A lo mejor contigo vuelvo a la perritud
Firmada en “Mantilla, noviembre 1996-marzo 1998”, Paisaje de otoño, novela de Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, octubre 9 de 1955), se editó en Barcelona en “septiembre de 1998” (y en México el siguiente mes) con el número 345 de la Colección Andanzas de Tusquets Editores. Paisaje de otoño obtuvo, en España, el Premio Internacional Dashiell Hammett 1998 y en Francia el Premio de las Islas 2000. Según dice en su preliminar “Nota del autor”, la empezó a escribir “un año y medio después” de publicada Pasado perfecto (1990-1991) —quizá en Cuba, pues Tusquets la editó hasta febrero de 2000—, la novela policial que transcurre en el “Invierno de 1989”, donde, dice, aparece por primera vez el detective Mario Conde; así, apunta, Paisaje de otoño la comenzó a urdir ya con el objetivo de conformar “Las cuatro estaciones”, una tetralogía de novelas a las que se sumarían (y se sumaron): Vientos de Cuaresma (1992) —“Primavera de 1989”— y Máscaras (1994-1995) —“Verano de 1989”—, también publicadas por Tusquets: en 2001 y en 1997.
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Leonardo Padura con su perro |
Los hechos centrales del presente de Paisaje de otoño ocurren en La Habana durante unos cuantos días de octubre de 1989 y se desarrollan en dos ámbitos narrativos, ambos trastocados por la crisis laboral y existencial que vive el teniente investigador Mario Conde, quien el miércoles 9 de octubre de 1989 cumplirá —y cumple— 36 años de edad, día que lo celebra con sus compinches de siempre en casa del Flaco Carlos y su madre Josefina con sus proverbiales dotes culinarias, y que coincide con su último día de policía, con el arribo del huracán Félix, y con su feliz y fraterno encuentro con Basura —“un perro lanudo y sucio que dormitaba sobre un montón de basura, bajo uno de los bancos de espera” de la guagua—, cuando, ya vestido con sus prendas menos astrosas y en medio del viento y la lluvia que preludian el virulento e inminente azote del fenómeno, se dirigía a la cena de su cumpleaños.
El jueves 3 de octubre de 1989, Mario Conde, luego de una década de policía, solicitó su licenciamiento de la Central de Investigaciones Criminales. La razón: en el interior de ésta se sucedió una purga que puso en tela de juicio a un grupo de policías corruptos; pero también suscitó el retiro obligado del mayor Antonio Rangel, quien durante 28 años fue el jefe de la Central, puesto de patitas en la calle y en su casa, no por corrupto, sino porque se da por puesto que él permitió que se fermentara y engendrara tal corrupción. El mayor Rangel, sibarita de los mejores habanos, del buen ron y del buen whisky, tenía a Mario Conde, pese a sus yerros y peculiaridades, por su mejor detective y ambos han cultivado una amistad y se estiman. Así que Mario Conde decidió irse porque aunada a la pérdida del mayor, entre los policías corruptos hay varios en cuya honestidad él creía.
Incitado por tal depresivo y desmoralizante marasmo (“nunca se sintió un verdadero policía, y prefería andar sin pistola y sin uniforme y odiaba hasta la idea de tener que aplicar la violencia”), se encerró en su cochambrosa casa “con siete botellas de ron y doce cajetillas de cigarros”. Y el siguiente lunes 7, tras recibir el domingo 6 la inesperada visita de tres de sus compinches alarmados por su silencio y ausencia de tres días, con una mañanera taza de café y frente a su mugrosa y vieja Underwood da los teclazos del inicio de un cuento; es decir, en su primer día libre se dispone a entregarse a su recóndito ideal siempre postergado: escribir, ser un escritor, el prolegómeno de su sueño guajiro: tener una “casa de madera y tejas, frente al mar, donde viviría escribiendo”, y donde obviamente estaría el sucesivo pez peleador Rufino, el perrito Basura (o algún semejante por el estilo), y una fémina “bien linda y bien buena” (que no tiene) y que podría ser Tamara, la inasible y evanescente mujer de sus ensueños durante 15 años, y con quien apenas hace unos meses tuvo un primer y único encuentro sexual. Pero lo interrumpen los toquidos del sargento Manuel Palacios, su adjunto en las investigaciones, quien le lleva el perentorio mensaje de que el nuevo jefe de la Central quiere verlo.
El pulcro y odorífico coronel Alberto Molina, el nuevo jefe, carece de experiencia policíaca; es un burócrata que viene de la Dirección de Análisis e Inteligencia Militar, donde, le dice al Conde, se pasó “veinte años en una oficina” soñando “con ser espía”. No obstante, acredita que el mayor Antonio Rangel “es el hombre que más sabe en este país de investigaciones y procesos”, y que Mario Conde es el mejor investigador policíaco. Así que le propone que le resuelva un último caso e ipso facto le firma la baja. Mario Conde le solicita poder consultar al mayor Rangel. Y tras hacerlo, el coronel Molina le da tres días para que aclare el crimen (cuyo tercer día coincidirá con el 36 aniversario del Conde), pues el asesinado, pese a su nacimiento en Cuba, tiene pasaporte norteamericano y teme que “se desate el escándalo en Miami y acusen al gobierno de haberle hecho lo que le hicieron”.
El cuerpo de Miguel Forcade Mier, a sus 53 años, a eso de las 23 horas del sábado 5 de octubre de 1989, fue descubierto por unos pescadores “en la Playa del Chivo, a la salida del túnel de la bahía”. Sus ojos ya habían sido comidos por los peces. Y según el forense, murió “a causa de un golpe en la cabeza que le dieron con un objeto contundente”: “un bate de jugar pelota”, “de madera”. Pero además “le habían cortado el pene y los testículos, al parecer con un cuchillo contundente y no muy afilado”. El jueves 3 salió de su casa paterna en El Vedado manejando el Chevrolet del 56 de su cuñado Fermín Bodes y no regresó. Pero además no era un hombre común: “fue en los años sesenta el segundo jefe de la dirección provincial de Bienes Expropiados, y era subdirector nacional de Planificación y Economía cuando se quedó en Madrid en 1978, en una escala de regreso de la Unión Soviética”.
Al igual que numerosas novelas y filmes policíacos, la descripción del cuerpo del asesinado figura casi al inicio de la obra. Y para no desvelar los pormenores y vericuetos de la investigación, del suspense, de las digresiones, de los engaños al lector (entre ellos el presunto cuadro de Matisse homónimo de la novela) y de los giros sorpresivos que llevan al descubrimiento del culpable y sus oscuras razones, baste decir que Paisaje de otoño —en tal ámbito narrativo— es un artificio de relojería, urdido con amenidad y destreza, no exento de entresijos secretos y rudimentarios planos del tesoro, que al unísono implica una mirada crítica ante el saldo de la Revolución Cubana y su progresivo fracaso, reflejado en las numeras carencias y frustraciones sociales e individuales, en la obsolescencia de la importada economía socialista y su esclerótica e inútil bibliografía, en la falta de libertades y en los impedimentos para salir de la isla, en la corrupción de los hombres encumbrados en la burocracia y en el poder —como son los casos de Miguel Forcade Mier, el de su cuñado Fermín Bodes (preso diez años “por malversación continuada, tráfico de prebendas desde su posición en un organismo central del Estado y falsificación de documentos”), y el de Gerardo Gómez de la Peña, el impune ex jefe del muerto cuando desertó de Cuba en 1978 y a quien fue a visitar el día que fue ultimado.
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Premio Hammett 1998 (España)
Premio de las Islas 2000 (Francia)
(Tusquets, 1ª edición mexicana, octubre de 1998) |
En 2006, Leonardo Padura obtuvo, por La neblina del ayer (Tusquets, 2005)
—también protagonizada por Mario Conde—, el Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett, otorgado por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos durante la anual Semana Negra de Gijón —en el Principado de Asturias, España— a la mejor novela policíaca escrita en español. No extraña que ya antes, en 1998, haya obtenido el Premio Hammett con Paisaje de otoño. Y curiosamente, en el centro de la dedicatoria de ésta, se lee: “Para Dashiell Hammett, por El halcón maltés”, pues en la urdimbre narrativa de su obra le rinde tributo a tal novela y al unísono a la versión fílmica dirigida por John Huston, protagonizada por Humphrey Bogart y Mary Astor. En este sentido, si en la obra de Hammett el valor pecuniario de la antigua efigie (acuñada en 1530 como regalo a Carlos V, Rey de España) es lo que mueve a los confabulados en robarla, Padura, a través del erudito padre del muerto, también pergeña el histórico y legendario itinerario, repleto de robos y extravíos, de una antigua pieza: un Buda de oro, una “estatua extraordinaria, creada mil años antes” en China, que de Manila llegó a La Habana “el 3 de diciembre de 1631” (debió llegar a su destino: Madrid, como obsequio a Felipe IV, Rey de España). Pero si en la obra de Hammett los ladrones (en 1929, en San Francisco) se topan con la falsedad del halcón, en la novela de Padura la verificación de la autenticidad del Buda queda en puntos suspensivos, pues el Conde deja la policía antes de que los peritos de Patrimonio emitan su dictamen.
Paralelo y entreverado en los episodios de la investigación policíaca, se sucede el otro ámbito narrativo de Paisaje de otoño. Y este traza la cotidianeidad humana de Mario Conde en el contexto de su vida íntima y doméstica, entroncada con el destino de su maltrecha generación. “Somos una generación de mandados y ése es nuestro pecado y nuestro delito”, dice Andrés en una perorata con desbordada acritud, quien es médico, con esposa y dos hijos, y quien tras la cena y bebida por el aniversario del Conde, le revela al corro su acendrado drama personal y existencial, resumido en el hecho de que se irá de Cuba, con todo y familia, y por ende les dice: “sé que ahora debo ir a un policlínico de barrio hasta que me den la carta de liberación, así mismo como suena, la carta de liberación, y me permitan salir, eso va a demorar como uno o dos años, no sé cuántos, pero no me importa...”
El caso es que luego de oír la revelación de Andrés y sus dolorosas, frustrantes y añejas minucias, Mario Conde, en medio del agua y de la ventolera del huracán Félix, deja a Tamara en su casa (ansiosa de ser poseída y querida) y él se va a la suya, donde al día siguiente, el jueves 10 de octubre de 1989, sentado frente a la Underwood, aún bajo el flagelo del ciclón, con un poso de cuasi café y el perrucho Basura sucio, húmedo y sin desayuno (“El animal seguía asustado y miraba con insistencia hacia las ventanas, removidas cíclicamente por el empuje del agua y del viento”), se dispone a teclear una historia (“escuálida y conmovedora”), pero ya no la que había iniciado (sobre “ese amor entre los hombres”: el drama del Flaco Carlos, su mejor amigo, cautivo en una silla de ruedas por una bala que le dio en la columna cuando la Cuba socialista y prosoviética hizo suya una beligerancia ajena: la Guerra de Angola), sino la que le despertó el relato de Andrés, que pretende ser la historia “de toda una generación escondida”, la suya, y que va a titular Pasado perfecto —que es también el título (y quizá la misma obra o su doble) de una de las citadas novelas de Leonardo Padura—; “sí, así la titularía, se dijo, y otro estruendo, llegado de la calle, le advirtió al escribano que la demolición continuaba [parece que Félix se empeña en destruir las pobres y vetustas ruinas de La Habana, por lo pronto, ‘la vieja mata de mangos sembrada más de cincuenta años atrás por su abuelo Rufino, yacía en el suelo, con sus gajos dislocados y cubiertos por ramas ajenas, de hojas incongruentes, venidas de cualquier parte’], pero él se limitó a cambiar de hoja para comenzar un nuevo párrafo, porque el fin del mundo seguía acercándose, pero aún no había llegado, pues quedaba la memoria.”
Leonardo Padura, Paisaje de otoño. Colección Andanzas (345), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, octubre de 1998. 264 pp.