miércoles, 1 de septiembre de 2021

La Templanza

Batallas para negociar a  cara de perro

 

I de III

Editada por el consorcio Planeta, en marzo de 2015 se publicó, en España y en México, La Templanza, la tercera novela de la prolífica escritora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), que tal vez sea su obra de ficción más documentada, detallista y minuciosa, base de una homónima, bilingüe, sintética e irregular adaptación a una serie televisiva en diez episodios, estrenada en streaming, en la plataforma de Amazon Prime, el 26 de marzo de 2021, con una estructura distinta (un par de voces en off, rótulos, y dos espacios-tiempos o vertientes narrativas, paralelas y entreveradas entre sí durante dos décadas, que finalmente convergen en un mismo espacio-tiempo), y con angulares y relevantes modificaciones argumentales, añadidos y énfasis dramáticos y melodramáticos, propios del culebrón.

           

María Dueñas con La Templanza (2015)

           Dedicada a su padre (Pedro Dueñas Samper, que sabe de minas y gusta de vinos), La Templanza comprende 56 capítulos distribuidos en tres partes, cuyos rótulos aluden los epicentros geográficos, históricos y socioculturales donde transcurren los hechos decimonónicos del presente que narra la obra: “Ciudad de México”, “La Habana” y “Jerez”, los cuales se suceden entre los márgenes de un año: entre septiembre de 1861 y septiembre de 1862.   

         

El joven minero Mauro Larrea en Real de Catorce

Fotograma de La Templanza (2021)

           Oriundo de una humilde herrería de un pueblo de Castilla (donde fue un niño abandonado por su madre y “nieto sin padre reconocido de un herrero vascongado”), el viudo Mauro Larrea, fortachón y proclive a las mujeres y a los lupanares, tiene 47 años cuando en septiembre de 1861, debido a un imprevisto suceso en la estadounidense Guerra de Secesión —los sudistas ejecutaron a su fabricante yanqui “en la batalla de Manassas” (ocurrida el 21 de julio de 1861) y decomisaron la maquinaria pedida y pagada por él desde México—, aunado a un previo y pésimo cálculo empresarial (se endeudó hasta las heces e invirtió todos sus fondos), pierde la casi la totalidad de su fortuna, acumulada durante más de veinte años con la boyante y voraz extracción de la plata en varias minas mexicanas; legendariamente en Real de Catorce, donde pretendía agenciarse y monopolizar los derechos de amparo para explotar y socavar Las Tres Lunas, un prometedor yacimiento cuyo nombre quizá implique un oblicuo homenaje a la Media Luna (“toda la tierra que se puede abarcar con la mirada”), el extenso y fantasmal territorio del fantasmal cacique Pedro Páramo en el fantasmal Comala.

            Embutido y maquillado con el lastre y la acartonada coraza de los atavismos y escleróticos prejuicios que comparte con la alta, mojigata y engreída burguesía de la Ciudad de México, con el apoyo afectivo y la discreción de su hija Mariana (quien está casada y embarazada y reside en un “palacio de la calle Capuchinas”), y con el auxilio operativo de Elías Andrade, su apoderado, empieza a vender, sigilosamente, el mobiliario de la casona de descanso de su hipotecada hacienda de Tacubaya, y decide escabullirse a La Habana para eludir el bochorno, las habladurías y el mordaz chismorreo de las élites de alto pedorraje; y al unísono para encontrar el modo inmediato de multiplicar el dinero que le permita recuperar en un tris la cédula de propiedad de su residencia en el centro del país mexicano (“un viejo palacio barroco comprado a los descendientes del conde de Regla”) que, por un préstamo, se vio impelido a empeñar con su implacable y rancio enemigo: el usurero Tadeo Carrús, quien le impone unas vengativas y coercitivas reglas “al cien por ciento”: “en tres vencimientos”: el primero “de hoy a cuatro meses”; el segundo a los ocho y con el tercero cierran “la anualidad”. Pero además lo vapulea y le vomita, con odio y veneno, una perentoria amenaza: “Si en cuatro meses contados a partir de hoy no te tengo de vuelta con el primer plazo, Mauro Larrea, no voy a quedarme con tu palacio, no. [...] Lo voy a mandar volar con cargas de pólvora desde los cimientos a las azoteas, como tú mismo hacías en los socavones cuando no eras más que un vándalo sin domesticar. Y aunque sea lo último que haga, me voy a plantar en mitad de la calle de San Felipe Neri para ver cómo se desploman una a una tus paredes y cómo con ellas se hunde tu nombre y lo mucho o poco que todavía te quede de crédito y prestigio.” 

          

El indio Santos Huesos y Mauro Larrea al llegar a La Habana
(La mulata Trinidad en un cameo)

Fotograma de La Templanza (2021)

         Seguido por su fiel y perruno criado, guardaespaldas y esbirro, el indio chichimeca de sonoro nombre español y rimbombantes apellidos de alcurnia literaria: Santos Huesos Quevedo Calderón (quien luce una folclórica y estilizada traza de folletín o historieta), el minero Mauro Larrea arriba a La Habana con tres capitales contantes y sonantes: el préstamo que le hizo Tadeo Carrús, los bolsones de cuero con el oro de su consuegra “la vieja condesa de Colima” (para que invierta y multiplique para ella en sus inciertos y aventureros negocios), y la copiosa suma monetaria de la herencia materna de una tal Carola Gorostiza, hermana menor del futuro suegro de Nico, el veinteañero y juerguista hijo de Mauro Larrea, quien por entonces anda en Francia en un período de supuesto aprendizaje “en las minas de carbón del Pas-de-Calais”; tarea impuesta por su presuntuoso y atávico padre, siempre preocupado por las apariencias conservadoras y burguesas, por el alto estatus y el qué dirán, quien no quiere que su peculiar retoño vaya por la libre, riegue el tepache y eche por la borda los intereses monetarios y sociales que implica casarse con Teresa Gorostiza Fagoaga, una joven de acaudalada dote, “descendiente de dos ramas de robusto abolengo desde el virreinato”.      

           

Editorial Planeta
Primera edición mexicana
México, marzo de 2015

        Entre las coloridas anécdotas y vivencias en La Habana (“una capital de vida licenciosa y derrochadora en la que el juego mueve querencias, designios y fortunas”) descuellan las relativas a la esclavitud y al tráfico y trata de esclavos, y a la aún improbable abolición y controvertida independencia de España; y el particular drama que sobre su abuela, esclava de origen africano, evoca doña Caridad, la obesa y mulata cuarterona que regenta la casa de huéspedes de la populosa calle de los Mercaderes (donde Mauro se aloja con su criado), quien (curiosa, cotilla y parlanchina) le canturrea un refrán habanero, propio para extranjeros recién desembarcados: “Tres cosas hay en La Habana que causan admiración: son el Morro, la Cabaña y la araña del Tacón.” Pero sobre todo destaca el hecho de que Mauro Larrea intenta que Carola Gorostiza se asocie a él y ambos inviertan en un modernísimo barco refrigerador. (Mientras, en un episodio, en la Plaza de Armas, una banda militar interpreta “los primeros compases de La Paloma de Iradier”; y en otro los paseantes corean “los primeros versos” de esa celebérrima y popular habanera que al parecer Sebastián de Iradier compuso hacia 1863: “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”; popularizada en México durante la breve presencia del emperador Maximiliano de Habsburgo y la emperatriz Carlota, la musa de la burlesca paráfrasis del “Adiós, mamá Carlota”, a quien cierto pueblo mexicano, con aliento chinaco, le canturreaba paródico, jocoso y vocinglero: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con desprecio que es un austríaco.” O también: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con cariño que es tu retrato.” Por aquello que repite el pegajoso y sentimental estribillo: “Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona.”) Pero Carola Gorostiza, por su parte, trata de involucrarlo, a espaldas de su marido, en el clandestino e inhumano negocio de un barco negrero. Y es por los equívocos de esos oscuros y subrepticios tejemanejes que sugieren un supuesto cortejo o amorío entre Mauro y Carola, que Gustavo Zayas, el cornudo esposo de ella, lo reta a una especie de “duelo de honor”, pero no a muerte con pistolas o espadas, sino en una mesa de billar, luego de verlo vencer, uno a uno, a los habituales caballeros del Café de El Louvre: “Al tocar la medianoche en el Manglar”; precisamente en la reservada mesa de billar de un pintoresco y abigarrado burdel (que tiene un baño decorado con un mural de escenas pornográficas y trazo naíf), cuya madama es una negra curvilínea y vieja ex prostituta de “ojos de miel” y “colmillo enjoyado”. “En casa de la Chucha. Una partida de billar. Si gano, no volverá a ver a mi esposa, la dejará para siempre en paz.” Y si pierde, le declara jactancioso: “Me iré. Me asentaré definitivamente en España y ella permanecerá en La Habana para lo que entre ustedes convengan. Les dejaré el terreno libre. Podrá hacerla su amante a ojos del mundo o proceder tal como les salga del alma. Jamás le importunaré.”

   

A la izquierda: Gustavo Zayas y Soledad Claydon
A la derecha: Mauro Larrea y Carola Gorostiza

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

           Vale apuntar que Gustavo Zayas también es un experto jugador (instruido en Jerez por un maestro importado de Francia y Mauro con un azaroso aprendizaje y entrenamiento en pulquerías, cantinas y burdeles de los poblados mineros); y según le dijeron los asiduos en El Louvre, “Desde que llegó a La Habana hace ya unos buenos años”, “no ha tenido rival en una mesa de billar”. O sea: es “el rey del billar habanero”. Pero Mauro Larrea, aconsejado por las inferencias y las estratégicas reflexiones del viejo sabio don Julián Calafat (el dueño de la Casa Bancaria Calafat, ubicada “en un caserón de la calle de los Oficios”, donde el minero resguarda sus posibles y las bolsas de oro de la condesa de Colima) —quien hace el papel de su consejero y padrino—, deja que Gustavo Zayas le gane la larga partida, quien desconcertado y picado lo reta de nuevo: “Una casa, una bodega y una viña [‘En el sur de España’] es lo que yo apuesto, y un monto de treinta mil duros lo que le propongo que aventure usted. Ni qué decir tiene que el valor conjunto de mis inmuebles es muy superior.” En este sentido, en esa segunda y trascendental “partida privada” (que inicia “casi a las seis de la mañana”: en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol), acuerdan que salgan los demás y sólo estén presentes don Julián Calafat y la Chucha, y el jorobado “Horacio como utilero”. Y tras decirle a la Chucha: “Yo me encargo de los gastos, negra. Tú sólo echa la moneda al aire cuando yo te diga” (“un doblón de oro” da volteretas por segunda vez “con el regio perfil de la muy españolaza Isabel II”), “El anciano recitó entonces los términos de la apuesta con la más adusta formalidad. Treinta mil duros contantes por parte de don Mauro Larrea de las Fuentes, frente a un lote compuesto por una propiedad urbana, una bodega y una viña en el muy ilustre municipio español de Jerez de la Frontera por la parte contraria, de las cuales responde don Gustavo Zayas Montalvo. ¿Están de acuerdo los dos interesados en jugarse lo descrito a cien carambolas y así lo atestigua doña María de Jesús Salazar?”

Doblón de oro de cien reales con el perfil de
Isabel II, reina de España entre 1833 y 1868


 

II de III

Al Viejo Mundo van “el Quijote de las minas y el Sancho chichimeca cabalgando de nuevo, sin rocín ni rucio que los sostuvieran”; es decir, seguido por el indio Santos Huesos, su criado, guardaespaldas y esbirro (quien es una especie de cómplice y servil esclavo sin las vejaciones y ataduras de un esclavo), Mauro Larrea viaja hasta Jerez de la Frontera a tomar posesión de sus nuevas propiedades: la casa, la bodega y la viña, que si bien están signadas por la ruina, el abandono y la desidia, el conjunto parece miliunanochezco, según la lectura que en la testamentaría hace don Amador Zarco, el viejo y obeso corredor de fincas: “Cuarenta y nueve aranzadas de viña con su caserío, pozos, aljibes y lindes correspondientes, las cuales detalló con profusión. Una bodega sita en la calle del Muro con sus naves, escritorios, almacenes y restos de dependencias, amén de varios centenares de botas —vacías muchas, pero no todas—, útiles diversos y un trabajadero de tonelería. Una casa en la calle de la Tornería con tres plantas, diecisiete estancias, patio central, patio trasero, cuartos de servicio, cocheras, caballerizas, y una extensión cercana a las mil cuatrocientas varas cuadradas, colindante por la izquierda, por la derecha y por detrás con tantos inmuebles anejos que asimismo quedaron pormenorizados.” 

 

Mauro Larrea y su sombra el indio Santos Huesos

Fotograma de La Templanza (2021)

           No obstante, pese a lo caudaloso que se entrevé y a que en Jerez el negocio del vino vive una venturosa etapa (Jerez huele “A mosto, a bodega, a soleras, a botas. Jerez siempre huele así.” Un efluvio distinto a “los aires marinos de La Habana” y al “perenne aroma a maíz tostado de las calles mexicanas”), Mauro Larrea no pretende asentarse de nuevo en España y convertirse en vinatero y bodeguero (asuntos y meollos que desconoce), sino vender de inmediato a través de ese rechoncho corredor de fincas (“Un hombretón entrado en años de cuerpo tocinero, dedos como morcillas y recio acento andaluz; vestido a la manera de un labrador opulento, con un sombrero de ala ancha y su faja negra a la cintura”) y regresar ipso facto a la Ciudad de México-Tenochtitlán para saldar su deuda con Tadeo Carrús, recuperar su palacio de la calle de San Felipe Neri, y resarcir su estatus social y pudiente de minero ricachón, concentrándose en los beneficios que multiplicará con las subterráneas vetas de Las Tres Lunas. Sin embargo, el primer obstáculo con el que tropieza es el hecho de que, según la normativa testamentaria, esas valiosas posesiones no pueden ser fragmentadas ni vendidas por separado (sólo en un lote conjunto) hasta que hayan transcurrido veinte años después de la muerte de don Matías, el autoritario patriarca fundador del patrimonio de los Montalvo. Y ese lapso se cumple dentro de once meses y medio.

El clan Montalvo en la bodega

Fotograma de La Templanza (2021)
   
         Siempre al tanto de las apariencias y del qué dirán, Mauro Larrea, en el ínterin de que surja el comprador del lote conjunto, se instala con su criado y folclórico matón en la deteriorada casona-palacio de la calle de la Tornería y va a echarle un vistazo a la bodega en la calle del Muro, donde lo reciben, informan y guían dos añosos ex empleados del clan Montalvo. “Llevaban ambos alpargatas desgastadas por el empedrado de las calles, pantalones de paño basto y ancha faja negra en la cintura.” Y el parlanchín de éstos le dice al “señorito”: “Servidor fue arrumbador de la casa durante treinta y seis años, y aquí mi pariente unos pocos más. Se llama Marcelino Cañada y está sordo como una tapia. Mejor hable para mí. Severiano Pontones, a mandar.” Pero, casi sin advertirlo, los planes del “señorito” de 47 años empiezan a trastocarse cuando aparece ante él la seductora figura y la seductora personalidad de Soledad Claydon, distinguida y rutilante miembro de la estirpe de los Montalvo.

 

Soledad Claydon

Fotograma de La Templanza (2021)

III de III

Atractiva, elegante y majestuosa, Soledad Claydon anda alrededor de las cuatro décadas. Aún “sin haber cumplido los dieciocho” se casó en Jerez con el británico Edward Claydon y desde entonces había residido en Londres, donde tienen cuatro hijas (Marina, Lucrecia, Brianda y Estela) que nunca aparecen ni interactúan en la novela. (“La mayor de diecinueve, la pequeña acaba de cumplir once”; “las dos pequeñas, internas en un internado católico en Surrey, y las mayores en Chelsea”, “al recaudo de unos buenos amigos”.) Su matrimonio con ese viudo marchante de vinos (treinta años mayor que ella y con un malcriado hijo de su primera esposa) fue impuesto y pactado, por interés y conveniencia, por el abuelo don Matías, el susodicho patriarca del clan Montalvo. Cuando Sol Claydon localiza a Mauro Larrea en la muy deteriorada y astrosa casona-palacio donde vivió su infancia, su adolescencia y su primera juventud, apenas hace casi dos meses que regresó de Londres y se instaló en Jerez, con su marido, en una casona ubicada en el número 5 de la Plaza del Cabildo Viejo. Sólo hasta que se vuelven cómplices a través de una serie de actos ilícitos y coercitivos con los que ambos pelean “a cara de perro” (sin excluir cierta dosis de violencia), Sol le revela a Mauro que ella, desde hace siete años, está al frente y al mando del negocio que presidía su esposo; la causa, oculta por ella ante el escrutinio de su hijastro y de la sociedad, es que desde entonces el viejo Edward Claydon está desconectado del mundo debido a una especie de locura o demencia senil, cuyos momentos críticos e inconsciencia la fémina controla y manipula con fármacos y drogas. Y como Alan Claydon, el hijo de Edward, pretendía dejar, en Londres, sin un clavo a Soledad y a sus cuatro hijas, ella hizo una serie de oscuras falsificaciones, tejemanejes, desfalcos y fraudulentos traspasos destinados a sus hijas y a su primo Luis Montalvo, el heredero de los bienes de la estirpe (la casa, la viña y la bodega); los cuales, antes de morir en Cuba y de ser enterrado en la Parroquia Mayor de Villa Clara, legó a su primo Gustavo Zayas Montalvo, mismos que éste perdió en la citada partida de billar ante el minero Mauro Larrea. (La pulsión teleológica o el quimérico non plus ultra de Gustavo Sayas era, al parecer, deshacerse de Carola Gorostiza y retornar a Jerez con suficiente parné para iniciar una onírica, ilusoria y quizá improbable reconquista amorosa.) A esto se añade el hecho de que Soledad Claydon sólo sabía con antelación (por un primer testamento) que eran sus cuatro hijas las herederas de su primo Luis y no su primo Gustavo, a quien ella parece despreciar desde lo más recóndito de su cascabelero esqueleto.

 

Mauro Larrea y Soledad Claydon
Carola Gorostiza y Gustavo Zayas

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

              A través de la maraña novelística, el entretenido y desocupado lector (o lectora) descubre que Luis Montalvo —a quien Mauro Larrea nunca conoció con vida—, además de ser literalmente el enano de la familia (por ello lo apodan Comino o Cominillo), era frágil, acomplejado, incompetente y falto de carácter. Y que el insensato e imprevisto homicidio de su hermano mayor en un coto de caza (quien iba a ser el legatario elegido por el todopoderoso dedo flamígero del abuelo Matías), lo colocó, unos días después del casorio de Sol con Edward Claydon, como el heredero que nunca quiso ser. Oculto e innombrable crimen que signó y preludió el resquebrajamiento de la cohesión y bonanza de la estirpe de los Montalvo, y que inculpó a Gustavo y por ello el abuelo Matías lo expulsó y exilió en Cuba, la Gran Antilla, territorio de la Corona Española. Por si fuera poco el culebrón (parecido al “libreto de una opereta digna del Teatro Tacón”, que quizá rubricaría ex profeso la dramaturga cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda), Gustavo, al ver trunco su mutuo y lúdico enamoramiento con su prima Sol, aceptó, en silencio y doblando la cerviz, el castigo y la marginación por un asesinato que no cometió y por ello, antes de que el moribundo Comino falleciera en el cafetal que Gustavo poseía en Cuba (precisamente en la provincia de Las Villas), el enano decidió retribuirlo heredándole la casa, la viña y la bodega. Intríngulis en el que además, en las mientes del desahuciado Comino y a espaldas de Gustavo, incidieron las persuasivas e insinuantes cartas que desde Cuba (a Jerez) le escribía Carola Gorostiza, inextricables al coqueteo, a la voluptuosidad, y a las soterradas ambiciones pecuniarias que caracterizan a esa elegantísima y guapetona fémina con un tentador cuerpo de pecado.  

   

Carola Gorostiza

Protagonista de la serie: La Templanza (2021)

        Y si en La Habana, el minero Mauro Larrea fue testigo de que Carola Gorostiza actuaba y negociaba a espaldas de su marido, en Jerez supone que Soledad Claydon hace lo mismo cuando, al término de la visita que ella le propuso (primero en calesa y luego a caballo) para mostrarle el territorio de La Templanza, es decir: la extensión, la casa de la viña, la tierra albariza y las viñas (que parecen atrofiadas y muertas), Sol le pide que se haga pasar por su primo Luis Montalvo ante la inminente presencia de un escribano y un abogado inglés enviados por Alan Claydon a cotejar y constatar los datos de las transacciones financieras que ella manipuló. Por ello le puntualiza a priori: “Falsifiqué los documentos, las cuentas y las firmas de los dos: la de Luis y la de mi marido. Después, una parte de esas acciones y propiedades las transferí a mis propias hijas. Otras, en cambio, siguen a nombre de mi difunto primo.”     

          

Soledad Claydon y Mauro Larrea en la viña

Fotograma de La Templanza (2021)

         Para apuntarlo con brevedad y sin desvelar las numerosas menudencias, trasfondos, intrigas y vericuetos que conlleva el suspense y los vaivenes, equívocos y sucesos de la detallista y puntillosa urdimbre de la novela (en la que a veces Mauro o Soledad sueltan o contienen la última carcajada de la cumbancha), vale resumir que todo deriva en un incipiente y novelesco vínculo amoroso entre la viuda y marchante de vinos y el viudo e indiano Mauro Larrea (de ahí la ilustración de la portada). Pero también entre la mulata Trinidad con su turbante encarnado (baila yambó sobre un pie, la otrora esclava de Carola Gorostiza, quien, obligada por Mauro, tuvo que otorgarle el escamoteado documento ológrafo de manumisión) y el indio chichimeca Santos Huesos, siempre con su sarape de colores, su filoso cuchillo (pa’ lo que mande su mercé), su larga melena y el “paliacate anudado a la cabeza bajo el ala ancha del sombrero” (quizá con holgados calzones de manta cruda hasta el tobillo, descalzo o de guaraches, y tal vez con el peliculesco trotecito del indio Tizoc), quienes fincan su destino en Cuba (precisamente en Cienfuegos, donde “echaron un hijo al mundo”), a donde arrearon desde Cádiz a bordo de una fragata que transporta un cargamento de sal gorda.

     

El indio Tizoc
(Pedro Infante)

          Vale añadir que en ese mismo navío de carga, en una minúscula y claustrofóbica camareta, trasladan a Carola Gorostiza, secuestrada y coaccionada con una aguja hipodérmica y sin haber podido cumplimentar su cometido de hacerse con los bienes que, alega, no pertenecen a Mauro Larrea, si no a su marido (ausente en España y a quien Sol nunca volvió ver después de casarse e irse a Londres con Edward Claydon). Mientras que en otro minúsculo aposento llevan, engañado y secuestrado, al codicioso, egoísta, díscolo, lépero y agresivo Alan Claydon, quien además de haber sido desvalijado por una caterva de salteadores (al parecer rucios y analfabetas) que lo abandonaron casi desnudo en una zanja, fue blanco de un tasajo de filoso cuchillo de matancero mexicano que Sol le aplicó en el rostro y del que brotó sangre, precisamente a modo de furiosa y vengativa rúbrica y marca de fuego tras el frustrado y violento intento de obligarla a firmar unos documentos; es decir, Alan Claydon quería arrebatarle lo que consta a nombre de sus hermanastras (“las gitanas del sur de España”, las moteja), y lo que ella depositó en un lugar secreto; y, por si fuera poco, pretendía anularla e “inhabilitar a su padre”. Pero además, al ideograma de ese elocuente corte de cuchillo, se le agrega la posterior quebradura de ambos pulgares (que lleva entablillados por el doctor Manuel Ysasi), orden dada por el indiano y valentón Mauro Larrea (luego de rescatar a Sol de las manazas del hijastro) y ejecutada en el acto por su esbirro el indio Santos Huesos; cuyo primera encomienda clandestina, justiciera e ilegal —una especie de pacto de sangre que lo convirtió en la sombra de su patrón y amo, ocurrida cuando era un chamaco en el salvaje y lejano pueblo minero de Real de Catorce y apenas “llevaba un par de meses trabajando en sus pozos”—, fue sacar y ocultar los cadáveres (ultimados a golpes por el iracundo y viudo minero) de un par de briagos que asaltaron su solitaria casa con la intención de violar a la niña Mariana y a la indita Delfina, la nana del chiquillo Nico (cuya madre murió por una sepsis puerperal tras el parto en el pueblo castellano), quien “no paraba de llorar y gritar como un poseso”, “arrinconado en una esquina y medio tapado por un colchón de lana que sobre él había volcado su hermana a modo de parapeto”.

           

La madre Constanza y el indiano Mauro Larrea

Fotograma de La Templanza (2021)

        Mientras el joven naviero Antonio Fatou, la seductora marchante Soledad Claydon, el indiano Mauro Larrea, y el solterón y doctor Manuel Ysasi (entrañable amigo de la familia y otrora infeliz pretendiente de Inés Montalvo, la hermana mayor de Sol), están confabulados en Cádiz ultimando ese par de subrepticios secuestros y contrabando a La Habana que con sigilo inicia antes del alba, ocurre un incendio en Jerez (nunca se sabe qué o quién lo causó), precisamente en el convento de Santa María de Gracia, donde la Reverenda Madre de esas monjas “agustinas ermitañas” (“recluidas en la oración y el recogimiento al margen de las veleidades del resto de los humanos”) es la madre Constanza, o sea: Inés, la hermana mayor de Sol; y donde, ante las garras y el asedio de Alan Claydon, escondieron al viejo Edward, con quien de joven la monja soñó con casarse y vivir por siempre jamás en Londres; pero al hacerlo con Sol siempre la detestó y nunca la perdonó. La religiosa, casi inflexible y dura de roer, pudo ser rescatada del fuego y de los ardientes escombros gracias al arrojo del experimentado minero Mauro Larrea (en ese heroico episodio se dislocó un codo) y por ende las hermanas Montalvo pudieron darse un abrazo después de más de veinte años sin verse ni hablar, no sin que Sol le soltara, previamente, un sonoro y fugaz bofetón a su resentida hermana que se negaba a recibirla y a dialogar con ella. Y el viejo Edward Claydon, quizá en un lapso de intuitiva o mediana lucidez (o perdido en una fantasmagórica y laberíntica e infernal pesadilla), logró escabullirse del convento en llamas e introducirse en la mansión de la calle de la Tornería que ahora posee y habita el indiano Mauro Larrea. No obstante, se suicidó “sesgándose la yugular con precisión quirúrgica”. Cuando lo encuentran, después de buscarlo, tenía, “En la pechera, chorros de sangre. En la garganta, clavada, una escuadra de cristal.” [...] “Estaba sentado de espaldas a la puerta. Erguido, en una de las cabeceras de la gran mesa de los Montalvo. La misma mesa en la que se sirvió el almuerzo tras su propia boda, la misma en la que cerró tratos con el viejo don Matías degustando el mejor oloroso de la casa. La mesa en la que se rió a carcajadas con las ocurrencias de sus tremendos amigos Luis y Jacobo [los vástagos del patriarca del clan: el padre del liliputiense Comino y el padre de Sol, ambos juerguistas e irresponsables por antonomasia], e intercambió miradas galantes con dos bellezas casi adolescentes [Inés y Soledad] entre las que acabó eligiendo a la que habría de ser su mujer.”

 

El viejo Edward Claydon recién casado con Soledad Montalvo

Fotograma de La Templanza (2021)

          La viuda, de luto, regresó a Londres sin despedirse. Y nueve meses después, en septiembre de 1862, retorna a Jerez de la Frontera, ya sin la negra vestimenta del duelo, y ya enmendados los retorcidos y chuecos renglones de sus malabares e infracciones financieras, donde en La Templanza halla al indiano Mauro Larrea convertido en un prometedor vinatero y bodeguero, con quien hace migas y convenios para producir el amor y una firma signada por ambos en las etiquetas: “Montalvo & Larrea, Fine Sherry, se leía en ellas”.  

 

 

María Dueñas, La Templanza. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2015. 542 pp.

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"La Paloma", de Sebastián de Iradier, cantada por la soprano Olimpia Delgado Herbert.

"Adiós, mamá Carlota", canción burlesca contra la Intervención Francesa de Vicente Riva Palacio. Intérprete: Amparo Ochoa.     

Trailer oficial de La Templanza (2021).

  

domingo, 1 de agosto de 2021

Hombre lento

 Apúntese al club de corazones solitarios

 

Hombre lento, novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940), apareció en inglés, en 2005, editada en Nueva York por Peter Lampack Agency, Inc. Y ese mismo año, traducida al español por Javier Calvo, fue editada en España por Random House Mondadori y al año siguiente en México, junto con un disco compacto (coeditado con Librerías Gandhi) que reproduce el discurso que Coetzee leyó al recibir el sonoro Premio Nobel de Literatura 2003.

           


          Dispuesta en 30 capítulos numerados, Hombre lento quizá no sea la novela más light y trivial de su abultada obra narrativa. El anciano Paul Rayment, un sesentón ex fotógrafo de origen francés y coleccionista de fotografía, un día del año 2000 pedalea su bicicleta por Magill Road —una calle de Adelaida, Australia— cuando un auto lo embiste y provoca la rápida e ineludible amputación de su pierna derecha (¡el muñón queda arriba de su rodilla!). Tal doloroso y traumático drama, narrado al inicio de la novela, hace suponer que el lector accederá a las menudencias y vericuetos psicológicos, circunstanciales e inmediatos de su nueva condición física, a todas luces residual (eso parece o en cierta medida es así). Pero lo que cobra mayor relevancia a largo de las páginas y del grueso de la narración, no es el dolor ni el calvario ni la angustia ni la desventura corporal y psíquica del protagonista adaptándose a sus nuevas condiciones físicas y mentales, sino la comedia de equívocos y enredos (y hasta de Perogrullo) en que su vida sentimental, íntima y cotidiana se ve inmersa. Y más aún: hay en ello un matiz fantástico y ficticio que trastoca y trasmina el realismo de la historia y la transforma en una alegoría de la vejez y de ciertas irremediables desventuras consubstanciales a ella.

           

Literatura Mondadori número 281
Primera edición mexicana
(México, enero de 2006)

           El perder la pierna no implica para Paul Rayment enfrentarse a deficiencias médicas y sanitarias ni a embrollos burocráticos ni a la necesidad de trabajar para confrontar sus gastos. Su seguro de vida y su solvencia pecuniaria de viejo jubilado le brindan los sustentos que requiere y por ende puede proveerse de una enfermera especializada que en su cómodo departamento (con aire acondicionado) le brinda terapia física y servicio doméstico. Es así que la narración discurre por ámbitos realistas hasta el final del capítulo 12, cuando Paul Rayment le ofrece a Marijana Jokić, su diestra y eficaz enfermera croata, pagar la educación de su hijo Drago (de 16 años), desde el oneroso internado y “hasta que se gradúe como oficial de la marina”. La razón (y se lo confiesa): se ha enamorado de ella. Pero la mujer, nada más oírlo, se marcha, ipso facto, con Ljuba, su pequeña hija.

            Al día siguiente, en el capítulo 13, Marijana no regresa a trabajar, ni contesta el teléfono ni le devuelve la llamada que hace a su casa en el distrito obrero de Munno Para. Pero quien ese mismo día llega a su departamento en Coniston Terrace, Adelaida Norte, es una tal Elizabeth Costello (protagonista de la novela homónima que J.M. Coetzee publicó en 2003), quien sin invitación y sin que Paul Rayment la conozca, se instala allí (como Petra en su casa) dispuesta dizque a guiar y a dizque corregir los retorcidos renglones de su cojuda infravida de diablo cojuelo. Y es con tal intrusa y su cometido donde el sentido realista se altera y se rompe. Y esto es así porque la Costello, que también es una anciana sesentona, conoce, en buena proporción, los íntimos secretos de Paul Rayment: los que no le ha contado a nadie (como es el caso de la erógena ciega que él vio y olió en un ascensor del hospital y que luego ella, sin que él se lo pida, le contrata como sexoservidora a domicilio), y porque observa una conducta omnisciente, absurda e imposible, tanto en ciertos intríngulis y antagonismos de sus conversaciones, como por el hecho de que, pese a que se supone que es una escritora con libros y fama y a que tiene una “bonita y antigua casa” en Melbourne, opte por subsistir en los parques públicos con los inconvenientes de una desvalida y pestilente vagabunda que carece de un centavo; mientras, a imagen y semejanza de una obsesa que no tiene otra cosa en qué ocuparse para castrar al diosecillo bajuno del alado Cronos, alterna y asedia la cotidianeidad y los propósitos íntimos, secretos y personales de Paul Rayment y los espacios domésticos de su cómodo departamento.

           

Debols!llo número 342/8
Primera edición mexicana
(México, 2006)

         En medio de la efímera visita de la hetaira ciega (él paga 450 dólares por el manoseo y el servicio y previamente tiene que ponerse “una hoja de limón sobre cada ojo” y vendarse los ojos con una media de nailon de la Costello), Paul Rayment, se pregunta: “¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas?” Y en la misma tesitura pusilánime en la que él es el títere que la Costello mueve a su antojo, más adelante divaga sobre la posibilidad de que la narradora lo esté utilizando para construir un personaje de un libro en ciernes. E incluso en que tal vez ella no exista y que él ya haya muerto sin mayor pena ni gloria. Sin embargo, tal ficticio tejemaneje implica y desvela lo relevante y trascendente de la prestidigitación: que la escritora Elizabeth Costello, con su desfachatez, locura y contradicciones, es alter ego del verdadero titiritero y ventrílocuo: el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee; y que Hombre lento es sólo un artilugio literario donde el narrador, prestidigitador nato, hace y deshace a su antojo con el lelo lector del octavo día.

           

Coetzee y su alter ego

         Luego de un breve tiempo de hacerse la ofendida y desaparecida, Marijana regresa al departamento de Paul Rayment, pero no para trabajar de inmediato, sino para dejarle un folleto del Wellington Collage, el costoso internado que ha elegido su hijo Drago. Esto desencadena una tormenta doméstica en casa de los Jokić: Miroslav, el marido de Marijana, golpea a su mujer y ella se refugia en casa de su cuñada, que no la aprecia. Y Drago, con una mochila a cuestas, no tarde en pedirle refugio a Paul Rayment. Y el anciano solitario y cojo, que añora la paternidad que no procuró con nadie, le brinda cobijo en su estudio y pronto la estancia del adolescente altera el orden, la calma chicha y el sosiego budista del departamento, pues además de que a veces Marijana deja allí a la pequeña y alharaquienta Ljuba, Drago lleva a un compinche, y por ende sus charlas, pitorreos y ruidos se los tiene que soplar el vejete, aún en las horas del supuesto descanso y sueño.

            Miroslav, quien es obrero montador en una fábrica de autos, vigila, en su astrosa camioneta, en las inmediaciones del edificio donde vive Paul Rayment. Éste lo invita a hablar; y el dialogo desvela que el enojo del croata no es por ver humillado su honor de macho cabrío ante el préstamo a plazo indefinido y sin intereses que pagará el internado de su hijo Drago (el obrero Miroslav, incluso, conviene con el viejo Paul la creación bancaria de una cuenta de fideicomiso), sino los celos y la inseguridad (pese a sus 18 años de matrimonio) ante la creencia de que su mujer está “en proceso de ser embaucada, para alejarse de su corazón y de su hogar, por un cliente forrado de dinero y familiarizado con el mundo del arte y de los artistas” y que “el elegante entorno de Coniston Terrace le está enseñando a despreciar el mundo de la clase obrera de Munno”.

            Además de las abundantes digresiones y de las pinceladas y anécdotas biográficas sobre la idiosincrasia, el pasado y el presente de Paul Rayment (muy pocas sobre la Costello y los Jokić), la novela ilustra dos episodios donde el hecho de estar cojo, solo y viejo conlleva sus ineludibles inconvenientes. Una le ocurre cuando al ducharse con su andador Zimmer, éste se resbala y él “cae y se golpea en la cabeza contra la pared” y no puede levantarse. Por fortuna logra telefonear a Marijana, quien va, lo auxilia y apapacha. Él le pide que se quede toda la noche, pero ella le dice que su caída no es una urgencia médica. Y entre el debate en que el anciano cojo le reitera su amor, ella se va; pero antes le recomienda que se apoye en una amiga y que si tiene necesidades mayores que cogerle la mano, que se apunte en un “club de corazones solitarios”; y a imagen y semejanza de un vociferante y visceral escupitajo, le resume su triste y asfixiante rutina, para nada parecida a la de una curvilínea masajista de lujo diplomada en Cancún, especialista en los siete masajes para resucitar al muerto: “¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo ‘Haz esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra ventana, no me gusta esto, no me gusta eso’. Llego a casa cansada hasta los huesos, suena teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: ‘Es urgencia, ¿puede venir...?’”

            El otro episodio le ocurre en la mañana del día siguiente. El anciano y cojuelo Paul Rayment, que no pudo dormir (la pasó “Angustiado, lleno de remordimientos, dolorido, incómodo”), al verse corroído por la necesidad de orinar y el dolor de espalda, “con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera”, “se rinde y se orina en el suelo”. Así enredado, vergonzante, húmedo y apestoso a pipí lo encuentra Drago, quien llega a recoger la bolsa con sus últimas cosas. El chaval lo auxilia con los menesteres inmediatos y Paul no puede reprimir “un acceso de llanto”, un patético y lastimoso “llanto de anciano”.

            Navegando en la solipsista burbuja de idealización amorosa y protectora que vive Paul Rayment, le escribe una carta al obrero Miroslav Jokić, donde le reitera su apoyo monetario para la educación del muchachito Drago y quizá también para sus dos hijas: la pequeña Ljuba y la adolescente Blanka. En su papel de filantrópico padrino de la familia croata, le solicita “una llave de la puerta de atrás”, pues, dice, “no albergo ningún plan para quitarle a su mujer y a sus hijos. Tan solo le pido poder rondar por ahí, abrir mi pecho, cuando esté usted ocupado en otro lugar, y derramar las bendiciones de mi corazón sobre su familia.”

           

Fotografía de Antoine Fauchery

          Pero también le solicita que el mozalbete Drago le devuelva una foto antigua de su valiosa colección (cuyo total donará, tras su muerte, a la Biblioteca Estatal de Adelaida), impresión decimonónica y original hecha por el propio Antoine Fauchery (1823-1861), nada menos, cuyo sustracción fue advertida por la fisgona Costello. Para Paul Rayment se trata de un robo, aunque no irá a la policía; mientras que la Costello colige la probabilidad de que se trate de una broma de adolescentes urdida entre Drago y su compinche. En el sitio donde estaba la impresión original, los chavales dejaron un fotomontaje, una copia manipulada en la computadora donde se aprecia el rostro de Miroslav Jokić “vestido con una camisa abierta y un sombrero, y además con bigote, codo con codo junto a aquellos mineros de Cornualles e Irlanda de cara adusta que vivieron en una época remota.”

   

Fotografía de Antoine Fauchery

         Incitado por la Costello, ella y Paul Rayment van en taxi a la casa de los Jokić a reclamar la incunable foto y a reiterar el padrinazgo de él. La actitud de Marijana, además de que vuelve a deducir con acierto las intenciones amorosas y humanas del vejete Paul, no es la de una fémina que supuestamente en Croacia estudió pintura y fue restauradora de arte, sino la estereotipada tozudez de una inculta y ramplona ama de casa que no puede distinguir entre una fotocopia y una invaluable e histórica impresión vintage; y más aún: se ofende, no por el latrocinio de Drago, sino porque según ella “aporrean la puerta como policía” y porque el padrino “ahora dice que le robamos”.  

           

Don Quijote y Sancho “volando” con Clavileño
Ilustración de Ricardo Balaca (siglo XIX)

          
A tal meollo se añaden dos corolarios. Uno es que al término de tal visita el viejo Paul Rayment descubre que Drago, con cierta ayuda de su padre, está por concluir la construcción de un triciclo (¡el auténtico velocípedo celeste!, ¡más veloz que Clavileño!), regalo y tributo para el anciano cojuelo, para que, moviéndolo con las manos, pueda desplazare en ese artefacto algo chusco y ridículo, en cuyo tubo tiene pintado “con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: ‘PR Exprés’”. La pequeña Ljuba pregunta por el significado. “PR, el Hombre Bala”, le responde Paul Rayment. Pero la niña, sonriéndole, le apostrofa la dramática e irrefutable verdad: “¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!”

          

J.M. Coetzee

           
El otro corolario es que la anciana Elizabeth Costello, no sin patetismo (y sin los arquetípicos y consabidos tiempos del cólera), insiste en que ella y el anciano pueden vivir juntos, ya en Melbourne o en otro sitio, signados por “Los cuidados del amor”. Pero él se niega porque, dice, “esto no es amor. Es otra cosa. Es menos que amor.”

 

J.M. Coetzee, Hombre lento. Traducción del inglés al español de Javier Calvo. Literatura Mondadori número 281, Random House Mondadori. 1ª edición en México, 2006. 264 pp.

 

El librero Vollard



El ogro y la bella durmiente

En París, en 2002, en la prestigiosa Éditions Gallimard, el filósofo y narrador francés Pierre Péju (Lyon, 1946) publicó La petite Chartreuse, novela que, según canturrean Puzzle y Tropismos en una postrera página interior, “tuvo una excelente acogida por parte de la crítica”, además de convertirse “en un verdadero fenómeno de ventas en Francia, tras recibir uno de los más prestigiosos premios literarios de dicho país: el Prix du Livre Inter 2003”. Sonoro bombo y platillo al que se añade su homónima adaptación cinematográfica en el filme homónimo dirigido por Jean-Pierre Denis, estrenado en Francia en 2005.

Narrativa 156, Ediciones Témpora
(Barcelona, junio de 2006)

Impresa en Barcelona en “junio de 2006” por Ediciones Témpora, tal novela fue traducida al español por Cristina Zelich con el título El librero Vollard. Esto no es gratuito, pues Étienne Vollard, el protagonista, un hombre alto y gordísimo, es lector por antonomasia y librero de oficio (lo cual implica anécdotas y citas de libros), precisamente a través de El Verbo Ser, su menuda librería donde se expenden títulos antiguos y de segunda mano, ubicada en una pequeña ciudad no muy distante de París y rodeada de nevadas montañas, entre las que sobresale la Gran Chartreuse.

Pierre Péju con un ejemplar de su novela
La petite Chartreuse

En 1998, Étienne Vollard tiene 51 años y los hechos del presente de la obra se suceden entre el frío y nevoso noviembre de tal año y mediados de 1999. No sin espinas y vericuetos espinosos o no tan espinosos (como la estancia del adolescente Étienne Vollard en el liceo de Lyon o de joven en mítines de la primavera de mayo y junio de 1968), la novela embrolla una nostálgica e idealizada celebración del libro, de la literatura, de la lectura, del lector empedernido, de la memoria literaria y del oficio de librero de viejo. Pero el dramático meollo lo desencadena un inesperado y súbito accidente: cuando Étienne Vollard, al volante de su camioneta, atropella a la pequeña Eva, de diez años, hija natural de Teresa Blanchot, una solitaria joven todavía recién llegada a la ciudad, quien pese a su desempleo y como constantemente huyendo de sí misma (y de su hija) y hacia ninguna parte (o hacia la nadería de la nada), puede vagabundear sin ton ni son (hacia ninguna parte) manejando su auto por carreteras circunvecinas, yendo y viniendo en tranvías, o yendo y viniendo de París en el tren de alta velocidad.

La pequeña Eva (Bertille Noël-Bruneau) en La petite Chartreuse (2005),
filme dirigido por Jean-Pierre Denis, basado en la novela homónima de
Pierre Péju, originalmente publicada en Francia, el 9 de octubre de 2002,
por Éditions Gallimard
Tal desgracia trastoca la conciencia y la cotidianidad del librero Étienne Vollard, quien se siente culpable (no obstante que su responsabilidad fue un imprevisto accidente, involuntario e ineludible) y por ende la visita en el hospital, donde amén de las contusiones y quebraduras, la niña Eva sobrevive; pero queda en coma, como si hubiera sido dormida por una especie de maleficio brujeril, por un malvado encantamiento de una infame turba de nocturnas aves.
Es entonces cuando parece que el menjunje literario, a imagen y semejanza del intríngulis del consabido y antiguo cuento de hadas que urdiera Charles Perrault a fines del siglo XVII (que una y otra vez se reescribe sin cesar, y se reintenta cinematográficamente, en todas las ínfimas latitudes y catacumbas de la recalentada aldea global), ejercerá un ancestral y atávico poder mágico y curativo: “lo que impresionaba a Vollard, aquella vez, era su apariencia principesca, aquella tranquilidad impresionante fruto, sin duda, de la minerva y del vendaje en forma de turbante. La niña se había instalado en un letargo duradero, un sueño mágico de siete años, de cien años. Víctima de un sortilegio.”

Bertille Noël-Bruneau en el papel de Eva Blanchot
Fotograma de la película La petite Chartreuse (2005)
Es decir, parece que sólo falta recitarle al oído otro sortilegio infalible (una suerte de cantarín poema o de salmo maravilloso) para deshacer el malvado hechizo. Y parece que será así y con final feliz (y por los siglos de los siglos), pues una enfermera les recomienda, a él y a Teresa, hablarle a la niña: la bella durmiente. 
La niña Eva (Bertille Noël-Bruneau)
Fotograma del filme La petite Chartreuse (2005)
        Y dado que la madre casi es incapaz de platicarle y está marcada por su tendencia a huir de su hija (y de sí misma), es el librero Étienne Vollard quien se entrega a la tarea de hablarle día a día, recitándole un sin número de cuentos que habitan en su rara e indeleble memoria de insaciable lector, de descomunal ogro devorador de libros y bibliotecas enteras, en cuyo memorioso y laberíntico casillero quizá se hallen, palpitando y rutilantes, los versos o las palabras precisas que la rescaten por siempre jamás de ese onírico y pesadillesco dédalo.
“Viene usted mucho más a menudo que su señora —le señaló la enfermera que hacía las curas por la mañana [pues supone que él es el padre]—. He notado que no se atreve demasiado a hablar a la cría. Es una pena. Es necesario. Ya verá, un día se producirá un cambio. Nunca se sabe qué vocablo, qué palabra consigue despertarles. Una sola frase puede dispararlo todo. Entonces es como el extremo de un hilo del que hay que tirar para que todo lo demás vuelva. El coma es algo muy misterioso, sabe...”
Sin embargo, el ensalmo o la pócima de palabras mágicas no se encuentran en ningún libro o no llegan o no existen o se esfuman ante la inescrutable y fría lápida de la realidad, pues cuando la niña vuelve en sí, no puede hablar, apenas entiende lo que le dicen y su debilidad física es muy frágil. 
Su madre la interna en un montañoso sanatorio especializado. Prácticamente la abandona allí (y sale huyendo hacia un centro comercial de una población vecina a encadenarse en un mísero empleo) y le pide a Étienne Vollard que la visite los domingos y por ende lo autoriza en el hospital. 

El librero Étienne Vollard (Olivier Gourment) y
Teresa Blanchot (Marie-Josée Croze)
Fotograma de La petite Chartreuse  (2005)
Cuando el librero, con cierta incertidumbre, inicia tales visitas para pasearla por los linderos de la montaña, es notorio que en vez de mejorar, la niña empeora. 
Primero es la anorexia y luego un ataque epiléptico lo que anuncia y preludia el ineluctable e inminente final.
Mientras la pequeña Eva está moribunda en el sanatorio, un incipiente incendio suscita que los chorros de agua de los bomberos destruyan la entrañable librería de Étienne Vollard, pérdida que obviamente incide en su oscura y translúcida decisión de borrarse del mapa.
Pese a que la memoria de Étienne Vollard era casi tan extraordinaria e imborrable como la de Funes el memorioso (no obstante el vaciadero de basura que implica y por igual descubre y desentraña el ansioso y megalómano poseedor de la memoria de Shakespeare), el librero de la librería de viejo El Verbo Ser, no menos solitario, frágil, quebradizo, vulnerable, huérfano y desamorado que Teresa Blanchot y que la pequeña Eva, a través de la literatura y de la memoria de ésta, no pudo reconciliarse consigo mismo, con su destino y con el mundo; es decir, no pudo extinguir o amortiguar el desasosiego, la angustia, la depresión, el estrés, la neurosis y la suma de frustraciones, de modo que reencontrara la clave, el leitmotiv y el buen sabor de la evanescente e ingrata e impredecible vida, precisamente como sí ocurre en dos maravillosas y poéticas “historias de libros” que parecen denotar e implicar la ambrosía y la panacea universal, y que según la omnisciente y ubicua voz narrativa, Étienne Vollard evocaba con deleite, apoltronado “al fondo de su librería” (“araña gigantesca en el centro de su tela”):

El librero Étienne Vollard (Oliver Gourment)
Fotograma de La petite Chartreuse (2005)
“Al librero Vollard le gustaba explicar la historia de aquel hombre, retenido como rehén durante varios años, en Oriente Medio, por un grupo político-religioso y que, por una enorme casualidad, encuentra en un recoveco, el agujero apestoso de una cédula, el tomo II de Guerra y Paz, arrugado y mohoso, pero traducido a su propio idioma. Un libro en tan malas condiciones como él. Desde ese momento, para él, algo cambia. Todo cambia. De esos cientos de páginas, apenas encuadernadas unas con otras, le llega un alivio inmenso y, gracias a ellas, retoma el gusto por la vida.
“Vollard también explicaba la historia de aquella mujer, condenada a la oscuridad total de una celda soviética, que había memorizado una obra de Shakespeare, aprendida de memoria en su juventud. Al volverse ciega, obligada al aislamiento que vuelve loco, recita El rey Lear, en inglés, íntegramente. Lentamente, aparece una luz en la oscuridad. Ve el libro, ve el texto. Lo lee. Gira las páginas mentalmente. Ve tan bien ese libro que había comprado en una pequeña tienda cuando era estudiante, que decide traducir al ruso, en la oscuridad, para ella sola, para nada, para que algo humano subsista a pesar de todo. Hojea mentalmente su viejo ejemplar de estudiante, en una alucinación extremadamente precisa. Y buscando el término exacto, la música, el acorde, traduce, sin tinta ni papel, en espera de la muerte.”
       No extraña, entonces, que Borges el memorioso, prisionero en las perennes tinieblas de su ceguera, haya dicho que el libro, ese instrumento sin el cual no puedo imaginar mi vida [… no es menos íntimo que las manos y los ojos; que el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación,  que la literatura es también una forma de la alegría y la lectura una forma de felicidad”, y que toda lectura reescribe el texto”.


Pierre Péju, El librero Vollard. Traducción del francés al español de Cristina Zelich. Narrativa  núm. 156, Puzzle/Tropismos/Ediciones Témpora. Barcelona, junio de 2006. 160 pp.