo), no es un cuento policíaco, ni en él hay una mente detectivesca
o un raciocinador a imagen y semejanza del cuarentón Isidro Parodi (otrora
peluquero y descendiente del arquetipo que inaugurara Auguste Dupin en 1841), quien
en “Las doce figuras del mundo” (cuento a cuatro manos del pseudónimo H. Bustos
Domecq), preso desde hace 14 años en la celda 273 de la Penitenciaría de Buenos
Aires, con el tango Naipe Marcado de
fondo y leitmotiv, desvela el
trasfondo y el oscuro tejemaneje del asesinato del doctor Abenjaldún, del que
Aquiles Moliniari se descubría culpable. Es decir, para decirlo con palabras del
crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, esa antojolía porteña de Biorges,
cuya primera edición data de 1943 y que incluyó relatos “de autores no
habitualmente asociados con el género policial”, “es menos el resultado de la
erudición que el resultado del amor”. O sea: expresa más el gusto y las
preferencias de Borges y Bioy.
|
Alianza Editorial/Emecé Editores El libro de bolsillo número 950 Madrid, 1983 |
Viene a colación esto porque algo parecido se puede
decir de las narraciones reunidas, caprichosamente y con criterios muy azarosos
y personales, en el volumen Alfred
Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. O sea: quizá
no sean “los mejores”, pero sí parecen ser (o son) los idóneos.
|
Linda Landrigan |
Se
observa que los veinte cuentos que contiene el libro no fueron datados por la
antóloga y editora Linda Landrigan. Es decir, cada texto está precedido por un
recuadro suyo que contiene un comentario sobre la biografía del autor, su
narrativa, el relato elegido, premios, y su vínculo y participación en la
revista AHMM, y acaso en los
legendarios programas televisivos del cineasta; pero en ningún recuadro o
asterisco informa en qué número de la revista se publicó cada uno y con qué
fecha, y si luego fue reunido en algún libro. Y sobre la mayoría no dice si
fueron adaptados a la TV en los susodichos programas, pues esto vagamente sólo
lo menciona sobre “El día de la ejecución”, cuento de Henry Slesar: “El
presente relato fue adaptado para dicha serie [Alfred Hitchcock presenta], donde salió al aire con el título ‘La
noche de la ejecución’.” Y aún más vaga es la referencia que apunta sobre Jack
Ritchie: “Fue también uno de los pocos autores que vieron sus cuentos adaptados
para el programa de televisión Alfred
Hitchcock presenta.”
Se
puede suponer que ante las mil y una propuestas enviadas por los lectores a la
revista AHMM, la antóloga y editora
Linda Landrigan pudo optar por una reivindicativa paridad de género (tan en
boga ahora en la recalentada, expoliada y envirulada aldea global del siglo XXI).
Pero no fue así. En el libro sólo figuran cinco escritoras y quince escritores,
sobre todo conocidos y leídos en el atomizado mundillo angloparlante de los
Estados Unidos. Y entre los protagonistas de los cuentos no aparece ninguna
mujer policía, pero sí una sola detective privada del barrio chino de Nueva York
(ubicado en la otrora Pequeña Italia). Se trata de Lydia Chin (Chin Ling
Wan-ju), protagonista de “El cuerpo del lenguaje”, cuento de la arquitecta y
narradora S.J. Rozan; quien, joven y menuda, conforma una curiosa e hilarante
mancuerna con Bill Smith, su eventual socio de raza blanca. Con un decurso
narrativo cuyo culmen es el giro sorpresivo del término, se advierte que el leitmotiv del relato, inextricable a su
ingenio y a la exposición de atavismos y prejuicios racistas y xenófobos, es un
afán lúdico. En este sentido, se puede decir (y quizá sea así) que el divertimento es el soporte quintaesencial
y el non plus ultra de cada uno de
los veinte artilugios literarios, por muy negro, duro o cruento que sea el
crimen subyacente o expreso. Cada uno, sin duda, sirve para retorcerle el
cogote al diosecillo Cronos (dándole muerte de chinaguate o troceándolo en
pedacillos con el cuchillo de carnicero que usó Norman Bates en Psicosis) y en los momentos más exultantes
de la lectura acaso se experimente la vivencia estética, ese recóndito y
secreto fenómeno o comunión que algunos llaman sinestesia. (Moraleja: lea
cuentos de crimen y misterio y olvídese del fentanilo.) De ahí que Borges
dijera del libro: “no es menos íntimo para mí que las manos o que los ojos”.
|
Norman Bates (Anthony Perkins) |
En “El
cuerpo del lenguaje” una ricachona madre china desconfía de la fidelidad e
integridad de la prometida de su hijo por ser un ejemplar de raza blanca y para
evidenciarla ante su vástago (estudiante en la Universidad de Nueva York al
igual que su novia), contrata los servicios de la detective Lydia Chin. No obstante,
el lector, inmerso en el suspense y en
el camuflaje del seguimiento detectivesco, sólo hasta el final descubre (¡oh
surprise!) quién es la verdadera hez de
la canalla capaz de catapultar la intriga y destruir un vínculo amoroso.
En
“Sábado por la noche en la sala de masajes Mikado”, cuento de Loren D.
Estleman, la masajista Iiko, una joven diminuta en libertad condicional que se
tiene por japonesa (pero es vietnamita), apenas lleva cuatro meses trabajando
de masajista en Masajes Mikado, negocio en la avenida Michigan de Detroit,
colindante con una Librería de Artes Místicas. En torno a la muerte del
rutinario “señor Diez Cincuenta y Cinco”, fallecido en silencio mientras ella
le daba masaje caminándole encima de la espalda, y a la inesperada intromisión
de un par de vociferantes delincuentes (uno negro y el otro blanco), el lector
asiste al modo en que ella, con sagacidad y astucia, logra escabullirse vivita
y coleando y sin que nadie la vea (con dólares y valiosas piedras hurtadas al
difunto y a los malhechores), mientras que al bandolero blanco, desnuda y con
una navaja, lo ha dejado fiambre durante un masaje a la samuray de sangre fría
y al negro atrapado ex profeso en la
ratonera. En tanto la policía, alertada por ella con un disimulado y urgente
marcado anónimo, arriba haciendo sonar las sirenas, las llantas y los altavoces
y destellando las intermitentes luces.
En “La
gata del O-bon”, cuento de la escritora I.J. Parker ubicado en el supuesto
Japón del siglo XI, el señor Sugawara Akitada, una especie de detective “al
servicio del emperador”, melancólico y en duelo por la muerte de su pequeño
hijo Yori, logra desfacer un controvertido y truculento entuerto de espejismos,
equívocos, machismo, poligamia, adulterio, celos, envidia, venganza, secuestro
y asesinato. No obstante, tras dilucidar el embrollo, Akitada no acude a las
instancias de la justica imperial, sino a los dictámenes autoritarios que
estipula el patriarca de esa poderosa familia de la comarca de Otsu, donde se
cultiva la poligamia y el mayorazgo, y donde “durante el festival O-bon” se
cree (ídem el Día de Muertos de la
tradición mexicana o de Los Fieles Difuntos de la antigua tradición europea) que
los espíritus del más allá regresan a convivir con los vivos.
El
matiz patético, lastimero, sentimental y lacrimoso de ese cuento corto pero largo,
quizá menoscabe la pulsión lúdica de la lectura. Desavenencia que también puede
ocurrir con el soporífero “La musa”, relato larguísimo, útil para cabecear o
para combatir el insomnio, de la escritora Jan Burke, pese a que en la trama,
muy artificial, se refieren películas de Hitchcock y un supuesto juego de
pistas que dizque las aluden. No obstante, en la antojolía hay dos cuentos que son claras humoradas, de factura tan
sencilla y tan breve que se podría dudar en agruparlos (o no) entre “los
mejores”. Uno es “#8”, de Jack Ritchie, donde un jovenzuelo hablantín, que
viaja de aventón, supone que da el perfil de un asesino serial del que se
parlotea en la prensa y en la radio, al que elogia y admira por su decisión y “gusto
de matar”, pese a que “una de las víctimas fue un niño de cinco años”. Pero
quizá ya no lo admire tanto cuando al término descubre que él será la víctima
número ocho. Y el otro es “El sheriff del ‘método’”, cuento de Ed Lacy
(pseudónimo de Len Zinberg), donde un grupo parental hace el ensayo de un crimen; o sea del inminente
asalto de un banco a las afueras del pueblo, donde el sheriff es el cerebro y
el director teatral y escénico de la orquesta de maleantes encubiertos.
Algunos
argumentos (o casi todos) semejan, evocan o se ajustan al consabido entertainment televisivo clasificación
B. Uno es “El último día de Eri”, del escritor Steve Hockensmith, donde se narra
cómo el veterano y viudo Larry Eri, investigador de la División de Homicidios
de Indiana, logra desentrañar, el día que se retira (y con una inesperada
vuelta de tuerca al final), su “caso número ciento trece” (un vendedor de
seguros asesinado en la cocina de su casa diez meses antes), que al unísono es
uno de los 29 casos que tenía sin resolver. Otro es “Cómo buscar a Olga
Bateau”, de Stephen Wasylyk, donde Whit Conner, un periodista que no reporta
nota roja ni hace investigaciones de gran calado, sino que teclea crónicas
sobre anónimas “personas cuyas vidas no recibirían nunca la menor atención”, logra
averiguar, gracias a la inesperada revelación incidental de un viejo jardinero,
por qué y dónde, desde hace medio siglo, han estado ocultos (al pie de una
estatua) el esqueleto y la calavera de Olga Bateau, esposa de un escultor y al
unísono amante de Julius Antonius Hapford, un riquísimo vejestorio en silla de
ruedas y desahuciado, quien vive sus últimos días en una suntuosa casona que
alberga la colección de arte, objetos y antigüedades que ha coleccionado a lo
largo de su vida marcada por la desaparición de esa fémina con la que quería
casarse. Otro es “El nuevo vecino”, de Talmage Powell, donde un par de
ancianas: la señora Cappelli, de origen italiano, e Isadora, su sirvienta de
hace muchos años, conviven en una cómoda casa en un tranquilo barrio de Miami.
Tranquilidad hecha trizas por las consuetudinarias leperadas y el vandalismo de
Greg, un envilecido mozalbete recién instalado en una casa contigua, hijo de la
señora Ruth Morrow, mesera de cocteles en “Serena Lounge, junto a la playa, de
seis de la tarde hasta las dos de cada mañana”, a quien él tiraniza e insulta
sin pudor. Las agresiones y la virulencia del malandrín van in crescendo, hasta que la señora
Capelli decide llamar a su hijo John, residente en el norte; pero no para que
hable con él, lo amenace, le haga dolorosa manita de puerco o persuasiva tortura
china, sino para que le aplique la perentoria “ley de la mafia sin miedo ni
contemplación”. Esto es así porque el abuelo y el padre de John (quizá lectores
de Mario Puzo) y todos “los hombres Capelli desde Sicilia hasta San Francisco”,
se han contado entre los “mejores soldados” de la mafia (¡gulp!), “y así había
sido por varias generaciones”.
Vale
decir que en la veintena de cuentos del libro no hay crímenes políticos ni de
cuello blanco, ni magnicidios, genocidios, crímenes de estado, fraudes,
estafas, asaltos o entramados que conlleven una perspectiva crítica ante el statu quo, pese que a veces impliquen
cierta corrupción sistémica. Por ejemplo “Sacerdotes”, cuento de George C.
Chesbro, donde el protagonista, Brendan Furie, un ex cura excomulgado,
justiciero mediático y “acérrimo defensor de los niños y sus derechos”, se ve
inmerso en una vendetta urdida desde
la sombra, la hipocresía sacerdotal y el camuflaje en una iglesia en la que es
citado por el malicioso cardenal Henry Farrell, a quien el activista y héroe
popular le reza a quemarropa los puntos sobre las íes de la oscura telaraña:
“Vanderklaven era traficante de armas, como usted bien sabe. Lo que tal vez no
sabía es que Werner Pale [el perseguidor y enemigo de Brendan con el rostro
desfigurado] era un asesino mercenario a quien Vanderklaven contrató para
entrenar agitadores. Esos agitadores se encargaban de provocar guerras de baja
intensidad en diferentes partes del mundo para mantener el volumen de ventas de
las armas que Vanderklaven fabricaba. No veía nada de malo en lo que hacía; era
un hombre sumamente hipócrita que no podía ver alrededor el mal que él mismo
había creado. Era un católico ferviente con poderosos amigos en Roma, un
benefactor de la Iglesia que daba millones a diversas causas religiosas. Confiaba
tanto en tener un lugar reservado en el Cielo que podía destruir a su familia y
tranquilamente ignorar la causa, a saber, el mal que había llevado a casa
consigo: ese hombre al que consideraba no sólo socio sino amigo. Cuando Lisa le
dijo que su amigo la violaba, Vanderklaven le exigió ir con un psiquiatra.
Cuando ella volvió a fugarse, acudió con su compinche de golf (usted, su
eminencia) y le pidió organizara un exorcismo para liberar a su hija de sus
demonios. Posesión satánica era la única explicación de su comportamiento que a
él podría ocurrírsele.” Y, efectivamente, el cardenal Henry Farrell organizó
ese falso exorcismo que debería realizar el sacerdote Brendan Furie; pero como
éste se negó, fue excomulgado. No obstante, el intríngulis del relato no es la
corrupción sistémica de la Iglesia ni el tráfico de armas en el mundanal orbe
proclive al mercado negro, si no la vengativa trampa que el infame criminal Werner
Pale ha maquinado desde la sombra para matarlo.
Otro
ejemplo de supuesta perversión comunitaria es “Errores históricos”, de William
Brittain; pero se trata de un planteamiento fantástico, de un hipotético statu quo que supone la existencia de
Illium, un pueblo de la Nueva Inglaterra del presente que desde hace una década
cultiva, por tradición anual, un anacrónico delirio donde las leyes de la Unión
Americana y los derechos humanos son pasados por el arco del triunfo. Allí, Norman
Kaner, un “profesor de Historia de los Estados Unidos”, “doctorado sobre los
sistemas sociales de los puritanos y otros colonizadores”, es víctima de una pesadilla
repleta de comicidad y humor negro, junto con su esposa y su suegra, iniciada
al ser detenido por “conducir en estado de ebriedad”. Durante un mes, los
aldeanos de Illium, y sus autoridades, reviven, dizque para que no se olviden,
los antiguos usos y costumbres del período colonial. Es decir, los habitantes
actúan y se visten como si estuvieran en el siglo XVIII, y de igual modo son
alterados y atildados el interior y el exterior de las casas y edificaciones. Con
ojo clínico, el profesor universitario observa y señala los yerros históricos
en que incurren en su vestuario y montaje escénico. Sin embargo, no logra
eludir el castigo que le imponen en un perentorio y demencial juicio. El juez
Jonathan Sawyer, que dizque lo oye con indulgencia, lo codena a “un día de
confinamiento en el cepo”. O sea: el cepo está expuesto al escarnio público y
allí el profesor es exhibido sentado en un banco de madera, con las manos y los
pies sujetos entre tablones asegurados con candados, más un denigratorio
letrero que proclama: “BORRACHO”.
|
Ilustración de Norman Rockwell |
Por si fuera poco, a su esposa, por haber
alzado la voz en la corte, le aplican “un callabocas” o “brida de la chismosa”,
con la que puede ir y venir correteando como loca enjaulada. De modo que Norman
apenas puede verla cuando a la carrera se acerca al cepo, mientras oye “un
ruido parecido a un grito ahogado de dolor e indignación. En vano quiso volver
la cabeza. Por fin logró captar la imagen de una figura que corría hacia él,
una mujer con ropa moderna de color rosa brillante: Betty.
“Pero
no la Betty que él conocía. La figura parecía tratar de agarrar algo que tenía
puesto en la cabeza, al tiempo que emitía raros gritos ahogados entre gruñidos.
“La
figura grotesca rodeó el cepo y miró a Norman. Tenía la cabeza estrechamente
apresada por una jaula hecha de tiras de hierro. La base de esas tiras quedaba
sujeta con candados a su cuello por un redondel de metal, que hacía imposible
quitarse el aparato. En una de las tiras encima de sus labios había una nudosa
espiga metálica que se le introducía en la boca y volvía imposible dar forma a
las palabras. Con las manos ensangrentadas, Betty Kaner trataba de mover la
jaula que le aprisionaba la cabeza.”
Sin
embargo, pese a lo espeluznante (y caricaturesco), el castigo más terrible
recae en la hostil e hipocondríaca suegra del profesor Norman, quien se
distingue por su irrefrenable altanería y lengua viperina. De modo que por
haber maldecido al juez gritándole su recurrente estribillo: “¡Pestilencia
sobre tu cabeza, Sawyer, y sobre toda tu descendencia!”, y dado que a éste y a sus
dos hijos les sobrevino un súbito sarampión, es condenada a la hoguera por
bruja, lo cual el sapientísimo doctor Norman Kaner, incómodo en el cepo y
dispuesto a no aprobar a los aldeanos ni de panzazo, tacha de “otro error
histórico”:
“En la
época colonial la pena de muerte se aplicaba mediante la horca o aplastando al
sentenciado con grandes rocas.
“En
toda la historia de Nueva Inglaterra no se registró un solo caso de una bruja
ejecutada en la hoguera.”
|
|
Vale
añadir que en toda la antojolía de Alfred Hitchcock presenta sólo hay un
relato cuyo planteamiento y desarrollo deviene del arquetipo del infalible e
inteligentísimo raciocinador que desembrolla el acertijo y el enigma del crimen de cuarto cerrado, inaugurado en
abril de 1841 por Edgar Allan Poe con “Los crímenes de la calle Morgue”. Se
trata de “Espartaco negro”, cuento del escritor James Lincoln Warren, situado
en el siglo XVIII, en Londres. Alan Treviscoe es investigador de la empresa de
seguros marítimos Lloyd´s; sin embargo, el delito que desentraña y desmigaja no
es algo ilícito o fraudulento relacionado con esa empresa, sino la muerte del
capitán Ragnall Muldaur, un irlandés, sordo de un oído y con una pata de palo,
asesinado en un minúsculo departamento de un segundo piso ubicado en un barrio de
“inmigrantes irlandeses de escasos recursos”. Ese viejo irlandés era dueño de
un esclavo negro que hacía boxear en cuadriláteros de apuestas. Hero, el
esclavo negro, vivía en el ático; y por haber discutido a voces con su dueño la
noche del crimen, la policía lo encarcela por presunto asesino y será llevado a
la horca tras el inminente juicio. Misteriosamente y con antelación, el capitán
Ragnall había citado a Treviscoe en su departamento y le había dejado, como
herencia, la propiedad de ese esclavo negro. Y Alan Treviscoe, que apenas
conocía al capitán Ragnall, pese a que fue coterráneo y amigo de su fallecido
padre, reflexiona y actúa para lograr dos cosas: otorgarle el documento de
manumisión a Hero y probar en el juicio que no mató a su entonces dueño.
Se
observa, también, que en toda la antojolía
sólo hay un caso en que el autor, además de escribir literatura y manuales para
detectives privados, hace indagaciones detectivescas de un modo profesional. Se
trata de Gregory Fallis, quien, según apunta Linda Landrigan, es “un auténtico
investigador privado”. En su cuento “El dios de los obstáculos” un dúo dinámico
de detectives privados “en la costa de Massachusetts”: Kevin Sweeney (católico
irlandés) y Joop Wheeler (bautista del sur) mueven los hilos de su pesquisa
para que la hija de Jason Hobart, un adinerado reverendo protestante, no sea
acusada de “obstrucción de la justicia por entregar informes falsos a la
policía”, ni llevada a juicio por su “intento de defraudar por ocho mil dólares
a la compañía de seguros” que le aseguró, por esa cifra, una escultura de
Ganesha (“el dios de los obstáculos”), pieza que ella compró en un mercadillo
hindú con “seis mil doscientas rupias” (equivalentes a “unos ciento ochenta
dólares”). De tal modo que esa joven, que no es idólatra ni hinduista ni
mitóloga, pueda seguir, con su dentadura y sonrisa de Obama y sin dificultades
pecuniarias, con su tesis de doctorado en Historia sobre los motines cipayos en
la India bajo el yugo del imperio británico. Por si fuera poco, los detectives
ganan, a modo de amuleto decorativo en su oficina, esa estatuilla del dios que
quita los obstáculos, que además es “el dios de la previsión y la prosperidad”,
a quien los fieles invocan “al comenzar cualquier nueva actividad, sobre todo
si implica riesgos”.
|
El dios Ganesha |
Ese
benigno tejemaneje y blindaje al infractor no es el único. Por ejemplo, sucede en
“Ritual funerario”, relato, cargado de humor negro, de Doug Allyn, narrador y
roquero del grupo The Devil’s Triangle. Allí, Lupe García (Lupe José Andrew Mardo
Flores García), chicano y detective de la Fuerza de Tareas del Crimen
Organizado de Detroit, ha volado hasta Algoma, un diminuto pueblo en el norte
de Michigan, en busca de un par de prestamistas y acaudalados traficantes de
drogas: Roland Costa y su homónimo hijo, desaparecidos hace unas tres semanas;
pero también de Cindy Kessel, asimismo desaparecida e informante de la policía,
la novia de Charlie Costa, enterrado en el cementerio de Algoma hace unos
veinte días, precisamente al pie de un fastuoso catafalco y con una ostentosa
(pero solitaria) ceremonia en la que los dolientes sólo eran “Rol Costa júnior
y su padre”, quienes llegaron ex profeso
en una limusina (“un Lincoln gigantesco”). En ese poblacho lo medio asiste y lo
medio guía el sardónico y sarcástico Ira LeClair, el colmilludo y retorcido
sheriff. Al verlo por primera vez echándose un coyotito en su oficina, el sargento
García, quien ha rentado un sedán y va de paisano con su mejor tacuche y
luciendo su heroico “brazalete de Vietnam”, dice que “Al dibujante Norman
Rockwell le habría encantado la escena”: “No tenía aspecto de policía. Con la
sudadera manchada y sus zapatos deportivos más bien asemejaba un entrenador
escolar de clase C en una temporada de derrotas. Roncaba con suavidad, los pies
sobre su caótico escritorio y llevaba una gorra de los Tigres de Detroit
inclinada sobre los ojos.”
|
Ilustración de Norman Rockwell |
El sheriff LeClair, según le pregona, está enterado
de todo lo que ocurre (y no curre) en Algoma y en la zona, “porque cuando una
ardilla hace sus necesidades en los bosques de los alrededores, me informan de
ello”. Sin embargo, pese a su fanfarrona omnisciencia y a representar “la ley”
y “el derecho”, opta por hacerse de la vista gorda ante los latrocinios de la
alcohólica posadera Faye, donde se hospedaron los Costa (pese a que, ¡oh
contradicción!, esa “familia aún tiene una casa de buen tamaño junto al río”),
y frente al par de asesinatos cometidos por el simpaticón Paulie, quien rebasa
la treintena y es un hábil jardinero y fornido enterrador en el cementerio bajo
las órdenes del encargado Héctor Michaud, alias Hec, un cuarentón regordete, proclive
a ningunearlo, a la pereza, a la güeva y a la cerveza genérica.
|
Ilustración de Norman Rockwell |
El
cavador Paulie también es un ex combatiente en Vietnam (al igual que el sheriff
LeClair y por ello éste también posee un rutilante brazalete); pero quedó
disminuido de la sesera debido a un explosivo y chaplinesco incidente ocurrido
en 1973 (tiene una “profunda cicatriz”, pero no de cara cortada, sino de cráneo cortado: va “de la sien izquierda a la
nuca”, mientras otras las oculta bajo la camisa); episodio que le resume al
chicano Flores García y a quien él apoda “Flower”: “No se preocupe, Flower, no
estoy loco. A veces le hablo a Bill, pero sólo lo hago para que se enfade Hec.
Ya sé que está muerto. Casi me muero con él yo mismo. Fuimos amigos en la
secundaria y nos reclutaron juntos para la misma unidad de Vietnam. Además
estábamos en la misma trinchera cuando el Cong nos echó esa granada. Los dos
quisimos lanzarla de ahí y terminamos chocando con las cabezas. Habría tenido
gracia, pero la granada explotó y Billy vino a Lovedale [el cementerio],
mientras que a mí me tuvieron dos años en un hospital de veteranos en Grand
Rapids. Créame si le digo que Lovedale es más agradable.”
|
Ilustración de Norman Rockwell |
En el
decurso y entramado narrativo, el sargento Lupe García descubre que Héctor
Michaud tiene, camuflado en un plantío de maíz aledaño al cementerio, un
cultivo de marihuana (“tal vez cuatrocientos kilos”). Y a través de una charla
con el parlanchín Paulie, se entera que, sin buscarlo ni preverlo, tuvo que
matar, defendiéndose, a Rol júnior y a su padre, y que a ambos los enterró en
el ataúd donde estaba el cadáver de Charlie y del cual sacó, aún viva, a Cindy
Kessel, misma que llevó cargando, desvanecida, a “la casa” de la señora Stansfield
(en realidad es un sepulcro, donde Cindy muere). Si el sheriff LeClair decide
detener a Héctor Michaud, cuyo cultivo de mota es cosechada por la docena de
soldados de la Guardia Nacional que se han desplazado a Algoma para dizque
rastrear a una niña perdida en el bosque (pero localizada con antelación), es
posible que lo haya hecho sólo porque Lupe García descubrió el clandestino
plantío y para eludir que lo denuncie por corrupto, por hacer caso omiso o por
estar soterradamente involucrado, pues el sheriff también cultiva la tierra en
ese berenjenal entorno de yerbabuena donde también estaba oculta la limusina de
los Costa. Pero con su verborrea se opone, definitivamente, a dar parte oficial
de la muerte de Cindy Kessel y sobre el par de asesinatos cometidos por Paulie.
(Le tocaría la cárcel o de nuevo el sanatorio de veteranos tras una evaluación
psiquiátrica.) Frente a tal postura de mula rejega, el detective García le
objeta: “Pero hay tres muertos.” Y, antes de darle la espalda y dejarlo con la
papa caliente de ese deber policíaco, el sheriff le vocifera aludiendo la
impunidad y corrupción sistémica que ha imperado en ese trozo de la Unión
Americana.
“Se
equivoca usted, amigo, hay muchos más muertos que eso. Recibieron abundantes
balazos mientras el hijo de Roland Costa usaba su exención del servicio militar
para aprender los negocios de su familia, en los días en que le arreglaban la
cabeza a Paulie Croft para que pudiera trabajar cavando tumbas, en lugar de
conducir un camión como su padre. Le diré qué voy a hacer, García: nothing. Nada. Dejo todo en sus manos.
Decida usted quién le debe a quién y a cuánto ascienden tales deudas. Una vez
que lo tenga decidido, me informa. ¿De acuerdo?”
Dilema
que mina y trastoca el criterio del sargento Lupe García, flamante detective de la Fuerza de Tareas del
Crimen Organizado de Detroit (a quien Héctor Michaud le escupió en la cara un
dardo racista al verlo por primera vez: “Ya terminó la cosecha de frijoles”;
que pudo revirarle burlándose con un lúdico spanglish
cuando lo ve esposado al volante de un jeep militar: “Ey, míiister”, “¿yu nou
güer an hombre can faind chamba piquin frijoles?”), pues parece que en sus
mientes incide la simpatía que le inspira el bonachón y locuaz veterano Paulie
Croft. De modo que ante la disyuntiva de optar por una drástica vertiente, dice
(y se dice): “quizá no necesite ninguna excusa. Me refiero a que nada puede
sucederle a nadie en un pueblucho como éste.”
Un
caso donde el asesino también se sale con la suya, pero con la lucidez de sus
facultades mentales, es el que se lee en “Escapar de Nairobi”, cuento de Ed
McBain (pseudónimo de Evan Hunter). El doctor Jeremy Palmer, residente en Nueva
York y a quien “la New York Magazine
[...] califica como uno de los mejores médicos internistas de la ciudad”, voló
con Therese, su esposa de 32 años y dos décadas más joven que él, hasta el Aeropuerto
Internacional Jomo Kenyatta, en Nairobi, la capital de Kenia; y de ahí fueron en un
“vuelo chárter a Masái Mara”, una “enorme área de preservación de vida
salvaje”, dispuestos a disfrutar de una luna
de miel con ocho días de “safari”. Pero desde el primer momento en que
arriban al campamento, Davey Ladd, uno de los dos guías de la empresa turística
“Safaris Dobbs-Ladd”, de unos 27 años, con irrespetuoso y petulante descaro, y
frente a las narices del galeno, empieza a acosar a la esposa de éste, apoyado
en su presunta supremacía de macho cabrío, inextricable a su porte de galán de
la pantalla a la Arnold Schwarzenegger:
“Davey Ladd lleva unos shorts caqui muy
cortos, abultados por su masculinidad. Calza botas altas y calcetines color
musgo. Viste una camisa caqui de manga corta que exhibe sus brazos musculosos,
bajo un chaleco de cazador con lazos para cartuchos. Mide poco menos que uno
ochenta, tiene piel bronceada por estar constantemente expuesta al sol. No
lleva sombrero, su pelo es rubio, sus ojos de un gris verdoso. Sobre la cadera
derecha hay una funda con una pistola calibre 9 milímetros.”
Pero
el doctor Palmer es un viejo zorro y experimentado matasanos. De modo que al
inicio del relato ya va de regreso en un vuelo a Nueva York cuchicheando con su
querida Therese, su esposa desde hace tres meses, cuyo afecto es recíproco y a
quien le molestaban e irritaban las lisuras sexuales del pretencioso macho alfa,
mismas que fueron in crescendo. Es
decir, sin decirle nada a Therese el médico actuó con sigilo. Introdujo 200
miligramos de Seconal en la bebida alcohólica de Ladd y, ya inconsciente en su
tienda de campaña, dispuso el escenario del supuesto suicidio: “Davey Ladd
desnudo, acostado sobre sus espaldas, con su propia pistola calibre 9
milímetros metida en la boca, sobre la almohada y el catre empapados de
sangre...” Incluso, debido a ese supuesto suicidio, “Pasaron los últimos dos
días en un juzgado situado en Taifa Road, en el cual un equipo de magistrados
dictaminó que David Lawrence Ladd se quitó la vida por su propia mano.”
Si el
móvil de tal asesinato es la expedita venganza ante las ofensas y agresivos
pavoneos de un presunto macho alfa, una cáustica carga de un miasma parecido
subyace en la venganza de Anitra Prime, protagonista de “Justicia para Mama
Cass”, relato de William Bankier. En Montreal, Anitra Prime labora en
Producciones Lee Cosford, muy cerca de su jefe y amante, el directivo y dueño
de esa empresa visual que lleva su nombre, donde se hacen minichurros
publicitarios: “películas de treinta segundos para vender detergentes o
salchichas”. Y al unísono, sin hijos, está casada, desde hace ocho años, con
Gary Prime, un oscuro vendedor de una agencia de publicidad en Montreal que
antepone el offset a la impresión tipográfica. Frente al cornudo y apocado de
su marido, quien tolera la cornamenta y tiene grises o nulas aspiraciones
existenciales, Anitra, cuasi doméstica Venus
de las pieles, no se reprime y lo azota con zarandeadas verbales que él
soporta a la sumiso y cabizbajo Sacher-Masoch de huitlacoche: “Cuando alguien
te quiere pisotear, no te dejes, sé un hombre, enójate.” O: “Mientras tú
andabas en Londres enamorado del fantasma de Cass Elliot, yo estaba aquí en la
cama con Lee Cosford. Así como lo oyes...”
|
Fotograma de La Venus de las pieles (2013) |
Efectivamente,
Gary Prime recién estuvo en Londres por un viaje de negocios pagado por su
empresa canadiense. Y en la capital inglesa, solo en su cuarto de hotel, vio en
la TV la entrevista a una actriz cuya imagen redonda y volumétrica le inspiró
una epifanía: hacer una película que le hiciera “justica a Mama Cass”; es
decir, a Cass Elliot, la mítica y obesa cantante The Mamas and The Papas, de
quien se rumora: murió en un hotel londinense ahogándose “sola en su cuarto,
atragantada con un sándwich”.
|
Cass Elliot (Mama Cass) |
A
Anitra esa idea no le provoca ningún entusiasmo e insiste en que sea él, y no
ella, quien le proponga a Lee Cosford el proyecto de un largometraje sobre la
vida de Mama Cass. Pese a que Cosford oye a Gary y mencionan solicitar alguna
subvención al Consejo Canadiense para el Desarrollo del Cine, en realidad el
productor, sólo por vil malaleche, pretende pitorrearse de Gary Prime y por
ende lo envía con un tal Lucas Pennington, de quien el propio Lee Cosford le
revela a Anitra: “Es de antes de tus tiempos. En una época fue buen escritor
para publicidad, pero hoy día es un borracho profesional. Trabaja por su cuenta
y tiene mucho tiempo libre. O sea, las agencias ya se cansaron de que nunca
cumpla con las fechas de entrega.” “Eso suena a jugar sucio, Lee”, le reprocha
Anita con el ceño fruncido; y él añade: “Sucio pero efectivo. Me quita a Gary
de encima mientras él y el pobre Luke se dedican durante un año a dizque
escribir una película.”
Sin
embargo, el guion se concluye y el productor comparte el entusiasmo y las
ilusiones del guionista: “El premio de la Academia. El Festival de Cannes.” Y
Anitra, por su parte, hojea que en el libreto no hay ningún crédito para Gary
Prime. Y dado que embiste y es de armas tomar, le insiste a su marido para que
reclame el crédito que le corresponde, incluso con un abogado. Y tal es su
enojo y frustración ante los desplantes del gandalla de Lee Cosford, que cuando
éste le encarga que haga llevar su auto al taller para una reparación, ella le
dice que sí y finge que hace la llamada y no mueve un dedo para que ese coche
sea reparado. Y hace esto con malicia porque infiere que “a Cosford le iba a
pasar algo”, y que “si acaso ocurriera, tendría algo de justicia poética”. Y,
efectivamente, algo ocurre; pero algo que no puede etiquetarse de “justicia
poética”.
Al
dirigirse al aeropuerto en busca del financiamiento para el largometraje, Lee
Cosford va en ese coche con Lucas Pennington. Y casi al inicio del trayecto
suben a Gary Prime, quien iba decidido a reclamarle sus derechos por su
inspiradora y brillantísima idea. Pero antes de la charla, Lee ya está
dispuesto a brindarle alguna migaja, pues le comenta a Luke: “Hay que darle a
este tipo un poco de crédito, y el uno o dos por ciento. No es tanto, y nos
ahorra posibles gastos de juicio más adelante.”
En
torno a las dos de la madrugada, Gary aún no ha regresado a casa. Y Anitra, que
ha oído el casete de The Mamas and The Papas con la sugestiva voz de Mama Cass,
tomado dos tragos y leído el guion por segunda vez, se sobresalta al oír el
teléfono:
“[...]
Era la policía, que reportaba un accidente de automóvil cerca del aeropuerto de
Dorval. Un automóvil se salió de la carretera para impactarse en un
contrafuerte de concreto. Al poner en la computadora el número de las placas,
apareció Producciones Lee Cosford como empresa propietaria del auto.
“—Es mi jefe —dijo
Anitra, con voz de alarma—. Iba a tomar el avión al aeropuerto. ¿Hay algo
que...?
“—Cuánto lo siento. Debe de haber ido a ciento
cincuenta kilómetros por hora. No hemos logrado abrir el automóvil, pero es
imposible que haya sobrevivientes.”
Por otra parte, en las páginas de “Vudú”, cuento de
la escritora Rhys Bowen, también hay un vengativo intríngulis. Es decir, a priori se ve que se trata de la
venganza de una mujer madura, de posición adinerada, que durante años ha
aguantado el maltrato de un marido con doble cara: ante la sociedad de Nueva Orleans
es un filántropo, un mediático benefactor social; pero ante su mujer, en la
intimidad doméstica, ha sido un macho tirano, lenguaraz y altanero, incluso con
la servidumbre.
La voz narrativa del relato (no exento de detalles
jocosos y dramáticos) es la voz del teniente Patterson, con un par de décadas
de experiencia en la sección de homicidios del Departamento de Policía de Nueva
Orleans; quien, ante la obvia novatez del joven oficial Renoir, decide
involucrase en la investigación de ese caso que se torna singular porque la
viuda ha denunciado al vudú como causa de la muerte de su marido. Es decir, la
elegantísima Millie, viuda de Trey Torrance y su única heredera universal,
acusa a una tal Maman Boutin, pobrísima sacerdotisa del vudú que subsiste en
una mísera casucha, de haber causado la muerte de su marido mediante un
maleficio. Según dice, hace un mes lo maldijo porque John quería echarla de un
terreno de su propiedad (pantanoso, insalubre y deletéreo). Y además, acusa,
envió a su casa un muñeco vudú, mismo que el teniente Patterson le pide ver:
“Ella desapareció y volvió de inmediato con algo envuelto en tela. Dentro había
un muñeco muy sencillo, hecho de muselina burda sin blanquear. No tenía cara ni
facciones, y pudo ser un juguete infantil, excepto por las agujas con puntas
rojas clavadas en el corazón, el estómago y la garganta. Lo examiné y se lo
pasé a Renoir, que parecía no querer tocarlo.” Y según agrega la viuda sobre el
presunto hechizo: “En el momento en que le pegó la maldición comenzó a
derretirse hasta que le falló el corazón. Aunque no pueda probar la maldición
del vudú, no dudo que asediarlo y amenazarlo vaya contra la ley, ¿no es así?”
Por la pesquisa policíaca —que es el hilo conductor
del relato—, el teniente Patterson va con el oficial Renoir a observar el
cadáver aún en el escenario de su muerte: su recámara en una regia mansión en
el “barrio adinerado del Garden District, donde se concentra el dinero viejo de
Nueva Orleans”. Según narra el teniente: “ingresamos a la deliciosa frescura de
un vestíbulo con mosaicos de mármol en el piso. [La señora Millie] Nos condujo
a una sala de estar decorada con un buen gusto discreto: muebles de caoba y
pinturas de calidad en las paredes. Una de ellas consistía en el retrato de un
hombre con cara de bulldog, que evocaba una tenacidad digna de Winston Churchill.
La mandíbula protuberante le daba un toque retador, acentuado por un ceño
permanentemente fruncido. Resultaba claro que Trey Torrance fue un hombre que
esperaba salirse con la suya y que a la gente más le valía no hacerlo enojar.”
|
Winston Churchill |
Vale resumir (sin desvelar todo el carozo de la
mazorca) que el teniente Patterson va en auto, con el oficial Renoir, a
entrevistar a Maman Boutin. Según narra, “Seguimos un sendero estrecho a través
de los arbustos hasta llegar a un campo de juncia que corría a lo largo de un
brazo del río. Donde el brazo desaguaba en el río se agrupaban varias chozas
bajo la sombra de un árbol. Las chozas tenían el aspecto de haber sido
construidas por una pandilla de niños haciendo la sede de su club. Hoyos en las
paredes, porches colapsados sobre el piso y ventanas clausuradas con tablas. No
he tenido jamás una visión igual de deprimente.” Pero también examina el
testamento del difunto; dialoga con la sirvienta (que tal vez pierda el empleo);
y con el médico de cabecera sobre la salud del imperativo Trey Torrance, sobre el
presunto vudú y sobre las causas de su muerte; y por ello el doctor le dice:
“como médico no tengo la preparación necesaria para detectar síntomas de vudú.
Reitero lo que escribí en el acta de defunción. Lo debilitó un virus agresivo
en el estómago y lo liquidó un ataque cardíaco.”
Hasta ese punto: el acta de defunción, habría sido
un crimen perfecto o sin faltas de ortografía. Pero la averiguación policial,
que implica investigar la calumnia de Millie (es decir, su misteriosa denuncia
contra la miserable sacerdotisa del vudú), provoca que su oscuro juego se
desquebraje. A través de internet, el oficial Renoir localiza la tienda donde
fue comprado el muñeco vudú; pero es el teniente Patterson quien le hace ver al
novicio que Maman Boutin no puede ser la compradora. En este sentido, el
diálogo con el vendedor señala a la señora Millie, hace un mes, como la
visitante del expendio: “En realidad no puse mucha atención en los detalles”,
les dice el vendedor. “Pero me acuerdo de ella porque no era el tipo de mujer
que habitualmente llega a la tienda. De edad media, bien vestida. El pelo
arreglado. Los turistas no suelen usar buena ropa ni tacones altos cuando
pasean por la ciudad.”
A tal acusatorio indicio se añade el irrefutable y
revelador resultado de la autopsia forense del cadáver, que no se habría hecho
si Millie no denuncia que lo mató el vudú de una hechicera. Según narra el
teniente Patterson: “Encontraron trazas de arsénico en los tejidos. No
suficiente para matar, pero sí para poner muy enfermo a cualquiera. Pensó,
según creo, que al suspender el arsénico dos semanas antes de su muerte no se
arriesgaba a ser descubierta, pero se pasó de lista, pues no sabía que el
arsénico se queda en los tejidos para siempre.”
Quizá vale destacar que pese a que “Vudú” es un
relato contado por un hombre, pero escrito por una mujer, no por ello está
exento de los consabidos prejuicios que tipifican el estereotipo del criterio
masculino ante la conducta femenina. “Las mujeres universalmente son buenas
actrices, Renoir”, le dice, aleccionándolo, el teniente Patterson; “Todas las
mujeres que he conocido son capaces de llorar a voluntad.” “[...] A veces son
las que parecen buenas las que te pueden sorprender.” De ahí que al especular
sobre las oscuras razones de la asesina y calumniadora le diga a su pupilo
sobre el probable móvil: “Tal vez una venganza personal contra Maman Boutin
[...] Ella también nació en Nueva Orleans. Quizá Maman Boutin hechizó a su
madre. Las obsesiones de venganza permanecen mucho tiempo en estas latitudes,
¿no crees? [...] Por otra parte [...], tal vez buscaba una oportunidad de decir
al mundo qué clase de filántropo era en realidad su marido, y los infiernos en
que la introdujo. Tal vez deseaba volverse protagonista para variar, disfrutar
de su papel después de vivir siempre a la sombra. Con las mujeres nunca se
sabe.”
Y concluye para el lector: “La señora Torrance
nunca nos reveló la menor indicación de sus motivos. Guardó silencio y conservó
sus buenos modales hasta el día de la audiencia en los tribunales. Pero llevó a
su comparecencia ante el juez un vestido elegante de dos piezas, con tacones
altos y perlas, y en la puerta se detuvo a sonreír entre los destellos de focos
de flash que la rodeaban.”
Y ya
encarrerado el gato tras el ratón, se puede concluir la nota apuntando un
poquitín sobre cada uno los divertimentos
que restan. Pero eso lo puede hacer el desocupado lector de la presente reseña
si se decide a matar, sin sentimientos de culpa, unas rebanadas de tiempo más.
Linda Landrigan, Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso.
Antología, prólogo y notas de Linda Landrigan. Traducción del inglés al
castellano y prefacio a la edición en español de Ricardo Vinós. Perla
Ediciones. México, marzo de 2021. 450 pp.