sábado, 12 de julio de 2014

Paisaje de otoño



A lo mejor contigo vuelvo a la perritud

Firmada en “Mantilla, noviembre 1996-marzo 1998”, Paisaje de otoño, novela de Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, octubre 9 de 1955), se editó en Barcelona en “septiembre de 1998” (y en México el siguiente mes) con el número 345 de la Colección Andanzas de Tusquets Editores. Paisaje de otoño obtuvo, en España, el Premio Internacional Dashiell Hammett 1998 y en Francia el Premio de las Islas 2000. Según dice en su preliminar “Nota del autor”, la empezó a escribir “un año y medio después” de publicada Pasado perfecto (1990-1991) —quizá en Cuba, pues Tusquets la editó hasta febrero de 2000—, la novela policial que transcurre en el “Invierno de 1989”, donde, dice, aparece por primera vez el detective Mario Conde; así, apunta, Paisaje de otoño la comenzó a urdir ya con el objetivo de conformar “Las cuatro estaciones”, una tetralogía de novelas a las que se sumarían (y se sumaron): Vientos de Cuaresma (1992) —“Primavera de 1989”— y Máscaras (1994-1995) —“Verano de 1989”—, también publicadas por Tusquets: en 2001 y en 1997.

Leonardo Padura con su perro
Los hechos centrales del presente de Paisaje de otoño ocurren en La Habana durante unos cuantos días de octubre de 1989 y se desarrollan en dos ámbitos narrativos, ambos trastocados por la crisis laboral y existencial que vive el teniente investigador Mario Conde, quien el miércoles 9 de octubre de 1989 cumplirá —y cumple— 36 años de edad, día que lo celebra con sus compinches de siempre en casa del Flaco Carlos y su madre Josefina con sus proverbiales dotes culinarias, y que coincide con su último día de policía, con el arribo del huracán Félix, y con su feliz y fraterno encuentro con Basura —“un perro lanudo y sucio que dormitaba sobre un montón de basura, bajo uno de los bancos de espera” de la guagua—, cuando, ya vestido con sus prendas menos astrosas y en medio del viento y la lluvia que preludian el virulento e inminente azote del fenómeno, se dirigía a la cena de su cumpleaños. 
El jueves 3 de octubre de 1989, Mario Conde, luego de una década de policía, solicitó su licenciamiento de la Central de Investigaciones Criminales. La razón: en el interior de ésta se sucedió una purga que puso en tela de juicio a un grupo de policías corruptos; pero también suscitó el retiro obligado del mayor Antonio Rangel, quien durante 28 años fue el jefe de la Central, puesto de patitas en la calle y en su casa, no por corrupto, sino porque se da por puesto que él permitió que se fermentara y engendrara tal corrupción. El mayor Rangel, sibarita de los mejores habanos, del buen ron y del buen whisky, tenía a Mario Conde, pese a sus yerros y peculiaridades, por su mejor detective y ambos han cultivado una amistad y se estiman. Así que Mario Conde decidió irse porque aunada a la pérdida del mayor, entre los policías corruptos hay varios en cuya honestidad él creía. 
Incitado por tal depresivo y desmoralizante marasmo (“nunca se sintió un verdadero policía, y prefería andar sin pistola y sin uniforme y odiaba hasta la idea de tener que aplicar la violencia”), se encerró en su cochambrosa casa “con siete botellas de ron y doce cajetillas de cigarros”. Y el siguiente lunes 7, tras recibir el domingo 6 la inesperada visita de tres de sus compinches alarmados por su silencio y ausencia de tres días, con una mañanera taza de café y frente a su mugrosa y vieja Underwood da los teclazos del inicio de un cuento; es decir, en su primer día libre se dispone a entregarse a su recóndito ideal siempre postergado: escribir, ser un escritor, el prolegómeno de su sueño guajiro: tener una “casa de madera y tejas, frente al mar, donde viviría escribiendo”, y donde obviamente estaría el sucesivo pez peleador Rufino, el perrito Basura (o algún semejante por el estilo), y una fémina “bien linda y bien buena” (que no tiene) y que podría ser Tamara, la inasible y evanescente mujer de sus ensueños durante 15 años, y con quien apenas hace unos meses tuvo un primer y único encuentro sexual. Pero lo interrumpen los toquidos del sargento Manuel Palacios, su adjunto en las investigaciones, quien le lleva el perentorio mensaje de que el nuevo jefe de la Central quiere verlo. 
El pulcro y odorífico coronel Alberto Molina, el nuevo jefe, carece de experiencia policíaca; es un burócrata que viene de la Dirección de Análisis e Inteligencia Militar, donde, le dice al Conde, se pasó “veinte años en una oficina” soñando “con ser espía”. No obstante, acredita que el mayor Antonio Rangel “es el hombre que más sabe en este país de investigaciones y procesos”, y que Mario Conde es el mejor investigador policíaco. Así que le propone que le resuelva un último caso e ipso facto le firma la baja. Mario Conde le solicita poder consultar al mayor Rangel. Y tras hacerlo, el coronel Molina le da tres días para que aclare el crimen (cuyo tercer día coincidirá con el 36 aniversario del Conde), pues el asesinado, pese a su nacimiento en Cuba, tiene pasaporte norteamericano y teme que “se desate el escándalo en Miami y acusen al gobierno de haberle hecho lo que le hicieron”. 
El cuerpo de Miguel Forcade Mier, a sus 53 años, a eso de las 23 horas del sábado 5 de octubre de 1989, fue descubierto por unos pescadores “en la Playa del Chivo, a la salida del túnel de la bahía”. Sus ojos ya habían sido comidos por los peces. Y según el forense, murió “a causa de un golpe en la cabeza que le dieron con un objeto contundente”: “un bate de jugar pelota”, “de madera”. Pero además “le habían cortado el pene y los testículos, al parecer con un cuchillo contundente y no muy afilado”. El jueves 3 salió de su casa paterna en El Vedado manejando el Chevrolet del 56 de su cuñado Fermín Bodes y no regresó. Pero además no era un hombre común: “fue en los años sesenta el segundo jefe de la dirección provincial de Bienes Expropiados, y era subdirector nacional de Planificación y Economía cuando se quedó en Madrid en 1978, en una escala de regreso de la Unión Soviética”.
Al igual que numerosas novelas y filmes policíacos, la descripción del cuerpo del asesinado figura casi al inicio de la obra. Y para no desvelar los pormenores y vericuetos de la investigación, del suspense, de las digresiones, de los engaños al lector (entre ellos el presunto cuadro de Matisse homónimo de la novela) y de los giros sorpresivos que llevan al descubrimiento del culpable y sus oscuras razones, baste decir que Paisaje de otoño —en tal ámbito narrativo— es un artificio de relojería, urdido con amenidad y destreza, no exento de entresijos secretos y rudimentarios planos del tesoro, que al unísono implica una mirada crítica ante el saldo de la Revolución Cubana y su progresivo fracaso, reflejado en las numeras carencias y frustraciones sociales e individuales, en la obsolescencia de la importada economía socialista y su esclerótica e inútil bibliografía, en la falta de libertades y en los impedimentos para salir de la isla, en la corrupción de los hombres encumbrados en la burocracia y en el poder —como son los casos de Miguel Forcade Mier, el de su cuñado Fermín Bodes (preso diez años “por malversación continuada, tráfico de prebendas desde su posición en un organismo central del Estado y falsificación de documentos”), y el de Gerardo Gómez de la Peña, el impune ex jefe del muerto cuando desertó de Cuba en 1978 y a quien fue a visitar el día que fue ultimado. 
Premio Hammett 1998 (España)
Premio de las Islas 2000 (Francia)
(Tusquets, 1ª edición mexicana, octubre de 1998)
          En 2006, Leonardo Padura obtuvo, por La neblina del ayer (Tusquets, 2005) 

—también protagonizada por Mario Conde—, el Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett, otorgado por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos durante la anual Semana Negra de Gijón —en el Principado de Asturias, España— a la mejor novela policíaca escrita en español. No extraña que ya antes, en 1998, haya obtenido el Premio Hammett con Paisaje de otoño. Y curiosamente, en el centro de la dedicatoria de ésta, se lee: “Para Dashiell Hammett, por El halcón maltés”, pues en la urdimbre narrativa de su obra le rinde tributo a tal novela y al unísono a la versión fílmica dirigida por John Huston, protagonizada por Humphrey Bogart y Mary Astor. En este sentido, si en la obra de Hammett el valor pecuniario de la antigua efigie (acuñada en 1530 como regalo a Carlos V, Rey de España) es lo que mueve a los confabulados en robarla, Padura, a través del erudito padre del muerto, también pergeña el histórico y legendario itinerario, repleto de robos y extravíos, de una antigua pieza: un Buda de oro, una “estatua extraordinaria, creada mil años antes” en China, que de Manila llegó a La Habana “el 3 de diciembre de 1631” (debió llegar a su destino: Madrid, como obsequio a Felipe IV, Rey de España). Pero si en la obra de Hammett los ladrones (en 1929, en San Francisco) se topan con la falsedad del halcón, en la novela de Padura la verificación de la autenticidad del Buda queda en puntos suspensivos, pues el Conde deja la policía antes de que los peritos de Patrimonio emitan su dictamen.  
Paralelo y entreverado en los episodios de la investigación policíaca, se sucede el otro ámbito narrativo de Paisaje de otoño. Y este traza la cotidianeidad humana de Mario Conde en el contexto de su vida íntima y doméstica, entroncada con el destino de su maltrecha generación. “Somos una generación de mandados y ése es nuestro pecado y nuestro delito”, dice Andrés en una perorata con desbordada acritud, quien es médico, con esposa y dos hijos, y quien tras la cena y bebida por el aniversario del Conde, le revela al corro su acendrado drama personal y existencial, resumido en el hecho de que se irá de Cuba, con todo y familia, y por ende les dice: “sé que ahora debo ir a un policlínico de barrio hasta que me den la carta de liberación, así mismo como suena, la carta de liberación, y me permitan salir, eso va a demorar como uno o dos años, no sé cuántos, pero no me importa...”
El caso es que luego de oír la revelación de Andrés y sus dolorosas, frustrantes y añejas minucias, Mario Conde, en medio del agua y de la ventolera del huracán Félix, deja a Tamara en su casa (ansiosa de ser poseída y querida) y él se va a la suya, donde al día siguiente, el jueves 10 de octubre de 1989, sentado frente a la Underwood, aún bajo el flagelo del ciclón, con un poso de cuasi café y el perrucho Basura sucio, húmedo y sin desayuno (“El animal seguía asustado y miraba con insistencia hacia las ventanas, removidas cíclicamente por el empuje del agua y del viento”), se dispone a teclear una historia (“escuálida y conmovedora”), pero ya no la que había iniciado (sobre “ese amor entre los hombres”: el drama del Flaco Carlos, su mejor amigo, cautivo en una silla de ruedas por una bala que le dio en la columna cuando la Cuba socialista y prosoviética hizo suya una beligerancia ajena: la Guerra de Angola), sino la que le despertó el relato de Andrés, que pretende ser la historia “de toda una generación escondida”, la suya, y que va a titular Pasado perfecto —que es también el título (y quizá la misma obra o su doble) de una de las citadas novelas de Leonardo Padura—; “sí, así la titularía, se dijo, y otro estruendo, llegado de la calle, le advirtió al escribano que la demolición continuaba [parece que Félix se empeña en destruir las pobres y vetustas ruinas de La Habana, por lo pronto, ‘la vieja mata de mangos sembrada más de cincuenta años atrás por su abuelo Rufino, yacía en el suelo, con sus gajos dislocados y cubiertos por ramas ajenas, de hojas incongruentes, venidas de cualquier parte’], pero él se limitó a cambiar de hoja para comenzar un nuevo párrafo, porque el fin del mundo seguía acercándose, pero aún no había llegado, pues quedaba la memoria.”

Leonardo Padura, Paisaje de otoño. Colección Andanzas (345), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, octubre de 1998. 264 pp. 






jueves, 10 de julio de 2014

El halcón maltés


   No voy a hacer el imbécil por ti

A estas alturas del siglo XXI, ríos de tinta en todos los idiomas han corrido en torno a El halcón maltés, ya sobre la novela del norteamericano Dashiell Hammett (1894-1961), publicada por primera vez en Estados Unidos el 14 de febrero de 1930 con el sello de Alfred A. Knopf, Inc., ya sobre su adaptación cinematográfica (producida por la Warner Bros. y la First National Pictures, Inc.), guionizada y dirigida por John Huston (1906-1987), cuyo estreno se sucedió el 18 de octubre de 1941 y que volvió célebre, sobre todo, a Humphrey Bogart (1899-1957) en el papel del detective privado Sam Spade. 
En la foto: el detective Sam Spade (Humphrey Bogart),
protagonista de El halcón maltés (1941), filme dirigido por John Huston,
basado en la novela homónima de Dashiell Hammett.
        En un mundo dominado por los mass media (¡dichosa cosificación y manipulación industrial de las conciencias!), es muy probable que el lector vea primero la película y luego lea la novela (ambas clásicas, antiguallas de culto). Y aunque claramente la descripción física del protagonista novelístico difiere del personaje cinematográfico, es casi imposible no leer la obra teniendo en mente las poderosas imágenes de las caracterizaciones del filme, no obstante que éste se sitúa en el San Francisco del inicio de los años 40 y la novela en 1929, el año en que se desata la Gran Depresión con la caída de la bolsa el 29 de octubre de 1929, cuyos dramáticos efectos sociales y económicos la novela no registra.

Dashiell Hammett
       De hecho, El halcón maltés es, ante todo, una narración policial de intriga y suspense que no cuestiona el statu quo, pese a que en un momento se aluda a las mafias de matones que, con la anuencia y la corrupción policíaca y judicial, se movían con impunidad y privilegios en las casas de juego de Nueva York.  

En 1969 la madrileña Alianza Editorial publicó por primera vez, en la serie El libro de bolsillo, la traducción al español de El halcón maltés urdida por Fernando Calleja. La decimocuarta reimpresión en tal serie data de 1995. Del año 2000 la primera edición en la serie Biblioteca de autor Dashiell Hammett y de 2011 la séptima reimpresión en ésta. Es decir, generaciones van y generaciones vienen y la novela más famosa del norteamericano (que no la mejor) se sigue leyendo aquí y acullá.  
(Alianza, 7ª reimpresión, Madrid, 2011)
      Dividida en 20 capítulos con rótulos, la trama de El halcón maltés se desencadena cuando una elegante y bella mujer (Miss Wonderly, que luego dice llamarse Miss Leblanc y por último Brigid O’Shaughnessy) acude al despacho de Sam Spade para solicitar sus servicios: quiere que siga los pasos de un tal Floyd Thursby quien, según dice, se fue de Nueva York con su hermana menor (de 17 años) y a quien tiene incomunicada (sus padres ignoran la huida y están en Europa). En la madrugada, en torno a las dos y cinco, Sam Spade es despertado por un telefonema de la policía: Miles Archer, su colega del despacho, quien era el que seguía a Floyd Thursby, fue asesinado. En el lugar del crimen, Spade se entera que a la altura del pecho le dieron un tiro a quemarropa. Unas dos horas después, Spade es interrumpido en su departamento por dos detectives: el teniente Dundy y el sargento Tom Polhaus lo interrogan por sospechoso; además quieren saber quién es su cliente (Spade no revela la existencia de la fémina) y le informan que el tal Floyd Thursby también fue asesinado (poco después del asesinato de Miles Archer): “le pegaron cuatro tiros por la espalda”. 

Brigid O’Shaughnessy (Mary Astor), Sam Spade (Humphrey Bogart)
y Miles Archer (Jerome Cowan).
Fotograma de El halcón maltés (1941).
         Sam Spade intenta que Brigid O’Shaughnessy le revele los oscuros y verdaderos motivos que la orillan a contratarlo (el chisme de su hermana huida y secuestrada fue una mentira) y trata de conocer el intríngulis de su vínculo con Floyd Thursby y la identidad de éste, pero ella le oculta el meollo y sólo a cuentagotas le dice muy poco. Cuando en su despacho recibe la visita de Joel Cairo —un griego atildado, perfumado, bajito y afeminado, quien además de dar visos de conocer a Brigid y de ofrecerle cinco mil dólares por una estatuilla que busca y con pistola en mano trata de localizar allí—, Spade empieza a introducirse en una maraña de timos, competencias, traiciones, embustes, vueltas de tuerca y giros inesperados que, a la postre, lo lleva al epicentro del rastreo de una antigua y valiosa pieza (el halcón maltés) acuñada en 1530 por la mafiosa, matona y enriquecida Orden de los Caballeros Hospitalarios de Malta como regalo al emperador Carlos V, quien nunca la recibió. El principal ladrón que pretende apoderase del pájaro es Casper Gutman, un hombre gordo y risueño, quien tiene a sueldo y bajo su mando a Wilmer Cook, un joven pistolero. Gutman, para persuadir a Spade de que se involucre y coopere con la recuperación de la rara avis (por una jugosa suma que puede multiplicarse), se la describe y le cuenta su legendario itinerario y escamoteo. Según le resume, en París, “en 1911, un anticuario griego, llamado Charilaos Konstantinides, topó con él en una tienducha”. Pero un año después de que Charilaos lo adquiriera, leyó “en el Times, en Londres, que un ladrón había entrado en la tienda del griego y que lo había asesinado”. Entre el botín iba el pájaro. A Gutman, dice, le llevó 17 años localizarlo. Y lo halló en “casa de un general ruso, un tal Kemidov, en un barrio de las afueras de Constantinopla”. Puesto que el ruso se negó a vendérselo, dispuso que unos “agentes” suyos (Cairo y Brigid) se lo robaran. Y se lo robaron, pero Gutman se quedó en babia. 

Sam Spade (Humphrey Bogart), Kasper Gutman (Sydney Greenstreet),
Joel Cairo (Peter Lorre) y 
Brigid O’Shaughnessy (Mary Astor).
Fotograma de El halcón maltés (1941).
        Luego se sabrá que la misma suerte corrió Joel Cairo, quien además, por una trampa que le puso Brigid O’Shaughnessy con un cheque sin fondos, se quedó en la cárcel de Constantinopla, mientras ella y Floyd Thursby se fueron a Hong Kong con la estatuilla. Brigid, en Hong Kong, contactó a Jacobi, el capitán de La paloma, un barco carguero que, sin saber de qué valor se trataba, transportó el halcón hasta San Francisco (pretendían venderlo en Nueva York). Brigid y Thursby se trasladaron, de Hong Kong a San Francisco, en otro barco más rápido y ambos esperaban el inminente arribo de La paloma. En este sentido, Joel Cairo en solitario llegó a San Francisco para apoderarse de la pieza; mientras que Casper Gutman lo hizo con su pistolero Wilmer Cook. 

Sam Spade (Humphrey Bogart) y Wilmer Cook (Elisha Cook Jr.)
Fotograma de El halcón maltés (1941)
      Pero tales son las ambigüedades y los engaños de Brigid O’Shaughnessy y la torpeza de los ladrones y la astucia de Sam Spade metido en el enredo, que llega el momento en que el detective pacta la entrega del halcón maltés, a Gutman, por diez mil dólares (ya el capitán Jacobi, balaceado y moribundo, lo llevó hasta su despacho y Sam lo escondió en la consigna de los autobuses Pickwick de la calle Quinta). En el departamento de Spade, pasan la madrugada, él, Gutman, Cairo (que se asoció a éste), Wilmer (noqueado y despojado de sus pistolas y que será entregado a la policía por los asesinatos de Thursby y Jacobi y por el incendio de La paloma), y Brigid, quien prepara unas viandas y que se supone socia de Spade. Ya pasadas las ocho de la mañana, tras una tempranera llamada telefónica que le hace Spade, Effie Perine, su secretaria, les lleva el envoltorio con el pájaro. Para verificar su autenticidad y sus cualidades, Gutman, con una navaja de oro, raspa el recubrimiento de la pieza y descubre, histérico, que es una vil copia de plomo, una burla del ruso Kemidov. 

Fotograma de El halcón maltés (1941)
        Mientras el excitado corro estaba en esto, Wilmer, el cabeza de turco, se fuga. Viendo que el pájaro es falso, Gutman, seguido por Cairo, se dispone a ir a Constantinopla en busca del auténtico halcón y le pide a Spade que le devuelva los diez mil dólares; el detective quiere quedarse con ellos, pero al ver la pistolita (“de plata, oro y nácar”) con que le apunta Gutman, toma mil dólares dizque por sus servicios y gastos y le devuelve el resto. 

Cuando ya se han ido de su departamento, Spade llama por teléfono a Tom Polhaus y le da el soplo de que Wilmer Cook fue quien asesinó a Floyd Thursby y al capitán Jacobi, y que Casper Gutman y Joel Cairo se han ido al hotel Alexandria decididos a huir de San Francisco. Pero además comienza a acosar a Brigid O’Shaughnessy y a desentrañar los retorcidos indicios de su verdadera naturaleza cleptómana (proclive a manipular y seducir a los sucesivos machos con su elegancia, hermosura y coqueteo) y deduce que ella fue quien mató a Miles Archer, crimen que ella le confiesa y pretende pase por alto.  
Poco después llegan el teniente Dundy y el sargento Tom Polhaus y Sam Spade les dice: “Mató a Miles. Y tengo algunas pruebas: las pistolas del chico, una de Cairo, una estatuilla negra que fue la causa de todo, y un billete de mil dólares, con el que quisieron sobornarme.”
Vale decir que el comportamiento del detective, además de sarcástico y ríspido, casi todo el tiempo es francamente dudoso y equívoco. No parece mover un dedo por esclarecer la muerte de Miles Archer (de cuya esposa, obsesionada con él, era y es amante) y que involucrado en los turbios y clandestinos tejemanejes de Brigid sólo le importa obtener una buena tajada pecuniaria. ¿Qué hubiera sucedido si el halcón maltés no fuera falso? ¿Qué hubiera sucedido si Brigid no fuera una indomable mentirosa, manipuladora y traicionera, una inveterada ladrona y asesina? A Brigid O’Shaughnessy, porque no confía en ella, la entrega a la policía para desmarcarse de la banda y para que no lo involucren en el embrollo, todo lo cual, dice, podría llevarlo a la cárcel o a la horca.
Sam Spade (Humphrey Bogart) y Brigid O’Shaughnessy (Mary Astor)
Fotograma de El halcón maltés (1941)
          Pero además le puntualiza en una especie de declaración de principios: “Cuando a un hombre le matan a su socio, se supone que debe actuar de alguna forma. Da lo mismo la opinión que pudiera tener de él [según Spade, Miles ‘era un hijo de mala madre’ ‘y estaba dispuesto a darle la patada al terminar el año’]. Era su socio, y debe hacer algo. Añade a eso que mi profesión es la de detective. Bueno, cuando matan a un miembro de una sociedad de detectives, es mal negocio dejar que el asesino escape. Es mal negocio desde todos los puntos de vista; y no sólo para esa sociedad en particular, sino también para todos los policías y detectives del mundo. Tercero, soy detective, y suponer que voy a correr detrás de quienes quebrantan la ley y que los voy a soltar una vez agarrados, eso es como esperar que un perro que ha alcanzado a un conejo lo suelte. Es algo posible de hacer, lo sé, y que se hace algunas veces, pero no es natural. La única manera de haberte dejado escapar hubiera sido dejar escapar también a Gutman, a Cairo y al chico. Y eso...”



Dashiell Hammett, El halcón maltés. Traducción del inglés al español de Fernando Calleja. El libro de bolsillo/Biblioteca de autor Dashiell Hammett (0672), Alianza Editorial. 7ª reimpresión. Madrid, 2011. 272 pp.

      Enlace a un reportaje de TVE en torno a El halcón maltés (1941), película dirigida por John Huston, basada en la novela homónima de Dashiell Hammett.

Doce cuentos peregrinos




Cosas extrañas que les suceden 
a los latinoamericanos en Europa




I de III
Además de sus novelas y guiones de cine, de sus notas, crónicas y reportajes periodísticos, el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 8 de 1927-México, abril 17 de 2014) publicó cuatro libros de cuentos: Los funerales de la Mamá Grande (1962), La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada (1972), Ojos de perro azul (1974) y Doce cuentos peregrinos (1992), que incluye un prólogo firmado en “Cartagena de Indias, abril, 1992”, en el que, a la luz de su fallecimiento, descuella un pasaje que parece un cuento breve y que a la letra dice: “La primera idea se me ocurrió a principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona. Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. ‘Eres el único que no puede irse’, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.”
(Diana,  8ª impresión, México, 1993)
        En “Por qué doce, por qué cuentos y por qué peregrinos”, el citado prólogo, Gabo dice que fueron concebidos en un margen de “dieciocho años”; que “cinco de ellos fueron notas periodísticas y guiones de cine, y uno fue un serial de televisión”; que empezaron a ser escritos en un cuaderno escolar donado por sus hijos; que el cuaderno de apuntes anduvo con su familia en sus estancias y viajes por distintos lugares del globo terráqueo hasta que se extravió hacia 1978, al parecer en algún extermino de papeles en la biblioteca de su casa de la Ciudad de México; que de los “sesenta y cuatro temas anotados” y perdidos reconstruyó una treintena (luego fueron dieciocho y finalmente doce); que los cuentos más antiguos datan de 1976: “El verano feliz de la señora Forbes” y “El rastro de tu sangre en la nieve” —de lo mejor de entre los Doce cuentos peregrinos—, mismos que publicó “enseguida en suplementos literarios de varios países”; y que las fechas finales de cada uno corresponden al tiempo en que los empezó a escribir (entre 1976 y 1982).

       Dado que el leitmotiv de los doce cuentos son “las cosas extrañas que les suceden a los latinoamericanos en Europa”, Gabriel García Márquez dice que hizo un viaje de reconocimiento a los sitios del Viejo Continente donde ocurren los relatos: “A mi regreso de aquel viaje venturoso reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho meses febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la vida y dónde empezaba la imaginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás no fuera cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación. Además, trabajando todos los cuentos a la vez y saltando de uno a otro con plena libertad, conseguí una visión panorámica que me salvó del cansancio de los comienzos sucesivos, y me ayudó a cazar redundancias ociosas y contradicciones mortales. Creo haber logrado así el libro de cuentos más próximo al que siempre quise escribir.” 
Sin embargo, pese a su enorme e indiscutible talento, a la exultante autocomplacencia del autor y a que la mayoría son de primera, Doce cuentos peregrinos tiene textos que parecen ejercicios de aprendiz, de tallerista amateur que busca “mantener el brazo caliente”: “Espantos de agosto” y “La luz es como el agua”, muy menores si se observan en el contexto de la obra mayor y total de Gabriel García Márquez. 
Gabriel García Márquez con su mujer Mercedes Barcha Pardo y
sus hijos Gonzalo y Rodrigo cuando en Barcelona escribía
El otoño del patriarca (1975)
       No obstante, y frente el citado prefacio, se puede inferir que el verdadero acto preparatorio y los avatares del proceso creativo de los Doce cuentos peregrinos siguen siendo una experiencia íntima y secreta, pues al simple mortal todo lo que resume Gabriel García Márquez en su prólogo le resulta tan vago y difuminado, como el hecho de que nunca precisa el nombre de sus dos hijos (Rodrigo y Gonzalo) ni el de su mujer (Mercedes Barcha Pardo); ni siquiera el nombre de los cuentos que fueron artículos periodísticos, guiones de cine y el serial televisivo (mucho menos las fichas técnicas de las películas y de la serie de televisión), ni los títulos de las notas de prensa (ni menciona el medio donde fueron publicadas por primera vez ni el libro donde posteriormente fueron reunidas). Así, un curioso y tercermundista lector de a pie de las nuevas generaciones que busque acceder a tales menesteres y realizar un examen crítico del itinerario y del conjunto de las vertientes de los Doce cuentos peregrinos tendrá que hacer su propia peregrinación, pesquisa y acopio de las distintas versiones, escritas y visuales, a lo que tal vez (o ineludiblemente) añadirá una exploración biográfica, pues el propio Gabriel García Márquez menciona en su prefacio que los cuentos partieron de experiencias personales vividas por él; de ahí que en los Doce cuentos peregrinos, entre los latinoamericanos en Europa, el propio escritor esté presente, ya en la voz narrativa, en el papel de un reconocible alter ego o personaje que corresponde a sus rasgos. 

Gabriel García Márquez
         Por ejemplo, en “El avión de la bella durmiente” no es difícil reconocer al Premio Nobel de Literatura 1982 en la silueta y las cavilaciones del hombre entrado en años que se abandona a la azarosa y feliz experiencia de contemplar (casi como un rito japonés) el sueño de una bellísima y joven mujer que vuela dormida junto a él de París a Nueva York. Cuento fechado en “Junio 1982”, cuya homónima versión periodística figura en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5. 1961-1984 (Diana, 2003), donde se lee que fue “Publicado originalmente el 22 de septiembre de 1982.”

      Fechado en “Marzo 1980”, “Me alquilo para soñar” (cuento homónimo de un artículo reunido en el citado volumen de Notas de prensa, cuya fecha de publicación data del “7 de septiembre de 1983”) es narrado por la voz del Gabriel García Márquez de fama internacional, quien en rincones de Barcelona y en su casa de allí, vive un efímero encuentro con Pablo Neruda y su esposa Matilde durante una escala de su viaje en barco que de Nápoles los lleva a Valparaíso. La fecha de tal encuentro podría ser 1968, pues trece años antes, según narra, conoció en Viena a Frau Frida, una mujer nacida en Colombia que tiene la virtud de ver el futuro de las personas a través de los sueños que ella tiene, la cual, a través de una advertencia onírica, en 1955 lo hizo huir para siempre de la capital austríaca. Frau Frida también es pasajera del trasatlántico que va de Nápoles a Valparaíso; y a pesar de que a Neruda le resulta antipática bajo el unilateral y obnubilado dogma de que “sólo la poesía es clarividente”, el poeta y la adivina viven una borgeseana confluencia onírica, pues al unísono (y cada uno por su lado) sueñan que uno está soñando con el otro. Los años de 1955, 1968 y 1989, que es el del comienzo del cuento en La Habana, pueden deducirse porque según anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997), el Gabo de carne y hueso vivió en Viena, en septiembre de 1955, la experiencia con la mujer vidente del Caribe que le dio el personaje y el tema del cuento, pues además del vaticinio onírico que le hizo, “efectivamente, se ganaba la vida alquilándose para soñar en el seno de una familia vienesa”.
 
Gabo en le época que escribía El otoño del patriarca (1975)
Foto: Rodrigo García Barcha
      Vale añadir que en 1992, basado en el cuento “Me alquilo para soñar”, el brasileño Ruy Guerra —director de Eréndida (1983), película guionizada por Gabriel García Márquez— estrenó, con guión de éste, una homónima miniserie televisiva de seis capítulos (protagonizada por Hanna Schygulla), producida por Televisión Española y el Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficas. Y con el mismo título en 1995 se coeditó en Bogotá un libro que centralmente compila la transcripción de un taller de guión dictado y coordinado por el propio Gabo en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Santiago de los Baños, Cuba, fundada el 15 de diciembre de 1986. 



II de III
En “Espantos de agosto” —otro de los Doce cuentos peregrinos—, pese a que la voz narrativa nunca proclama: “somos la familia García Barcha”, ni dice el nombre de cada uno de los cuatro consabidos y célebres miembros, al aficionado lector tampoco le cuesta nada suponer o advertir que los protagonistas de tal relato corresponden a las características de Gabriel García Márquez y de su mujer Mercedes Barcha Pardo y de los hijos de ambos: Rodrigo y Gonzalo, con nueve y siete años, quienes hacen una visita al histórico castillo renacentista que en Arezzo, en la campiña toscana, ha adquirido el escritor venezolano Miguel Otero Silva, donde pese a la incredulidad racional de los padres de los niños, tienen ocasión de constatar, al despertar en otro dormitorio y a través del intenso olor a fresas recientes que los rodea, que a partir de la medianoche vaga por las habitaciones del castillo el fantasma chocarrero, macabro y sanguinolento de Ludovico. 
   En “Tramontana” la voz narrativa, que a todas luces es un homónimo alter ego del escritor, observa en un cabaret de Barcelona la inequívoca y aterrorizada premonición de un jovenzuelo veinteañero del Caribe que hace todo lo posible por no retornar a Cadaqués, dado que tiene la fóbica certidumbre de que si regresa lo espera algo terrorífico y demencial, pues se da por supuesto que la tramontana es “un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.” Tal episodio es evocado a partir de otro caso de muerte espeluznante inducida por el mismo trastorno (el suicidio del portero) que Gabo y su familia vivieron en un edificio de Cadaqués en torno a la tramontana, a quienes es posible entreverlos en el siguiente pasaje:
    “Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.
      “Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie.”
Gabo y Mercedes con sus hijos Gonzalo y Rodrigo
(Barcelona, 1972)
        La voz narrativa de “El verano feliz de la señora Forbes” es la de un chaval de nueve años, quien con su hermano de siete, viven las exploraciones y aventuras de unas vacaciones de verano “en la isla de Pantelaria, en el extremo meridional de Sicilia”. Primero, felizmente con sus padres del Caribe y un par de nativos de la isla: Oreste, un diestro buzo y pescador veinteañero, y Fulvia Flamínea, la cocinera que siempre deambula seguida por una ronda de gatos (¿cómo olvidar a Mauricio Babilonia y las mariposas amarillas que siempre lo rondan en Cien años de soledad? —una y otra vez machacadas en el estribillo de “Macondo”, la canción que sin cesar interpreta Oscar Chávez); luego, infelizmente cuando sus padres se han ido a un viaje de “cinco semanas por las islas del mar Egeo” y se quedan encadenados al rígido régimen de la institutriz alemana contratada para el caso: la señora Forbes, quien traza el síndrome de su doble vida, demencial delirio y decadencia psíquica signada por los poemas de Schiller, la cual concluye en un lunático y patético charco de sangre (recibió 27 puñaladas). 

        Pues bien, tampoco hay que romperse la crisma para suponer y entrever que para narrar “El verano feliz de la señora Forbes”, Gabriel García Márquez lúdicamente tomó como modelos las infantiles identidades de sus dos hijos: Rodrigo y Gonzalo, el primero nacido en Bogotá, el 24 de agosto de 1959, y el segundo en la Ciudad de México el 16 de abril de 1962. Así, el chiquillo de nueve años, quien encarna la voz narrativa, burlonamente describe a su papi como “un escritor del Caribe con más ínfulas que talento” y a su mamita: “siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta Guajira”. Pero también formula su reclamo y lamento ante la rutina gris, de camisa de fuerza, manita de puerco y tortura china, que les espera bajo la férula y el látigo de la señora Forbes: “De modo que ninguno de los dos debió preguntarse con el corazón cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de Dortmund, empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios de la sociedad europea, mientras ellos participaban con cuarenta escritores de moda en un crucero cultural de cinco semanas por las islas del Mar Egeo.”  
          En “La luz es como el agua” descuellan dos niños: “Totó, de nueve años, y Joel, de siete”, en cuyo trazo tampoco es aventurado suponer que subyacen las siluetas de Rodrigo y Gonzalo, pues los papitos de Totó y Joel son un par de colombianos en cuya modesta casa de Cartagena de Indias “hay un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes”; mientras que en Madrid, donde ocurre el cuento, viven apretujados con sus dos estudiosos hijitos “en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana”. Según dice la voz narrativa, alter ego del Gabriel García Márquez, “Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
“—La luz es como el agua —le contesté—: uno abre el grifo, y sale.”
Así, cuando los padres de los niños se van al cine, a éstos les da por llenar el departamento con chorros de luz y con su bote de aluminio y su equipo de buceo juegan a navegar y a bucear “como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas”, e incluso rescatan “del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad”. Lo más descabellado del caso, también para el feliz regodeo de los reporteros de nota roja, ocurre un miércoles en que los padres han ido a ver La batalla de Argel y los niños abren tantas luces que provocan una inundación interior y un desbordamiento exterior, de modo que “la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.” Por si fuera poco la desmesura de “realismo mágico”, “todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario” se ahogó ese miércoles “en el quinto piso del número 47 del Paseo de la Castellana”.




III de III
Uno de los textos más célebres de los Doce cuentos peregrinos es “Sólo vine a hablar por teléfono”, esto por la distinta (pero afín) versión cinematográfica titulada María de mi corazón (1979), con guión de Gabriel García Márquez y Jaime Humberto Hermosillo, dirigida por éste y protagonizada por María Rojo (María Torres López) y Héctor Bonilla (Héctor Roldán). Otro texto famoso es “La santa”, por la versión cinematográfica Milagro en Roma (1988) —también con sus obvias variantes—, con guión de Gabriel García Márquez y Lisandro Duque Naranjo, dirigida por éste y protagonizada por Frank Ramírez (Margarito Duarte), Amalia Duque García (la niña Evelia Duarte), Gerardo Arellano (el tenor Antonio de Duque y Terán) y Lisandro Duque Naranjo (secretario de la embajada de Colombia en Roma).  
Gabriel García Márquez cuando era reportero de El Espectador
y publicó en Bogotá su primera novela La hojarasca (1955)


        En García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997), Dasso Saldívar le recuerda al lector que los gérmenes de la historia que muchos años después sería “La santa” fueron vividos por el cataquero a partir de agosto de 1955, cuando en su flamante papel de corresponsal en Europa de El Espectador se había instalado en Roma, precisamente en una pensión del “tranquilo barrio de Parioli, cerca de la Villa Borghese”, donde también habitaba el tenor colombiano Rafael Ribero Silva y a donde arribó, recomendado por el cónsul de Colombia, la persona que se trasformaría en el Margarito Duarte del cuento, quien “había llegado desde su lejano pueblo de los Andes colombianos, gracias a una colecta pública, por un motivo más serio: alcanzar la canonización del cuerpo de su hija muerta a los siete años”, desenterrada años después con el cuerpo intacto, por lo cual hacía todo lo posible por vencer los mil y un impedimentos y a la burocracia eclesiástica y lograr por fin una entrevista con el Papa. De ahí que en el cuento figure un personaje con el nombre y las características del tenor colombiano y que sea narrado por un personaje que responde a los rasgos de Gabriel García Márquez, y que más o menos a imagen y semejanza del escritor de carne y hueso intenta estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía. —Según Dasso Saldívar, Gabo sólo pudo haber estudiado allí alrededor de dos meses: de finales de octubre a finales de diciembre de 1955, pues a partir de las Navidades de ese año se trasladó a París, donde, en medio de su problemática para subsistir, escribiría El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961)—.
    En el relato la niña muerta fue exhumada después de once años y su cuerpo aún se halla intacto, carece de peso, sus ojos abiertos parecen que miran a quien la ve y aún despide el vaho de las rosas frescas con que otrora la enterraron (y así permanece después de veintidós años). 
   Tiene razón Dasso Saldívar cuando señala que en el cuento Gabriel García Márquez “no ahonda para nada en la vida llevada por Margarito Duarte en Roma mientras espera la presunta canonización de su hija incorrupta, por lo que, la conclusión de que el verdadero santo es él y no su hija, no resulta verosímil, pues tendría que habérnoslo dicho el relato y no el autor en una intromisión que resulta arbitraria.” 
 
Cesare Zavattini
       Ahora que si bien en el cuento (no en la vida real) el joven estudiante de cine fue alumno de Cesare Zavattini, quien también figura como un personaje que especula sobre el argumento de una probable película basada en Margarito Duarte y su niña muerta, también resulta inverosímil que veintidós años después en un almuerzo que el narrador tiene en Roma con “la nueva gente de cine” nadie sepa quién fue (y es) Zavattini, pues se trata de la mancuerna de Vittorio de Sica, uno de los grandes directores del neorrealismo italiano, sin la cual son inconcebibles varios de sus grandes filmes, que son clásicos de todos los lugares y tiempos, tales como Ladrón de bicicleta (1948) y Milagro en Milán (1951). Desde luego que existen los desmemoriados y los ignorantes, no sólo en la célebre Escuela Internacional de Cine y Televisión de Santiago de los Baños, en Cuba, donde Gabo dio cátedra en el taller de guión; pero entre la sucesiva “nueva gente de cine” nunca falta el geniecillo tercermundista, incluso jarocho, que se las sabe de todas a todas, aún las por inventar.   
Vittorio de Sica
       En El viaje a la semilla, Dasso Saldívar varias veces cita y remite al libro Notas de prensa 1980-1984 (1991) de Gabriel García Márquez; por ejemplo, en el caso del tenor Rafael Ribero Silva, en el caso de Margarito Duarte y en el caso de los diecisiete ingleses envenenados que también descuellan en el cuento “Diecisiete ingleses envenenados”. 
En tal cuento, Prudencia Linero, una anciana de 72 años, llega al puerto de Nápoles, viaje que hizo en barco (“dieciocho días de mala mar”) desde el puerto de Riohacha (donde el 7 de febrero de 1864 nació el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, el abuelo materno de Gabo, fallecido en Santa Marta el 4 de marzo de 1937, dos días antes de que el futuro escritor cumpliera diez años de edad). Como el destino de Prudencia Linero es Roma para ver al Papa, desciende del buque ataviada con las sandalias, el sayal y el cordón de San Francisco, pues le ha prometido a Dios vestir así por el resto de sus días si le concede la gracia de ver al Sumo Pontífice. Como se encuentra obligada a esperar al cónsul de su país, se ve impelida a instalarse en “el hotel más decente de Nápoles”, que resulta ser “un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente”. El maletero la lleva al tercer piso, donde se halla el único hotel con comedor. Pero al salir del ascensor la víscera cardiaca se le engurruña: “Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo al ascensor.” Pide que el maletero la lleve a otro hotel, que resulta ser el quinto piso. Ese mismo domingo del mes de agosto de su llegada a Nápoles, después de haber comido en una fonda al aire libre (donde coincide con un cura pobre y gorrón) y de vivir ciertos avatares, Prudencia Linero regresa al hotel dispuesta a llorar a pierna suelta y se encuentra con la dramática noticia: todos los del tercer piso, incluidos los diecisiete ingleses, “se envenenaron con la sopa de ostras de la cena”.
Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez
(Barcelona, c. 1972)
        Para concluir esta fragmentaria y caprichosa nota sobre algunos de los Doce cuentos peregrinos, vale citar el pasaje de El viaje a la semilla donde Dasso Saldívar refiere el suceso de los diecisiete ingleses envenenados vivido por Gabriel García Márquez el último domingo de julio de 1955, día que llegó a Roma (en Ginebra, donde cubrió su primera misión como corresponsal en Europa de El Espectador, “el diario le telegrafió diciéndole que se fuera a Roma por si el Papa se moría de hipo”), segmento que a su vez cita trozos de “Roma en verano”, artículo de Gabo reunido en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5. 1961-1984 (Diana, 2003), “Publicado originalmente el 9 de junio de 1982”:

 
(Diana, México, 2003)
  “El calor que lo sorprendió en la estación, aquel domingo último de julio, no tenía la humedad de Barranquilla, pero era igualmente infernal. O tal vez peor, porque eran treinta y cinco grados de calor amasados con el polvo milenario de la ciudad. ‘Esto es igual que Aracataca’, se dijo mientras buscaba a algún esquirol que le ayudara a cargar sus maletas de trotamundos en la ciudad paralizada. Lo encontró, y con él, al primer guía, que lo condujo hasta un modesto hotel de la cercana Via Nazionale.
   “‘Era un edifico muy viejo y reconstruido con materiales varios’, recordaría él, ‘en cada uno de cuyos pisos había un hotel diferente. Sus ventanas estaban tan cerca de las ruinas del Coliseo, que no sólo se veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso de orines fermentados. Mi buen acompañante, que se ganaba una comisión por llevar clientes a los hoteles, me recomendó el del tercer piso, porque era el único que tenía las tres comidas incluidas en el precio [...] Eran las cinco de la tarde y en el vestíbulo había diecisiete ingleses sentados, todos hombres y todos con pantalones cortos, y todos cabeceando de sueño. Al primer golpe de vista me parecieron iguales, como si fuera uno solo repetido dieciséis veces en una galería de espejos; pero lo que más me llamó la atención fueron sus rodillas óseas y rosadas [...] Sin embargo, no sé qué rara facultad oculta del Caribe me sopló al oído que aquella sucesión de rodillas rosadas era un mensaje aciago. Entonces le dije a mi compañero que me llevara a otro hotel donde no hubiera tantos ingleses sentados en el vestíbulo, y él me llevó sin preguntarme nada al piso siguiente. Esa noche, los diecisiete ingleses y todos los huéspedes del hotel del tercer piso se envenenaron con la cena.’”


Gabriel García Márquez, Doce cuentos peregrinos. Editorial Diana. 8ª impresión. México, noviembre de 1993. 248 pp.



viernes, 4 de julio de 2014

Leviatán


                         
La Estatua de la Libertad y el ángel caído

El norteamericano Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, febrero 3 de 1947) —Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006— publicó en inglés, en 1992, su novela Leviatán, la cual en el Viejo Continente recibió el “Premio Médecis a la mejor novela extranjera publicada en Francia”. 

Paul Auster
         La voz narrativa de Leviatán es la de Peter Aaron, alter ego del autor, nacido el mismo año que éste, cuya supuesta primera novela: La luna, es una franca alusión a El palacio de la Luna (1989), la más exitosa novela del polígrafo y cineasta Paul Auster.
 


     
Inscripción en la Estatua de la Libertad
        Seis días antes del 4 de julio de 1990, Benjamin Sachs, el mejor amigo de Peter Aaron, murió en sanguinolentos pedazos, junto a un coche robado, al explotar una bomba al borde de una carretera del norte de Wisconsin. 

       Se ignora si lo mataron o se mató. 
       Peter Aaron se halla en la cabaña-estudio de una casona de campo en Vermont. Ese 4 de julio de 1990 y tras la visita de dos agentes del FBI que encontraron su número telefónico de Nueva York en los restos de los bolsillos de Benjamin Sachs, ha decidido escribir una especie de reporte destinado a esclarecer posibles confusiones en relación al pasado y a las actividades de su difunto amigo. 


       
         Sin embargo, el relato de Peter Aaron no es una suma de datos: un sobrio informe destinado a la policía, ni un testimonio que desembrolle el trasfondo psicológico, ideológico, anarca y político que llevó a Benjamin Sachs a convertirse en El fantasma de la Libertad, un clandestino y solitario rebelde que desde el 16 de enero de 1988 se dedicó, en distantes puntos de los Estados Unidos, a colocar bombas en las réplicas de la Estatua de la Libertad, siempre teniendo el cuidado de no poner en peligro la vida de nadie; y cuyas detonaciones y comunicados a través de los mass media despertaron antipatías y simpatías y el consecuente uso y comercialización propia del arquetipo de la sociedad de consumo: camisetas y chapas con la imagen de El fantasma de la Libertad, caricaturas políticas, tema de editoriales periodísticos, de sermones y de polémicas radiofónicas; e incluso, en Chicago, hubo “un número de cabaret en el que el Fantasma desnudaba lentamente a la Estatua de la Libertad y luego la seducía”. 



 
   
     
      
   
 
        Traducida al español por Maribel de Juan, la novela Leviatán es una especie de casona de dos aguas repleta de pasillos y pasillitos, habitáculos de muchos tamaños, escaleras que suben y bajan, desvanes, minucias y anécdotas sentimentales y melodramáticas. En este sentido, pese al activismo de Benjamin Sachs y a los sesgos críticos (light) de la novela de Paul Auster, no es de índole política ni cuestionadora de la idiosincrasia gringa (¡oh paradoja!), ni de ciertos cuadros de costumbres del consabido american way of life, ni del trasfondo y las historias negras y cruentas en que descansa ese grandísimo y totémico emblema de los megalómanos y autodeificados Estados Unidos: la Estatua de la Libertad, símbolo de democracia, de libertad e igualdad ante la ley.
       

       Peter Aaron, narrando asuntos sobre su propia vida doméstica y afectiva y sobre su desarrollo como escritor, cuenta la relación de los hechos desde que conoció a Benjamin Sachs en un bar de Nueva York, un día de 1975, no sin añadir algunos datos anteriores a tal fecha, como la circunstancia de que Sachs nació “el 6 de agosto de 1945”, por ende le gustaba pregonar que fue “el primer niño de Hiroshima nacido en Estados Unidos”; que se negó a ir a Vietnam, por lo que en 1968 lo encerraron en la cárcel durante más de un año, donde comenzó a escribir El nuevo coloso, concluida en 1973. Y según informa y reseña Peter Aaron, es una novela histórica sobre los Estados Unidos de entre 1876 y 1890, con personajes históricos, literarios y ficticios, en la que se exalta la figura de Henry David Thoreau (1817-1862), al cual Benjamin Sachs rindió pleitesía dejándose crecer el pelo y la barba. Y pese a que fue su primera novela (la única), lo colocó de inmediato en el mapa de los nuevos narradores, además de ser un prolífico autor de ensayos de todo tipo, notable entre la intelligentsia neoyorquina.

Henry David Thoreau (1817-1862)

          Frente al anarquismo que signó los últimos días de Benjamin Sachs, cabe destacar un fragmento de lo que Peter Aaron dice de El nuevo coloso: “La emoción dominante era la ira, una ira madura y lacerante que surgía casi en cada página: ira contra América, ira contra la hipocresía política, ira como arma para destruir los mitos nacionales”.
     
 
     
        
     
  
       Todo iba por rumbos y contrastes más o menos previsibles (nadando de a muertito), hasta que el 4 de julio de 1986, durante los festejos del primer centenario de la Estatua de la Libertad, Sachs se cayó de una altura que “estaba a cuatro pisos del suelo”. Un tendedero amortiguó el golpe y no murió, pero sí trastocó el sentido de su vida. Abandonó sus frenéticas tareas ensayísticas (tenía, incluso, una agente que resolvía el asunto de los dividendos de su acreditada firma), rompió con Fanny, su mujer por más de 20 años, y su caída literalmente lo convirtió en un ángel caído, en un energúmeno hundido y enredado en un oscuro y laberíntico conflicto de culpas individuales y sociales. 



         Buscando su rescate, Peter Aaron, con apoyo de una editora, en 1987 le propone a Benjamin Sachs que reúna sus artículos y los publique en un libro. Sachs acepta. Deja Nueva York y se va a la cabaña-estudio de la casona de campo en Vermont (la misma donde en 1990 se halla Aaron), pero en vez de preparar el libro de artículos, empieza a escribir Leviatán, una novela que queda inconclusa. 
Paul Auster
         Benjamin Sachs no la termina por un bemol imprevisto. Al rondar por un bosque cercano, absurdamente se pierde y presencia un crimen, el cual lo induce a cometer un asesinato imprudencial: de un batazo mata a Reed Dimaggio, según lee en el pasaporte de éste. 

Más tarde, en Nueva York, al enterarse por Maria Turner que el asesinado fue el marido de su amiga Lillian Stern y que además de asesino era un profesor universitario, Benjamin Sachs busca redimirse y viaja a Berkeley con la intención de entregarle a Lillian Stern el dinero de la bolsa de bolos (165 mil dólares) que halló en la cajuela del auto de Reed Dimaggio (una de sus maletas contenía utensilios para fabricar bombas). Sin embargo, en Berkeley se transforma en una especie de criado (con complejo de culpa) que limpia de arriba abajo las sucias y atiborradas habitaciones de la casa de Lillian Stern, bella ex prostituta, dizque masajista y modelo (que resucitaría a un muerto), quien vive con una hija que tuvo con Reed Dimaggio, de la que Sachs se hace un ferviente nano.
       Luego de la espinosa relación afectiva con Lillian Stern, Benjamin Sachs, al revisar los izquierdistas y anarcas libros y papeles de Reed Dimaggio, lee la copia de la tesis que hizo sobre Alexander Berkman, una apología de la vida y obra de tal judío de origen ruso, autor de Memorias carcelarias de un anarquista y Abecedario del anarquismo comunista
Paul Auster
        Y ante la imposibilidad de escribir una biografía sobre Reed Dimaggio (al que ahora admira), en su interior se enciende la delirante mecha y se lanza a la tarea que supone era la secreta y clandestina misión de Reed Dimaggio: construir bombas, hacer añicos las réplicas de la Estatua de la Libertad y rubricar los estallidos con moralistas mensajes, casi poemas para sus fanáticos que veían en él un predicador no siempre en el desierto: “un profeta angustiado de voz dulce”, un “héroe popular clandestino”, “casi bíblico”; pese a que en realidad era un loco anarquista con una postura suicida y nada consistente, “un chiflado, otra figura pasajera en los anales de la locura americana”. 

       Pero si a través del subjetivo testimonio de Peter Aaron no se explora el trasfondo psíquico de Benjamin Sachs: ¿cómo se engranan y desengranan los chips, los resortes, los tornillos, las tuercas, los alambres y los fluidos de esa sutil pulsión de relojería que transformaron su cerebro, sus ideas y su vida en un kamikaze o bomba de tiempo de carne y hueso?, por lo menos el lector sí tiene noticias de su azarosa y fragmentaria declaración de principios explosivos. 
        Por ejemplo, cuando Peter Aaron dice que Benjamin Sachs le dijo que se notaba que Reed Dimaggio “apoyaba a Berkman, que creía que existía una justificación moral para ciertas formas de violencia política. El terrorismo tenía un lugar en la lucha, por así decirlo. Si se usaba correctamente, podía ser un instrumento eficaz para llamar la atención sobre los temas en cuestión, para revelarle al público la naturaleza del poder institucional”.
        Así, resulta lógico que para rendirle un tributo más a los santos patronos de su secreta identidad de rebelde “con causa”, Benjamin Sachs haya alquilado “un apartamento barato en la zona sur de Chicago” usando el nombre de Alexander Berkman.



Paul Auster, Leviatán. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Panorama de narrativas núm. 283, Editorial Anagrama. Barcelona, mayo de 1996. 272 pp.