martes, 22 de junio de 2021

Sira

Un grato reencuentro con la mujer que fui

 

I de VII

Editada, en España y en México, por el consorcio Planeta en abril de 2021, Sira, la quinta novela de la narradora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), continúa la saga de las vivencias y de las intrépidas aventuras de la protagonista aludida en el título, iniciada con el boom y las masivas ventas de su primera novela: El tiempo entre costuras (Temas de Hoy, junio de 2009). Vale decir, entonces, que en la presente continuación: “Sira Quiroga Martín, nacida en Madrid el 25 de junio de 1911”, quien durante la Segunda Guerra Mundial fue, en la capital española, la sagaz espía de la inteligencia británica oculta bajo el carisma de Arish Agoriuq (exitosa, elegante y atractiva modista de supuesto origen marroquí), dejó de serlo tras la capitulación del Tercer Reich, suscrita el 7 de mayo de 1945. En este sentido, el lector, entre la primera y la segunda página del capítulo 1, tiene noticia de que Sira Quiroga, un día de marzo de 1944, en un efímero y subrepticio viaje de Madrid al Peñón de Gibraltar —entonces guarnición y base del ejército británico en la guerra contra las potencias del Eje (particularmente contra los nazis)—, se casó allí, en una sencilla y secreta ceremonia, con el inglés y agente encubierto Marcus Logan, cuyo nombre real es Mark Bonnard; y por ende, además de convertirse ipso facto en súbdita del rey Jorge VI (es decir: de la corona del Imperio Británico), pasó a llamarse Sira Bonnard.

          

Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta
México, abril de 2021

          
Al igual que en El tiempo entre costuras, la voz narrativa es la voz de Sira y por ende a veces recapitula circunstancias del pasado y episodios vividos por ella en esas épocas, o evoca a sus conocidos (particularmente en 1936) y a sus padres e incluso a sí misma; pero en este caso, además de estar matizada por anglicismos y galicismos, vocablos y frases que sazonan la oralidad y la postura cosmopolita que ahora presume al hablar y al ir por aquí y por acullá, se distingue por su omnisciencia (casi de visionaria del aleph o de automatizada Encyclop
ædia Britannica o de robótica y parlante Wikipedia); es decir, Sira narra, pero su narrativa, que sigue la nervadura, la intimidad, el pálpito y la respiración de sus pasos y pensamientos en primera persona y paulatinamente, implica y conlleva un sinnúmero de datos y relevante información histórica y geográfica no sólo sobre lugares y personajes y sobre el entorno y el tiempo presente donde se va moviendo y actuando, sino también sobre el porvenir; y que para nosotros, aldeanos lectores de las laberínticas, recalentadas y enviruladas catacumbas de la segunda década del siglo XXI, es historia. Tal urdimbre, desde luego y con diestra y fina técnica de suspense, ensamblaje y palimpsesto, es obra y gracia del arte literario de María Dueñas, auténtica contadora y costurera de mil y una historias de nunca acabar (de la estirpe de Sherezade) y por ende: encantadora de rejegas y descamisadas mazacuatas prietas, cuya voz y canto, además de incidir en los sueños y en las pesadillas, encandila y apacigua a las mortíferas y agresivas bestezuelas de la noche.

María Dueñas con Sira (2021)

 

 

II de VII

Centralmente, la novela Sira se desarrolla y transcurre entre junio de 1945 y agosto de 1947; y en tal sentido comprende 83 capítulos distribuidos en cuatro partes, cuyos rótulos aluden los epicentros geográficos donde la protagonista vive, actúa e interactúa: “Palestina”, “Gran Bretaña”, “España” y “Marruecos”; a lo que se añade el “Epílogo” y la “Nota de la autora”.  

            La ida a Palestina al lado de Marcus Logan obedece a que él fue destinado a Jerusalén por el Servicio Secreto de la inteligencia británica. No obstante, la reclusión doméstica de Sira había iniciado en Madrid, precisamente al término de su papel de la glamurosa modista Arish Agoriuq; es decir, tras sucederse la huida de los nazis y el desmantelamiento de los edificios y casas que usurparon en España. Antes de volar a Palestina la pareja pasa por Londres, donde Sira conoce a su suegra, la viuda Lady Olivia Bonnard, con quien no hace migas y cuya antipatía es mutua y recíproca; la cual sobrevive, asistida por una decrépita sirvienta y en medio de la pobreza y de las generalizadas carencias de la postguerra, en la vetusta y deteriorada casona donde Marcus nació y vivió de niño con su padre (muerto de un infarto casi a los 54 años), con su hermana (fallecida de meningitis en la adolescencia) y con su hermano menor (“piloto de la RAF”, caído “en combate al principio de la Batalla de Francia”, sucedida entre el 10 de mayo y el 25 de junio de 1940); caserón que se halla en “The Boltons”, el nombre de la calle donde se localiza en el “área de Brompton, Kensington”. 

            Mientras Marcus Logan cumple con su secreta y escurridiza misión en Palestina, Sira, no del todo recluida en el ámbito del hotel American Colony, ubicado en las inmediaciones de Jerusalén, continúa con su insípida, vacua y gris vida doméstica, sin dar golpe en ninguna parte, con neuróticas y frustradas ganas de largarse de ahí, quizá a Marruecos, donde en Tetuán reside su madre (retirada de la costura y casada con un viudo y jubilado). Tal grisura parece empezar a desquebrajarse cuando, sin buscarlo ni preverlo, una periodista canadiense: Frances Nash, quien no habla ni escribe ni jota del español (pero usa pantalones y maneja un jeep sin capota), le propone redactar con ella notas informativas para Télam, la agencia argentina fundada en Buenos Aires apenas el 14 de abril de 1945. La canadiense se informa o investiga y escribe las notas en inglés y Sira las traduce al castellano, las cuales firman con un pseudónimo que las asocia y suena masculino (útil y sutil para trasminar los atavismos y prejuicios machistas que pululan en el boludo y pelotudo ámbito del Río de la Plata): Frances Quiroga.   

     

Sir Alan Cunningham
El último Alto Comisionado del Mandato Británico de Palestina
(Noviembre 25 de 1945-mayo 14 de 1948)


         
 Vale puntualizar y resumir que el Mandato Británico de Palestina, cuyo gobierno militarizado, con la anuencia de la Liga de las Naciones, se remonta a 1920, confronta una creciente incertidumbre, inestabilidad y violencia social, dado que en medio de la población inglesa, árabe y judía, además de oponerse a las oleadas masivas y multitudinarias de inmigrantes judíos y a que éstos construyan más asentamientos, está en contra de la creación del Estado de Israel. Por ende, los grupos armados sionistas, desde la clandestinidad y el camuflaje, cometen una serie de atentados terroristas, que pese a que algunos se focalizan en destructivos ataques contra la infraestructura operativa del Mandato, se llevan por delante a miembros de la población civil, incluida la judía. Uno de esos ataques estalla frente a las narices de Sira, pues a través del reportero radiofónico Nick Soutter, amigo de la periodista canadiense Frances Nash, estaba por iniciar un conjunto de cuatro descafeinadas y asépticas grabaciones (sobre España) en la PBS (Palestina Broadcasting Service), “emisora oficial del Mandato”, subsidiaria de la BBC (British Broadcasting Corporation), la legendaria e histórica Corporación británica de radiodifusión, institución pública con matriz en Londres desde el 18 de octubre de 1922; o sea: también es matriz de “La Voz de Londres”, que Gonzalo Alvarado, su padre, oía en Madrid: “La escuchaba por las noches en su salón de Hermosilla, con su batín y una copa de brandy. ‘Estación de Londres de la BBC emitiendo para España’, así empezaba la retransmisión que al día siguiente comentaría con sus amigos durante el aperitivo en La Gran Peña.” Es decir, la fría mañana del 19 de enero de 1946, Sira, a bordo del “Morris del PBS”, estaba llegando al edificio de dos plantas de la Broadcasting House cuando ocurrió la súbita ofensiva. Según narra Sira:

            “[...] El auto avanzaba sin prisa, yo seguía cobijada en mi abrigo y mis cálidos guantes, sumida mentalmente en los apuntes de mi patria.

            “Fue entonces, llegando a la puerta, cuando algo inesperado cruzó veloz frente a nosotros. Una sombra, una presencia rauda, resbalosa, humana. El chófer frenó en seco y me gritó algo que no logré entender, mi cuerpo se abalanzó con brusquedad hacia delante por efecto de la inercia, de manera instantánea me crucé los brazos sobre el vientre.

            “La explosión sonó brutal, el coche se sacudió como movido por la mano de un gigante furioso y los oídos se me quedaron atronados. Todo alrededor se llenó de humo polvoriento; de inmediato se oyeron ráfagas de metralleta, gritos broncos y carreras, el conductor se giró hacia atrás y me agarró sin miramientos por la cabeza, arrancándome el sombrero y obligándome a tumbarme a la vez que bramaba en árabe e intentaba retroceder para alejarnos.

            “Hecha un ovillo sobre el asiento trasero, todo el tiempo restante permanecí con los ojos abiertos, muda, paralizada y a la vez extrañamente serena mientras mantenía los brazos entrelazados como tenazas sobre mi torso y las piernas dobladas encima. Los tiros, los gritos desgarrados alrededor en hebreo, en inglés y en árabe, las carreras, los motores de otros autos que llegaron precipitados, sus neumáticos derrapando sobre la gravilla, las sirenas que entonces empezaron a sonar desde la lejanía haciéndose cada vez más intensas: todo, todo me fue indiferente. Mi frialdad era tenaz, mi quietud sólo tenía un propósito. Lo único que me obsesionaba era que mis brazos no se movieran de su sitio, que siguieran cobijando a mi criatura, dándole calor, aliento.”

            Efectivamente, Sira está embarazada. Y aunque ni ella ni María Dueñas apuntan la fecha del nacimiento se infiere que el bebé: Víctor Bonnard, nació seis meses después, precisamente el 22 de julio de 1946 (en los momentos del parto moría, al unísono, Marcus Logan), pues fue ese día cuando ocurrió otra ofensiva aún más terrible: el planificado, cruento y coreografiado ataque terrorista que destruyó varios pisos del hotel King David, precisamente en el ala donde estaban los dormitorios, los archivos y las oficinas del Mandato Británico de Palestina. 

         

El hotel King David después del atentado terrorista
Jerusalén, julio 22 de 1946

         
Una histórica foto del hotel King David después del estruendoso, asesino y destructivo embate se observa en el ángulo superior izquierdo de la segunda de forros. Y Sira lo refiere, sin precisar, en el primer párrafo del primer capítulo: “Trescientos cincuenta kilos de explosivos depositados en los bajos de un hotel en Jerusalén: algo infinitamente más siniestro.”

Detalle de la segunda de forros


 

III de VII

Dado el constante polvorín y “la ley marcial” impuesta en Palestina por el Mandato inglés, Sira, en contra de su voluntad y con su bebé (ambos súbditos del Reino Unido y con pasaporte británico) es evacuada a Londres a inicios del heladísimo febrero de 1947. Lady Olivia Bonnard, su suegra, los recibe en el aeropuerto y los lleva a su empobrecida casona en un “opulento Bently” con chofer. Pese a que Lady Olivia se encariña con el bebé Víctor y lo considera el único heredero de su estirpe y del caserón, la convivencia resulta difícil, sobre todo por la indiferencia, el menosprecio y la grosería de la suegra hacia la yerna. Sira no tarda, entonces, en volver a desear irse a Marruecos, con su madre. Ni en descubrir, sin proponérselo, que lo “Lady” no es un título nobiliario; que un añoso, oscuro y retorcido episodio de infidelidad colocó a Sira y al nieto como los únicos herederos de la casona; y que Lady Olivia, sabiendo esto con antelación, y sin informarle a la yerna de las minucias del testamento de Marcus Logan, opera en la sombra desleales y tramposos tejemanejes para quedarse, por lo menos, con un trozo de la casa familiar.

            En marzo de 1947, cerca de Hyde Park, Sira localiza la dirección de Rosalinda Fox, pero su amiga ya no vive allí ni hay datos sobre su paradero. Luego va al edificio de la BBC a recoger un paquete remitido a ella desde Palestina. Enviado desde Jerusalén por el reportero radiofónico Nick Soutter, se trata de la radio que Marcus Logan le regaló cuando ambos eran residentes en el hotel American Colony y ella estaba por preparar sus truncos programas para la PBS. Radio que ella conservó en el apartamento del Austrian Hospice, en Jerusalén, lugar donde vivió con su bebé y donde era vecina de la periodista canadiense Frances Nash. En el edificio de la BBC, porque le entrega el paquete, conoce a Cora Soutter, la ríspida ex o aún esposa de Nick, y madre de sus dos hijos. Y tras descubrir allí las oficinas del Servicio Latinoamericano de la BBC, cuyo director es el colombiano George Camacho y el español Ángel Ara, su segundo, Sira da un paso al frente y les propone hablar en castellano sobre la situación en Palestina. Se aprueban tres colaboraciones que se logran realizar, tras un agrio y breve bloqueo maquinado, desde las tripas, por Cora Soutter.

   

La vieja Casa de Radiodifusión de la BBC
Londres, Inglaterra
 

         Pero lo relevante para ella en ese brevísimo paso por la BBC es que recibe allí un sigiloso mensaje confidencial para entrevistarse con emisarios de la inteligencia británica. Ella, que ahora quiere hacer las cosas a su manera, elige que la cita sea esa “tarde a las tres en The Dorchester”. Y escoge ese sitio porque lo observó en su búsqueda del domicilio de Rosalinda Fox, pues según narra: “Mi referencia era The Dorchester: me guié por aquel dato porque en la última de sus cartas Rosalinda mencionaba que solía frecuentarlo. Qué marvellously convenient resulta, decía, vivir junto al lado de uno de los más exclusivos hoteles de Londres.” Y añade con su peliculesca y consabida e infalible omnisciencia (no pocas veces del corazón): “Ése era el ambiente que a ella le chiflaba para tomar el té o un cocktail: por aquel establecimiento, sin yo saberlo, había pasado durante la guerra lo más pinturero del conflicto. El presidente americano Eisenhower junto con su secretaria-chófer-amante durante el Desembarco de Normandía. El ministro de Exteriores británico Lord Halifax, que ocupaba ocho habitaciones con su esposa mientras, en paralelo, encontraba tiempo para serle infiel en una suite con la espléndida Baba Metcalfe, que a su vez mantenía un idilio con el embajador de Mussolini. Todos aquellos egregios huéspedes, no obstante, me importaban bastante poco. Lo único que yo pretendía era dar con una amiga esquiva, aquella mujer que había marcado en gran manera mi devenir.”


            Son dos los trajeados agentes de la inteligencia británica con quienes Sira conversa en The Dorchester. El veterano Kavannagh, quien ya peina canas, y Dean Haines, su adjunto, rubio y treintañero. Y como para poner sobre el tablero quién es ella en la jugada, Kavannagh, además de trasmitirle el reconocimiento y los saludos de su ex jefe: el capitán Alan Hillgarth, agregado naval en la embajada británica en Madrid durante la guerra contra la expansión nazi, le resume su identidad e itinerario: “Por refrescarnos todos un poco la memoria, según consta en nuestros archivos, usted, la súbdita británica Sira Bonnard, anteriormente ciudadana española Sira Quiroga, prestó sus servicios entre los años 1940 y 1945 para el Special Operations Excecutive bajo la cobertura de la supuesta modista marroquí Arish Agoriuq, con el nombre clave Sidi y base de operaciones en España, trasladándose de forma ocasional a Portugal y desempeñando en todo momento su cometido con absoluta competencia, rigor, dedicación y entereza.”

Su misión posible (y después de oír la secretísima propuesta que se volatizará en un tris la acepte o no) es espiar a Eva Perón y a su cortejo durante su gira por España, la cual sucederá en junio de 1947. La razón: la esposa y emisaria de Juan Domingo Perón planea visitar Gran Bretaña y ser recibida por Jorge VI y hospedarse en el palacio de Buckingham. Y para tal espionaje tendrá que hacerse pasar por una reportera del Servicio Latinoamericano de la BBC. Además de enterase de qué lado masca la iguana, si tiene lengüetilla viperina o no, si hace el bizco frente al espejo o no, y de considerar el coste y las implicaciones estratégicas y geopolíticas en el contexto internacional que implica recibir (o no) a Eva Perón, la monarquía y el gobierno británico sopesan los intereses comerciales y económicos con la ricachona Argentina, pues según le comenta Kavannagh a Sira: “Incluso dentro de nuestra precaria situación económica, seguimos teniendo cosas que nos interesa venderles: aviones de guerra, pedidos millonarios para la Armada, maquinaria diversa. Y, por supuesto, seguimos necesitando de ellos la carne para alimentar a nuestro sufrido pueblo.”

 

Segunda de forros
(detelle)

       
Para su misión de infiltrada en la “Gira del Arco Iris” recibió informes sobre Evita y los miembros de su cortejo. Y se preparó para dar el gatazo de supuesta reportera radiofónica de la BBC. Según narra, “Una de las primeras iniciativas fue un curso acelerado de mecanografía en unas oscuras oficinas del Whitehall. A cargo de mi aprendizaje, pegada a mi espalda en todo momento, estuvo una secretaria madura de moñete tenso, flaca y áspera.” [...] “Para no resultar ignorante del todo entre fotógrafos, en un estudio de Fitzrovia me adiestraron sobre el funcionamiento y la nomenclatura elemental de distintas cámaras, tipos de rollos y lentes, cómo usar el obturador, el temporizador, el disparador, cómo cambiar la película. En otro estudio de Broadcasting House me enseñaron a manejar un magnetófono de bobina abierta, por si en algún momento viniera al caso. Una y otra vez maniobré los controles, tanteé los cabezales e inserté y saqué los rollos de cinta magnética hasta lograr repetirlo todo con facilidad mecánica.”

     El nom de guerre (para su pasaporte y para las tarjetas de presentación) ella misma lo elige: Livia Nash; es decir, expropia el apellido de su amiga canadiense y al nombre de la madre de Marcus le extirpa la ele. Y como broche de oro y como quizá era de esperar, dado que a Sira le gusta lo glamuroso y servirse con la cuchara grande, elige un deslumbrante vestuario de diosa del cine, como para dejar el ojo cuadrado y escurriendo la baba o como para detener el tráfico pedaleando a media avenida con tacones de aguja, pues no compró una modesta ropa (para nadar de a muertito y pasar desapercibida) en alguno de los populares almacenes de la cadena Woolworth (donde se hizo de unos chuchulucos de madera para su bebé), sino costosos vestidos de reconocido y rimbombante diseñador. En este sentido, apunta: “Sería incorrecto decir que renové mi vestuario, porque en realidad apenas tenía prendas que cambiar por otras nuevas; la maleta que había traído de Jerusalén sólo contenía ropa de invierno. A fin de abastecerme, volví a la tienda de Digby Morton en Kensington. Tuve la buena fortuna de que el mismo modisto estuviera allí [en realidad la atendió una empleada, y no el modisto, la vez que adquirió el ‘tailleur de tweed azul plomo’ para asistir a la cena en casa de los padres de Dominic Hodson, amigo de Marcus desde la infancia y su albacea testamentario], elegimos las prendas mano a mano. Se tragó que yo era la esposa de un diplomático portugués, no le di explicación alguna acerca de mi pasado entre costuras. Con su criterio y el mío ensamblados, cargué un guardarropa magnífico por el que pagué una indecente cantidad de dinero. Confesé el pecado ante mi conciencia y me di la absolución de inmediato: iba a cobrar un salario lustroso por mi misión en España y estaba a la espera de la imprevista liquidez por el patrimonio de Marcus. El propio diseñador me acompañó hasta el coche.” “Tiene usted un gusto soberbio, my dear”, le canta el diseñador autoelogiándose (y frotándose las manos con la lengua de fuera), “Vuelva cuando quiera, siempre será bienvenida.”

 

IV de VII

A inicios de junio de 1947, Sira, en su papel de la reportera radiofónica Livia Nash, arriba al aeropuerto de Barajas. Con disimulo, su padre, Gonzalo Alvarado, y Miguela, su criada, se llevan a la casona de Hermosilla al bebé Víctor, junto con Phillippa, la nana inglesa. Y Sira, en un taxi, se dirige al Club de Prensa, donde se hospeda y donde al día siguiente se hace la presentación de los periodistas extranjeros, tutelados y puestos al día por Diego Tovar, director de la Oficina de Información Diplomática.

            Pese a que su informe final y el resultado es de calidad media (y a que por su parte la monarquía británica no quiso recibir a la esposa de Juan Domingo Perón), Sira cumple su cometido de espiar la personalidad, los discursos incendiarios y populistas (“más de uno creyó escuchar ecos de una Pasionaria con acento porteño”), las frases lapidarias, las palabrotas, la neurosis, las fobias, la inseguridad, los caprichos, el carácter autoritario, la megalomanía, y el recargado y ostentoso vestuario invernal de Evita en su recorrido veraniego por la empobrecida, católica y reprimida España de Franco, el Generalísimo y dictador proclive a los largos y somníferos protocolos, a las alharaquientas concentraciones masivas, a la simulación, a la hipocresía, al boato, al derroche, a los excesos y a la demagogia.

Evita saludando al dictador Francisco Franco.
En medio: Carmen Polo, esposa del Generalísimo.
Atrás de ésta: Lillian Lagomarsino de Guardó,
asesora de la esposa de Juan Domingo Perón.
 
       
En ese tiempo de espionaje en la oscura España de Franco sobresalen varios ingredientes narrativos. Uno es el embrionario y desabrido enamoramiento de Sira por Diego Tovar, el citado funcionario de la propaganda franquista hacia el exterior del país, quien en los instantes de despedida, por lo que él se ha enterado de su encubierta y paralela actividad, se distancia de ella. Al preguntarle si “de todas formas” tendrán “el reportaje de la BBC”, Sira le responde: “Eso seguro. Pero no seré complaciente.” A lo que él apunta: “No esperaba menos de ti.” Y “Me guiñó uno de sus ojos claros, cómplice.” Lo cual debe ser totalmente falso e hipócrita, hueca palabrería, pues Diego Tovar, como lacayo de la dictadura de Franco (en cuyo ámbito antidemocrático no hay libertad de expresión ni de prensa ni ideológica), no traicionaría a lo tonto, ni le mordería la mano al statu quo del que vive, se posiciona, y saca raja y privilegios. De ahí que una de sus diplomáticas funciones, a través del aburguesado y ricachón agasajo y del trato excepcional y galante, haya sido inhibir el sentido crítico de los periodistas extranjeros e inducir sus observaciones reporteriles para la causa franquista.

          

Evita y Franco

          
Pero lo que descuella y desconcierta en su papel de supuesta enviada del Servicio Latinoamericano de la BBC es que actúa como periodista de un medio impreso y no como una reportera radiofónica. Veamos. Si bien dice que al regresar a Londres grabó, ante los micrófonos de la BBC, el reportaje sobre la visita a España de Eva Perón (“allí quedó mi voz, grabada en los surcos de tres discos de pizarra”) y que rechazó los emolumentos (“Utilice ese dinero para contratar a algún otro de mis compatriotas, me consta que necesitan más que yo estos trabajos”), lo que hizo en territorio español fue sólo tomar algunos apuntes (con el moderno biro comprado en Jerusalén), pero no hizo lo que hubiera hecho una auténtica reportera radiofónica o alguien que finge serlo: grabar breves reportes orales hechos por ella y fragmentos de los discursos de Evita, y editarlos, con su propia voz, en cápsulas informativas sobre los pasos y actos protocolarios y públicos de la esposa de Perón en varias ciudades de España (ni siquiera lo hizo cuando Franco la condecoró con la Gran Cruz de Isabel la Católica).


Evita, oradora hasta la saciedad

       
Y lo más sorprendente y llamativo: siendo Eva Perón una oradora nata y con experiencia en radio (incluso encadenan su perorata a través de Radio Nacional de España), ¡nunca la entrevistó en exclusiva para el Servicio Latinoamericano de la BBC! Y pudo hacerlo si la monarquía británica aprobaba o no la visita de Eva a Inglaterra, precisamente cuando al viajar de Madrid a Granada, Alberto Dodero, el magnate y naviero argentino, la invita a que no lo haga en el avión donde se acomoda la prensa, sino en el avión donde viaja Evita, sus allegados y algunos funcionarios de alto pedorraje; y entonces, allí, Sira habla con ella (tête à tête), pero, ¡oh my God!, ¡no la entrevista! Pero lo que trasciende es que Evita le elogia a Sira el conjunto que lleva y los hermosos vestidos que le ha visto al seguirla. Y al preguntarle: “¿Te los hicieron acá, en España?” Sira responde: “En Londres, señora. Un modisto inglés.” Y para que el dato no se vaya por la fétida coladera, Evita le pide a Lillian Lagomarsino de Guardó, su consejera y especie de cabizbaja y sumisa dama de compañía, que tome nota para visitarlo cuando vayan a Londres. La alusión del viaje a Londres sorprende a los concurrentes y entonces Evita (llamada la Perona por sus críticos y adversarios) truena a todo gaznate: “¡Cuando vayamos a Londres dije, sí, no me miren con esas caras! ¡Cuando vayamos a Londres a ver al rey, si es que nos envían la invitación oficial! ¡Y si no, los mando yo a todos a la mierda!”

 

Eva Perón y Lillian Lagomarsino de Guardó

           
En su papel de espía al servicio de la inteligencia británica, Sira, a través del galante y discreto apoyo del sesentón Alberto Dodero, se introduce, solitaria, en el Palacio del Pardo (“me estaba metiendo en la boca del lobo”, dice), donde husmea y critica con ironía el vestuario de Evita, y donde obtiene confidencias del par de modistas argentinas que la acompañan desde Buenos Aires. Por ejemplo, de “un extravagante ropón negro que colgaba de la barra de las cortinas con capa, capucha y enorme ruedo”, y del que comenta: “Tuve la impresión de que cabrían tres Evas dentro”, Asunta, una de las modistas, le dice: “Es un diseño de Madame de Gres para la casa de Bernarda Meneses, va a lucirlo con la Gran Cruz de Isabel la Católica en el pecho durante la audiencia con el papa Pacelli, a ver si consigue que la hagan marquesa [...] Que el Santo Padre la nombre marquesa pontificia, eso es lo que quiere.” Desafortunadamente Eva Perón, en su visita a la Santa Sede, sólo logró que Pío XII le obsequiara un rosario.

   

Eva Perón rumbo a su audiencia con Pío XII
(Ciudad del Vaticano, 1947)

         
Y de su ansiado viaje a Londres (meollo que la ponía neurasténica e insomne haciendo constantes y perentorias llamadas telefónicas a Buenos Aires), Asunta le revela: “Aunque no lo haya dicho en público, espera una invitación formal del Palacio de Buckingham. Pretende que la alojen en él y que, al igual que están haciendo en España, le den tratamiento de jefe de Estado. Están viendo fechas. Oí comentar que podría ser antes del 20 de julio, después de Italia y Francia [...] Y dice la Señora que, o los reyes acceden, o por allí no se asoman.” Y para esa soñada recepción de cuento de hadas (“Cinderella from the Pampas [Cenicienta de las Pampas], la llamaría la prestigiosa revista norteamericana Time”), Sira se entera que Evita tiene dispuesto “un modelo un tanto especial de Ana de Pombo”, que “lo tiene reservado por si finalmente van a Londres”, pero sólo si “la reciben los reyes”, si no: nanay. Según observa Sira, se trata de “un larguísimo vestido de encaje azul cielo, plagado de lentejuelas.” [...] “No pude evitar una triste sonrisa. A mucho aspiraba la audaz Eva Perón, con esa capa pretendidamente majestuosa que parecía sacada de un dramón de Hollywood. Quizá nadie de su entorno le había hablado de la austeridad y la dureza de los tiempos de Gran Bretaña, de cómo la principal obsesión del Gobierno y el pueblo era la subsistencia. O quizá sí lo sabía, y no le importaba.”

           

Madre Teresa de Calcuta

       
 Extrañamente, parece que a Sira se le ablandó la sesera, pues el colonialista, altivo y racista gobierno del Imperio Británico no es ninguna Madre Teresa de Calcuta, ni ninguna hermanita de la caridad del cobre, cantora de cachetito del Himno a la alegría de Miguel Ríos. Habría que recordar, por lo menos, su dominio colonial, predador y explotador, en el India desde 1858, cuya sonora independencia se avecina y sería declarada el 15 de agosto de 1947; y su tóxica presencia y ocupación militar en Palestina, de facto desde 1917 y formalmente a partir del 10 de agosto de 1920 por el Tratado de Sèvres, que derivaría, pese a su contrariedad política y a sus impositivos intereses, en una guerra civil entre árabes y judíos, sucedida entre el 14 de noviembre de 1947 y el 14 de mayo de 1948, día de la salida del último militar británico y de la declaración del Estado de Israel. Y aunque ella haya sido testigo del racionamiento y la pobreza en ciertos ámbitos de Londres y de la heroicidad de ciertos sectores de la población para confrontarla y aunque algo obnubilada o falaz se diga a sí misma: “desde mi España desastrada y encogida, con el paso de los días era consciente de que cada vez valoraba más Inglaterra y a los ingleses. Aunque mi estancia entre ellos fue breve, me proporcionaron grandes lecciones de pragmatismo, dignidad y entereza”, el intríngulis neurálgico es otro, pues además del derroche de libras esterlinas que la inteligencia británica le paga del erario por su trabajo de espía en la reprimida, santiguada y pobretona España de Franco, el mismo Kavannagh le mencionó los intereses de su gobierno hacia la Argentina de Perón: “nos interesa venderles: aviones de guerra, pedidos millonarios para la Armada, maquinaria diversa [...] estimamos que, siendo convenientemente orquestada, la visita de Madame Perón tal vez podría ayudar a destensar tiranteces, limar asperezas y reconducir los vínculos entre las dos naciones. Podría, en definitiva, convertirse para nosotros en una interesante oportunidad estratégica.”

           

Mery y Agustín de Foxá

     
 Sira, además, pese a su crítica a la pretensiosa y desmesurada manera de vestir de Eva, en lugar de camuflarse de reportera con un perfil bajo en medio de los empobrecidos y ruinosos tiempos de postguerra, también eligió un esplendente y exclusivo vestuario como para actuar, deslumbrando, en una película de Hollywood (quizá un thriller de espías o un clásico de James Bond). Esto lo calibra, sin conocer el trasfondo y a ojo de buen cubero, la esposa del escritor de derechas (glotón, bufo y diplomático) Agustín de Foxá, en ese banquete de despedida de Madrid, donde Sira dice que “Madame Perón se había pasado por el arco del triunfo el asesoramiento de sus discretas modistas: a su antojo y albedrío, se había vestido y peinado para una gala de la Metro-Goldwyn-Mayer y no para una cena protocolaria en el Madrid pacato del 47”, pues esa fémina, Mery Larrañaga, “una joven tremendamente atractiva que destacaba por su estatura y un estilo bastante más mundano que el resto de las castas señoras que formaban la comitiva de doña Carmen Polo”, le espeta a bocajarro en la intimidad del solitario tocador: “No tiene aspecto de periodista, no creo que pudiera permitirse un evening dress semejante con su sueldo.” Y además esa Mery (resentida, mohína e insatisfecha) le comparte, tras bambalinas y sintiéndose pitonisa, su apología y admiración por Eva Perón: “Nada la intimida —añadió saliendo del cubículo—. No se achica ante nadie. Ahí la tiene, sentada junto al tirano de Franco, vestida como le da la real gana y absolutamente segura de sí misma. Jamás conocí a ninguna mujer tan libre, tan dueña de sus opiniones, sus decisiones y sus actos.” [...] “Cuéntelo en la BBC, que se entere el mundo —concluyó mientras nuestros tacones repicaban sobre el mármol del lobby. Del comedor salían voces elevadas, estaban sirviendo ya el café y los licores—. Diga a través de sus micrófonos que Evita es única y pasará a la historia. Cuando de usted, de mí y de las bobadas de mi marido no haya quien se acuerde, cuando la gloria de Franco se haya convertido en humo y todos los que ahora la adulan no sean más que sombras, la memoria de Eva Perón seguirá perviviendo.”  

  Pero el quid de la cuestión es el vestuario de diosa del cine hollywoodense que Sira eligió para representar a Livia Nash, supuesta reportera del Servicio Latinoamericano de la BBC, destinada a cubrir la ruta que sigue Evita en su paso por la pobretona y reprimida España de Franco. Y un ejemplo es ese vestido de noche, azul y largo, que luce cuando arriba “a la plaza de la Lealtad” para asistir a la cena en el hotel Ritz que, narra Sira, “ofrecía Madame Perón como gratitud por su hospitalidad al Generalísimo antes de arrancar la tournée que nos llevaría a distintos rincones de la Península”. De la acarreada multitud, populachera y vociferante, que antecede a la entrada le lanzan piropos. Ella va del brazo de Diego Tovar, refulgente en su frac; pero alguien empuja a un fotógrafo, quien, al trastabillar, pisa el amplio borde de su largo y glamuroso vestido; y, a punto de caer, quien la sostiene por la cintura y evita el porrazo es un policía que va de paisano: nada menos que Ignacio Montes, el ex noviecito con quien estuvo a punto de casarse en el Madrid de poco antes de la Guerra Civil.  

 

Evita en la manicura
(foto: Gisèle Freund)

           P
ero el vestido más deslumbrante diseñado por Digby Morton no lo luce en la mojigata España de Franco, sino en Tánger, en julio de 1947, cuando ha asumido el papel de Arish Bonnard, una supuesta “couturière, recién llegada de Buenos Aires”. Según dice, es “el más vistoso de mis modelos ingleses, con hombros desnudos y espalda al aire. Ni siquiera había llegado a estrenarlo durante el tour de Eva Perón: lo encontré algo descarado para nuestra modosa España.” Pero esa posterior y sorpresiva velada en Tánger es la ocasión de lucirlo, precisamente en la Gala Estival que la Asociación Internacional de la Prensa efectúa “en las instalaciones de la Emsallah Garden”. Allí, al coincidir con “la plana mayor del diario España”, de Marruecos, un fotógrafo inmortalizó el momento siendo ella la resplandeciente y llamativa gema, el recamado, onírico y maravilloso epicentro. Según narra Sira:

            “La fotografía ocupaba media página. Ocho hombres y yo en el centro: una de las estampas que ilustraban la crónica de la velada de la Asociación Internacional de la Prensa. Todo un contraste mi vestido claro de cintura estrecha, mi escote y mis hombros desnudos, con los formales varones que me parapetaban. A pie de fotografía, una nota elocuente.

            “La directiva del diario España, con la señora Arish Bonnard, colaboradora de doña Barbara Hutton, quien acaba de instalar su residencia veraniega en una villa próxima al Parque Brooks a fin de preparar la llegada a la Zona Internacional de la millonaria norteamericana.”

 

V de VII

Pero dentro de las mil y una aventuras en esa incursión en la España de Franco, destaca el hecho de que Sira Bonnard, representado el papel de la atractiva reportera Livia Nash (quien dosifica el coqueteo y sabe seducir y usar sus encantos femeninos cuando es necesario), sin buscarlo ni preverlo, coincide, inesperadamente, con Ramiro Arribas haciéndose pasar por un tal Román Altares, supuesto empresario argentino que parlotea con fluido acento de porteño del Cono Sur. Ese bataclano sin escrúpulos, oculto en su facha de impecable galán, es el canalla que frustró su inminente boda con Ignacio Montes, el méndigo que le doró la píldora para irse con él a Tánger poco antes del estallido de la Guerra Civil, el que tras robarle las joyas y el dinero que le dio su padre, la abandonó estando embarazada y obligada a pagar las deudas del hotel Continental y por ende quedó bajo custodia de la policía del Protectorado de Español de Marruecos. De un vistazo ambos se reconocen. Y Ramiro Arribas no tarda en acercársele para sacar provecho de ella: quiere que le facilite un recomendado encuentro con Alberto Dodero, el millonario y naviero argentino que acompaña a Eva Perón. Sira se niega. Y él intenta coaccionarla y chantajearla, incluso seduciendo (y luego secuestrando) a la nana del bebé Víctor. Y es en ese enredo donde Sira actúa con el arrojo, la estrategia y el instinto detectivesco que la distingue, sin excluir el toque y remate invisible de su índole de costurera. Camuflada de española común y corriente, se introduce en la recámara del hotel donde se hospeda Ramiro y con su habilidad con la aguja y el hilo, deja, oculta en el neceser, nada menos que la Gran Cruz de Isabel la Católica, misma que ella rescatara en un astroso y mugriento caserío gitano, tras haber sido robada al hermano de Eva Perón, aficionado al sexo, a la parranda, a la bebida y a los lupanares. Pero además de sembrar la Gran Cruz en el neceser de Ramiro, sin haberlo previsto, rescata de esa recámara a la nana de Víctor, quien es una cándida e incauta muchachita que aún ronda la veintena. Pero lo que sí previó Sira con esa acción inculpatoria fue que la policía, a través de Ignacio Montes, le echara el guante y lo encarcelara.

           

Tercera de forros (detalle)

               
Pero Ramiro Arribas es un astuto delincuente que deja ese hotel antes de que lo apañen. De modo que, habiendo urdido otra trampa para que la policía por fin lo atrape, Sira le asegura que la entrevista con Alberto Dodero la tendrá en el Hornero, el barco del magnate que se halla en el puerto de Barcelona cuando ya casi concluye en España la gira de Eva Perón (y pasa el día 25 de junio de 1947 sin que nadie se acuerde del aniversario 36 de Sira, ni siquiera ella). Para emboscarlo, la policía arriba al muelle de un modo peliculesco y estrepitoso; pero Ramiro es hábil y ágil y por ello logra colarse en el buque sin que lo atrapen. A lo que se agrega el hecho de que en ese navío, por ser argentino y en el que se transportaron las toneladas de ayuda a la España de Franco, la policía del régimen no tiene jurisdicción. Y además de que así se elude un escándalo periodístico y un conflicto internacional con la Argentina de Perón, todo indica que el pelotudo de Ramiro Arribas, en su papel de Román Altares, retornará a Buenos Aires.  

 

VI de VII

Sira regresa a Londres con su padre, Gonzalo Alvarado, con la nana Phillippa y el bebé Víctor, y se instalan en la achacosa casona de Lady Olivia Bonnard. Y una vez cerrados sus compromisos con la BBC y con la inteligencia británica, Sira entra, cada vez más, en una neurosis y en un vacío existencial, egoísta y egocéntrico, en el que se entroncan dos contrariedades: ante la antipatía recíproca que media entre Sira y Lady Olivia, su padre y su suegra se hacen amiguetes y se enamoran, pese a que ella no habla español ni él inglés. Y Sira, sola y solitaria en el inframundo, siente que no hace nada y que es del todo inútil. Así que cuando de nuevo Kavannagh solicita sus servicios, ni tarda ni perezosa se engancha, aún antes de saber de qué se trata. Sólo sabe que no lo hará para la inteligencia del gobierno británico, sino para una compañía de seguros.

           

Barbara Hutton
La pobre niña rica

       
Barbara Hutton

         
La multimillonaria y caprichosa Barbara Hutton, dueña de la cadena de almacenes Woolworth (menospreciados por Lady Olivia Bonnard), recién ha adquirido un palacio en Tánger: el Sidi Hosni, ubicado en la medina. Su misión: investigar el entorno físico y humano de esa residencia, pues la pobre niña rica, el día de la inauguración, lucirá unas valiosísimas esmeraldas montadas en una tiara (que puede ser gargantilla), cuyo origen, según le cuentea el parlanchín inglés que la contrata por dos mil libras esterlinas contantes y sonantes, pertenecieron “a la familia Romanov”, que eran “de la gran duquesa Maria Pavlovna cuando salieron de Rusia”, y dizque “Se dice incluso que en el pasado pudieron pertenecer a Catalina la Grande”.  

            Puesto que Gonzalo Alvarado, el padre de Sira, decidió quedarse en Londres con Lady Olivia Bonnard, Sira, con su bebé Víctor y la nana Phillippa, viajan a Marruecos un espléndido día de julio de 1947. Al respecto, narra Sira:

            “Tánger empezó a desplegarse ante mis ojos blanca y compacta, recortada contra el cielo luminoso como un montón de pequeños cubos amontonados. A pesar de los esfuerzos por resistirme, no pude evitar rememorar otra llegada semejante. Once años atrás y unos cuantos meses habían transcurrido desde que Ramiro y yo cruzamos el Estrecho con ese mismo rumbo, cuando yo era una joven sometida e incauta. Ahora no viajaba ningún hombre a mi lado, sino que llevaba a mi cargo a un niño, a una niñera y un equipaje voluminoso. Y heridas en el alma. Y una tarea concreta.

   

Félix Aranda y Sira Quiroga
(Carlos Santos y Adriana Ugarte)
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)

     
  “Me emocionó identificar a la figura que nos saludaba desde el muelle, agitando los brazos con aspavientos. Vestido de lino tostado, con una pajarita de fantasía y gafas nuevas, allí estaba Félix Aranda, mi vecino en los viejos tiempos del taller en Sidi Mandri.” Taller de alta costura que ella pudo montar en Tetuán con la complicidad y el bonachón apoyo de Candelaria la Matutera, donde conoció a Rosalinda Fox y donde le hiciera el efímero falso Delphos que luego luciría al lado de Juan Luis Beigbeder, entonces Alto Comisario del Protectorado Español de Marruecos.

            Vale resumir, entonces, y sin desvelar todos los sucedidos, ni la cronología, ni el total de los ingredientes del carozo de la mazorca, que ese regreso a Marruecos es la parte más entrañable de la novela, la más conmovedora y peliaguda. Pues paralelo a su secreta tarea detectivesca, que es un divertimento con registro antropológico, y entrecruzándose con ella, Sira se reencuentra con sus seres queridos (y sus inextricables y consustanciales modos de parlotear); además del hablantín de Félix Aranda, anquilosado y mediocre pintor que ahora vive en Tánger (“empleado en la Oficina de Abastecimientos, negociado de Estadística”), también se reencuentra con su madre Dolores y con Candelaria la Matutera, ambas residentes en Tetuán, una en una minúscula casita con su marido viudo y jubilado, y la otra haciendo agua en la desvencijada y miserable pensión de La Luneta. A través de la reciprocidad, y de reglas no escritas, establecen una fraterna red de apoyo y convivencia. Más aún cuando en el escenario de Tánger, sin preverlo ni esperarlo, reaparece el villano de Ramiro Arribas, con más saña y violencia, decidido a sacar una buena suma (¡diez mil dólares!) tras secuestrar al bebé Víctor y a la nana Phillippa. Coaccionada así, Sira trata de conseguir esa cantidad que no tiene. Pero en el inter, para desfacer el entuerto y rescatar a las víctimas, reaparece el comisario Claudio Vázquez, ahora retirado; quien con el apoyo de otro policía en retiro, más Nick Soutter (quien estaba en los micrófonos de Gibraltar Radio dando parte de la inminente independencia de la India), de un hostelero y de un par de patrulleros de la Policía Internacional, logran acosarlo y atraparlo, pero porque se cayó en la huida.

 

VII de VII

En El tiempo entre costuras, el lector pudo apreciar la buena estrella de Sira para sortear sus mil y una aventuras (a veces jugándose el pellejo) y su virtud teatral e histriónica para actuar e improvisar. Y la presente novela lo reitera. En este sentido, una vez localizado el palacio de Barbara Hutton, sin saber cómo podrá infiltrarse allí, sin buscarlo ni preverlo se le presenta la oportunidad de hacerse pasar por la esperada costurera que ajustará las nuevas cortinas de Sidi Hosni. Pero esta vez, Sira no se pone al frente de la máquina de coser, sino que hace que en una pieza de la casa que renta cerca del Parque Brooks, tres costureras asturianas instalen allí sus propias máquinas de coser: la costurera Maruja Peña, más “una vecina suya y una sobrina”. No obstante, dice: “volver a tener entre las manos aquellos preciosos tejidos, estar de nuevo rodeada de telas, agujas, tijeras e hilos me generó una especie de emoción momentánea, como un grato reencuentro con la mujer que fui algún día”. 

       

Paquita, Sira y su madre
(Pepa Rus, Adriana Ugarte y Elvira Mínguez)
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)

         
Situación que, inesperadamente, abre y potencia los vectores cuando la rusa Ira Belline, la afrancesada ama de llaves de Sidi Hosni, le solicita a la couturière Arish Bonnard, el diseño y la realización de “un vestuario acorde con el sitio”, “un caprichoso guardarropa con aroma moruno”, exclusivo y ex profeso para que la princesa lo luzca en su palacio de Tánger. Para confeccionarlo, Sira le pide a Félix que le reúna revistas donde se aprecien vestidos de princesas moras. 

         

Barbara Hutton en su palacio de Tánger

         
Y aunque Sira cumple con el encargo y Barbara Hutton lució, en agosto de 1947, una de sus “creaciones en suntuosa seda india” y “su tiara de esmeraldas en la fiesta de inauguración del palacio de la casbah”, en la presente novela ella no se coloca ante la máquina de coser (para esos vestidos morunos quienes lo hacen son seis costureras del patio Pinto, donde vive Maruja Peña, cada una con su propia máquina), ni se le ve, como en El tiempo entre costuras, haciendo paso a paso una magnética y artística labor, como aquella vez que, prácticamente de la nada, hizo surgir, auxiliada por Jamila, la sirvienta mora, el inefable, efímero y falso Delphos que una sola noche lució Rosalinda Fox de un deslumbrante e indeleble modo.

           

Jamila y Sira
(Alba Flores y Adriana Ugarte)
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)

         
En la presente novela, en ese reencuentro con la mujer que fue, Sira, además de representar el papel de la couturière Arish Bonnard, es la fémina alfa, la mandamás, la patrona de una sola pieza: ama y señora de todas las Petras. O sea: dirige a toda la orquesta a su servicio: a las seis costureras que laboran en su casa; a Félix Aranda, su informante e investigador de cabecera que la auxilia con diversas tareas; a Candelaria la Matutera, quien casi en bancarrota con su pensión de La Luneta, es la cocinera de los delirios gastronómicos de rechupete; a la nanny inglesa que, huérfana de todo, se encarga del bebé; y tiene, además, a un par de fantasmales sirvientas moras que incorporó Félix.  

   

María Dueñas, escritora alfa

         
 La posibilidad de convertirse en empresaria alfa, con un amoroso matiz (lo cual quizá signifique: “esta historia continuará”), se lee en el “Epílogo”:

     “El fin de la contienda mundial había convertido al noroeste de África en uno de los grandes centros de comunicaciones del planeta, un puente de conexiones entre América y decenas de naciones en Europa. Usando antiguas infraestructuras militares o implantando nuevas construcciones, adelantos electrónicos y antenas, entre los transmisores y los receptores comenzaban a fluir mensajes e ideas, propaganda e intriga. La poderosa RCA norteamericana acababa de instalar una estación repetidora en el cercano cerro del Charf; Radio Tánger Internacional y Pan American Radio difundían ya sus programas conviviendo con emisoras más modestas. Entre seriales, inocentes concursos, publicidad comercial y música en apariencia inocua, ya fuera en árabe o francés, inglés o español, el potencial de la radio para moldear opiniones seguía empujando.

 “Con aquella propuesta despedimos el verano [en agosto de 1947].

 “Sin decir ni sí ni no, agarrados por la cintura regresamos caminando hasta mi casa. Nick tenía la experiencia, yo el dinero que llegaría tras la venta de la casa de The Boltons, a ninguno de los dos nos disgustaba la idea de emprender algo juntos. El mundo se preparaba para una guerra heladora y por él necesariamente habríamos de transitar unos y otros, entre costuras o entre las ondas.”

 

 

María Dueñas, Sira. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. México, abril de 2021. 644 pp.

             


              

domingo, 11 de abril de 2021

Benito Cereno

Como si Dios hiciera moverse al negro

 

I de VII

Según el colofón, en Barcelona, “en abril de 2019” (y según la página legal en “mayo de 2019”) Alba Editorial editó en español Benito Cereno, la celebérrima novela corta, o cuento largo, del norteamericano Herman Melville (1819-1891). Se trata de una edición ilustrada y en cartoné que conmemora el bicentenario del nacimiento del escritor. La traducción del inglés, con algunas notas suyas, la hizo Miguel Temprano García. Y las viñetas y dibujos en color se deben al artista gráfico Edward McKnight Kauffer (1890-1954). En este sentido, se lee en la “Nota al texto”:

          

Alba Clásica número CXLVIII, Alba Editorial
Barcelon, mayo de 2019

           
Benito Cereno se publicó por primera vez en la revista Putnam’s Montly, entre octubre y diciembre de 1855. Pasó luego a formar parte de The Piazza Tales (Miller & Holman, Nueva York, 1856), una colección de relatos que Melville había querido en principio titular Benito Cereno and Other Stories. La presente traducción se basa en el texto incluido en esta colección.

           “Las ilustraciones de Edward McKnight Kauffer proceden de la edición de The Nonesuch Press publicada en Londres en 1926. Fue la primera vez que la nouvelle se publicaba por separado.”

           


          A esto se añade la escueta y anónima reseña de la obra que figura en la cuarta de forros, seguida por la resaltada declaración de Jorge Luis Borges sobre Benito Cereno: “Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.”

          

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 21
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985

          
Tal enunciado concluye el “Prólogo” que Borges, con María Kodama de amanuense y aliento vital, pergeñó ex profeso para presidir a “Billy Budd”, a “Benito Cereno” y a “Bartleby, el escribiente”, editados de manera conjunta en 1985, en Madrid, con el número 21 de la colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges. En éste, la traducción de “Bartleby, el escribiente” es de Borges (es la misma traducción que en septiembre de 1984, con un “Prólogo” suyo, conformó el número 9 de La Biblioteca de Babel, serie de 33 números editada en Madrid por Ediciones Siruela con la idea y el diseño de Franco Maria Ricci); y las traducciones de “Billy Budd” y de “Benito Cereno” son de Julián del Río. Y el laudatorio y sofista párrafo final que cierra el “Prólogo” de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, reza al completo (a todas luces para incitar la intriga del novicio lector):

       

La Biblioteca de Babel número 9
Ediciones Siruela
Madrid, septiembre de 1984

         
Benito Cereno sigue suscitando polémicas. Hay quien lo juzga la obra maestra de Melville y una de las obras maestras de la literatura. Hay quien lo considera un error o a una serie de errores. Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.”

            Vale observar que las traducciones que Julián del Río hizo de “Billy Budd” y de “Benito Cereno” resultan amenas y envolventes. Y al igual que Miguel Temprano García, incluyó algunas notas al pie de página marcadas con asteriscos. Por ejemplo, en la página 14 de la versión de Julián del Río se lee: “Aquella luz solar, también semivelada por las mismas nubes bajas y reptantes, se mostraba como el siniestro ojo único de alguna intrigante de Lima observando a través de la Plaza por el agujero indio de su negra saya-y-manta.” Y sobre esas palabras en cursiva anotó al pie de página: “En castellano en el original.” Por su parte, Miguel Temprano García no indica esto y su versión dice en la página 14: “[...] igual que el sol, a estas horas un hemisferio en el borde del horizonte, que, en apariencia, se esforzaba por entrar a la vez que el barco desconocido y, que tocado con las mismas nubes bajas y progresivas, no era muy distinto del ojo siniestro de una intrigante de Lima asomado por la Plaza desde la aspillera de su oscura saya-y-manta.”

            Otro contrastante ejemplo es la divisa que de manera tosca y rupestre se lee en un pedestal ubicado en la proa del Santo Domingo, el barco español cuyo presunto capitán es Benito Cereno. En la página 17 de la versión de Julián del Río se lee así: Seguid a vuestro jefe y en el pie anota: “En castellano en el original.” Mientras que Miguel Temprano García, en su correspondiente página 17, la apunta de igual modo, pero en su pie reporta algo más: “En español en el original (textualmente: ‘Seguid vuestro jefe’).”

     

Letras Universales número 71, Ediciones Cátedra
Novena edición
Madrid, 2012

         
Cabe observar que, pese a las notas al pie de página, ninguna de las dos versiones son rigurosas y exhaustivas ediciones críticas y anotadas, como sí parece que lo es (pero no lo es del todo) la sesuda y conjunta traducción y edición que hizo Julia Lavid de Bartleby, el escribiente, Benito Cereno y Billy Budd, libro publicado en Madrid, en 1987, con el número 71 de la colección Letras Universales de Ediciones Cátedra, precedido por un erudito y documentado ensayo, una nota sobre la edición y la bibliografía. Más bien resulta que, dada su arbitrariedad, las motivó el capricho, el gusto, el antojo y la presunción de sapiencia. En este sentido, llama la atención, por ejemplo, que Miguel Temprano García, en la página 83, dé a entender en una nota que la frase: “tan muda como la del muro” es una alusión bíblica, dado que su correspondiente pie reza: “Daniel, 5, 30-31.” Pues en una Biblia editada en 1960 por las Sociedades Bíblicas en América Latina (idéntica a las miles de biblias que pululan hasta la saciedad por todos los subterráneos, recovecos y catacumbas de la aldea global) no se lee nada que concuerde. Es decir, si bien el capítulo 5 de Daniel se titula “La escritura en la pared”, en los versículos “30-31” no hay nada que diga o conjugue con “tan muda como la del muro”.

            La versión de Miguel Temprano García, pese a su amenidad, no es una traducción perfecta. Por ejemplo, como si en el idioma español no hubiera equivalentes, en dos líneas de la página 103 se oye cacofónico: “Por omitir los detalles y las medidas que tomaron después, baste con señalar que, después de dos reparaciones”. Ídem en un fragmento que se halla en la página 111, donde además el pronombre “él” se utiliza como si fuera el artículo “el”: “por un gesto azaroso de Raneds, el primer oficial, al declarante al entregarle un cuadrante, que despertó sus sospechas, aunque era inofensivo, lo mataron; aunque luego se arrepintieron, pues el oficial era él [sic] único a bordo, con la excepción del declarante, que sabía navegar la nave.” Sin embargo, el plus del plus de la versión de Miguel Temprano García se lee en su primera nota al pie de página, cuyo intríngulis, además de que hace suponer que Melville urdió una especie de palimpsesto al imaginar y escribir “Benito Cereno”, da notica al desocupado lector de un sustancial meollo que no figura en la legendaria edición de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, ni en innumerables ediciones de tal relato. En este sentido, Miguel Temprano García apunta sobre el origen de “Benito Cereno” y del capitán Amasa Delano:

            “Melville se inspiró en el capítulo XVIII de A Narrative of Voyages and Travels Comprising Three Voyages Round the World (1817), del capitán Amasa Delano (1763-1823), donde contaba su encuentro en 1805 (no en 1799) con el barco español Tryal y su cargamento de esclavos.”

 

II de VII

En el decurso anecdótico de Benito Cereno se distinguen dos tempos narrativos. El primero transcurre durante un solo día: el 18 de agosto de 1799. Inicia temprano en la mañana (“poco después del amanecer”) cuando el Bachelor’s Delight (“Deleite del Soltero”), un “gran barco dedicado a la caza de focas y al comercio en general”, para repostar agua y pesca, se halla detenido, hace más de 24 horas, “en el puerto de Santa María, una isla pequeña, desierta e inhabitada en el extremo sur de la larga costa de Chile”. A través de su catalejo, el capitán Amasa Delano, oriundo de Duxbury, Massachusetts, observa que un gran bajel, extrañamente sin bandera, parece ir sin gobierno, en la bahía, rumbo a unos arrecifes; indicativo, según interpreta, de que desconoce el lugar y está en aprietos. Puesto que el capitán Delano es un buenazo de buena entraña decide ir a proporcionar auxilio en la Rover, la ballenera del barco, no sin varias cestas repletas del pescado que sus marineros capturaron durante la noche. Al acercarse al Santo Domingo, aún en la ballenera, el capitán Delano se percata del “verdadero carácter del barco: un mercante español de primera clase, dedicado al transporte de esclavos negros, entre otras mercancías de valor de un puerto colonial a otro. Un barco muy grande, y, en su época, muy bueno, como los que se veían de vez en cuando en aquellos tiempos por la costa; antiguos barcos dedicados al transporte de tesoros de Acapulco, o fragatas jubiladas de la armada real española, que, como viejos palacios italianos, conservaban vestigios de su originario esplendor pese a la decadencia de sus dueños.” Pero antes de tal certeza, al aproximarse en la ballenera, tuvo algún dejo de espejismo y evanescente imagen poética: “Desde una posición más cercana, el barco, visible en la cresta de las olas de color plomizo, cubierto aquí y allá de jirones de niebla, parecía un monasterio enjalbegado después de una tormenta, colgado de algún pardo precipicio de los Pirineos. Pero no fue solo un parecido fantasioso lo que por un momento casi llevó al capitán Delano a pensar que tenía delante nada menos que un barco cargado de monjes. Atisbando por encima de la borda había algo que, en la brumosa distancia, recordaba en realidad a unas capuchas oscuras; mientras que, a través de los portillos abiertos, se veían de vez en cuando otras figuras oscuras, como frailes dominicos que deambulan por el claustro.”

           

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 23

       
A través del vocerío y del coro de quejas que en cubierta lo reciben, el capitán Delano atisba las carencias y el deterioro de los españoles blancos y de los africanos negros que pueblan, mezclados, el Santo Domingo; de modo que ordena a sus marineros retornar al Bachelor’s Delight y traer barriles de agua y más comestibles (calabazas secas, pan, azúcar y sidra embotellada). Así que sus hombres van y regresan con lo requerido. Pero luego de arriar esto, el capitán Delano se vuelve a quedar solo en el barco español, pues dispone que sus marineros retornen y vayan “a llenar más barriles de agua en el manantial”. Y además ordena “que adviertan a su primer oficial de que no se preocuparan si, pese lo previsto en ese momento, el barco no estaba en el fondeadero al atardecer; pues, como esa noche iba a haber luna llena, él mismo se quedaría a bordo para pilotarlo cuando soplara el viento.” Pero si bien llega a dirigir el pilotaje del Santo Domingo rumbo al fondeadero en la isla de Santa María, las cosas a bordo, salpimentadas de enigmas y de momentos inquietantes y aciagos en los que teme por su vida, no ocurren exactamente así.

          

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 81

           
Durante ese largo día a bordo del barco español, el capitán Amasa Delano observa que, a la par del abandono y menoscabo físico del buque y de quienes lo habitan, proliferan y abundan las anomalías. Su capitán, Benito Cereno, de 29 años de edad, padece alguna dolencia física: sufre desvanecimientos y ataques de tos que interrumpen los diálogos y apenas logra sostenerse en pie y dar unos cuantos pasos por sí mismo; pero, según ve, se mantiene a flote y más o menos cuerdo, gracias al auxilio y asistencia de Babo, su lacayo personal, quien es un esclavo negro y enano de 30 años. A lo que se añade algún inescrutable trastorno nervioso que agria y enturbia el buen trato que el español debería brindarle al norteamericano que lo socorre motu proprio: resulta adusto, cerrado, proclive a la fobia, a la amnesia, a la contradicción de sus dichos, y esquivo e indolente para acordar, con el capitán Delano, los costes de la reparación del Santo Domingo en el puerto de Concepción. Y lo no menos sorprendente e intrigante: carece de autoridad para gobernar el barco, no sólo en lo que se refiere al mantenimiento y pilotaje, sino ante la rara insubordinación que observa en la conducta de los esclavos negros (ancianos, hombres, mujeres, niños), que son mayoría y se mueven a sus anchas, pese a que conforman un cochambroso gueto concentrado en la proa y en la amplia concavidad de la inservible lancha (que mujeres y chiquillos toman por cueva), y a que entre ellos se distinguen cuatro viejos calafateadores, más seis negros ashanti (de aspecto salvaje) que pulen hachas sin cesar, y un negro gigantón y hercúleo que es el único que deambula encadenado desde el pescuezo. Por ejemplo, ve que un mozalbete negro, por algo que no le pareció, ataca con un cuchillo a un grumete blanco haciéndole en la cabeza “un chirlo del que manó sangre”. Frente al desconcierto del capitán Delano, don Benito, pálido, no vocifera ni reconviene ni castiga ni ordena ni mueve un dedo y se limita a responderle a su amable visita: “que eran cosas de muchachos”. Alarmante y oscura apatía y derrotismo que se repite cuando, frente a las narices de ambos capitanes, un par de esclavos negros empujan y tiran al suelo a un marinero blanco.  

     Por las preguntas del capitán Amasa, que quiere saber qué fue lo que ocurrió en el Santo Domingo para que carezca de oficiales encargados del orden y de la navegación, Benito Cereno le narra:

“Hace ahora ciento noventa días [...] que este barco, con una buena dotación de oficiales y una buena tripulación, así como varios pasajeros (unos cincuenta españoles en total), partió de Buenos Aires hacia Lima, con un cargamento general, quincallería, té del Paraguay y otras cosas por el estilo, además —señaló hacia la proa— de esos negros, que, como puede ver, ahora no serán más de ciento cincuenta, pero entonces eran más de trescientas almas. Cerca del cabo de Hornos tuvimos fuertes tormentas. En un instante, por la noche, perdimos a tres de mis mejores oficiales y a quince marineros, además de la verga mayor; la percha se rompió bajo sus pies por las bozas, mientras intentaban arriar con espeques la vela congelada. Para aligerar el casco arrojamos por la borda los sacos de mate más pesados y la mayoría de los barriles de agua que llevábamos estibados en la cubierta. Y esta última necesidad fue, unida a las prolongadas encalmas que sufrimos después, lo que se convirtió en la causa principal de nuestro sufrimiento.” Y luego de la sucesión de tormentas, según le narra, una calamitosa “fiebre maligna siguió al escorbuto”, lo cual mató a negros, y a más aún a blancos y tripulantes, “entre ellos [...] a todos los oficiales que quedaban a bordo.”

 

III de VII

Vale puntualizar que, pese a la integridad ética y al buen corazón que caracterizan al capitán Amasa Delano, reproduce y representa el arquetipo de un hombre blanco de su tiempo; es decir, su raciocinio y su idiosincrasia son inextricables a los atavismos y prejuicios de la presunta supremacía de la raza blanca y de los imperios y países de la civilización occidental. De ahí que los esclavos negros, nativos de África, que se cazan, compran y venden por sucesivos propietarios, sean una mercancía más que se apila y transporta por barco, regularmente con grilletes y cadenas y hacinados en pestilentes mazmorras bajo cubierta. Aun así el capitán Amasa ve con aprecio a los seres de raza negra (libres o esclavos) y suele intercambiar impresiones con ellos; pero no lo hace “por filantropía, sino por simpatía, como les ocurre a otros hombres con los perros Terranova”. No obstante, entre los misterios, las preguntas, las divagaciones, la desconfianza, el temor y los desconciertos que vive en el Santo Domingo, prácticamente sólo cruza frases con Babo (quien sabe español, al igual que el norteamericano) y sólo oye la cantarina voz del despensero mulato, atractivo y con turbante —cuya imagen intachable es parecida a la traza de rajá que luce el despensero mulato del Higlander, según se lee en Redburn (1849), la cuarta novela de Herman Melville—. Resulta consecuente, entonces, que ante la conducta de un berrinchudo y desnudo bebé negro, junto a su madre esclava con los pechos desnudos, diga para sí: “He aquí la naturaleza en estado puro: todo ternura y amor.” Y según reporta la voz narrativa: “Este incidente le impulsó a fijarse con más detalle en las otras negras. Le gustó su aspecto: como la mayoría de las mujeres no civilizadas, parecían al mismo tiempo de corazón tierno y constitución robusta; dispuestas a luchar o morir por sus hijos. Tan poco sofisticadas como hembras de leopardo; tan cariñosas como palomas. ‘¡Ay! —pensó el capitán Delano—, tal vez algunas sean las mismas a quienes vio Mungo Park en África y de quienes habló con tanto respeto.”

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 57


IV de VII

Obsérvese, entre paréntesis, que esa alusión libresca que se lee en la página 55 no motivó al traductor a incluir una nota, al pie de página, sobre el histórico explorador escocés Mungo Park (1771-1806), de quien, por cierto, existe una edición en español (traducida por Susana Carral Martínez) de su seminal diario (publicado por primera vez en inglés, en Londres, en la “primavera de 1799”) y de sus póstumas cartas: Viajes a las regiones interiores de África, libro editado en La Coruña con el número 34 de la colección Viento Simún de Ediciones del Viento; lo cual ejemplifica el antojo o capricho con el que procedió, pues, por ejemplo, en la página 65 sí insertó una nota sobre el “conspirador católico” Guy Fawkes (1570-1606), quien, apunta, “intentó volar el Parlamento inglés con barriles de pólvora, leña y carbón colocados en los subterráneos del edificio”.

   

Viento Simún número 34, Ediciones del Viento
La Coruña, 2008

           
Vale añadir que en la página 54 de la citada versión de Julián del Río también figura “Mungo Park” sin ninguna nota: “‘¡Ah!’, pensó el capitán Delano, ‘quizá son algunas de las mismas mujeres a quienes vio Mungo Park en África, y de las que nos dio tan noble descripción.’” Y que en la página 155 de la versión de Julia Lavid figura otro apellido en el sitio de “Mungo Park” (según apunta, tradujo “del volumen Piazza Tales [1856]”, “edición de Hendricks House de 1962”): “Ah, pensó el capitán Delano, éstas quizás son algunas de las mismas mujeres que vio Ledyard en África, y de las que dio tan noble noticia.” Pero además de que Julia Lavid no insertó una nota sobre ese cambio (¿qué fue primero: el huevo o la gallina?), tampoco incluyó una nota sobre “Ledyard”, pese a que al parecer se trata de una sobrentendida alusión al legendario explorador norteamericano John Ledyard (1751-1789).

John Ledyard
(1751-1789)


 

V de VII

Precisamente por esa intrínseca supremacía racista es que al capitán Amasa Delano le sorprende que una y otra vez Babo —negro, esclavo y enano (quizá ejemplar de alguna etnia pigmea)— meta su cuchara y las narices entre los diálogos que él sostiene con su amo don Benito Cereno. Y le llega a resultar molesto e irritante el que siempre aparezca cuando él quiere negociar, a solas, con el capitán español. Por ende, ante la objeción del gringo, el español le refrenda que Babo es su “consejero privado”. Pero antes de esto, cuando el capitán Amasa Delano observa las diligencias del esclavo para servir y socorrer a su dueño en los instantes críticos de su salud y en el decoro de su vestimenta de figurín y presencia impoluta, llega a idealizarlo e incluso hasta dice querer comprarlo: “Dígame, don Benito —añadió con una sonrisa—, me gustaría quedarme con su criado: ¿cuánto quiere por él? ¿Cincuenta doblones le parecerían suficientes?” Lo cual, ante el mutismo y la descompostura de su dueño, el propio esclavo apostrofa: “El amo no se separaría de Babo ni por mil doblones”. En este sentido, un pasaje (con cursivas del reseñista) que ilustra sobre la supremacía y el criterio racial del buenazo del capitán Amasa Delano, es la apología de los ejemplares de raza negra que se lee en torno a la destreza con que el negro Babo rasura a Benito Cereno en su astrosa y desordenada cámara del Santo Domingo:

          

Pigmeos en la selva de Ituri, Congo
(Autor y fecha desconocidos)
Tarjeta postal incluida en
Viajes a las regiones interiores de África (Ediciones del Viento, 2008)

             
“En ese momento, el criado, toalla al brazo, hizo un gesto como solicitando la anuencia de su amo. Don Benito se mostró dispuesto y él lo sentó en el sillón de Malaca y, para comodidad del invitado, colocó enfrente uno de los bancos, hecho lo cual, el criado dio inicio a las operaciones y le desabrochó a su amo el cuello y le aflojó la corbata.

            “El negro tiene algo que de un modo muy peculiar lo predispone para esta vocación. La mayor parte de los negros son ayudas de cámara y barberos natos y manejan el peine y el cepillo con la misma soltura que las castañuelas y casi con idéntico placer. Tienen además mucho tacto y se comportan con una diligencia fluida, callada y graciosa, no carente de elegancia y muy placentera para quien la presencia y más aún si es el objeto de ella. Pero sobre todo destacan por su buen humor. No hablamos de sonrisas y carcajadas. Eso estaría fuera de lugar. Sino de cierta alegría armoniosa en cada gesto y cada mirada; como si Dios hiciera moverse al negro al son de una agradable melodía.

            “Si a eso se le añade la docilidad derivada del temperamento sin ambición de una inteligencia limitada y la propensión a un apego ciego inherente a veces a los seres indiscutiblemente inferiores, es fácil entender por qué hipocondríacos como [Samuel] Johnson y [lord] Byron, no tan distintos tal vez del hipocondríaco Benito Cereno, tenían tanto cariño, casi por delante de toda la raza blanca, a sus criados, los negros Barber y Fletcher.”

 

VI de VII

El segundo tempo narrativo que se observa en el decurso anecdótico de Benito Cereno revela, y narra, el lado oculto de la narración; es decir, tanto las causas del montaje escénico representado en el primer tempo (casi el primer acto de una improvisada farsa teatral), así como el trasfondo y las menudencias de lo que realmente ocurrió en el Santo Domingo desde que zarpó el 20 de mayo de 1799, no de Buenos Aires a Lima, sino de Valparaíso al Callao, hasta que el 18 de agosto de ese año, en las inmediaciones de la isla de Santa María, el barco español confluyó con el buque norteamericano.

         

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 95

           
Lo secreto y camuflado pudo desvelarse y registrarse en “documentos oficiales españoles” porque, alrededor de las seis de la tarde de ese 18 de agosto de 1799, cuando el capitán Delano acababa de descender a la ballenera de su navío (fondeado en altamar y paralelo al bajel español), Benito Cereno, inesperadamente, saltó a ésta, provocando una serie de gritos y agresivos equívocos, y una súbita pelea (unos segundos después Babo también saltó armado de un cuchillo y luego sacó otro para apuñalar a Benito, pero no pudo dañar a nadie, dada la belicosidad del capitán Amasa, sagaz lobo de mar en la lucha cuerpo a cuerpo). 

             

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 101

           
Y casi enseguida hubo una feroz y virulenta guerra entre los africanos negros que atacan y contraatacan pertrechados tras las amuradas (mientras las negras cantan en coro) y los norteamericanos blancos que acometen, desde la ballenera, para asaltar y sitiar el Santo Domingo; batalla que dio por resultado el triunfo de la supremacía, pues ningún blanco murió, pero sí hubo heridos, varios graves; mientras que entre los negros murieron unos veinte, más los heridos y mutilados. En síntesis, los blancos, ya a bordo del Santo Domingo, “Encadenaron a los negros supervivientes y remolcaron de vuelta el barco [español] que, a medianoche, volvía a estar anclado en el fondeadero.” Luego de un par de días de reparaciones en la isla de Santa María, “los barcos pusieron rumbo hacia Concepción, en Chile, y desde allí siguieron [su] viaje hasta Lima, en Perú, donde los tribunales del Virreinato investigaron lo sucedido desde el principio hasta el final.”

            En ese segundo tempo narrativo descuella un estilo arcaico, oficialesco y florido que parodia la redacción de una serie de fragmentos de fojas judiciales, cuya causa (“contra los negros del barco Santo Domingo”) fue iniciada y presidida, el 24 de septiembre de 1799, por “don José de Abos y Padilla, Notario de su Majestad y la Real Hacienda, Registrador de esta Provincia y Notario Público de la Cruzada de este Obispado, etcétera”. Allí, en esas documentales páginas, destacan los pasajes de la “Declaración del primer testigo, don Benito Cereno”.

            A través de todo ello se tiene noticia de que, a las tres de la madrugada del séptimo día del inicio del viaje del Santo Domingo, el enano Babo encabezó el motín de los esclavos negros, marcado por una primera matanza: “hirieron de gravedad al contramaestre y al carpintero, y dieron muerte a dieciocho hombres que dormían en cubierta, a unos con hachas y espeques y a otros arrojándolos vivos por la borda después de atarlos”. Esto sólo es un botón de muestra de la espeluznante calaña asesina, vengativa y sanguinaria que caracteriza al negro Babo (y a sus secuaces), cuya mano derecha era Atufal, ese negro gigantón y corpulento, al parecer ex jefe de una tribu en África, que posaba con grilletes y cadenas, mudo y sumiso; es decir, camuflado para vigilar los pasos de don Benito y del capitán Amasa, y para oír los parlamentos que se dijeran entre sí. Y además de deambular en silencio y sigilosamente por donde se mueve el gringo, cada determinada hora, cuando restalla el “tétrico tañido de cementerio, como si estuviera rajada, la campana de proa tañida por uno de los canosos recogedores de estopa”, el hercúleo titán de ébano tiene que presentarse ante don Benito dizque para rogarle el perdón por una afrenta. Y dizque por eso, como penitencia, “Llevaba un collar de hierro al cuello del que colgaba una cadena enrollada tres veces alrededor del cuerpo y con los eslabones del extremo enganchados a una ancha banda de hierro que llevaba al cinto.” Pero, según el planeado sketch, Atufal, siempre mudo y orgulloso ex rey, nunca se humilla ni se digna a solicitarle el perdón al amo, quien, como broche de oro escénico, lleva en el cuello, colgada de “un fino cordón de seda”, la llave que dizque puede abrir el candado y liberar del castigo al gigantón y manso negro.

    El objetivo del motín era que el Santo Domingo, pilotado por don Benito, los llevara a “un país de negros” cercano a esos mares y, si no lo había, tendría que trasladarlos “al Senegal o las islas vecinas de San Nicolás”. No obstante, pese a que esto transluce la ignorancia de Babo (y de los negros) en temas geográficos y de navegación y gobierno de un barco, cuando en las inmediaciones de la isla de Santa María vislumbra la proximidad del buque norteamericano y deduce y anticipa el inminente abordaje de los marineros de éste, se revela como la quintaescencia y el non plus ultra de la hez de la canalla: un astuto y macabro actor y director escénico, pese a que ya lo era (también los enanos empezaron desde pequeños), inextricable a su índole pirata, sádica y terrorista. Es decir, además de mantener aterrorizados y con los pelos de punta a los timoratos blancos sojuzgados por el cruento yugo negro, a don Alejando Arana, amigo de don Benito Cereno, y dueño de la mayor parte de los esclavos negros, después de que Babo ordenara su asesinato (quizá fue desollado vivo y su carne consumida por caníbales), ordenó que su despellejado y blanco esqueleto fuera exhibido en el significativo lugar del mascarón de proa (cubierto con una vieja jarcia durante la estancia del capitán Amasa, dando el gatazo de una supuesta reparación). Y fue el propio Babo el que rotuló la rupestre sentencia que signa la osamenta: “Seguid a vuestro jefe”; o sea, se trata de una críptica amenaza y declaración de principios dirigida, sobre todo, a don Benito.

        

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 19

         
Antes de que se acercara la ballenera del barco norteamericano y de saber quién subiría a bordo del Santo Domingo, Babo, quien además de jefe del motín funge de capitán de los esclavos, organizó el libreto y el montaje escénico y decidió el papel teatral que debería de representar cada esclavo (y cada coaccionado y amedrentado blanco) ante las visitas (que serían efímeras, puesto que Babo planeaba asaltar el barco gringo, quizá durante la noche, y matar a sus tripulantes). En este sentido, en sitios estratégicos de vigilancia (incluida la masificada conducta de la prole negra) colocó a los cuatro ancianos calafateadores, quienes, durante la permanencia del capitán Amasa, con un ojo al gato y otro al garabato, “tenían trozos de jarcia vieja en las manos, y, con una especie de estoica contención se dedicaban a deshacer la jarcia en estopa que iban amontonando a su lado”. Y a modo de acechante, camuflada y parapetada guardia pretoriana; o sea: guerreros salvajes con cédula para matar, colocó, también en puntos estratégicos, a los seis negros ashanti pulidores de hachas, quienes, según el capitán Amasa, “a diferencia de los demás, tenían el aspecto tosco de los africanos sin civilizar”. Esos seis negros ashanti estaban “sentados a intervalos regulares con las piernas cruzadas; cada uno con un hacha oxidada en la mano, que se dedicaban a limpiar como marmitones con un trozo de ladrillo y un trapo; entre cada dos de ellos había una pequeña pila de hachas de abordaje, con el filo herrumbroso hacia delante en espera de idéntica operación. Aunque de vez en cuando los cuatro que recogían estopa se dirigían brevemente a alguna persona o personas de la multitud de abajo, los seis pulidores de hachas no hablaban con nadie ni cruzaban un solo susurro entre ellos, sino que estaban concentrados en su tarea, excepto en algunos momentos, cuando con esa peculiar afición de los negros a unir el trabajo con la diversión, dos de ellos entrechocaban las hachas como si fueran platillos, y producían un bárbaro estruendo.”

  Parte de la utilería de ese montaje teatral y escenográfico es, desde luego, la bandera española que Babo usa a modo de capa de peluquero al rasurar a don Benito, pues si bien éste “dijo ser nativo y residente en Chile”, el reino de España es el epicentro del virreinato, y el utilizar tal blasón de ese modo tan burlesco y falto de respeto, es una incisiva y flagrante afrenta, y un insulto y escupitajo a la sacrosanta madre patria; intríngulis del que Benito, aterrorizado ante el ninguneo de Babo con la navaja (y con los cuchillos que esconde), no dice nada (ni mu ni pío); mientras que el capitán Delano toma el detalle como una peculiar muestra de alegría y sentido del humor: “El castillo y el león —exclamó el capitán Delano—, caramba, don Benito, está utilizando usted la bandera de España. Menos mal que soy yo y no el rey quien lo está viendo —añadió con una sonrisa, luego se volvió hacia el negro y añadió—: aunque ¿qué más da con tal de que los colores sean alegres?”

   Pero la cereza del pastel de la utilería y del vestuario de esa singular y azarosa obra teatral de improvisados actos, son las vestimentas que portan el supuesto amo y supuesto capitán Benito Cereno y el supuesto y servil esclavo Babo: “Al ver al amo y al criado, el negro sosteniendo al blanco, el capitán Delano no pudo sino pensar en la belleza de esa relación que simbolizaba por un lado la lealtad y por el otro la confianza. La escena se veía realzada por el contraste en la forma de vestir que indicaba sus relativas posiciones. El español llevaba una amplia chaqueta chilena de terciopelo negro, calzas y medias blancas, con hebillas de plata en la rodilla y el tobillo; un sombrero de cáñamo fino y copa alta; una espada delgada con la empuñadura de plata, colgada de un nudo en el fajín, un complemento casi invariable, más por utilidad que por adorno, del atuendo de un caballero sudamericano de nuestros días [...] El criado llevaba solo unos pantalones anchos, en apariencia, y a juzgar por los remiendos y la tosquedad de la tela, hechos con alguna vieja gavia; estaban limpios y sujetos a la cintura por un trozo de cuerda deshilachada, lo que, unido a su serenidad y gesto de disculpa, le daba un aire como de fraile mendicante franciscano.”

 

VII de VII

Vale concluir la nota con la transcripción del párrafo que cierra esta extraordinaria e inmortal narración de Herman Melville, que da noticia, después del juicio y ya dictada la sentencia, del dramático fin del negro Babo, del enfermo y patético don Benito, y de los resguardados restos mortales del otrora negrero don Alejandro Arana:

 

Herman Melville en 1861

         
“Unos meses después, arrastrado hasta el patíbulo detrás de una mula, el negro encontró su silencioso final. Quemaron el cadáver; pero la cabeza, esa colmena de sutilezas, estuvo muchos días en la plaza, clavada en una pica, sosteniendo impasible la mirada de los blancos; y mirando, al otro lado de la plaza, a la iglesia de San Bartolomé, en cuya cripta descansaban, entonces y ahora, los huesos recuperados de Aranda; y, al otro lado del puente sobre el Rímac, al monasterio del monte de la Agonía, donde, tres meses después de ser dispensado por el tribunal, Benito Cereno, dentro de un ataúd, siguió, en efecto, a su jefe.”

 

Herman Melville, Benito Cereno. Notas y traducción del inglés al español de Miguel Temprano García. Viñetas e ilustraciones en color de Edward McKnight Kauffer. Colección Alba Clásica número CXLVIII, Alba Editorial. Barcelona, mayo de 2019. 125 pp.