Yo siempre me he preferido
(Tusquets, Barcelona, 1993) |
(Tusquets, Barcelona, 1987) |
Héctor Bianciotti, María Kodama y Aura Bernárdez en el entierro de Jorge Luis Borges en el antiguo Cementerio de Plainpalais (Ginebra, junio de 1986) |
Jean Pierre Bernés y Jorge Luis Borges |
Portada del estuche del Album Borges (Éditions Gallimard, Paris, 1999), iconografía con prólogo y notas en francés de Jean Pierre Bernés. |
Hay que decir que sorprende que Williamson diga que Bianciotti era el “editor de Borges en Gallimard”, pues Jean Pierre Bernés fue quien entre los seis meses previos a la muerte de Borges trabajó con él en varias sesiones (en su cuarto del Hôtel l’Arbalète de la rue Maîtresse en Ginebra) para cimentar los dos póstumos volúmenes en francés de las Obras completas de Borges publicadas, el primero en 1993 y el segundo en 1999, en la serie La Bibliothèque de la Pléiade; mientras que entre los sucesivos libros de Borges impresos por Éditions Gallimard a partir de 1951, Bianciotti sólo figura como prologuista de Neuf essais sur Dante (1987), traducido al francés por Françoise Rosset.
Héctor Bianciotti |
Así, Lo que la noche le cuenta al día es la novela de memorias o las memorias noveladas de un autor argentino —muy semejante a Héctor Bianciotti— que en París y aún en la adultez, pero desahuciado (¿por el mal del siglo?), se siente y se mira a sí mismo en el espejo de su escritura, seguido y venerado por su cohorte de lectores, los que se supone, tácitamente, conocen cada uno de sus títulos (por lo menos los rótulos) y el abecé de sus pormenores y vicisitudes biográficas.
Si el solitario solterón, eterno inmigrante en París, alter ego de Héctor Bianciotti y voz narrativa en Sin la misericordia de Cristo, decía al reflexionar sobre la dramática y triste vida de Adélaïde Marèse, mujer procedente de la llanura de allá (la pampa argentina), de antepasados piamonteses, quien vivió varias décadas en Europa: “no hay senderos que nos conduzcan fuera de la infancia; nunca salimos del infierno original”, en la presente novela Héctor Bianciotti vuelve a incidir e insistir en esa fatalidad que implica el síndrome cavafiano: “Hoy no comparto ya [apunta su alter ego] el apresuramiento del que se va para siempre creyéndose liberado de su pasado o de sus orígenes.”
El novelista que salió de la llanura (sin jamás salir de ella), que habiendo caminado hacia varios horizontes europeos, siempre, al unísono, ha caminado hacia el horizonte de allá, en el espejo o espejismo de estas páginas, evoca, selecciona, imagina y decanta la cartografía de tales supuestos primeros recuerdos, aprendizajes y vivencias, desde que era un escuincle nacido en la planicie (el mismo año en que allí nació Héctor Bianciotti), hijo de campesinos pobres llegados del Piamonte, hasta que en 1955 (el lapso en que el autor también partió al Viejo Continente), en medio de su pobreza porteña y del acoso policíaco que desató el peronismo, recibe un boleto para embarcarse rumbo a Nápoles.
Paul Valéry estuvo entre las lecturas profanas que el protagonista hizo durante su estancia de cinco años en el Moreno, seminario franciscano de Córdoba, pequeña y petulante ciudad que presumía de culta, las cuales, ineludiblemente, incidieron en su renuncia a convertirse en sacerdote, en defensor y difusor de una fe siempre peleada con los reclamos de la carne. De Valéry entresacó su “lema secreto”: “Yo siempre me he preferido”.
Y sí, desde la primera hasta la última anécdota que relata y piensa, es indudable que siempre, en secreto, comulgó y comulga consigo mismo. Esto tiene particular énfasis cuando refiere lo relativo a su sexualidad. De niño, ante la mirada reprobatoria de los demás, sobre todo la de su madre, oculta su onanismo e incipiente zoofilia.
Héctor Bianciotti |
Y como es de suponerse, su tendencia homosexual, incorregible, forma parte de su renuncia a vestir la mortaja del hábito de cura (por los siglos de los siglos).
Hay que destacar, además, que la feliz preferencia por sí mismo, fue el ímpetu que lo indujo, a los once años, a ingresar al seminario, anteponiéndose a la furia y al rechazo inmediato que le causó tanto a su querida mamá, como a su despreciado padre, quien ya lo contaba entre los jornaleros de Las Junturas, la hacienda que entonces tenía en arriendo. Años después, Judith —la mujer con la que conoce la plenitud heterosexual y el amor fugaz, idílico y con reminiscencias edénicas— queda embarazada; y es por él, por su concentración egocéntrica, por lo que ambos decretan la inexistencia del posible vástago.
De 1951 a 1955, durante su estadía en Buenos Aires, que es el tiempo en que percibe de cerca la amenaza de la actitud marcial, nazifascista de los prosélitos y acólitos de Perón, pero también por los prejuicios morales de los simples ciudadanos, propensos a acusar el menor indicio que descubra a un marica, el personaje, atrincherado en sí mismo, corre los cerrojos de su interior, experimenta fobias y alucines paranoides, sobre todo por el asedio y la corrupción policíaca que se cuela, transpira y respira por todas partes, en cuyas oscuras y equívocas redes de espías y delatores disfrazados de civiles se ve envuelto y ambiguamente beneficiado, cuando Matías, uno de esos polis de la secreta, con ciertas influencias y contactos, es el que misteriosamente le paga el boleto a Nápoles, además de brindarle instrucciones que facilitan los trámites.
Y si el protagonista no hubiera optado por su propia preferencia, otra explicación tendría la forma en que va descubriendo y delineando su camino hacia la lectura y la escritura: desde su primer escrito infantil: el cuento El gato con botas que copió letra por letra, y el cual, desde la llanura, envió con su firma a Rosalinda, una revista de señoras elegantes (muy parecida a El Hogar, la revista donde por esos años, entre 1936 y 1939, Borges escribía pequeños ensayos, biografías sintéticas y reseñas de libros de autores extranjeros), pasando por las actividades que lo hicieron sobresalir en el seminario: a partir de la cifra de su destino que a su llegada encuentra en “Lo fatal”, de Rubén Darío, poco a poco se transforma en un lector voraz, que a diferencia de los otros alumnos, que son unos burros infumables, goza de un salvoconducto que le permite salir del seminario para proveerse de libros prohibidos. Pero también, allí mismo, se convierte en un músico virtuoso y en un teatrero hacedor de sus propios libretos, hasta lo que es el preludio de su ida a Europa: un poeta pobre e infeliz, sin éxito en sus teatrerías, empleado de una inmobiliaria, quien subsistía en el cuartucho de un tejado, capaz de escribir los versos más tristes ante las estrellas de cualquier noche; que conoció la cárcel en Villa del Rosario; que en Córdoba, cuando chambeaba en una fábrica, fue parte de unos “conjurados sin objetivo”, editores de la revista Abraxas, bautizada así para agraviar a Herman Hesse; quienes leían las Cartas a un joven poeta sintiendo que oían al oráculo y que también ellos eran unos ángeles terribles, dignos de almorzar con Borges, para que éste, que aún no era ciego, viera sus rostros, únicos e irrepetibles.
Héctor Bianciotti |
En síntesis, la novela de Héctor Bianciotti es el resultado de la excitación, exultación y engolosinamiento de un narrador que, en su eterno y último día parisino, dialoga y sueña con su propio “mensajero de la noche”, el que se remonta hasta sus más lejanas tinieblas, el que oye su voz interior, nocturna, “compuesta de sonidos que recuerdan”, con la que reinventa y reescribe pasajes y personajes (como la Pinotta o el joven Peñaranda) con el único objetivo de dibujar y amasar, de bulto, el devenir de un rostro y de un cuerpo, que son y no son suyos.
Sin embargo, pese a que abundan los momentos reflexivos, la novela carece de la intensidad pensativa y aforística de Sin la misericordia de Cristo; e incluso, los dramas de Adélaïde Marèse y de los asiduos parroquianos del Café Mercury son mucho más profundos y conmovedores en relación a todo lo que Héctor Bianciotti aborda en esta novela.
Entre capítulos y reiteraciones críticas y burlescas, como las que hace al catolicismo y a la leyenda y mitificación que precede y continúa después de la temprana muerte de Eva Perón (santa y heroína milagrosa de las hordas de descamisados), no escasean las páginas plagadas de trivialidades melodramáticas, sumamente superficiales e innecesarias, aún a pesar de que los avatares del personaje reproducen e idealizan una variante del arquetipo que todavía erosiona la identidad argentina: el protagonista, y algunos otros soñadores, a sí mismos se consideran: europeos en el exilio.
Su otrora viaje a Europa se supone, entonces, un retorno, un reencuentro con sus raíces ancestrales, pese a que su índole de inmigrante latinoamericano, oh contradicción, sino lo proscribe y margina (como ocurre en algunos casos menos afortunados), sí lo señala y desnuda.