lunes, 27 de enero de 2020

La decisión de Sophie

Me importan un pepino Dios y su Universo

I de II 
La primera edición en inglés de La decisión de Sophie (Sophie’s Choice) —extraordinaria, documentada y minuciosa novela del norteamericano William Styron (1925-2006)— apareció en Nueva York, en 1979, editada por Random House, Inc. Y por ella, el 17 de noviembre de 1980 recibió, en los Estados Unidos, el Premio Nacional de Libro (National Book Award) en el área de Ficción. La traducción al español de Antoni Pigrau editada en Barcelona por Navona Editorial en la serie Los ineludibles, está precedida por un par de epígrafes (de Rainer Maria Rilke y de André Malraux) y por una breve “Introducción” del novelista, ex profesa “para la edición española de la Biblioteca Franklin”; y casi la cierra un “Epílogo” de Javier García Sánchez.
Los ineludibles, Navona Editorial
Barcelona, 2016
        De tapas duras, gruesa como un ladrillo y con un listón dorado de separador, La decisión de Sophie comprende dieciséis capítulos numerados con arábicos. No obstante la polifonía y el oscilar en el tiempo y en el espacio (entre Estados Unidos y Europa), los sucesos que articula la extensa y caudalosa trama (con múltiples entresijos, digresiones, suspense y flashbacks) están narrados y evocados —tres décadas después de 1947— por un tal Stingo (especie de alter ego del novelista), avezado, desinhibido, erotómano, culto, erudito, reflexivo, lúdico, melómano, cinéfilo, quien entonces era un modesto joven sureño de 22 años recién llegado a Nueva York (ya con estudios en la Universidad Duke, en Durham, Carolina del Norte), con aspiraciones y sueños de convertirse en un gran novelista; e incluso piensa escribir un libro sobre Nat Turner, el legendario e histórico esclavo negro que en 1831, en el condado de Southampton, en “la infeliz Virginia defensora de la esclavitud”, encabezó una efímera rebelión y matanza de blancos, truncada con su captura, encarcelamiento, juicio y condena a muerte; previsto libro que ineludiblemente remite a Las confesiones de Nat Turner (The confessions of Nat Turner, 1967), novela de William Styron, por la que en 1968 obtuvo el Premio Pulitzer.  

   
Palabra en el tiempo núm. 39, Editorial Lumen
Barcelona, 1968
          A estas alturas del siglo XXI y de la celebridad de la novela, quizá es improbable que un lector se sumerja en las páginas del libro sin haber visto el homónimo filme basado en él. Dirigido por Alan J. Pakula y estrenado en 1982, el largometraje —que con sus variantes y síntesis apenas es un esbozo de todos los detalles y minucias que se narran en la novela— está protagonizado por Peter MacNicol (Stingo), Meryl Streep (Sophie Zawistowska) y Kevin Kline (Nathan Landau). Así que no extrañaría que el lector que por primera vez lee la novela de William Styron no ignore, de antemano, que el dramático final es el suicido de la pareja, matizado con los versos de Emily Dickinson que Stingo, en la película, les lee al pie de la cama donde murieron (en la novela lo hace al pie de su inhumación en el cementerio de Nassan County). Breve poema sin título, espléndidamente traducido por Antoni Pigrau:

         Haz amplia esta cama.
                Haz esta cama con temor;
espera en ella el postrer juicio,
sereno y excelente.

Sea recto su colchón,
redonda sea su almohada;
que ningún rayo dorado del sol
llegue a perturbar esta tierra. 
     Pero si durante la lectura del libro quizá es inevitable no imaginarse a la atractiva y seductora Sophie (rubia y de pómulos eslavos) semejante a la caracterización de Meryl Streep y al histriónico y locuaz judío Nathan Landau con las peculiaridades de Kevin Kline, el caso de Stingo es otra cosa. En la película, el jovenzuelo Stingo, con agudos gallos en el gaznate cuando grita o alza la voz, es de baja estatura y cojea; mientras que en la novela no es ningún rengo y desde los 17 años (cuando se alistó “en la infantería de Marina” atiborrándose de plátanos para obtener el peso reglamentario) mide “un metro ochenta de altura” (y algo “más”).   
   
Stingo (Peter MacNicol), Sophie (Meryl Strepp) y Nathan (Kevin Kline)

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         Hay dos grandes vertientes narrativas que —entreveradas entre los diversos episodios y digresiones— serpentean en las páginas de la novela La decisión de Sophie. Una se desarrolla en Nueva York, principalmente entre junio y octubre de 1947, que es el indeleble período que Stingo vivió en torno a las entrañables, delirantes y magnéticas personalidades de Sophie y Nathan, que eran pareja y protagonistas de los vaivenes de un singular y desenfrenado amour fou. Y la otra son las confesiones de Sophie Zawistowska, nacida en Cracovia, víctima y sobreviviente del Holocausto, mismas que a lo largo de la novela le revela a Stingo.  
   
El Palacio Rosado

Fotograma de La decisión de Sophie  (1982)
         Previo a su arribo (en junio de 1947) a la rosada casona de huéspedes que en Flatbush (el barrio judío en Brooklyn) regenta Yetta Zimmerman, su obesa, sesentona y viuda propietaria, Stingo trabajó cinco meses en el “acristalado cuchitril del vigésimo piso” de la editorial McGraw-Hill & Company, y subsistía en el cuartucho de una hacinada y pobretona pensión de paradójico y rimbombante nombre: University Residence Club. Tras su despido de la editorial (hay que leer sus incisivos, jocosos e hilarantes dictámenes) y con casi 500 dólares en el bolsillo que le envió su padre desde Tidewater, Virginia (ámbito donde nació) —producto de la repartición de una herencia decimonónica de índole esclavista—, Stingo, en su habitación en la planta baja de la casona de Yetta, desde donde observa los árboles del parque Parade Ground (contiguo al Prospect Park Lake), se dispone a continuar la escritura a mano (y no a máquina) de lo que será su primera novela. Pero no tarda en oír el fragor y el ímpetu sexual de una pareja que fornica en la recámara de arriba, precisamente sobre el techo de su habitación. Y por Morris Fink, uno de los siete inquilinos de la casa, que además funge de portero, de encargado cuando Yetta no está y chismocito del vecindario, le aclara que se trata de Sophie y Nathan. Apasionados amantes que sin embargo la primera vez que los ve, en el momento de llegar de la calle, ya de noche, los encuentra peleándose a gritos frente a la puerta de su cuarto (con sonoras e hirientes metáforas) y por ende presencia la neurosis, la virulencia, la rispidez, la misoginia y el florido vocabulario de Nathan, y hasta lo tunde con insultos (pese a que aún no han sido presentados), tildándolo de “paleto sureño” que practica “deportes sureños”, “Como el linchamiento de negros”. Nathan se larga. Y en el diálogo inicial que Sophie y Stingo cruzan, éste ve, por primera vez, además de su belleza, de su tentador cuerpo de pecado y el espléndido nalgatorio que posee, el número que tiene tatuado en el antebrazo. Y de su voz, “sibilante en polaco”, oye el nombre del sitio donde estuvo: Oświęcim, el poblado al sur de Polonia (a unos 60 km al oeste de Cracovia) donde los nazis construyeron el abominable, espeluznante y terrorífico campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.  
Auschwitz-Birkenau
       El final de ese áspero episodio sucede a la mañana siguiente, tras el regreso de Nathan murmurando, dando portazos y fuertes pisadas. Stingo aún dormía. Y Morris Fink, testigo ocular y auditivo, luego le platica la escena, que ocurrió en el cuarto de Nathan, donde Sophie yacía en el suelo con el camisón arremangado; hubo insultos, amenazas, vejaciones y bofetadas en el rostro. Es decir, es un cuadro con evidentes visos sadomasoquistas, que, por lo que le comenta Morris, se viene sucediendo desde que son inquilinos en “el Palacio de la Libertad de Yetta” (más o menos desde hace un año), cada uno con su correspondiente habitación, para dizque eludir las habladurías de que allí vive una pareja en unión libre. Tal es la azarosa y agresiva conducta de Nathan que Morris lo ve como “Una especie de golem”. Y como Stingo ignora “qué diablos es un golem”, Morris se lo explica: “Verás... no sé explicarlo con exactitud. Es un... eso es judío. ¿Cómo se llama...? No es exactamente de tipo religioso; es más bien un monstruo. Es una invención, como Frankenstein, ¿sabes?, solo que lo inventó un rabino. Está hecho de barro o de alguna mierda por el estilo, aunque parece un ser humano. Pero lo que pasa es que tú no puedes programarlo y que, pese a comportarse como un ser humano normal, en el fondo es un jodido monstruo desbocado. Y a veces lo demuestra. Es lo que quiero decir de Nathan. Actúa como un maldito golem.”

     
Cartel de The Golem (Der Golem, wie er in die Welt kam, 1920)
       Mucho más delante, y aún sin desvelar el intríngulis, Sophie le comenta casi justificando ese repetitivo síndrome o trastorno bipolar (que trastoca y erosiona la estabilidad psíquica y emocional de ella): “No fue nunca culpa suya. Siempre llevó dentro aquel demonio, un demonio que aparecía cuando se hallaba en una de sus crisis, en una de sus tempêtes... Un demonio que lo dominaba en ciertas ocasiones, Stingo.”  
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         La segunda vez que Stingo presencia otro capítulo de esa violencia sadomasoquista, pero aún más aguda, con más recovecos y con más saña, sucede un mes después (a fines de julio de 1947), cuando ha avanzado la amistad y la complicidad del triángulo. Esa vez la patética iracundia se escenifica en torno a la mesa que suelen ocupar en el bar Maple Court, cercano a la casona de Yetta. Desde el domingo de junio que fueron de paseo a Coney Island, que fue el día siguiente a la bochornosa escena inicial y cuando empezó la amistad entre los tres, Nathan, con obvia solvencia económica, presume ser “graduado en ciencias por Harvard, en la especialidad de biología celular y del crecimiento”, y de ser un investigador en la Pfizer, “una firma con sede en Brooklyn considerada como una de las mayores empresas farmacéuticas del país”. Así que esa tarde en el bar, a donde Nathan llegará alrededor de las siete, Stingo y Sophie esperan con entusiasmo que les revele, por fin, el anunciado secreto de su ardua investigación en el laboratorio; trascendental descubrimiento por el que, dice, recibirá el Premio Nobel. Pero no sucede nada de esto. Nathan, visiblemente alterado, y con sus cualidades imitativas y paródicas, carga contra Sophie acusándola de infidelidad con un tal Katz (se trata del quiropráctico Seymour Katz, colega del doctor Hyman Blackstock, judío y polaco en cuyo consultorio Sophie trabaja de recepcionista desde que llegó de Suecia a “Norteamérica bajo los auspicios de una organización de socorro internacional”). Y también ataca a Stingo y ridiculiza su libro en ciernes, mismo que había elogiado tras leer los manuscritos. Pero aunado a la birria, a la malaleche y a sus endiablados insultos misóginos, descuella la embestida a Sophie por ser sobreviviente de Auschwitz: “Dime pues, oh, bella Zawistowska, cómo es posible que tú sigas habitando en el mundo de los vivos. ¿Acaso gracias a los estupendos truquitos y estratagemas de esa monada de cabecita que tienes conseguiste respirar el claro aire polaco mientras las multitudes, en Auschwitz, se ahogaban lentamente en el gas?” [...] “Veamos, ¿de qué raro subterfugio de valiste —insistió— para salvar tu piel mientras los demás se transformaban en humo? ¿Engañaste? ¿Traicionaste? ¿Hiciste la vista gorda? ¿Ofreciste tu bello culito?” Stingo, en vez de defenderla y tundir a Nathan con un sopapo preliminar en la bocota, timorato y cobarde, escurre el bulto al inodoro, donde, matando el tiempo, lee elocuentes grafitis de maricas que anuncian el sexoservicio. 
      Cuando Stingo regresa a la mesa, Nathan y Sophie ya no están. Desde el bar, llama por teléfono al hotel McAlpin, lugar donde se hospedará su padre (viene en tren desde Tidewater a visitarlo y Stingo tendría que recibirlo en la estación de Pensilvania). Cuando regresa a la casona de Yetta, encuentra destrozos en los cuartos de Sophie y Nathan. Y es Morris Fink quien lo pone al tanto de los pormenores de la ruptura y de la partida de ambos. Nathan le dio cincuenta dólares a Sophie; la subió a un taxi y la envió a un lugar de Manhattan, al parecer un hotel. A Morris le dio un dólar por bajarle el equipaje y por cuidarle el tocadiscos (cuyo cambio automático recién fue arreglado en el cuarto de ella por el doctor Katz), pues dijo que regresará por él y por algunas cajas; se subió a otro taxi con sus cosas y tiliches “y se fue en dirección contraria, hacia la avenida Flatbush”, al parecer rumbo a la “casa de su hermano en Queens”.
   
Hotel McAlpin
              Desalentado por esa agria e inesperada ruptura, Stingo va reunirse con su padre en el “hotel McAlpin, de Brooklyn, en la calle Treinta y cuatro”. Pasean por Nueva York y convive con su progenitor durante tres días. Lapso que Stingo aprovecha para contar, además de los episodios de esa estancia y convivencia con su padre, anécdotas y detalles sobre sus progenitores y sobre él mismo. Por ejemplo, dice que su madre murió de cáncer en 1938; y que el año anterior a su muerte, cuando él “tenía doce años” y el cáncer “comenzó a apoderarse de sus huesos”, él la recuerda (dado que era lectora) con el “brillo de sus gafas sobre You can’t go home again [Ya no puedes volver a casa], de Wolfe”. No obstante, vale observarlo, en la vida real esa novela póstuma de Tom Wolfe no se publicó en 1937, sino en 1940. Pero ante la frustración y el desasosiego que implica la ruptura de Nathan y Sophie y su ausencia en la casa de Yetta Zimmerman, decide regresar con su padre a Virginia e instalarse en la granja cacahuatera en Southampton County (recién heredada por su padre de su contemporáneo y antípoda Frank Hobbs), que además “está a un paso, a un salto, del terreno en que Nat Turner inició su terrible y sangrienta misión”. Pero curiosamente, en vez de preparar con su padre los bártulos para el regreso a Virginia (hubiera sido lo lógico luego de tres días de convivencia), Stingo, que ha dormido con su progenitor en el hotel McAlpin y quien además antes de visitarlo le dijo: “Nunca he estado en Brooklyn”, le pide que compre otro boleto de tren y que lo espere en la estación de Pensilvania, y él en solitario va a recoger su equipaje y utensilios a la casa de Yetta Zimmerman. Pero como encuentra a Sophie en su cuarto, “sola en medio del desorden de la habitación”, que él “creía abandonada para siempre”, llama por teléfono a su padre y le dice que ha decidido quedarse en Nueva York. 
     Esa mañana de un viernes de principios de agosto de 1947, Stingo persuade a Sophie de que retrase su partida. Y descubre su afición al whisky cuando la ve beber “tres whiskis con agua” y cuando le dice: “no puedo marcharme así, tan de golpe. Demasiados recuerdos. Hazme un favor. Te lo ruego. Ve a la Church Avenue y cómprame una botella de whisky. Necesito emborracharme.” El caso es que Sophie reanuda y abunda sus confidencias y confesiones sobre su dramática vida. Y “corriendo bajo un explosivo aguacero de agosto”, se van al bar Maple Court, donde Sophie sigue bebiendo whisky y hablando un “largo soliloquio”. Y ya de madrugada (ella coherente, pero contoneándose por la embriaguez) toman un taxi para llevarla a la casa de Yetta, pese que “distaba cosa de un kilómetro y medio del Maple Court”. Sophie le prometió no “trasladarse a su nuevo lugar en Fort Greene Park, hasta después de aquel fin de semana”. Y acepto ir con él, el sábado, a la playa de Jones Beach. Donde Stingo oye de ella más sombrías revelaciones; donde la rescata del mar tras un intento de suicidio no muy decidido; donde él ve, por primera vez, una mujer completamente desnuda, y donde una eyaculación precoz le impide disfrutar las delicias del sexo oral. Vivencia que no conoce, dada su fallida y efímera experiencia con Leslie Lapidus, atractiva, turgente y seductora dríada judía de clase alta (con “una tesis sobre Hart Crane”), signada por sus represiones psíquicas, pese a su deslenguada voluptuosidad verbal. Leslie le dice, por ejemplo, algo que parece una fogosa declaración de principios: “Antes de empezar el psicoanálisis era completamente frígida, ¿os lo podéis imaginar? Ahora no pienso en otra cosa que en joder. Wilhelm Reich me ha convertido en una ninfómana.” 
     
Leslie Lapidus (Greta Turken) en Coney Island

Fotograma de La decisión de Sophie 1982)
        En lo que concierne a las revelaciones sobre su psicótico vínculo con Nathan, descuellan los diseminados vericuetos y minucias en torno al episodio sucedido en octubre 1946, apenas “unos meses después de que se conocieran en la biblioteca del Brooklyn College” e iban a casarse. Obnubilado por la supuesta infidelidad de ella y por la reiterativa suspicacia de “por qué sobrevivió en Auschwitz mientras ‘los demás’ (tal como él lo dijo) morían”, Nathan, con múltiples agresiones verbales, la llevó a Connecticut manejando a gran velocidad (y temerario) el descapotable de su hermano Larry Landau, donde en la habitación de una “vieja posada” ubicada “en cierto lugar de la arbórea y sinuosa carretera que se extiende de norte a sur a lo largo de la orilla del río entre New Milford y Canaan”, con un par de cápsulas de cianuro sódico preparadas ex profeso por él en los laboratorios de la Pfizer, planeaba cumplir un supuesto “pacto de suicidio”; es decir, matarla y suicidarse. En el trayecto, le dio de patadas en las costillas e “intentó orinar en su boca”. Y entre las mil léperas e incendiarias invectivas la llamaba “Irma Griese” (“réplica tan perfecta de Irma Griese”; “Irma, mi puerca Irma”; o “puerca fascista, Irma Griese, furcia achicharradora de judíos”), en alusión a Irma Grese, sádica y perversa supervisora de prisioneros en los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau, Bergen-Belsen y Ravensbrück, ejecutada en la horca, a los 22 años, “en la prisión de Hamelín (Alemania) el 13 de diciembre de 1945”. 
   
Irma Grese
       Así que en ese vociferante tenor, como si Nathan fuera la gran pirinola químicamente puritanoide y éticamente irreprochable, la fustiga con su aceitada y procaz verborrea: “está claro que la hermosa Irma Griese se ganó la horca por haber dado muerte personalmente a varios miles de judíos en Auschwitz, pero la lógica no explica por qué muchas como ella se salvaron. Quiero decir: ¿qué sucedió con esa monada polaca que me tiene sorbido el seso? Puede que sea polaca al cien por cien, pero también tiene el aspecto de una verdadera nórdica, como una estrella cinematográfica alemana interpretando a la asesina Condesa de Cracovia. ¡También podría añadir que el impecable alemán que hablas surge de tus labios con una precisión solo propia de una muchacha renana! ¡Polaca! ¡Ay de mí! Das machst du andern weismachen! ¿Qué te hace decir tantos embustes? ¿Por qué no lo admites, Irma? ¡Flirteaste con los de las SS! Colaboraste con ellos, ¿no? ¿No fue así como lograste salir de Auschwitz, Irma? ¡Confiésalo!”
   
Irma Grese y Josef Kramer detenidos en el
Campo de concentración de Bergen-Belsen
       En el contexto de esas dramáticas y patéticas confesiones, Sophie le revela a Stingo algo que él ignoraba: que “Nathan siempre tomó drogas”. Y oye “por primera vez”, dice, “la palabra anfetamina”. “Tomaba algo llamado Benzedrine —dijo Sophie—, y también cocaína. En grandes dosis. A veces cantidades suficientes como para enloquecer. Le era muy fácil hacerse con ellas en Pfizer, el laboratorio donde trabajaba. Claro que todo eso era ilegal.” Así que Nathan no sólo iba flipado durante el viaje a Connecticut (y consumiendo más), sino que ya lo estaba, durante la noche y la madruga, desde la fiesta en casa de su amigo judío Morty Haber, donde olía a marihuana por todos los rincones, y donde se polemizó sobre el destino de los judíos y de los nazis después de la derrota del Tercer Reich, y donde en la radio oyeron, en medio de un silencio ritual, a un “reportero de la CBS” que “hablaba de los ahorcamientos de Núremberg”. Allí, en esa fiesta donde se fumaba marihuana, Morty le dijo a Sophie: “ya estaba enviciado mucho antes de que lo conocieras. ¿Es algo que pueda controlarse? Sí. No. Quizá. ¡No lo sé, Sophie! ¡Ojalá lo supiera! Nadie sabe mucho acerca de las anfetaminas. Hasta cierto punto, son inofensivas. Pero es evidente que pueden ser peligrosas, que pueden crear hábito, especialmente cuando se mezclan con algo más, como la cocaína. A Nathan le gusta esnifar cocaína, cuando está flipado por las anfetas, cosa que considero muy peligrosa. En esas condiciones puede perder el control de sí mismo y caer en, no sé, algún estado psicótico que le impida una relación normal con los demás. He considerado eso y, sí es peligroso, muy peligroso. Bueno, dejémoslo, Sophie, no quiero hablar más de este asunto, pero si ves que pierde la chaveta, ponte en contacto enseguida conmigo o con Larry...”
    El caso es que tras el citado regreso (en la madrugada) del bar Maple Court, Sophie planea trasladar sus cosas, durante la mañana del domingo, a su “nueva casa y llegar puntual al trabajo” (al consultorio del doctor Blackstock). Pero de las sombras surge Nathan; y él y Sophie escenifican una pose de perdón y reconciliación. Los tres compinches reinician la amistad y Nathan le deja a Stingo un cheque por 200 dolarotes; una módica compensación por los “¡Más de trescientos dólares!” que alguien robó de su botiquín (nunca se aclara quién fue el ladrón), junto con una retórica “nota escrita a mano: ‘Para mayor gloria de la literatura del Sur’”. Todo parece ir de nuevo sobre rieles y en Nathan dominar el doctor Jekyll sobre “su lado demoníaco —aquel míster Hyde que lo poseía y le devoraba las entrañas de vez en cuando”. 
  En septiembre, Sophie y Nathan le anuncian que se casarán en octubre, que Stingo será su padrino y harán con él un viaje al Sur en el convertible de Larry Landau, el hermano de Nathan, que es “cirujano urólogo con una amplia y creciente clientela en Forest Hills”, quien, pese a que nunca lo ha visto, “la última semana de septiembre” lo llama por teléfono a la casa de Yetta Zimmerman. Larry recibe a Stingo en su casa en Forest Hills y casi a quemarropa le revela el meollo de la cita: “Nathan no es biólogo, ni investigador. No puede llamarse científico; jamás ha sido graduado en nada. Todo lo que dice al respecto es simple invención.” Sí, trabaja en la Pfizer, “pero en la biblioteca de la compañía; disfruta de una sinecura [un favor obtenido por los contactos de su enriquecido padre] que poco le exige y que le permite leer cuanto quiere sin que nadie se preocupe por ello. Ocasionalmente, hace alguna pequeña investigación, una búsqueda de datos, para alguno de los verdaderos biólogos de la compañía. Su farsa no perjudica a nadie, al menos por ahora. Nadie tiene conocimiento de ella y menos que nadie esa dulce amiguita suya, Sophie...”
    Según puntualiza Larry Landau, Nathan “está completamente loco”; es “Paranoico esquizofrénico”, diagnóstico que no lo convence del todo. Nathan tiene todo un historial de clínicas psiquiátricas. Y, obviamente, las drogas han agravado su estado. El caso es que Larry le pide que lo mantenga al tanto de los desajustes de su hermano. 
   Por esos días, Stingo recibe una invitación de su amigo Jack Brown, que tiene “una pacífica y rústica casa en Rockland County”, donde Stingo pasa “menos de diez días”, y donde conoce a Mary Alice Grimball, con quien ansía lograr la “consumación sexual” (cosa que no ocurrió con Leslie Lapidus ni con Sophie). Pero fuera del maníaco y repetitivo onanismo manual (sólo de ella hacia él) no ocurre nada pleno ni satisfactorio. Ese episodio se interrumpe, ya en octubre, con una llamada telefónica que le hace Morris Fink: Nathan volvió a pegarle a Sophie y de nuevo amenazó con matarla. Stingo telefonea a Larry, pero está en Toronto. Stingo, ansioso y preocupado, regresa a la casona rosada de Yetta Zimmerman. Sophie ha ido al hospital a hacerse una radiografía en el brazo (Nathan le dio allí una patada). Stingo va a esperarla al consultorio del doctor Blackstock. Sophie, luego de llegar, le dice que Nathan le dio de puntapiés y que lleva una pistola. Así que Stingo la persuade para que huya con él rumbo al Sur. En los preparativos del equipaje en la casa de Yetta, Nathan llama por teléfono a Stingo. Éste trata de calmarlo y el otro suelta su elocuente y aceitada viperina de venenosa mazacuata prieta; y concluye, amenazante, diciendo que va por ellos, que está a la vuelta de la esquina, y truena un disparo.
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        El destino en ferrocarril, primero rumbo a Washington, D.C., es la granja cacahuatera en Southampton County, según planea, idealiza y sueña Stingo, donde él y Sophie se instalarán, y tendrán que casarse, y procrearán un feliz y dulce hogar con hijos, pues los prejuicios del entorno satanizarían a una pareja viviendo en unión libre. Pero, previsiblemente, Sophie, que no deja de beber whisky, se opone al matrimonio. 

   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         En Washington, Stingo, por el aspecto del recepcionista, se registra en el hotel Congress como el reverendo Wilbur Entwistle y esposa. Inesperadamente, en la madrugada, Sophie, que ya le ha revelado su secreto mejor guardado y más doloroso (el modo en que en Auschwitz perdió a su hija Eva María), se desnuda y le regala una noche de amor. Una indeleble noche de iniciación y consumación que Stingo narra con todos sus pormenores, deleites y menudencias eróticas. Stingo se duerme y Sophie, antes de irse para siempre, le deja una nota redactada a mano con su imperfecto inglés:
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        “Queridísimo Stingo:
     “Tan hermoso amante lamento abandonar y perdóname por no decirte adiós, pero he de volver con Nathan. Créeme encontrarás alguna maravillosa Demoiselle que te hará feliz en la Granja. Te aprecio tanto... No creas que con esto soy cruel. Pero cuando desperté me sentí tan mal y tan desesperada por Nathan... Quiero decir tan llena de Culpa y pensamientos de Muerte que era como Hielo en mi sangre. Así que tengo que estar con Nathan de nuevo signifique esto lo que sea. Puede que no vuelva a verte pero créeme lo mucho que conocerte ha significado para mí. Eres un gran Amante, Stingo. Estoy angustiada... Pero tengo que irme ahora mismo. Perdona mi pobre inglés. Amo a Nathan pero odio la Vida y a Dios. Me importan un pepino Dios y su Universo. Y también la vida. E incluso el Amor que pueda quedar en el mundo.”
    Casi sobra decir que la próxima vez que los vuelve a ver, en la casona rosada de Yetta Zimmerman, están ya muertos sobre la cama del cuarto de ella. Nathan Landau tenía casi treinta años y Sophie Zawistowska ya rebasaba la treintena. Según apunta Stingo:
   
Fotograma de La decisión de Sophie  (1982)
             “Parpadeé sin poder distinguir nada a la suave luz coralina que iluminaba débilmente la estancia. Poco a poco, fui viendo a Sophie y a Nathan echados en la cama sobre el cobertor de color albaricoque. Estaban vestidos como el lejano domingo en que salimos juntos por primera vez (ella, con sus ropas deportivas de otros tiempos; él, con el anacrónico y canallesco traje de franela a rayas que otrora le había dado el aspecto de un próspero jugador de ventaja). Ataviados de aquel modo y entrelazados sus brazos, desde donde yo me hallaba parecían tan apacibles como dos amantes que se hubieran vestido alegremente para dar un paseo, pero que hubiesen decidido quedarse en el último instante para echarse a dormir un poco, besarse y hacerse el amor o simplemente susurrarse cosas agradables, y se hubieran quedado petrificados de aquella manera para siempre.”



William Styron
(1925-2006)


II de II
El lector de La decisión de Sophie, la gran novela de William Styron, puede preguntarse qué tanto hay de verdad, y de mentira, en la inextricable mixtura de confidencias y confesiones que Sophie Zawistowska le hizo a Stingo sobre su pasado en Polonia, antes y después de la ocupación nazi y de la existencia de los campos de concentración y extermino erigidos durante la expansión territorial del Tercer Reich. Quizá sí haya un poco (o un mucho) de engaño si se piensa en el arraigado antisemitismo idiosincrásico, consubstancial, metabólico, orgánico y vertebral, tanto de su padre —que la educó desde niña y con quien ejercía de secretaria, aún casada y con hijos—, como en la atávica y masiva vertiente de polacos antisemitas que bullía no sólo en el entorno de los guetos de Cracovia y Varsovia, aún antes de que los alemanes invadieran y ocuparan Polonia durante la Segunda Guerra Mundial. 
Sophie Zawistowska (Meryl Streep)

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
          Al parecer, y por lo que evoca y reitera Sophie, su padre, Zbigniew Biegański, profesor de derecho y especialista en patentes, y su marido, Casimir Zawistowski (alias Kazik), profesor de matemáticas, murieron ejecutados el primero de enero de 1940 en el campo de concentración de Sachsenhausen (ubicado en Oranienburg, Bradenburgo, Alemania). La invasión nazi en Polonia fue muy rápida: se sucedió entre el 1 y el 6 de septiembre de 1939. En la zona de Cracovia los alemanes impusieron un nuevo gobernador: el nazi Hans Frank. Y el padre y el esposo de Sophie eran catedráticos en la Universidad de Cracovia. Parecía que los nazis respetarían a los profesores polacos. Pero una mañana de noviembre de 1939 cercaron la Universidad, detuvieron a los profesores polacos (al parecer “ciento ochenta en total”), los subieron en camiones y se los llevaron. La mayoría no regresó. Y Sophie nunca volvió a ver a su padre ni a su marido.

   
Hans Frank, gobernador nazi de la
Polonia ocupada
        Además de que durante un buen tiempo le escamotea a Stingo la existencia y la desaparición de sus hijos en Auschwitz (sobre todo el dramático modo en que los nazis le quitaron a su hija Eva María), al inicio de sus íntimas revelaciones le pinta un cuadro familiar ideal, onírico, entrañable, confortable, signado por el amor, la cultura, los libros, la música clásica y el abnegado catolicismo. Y le miente diciéndole que su padre, profesor de derecho, era protector y defensor de los judíos: “Papá nació en Lublin cuando esta ciudad pertenecía a los rusos [o sea: cuando era parte del Zarato de Polonia, protectorado ruso entre 1815 y 1915] y había en ella muchos, muchos judíos que sufrían los terribles pogromos, es decir, ataques, saqueos y matanzas. Una vez, mi madre me dijo (porque mi padre nunca hablaba de estas cosas) que, cuando papá era joven, él y su hermano sacerdote arriesgaron la vida escondiendo a tres familias judías para protegerlas del pogromo de los cosacos”.
 
Gueto de Cracovia
        Pero lo que luego cobra relevancia, y trasciende en la trágica y desoladora vida de Sophie, es el intrínseco y significativo rasgo de que su padre no era ningún humanitario, pacífico y heroico defensor de judíos, sino todo lo contrario. El profesor Biegański, partidario del pangermanismo y del nacionalsocialismo —en cuyo hogar Sophie aprendió el alemán antes que el polaco—, previo a la expansión territorial del Tercer Reich (el primer golpe, tras la recuperación de Sarre el 17 de enero de 1935, fue la anexión de Austria ocurrida el 12 de marzo de 1938) y de la megalomanía racista de la supuesta raza aria, no sólo arengaba contra los judíos, sino que “se puso a filosofar metódicamente sobre la necesidad de expulsar a los judíos de todos los caminos de la vida, empezando por el mundo docente”. De modo que “Se convirtió en uno de los principales activistas del movimiento segregacionista y en uno de los padres de la idea de separar a los estudiantes judíos en ‘bancos gueto’”. “Formó parte de una misión gubernamental enviada a Madagascar para estudiar la posibilidad de establecer allí colonias de judíos.” Y más aún: casi a fines de diciembre de 1938 concibió su apoteósica obra (que lo vindicaría ante el Führer y frente al todopoderoso y milenario Tercer Reich): el “panfleto El problema judío de Polonia: ¿tiene el nacionalsocialismo la respuesta?”, cuyo dictado en alemán Sophie, “la Navidad de 1938”, escribió taquigráficamente, y luego transcribió a máquina en dos versiones: alemán y polaco; folleto de “doce páginas y cuatro mil palabras”, que se imprimió y distribuyó a mano en la Universidad de Cracovia (incluso en otros “lugares de Polonia, Alemania y Austria”), donde el profesor Biegański proponía el exterminio, ídem la eufemística e histórica “solución final”; o sea: el exterminio total de los judíos. De ahí que Stingo diga sobre el paradójico y oscuro destino del profesor Biegański: “absorbido como un mero gusano por el enorme tumulto funerario del campo de Sachsenhausen”, fue “el excéntrico filósofo eslavo que vislumbró la ‘solución final’ antes que [Adolf] Eichmann y sus secuaces (quizá incluso antes que el propio Adolf Hitler, soñador y planeador de todo ello)”. 
   
Adolf Eichmann en 1942
         En cuanto al profesor de matemáticas Casimir Zawistowski, esposo de Sophie y padre de sus dos pequeños hijos: Jan y Eva María, no le cuenta mucho, pero sí que era discípulo del autoritario, falocrático y dominante profesor Biegański, su obediente colaborador y cómplice (por ende compartía sus prejuicios, sus atavismos y su ideología). Por ejemplo, en la apresurada revisión de las hojas mecanografiadas del panfleto pronazi y proexterminador de judíos, realizada “en el café de la plaza del Mercado”, en Cracovia. Su padre revisó las escritas en alemán y Kazik las escritas en polaco. Sophie, obnubilada por su nerviosismo y prisa, cada vez que aparecía el apellido “Chamberlain” (“en el texto, en las notas al pie de página, en la bibliografía”), le antecedió el nombre “Neville”, pues por entonces “se mencionaba mucho a Neville Chamberlain en las noticias por lo del Pacto de Múnich [firmado la noche del 30 de septiembre de 1938], en vez de escribir Houston Chamberlain, que era el nombre del Chamberlain que odiaba a los judíos”, y al que hacía referencia el profesor Biegański, precisamente por Los fundamentos del siglo XIX (1899); según Sophie, ese libro “está lleno de amor por Alemania y de odio hacia los judíos. Dice que contaminan la cultura europea y cosas por el estilo. Y cómo admiraba mi padre a ese Chamberlain...” Por ese repetido yerro mecanográfico, su padre la fustiga con desprecio y misoginia: “Tu inteligencia es puro serrín, como la de tu madre. No sé de quién heredaste ese cuerpo, pero lo que es el cerebro estoy seguro de que no se parece en nada al mío.” Ante esto, según cuenta Sophie, el impresor del panfleto, presente en la revisión, allí “en el café de la plaza del Mercado”, ahogó una risotada; y “Kazik: me observaba con su sonrisita habitual, y no me sorprendió que la expresión de su rostro confirmase el desprecio demostrado por mi padre.” Signo definitorio, que se ahonda y matiza con otra confidencia que transluce la muerte del deseo, del amor, del respeto, de la confianza y de la amistad en esa pareja que, por las anécdotas que le narró a Stingo al principio, se suponía amorosa, entrañable e ideal (irían a Viena después de la guerra, como otrora lo hicieron los padres de ella; Sophie a estudiar música: piano con Frau Theimann, que ya era una anciana, pues era la misma maestra que enseñó a su madre; y Kazik “su grado supérieur de matemáticas en la Academia austríaca”). Según Sophie, su marido le dijo lapidario: “Debes meterte lo que voy a decirte en esa cabeza tan dura que tienes, quizá más dura de lo que dice tu padre. No puedo seguir haciendo ‘eso’ contigo, no por falta de virilidad, ¿comprendes?, sino porque todo en ti, especialmente tu cuerpo, me deja totalmente insensible... Ni siquiera puedo soportar el olor de tu cama.”
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        Una de las primeras cosas que Sophie le desmiente a Stingo de sus primeras anécdotas es que no tiene un pelo de católica y que tampoco cree en Dios, pese a que al parecer sí era creyente y sí fue “criada como una dulce muchacha católica”. Y lo hace con acritud cuando, en el bar Maple Court, ella y Stingo esperan a que Nathan llegue a revelarles la índole del descubrimiento científico por el que dizque le darán el Premio Nobel. Un par de feísimas monjas, al parecer italianas que mascullan el inglés con torpeza, andan entre las mesas del bar pidiendo limosna “en nombre de las Hermanas de San José”. Al verlas, Sophie se torna iracunda e intolerante. Y entre lo que vocifera, dice: “Dos monjas: mala suerte” [...] “¡Las odio! ¿Has visto qué aspecto más horrible?” [...] “¡Tontas y estúpidas vírgenes! ¡Y con ese horrible aspecto!” [...] “¡Horrorosas! ¡Cómo aborrezco esa religión!” [...] “esas monjas me huelen tanto a pourri... a podrido... Tengo la sensación de que huelen mal. Esas monjas tan rateras...” [...] “Sí, rastreas, que se arrastran ante un Dios que tiene que ser un monstruo, Stingo, si es que existe. ¡Un monstruo!” [...] “No quiero hablar de religión. La odio. Es para los analphabètes, ¿sabes?, para los imbéciles.” Espontánea pus de una pútrida llaga y visceral diatriba, casi un incontinente vómito de miasma, cuyo intríngulis se infiere, y poco a poco ella va desvelando con sus patéticas y trágicas confidencias y confesiones. 
    Según Sophie, ella y su madre, tras el asesinato de su padre y de su marido a principios de 1940, emigraron de Cracovia a Varsovia (luego le revelará que también iban sus niños: Jan y Eva María), donde con muchas carencias (y mucho frío) sobrevivieron tres años en el quinto piso de un astroso edificio semidestruido por las bombas. Según Sophie, era obrera en una “fábrica de papel alquitranado”. Y en otro apartamento vivían dos jóvenes medio hermanos: Wanda (de la misma edad que Sophie) y Jozef (de menor edad). Ambos eran miembros de la clandestina Resistencia polaca. Wanda, culta, era líder y Jozef, anarquista, tenía por misión estrangular, sigilosamente con una cuerda, “a los polacos que traicionaban a los judíos, que denunciaban el lugar donde se escondían”. Y por ese oficio de escurridizo verdugo, unos ucranianos al servicio de los nazis lo degollaron en el edificio. Según dice Sophie: “Vinieron una tarde mientras yo estaba fuera y le hicieron un terrible corte en el cuello. Cuando llegó Wanda, ya había muerto. Se había desangrado en la escalera hasta morir...”
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        Jozef fue amante de Sophie, le revela e ilustra a Stingo con detalles y anécdotas, pese que al inicio le dijo aludiendo al receloso Nathan: “Es el único hombre con el que he hecho el amor en mi vida..., aparte de mi marido.” “Jozef nunca me maltrató como Nathan”, puntualiza. Y le confiesa, ese sábado de agosto de 1947 en la playa de Jones Beach cuando, ambos desnudos, Stingo no pudo disfrutar la primera fellatio de su vida por una intempestiva y traicionera eyaculación precoz: “cuando Jozef y yo intentamos hacer el amor por primera vez, le sucedió lo mismo. Él también era virgen.” Pero lo que cobra relevancia en ese diálogo es el neurótico y súbito deshago (mezclado con el whisky) con que culpa a Wanda de su caída en Auschwitz y de que Jozef muriera desangrándose: “¡Maldita bruja, esa Wanda! Fue la culpable de todo. ¡De todo! ¡De que Jozef muriera y de que yo fuese a parar a Auschwitz!” Pues luego resulta que, según sus postreras y largas rectificaciones, Wanda no fue culpable. Wanda, sagaz líder de la Resistencia polaca (empecinada en ayudar a los judíos del gueto, y fuera del gueto, incluso con armas incautadas a los nazis), le brindó un buen trato, tanto en el astroso edificio donde malvivían en Varsovia, en la cárcel de la Gestapo en Varsovia, durante el viaje en el ferrocarril que las condujo al campo de concentración (en cuyo vagón iban miembros de la Resistencia polaca y polacos detenidos al azar), como en Auschwitz, pues de ella recibió las últimas recomendaciones y noticias que tuvo sobre su hijo Jan, de diez años, destinado al Campo Infantil el primero de abril de 1943; trágico e inolvidable día que arribaron a Auschwitz y se sucedió, en el andén, la siniestra selección entre los prisioneros polacos no judíos, mientras una mal afinada orquesta tocaba “el tango argentino La cumparsita”: quienes serían esclavizados (con trabajos forzados) y apiñados en los malolientes barracones, y quienes irían directamente a las cámaras de gas y a los crematorios de Birkenau, entre ellos su hija, que iba con su osito y su flauta, la pequeña “Eva María Zawistowska, que al cabo de poco más de una semana hubiera cumplido ocho años”; mientras “mil ochocientos judíos procedentes de Malkinia” (aldea del condado polaco de Ostrów Mazowiecka), que venían amontonados en otros vagones del mismo tren, expeditamente “fueron cargados sin pérdida de tiempo en camiones y llevados a Birkenau” (o sea: a las cámaras de gas y a los crematorios), “operación que duró dos horas a partir del mediodía”.
 
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         Según reporta Stingo, “Sophie fue detenida hacia mediados de marzo de 1943, pocos días después de que Jozef muriera en manos de los esbirros ucranianos.” Dijo que había ido en tren a un pueblo cercano a Varsovia a comprar (de contrabando) “carne de cerdo” para su madre, enferma de tuberculosis. Ya de regreso a Varsovia, cerca de la ciudad, media docena de agentes de la Gestapo detuvieron el tren y ordenaron bajar a los pasajeros. El consumo de carne era exclusivo para los nazis; así que Sophie fue a parar a la cárcel de la Gestapo, pues, simulando un embarazo, llevaba escondido el jamón bajo sus ropas. Vale observar que Sophie dice que su madre murió de esa enfermedad poco después de que ella fuera detenida; pero, además de que casi no evoca ni relata nada sobre ella, no revela dónde quedó su madre ni cómo murió, pues no iba en el tren con Sophie y sus hijos rumbo a Auschwitz.  
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
    “Estuve veinte meses en Auschwitz”, Sophie le dice (y le reitera) a Stingo. Fue liberada cuando (el 25 de enero de 1945) el ejército soviético tomó el control del campo. Luego estuvo en Suecia, en un campo de desplazados de la Cruz Roja; período de recuperación física y mental en el que intentó suicidarse en una iglesia rasgándose, con un vidrio, las venas de las muñecas. Allí, ante ese infructuoso intento de suicidio, la reconfortó “una judía de Ámsterdam”, también sobreviviente del Holocausto, que sin embargo no había perdido la fe en Dios. Esa judía empezó a darle clases de inglés, previendo Sophie su ida a los Estados Unidos. Llegó a Nueva York a principios de 1946. A través de una agencia, encontró trabajo de “recepcionista a tiempo parcial en un apartado rincón de Flatbush, el consultorio del doctor Hyman Blackstock (nacido en Bialystock)”, judío que habla el yiddish, fiel a la sinagoga y a su mujer, ricachón y bonachón. En Flatbush (el barrio judío de Brooklyn) rentó un “cuarto en la casa de Yetta Zimmerman”, pomposamente llamada por ésta: “el Palacio de la Libertad de Yetta”; y que a Stingo, la primera vez que vio ese “Palacio Rosado”, le “recordó al instante la fachada de uno de aquellos castillos que aparecían en el último plano de la versión cinematográfica de la Metro-Goldwyn-Mayer de El mago de Oz”. Así que en “aquel turbulento verano de 1947”, cuando “un hermoso día de junio” Stingo conoció a Sophie y se enamoró de ella, ésta tenía “entonces algo menos de un año y medio que se hallaba en Norteamérica”.
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        Según apunta Stingo sobre Sophie, “El hecho de trabajar solo tres días por semana le resultaba tan provechoso para el cuerpo como para el alma, por así decirlo, pues empleaba sus días libres para perfeccionar su inglés en una clase gratuita del Brooklyn College y, en general, para integrarse en la vida de aquel barrio tan activo, vasto y bullicioso.” Para asistir a esa clase de inglés iba en metro, pese a que el viaje en metro la agobia (angustiosamente se hunde “en las profundidades del subsuelo de Brooklyn”). Para el colmo, cierta vez, en un oscuro apretujón, alguien le introdujo un dedo en la vagina; violento, súbito e inesperado ultraje que la hizo caer en una depresión en la cama que le duró varios días. Y en otro recorrido, rumbo al consultorio del doctor Blackstock, vio, en una página de la revista Look, una foto del ex comandante de Auschwitz, el nazi Rudolf Franz Höss, a punto de ser ejecutado en la horca (lo cual ocurrió precisamente en Auschwitz, a sus 46 años, el 16 de abril de 1947). 

     
Rudolf Franz Höss a punto de ser ejecutado en la horca
Auschwitz, abril 16 de 1947
        Según cuenta el omnisciente Stingo, “Mirando más allá de la vil figura, que tenía la cara pasmada e inexpresiva como la de un actor que interpretara a un zombi en el centro del escenario, los ojos de Sophie buscaron, encontraron y luego identificaron el borroso pero indeciblemente familiar telón de fondo: la achaparrada mole del primitivo crematorio de Auschwitz. Dejó caer la revista y bajó del tren en la siguiente estación, tan trastornada por aquella terrible intrusión en su memoria que anduvo vagando por los paseos cercanos al museo y al jardín botánico durante varias horas antes de aparecer por el consultorio del doctor Blackstock, quien dijo, al ver su cara enajenada: 
     “—No habrá visto usted un fantasma...., supongo”
   
Sophie en su clase de inglés en el Brooklyn College

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
          Así que unos meses después de su llegada a Nueva York, un día que fue en metro a su clase de inglés en el Brooklyn College, el profesor Youngstein lee a los alumnos unos reveladores versos sobre la muerte (de Emily Dickinson) que le fascinan por su sentido y eufonía:

Por no poder esperar la muerte,
       ella, bondadosa, me esperó a mí;
       nadie más cabía en el carruaje,
       solo nosotros dos, y la inmortalidad.

   Al preguntar en la biblioteca del Brooklyn College por “las obras del poeta norteamericano del siglo XIX Emil Dickens”, el bibliotecario Sholom Weiss, en vez de despejar su confusión y guiarla (obviamente se trata de una extranjera europea que no domina el inglés ni la literatura en lengua inglesa), la maltrata con tal indiferencia y brusquedad que suscita una discusión y un desmayo (dada la debilidad física que aún la aqueja). 
 
Sophie frente al bibliotecario

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         Es en esa peliculesca escena cuando aparece al rescate el galán, valentón y locuaz Nathan Landou (a quien Sophie no conoce y nunca había visto), que desagravia el entuerto zarandeando al bibliotecario con su filosa y puntiaguda labia: “Casi no lo conozco, Weiss, pero acabo de percatarme de que su educación es pésima. ¡He oído todas y cada una de las palabras que usted ha pronunciado porque me encontraba aquí mismo! —gritó—. Y he oído todas y cada una de las cosas intolerablemente rudas y ofensivas que usted ha dicho a esta muchacha. ¿No ha visto que es extranjera, desgraciado? ¡Si será estúpido! —Se había formado ante ellos un pequeño grupo de improvisados espectadores que, lo mismo que Sophie, podían ver temblar al bibliotecario como si lo azotaran fríos y huracanados vientos—. Es usted un mal judío, Weiss, uno de esos lameculos que fustigan a los demás judíos. Esta muchacha, esta bella y encantadora muchacha, solo con pequeñas vacilaciones en su lenguaje, le ha hecho a usted una pregunta perfectamente lógica y aceptable, y usted la ha tratado como a cualquier porquería a la que se puede pisotear. ¡Debería romperle esa maldita cabezota! ¡Habla usted de libros como podría hacerlo un fontanero! —De pronto, con todo el asombro que le permitía su aturdimiento, Sophie vio cómo el hombre daba un tirón a la visera de Weiss y se la dejaba colgando alrededor del cuello—. ¡Si será asqueroso! ¡Su sola presencia basta para hacer vomitar a cualquiera!”
    Sophie vuelve a desmayarse. Al recuperar el conocimiento se vomita en los dedos de Nathan, quien la asiste y la lleva en un taxi a la casona de Yetta Zimmerman. Lo primero que hace Nathan, además de los arrumacos, de desnudarla, de acostarla en la cama, de prepararle una nutritiva cena (degustada con un buen vino) y de enamorarse ipso facto, es procurar el paulatino restablecimiento de su salud con el apoyo de su hermano el doctor Larry Landau. Incluso solventa la inmaculada y rutilante prótesis dental (de diosa del cine) que luce en el verano de 1947, sustituto de la rústica dentadura que le proveyeron en el campo de desplazados de la Cruz Roja en Suecia.
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         De esos atroces veinte meses de prisión en Auschwitz, a partir de su llegada el primero de abril de 1943 —indeleble y doloroso día que vio cómo su pequeña hija Eva María era arrancada de sus brazos y conducida a los crematorios de Birkenau (a donde indefectiblemente, después de ser gaseados, los nazis trasladaban los cadáveres una vez que les hubieran extraído el oro de los dientes)—, Sophie concentra sus desinhibidas y detalladas evocaciones en torno a lo ocurrido durante un día axial para ella: 3 de octubre de 1943. En Auschwitz, Sophie pudo ser transferida del barracón donde hacinaron a las prisioneras polacas que llegaron con ella en el tren, gracias a su perfecto dominio del alemán y del polaco, aunado al dominio de la taquigrafía y de la mecanografía en máquinas con alfabeto alemán como polaco. Oficios que su padre, el profesor Biegański, le obligó a aprender cuando ella, dice, “tenía solo dieciséis años”. Por ello “Sophie ayudó a su padre durante varios años, en no pocos fines de semana, mecanografiando buena parte de su correspondencia bilingüe relacionada con las patentes (usando algunas veces el dictáfono de fabricación inglesa que le era antipático por el siniestro y fantasmal sonido, con ecos de hojalata, que daba a la voz de su padre)”. Dizque “nunca trabajó en nada que tuviese que ver con sus muchos ensayos hasta la Navidad de 1938”, cuando su padre dispuso que taquigrafiara su dictado en alemán, y luego mecanografiara las dos versiones de ese texto (en alemán y polaco) —nada menos que el susodicho panfleto pronazi y proexterminador de judíos—, pues “hasta entonces” sus ensayos, según dijo, “solo habían sido tocados por sus ayudantes de la universidad”.   
     
Prisioneras de Auschwitz
        Ya prisionera en el campo, un intento de violación por parte de una guardiana, sucedido “poco después de su llegada” a Auschwitz, provocó la injerencia de “la jefa del bloque”, una nazi de Dortmund, que al oír su dominio del alemán y al enterarse de sus oficios secretariales, la puso en contacto con “el Hauptscharführer Gunther de la oficina administrativa del campo”, y por ende Sophie fue trasladada a la “sección taquigráfica”, lo cual incluía subsistir en otro barracón, el “Bloque Dos”, “junto con varias docenas de mujeres también privilegiadas por trabajar en las oficinas del campo de concentración”. En la “sección taquigráfica” estuvo laborando hasta diez días antes del 3 de octubre de 1943, cuando le dijeron que la necesitaban para “un trabajo especial”; es decir, para que fuera secretaria del “Obersturmbannführer Rudolf Franz Höss, teniente coronel de las SS y comandante de Auschwitz”; cuyo inmaculado, pulcro y rutilante chalé de tres pisos y buhardilla: Haus Höss, repleto de muebles, cuadros y valiosos objetos robados a los judíos en varios lugares de Europa, estaba cercado dentro del perímetro del campo, donde también vivían Hedwig Höss, su esposa, y sus tres hijas y dos hijos. De ahí que Frau Höss, con tal de que ningún miembro de su honorable, aséptico y dulce hogar se contamine, contagie y enferme, impone la extrema limpieza y pulcritud, y el cotidiano uso de germinicidas, incluso entre la servidumbre de presos.  
   
Rudolf Franz Höss y su familia
        En el compartimiento masculino del sótano de Haus Höss “se alojaban siete u ocho prisioneros”; y en el femenino, Sophie coexistía con otras presas “privilegiadas”. Dos hermanas eran modistas judías oriundas de Lieja. Y Lotte, asmática y testigo de Jehová, era “el aya de los dos hijos más jóvenes de Höss”. No obstante, pese a que las modistas eran “las favoritas de Frau Höss”, la presa más “privilegiada” del chalé es “Whihelmine, el ama de llaves”; “una alemana que cumplía una condena por falsificación”, que “Vivía arriba, en dos habitaciones”. Entre los presos en Haus Höss descuella Bronek, un polaco “exgranjero procedente de los alrededores de Miastko”, que, casi un perro faldero, va y viene olfateando por todos los rincones y recovecos, camuflado en su apariencia de idiota e inofensivo tontorrón, y por ende roba alimentos y las sobras de la comida, para los presos del sótano, y espía e informa para la Resistencia polaca del campo. Por Bronek, Sophie se entera que Höss dejará Auschwitz y será transferido a “la oficina central en Berlín”. Es por ello que ese aciago 3 de octubre de 1943, mientras en los crematorios de Birkenau ardieron dos mil cien judíos procedentes de Grecia (gaseados ese día de su arribo en la mañana), y Harlekin, el “semental blanco árabe” de Höss, galopaba frente al chalé (visible desde un ventanuco de la buhardilla), ella, además de que tiene por secreta misión robar (para la Resistencia) la radio portátil del cuarto de Emmi (la hija de doce años), Sophie, en la monacal buhardilla donde funge de secretaria, se propone insinuarse, seducir y manejar a Höss a toda costa, con el objetivo de persuadirlo para que ella y su hijo Jan sean liberados. De tal manera que, seducido y tras escuchar su historia personal, quizá no necesitará utilizar el panfleto pronazi de su padre, que ha llevado “escondido en una de sus botas desde el día que dejó Varsovia”.
   
Hijos de Rudolf Franz Höss
        Sobre esas insólitas botas y ese discurso pronazi donde el profesor Biegański exponía el exterminio de los judíos, apunta Stingo: “El hecho de que los prisioneros fueran invariablemente desnudados y registrados tan pronto como llegaban a Auschwitz, raras veces les permitía conservar alguna de sus pertenencias anteriores. Sin embargo, debido a las caóticas y a menudo descuidadas condiciones en que la operación se llevaba a cabo, a veces un recién llegado tenía la suerte de poder quedarse con algún pequeño tesoro personal o alguna prenda de las que llevaba puestas. Por ejemplo, Sophie, gracias a una combinación de su ingenuidad y del descuido de uno de los guardianes de las SS, consiguió conservar un par de botas de cuero bastante usadas, pero todavía útiles, adquiridas durante sus últimos días en Cracovia. En la parte interior de una de ellas, el forro formaba un pequeño compartimiento en forma de bolsillo, y en él Sophie llevaba, el día [3 de octubre de 1943] que estuvo esperando junto a la ventana de la buhardilla el regreso del comandante [Höss], un folleto —sobado, sucio, muy arrugado, pero legible— de doce páginas y cuatro mil palabras en cuya portada podía leerse el título: Die polnische Judenfrage: Hat der Nationalsozialismus die Antwort? (es decir, El problema judío en Polonia: ¿tiene el nacionalsocialismo la respuesta?).
      Si bien es obvio que Höss, el comandante de Auschwitz, se siente atraído por la belleza de Sophie, ésta no logra su cometido, pese a que ante él se declara intrínsecamente pronazi: “Soy originaria de Cracovia, perteneciente a una familia apasionadamente partidaria de los alemanes, a la vanguardia, desde hace muchos años, de los incontables admiradores del Tercer Reich. Mi padre era, desde lo más profundo de su alma, un Judenfeindlich [antisemítico]...” Y el documento proexterminador de judíos escrito por su padre, del que le habla y le muestra, y le dice haber colaborado en su redacción, no le sirve de nada. A Höss, ante todo y sobre todo, le interesa él y su carrera burocrática en el poder de la supremacía nazi; y por ende, aunque la toca y la acaricia, no se permite ceder ante un efímero desliz allí en la solitaria buhardilla, ni mucho menos comprometerse ayudando y protegiendo a una atractiva prisionera polaca (una “enemiga del Reich” por ser polaca) por muy aria que parezca. Höss le promete a Sophie que verá a su hijo, allí en la buhardilla, al día siguiente. Pero esto no ocurre. Y el día acordado (4 de octubre de 1943), en lugar de permitir que vea a su hijo, le anuncia que dejará Haus Höss: “Te envío de nuevo al Bloque Dos, al sitio de donde viniste. Te marcharás mañana.”
   
Niños en Auschwitz 
      Ese nefasto 4 de octubre de 1943 que no pudo ver ni abrazar a su hijo Jan, en medio del desgarro dramático y melodramático, Sophie, siguiendo los consejos de Wanda, le ruega a Höss que destine a su hijo al programa Lebensborn: “Podría sacar a mi hijo del Campo Infantil para incluirlo en el programa del Lebensborn que tienen las SS y que usted sin duda conoce. Podría hacerlo enviar al Reich, donde se convertiría en un buen alemán. Es rubio, parece alemán y habla su idioma también como yo. No hay muchos niños polacos como él. ¿Verdad que mi hijo será muy adecuado para el Lebensborn?”.
   
Prisionera de Auschwitz
        Pese a que Sophie, con lloriqueos, logra arrancarle a Höss la promesa de integrar a Jan al programa Lebensborn, en realidad, aunque luego supo por Wanda que aún seguía en el Campo Infantil y que después desapareció de allí, en realidad nunca supo cuál fue su destino, y a todas luces parece que Höss no cumplió su palabra.
     La decisión de Sophie, claro está, no es una novela histórica. Pero en su inextricable y caudalosa urdimbre realista (a veces con un dejo de palimpsesto) se observa que William Styron hizo un amplio acopio de documentación bibliográfica e histórica (de ahí toda la abundante gama de nombres propios, de episodios, tácitas fechas y hechos extirpados de la historia, tanto de Europa, como de Estados Unidos). Léase, por ejemplo, un pasaje del esbozo biográfico de Höss, donde figura como el notable descubridor de la eficacia del Zyklon B para masivamente exterminar la plaga de judíos:
     
Rudolf Franz Höss
         “Höss llegó a establecer lo que podría llamarse unas fructíferas —o por lo menos simbióticas— relaciones con el hombre que sería su permanente superior: Adolf Eichmann. Eichmann estimulaba las dotes naturales de Höss, lo que condujo a algunos de los más notables adelantos en die Todentechnologie, la tecnología de la muerte. En 1941, por ejemplo, Eichmann comenzó a darse cuenta de que el problema judío era fuente de intolerables molestias, no solo por la obvia inmensidad de la tarea que se acercaba, sino sobre todo por las simples dificultades prácticas que implicaba la ‘solución final’. El exterminio masivo, llevado a cabo hasta entonces por las SS en unas proporciones relativamente modestas, se efectuaba disparando a las víctimas con armas de fuego —lo que presentaba problemas derivados del simple derramamiento de sangre, la ineficiencia y la poca habilidad de los ejecutores—, o bien mediante la introducción de monóxido de carbono en un espacio herméticamente cerrado, método que era también ineficiente y prohibitivo por el gasto de tiempo que requería. Fue Höss quien, tras observar la eficacia de un compuesto hidrocianúrico llamado Zyklon B cuando se usaba en forma de vapor contra las ratas y los insectos que infestaban Auschwitz, sugirió estos medios de liquidación a Eichmann, quien, según el propio Höss, aceptó la idea en el acto, si bien más tarde lo negó. (No se comprende cómo estos experimentos estaban tan atrasados. Los gases de cianuro ya se usaban en ciertas cámaras de ejecución norteamericanas desde hacía más de quince años.) Höss tomó a novecientos rusos como conejos de Indias y comprobó que aquel gas era adecuadísimo para despachar seres humanos, por lo que a partir de entonces se empleó para eliminar incontables prisioneros de Auschwitz y a recién llegados de cualquier origen, aunque después de primeros de abril de 1943 solo se utilizó contra los judíos y gitanos. Höss fue también un innovador en el uso de técnicas como campos de minas en miniatura con el fin de que estallaran al ser pisadas por los prisioneros que se fugaban o los que rebasaban determinados límites prohibidos, vallas conectadas a corriente de alto voltaje para electrocutarlos y —un capricho del que estaba orgulloso— una jauría de feroces perros alsacianos y dóbermans conocidos por Hundestaffel —algo así como ‘escuadrilla perruna’— que dieron a Höss una mezcla de alegrías y sinsabores (fuente de constante preocupación a lo largo de sus memorias) [‘un volumen llamado El campo de concentración de Auschwitz visto por las SS —publicado por el museo del estado polaco existente hoy en día en el campo de concentración’—], pues los perros, pese a haber sido entrenados en la más feroz persecución de los prisiones, incluyendo el matarlos a mordeduras, se volvían a veces torpes e ingobernables, además de poseer un rara habilidad para encontrar escondidos rincones donde echarse a dormir. En gran parte, sin embargo, sus originales ideas y la fertilidad de su inventiva tuvieron suficiente éxito como para que pueda decirse que Höss —en una perfecta parodia del modo como Koch, Ehrlich, Roentgen y otros alteraron el aspecto de la ciencia médica durante la gran floración científica alemana de la segunda mitad del siglo pasado— llevó a cabo en el concepto global de la muerte masiva una duradera metamorfosis.”  
     Aunado al indisoluble sustrato histórico que trasmina las páginas de La decisión de Sophie, hay pasajes que adquieren visos de novela-ensayo, como cuando Stingo fragmentariamente discute, comenta y disiente sobre lo expuesto por George Steiner, en torno a “los campos de concentración nazis”, en su libro de ensayos Lenguaje y silencio (Language and Silence, 1967). O cuando, al unísono didáctico y narrativo, argumenta sobre el programa Lebensborn:
     
Hitler con niños de raza aria
        “Una de las operaciones más siniestras y menos conocidas de los planes nazis fue el programa Lebensborn [creado en 1935]. Producto del delirio filogenético de los nazis, el Lebensborn (literalmente fuente de vida) fue proyectado para aumentar las filas del Orden Nuevo, al principio mediante la sistematización de un programa educativo y, después, gracias al rapto organizado, en las zonas ocupadas, de niños racialmente ‘idóneos’ que eran enviados al interior de su tierra natal para que residieran en hogares fieles al Führer, con lo que se esperaba que se criasen en una atmósfera asépticamente nacionalsocialista. Teóricamente, esas criaturas tenían que constituir la más pura progenie alemana. Pero el hecho de que muchas de esas jóvenes víctimas fueran polacas es otra medida demostrativa del cínico pragmatismo de los nazis en cuestiones raciales, pues aun cuando los polacos eran considerados infrahumanos y, junto con otros pueblos eslavos, dignos sucesores de los judíos en el plan de exterminio, satisfacían en muchos casos ciertos requisitos de tipo físico: unos rasgos faciales que podían hacerlos pasar por seres de sangre nórdica y, con frecuencia, una piel clara y un pelo rubio que eran el ideal estético de los nazis.
   
Maternidad del Lebensborn
         “El Lebensborn nunca logró el amplio alcance que sus creadores esperaban, pero sí algunos éxitos parciales. Las criaturas arrebatas a sus padres ascendieron solo en Varsovia a las decenas de miles, y la gran mayoría de ellas —rebautizadas con nombres como Karl o Liesel, Heinrich o Trudi y absorbidos por el abrazo del Reich— nunca volvieron a ver a sus familias. Al mismo tiempo, incontables niños y niñas que pasaron con éxito por las pruebas iniciales, pero luego no reunieron las características raciales exigidas por un examen posterior más riguroso, fueron exterminados; algunos, en Auschwitz. El programa, por supuesto, debía ser secreto, como la mayor parte de los abominables planes de Hitler, pero aquella iniquidad no pudo ocultarse por completo. A fines de 1941, en Varsovia, un hermoso niño rubio de cinco años, hijo de una amiga de Sophie que vivía en un piso de la misma casa medio destruida por los bombardeos donde ella se alojaba, desapareció para no volver a ser visto jamás. Aunque los nazis echaron una cortina de humo alrededor del crimen, todo el mundo tuvo clara evidencia, incluso Sophie, de quiénes eran los culpables. Pero aquel hecho, que tanto horrorizó a Sophie en Varsovia —y que le hizo temer que sucediera lo mismo con su hijo Jan hasta el punto de esconderlo en un armario cada vez que oía pisadas sospechosas en la escalera de la casa—, se convirtió en Auschwitz, con todo lo que suponía el Lebensborn, en algo febrilmente deseado por ella. Se lo sugirió una amiga y compañera de cautiverio y, a partir de entonces, lo consideró el único medio del salvar la vida de Jan.”
   
Gueto de Varsovia
       No obstante, vale añadir, que esa “amiga y compañera de cautiverio”, que es Wanda —líder de la Resistencia polaca en Varsovia y en los barracones del campo de concentración de Auschwitz, que moriría allí, torturada y estrangulada—, una noche en su helado departamento, mientras los hijos de Sophie dormían arropados por el intenso frío, y ellas dialogaron en la semioscuridad con un par de judíos de la Resistencia del gueto que, furtivamente y jugándose el pellejo, fueron allí a recoger unas armas decomisadas a los nazis, Wanda —que “conseguía mucha información sobre lo que sucedía en todas partes, lo que permitía saber, ya entonces, que miles de judíos eran transportados a Treblinka y a Auschwitz”—, les mostró unas “fotografías sacadas clandestinamente de Treblinka”. Según le dijo Sophie a Stingo: “Fui de las primeras personas que las vieron y, como todos los demás, al principio no creí que fueran auténticas. Pero ahora lo creo.” 
 
Judíos de la Resistencia
        “Todos nos inclinamos para ver las fotografías”, evoca Sophie. “Al principio no pude distinguir lo que era aquello. ¿Un revoltijo de leños? Sí, parecía una gran masa de pequeños troncos o ramas de árbol. Pero pronto vi de qué se trataba. Era algo increíble: un vagón de carga lleno de cadáveres de niños; una gran cantidad, quizá cien, todos con una rigidez que solo podía ser de la muerte. En todas las fotografías se veía lo mismo: vagones llenos de criaturas muertas, todas rígidas, como congeladas.
“‘Estos niños no son judíos’, explicó Wanda, ‘son criaturas polacas; ninguna de ellas tiene más de doce años. Son algunos de los ratones que no consiguieron sobrevivir en el gran edificio en llamas. Estas fotografías fueron tomadas por unos miembros del Ejército Nacional [de Polonia] que irrumpieron en un apartadero ferroviario entre Zamość y Lublin. En estas imágenes hay centenares de cadáveres, y pertenecen a un solo tren. Había otros trenes en las vías contiguas, todos abarrotados de niños que se estaban muriendo de hambre, de frío o de ambas cosas a la vez. Esto es solo una  muestra. Los que murieron antes que ellos se cuentan por miles’.
 
Niños en Auschwitz
       “Nadie habló. Se podía oír la profunda respiración de todos nosotros, pero nadie decía nada. Por fin Wanda comenzó a hablar, y observé que por primera vez su voz era ronca y vacilante; se notaba en ella el agotamiento y el dolor que sufría la muchacha: ‘Aún no sabemos exactamente el origen de esas criaturas, pero creemos saber quiénes son. Se tiene casi la seguridad de que son niños rechazados del programa de germanización, del Lebensborn ese. Sospechamos que procedían de la región de Zamość. Me han dicho que formaban parte de los miles de criaturas que fueron sustraídas a sus padres para germanizarlos, pero no se juzgaron racialmente apropiadas y quedaron disponibles (es decir, destinadas al exterminio) en Majdanek o en Auschwitz. Pero ni siquiera llegaron allí. En un momento determinado, ese tren, como muchos otros, fue desviado a un apartadero donde se dejó morir a los pequeños en condiciones que pueden ver aquí. Otros, que también murieron de hambre, sufrieron además el tormento de la sofocación en vagones herméticamente cerrados. Solo en la región de Zamość, han desparecido treinta mil criaturas. Miles y miles de ellos han muerto. Eso, Feldshon [uno del par de judíos del gueto], también son asesinatos en masa’. Se pasó la mano por los ojos y luego prosiguió: ‘También quería hablarles de los adultos, de los miles de hombres y mujeres inocentes asesinados solo en Zamość. Pero estoy muy cansada, y siento un principio de mareo. Basta con lo de los niños.’” 



Campo de concentración de Auschwitz-Birkenau





William Styron, La dedición de Sophie. Traducción del inglés al español de Antoni Pigrau. Prefacio de William Styron. Epílogo de Javier García Sánchez. Los ineludibles, Navona Editorial. Barcelona, marzo de 2016. 748 pp. 

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viernes, 10 de enero de 2020

Las hijas del Capitán

Gracia tienen para parar un tren

I de VII
Editada por Planeta en la serie Autores Españoles e Iberoamericanos, en mayo de 2018 se publicó la primera reimpresión mexicana de Las hijas del Capitán, cuarta novela de la narradora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), dividida en 105 capítulos distribuidos en seis partes, más un “Epílogo”. En la tercera línea de su dedicatoria, María Dueñas, desde el alto, sonoro y panóptico minarete de su prestigio narrativo, proclama ante los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y expoliada aldea global: A todos aquellos a los que la vida empujó a emigrar. Esto no es gratuito, pues a través de los vulnerables y humanizados protagonistas de su obra, centralmente ubicados en territorio neoyorquino en 1936 (antes de que en España estalle la cruenta Guerra Civil), hace un tributo memorioso y anecdótico en torno a las generaciones de trabajadores y soñadores que desde inicios del siglo XX, y fines del XIX, emigraron de Europa a Estados Unidos de América en busca de un prometedor futuro; es decir, del consabido e idealizado american dream, particularmente desde distintas regiones de la Península Ibérica. No obstante, vale destacarlo, no faltan por allí los ejemplares de origen italiano, chino, cubano, puertorriqueño y mexicano.  
   
María Dueñas
          Y para trazar el mapa de los pintorescos y populares barrios de los emigrantes españoles asentados en Nueva York (pero también de las privilegiadas zonas y los lujosos sitios donde viven y se mueven los acaudalados y los ricachos), María Dueñas, como es su costumbre, hizo una laboriosa investigación testimonial, documental, bibliográfica e in situ, lo cual alude en sus postreros “Agradecimientos”. En este sentido, vale subrayar que así como en la urdimbre de la trama descuellan las calles, las avenidas, los imponentes rascacielos, los fastuosos hoteles y los escenarios transcritos (y retocados) de la realidad y de los anales de la geografía y de la historia (ineluctables la emblemática, fotogénica y cinematográfica Estatua de la Libertad, el celebérrimo Central Park y el característico Puente de Brooklyn), también se distinguen los personajes que fueron de carne y hueso; por ejemplo, el asturiano Benito Collado, fundador y dueño del night-club El Chico; el catalán Xavier Cugat, músico y director de orquesta —activo en la obra en el comedor del Hotel Waldorf Astoria, en cuyos muros aún se aprecian las 15 pinturas que el artista catalán Josep María Sert creara ex profeso en 1929 a partir del quijotesco tema de Las bodas de Camacho—; y el madrileño, hemofílico y dramático Alfonso de Borbón y Battenberg, ex Príncipe de Asturias y Conde de Covadonga, quien sólo vivió 31 años; y cuyo esbozo biográfico María Dueñas bosqueja, ensambla y menudea con hábil cuño palimpséstico. 
Alfonso de Borbón y Battenberg con Edelmira Sampedro y Robato
       El malagueño Emilio Arenas, un trotamundos impenitente de 52 años y con mil oficios y lugares a cuestas, subsiste recalado en Nueva York desde 1929 (antes de la Gran Depresión), y plancha la oreja “en un cuarto de alquiler en la zona de Cherry Street, el asentamiento de españoles más antiguo de la ciudad.” Y para que el desocupado lector de la aldea global sepa de qué nodo geográfico y fundacional se trata, la omnisciente y ubicua voz narrativa puntualiza: “Allí, en el extremo sureste de la isla de Manhattan, frente al waterfront, junto a los muelles, bajo el ruido estrepitoso del arranque del puente de Brooklyn, se concentraban desde finales del siglo pasado varios miles de almas procedentes del mismo rincón del globo. En un principio eran sobre todo gentes del mar: fogoneros y engrasadores, cocineros, estibadores, meros buscadores de inciertas fortunas y montones de simples marineros que embarcaban y desembarcaban en un constante vaivén. La colonia fue después creciendo y diversificando ocupaciones, llegaron parientes, paisanos, cada vez más mujeres, hasta familias enteras que se amontonaron en pisos baratos por las calles cercanas: Water, Catherine, Monroe, Roosevelt, Oliver, James...”

        El caso es que desde “la primavera de 1935”, Emilio Arenas trabaja de multichambas y comodín en La Valenciana, el variopinto negocio del alicantino Paco Sendra, y recepción y resguardo de la correspondencia de españoles itinerantes, ubicado “en la esquina de Cherry con Catherine”. Es así que una mañana de “principios de noviembre de 1935”, allí en el comedor de La Valenciana, en que el malagueño les sirve “sendos vasos de vino y unas rodajas de butifarra” a Paco Sendra y a un desconocido con acento del norte de España, tras oír la conversación de éste con su patrón, Emilio se quita el mandil y alcanza en la calle al tal Venancio, un envejecido y solitario cántabro, quien por estar a punto de retornar a su añorado terruño, vende los muebles y los enseres de “Una pequeña casa de comidas ubicada en un semisótano cerca ya de la Octava avenida, en los bajos de un vulgar edificio de tres plantas sin lustre ni atractivo aparente. Sin el menor signo externo de nada prometedor.” Emilio, iluso, exhuma sus ahorros y le compra los deteriorados trastos y trebejos al tal Venancio; paga el primer mes de renta y se instala “a vivir en el almacén trasero” de local. Y, patéticamente, a las letras del astroso y desvencijado letrero del que fuera “El Cántabro” sólo se le restan “El Ca...”; así que barajea probables nombres para bautizar el minúsculo changarro y se decide por “El Capitán”, que se convierte en su mote y luego matiza el apodo de sus hijas entre la gente del suburbio de la calle Catorce: “Las hijas del Capitán”. 
Las hijas del Capitán, p. 7
         Y con la idea de arraigar y sentar cabeza ante su mujer y sus tres hijas, desde La Valenciana envía una carta a Málaga para que su familia se traslade a Nueva York; pero, al unísono, Remedios, su analfabeta mujer, le envía una misiva donde le dice que “Ha muerto Mama Pepa” (la madre de ella, a cuyas expensas han vivido en extrema pobreza), y que por ende las desahucian del mísero corralón (ubicado “en el modesto barrio de La Trinidad”) y que no tienen a dónde ir. Así que perentorio, Emilio Arenas, pese a que ignora cuándo podrá pagarle, le pide prestado a Paco Sendra los dólares para costear los cuatro pasajes para traer por barco a Remedios, su ágrafa y necia esposa de menos de 43 años, y a sus tres veinteañeras, esbeltas y atractivas hijas a las que de manera breve e intermitente poco ha visto: Victoria (la mayor), Mona (la de en medio) y Luz (la benjamina). 


II de VII
Las hijas de Emilio Arenas viajan a Nueva York en contra de su voluntad y no porque algo las ilusione o entusiasme dando brinquitos y pegando grititos de alegría, sino porque las llevan a la fuerza. Mona, por ejemplo, con tal de “poder quedarse [en Málaga], se buscó en el paseo del Limonar una casa buena para servir como criada con derecho a la habitación.” Y según dice la voz narrativa: “Las broncas fueron monumentales y se oyeron por medio barrio de La Trinidad; tuvieron que intervenir los vecinos del corralón en que vivían, la familia próxima y la lejana, la madre de rodillas ante la imagen del Cautivo en la iglesia medio arrasada desde el 31 —y en última instancia— hasta una pareja de la Guardia Civil. Alertados por un vecino de peso de un potencial desacato a la autoridad paterna, un par de agentes uniformados no las perdió de vista hasta tenerlas a bordo del buque Manuel Arnús en su escala malagueña entre Barcelona y el Nuevo Mundo, puestas a recaudo del capitán médico de la tripulación.”
Primera reimpresión en México
Mayo de 2018
         Para dar cobijo a su mujer y a sus hijas, quienes llegan a Nueva York “una heladora mañana de enero” de 1936 tras “Once días” de viaje “con humildes pasajes para literas de entrepuente”, Emilio Arenas renta un minúsculo “apartamento de dos habitaciones en el último piso de un edificio de ladrillo rojo en la esquina entre la Catorce y la Séptima avenida”, que por lo menos tiene “cuatro bombillas eléctricas, agua corriente y un diminuto cuarto de baño propio”, inauditas excentricidades y lujos de la modernidad inexistentes en el magro y pobretón vecindario donde subsistían y por ello ya no tendrán “que salir cada dos por tres a compartir retrete con los vecinos”. 

Endeudado y auxiliado por su mujer, pero no por sus peleoneras, egocéntricas y engreídas hijas, que al principio se niegan a mover un brazo y cuyas riñas y gritos lo obligan a volver a dormir sobre un jergón en el almacén del Capitán, Emilio Arenas hace todo lo posible por remozar, arrancar y hacer productivo y conocido el pequeño restaurante. Incluso imprime y reparte volantes e inserta un anuncio en La Prensa, “el único diario en español de la ciudad”, “el diario que cada mañana leía la colonia española e hispana extendida por toda Nueva York”. Pero el negocio da poco, nada o casi nada. Y en la búsqueda de adquirir a bajo precio unos birlados galones de aceite de oliva, un “sábado de finales de marzo” de 1936 se desplaza “al familiar muelle 8 del East River”, porque sabe que el trasatlántico Marqués de Comillas arriba “con el buche lleno de pasajeros y mercancías”. Pero tales son sus preocupaciones y su ensimismamiento, que no oye el estrépito de los contiguos ruidos ni los gritos de advertencia; de modo que una mala “maniobra de estiba” propicia que “una grandiosa red repleta de bultos” se precipite sobre él y le quiebre el cráneo. 

III de VII
La instantánea e inesperada muerte de Emilio Arenas trastoca la estancia y las expectativas de Remedios y sus hijas, quienes no tienen un clavo en el bolsillo para solventar el sepelio, las deudas del difunto, las del Capitán y los boletos del regreso a Málaga. Pero para su desconcierto, los gastos de la funeraria, del velatorio y del entierro se resuelven como por arte de birlibirloque, sin que ellas hayan tenido que soltar un solo centavo y sin decir esta boca es mía. Incluso con costosos visos en el “ataúd que parecía como de ministro”, en la ornamentación fúnebre, en el traslado en autos relucientes y en el inaudito entierro en el cementerio de Queens. Es decir, “alguien les había dicho que La Nacional, la Sociedad Española de Beneficencia a la que el padre pertenecía, cubriría los gastos básicos del entierro como afiliado que era, pero lo que el día anterior vieron se les antojó desbordado, ostentosamente excesivo.” Así que ese día en que las tres hermanas devuelven los cacharros de las vecinas que colaboraron con viandas y asistieron a la velación y al entierro, dejan para lo último la asistencia a la “funeraria Hernández”, “casi vecina del Centro Asturiano”, donde el dueño, el puertorriqueño Fidel Hernández, les informa, para su sorpresa, que todo ha sido cubierto por la “Compañía Trasatlántica Española. New York Agency”. Y según les puntualiza: “De haberse tratado de unas exequias comunes, [a Emilio Arenas] lo habríamos enterrado en una parcela colectiva y grabado su nombre al final de una lista de infortunados compatriotas, no habría habido despliegue de detalles estéticos y ustedes tendrían que haber acompañado al féretro en el coche de algún vecino. Recordarán en cambio que el trato y los aditamentos fueron muy distintos y podrán comprobar asimismo que esta factura incluye una lápida de mármol individual de primera calidad pendiente aún de encargo: estoy a la espera de que ustedes me detallen los datos del finado y elijan los ornamentos.”
Tal es el bajo nivel cultural y lingüístico de las hermanas Arenas que “No tenían ni la más remota idea de lo que significaba la palabra ornamento, ni se imaginaban que, al mencionar al finado, el propietario del negocio se estaba refiriendo a su pobre padre sepultado bajo el barro.” Pero si librar tales gastos les da cierto alivio, el resultado de las inesperadas visitas, que discretamente con los nudillos tocan la puerta del departamentucho, les causa un desbordante regocijo y alharaca que Remedios tiene que controlar, pues ya se ven regresando a Málaga ipso facto. Es decir, sin buscarlo ni preverlo llegan dos impecables cuarentones que “empezaban a peinar canas y se comportaban con la más exquisita corrección”, y que luego, para ellas, corporifican “el equivalente neoyorkino de la Santísima Trinidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con su bondad infinita y su magnanimidad gloriosa”. El principal y la voz cantante es don Santiago Lemos, “agente y máximo responsable de la Compañía Trasatlántica Española en su delegación de Nueva York”, quien “vestía de calle con corbata a rayas y elegante terno gris”; y el otro es “don Enrique Arnaldos, capitán del vapor Marqués de Comillas”, quien lleva “uniforme: chaqueta cruzada azul marino, galones dorados en las hombreras y bocamangas, [y] gorra de plato en la mano.” Además del darles el pésame y de confirmar el pago de los gastos fúnebres por parte de la Compañía Trasatlántica, les entregan “un efectivo de doscientos dólares por familiar dependiente para afrontar otros gastos sobrevenidos por el deceso, así como cuatro pasajes” de primera clase para que retornen a Málaga cuando lo deseen. 
       
Las hijas del Capitán (p. 11)
        Pero luego, como para agriarles el atole ante el “botín” (nunca antes habían visto tanto dinero junto en billetes nuevos de cincuenta dólares) y como si se tratase de una opereta de barrio o de un tragicómico sainete, unos momentos después, tras interrumpir el alborozo y asustarlas con la brusquedad del estridente timbre, arriba al escenario del minúsculo y pobretón apartamento un tal Fabrizio Mazza, un casi cuarentón que parla el español con acento y vocablos italianos, que pese al perfume masculino, al tacuche, a la llamativa corbata y al pelo engominado, tiene una estereotipada pinta de hampón de baja estofa. Con su untuosa verborrea les dice que es un abogado, que está “del lado de los más perjudicados”, que “pueden confiar plenamente” en él, que no toquen los boletos ni el dinero, que puede conseguirles “diez veces más”, una jugosa “Indemnización”, “un acuerdo económico muy superior al ofrecido por la Trasatlántica”. 

A las timoratas e ignorantes Arenas, obviamente, se les corta el entusiasmo en el cogote. Y entre las preguntas y el runrún para despejar las dudas y la confusión sobre lo que deben hacer, la vieja Milagros Couceiro, su vecina gallega, con más de cuarenta años en Manhattan, pese a los ríspidos y groseros roces del principio de la mutua convivencia en el hacinado edificio de la calle Catorce, las lleva a pie a un sitio cercano a La Nacional, precisamente a Casa María, un convento y orfanato femenino operado por monjas, donde sor Lito, su antigua y legendaria comadre, es una peculiar religiosa; es decir, viste sin toca “el hábito de las Siervas de María” y por ello luce “una cabeza de cabello entrecano cortado a trasquilones”; y lo más singular: es una caricaturesca enana que usa botitas de niña y fuma como chacuaco en medio de su desordenada oficina. Pero lo relevante y trascendente es que sor Lito es abogada, “la primera religiosa católica que se sentó en las aulas de la cercana Universidad de Nueva York”. Y como posee una puntillosa y corrosiva labia, y una crítica mirada que sondea y cuestiona la conducta humana y el drenaje y los albañales del entorno neoyorquino, les dice que no acepten ninguna de las dos ofertas. De Fabrizio Mazza, cuya ascendencia, sucios tejemanejes y pestilentes movidas conoce de sobra, les dice que “iría a despellejarlas sin contemplaciones”. Y sobre el representante de la Compañía Trasatlántica les receta con una sarcástica sonrisa: “Lo que el agente de la Trasatlántica ha pretendido básicamente es comprar el silencio de ustedes, nada más. Que no haya demanda, eso es lo que quiere. Que el buen nombre de la ilustre naviera no se manche con ninguna publicidad negativa, que nada trascienda más allá de lo estrictamente necesario. Si en unos días se las quitan a ustedes de en medio y las facturan al otro lado del Atlántico, todos respirarán tranquilos: muerto el perro, se acabó la rabia. You follow me, right?” Así que sor Lito les ofrece representarlas y llevar su caso; y “a modo de honorarios”, les dice, espera quedarse “con la mitad del dinero que les consiga”.
Según dibuja la voz narrativa, el azoro en el rostro de las Arenas “hizo soltar a la viejas amigas”, Milagros y sor Lito, “otra carcajada”.
“—¡Cambien esa cara, por el amor de Dios! —les gritó sor Lito. Después apagó su último cigarrillo en la tierra de la famélica maceta—. Un cincuenta por ciento puede parecerles mucho de entrada, pero ¿cómo creen ustedes que se mantiene esta casa y con qué medios pretenden que atendamos a tanta pobre desgraciada como viene por aquí?”
María Dueñas
        Vale subrayar que es imposible comprimir y aludir en una simple y parcial reseña todas las minucias, entresijos y digresiones narrativas de Las hijas del Capitán. Baste decir que las historias de las duras y miserables vidas de Milagros Couceiro y sor Lito son ejemplos de los muchos relatos que proliferan en la obra no sólo sobre los tristes itinerarios de los inmigrantes pobres de origen español. Pero ante todo, y sobre todo, y pese a lo dramático, la escritura de María Dueñas (amena, magnética, envolvente, repleta de sabiduría, algo como la sangre late y circula en ella) transluce una intrínseca pulsión lúdica, un contagioso y gozoso divertimento que hace vivos y peliculescos a sus personajes, pese a que el lector no oiga el acento malagueño de las Arenas ni el torpe modo en que las hermanas llegan a morder el inglés.


IV de VII
Las Arenas deciden quedarse en Nueva York y dejar la demanda en las manos de sor Lito y por ende acuerdan reabrir El Capitán. Victoria y Remedios laboran allí de tiempo completo; Luz se emplea en la cercana lavandería del matrimonio Irigaray; y Mona sobre todo se ocupa de las compras para abastecer el negocio, luego del único día que sirvió de uniformada camarera en el lujoso piso “en la planta diecisiete del edificio The Majestic”. (Ganó tres volátiles dólares por más de seis horas de trabajo.) Día en que la monárquica y pomposa madrileña “Doña Esperanza Carrera y de la Mata, marquesa de la Vega Real”, organizó un elitista cocktail party para agasajar al primogénito de Alfonso XIII, nada menos que el achacoso y débil ex Príncipe de Asturias y Conde de Covadonga, sin que Mona, dada su tremenda ignorancia y desinformación, se haya percatado de la identidad de tal histórico y legendario personaje (y mucho menos de la antipatía y las explosivas connotaciones políticas e ideológicas que tal identidad suscita entre la mayoritaria comunidad republicana, o prorrepublicana, de sus paisanos inmigrantes de clase humilde y trabajadora), pese a que ya en la avenida, ella intervino espontáneamente, dado el súbito y agresivo acoso de un fotógrafo y un reportero de la chismografía del corazón amarillista, para que el conde, en medio de la insidiosa y violenta escaramuza, no se diera un mortal porrazo contra el asfalto. Y a modo de gratitud, él le dijo ya acomodado en el interior del “elegante Lincoln” manejado por su chofer: “Le quedo infinitamente agradecido; aquí tiene mis coordenadas, por si en algo puedo servirla alguna vez.” Y por ende le obsequió su tarjeta, tachando la dirección francesa y anotando con su real grafía: “St Moritz Hotel”, “New York”. 
      
Las hijas del Capitán
Detalle de la tercera de forros
      Sorpresivo incidente callejero que la deja sola en la intemperie “frente a la gigantesca oscuridad de Central Park”. (Sus desesperadas, gritonas y egoístas colegas regresaron en la furgoneta conducida por un desesperado “chico del barrio” que, dando claxonazos, no quiso esperarla.) Y de nuevo por su ignorancia, incluso del inglés, inextricable a su fobia al subway (“ni muerta estaba dispuesta a bajar sola a esas cavernas donde decían que los trenes pululaban como gusanos por las entrañas de la ciudad”), se ve obligada a regresar a pie, pese a la madrugada, desde el “115 de Central Park West” hasta la Catorce, caminando “en línea recta a lo largo de casi sesenta manzanas”.



V de VII
Todo indica que el matrimonio Irigaray, de origen vasco, en cuya lavandería trabaja Luz, se percató del talento para el baile y el canto de su empleada, pues son ellos quienes la animan a que se presente al casting para una zarzuela que por las noches se ensayará en La Nacional. “Gracia tienes para parar un tren”, la elogia cantarín don Enrique. “El año pasado representaron La Revoltosa, contó [doña Concha] mientras sacudía una camisa impoluta; el anterior, La rosa del azafrán. Todos los participantes eran meros aficionados, se ensayaba en los locales de La Nacional y después, para el estreno, se alquilaba el teatro San José de la Quinta avenida, y las entradas se agotaban, y no había hablante de español en Nueva York que no acudiera y no aplaudiera a rabiar.” “Para este año tienen en mente Luisa Fernanda”, añade.
Al compartirle a su madre que irá a la selección, Remedios, atávica y obtusa, le impone su negativa alegando “el trabajo” y, sobre todo, el luto por la muerte de Emilio Arenas. Y en la gresca a voces, Luz afirma su postura con su aceitada lengua: “¿Sabe lo que le digo, madre? Que trabajo nueve horas al día y con eso ya cumplo con mi parte; si este negocio [El Capitán] no funciona, no es culpa mía. Y, además, si soy capaz de ganarme yo sola un jornal, lo mismo puedo decidir en qué otras cosas gasto el poco tiempo que me sobra.” Y le recalca puntillosa: “¡Decido que no tengo por qué mostrar una pena que no siento!”
Estando las cosas así de tensas, el matrimonio Irigaray, casi sus padrinos, la acompañan al multitudinario casting; y Mona, por su cuenta, va a curiosear casi de manera furtiva. Según relata la voz narrativa:
“Eran más de las diez de la noche cuando a Luz le llegó el turno, para entonces la sala estaba llena de sillas descolocadas, huecos vacíos y caras que rezumaban cansancio y aburrimiento. Tan pronto la vio subir a la tarima, Mona se sacudió la modorra y enderezó la espalda. Ahí estaba su hermana pequeña, ese rabo de lagartija que fue de niña convertida ahora en una espléndida mujer embutida en el vestido de tela barata que Mama Pepa le cosió a mano un par de meses antes de marcharse al otro barrio. Sobre los hombros llevaba un mantoncillo prestado; en los labios, algo de carmín. Lo demás —el talle, la soltura y el brillo que irradiaba— lo traía de natural.
“Arrancó el piano por enésima vez, Luz miró al techo y cogió aire, barrió la sala con los ojos, sonrió segura y empezó a cantar. Y de pronto, todo pareció despertar de una densa somnolencia. Ahí estaba la hija pequeña del desgraciado del Capitán, peleando como una jabata por el papel de la joven Rosita, la que abría Luisa Fernanda con su canto chispeante y desenfadado.

                  Mi madre me criaba pa chalequera,
                  pero yo le he salido pantalonera...

“Toda la gracia del sur, todo el sol de su tierra parecían haberse concentrado en ella a pesar de no haber cantado en su vida zarzuela: ahora giraba un hombro, ahora acunaba las caderas, luego requebraba al pianista y le lanzaba un guiño. Con desparpajo y movimientos entre airosos y seductores, Luz dominó el escenario como si no hubiera hecho otra cosa desde que Remedios la trajo al mundo.
“El salón entero la aplaudió de pie.
“Mona, en cambio, no fue capaz de dar más de tres lentas palmadas: tantos sentimientos se le habían juntado dentro, que se le puso la piel de gallina.”
Las hijas del Capitán (p. 167)
        Viene a colación tal pasaje porque el talento para el canto y el baile es algo consubstancial en Luz; siempre que lo hace descuella y llama la atención. Un talento que, no obstante, habría que desarrollar, diversificar y pulir a base de práctica y estudio, y, llegado el caso, convertir en modus vivendi. Esto lo advierte una tal Marita Reid al observarla en un ensayo en La Nacional y por ende la convoca a una prueba en el Chanin Theatre. Altanera, gibraltareña de nacimiento, con más de cincuenta años de edad, Marita Reid, quien le hace la prueba tocando el piano, tiene a cuestas una larga trayectoria en las tablas y en los escenarios, según les recita de carrerilla a Luz y a Mona, quien acompaña a su hermana a la prueba de esa extraña que no le despierta mucha confianza y cuyo intríngulis de su verbosidad poco entienden, dada su incultura: “Pisé mis primeras tablas con una troupe de cómicos antes de cumplir los siete años, recorrí media España en carromato haciendo espectáculos ambulantes, a lo dieciséis me vine para New York en un carguero italiano que tocó el puerto de Algeciras, todo el mundo decía que aquí había un futuro prometedor, por eso habréis venido vosotras también, ¿no? [...] Estuve con la Compañía de Teatro Español desde que Zárraga la fundó en el 21 —prosiguió—, fui la Malvaloca de los Álvarez Quintero y la María en El nido ajeno de Benavente, me sumé a los montajes que Narcisín Ibáñez Menta se trajo de Buenos Aires, conocí al poeta García Lorca cuando estuvo aquí hace unos años fascinado con los negros de Harlem; he hecho sainete, astracanada, opereta y vodevil, Fortunio Bonanova quiso llevarme a Hollywood en el 32 y le dije nanay...”

     Luz, obviamente, pasa la prueba y tendrá que decidir “en un par de días, tres a lo sumo”, si se integra (o no) a ese mundillo de la farándula que apenas capta y que Marita Reid les puntualiza: “Se llama espectáculo de variedades ambulante, sweetheart: un poquito de zarzuela como la que estáis ensayando en la Catorce, algo de humor que les haga reír, buenas dosis de folklore, un par de números de guitarra, un galán que recite unos versos bien sentidos, una artista algo descolocada que cante el cuplé con picardía... Y a ti, después de haberte visto hoy, te quiero para que aportes la cuota andaluza ligera, la de la copla y la tonadilla, ya sabéis...” 
 
Las hijas del Capitán (p. 223)
     Esa experiencia, aunada a la que viven las tres hermanas en El Chico (“inclasificable mezcla de cabaret, mesón sofisticado, pequeña sala de fiestas y célebre night-club”) al que van en taxi invitadas por el modesto vendedor de tabaco Luciano Barona (tras la sugerencia terapéutica de sor Lito), donde fueron “las mujeres peor vestidas de la noche”, incita a Mona emprender (sin decirle nada a su explosiva y prejuiciosa madre, pero sí a sus hermanas) la azarosa, onírica y aventurera tarea de convertir el casi improductivo restaurancito en un boyante night-club basado, además, en la empresa formulada por Marita Reid, quien se ríe de ella y cuestiona sus ingenuas intenciones cuando Mona la busca, sin dinero para financiar el proyecto, para que monte en El Capitán su “espectáculo de variedades”. 
   Ante la negativa de Marita Reid, Mona no se da por vencida en su quimérico empeño y empieza, apoyada por un viejo guitarrista retirado y sobre todo por el jovenzuelo Fidel Hernández (el homónimo hijo del susodicho funerario e imitador de Gardel que fracasara en su intención de ganarse un lugar en El Chico), a organizar un casting en una azotea cercana al edificio de la Catorce, con el objetivo de seleccionar un elenco que se presentará en el inminente estreno del night-club bautizado por ella: Las hijas del Capitán, cuyo acondicionamiento y publicidad también planea y organiza endeudándose por aquí y por allá, apoyada en todo por Fidel, quien además de aportar su imitación de Gardel, pone sus ahorros y contribuye con ideas y tareas. Y es en tal azotea de populoso vecindario donde un desconocido, tras oír y ver la interpretación de Luz, pese a que la adula y celebra, les sorraja al corro su criterio demoledor diciéndoles que “van directos a un fracaso seguro”, que “su estilo tiene muy poco futuro aquí”, porque dizque “todo el mundo está loco” por “la música del Caribe”, que no llegarán “a ningún sitio fuera de los círculos de inmigrantes y de algunos wealthy snobs, algunos ricos que regresan de sus tours por Europa y quieren hacerse los entendidos”. El caso es que mandan al carajo a ese tipejo aguafiestas, quien al despedirse rebuzna su nombre para que lo sepan hasta las piedras de las catacumbas: Franz Kruzan, y dizque es popular “en cualquier tienda de música del Uptown”.
   
Xavier Cugat y Abbe Lane
        Mona, que además de las compras del Capitán y de servir de asistente de la vieja Máxima Osorio (una ricachona española en silla de ruedas: tirana, engreída, pretenciosa, cleptómana, embustera, culocéntrica, manipuladora, y con proclividad para el insulto y la soez humillación verborreica), sigue adelante ilusionada y bregando para lograr sus oníricos propósitos en torno al futuro night-club. Pero el gusanillo deja incómoda a Luz y por ende busca a ese supuesto experto que se dice “buscador de talentos”, que si bien, dado que ella no tiene ni calderilla, le paga un astroso maestro cubano con el que está compinchado y que le enseña a bailar los ritmos tropicales del Caribe, lo que busca, además del nauseabundo deshago y abuso sexual, es manipularla, dominarla y explotarla a largo plazo únicamente para sus bolsillos. De modo que le prohíbe que participe en el programa con el que Mona planea inaugurar Las hijas del Capitán y para el colmo del machismo ramplón, troglodita e inveterado: la golpea, le deja un elocuente moretón en un pómulo. (“Amoratado, hinchado, siniestramente feo.”) Es de decir, se trata de un vulgar vividor, de un auténtico pelafustán, de un hipócrita que además maltrata a su esposa. Y si Luz, con determinación, hace patente su individualidad y su derecho a ser ella misma ante los castrantes prejuicios de su madre, e incluso se depila las cejas y se tiñe de pelirroja frente al agrio desacuerdo de las Arenas, carece de madurez, malicia y suspicacia para discernir, por sí misma y sin ayuda de nadie, que ese patético y supuesto mánager que la usa y mangonea, además de ser un reverendo hijo de puta que le dora la píldora diciéndole que será una gran artista, una gran estrella que brillará y deslumbrará en el firmamento, está en la vil ruina.
   
Detalle de Las bodas de Camacho (1929)
Grisalla en negro sobre lienzo de Josep Maria Sert,
otrora exhibido en el Sert Room del hotel Waldorf Astoria.
        El talento para el baile de los ritmos caribeños que recién ha aprendido con el desastrado maestro cubano (al parecer bailarín y coreógrafo), se hace patente, sin buscar la aprobación, la noche en que Luz, Mona y Tony Carreño (el cicerone y lazarillo para ellas en el laberinto neoyorquino y en el idioma inglés) asisten inesperadamente invitados, por el frágil Alfonso de Borbón, “al imponente Sert Room del hotel Waldorf Astoria”. (Mona, ingenua e ignorante ante la comunidad republicana y prorrepublicana asentada en Nueva York, pretende que el ex Príncipe de Asturias, dada su fama, apadrine y publicite la apertura de Las hijas del Capitán; y para la sorpresiva invitación a cenar en el Sert Room del Waldorf Astoria, luego de colarse hasta la habitación del hotel St Moritz donde se hospeda el desvalido, aburrido y solitario conde, los tres se ataviaron
ex profeso en la casa de empeños de un prestamista y chamarilero judío, del que Tony es conocido y asiduo cliente, quien además las llevó con una peluquera conocida de él.) Bilingüe y pícaro con mucha calle neoyorquina, astucia y olfato de perro callejero, y facilidad para el mimetismo, el camuflaje y la teatralización, Tony, nacido en Tampa de padre español y madre cubana, baila con Luz “con una gracia y un desparpajo que llamaba la atención”. Tal es así que el director de la orquesta (que toca El manisero, Cachita, Amapola y Siboney), nada menos que el legendario Xavier Cugat (conocido “ya por toda América” “Como el rey de la rumba”, “el Rhumba King”) al acercarse a la mesa a saludar al Conde de Covadonga, le dice a ella sin que le pregunten y como mostrándole un espejo para que observe y mejore su estilo y su imagen: “Te he visto bailar, nena. Y lo haces molt bé, molt bé... Me recuerdas mucho a una noia de origen español a la que conocí no hace mucho en el casino Agua Caliente de Tijuana. Tenía un número con el seu pare, un bailarín sevillano; un cosa que llamaban ‘Tardes mexicanas’ aunque ninguno de los dos conocía México ni de lejos. La noia prometía, pero le chirriaban algunas cosas. El color de pelo, por ejemplo, y algo de peso de más. Le faltaba también sofisticación, no era seductora al caminar ni sabía mover las manos y tenía un apellido feo, poco apropiado para la rapidez con la que todo transcurre en este país; por eso yo mismo le propuse cambiárselo: de Cansino a Hayworth, que aquí suena molt millor. Fixa’t tú la suerte que le traje, que ya está rodando films en Hollywood con la Columbia…” 
   
Rita Hayworth y Xavier Cugat
        Y como para que el elogio no suene a palabrería ni a vil adulación, ni caiga en saco roto y se escurra por la hedionda alcantarilla, le dice con su catador ojo de buen cubero: “Estoy montando un espectáculo nuevo para dentro de unos meses, nena; si necesitas trabajo y estás dispuesta a pulirte y a trabajar duro, búscame. No tengo tarjeras, no las necesito, me conoce tothom. Tan sólo averigua por dónde ando y pregunta por mí.”
 
Las hijas del Capitán
Detalle de la tercera de forros
        Así que en un posterior episodio, Tony, para que Luz se realice y se aleje del méndigo golpeador y manipulador de Franz Kruzan, la anima a que busque a Xavier Cugat, quien la recibe “en una sala subterránea del majestuoso Waldorf Astoria, al compás de una orquesta de seis verdaderos profesionales”. Y tras “un par de temas”, Cugat le da su dictamen: “Tienes potencial, nena, pero estás encara una mica verda. Para primera artista no me sirves, aunque no te digo que en un futuro no puedas llegar.” Y añade: “Lo que puede ofrecerte de momento es un puesto de chica de conjunto en el sexteto que va a acompañarnos.” “Pero antes de decidirte, nena, hay una cosa importante que debes tener en cuenta. El show vamos a prepararlo a lo largo del verano acá en New York, pero a finales de agosto empezaremos a hacer un coast-to-coast que durará al menos todo el otoño.” Y como Luz Arenas no entiende esas palabrejas en inglés: “coast-to-coast”, Xavier Cugat, tras la sonora carcajada le dice: “Nada raro, reina, no te asustes: un coast-to-coast, una gira atravesando el país de costa a cosa, ¿entiendes?”



VI de VII
Sin revelar el discurrir de la obra y su desenlace, ni todos los vericuetos y entresijos de la novela Las hijas del Capitán, ni el total de sus personajes (con sus correspondientes peculiaridades y anécdotas) ni sus varias líneas de paulatino y dosificado suspense, se observa que Victoria, la mayor de las Arenas, es la que única que opta por ajustar el destino de su infausta vida con los romos prejuicios y anacrónicos atavismos de su inculta, iracunda, supersticiosa, broncuda, cretina, egocéntrica, castrante, lenguaraz y viperina madre, quien piensa que el subway, las bombillas eléctricas y los timbres eléctricos son cosa del demonio, y que “un varón siempre da buena sombra por malo que sea” y que lo ideal para sus hijas, que llama “niñas” o “chicas”, son “hombres que les saquen un puñado años”. Pues como para complacerla y darle “a la familia un poco de seguridad”, Victoria, pese a que no siente amor ni está enamorada, acepta casarse con el viudo Luciano Barona, el cincuentón y ambulante vendedor de tabaco, con una pequeña casa en Brooklyn, que empieza por volverse asiduo del restaurancito. Pero el día de la boda, al presentarse Chano, el homónimo hijo del tabaquero, un joven y musculoso ex boxeador, brota entre éste y Victoria una recíproca, soterrada y candente atracción erótica que enturbia su equilibrio mental, y luego la intimidad y fidelidad de su matrimonio. 

VII de VII
Vale concluir la fragmentaria nota apuntando que las ambiciones, la vileza y la malicia del abogado Fabrizio Mazza son tales, que no ceja en acosar a las Arenas para dizque representarlas en la demanda contra la Compañía Trasatlántica, ni por descarrilar y arrebatarle el caso a sor Lito. Por ejemplo, en complicidad con su sobrino Tomasso, quien con fuerza la sube a un auto, secuestra por unas horas a Mona e intenta manosearla. (La dejan abandonada en un solitario muelle cercano al Puente de Brooklyn, “donde un cuerpo podía quedar tirado como un bulto hasta la mañana siguiente”.) En El Capitán, Fabrizio Mazza está a punto de golpear a Victoria, pero las rudas manazas y el puñetazo del tabaquero Luciano Barona lo frustran. Hace que un par de mozalbetes empujen a la liliputiense monja por las escaleras del subway, maltrato que parece haber incidido en el extraño dolor en un costado que va minando su salud, bienestar y optimismo, a tal punto que, antes de fallecer, traspasa la representación de las Arenas a un abogado traicionero y sin escrúpulos que, que sin que la religiosa y ellas lo sepan, le vende el archivo y la representación a Fabrizio Mazza. La madrugada del “viernes 26 de junio de 1936”, el esperado y soñado día en que iba a efectuarse la inauguración del minúsculo night-club Las hijas del Capitán, hace que sus matones lo hagan trizas, por fuera y por dentro. Y cuando, sin que las Arenas lo sepan, Luciano Barona, con su atado de tabacos, va a pie hasta su oficina en el barrio italiano para reclamarle el artero y delincuencial hecho, Fabrizio Mazza lo mata de tres balazos a quemarropa. Y ya en la madrugada, los mismos matones que destruyeron el nonato night-club, arrojan el cadáver, enrollado en una manta, a una fuente inmediata al edificio. 
Las hijas del Capitán, p. 450
        Deprimidas, dolientes y desmoralizadas las hermanas Arenas, tras discutir y sopesar durante una madrugada los impunes y criminales actos del abogado Fabrizio Mazza (recién descubrieron la subrepticia compra del expediente de la demanda y que el italiano es el asesino de Luciano Barona y que la policía no dio pie con bola), urden un teatral y peliculesco plan vengativo para cazarlo y desaparecerlo del mapa en un solitario cobertizo de una naviera noruega en los desérticos muelles de Brooklyn, logística y tácticamente apoyadas y respaldadas por los tres hombres que las quieren hasta el tuétano: Chano, Tony y Fidel. Pero cuando cada una empuña una pistola contra el ensangrentado picapleitos (ya el ex boxeador le dio una buena golpiza en memoria de su padre), pese a que se trata de la odiada y pestilente hez de la canalla que ha estado hostigando y fastidiando su vida y su futuro, descubren que no tienen la frialdad necesaria para apretar los tres gatillos y perforarlo a balazos. Y si bien una inesperada y súbita intervención las salva de ser ellas las ejecutoras del asesinato (y a ellos también), no dejan de estar moralmente comprometidas e involucradas.



María Dueñas, Las hijas del Capitán. Iconografía en blanco y negro. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª reimpresión en México, mayo de 2018. 624 pp.