domingo, 3 de octubre de 2021

American Noir


Con una aguja clavada en el corazón

The Best American Noir of the Century apareció por primera vez en Estados Unidos, en 2010, editado por Houghton Mifflin Harcourt, con sede principal en Boston. Se trata de una antología de diez cuentos de narrativa negra norteamericana pergeñada entre el editor Otto Penzler (Nueva York, 1942) y el narrador James Ellroy (Los Ángeles, 1948). Y en noviembre de 2014, en Barcelona, España, Navona Editorial, con el título American Noir publicó su traducción al español a cargo del escritor y traductor Enrique de Hériz (Barcelona, 1964). 
Colección Navona Negra núm. 16, Navona Editorial
(Barcelona, 2ª edición, diciembre de 2014)
  Estropeada con visibles, flagrantes, chambonas y torpes erratas, la antología American Noir, número 16 de la Colección Navona Negra (con pastas duras y sobrecubierta), está precedida por un “Prólogo” de Otto Penzler fechado en “Mayo de 2009” y por una “Introducción” de James Ellroy datada en “Junio de 2009”, muy reconocido y recordado —más allá de los Estados Unidos y del orbe del inglés y del español— por la homónima adaptación al cine de su novela L.A. Confidential (1990), protagonizada por Russel Crowe, Kim Basinger, Guy Pearce, Kevin Spacey, Danny DeVito, James Cromwell y David Strathairn.

Otto Penzler
  Pese a que no están todos los que son, Otto Penzler dice en su “Prólogo” que “Este volumen está dedicado a la narrativa breve de género negro del siglo pasado” —no obstante, el relato que cierra el libro data de 2002—. Y con sobradas razones afirma: “resulta imposible divorciar el género literario por completo de su contrapartida fílmica”. En este sentido, cada uno de los diez cuentos, que corresponden a diez autores, está antecedido por un breve esbozo curricular (quizá urdidos a cuatro manos) donde se suelen mencionar o destacar las adaptaciones cinematográficas e incluso las televisivas, y cuyos trazos biográficos no pocas veces resultan novelescos y peliculescos.   

James Ellroy
  Todo indica que la subversión de las normas, la oquedad ética, la violencia, el crimen y el asesinato son consubstanciales al predador género humano que infesta los restos y recovecos del recalentado y contaminado planeta tierra. La narrativa negra y criminal —egregia descendiente de la “escuela hard-boiled” y pariente de las populares revistas pulp—, con trazo ágil y visual ausculta esas zonas oscuras y underground de la psique humana, pero lo hace o lo suele hacer a imagen y semejanza de un divertimento (a veces sutil en el trasfondo de un drama), de un espejo retrovisor que induce al lector a horrorizarse o a reírse de sí mismo y de los otros. De ahí que James Ellroy, como si oprimiera un alfiler en la víscera cardíaca del insaciable y empecinado lector, le diga en el fragmento que concluye su prefacio: “Los relatos de este volumen son una gozada. Ponga a trabajar su malsana curiosidad y léalos todos. Encontrará repulsión y atracción. Soportará el abandono moral. La condena es diversión. Usted es un pervertido por leer esta introducción. Lea el libro entero y terminará muriendo en una camilla, con una aguja clavada en el corazón.” Se puede decir, entonces, parafraseando el consabido y cantarín estribillo de ladrillescos volúmenes (tipo Pequeño Larousse ilustrado) con los que se podría matar de un golpe en la cabeza, que American Noir reúne los diez cuentos de narrativa negra norteamericana que hay que leer antes de morir.

James M. Cain
(1892-1977)
  “Pastorale”, el primero de los diez relatos del libro, de James M. Cain (1892-1977), data de 1928 y por ende se observa que la antología, elegida y dispuesta cronológicamente, va de tal año al 2002, que es la fecha del décimo y último cuento. Es probable que a James M. Cain sobre todo se le recuerde, en toda la aldea global, por El cartero siempre llama dos veces (1934), su primera novela; de ahí que en la nota biográfica que precede al cuento se diga de ésta: “gozó de un enorme éxito comercial y pasó a la gran pantalla en producción de la MGM (con guión de Raymond Chandler) en 1946, protagonizada por Lana Turner y John Gardfield, y de nuevo en 1981, esta vez con Jessica Lange y Jack Nicholson.” Su cuento “Pastorale” es narrado por la omnisciente voz de un testigo cercano a Burbie, quien es un joven pueblerino de pocas luces y pocas destrezas que se involucra en amoríos clandestinos con Lida, coterránea suya, casada con un viejo, dueño de una granja solitaria y alejada del pueblo. Burbie planea con Lida, estúpida y miedosamente, el asesinato del ruco. Según se reporta en la nota, “Cain no escribía historias de detectives, pero se lo suele agrupar con otros escritores de la vertiente más dura del género por sus rudas historias de criminales, llenas de sexo y violencia, la mayor parte de las cuales siguen un patrón habitual, en el que un hombre se enamora de una mujer y eso lo lleva a involucrarse en una trama criminal para luego verse traicionado por ella.” No obstante, en el cuento, Lida no traiciona a Burbie, sino que el crimen, en el que participa un tal Hutch, toma un derrotero inesperado y más violento que lo induce, tras la muerte de éste, a la creencia en Dios y a la confesión pública de sus actos, que ignoraba el pueblo, preámbulo de su condena a la horca, anunciada en la primera línea: “Bueno, pues parece que van a colgar a Burbie.”

 
Mickey Spillane
(1918-2006)
    El segundo cuento: “¡Muere!, dijo la dama” (1953) es de Mickey Spillane, pseudónimo de Frank Morrison Spillane (1918-2006). Entre las películas basadas en sus novelas en la nota se destacan tres: Yo, el jurado (1953), con Biff Elliot caracterizando al detective Mike Hammer, “su personaje más famoso”, en sus libros, en el cine y en la televisión; “El beso mortal (1955), un clásico del cine negro en el que Ralf Meeker interpretaba a Hammer; y Cazadores de mujeres (1965) donde el propio Spillane interpretaba al detective”. 
   “¡Muere!, dijo la dama” se sitúa en un elegante club neoyorquino, donde Chester Duncan, magnate financiero, recibe a Early, inspector de la policía, donde le narra los pormenores que subyacen en el recién suicidio de Walter Harrison, también magnate financiero, quien fue su condiscípulo en la universidad y su compinche en francachelas de bebida y faldas, y luego su furioso competidor, no sólo en Wall Street, pues otrora conquistó y le quitó a su prometida, la mujer de sus sueños, para quien había edificado una onírica mansión que llama “mi casa de la Isla”. El sorpresivo suicidio de Walter Harrison —le platica Chester Duncan al inspector Early— indujo al orbe financiero a suponer “que las acciones que él había financiado ya no tenían valor y quiso deshacerse de ellas. Resulta que yo era uno de los pocos que sabía que valían como el oro y compré tantas como pude. Y, por su puesto, corrí la voz entre mis amigos. Alguien tenía que beneficiarse de la muerte de... De una rata”, entre ellos el inspector Early, quien se lo agradece. Sin embargo, lo que no le agradecería es saber que en ello operó un delito que incrimine por asesinato a su benefactor; entonces tendría que actuar como policía. Walter Harrison se lanzó por la ventana de un hotel de la Quinta Avenida al saber que su amor por Evelyn Vaughn era imposible. Desde luego que en ello obró una planificada jugada de ajedrez, una vengativa trampa que Duncan le tendió a Harrison para cobrarse la afrenta y la revancha por haberle “robado” a su prometida. No obstante, vale objetar que, pese a tratarse de un artilugio literario (de un divertimento), el súbito suicidio de Harrison resulta inverosímil, pues además de un donjuán irredento, era un competitivo y boyante magnate acostumbrado a perder y a ganar. Evelyn Vaughn tiene la inefable belleza, el costoso atavío y la figura de una inasible diosa del cine, pero es deficiente mental de nacimiento y el saberlo es lo que literalmente “asesina” a Walter Harrison de un flechazo, para regocijo y satisfacción de Chester Duncan, muy pagado de sí mismo. 
David Goodis
(1917-1967)
  El tercer cuento: “Un profesional” (1953) es de David Goodis (1917-1967), con un buen número de novelas adaptadas al cine; es el caso del filme La senda tenebrosa (1947), dirigido por Delmer Daves (con quien la guionizó), protagonizada por Humphrey Bogart y Lauren Bacall; y de la película Disparen al pianista (1960), dirigida por François Truffaut. “Un profesional” —se reporta en la nota— “se proyectó como episodio de la serie televisiva ‘Fallen Angels’ (Ángeles caídos) el 15 de octubre de 1995.” El relato ocurre en Filadelfia, donde Freddy Lamb, de 33 años, es “el favorito de los cinco ascensoristas del Chambers Trust Building”. De apariencia pulcra, modesta, discreta y amable, lleva una doble vida, pues por las noches es un elegante y frío asesino, hábil con la navaja, que aprendió a usar en el reformatorio, donde cayó a los once años. Pero no mata por su cuenta, sino que está al servicio y bajo las órdenes de Herman Charn, un duro y dictador mafioso que opera en su propio antro: el Yellow Cat, un club nocturno al sur de Filadelfia, con orquesta de jazz, desnudistas, alcohol y drogas. Esto lo hace, coaccionado, desde hace quince meses, pues de no hacerlo a él y a Ziggy, su timorato y débil compinche, “los hubieran borrado del mapa”. Así que luego de liquidar de un navajazo en el cogote a Billy Donofrio en el Billy’s Hut (el cliente pagó a Herman Charn mil quinientos dólares: mil para él y quinientos para Freddy Lamb), en el privado de su rudo y fortachón jefe añora los viejos tiempos de su romántica independencia: “la época en que Ziggy era inmune a cualquier daño, cuando tanto Ziggy como él eran sus propios jefes y se encargaban de toda la ingeniería en los muelles. Había mucha gente en los muelles dispuesta a pagar buenas cantidades de dinero por ver a alguien tumbado en una camilla, o en un ataúd. En aquella época se cobraban tarifas de quince dólares por una mandíbula rota, treinta por una fractura de pelvis y cien por un completo. Ziggy se encargaba de la porra y de las balas, mientras que Freddy se ocupaba de funciones especiales, como el navajazo, el chorro de lejía en los ojos y diversos polvos o píldoras disueltas en una cerveza, en una copa de vino o en un café. En aquellos tiempos se ofrecían todas clase de encargos.”

Lauren Bacall, David Goodis y Humphrey Bogart
  Aunque aparentemente no es así, las cosas se empiezan a poner difíciles para Freddy Lamb cuando Herman Charn le ordena que deje a Pearl, una de las siete desnudistas del Yellow Cat, rubia y con un tentador cuerpo de pecado, de 23 años, pero ya con su historial de prostitución, trapicheo de cocaína y “un tiempito en el trullo”. La razón: Herman Charn quiere que Pearl sea sólo para él; pero ella lo rechaza, aunque le dice: “Tienes mi cuerpo, Herman. Puedes tomar mi cuerpo siempre que quieras.” Por resentimiento y venganza, Herman le ordena a Freddy que la mate. Dos órdenes que obedece como todo un profesional que no quiere perder su reputación en el inframundo del hampa (“experto de grado A que nunca fallaba un encargo”). No obstante, en el parque Fairmount se suicida luego de matar a Pearl de un navajazo en el cuello. Un suicidio quizá también inverosímil, pero quizá no. 

Jim Thompson
(1906-1977)
  El cuarto cuento: “Para siempre jamás” (1960) es de Jim Thompson, pseudónimo de James Myers Thompson (1906-1977), con una errática y azarosa trayectoria, tanto en sus novelas, como en las adaptaciones al cine de éstas, entre las que se hallan: La huida (1972), dirigida por Sam Peckinpah y su homónimo remake de 1994 dirigido por Roger Donaldson; El asesino dentro de mí (1976), dirigida por Burt Kennedy y su homónimo remake de 2010 dirigido por Michael Winterbottom; Los timadores (1990), con la dirección de Stephen Frears; y Casta de malditos (1956) y Senderos de gloria (1957), ambas dirigidas por Stanley Kubrick, en cuyos guiones Jim Thompson participó. 

   En “Para siempre jamás”, Ardis Clinton, una ama de casa clasemediera, después de 15 años de soporífero matrimonio con Bill Clinton, un maquinista de unos 45 años al que desprecia y de quien recibe un trato áspero y machista y nada afectivo, ha planeado su asesinato, que además de librarla de él, le brindará “los veinte mil del seguro de vida”; dólares que piensa compartir con Tony, su joven amante y cómplice, quien es lavaplatos “en el Joe’s Diner, que quedaba justo al otro lado del callejón”. “Tendrás tu propio negocio”, le susurra en la oreja, “tu restaurante pequeño y elegante con eso que llaman zona íntima de barra. Y sólo tendrás que dirigirlo, te pasearás por ahí vestido con un buen traje...” Así que poco antes de las cinco de la tarde, cuando el marido aún no está en la casa, Tony arriba con un cuchillo oculto en la cintura, arma que usará para ultimarlo en el baño. 
Todo parece salir a pedir de boca. Bill Clinton llega de su trabajo con la fiambrera y Ardis lo recibe vestida con un sugerente baby doll. Bill Clinton repite las frases de siempre y va a la ducha. Allí, Tony lo acuchilla. Le asegura a ella que lo mató. Ardis llama a la policía denunciando el asesinato. Tony le da a Ardis un golpe en la cara, dizque para que parezca un robo; la deja inconsciente y se va. Cuando recupera el sentido, ve frente a ella a un doctor de bata blanca con un estetoscopio en el pescuezo y al teniente Powers, quien con su raciocinación e interrogatorio desmonta lo ocurrido. No obstante, la difusa vuelta de tuerca que cierra el cuento indica que todo ha sido un fantaseo de Ardis (quizá psicótico), atrapada sin salida en su gris y asfixiante rutina, pues Bill Clinton no está muerto, sino que regresa de su trabajo vivito y coleando y repitiendo las frases de siempre.
Patricia Highsmith
(1921-1995)
  El quinto cuento: “Lenta, lentamente al viento” (1976) es de Patricia Highsmith, nom de plume de Mary Patricia Plangman (1921-1995), quien en el ámbito del orbe del castellano es la estrella del elenco entre los diez escritores de narrativa negra reunidos en American Noir. Pues además de que buena parte de sus novelas, cuentos y ensayos están traducidos al español y sucesivamente circulando en el mercado, en la nota que precede al relato vagamente se comenta: “Hay más de veinte películas basadas en sus treinta libros (veintidós novelas y ocho colecciones de relatos), muchas de ellas rodadas en Francia.” Entre los filmes basados en sus libros descuella Extraños en un tren (1951), de Alfred Hitchcock, homónima adaptación de su primera novela, editada en 1950 (“escrita cuando aún no había cumplido los treinta”), y la primera adaptación fílmica de sus obras, que la sacó de las sombras gringas y la catapultó a nivel internacional. Vale destacar A pleno sol (1960), dirigida por René Clément, basada en su novela El talento de Mr. Ripley (1955), cuyo homónimo remake, de 1999, lo dirigió Anthony Minghella. Asimismo su novela El juego de Ripley (1974) tiene dos adaptaciones cinematográficas: El amigo americano (1977), dirigida por Win Wenders, y la homónima del libro, de 2002, dirigida por Liliana Cavani.

“Lenta, lentamente al viento” centralmente ocurre en Maine, más que nada en “un complejo agrícola de casi tres hectáreas llamado Coldstream Heights”, un rancho cercano a Bangor, recién adquirido por Edward Skipperton, un adinerado viejo de 52 años, asesor de empresas de profesión, cuyos médicos, tras un infarto, le recomendaron retirarse y dejar de beber y fumar. De carácter dominante y signado por fúricos arrebatos, está divorciado y tiene una hija de 19 años que estudia en un internado en Suiza (luego de “su colegio privado en Nueva York”). Su único empleado para las faenas es Andy Humbert, un lugareño que vive allí en una cabaña. Y su inmediata ambición es hacerse de un riachuelo contiguo a sus tierras “llamado Coldstream”, donde quiere “pescar de vez en cuando” y “poder presentarse como propietario de aquel paisaje y afirmar que tenía derechos ribereños”. Pero tal arroyo pertenece a Peter Frosby, un viejo con un solo hijo, que se llama como él, quien se niega a vendérselo, pese a la jugosa oferta, pues según le dice: “Los Frosby no venden sus tierras.” “Hemos tenido la misma propiedad durante casi trescientos años y el río siempre ha sido nuestro.”
El trato hosco, rudo y vengativo se traduce en la intolerancia de Skipperton cuando algún animal de los Frosby entra a su territorio, pues lo mata con su rifle, y el viejo Peter Frosby lo denuncia ante el juez. El asunto se complica cuando Margaret, su hija, arriba al rancho de vacaciones de verano y, sin que él pueda evitarlo, se hace amiga de Peter Junior. Obviamente Skipperton truena y le prohíbe tal vínculo. No obstante, la amistad sigue y llega el momento en que aprovechando la salida a un nocturno baile, Margaret se fuga con Peter Junior y desde Boston le envía una carta donde le dice que ella y su novio se aman y que se van a casar. Skipperton, agrio y furioso, no tarda en pergeñar el asesinato del viejo Peter Frosby y oculta el cadáver bajo las ropas del espantapájaros del sembradío. Lógicamente la policía y el entorno se alarman e interrogan ante la extraña desaparición del viejo Frosby e incluso hacia la medianoche del domingo en que ocurre la desaparición y el asesinato, Margaret lo llama por teléfono desde Boston. 
Patricia Highsmith
  Pese a la búsqueda policíaca: revisan la casa, las tierras y los dos rifles de Skipperton y anotan los calibres y los números de serie, no hallan el cuerpo del delito. Pasan los días y Andy Humbert, su empleado, le dice: “Sé lo que hay en el espantapájaros”. Y pese a que su patrón se lo ofrece, no acepta ningún pago por su silencio. Pero llega la noche de Halloween (hay “fiesta en Coldstream, en casa de los Frosby”) y una hielera de niños, con linternas o antorchas (“una oruga negra con una luz naranja en la cabeza y otras pocas luces repartidas por el cuerpo”), entran al rancho y se encaminan por el sembradío cantando hacia el espantapájaros. Skipperton, irritado y gritando desde su casa, oye que “Los críos cantaban alguna locura con voces agudas y sin la menor afinación. Era sólo como un cántico agudo” y le parece oír que en su cantinela vociferan: “Vamos a quemar el espantapájaros”. Entonces, ante el hecho de que los chiquillos han descubierto los restos mortuorios (los gritos y alaridos se lo indican), no soporta la inminencia del oprobio, colige que ha llegado su final, y por ende se mete en la boca el cañón de un rifle y se pega un explosivo morreo.    

James Ellroy
(Los Ángeles, 1948)
  El sexto cuento: “Desde que no te tengo” (1988) es del antólogo James Ellroy, pseudónimo de Lee Earle Ellroy (Los Ángeles, 1948). El título es una línea de Since I don´t have you (en YouTube se oye y se ve una versión de Guns and Roses), popular rola que The Skyliners lanzaron en 1958. Según la nota que precede al relato: “Ellroy es el escritor de novela criminal más influyente de Estados Unidos a fines del siglo XX; el estilo potente de su prosa, implacablemente oscuro, compuesto por frases sincopadas, cargadas de un argot específicamente americano que golpea cada frase, ha sido imitado en incontables ocasiones por jóvenes autores de historias duras.” Oralidad, tesitura y jerga que obviamente se pierden en la traducción al español. De las novelas que integran su “Cuarto de Los Ángeles”: La dalia negra (1987), El gran desierto (1988), L.A. Confidencial (1990) y Jazz blanco (1992), las más celebres son el par adaptado al cine con homónimos rótulos: La Dalia Negra (2006), dirigida por Brian de Palma, y L.A. Confidencial (1997), dirigida por Curtis Hanson; y por ende el lector, más allá del ámbito norteamericano y del inglés, reconoce los clisés, los gags y los nombres que pueblan su narrativa vertida al cine. La voz narrativa es la de Turner Meeks, alias Buzz, un viejo, otrora ex policía, que como tal sirvió —al unísono y haciendo todo tipo de trabajos sucios, duros, violentos y detectivescos—, a dos de los gángsteres más poderosos de Los Ángeles: Howard Hughes, magnate de la aviación y del cine, quien es el “cuarto hombre más rico de América”; y el judío Mickey Cohen, “gran señor de los chanchullos y pretendido capo de clubes nocturnos” de L.A. Ambos están obsesionados por la misma fémina: Gretchen Rae Shoftel, una rubia de 19 años de busto generoso, quien sostenía relaciones con los dos y que ha huido de ellos. Y por ende, paralelamente, cada gángster lo contrata para que la halle ipso facto. La búsqueda inicia y se remonta al “15 de enero de 1949”, cuando Buzz tenía 41 años y “los periódicos aventaban el segundo aniversario del caso del asesinato de la dalia negra: nadie lo había resuelto; todos seguían especulando.” Y aquí vale decir que en la nota también se dice que cuando el autor “tenía diez años, su madre murió asesinada; nunca se pudo detener al asesino. El caso tenía ciertas similitudes con el famoso asesinato de Elizabeth Short, conocida como ‘La dalia negra’, y ambos crímenes obsesionaron a Ellroy durante muchos años.” Y por ello “Escribió una versión inventada de la muerte de Betty Short”, la susodicha novela de 1987, “que entró en las listas de ventas de The New York Times, así como un relato de los quince meses que pasó buscando al asesino de su madre, Mis rincones oscuros (1996).”

       
Ficha policial de Elizabeth Short
(Santa Bárbara, septiembre 23 de 1943)
Apodo póstumo: La Dalia Negra
Hallada muerta a los 22 años el 15 de enero de 1947
en Leimert Park, Los Ángeles, California 
        Pero fuera de la citada alusión, en el cuento no se habla más de “la dalia negra”. Y las indagaciones detectivescas de Buzz, no exentas de referencias a la corrupción policíaca, política y sistémica, de cadáveres y enfrentamientos a golpes y balazos, lo llevan a localizar a Gretchen en medio del intríngulis delictivo donde se mueve con su facilidad para los cálculos matemáticos, quien no opta por ninguno de los dos gángsteres que la quieren, cada uno sólo para él, sino por Sid Weingerg, director de un filme de terror, en cuya fiesta de estreno se despejan los rumbos del par de anhelantes mafiosos y donde Buzz sirve de guarura para evitar que “los buscadores de autógrafos se vuelvan locos”. 

DVD de L.A. Confidential (1997)
  Además del nombre y del apelativo del ex policía Buzz y del capo Michael Cohen, quien también tiene entre sus pistoleros a Johnny Stompanato (“con su ricito de pavo ensalivado colgando por delante de la cara de guapo”) “encoñado con Lana Turner” (la auténtica), descuellan otros clisés. Por ejemplo, Howard Hughes —el magnate dueño de los estudios RKO Pictures, que alguna vez apareció “en el Romanoff, vendado como una momia, con Ava Gardner del brazo”, tras perder el control de uno de sus aviones— tiene un picadero encubierto en South Lucerne, que llama “la casa del cine”, donde se filman películas porno, que luego exhibe ante “los asesores de la defensa”, sus “colegas del Pentágono”, de los que luego se beneficiará fabricando aviones durante la guerra de Corea (1950-1953). Howard Hughes, además, atento de lo que se ventile de él (hush-hush, diría el clásico) en el Confidential (se “insinuaba que mis buscadores de talento sacan fotos en topless y que me gustan las mujeres con mucho pecho”, dice), fue cliente, con tales militares, en un burdel de Milwaukee, en Wisconsin, regentado por “un contable y antiguo pistolero de la banda de Jerry Katzenbach”, donde las prostitutas, si bien no han sido objeto de cirugías plásticas para convertirlas en réplicas exactas de las esculturales y elegantes diosas del cine, son “chochos menores de edad, disfrazadas de estrellas de Hollywood: novatas peinadas, maquilladas y vestidas para parecerse a Rita Hayworth, Ann Sheridan, Verónica Lake y otras por el estilo”, como Jean Arthur, que es la chicuela que le gustó al magnate. 

     
Joyce Carol Oates
(Lockport, Nueva York, 1938)
    El séptimo cuento: “Infiel” (1997) es de la prolífica narradora Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938). En consonancia con el título, muy pronto el lector colige un posible crimen de género, de violencia machista. La voz narrativa y evocativa es la de Bethany, nacida en 1951, quien a los 44 años, en 1995, aún se interroga por el intríngulis que operó y rodeó la brusca desaparición de Gretel Nissenbaum, de 27 años, casada con John Nissenbaum, de 41, con quien tenía dos niñas: Constance, de 8, y Cornelia, de 5, quien era la futura mamá de Bethany. 
    La desaparición de Gretel Nissenbaum ocurrió “el 11 de abril de 1923”. Y la última vez que las niñas Connie y Nelia vieron a su madre, aún en la cama (cuando ya debía estar levantada), lucía claros visos de haber recibido una golpiza (“Tenía el ojo derecho inflado y amoratado y se veían marcas rojas recientes en la frente”).
Los hechos ocurrieron en la solitaria y rústica granja de John Nissenbaum, ubicada en el valle de Chautauqua, a 15 kilómetros del río de Chautauqua y a 11 km del pueblo de Ransomville, donde supuestamente Gretel pudo tomar el tren hacia Chautauqua Falls, a “casi cien kilómetros al sur”, donde radicaban “los Hauser, su familia”.
John Nissenbaum, el abuelo de Bethany, murió “en 1972, en un asilo de Yewville”; y Cornelia, su madre, murió en 1981 creyendo que Gretel “Era basura”, “una infiel” que la abandonó cuando ella tenía 5 años y su hermana 8, y por ende nunca supo que Gretel Nissenbaum no huyó con un amante —cosa que piensan los ñoños pobladores de Ransomville—, pues “en abril de 1983” se hallaron sus restos durante un desbordamiento de “un arroyo que cruza las antiguas propiedades de los Nissenbaum”. Es decir, “quedó a la vista un esqueleto humano, virtualmente intacto pese a sus décadas de antigüedad”, que “Al parecer lo habían enterrado a menos de un kilómetro de la granja de los Nissenbaum”. 
       Además de que los objetos desenterrados indican que se trata de los restos de Gretel, los forenses del condado de Chautauqua dictaminaron “que el esqueleto pertenecía a una mujer, aparentemente muerta por haber recibido abundantes golpes en la cabeza (con un martillo, o con el lado romo de un hacha) que le habían partido el cráneo como un melón”.
Joyce Carol Oates
  Vale subrayar que si la develación del crimen es la sorpresiva y visual vuelta de tuerca que cierra el relato, el mello de la narración implica los sinsabores, pestilencias y avatares que signaron la dura y afanosa infancia y adultez de Constance y Cornelia, particularmente de ésta; el trazo de la cerrada y hosca personalidad del abuelo John Nissenbaum; y el conjunto de atavismos, costumbres e idiosincrasia de los romos pobladores de Ransomville, presididos por un prejuicioso y condenatorio reverendo de la Primera Iglesia Luterana, cuya esposa, más alta que él, dicta la catequesis al par de humildes “niñas de granja” supuestamente abandonadas por su casquivana madre. 

Lawrence Block
(Búfalo, Nueva York, 1938)
  El octavo cuento: “Como un hueso en la garganta” (1998) es del no menos prolífico y versátil escritor Lawrence Block (Buffalo, Nueva York, 1938). Desde la primera página el lector advierte que también se trata un asesinato de género, de violencia machista, pero con secuestro, violación, tortura, y mucha rudeza, saña y envilecimiento. William Charles Croydon, el guapo asesino, tiene 30 años y está siendo procesado. Karen Dandridge, la víctima, era una universitaria de 20 años y Paul, de 27, su único familiar y su único hermano, está entre los asistentes al juicio, cuyo jurado refrenda por unanimidad la acusación de “asesinato en primer grado” que hace el fiscal y por ende el asesino es sentenciado a “muerte por inyección letal”.

Croydon es trasladado a una cómoda celda del corredor de la muerte, donde pide y le proporcionan una máquina de escribir. El decurso del relato denota, mientras su defensa apela la permutación a cadena perpetua (con vías a obtener la libertad condicional), el cinismo y la intrínseca psicopatía del feminicida, que aunada a la maniática correspondencia que sostiene con varias fanáticas (les pide, para saciar sus fantasías y su onanismo, que le narren anécdotas lascivas de ellas y que le envíen fotos suyas con poses cachondas), tiene en su oculto haber el ataque, la violación y el asesinato de otras dos jóvenes, impunes feminicidios de los que nadie supo nada. En un momento de su lúcida hipocresía y de su hobby de tecleador impenitente, decide escribirle una carta a Paul Dandridge, donde le narra los sádicos y misóginos pormenores que precedieron y rodearon la violación y el asesinato de Karen. Pero tal carta no la envía, sino que decide guardarla y escribirle otra donde le miente y con la que inicia una correspondencia amistosa en la que Paul Dandridge poco a poco, para sorpresa y desconcierto del lector, se hace amigo del asesino de su hermana y definitivamente lo perdona cuando ya han transcurrido 15 años del asesinato (es decir, Croydon tiene ahora 45 años y Paul 42).
Es entonces cuando se avecina un tribunal de apelación y Paul Dandridge, a favor del preso, organiza y financia tres testimonios: el de un siquiatra, el de la maestra de cuarto curso de Croydon y el suyo, que es el más trascendente e incide en la decisión del gobernador para conmutar la pena de muerte por cadena perpetua. El dieciseisavo día de su muda a “una celda con los presos comunes”, tres gandayas lo violan y al día siguiente pide su “traslado al bloque B”, donde pasa encerrado 23 horas al día y continúa su correspondencia con Paul Dandridge, quien le envía libros de filosofía (Kierkegaard, Martin Buber) que lo inducen a llamarse a sí mismo “el Filósofo de la Cárcel” y con los que junto a su soledad y a su correspondencia con Paul, según le reporta a éste, logra construirse “una vida interior, una vida del espíritu, superior a cuanto tuve en mi vida como hombre libre...”
El caso es que William Charles Croydon se pregunta si Paul Dandridge “¿Se lo estaba tragando?” Y parece que sí, pues Paul no ceja por ganar la libertad condicional del asesino de su única hermana. Y cuando por fin lo logra y lo va a recoger en su coche a la salida de la prisión, ahí mismo en el vehículo le invita un trago de “Johnnie Walker, etiqueta negra”, que ha llevado consigo. Pero el whisky tiene algo que duerme a Croydon y cuando se despierta está atado a una silla en una cabaña en medio del bosque, semejante a la solitaria y rústica cabaña donde él, durante tres interminables días, secuestró, ató, torturó, violó y finalmente mató a Karen Dandridge. “La tumba ya está excavada” —le dice Paul— “Me ocupé de eso antes de ir a recogerte a la cárcel.” Pero Croydon, que en el fondo tampoco ha dejado ser el mismo, tiene tiempo de recitarle las cínicas y sádicas minucias de la primera carta que otrora le escribió y no le envió.
Dennis Lehane
(Dorchester, Boston, Massachusetts, 1965)
  El noveno cuento: “Quedarse sin perros” (1999) es de Dennis Lehane (Dorchester, Boston, Massachusetts, 1965). Entre sus obras descuellan tres novelas que han sido adaptadas al cine con homónimos títulos: Mystic River (2001), su primer best seller, cuya adaptación, de 2003, dirigió Clint Eastwood, tuvo crítica favorable y “fue nominada a 6 premios Oscar de los cuales obtuvo dos: al mejor actor (Sean Penn) y al mejor actor secundario (Tim Robbins)”; Gone Baby Gone (1998) —en Latinoamérica: Desapareció una noche—, cuya adaptación, de 2007, es la primera película dirigida por el actor Ben Affleck; y Shutter Island (2003), cuya adaptación, de 2009, dirigió Martin Scorsese.

“Quedarse sin perros” se desarrolla en Edén, un pueblo mal avenido de Carolina del Sur, en cuyo entorno oscilan ex combatientes en Vietnam y jaurías de perros salvajes y por ello el Gran Bobby Vargas, el alcalde —por instancia del gobernador y de los inversores que han proyectado la edificación del “Edén Falls, un gran parque en plan carnaval, con montañas rusas y toboganes de agua y cosas así”— busca tiradores que los eliminen. Elgin Bern, ex combatiente en Vietnam y albañil en las obras del Edén Falls, sería un cazador ideal. Pero éste no se interesa por el trabajo y en cambio, Blue, su amigo y coterráneo desde la infancia y un friki y marginado en el pueblo (se da por supuesto que “Nunca ha estado bien de la cabeza”), sí acepta y desempeña el oficio que parece perfecto para él (pues desde chico se entrenó torturando y matando insectos y animales) y que aspira proseguir en Australia con su rifle que luce una nueva y potente mira telescópica y un sistema de amplificación de luz para operaciones nocturnas. Elgin Bern tiene por novia a Shelley Briggs, que es recepcionista en Auto Emporium, negocio del ricachón Perkin Lut. Y al unísono tiene encuentros subrepticios con Jewel Lut, la esposa de éste, pero con mayor jocosidad e ímpetu sexual que con Shelley Briggs. Jewel, además, también es contemporánea de Elgin y Blue, puesto que los tres se criaron en el pobretón “parque de caravanas”. Y para Blue, que es de baja estatura, feo y flacucho y que nunca ha tenido una novia, Jewel es la mujer de sus sueños. Así que luego de la violenta y vergonzosa escena pública en la que Perkin Lut golpea a Jewel en el Chuck’s Diner (se oyó “un follón de vasos y platos caídos” y “Jewel estaba ya en el suelo, con los codos rodeados de añicos de cristal y de porcelana”), Blue, tras amenazar a Perkin, se siente flotando y realizado cuando Jewel, “con un buen cardenal marrón debajo del ojo”, se refugia un par de días en su caravana, que es una sucia y estrecha pocilga que hiede a podredumbre y a perro muerto. Jewel, como lo previó Elgin, regresa a la seguridad y comodidad que le brindan los dólares de Perkin Lut. Pero días después aparece asesinada en las obras en ciernes del Edén Falls: “Encontraron su cuerpo colgado del andamio que habían levantado junto al esqueleto de las montañas rusas. Estaba desnuda, colgada boca abajo de una cuerda atada a sus tobillos. El cuello tenía un corte tan profundo que el forense dijo que era un milagro que la cabeza todavía estuviera engancha al cuerpo cuando lo encontraron. El ayudante del forense, un tipo llamado Chris Gleason, cuanto se tomaba unas copas explicaba que en el coche fúnebre se les había caído la cabeza cuando bajaban por la calle mayor hacia la morgue. Decía que había oído un grito.” 
Dennis Lehane
  Por el crimen, Perkin Lut fue detenido, recluido y liberado (“el tribunal decidió no acusarlo”), pues la vox populi supone que “que quien había matado a Jewel era Blue”. Y a éste, el mismo día que hallaron el cadáver de Jewel, Elgin lo mató de un disparo con el rifle que le quitó de las manos, pese a que desde niños lo protegió y defendió. Elgin fue encarcelado; pero sólo por un tiempo, “gracias a su historial de guerra y a las circunstancia de quién era Blue, pero la cárcel es la cárcel.” Y cuando Elgin Bern salió, Shelley Briggs, su novia con la que iba a casarse e irse a Florida o a Georgia, “se había ido, se había mudado al norte nada menos que con Perkin Lut”. 

Por otra parte, antes de que Elgin Bern desapareciera para siempre de allí y nunca nadie supiera más de él, las obras del futuro parque de diversiones quedaron truncas. Pero “El esqueleto de Edén Falls sigue asentado en la media hectárea de tierra que queda justo al este de Brimmer’s Point, cubierto de un óxido grueso como la carne. Hay quien dice que fue por el nivel de yodo que el inspector de medio ambiente encontró en el agua subterránea lo que ahuyentó a los inversores iniciales. Otros, que fue el hundimiento de la economía estatal, o el fracaso del gobernador en las elecciones. Algunos dicen que Edén Falls era un nombre sencillamente estúpido, demasiado bíblico. Y luego, claro, había muchos que afirmaban que lo que ahuyentó a todos los trabajadores fue el fantasma de Jewel Lut.” 
Elmore Leonard
(1925-2013)
  El décimo y último cuento de American Noir: “Cuando las mujeres salen a bailar” (2002) es de Elmore Leonard, nom de plume de Elmore John Leonard, Jr. (1925-2013). De su obra adaptada al cine se pueden citar las películas: Un hombre (1967), dirigida por Martin Ritt y protagonizada por Paul Newman, Fredic March y Richard Bonne; 52-Pickup (1986), dirigida por John Frankenheimer, con guión de Elmore Leonard y John Steppling, y protagonizada por Roy Scheider y Ann-Margret; El cazador de gatos (1989), dirigida por Abel Ferrara, con guión de Elmore Leonard y James Borelli, y protagonizada por Peter Weller y Kelly MacGillis; y Get Shorty (1995), o Cómo conquistar Hollywood, dirigida por Barry Sonnenfeld, y protagonizada por John Travolta, Gene Hackman, Rene Russo y Danny DeVito. 

“Cuando las mujeres salen a bailar” ocurre en South Florida, donde Lourdes, una colombiana de 35 años, por recomendación de Viviana (también colombiana) llega a trabajar a una mansión de “Ocean Drive, a pocas manzanas de la de Donald Trump” (el folclórico, petulante y nefasto candidato republicano que ganó el retrete de la Casa Blanca, célebre no sólo porque odia y discrimina a los inmigrantes mexicanos). Su empleadora es la “señora Mahmood, esposa del doctor Wasim Mahmood”, un adinerado y lujurioso cirujano plástico, pakistaní y musulmán de nacimiento, a quien le gusta bañarse desnudo en la alberca y andar en pelotas por la casa, luciendo su “extraño pene negro” en medio de las asustadizas criadas filipinas. Su empleadora, una gringa con “el cabello rojo corto” que no aparenta “más de treinta”, la quiere de asistente personal; le ofrece un trato ligero (le pide que la llame Ginger) y no tarda en confesarle que fue stripper y que así, contoneándose por dinero, conoció a su marido el doctor Wasim Mahmood: “me sacaba más bailándoles encima a los tíos, o participando en fiestas privadas [...] y entonces tenía veintisiete años, ya era más vieja que todas las demás. Woz [el doctor Mahmood] llegaba con sus colegas, todos de traje y corbata, tan empeñados en no parecer del tercer mundo. La primera vez agitó un billete de cincuenta en el aire para llamarme y yo le dediqué un poco de strip hop tribal de bien cerquita. Le dije: ‘Doctor, si te vuelves a poner los ojos en sus cuencas me verás mejor.’ Le encaba que le hablara así. Más o menos a la cuarta visita le hice lo que se conoce como la paja del millón de dólares y me convertí en la señora Mahmood.”
    Sin embargo, ahora desprecia al doctor Mahmood y la tiene hasta la coronilla, pues, según le dice a Lourdes, tiene una amante y es un donjuán que se va por allí “Con ella o con otra”; además de que teme que le eche ácido en la cara, como hacen con las mujeres en Pakistán, dice, o que la asesine en “en una pira funeraria”; muerte semejante a la de su primera esposa, quien al parecer murió en Rawalpindi al prenderse “fuego por accidente en los fogones”. 
La señora Mahmood sabe que Viviana y Lourdes fueron “novias por correspondencia” y se muestra muy interesada en los detalles de su casorio con el señor Zimmer, un conductor de una hormigonera que trabajaba “para un contratista en obras de pavimentación hasta su muerte, dos años después de su matrimonio”, cuando Lourdes ya tenía el permiso de residencia y estaba harta de las palizas que le daba su marido, que era un gringo fuerte, pese a sus 58 años; pues, según le dice a su patrona, “bebía demasiado” y la golpeaba “Si no tenía cuidado con lo que decía”.
La señora Mahmood quiere saber sobre el asesinato del señor Zimmer, del que le habló Viviana. Así que Lourdes le dice: “Despareció unos cuantos días, hasta que encontraron su hormigonera cerca de Hialeah, junto a un montón de cemento. No había ninguna razón para que estuviera allí, porque no tenía ningún encargo para entregar por esa zona. Así que la policía hizo reventar el cemento y dentro encontró al señor Zimmer.”
El caso es que en las más o menos íntimas charlas, la señora Mahmood le dice a su asistente: “El mayor error de mi vida ha sido casarme con un tipo de otra cultura, con una toalla en la cabeza.” Y en medio de la cháchara, Lourdes le apostrofa: “No quiere seguir con él”, “pero quiere vivir en esta casa”. Y más aún, porque deduce que la ex stripper sabe o intuye el meollo del asesinato del señor Zimmer, le brinda una ayudita preguntándole: “¿Cómo se sentiría si a su marido le cayera encima una carga de cemento fresco encima?” “¿Cuánto cuesta hoy día una carga de cemento fresco?”, le pregunta la señora Mahmood. “Treinta mil”, le contesta Lourdes ipso facto. No obstante, el acuerdo queda en “casi veinte mil en efectivo hoy, ahora mismo”. 
Elmore Leonard
  La misma noche del acuerdo, el doctor Wasim Mahmood no regresa a la mansión de Ocean Drive. “Ni la noche siguiente. A la siguiente mañana, llegaron dos agentes de la oficina del sheriff del condado de Palm Beach” y le dieron la noticia a la señora Mahmood. Noticia que Lourdes lee “en el periódico, según la cual el doctor Wasim Mahmood, prominente etcétera, etc., había sufrido heridas de bala en el transcurso de lo que parecía un asalto para robarle el coche en la calle Flagler, cerca del parque Currie, y había ingresado cadáver en el Good Samaritan. El mercedes había aparecido abandonado en la calle, en Delray Beach.”

Y “tras una salida informal con sus viejas amigas para tomar unas copas”, la viuda Mahmood, al regresar a la intimidad de su casa en Ocean Drive, ve que “En la encimera había ron y cócteles, limas, un cuenco lleno de cubitos de hielo.” Y que “Del patio llegaba un ritmo latino [una cumbia]. Siguió aquel sonido para acercarse a un círculo de velas encendidas, donde vio a Lourdes con un bañador verde [que es suyo y no de su asistente], moviéndose al ritmo de la música con los brazos en alto, batiendo las caderas con sutileza.” “Sentados a la mesa había dos tipos fumando que no hicieron ademán de levantarse al ver a la señora Mahmood.” Se trata de los colombianos, del par de sicarios, que están allí para cobrarse el plus. “Es una fiesta para ti, Ginger” —le dice Lourdes, usando el nom de guerre con que la llaman sus amigas— “Los colombianos han venido a verte bailar.”
Enrique de Hériz
(Barcelona, 1964)



Otto Penzler y James Ellroy, American Noir. Traducción al español de Enrique de Hériz. Colección Navona Negra núm. 16, Navona Editorial. 2ª edición. Barcelona, diciembre de 2014. 340 pp.


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miércoles, 1 de septiembre de 2021

Lotería fotográfica mexicana

 

Quisiera ser zapatito

 

La norteamericana Jill Hartley (Los Ángeles, California, 1950) es una fotógrafa con estudios de pintura y cine etnográfico. Coeditada en México, en octubre de 1995, por Petra Ediciones y la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA (el extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), su serie de imágenes en blanco y negro: Lotería fotográfica mexicana fue reproducida en los pequeños formatos de una “lotería de estampas fotográficas”; es decir, se trata de una variante del popular y consabido juego de lotería. 

       

(Petra Ediciones/CONACULTA, 1995)

           O sea: de un estuche homónimo que resguarda un conjunto de cartones numerados del 1 al 10, cada uno de los cuales presenta 16 fotos con su correspondiente número y título; más una serie de barajas numeradas del 1 al 54 que reproducen su respectiva fotografía, número y rótulo. Pero también, en la parte posterior de cada una de las barajas figuran las coplas populares que deben ser recitadas (o cantadas) cada vez que “el gritón” o “cantador de la suerte” las extraiga del azar. 

         

Foto: Jill Hartley

         Por ejemplo, al surgir “El tacón”, en cuyo cerrado encuadre se aprecia el sensual paso de unos tacones con unas femeninas piernas de falda corta, debe recitar con inextricable cachondería: “Quisiera ser zapatito/ de tu diminuto pie,/ para ver de cuando en cuando/ lo que el zapatito ve.” 

       

Foto: Jill Hartley

        Si sale “La bicicleta”
en cuya imagen un hombre en bicicleta se mira con una mujer que lleva la bolsa del mandado y que al unísono es una vista pueblerina con una calle empedrada, un muro roído, las torres de una iglesia, y cerros y nubes en el cielo, debe decir: “Cuando andes en bicicleta/ dale duro a los pedales,/ y acuérdate de tu amiga/ que le gustan los tamales.”

     

(Petra Ediciones/CONACULTA, 1995)

         
Pero también el estuche incluye un librito con el mismo rótulo: Lotería fotográfica mexicana, el cual empieza con dos prólogos: “Estampas de la fortuna” de Alfonso Morales (entonces director de la revista de foto Luna Córnea) y “Los dones del azar” de Alain-Paul Mallard. Y puesto que se trata de una lotería “Cantada con refranes y coplas de la lírica popular”, la tercera parte del librito
que es el epicentro se denomina “Fotografía y lírica popular”. Allí aparecen dos series alternas: los versos (titulados con el nombre de la correspondiente foto) que debe recitar “el gritón” o “cantador de la suerte”, y el conjunto de imágenes que Jill Hartley concibió, ex profeso, para las barajas y cartones. Por ejemplo, en la página 142 figura la copla de “La escoba”, que en realidad son los versos de una célebre y anónima adivinanza del dominio público: “Teque teteque/ por los rincones,/ tú de puntitas,/ yo de talones.” Y en la página siguiente se aprecia su correspondiente fotografía: en un astroso rincón de un antiguo edificio de pueblo, descansan un par de escobas de palo y ramas secas sujetas con mecate.

           

Foto: Jill Hartley

          Sin embargo, si los versos de las 54 barajas son los mismos que los del librito, algunas fotos de éste son distintas de las que se aprecian en los cartones y en las cartas, pese a que se titulan igual. Son los casos de “La calabaza”, “La flecha”, “El perro”, “El torito”, “La jaula”, “El violín”, “El guajolote”, “La mano” y “La esquina”. Tal discrepancia da visos de la infinita gama que implica variar o trastocar los tradicionales dogmas y principios iconográficos del popular juego de lotería. Pero como dato curioso
(nada menos que: ¡el fríjol en la sopa de letras y fotos!), hay, entre los versos e imágenes del librito, una lacrimosa cuarteta y una foto que no aparecen ni en las barajas ni en los cartones. Se trata de “El mar” (páginas 150 y 151), cuyos veros rezan: “Yo fui a pedirle a las olas/ lágrimas para llorar,/ y me regresé sin nada:/ se había secado el mar.” Cuya diminuta foto es una vista marítima con la central silueta oscura de un melancólico hombre al filo de las tenues olas. (Se infiere que los detalles estéticos de la imagen sólo es posible apreciarlos en un gran formato con alta resolución.)

       

Foto: Jill Hartley

           
Luego del capítulo “Fotografía y lírica popular”, aparecen unas breves “Instrucciones” para jugar a la lotería, donde se refiere el hecho, junto a seis representaciones gráficas, de que “Se puede jugar la lotería a tabla completa, línea horizontal, línea vertical, línea diagonal, cuadro cerrado y cuadro abierto, según el gusto de los jugadores. En todas las rifas el ganador se da a conocer con el grito ‘¡looootería!’, momento en el que el juego se da por terminado y puede volver a comenzar: otra vez la baraja a revolverse, de nuevo los cartones limpios, un nuevo gritón en el azar de las mismas estampas.”

        


          En el librito no se reseña cómo a Jill Hartley se le ocurrió hacer la presente lotería (si es que a ella se le ocurrió) tomando imágenes en diferentes rincones y latitudes del territorio mexicano, ni cuándo ni dónde ni cómo desarrolló la serie. Así, se puede suponer que primero concibió las fotos y luego se buscaron y seleccionaron sus respectivas coplas. Esto es así porque en la antepenúltima página del librito se acredita a quienes hicieron la “Investigación y recopilación” de los versos: Elsa Fujigaki, Francisco Hinojosa y Alfonso Morales. En este rubro, pese a posibles discrepancias, se puede decir que no cantaron mal las rancheras de barrio o de pueblo, pues además de la “Bibliografía”, acreditan los sitios donde tomaron las viñetas y dibujos que figuran como ilustraciones, y los repositorios a los que acudieron: Archivo General de la Nación y Biblioteca y Hemeroteca de la UNAM.

       

Foto: Jill Hartley


        
En el librito tampoco se dice nada sobre la formación y el itinerario de la artista visual. Sólo una baraja, titulada “La fotógrafa” y aderezada ex profeso, contiene algunos datos:  

   “En Los Ángeles, California, nació Jill Hartley en 1950. Luego de estudiar pintura y cine etnográfico, en 1975 sus ojos descubrieron otra lente para mirar el mundo: con su cámara fotográfica empieza a capturar los rostros múltiples de las ciudades y las gentes, recorriendo con su pincel de luz los trazos que iluminan el asombro de un viajero.

“Después de varios años, Nueva York conoce las imágenes de la exploradora Jill Hartley, aunque en poco tiempo París se convirtió en un buen lugar para establecerse. Y desde esta ciudad, y desde entonces, sigue compartiendo su mirada a través de libros, revistas y exposiciones internacionales.

“Ahora nos convida esta muestra de fortuna juguetona y de verídico infortunio, estampas barajadas en la memoria del viajero: la apuesta de su juego la tiene el jugador entre sus manos.”

   

Fotos: Jill Hartley


          Para su Lotería fotográfica mexicana, Jill Hartley no hizo foto etnográfica ni documentalismo alguno. Pero es obvio que sus encuadres e imágenes directas devienen y se engranan a los cánones e iconografía de la vieja tradición fotográfica mexicana que, desde el siglo XIX, han conformado y conforman los extranjeros fotógrafos
y no pocos nacionales con algo de exploradores (y a veces de antropólogos, etnólogos y arqueólogos), en cuyos viajes y recorridos por distintos y remotos puntos del país, trazan un diálogo directo con su gente, con sus tradiciones, su paisaje, sus vestigios prehispánicos, su arte y artesanías, sus festividades, sus vestimentas, sus usos y costumbres, que son parte inequívoca de los rasgos de la tipificada “identidad nacional”, del colorido y folclor del “ser mexicano”. Así, pese a lo reiterativo, cuando no se trata de denuncia o documento gráfico, miles de tales imágenes, con diferentes dosis de mitificación o mistificación, derivan en distintas y parecidas versiones de la trillada (pero siempre recurrente para el cristalino ojo de cíclope) “estética de la pobreza” del indio o del mestizo de pueblo.

          “También el arte fotográfico es un juego de azar”, es cierto, pero en su exploración de lo mexicano rural que es la perspectiva que predomina Jill Hartley lo hizo pensando en “los candorosos cartones de la lotería”. Buscó y encontró objetivos más o menos al azar. De ahí que trazara fronteras en su campo de visión, que discriminara y ordenara, lo cual es muy obvio, pese al hecho contundente de que la calidad de las diminutas reproducciones del librito y de los cartones es menos afortunada que la calidad de las impresiones que se observa en las cartas. En los mejores casos, halló detalles con poético magnetismo que enfatizó con la luz y el encuadre, como son los casos de “La pera”, “La hora” y “La mano”.

          

Foto: Jill Hartley


         Pero también realizó fotos que obedecen a imágenes arquetípicas que fermentan y palpitan en la psique colectiva y en el imaginario popular de los mexicanos, mismas que muchos fotógrafos y otros creadores de imágenes (pintores, grabadores y demás fauna) han recreado y parafraseado mil y un veces. Por ejemplo, “La mujer”: una vista aérea del volcán Iztaccíhuatl (La mujer dormida); “La Virgen”: un típico guadalupano (quizá del 12 de diciembre) con la imagen de bulto amarrada a la espalda; “El águila”: la mítica ave que devora una serpiente en la bandera mexicana; “La beata”: dos enlutadas con la cabeza cubierta (que podrían figurar en una página de Agustín Yáñez o de Juan Rulfo), una de ellas es parte de quienes cargan el Santo en una procesión pueblerina; “La estrella”: una piñatota a imagen y semejanza de las piñatas que los niños y niñas quiebran en las posadas y en los cumpleaños; “El maguey”... Y como ésta, hay otras que con sólo nombrarlas surgen en la mente de quienes hacen o están familiarizados con las tradiciones y el folclor de México: “El pulque”, “La tortilla”, “El jarrito”, “El sombrero”, “La olla”, “El danzante”, “El guajolote”, “El torito”, “El perro”. Vale observar que el perro que se ve en el librito —no en las barjas ni en los cartones— al parecer tiene una pizca de xoloizcuintle, el can “mexicano” por antonomasia, dado su origen prehispánico.

     

Foto: Jill Hartley


         
Y si la foto no reproduce el consabido icono que nombra el título, Jill Hartley jugó y parafraseó al unísono con otra imagen arquetípica: “La muerte”, cuyo esqueleto es el objetivo de un juego de tiro al blanco de una pueblerina feria; “El tigre”, un enmascarado de una tradicional fiesta en alguna ranchería de interior del país.

 

Foto: Jill Hartley


Jill Hartley, Lotería fotográfica mexicana. Estuche que guarda un juego de lotería con estampas fotográficas en blanco y negro de Jill Hartley (10 cartones y 54 barajas). Más un librito homónimo con textos introductorios de Alfonso Morales y Alain-Paul Mallard, fotos en blanco y negro de Jill Hartley, y refranes y coplas de la lírica popular antologados por Elsa Fujigaki, Francisco Hinojosa y Alfonso Morales. Petra Ediciones/DGP del CONACULTA. México, octubre de 1995. 176 pp.

 

 

La Templanza

Batallas para negociar a  cara de perro

 

I de III

Editada por el consorcio Planeta, en marzo de 2015 se publicó, en España y en México, La Templanza, la tercera novela de la prolífica escritora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), que tal vez sea su obra de ficción más documentada, detallista y minuciosa, base de una homónima, bilingüe, sintética e irregular adaptación a una serie televisiva en diez episodios, estrenada en streaming, en la plataforma de Amazon Prime, el 26 de marzo de 2021, con una estructura distinta (un par de voces en off, rótulos, y dos espacios-tiempos o vertientes narrativas, paralelas y entreveradas entre sí durante dos décadas, que finalmente convergen en un mismo espacio-tiempo), y con angulares y relevantes modificaciones argumentales, añadidos y énfasis dramáticos y melodramáticos, propios del culebrón.

           

María Dueñas con La Templanza (2015)

           Dedicada a su padre (Pedro Dueñas Samper, que sabe de minas y gusta de vinos), La Templanza comprende 56 capítulos distribuidos en tres partes, cuyos rótulos aluden los epicentros geográficos, históricos y socioculturales donde transcurren los hechos decimonónicos del presente que narra la obra: “Ciudad de México”, “La Habana” y “Jerez”, los cuales se suceden entre los márgenes de un año: entre septiembre de 1861 y septiembre de 1862.   

         

El joven minero Mauro Larrea en Real de Catorce

Fotograma de La Templanza (2021)

           Oriundo de una humilde herrería de un pueblo de Castilla (donde fue un niño abandonado por su madre y “nieto sin padre reconocido de un herrero vascongado”), el viudo Mauro Larrea, fortachón y proclive a las mujeres y a los lupanares, tiene 47 años cuando en septiembre de 1861, debido a un imprevisto suceso en la estadounidense Guerra de Secesión —los sudistas ejecutaron a su fabricante yanqui “en la batalla de Manassas” (ocurrida el 21 de julio de 1861) y decomisaron la maquinaria pedida y pagada por él desde México—, aunado a un previo y pésimo cálculo empresarial (se endeudó hasta las heces e invirtió todos sus fondos), pierde la casi la totalidad de su fortuna, acumulada durante más de veinte años con la boyante y voraz extracción de la plata en varias minas mexicanas; legendariamente en Real de Catorce, donde pretendía agenciarse y monopolizar los derechos de amparo para explotar y socavar Las Tres Lunas, un prometedor yacimiento cuyo nombre quizá implique un oblicuo homenaje a la Media Luna (“toda la tierra que se puede abarcar con la mirada”), el extenso y fantasmal territorio del fantasmal cacique Pedro Páramo en el fantasmal Comala.

            Embutido y maquillado con el lastre y la acartonada coraza de los atavismos y escleróticos prejuicios que comparte con la alta, mojigata y engreída burguesía de la Ciudad de México, con el apoyo afectivo y la discreción de su hija Mariana (quien está casada y embarazada y reside en un “palacio de la calle Capuchinas”), y con el auxilio operativo de Elías Andrade, su apoderado, empieza a vender, sigilosamente, el mobiliario de la casona de descanso de su hipotecada hacienda de Tacubaya, y decide escabullirse a La Habana para eludir el bochorno, las habladurías y el mordaz chismorreo de las élites de alto pedorraje; y al unísono para encontrar el modo inmediato de multiplicar el dinero que le permita recuperar en un tris la cédula de propiedad de su residencia en el centro del país mexicano (“un viejo palacio barroco comprado a los descendientes del conde de Regla”) que, por un préstamo, se vio impelido a empeñar con su implacable y rancio enemigo: el usurero Tadeo Carrús, quien le impone unas vengativas y coercitivas reglas “al cien por ciento”: “en tres vencimientos”: el primero “de hoy a cuatro meses”; el segundo a los ocho y con el tercero cierran “la anualidad”. Pero además lo vapulea y le vomita, con odio y veneno, una perentoria amenaza: “Si en cuatro meses contados a partir de hoy no te tengo de vuelta con el primer plazo, Mauro Larrea, no voy a quedarme con tu palacio, no. [...] Lo voy a mandar volar con cargas de pólvora desde los cimientos a las azoteas, como tú mismo hacías en los socavones cuando no eras más que un vándalo sin domesticar. Y aunque sea lo último que haga, me voy a plantar en mitad de la calle de San Felipe Neri para ver cómo se desploman una a una tus paredes y cómo con ellas se hunde tu nombre y lo mucho o poco que todavía te quede de crédito y prestigio.” 

          

El indio Santos Huesos y Mauro Larrea al llegar a La Habana
(La mulata Trinidad en un cameo)

Fotograma de La Templanza (2021)

         Seguido por su fiel y perruno criado, guardaespaldas y esbirro, el indio chichimeca de sonoro nombre español y rimbombantes apellidos de alcurnia literaria: Santos Huesos Quevedo Calderón (quien luce una folclórica y estilizada traza de folletín o historieta), el minero Mauro Larrea arriba a La Habana con tres capitales contantes y sonantes: el préstamo que le hizo Tadeo Carrús, los bolsones de cuero con el oro de su consuegra “la vieja condesa de Colima” (para que invierta y multiplique para ella en sus inciertos y aventureros negocios), y la copiosa suma monetaria de la herencia materna de una tal Carola Gorostiza, hermana menor del futuro suegro de Nico, el veinteañero y juerguista hijo de Mauro Larrea, quien por entonces anda en Francia en un período de supuesto aprendizaje “en las minas de carbón del Pas-de-Calais”; tarea impuesta por su presuntuoso y atávico padre, siempre preocupado por las apariencias conservadoras y burguesas, por el alto estatus y el qué dirán, quien no quiere que su peculiar retoño vaya por la libre, riegue el tepache y eche por la borda los intereses monetarios y sociales que implica casarse con Teresa Gorostiza Fagoaga, una joven de acaudalada dote, “descendiente de dos ramas de robusto abolengo desde el virreinato”.      

           

Editorial Planeta
Primera edición mexicana
México, marzo de 2015

        Entre las coloridas anécdotas y vivencias en La Habana (“una capital de vida licenciosa y derrochadora en la que el juego mueve querencias, designios y fortunas”) descuellan las relativas a la esclavitud y al tráfico y trata de esclavos, y a la aún improbable abolición y controvertida independencia de España; y el particular drama que sobre su abuela, esclava de origen africano, evoca doña Caridad, la obesa y mulata cuarterona que regenta la casa de huéspedes de la populosa calle de los Mercaderes (donde Mauro se aloja con su criado), quien (curiosa, cotilla y parlanchina) le canturrea un refrán habanero, propio para extranjeros recién desembarcados: “Tres cosas hay en La Habana que causan admiración: son el Morro, la Cabaña y la araña del Tacón.” Pero sobre todo destaca el hecho de que Mauro Larrea intenta que Carola Gorostiza se asocie a él y ambos inviertan en un modernísimo barco refrigerador. (Mientras, en un episodio, en la Plaza de Armas, una banda militar interpreta “los primeros compases de La Paloma de Iradier”; y en otro los paseantes corean “los primeros versos” de esa celebérrima y popular habanera que al parecer Sebastián de Iradier compuso hacia 1863: “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”; popularizada en México durante la breve presencia del emperador Maximiliano de Habsburgo y la emperatriz Carlota, la musa de la burlesca paráfrasis del “Adiós, mamá Carlota”, a quien cierto pueblo mexicano, con aliento chinaco, le canturreaba paródico, jocoso y vocinglero: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con desprecio que es un austríaco.” O también: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con cariño que es tu retrato.” Por aquello que repite el pegajoso y sentimental estribillo: “Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona.”) Pero Carola Gorostiza, por su parte, trata de involucrarlo, a espaldas de su marido, en el clandestino e inhumano negocio de un barco negrero. Y es por los equívocos de esos oscuros y subrepticios tejemanejes que sugieren un supuesto cortejo o amorío entre Mauro y Carola, que Gustavo Zayas, el cornudo esposo de ella, lo reta a una especie de “duelo de honor”, pero no a muerte con pistolas o espadas, sino en una mesa de billar, luego de verlo vencer, uno a uno, a los habituales caballeros del Café de El Louvre: “Al tocar la medianoche en el Manglar”; precisamente en la reservada mesa de billar de un pintoresco y abigarrado burdel (que tiene un baño decorado con un mural de escenas pornográficas y trazo naíf), cuya madama es una negra curvilínea y vieja ex prostituta de “ojos de miel” y “colmillo enjoyado”. “En casa de la Chucha. Una partida de billar. Si gano, no volverá a ver a mi esposa, la dejará para siempre en paz.” Y si pierde, le declara jactancioso: “Me iré. Me asentaré definitivamente en España y ella permanecerá en La Habana para lo que entre ustedes convengan. Les dejaré el terreno libre. Podrá hacerla su amante a ojos del mundo o proceder tal como les salga del alma. Jamás le importunaré.”

   

A la izquierda: Gustavo Zayas y Soledad Claydon
A la derecha: Mauro Larrea y Carola Gorostiza

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

           Vale apuntar que Gustavo Zayas también es un experto jugador (instruido en Jerez por un maestro importado de Francia y Mauro con un azaroso aprendizaje y entrenamiento en pulquerías, cantinas y burdeles de los poblados mineros); y según le dijeron los asiduos en El Louvre, “Desde que llegó a La Habana hace ya unos buenos años”, “no ha tenido rival en una mesa de billar”. O sea: es “el rey del billar habanero”. Pero Mauro Larrea, aconsejado por las inferencias y las estratégicas reflexiones del viejo sabio don Julián Calafat (el dueño de la Casa Bancaria Calafat, ubicada “en un caserón de la calle de los Oficios”, donde el minero resguarda sus posibles y las bolsas de oro de la condesa de Colima) —quien hace el papel de su consejero y padrino—, deja que Gustavo Zayas le gane la larga partida, quien desconcertado y picado lo reta de nuevo: “Una casa, una bodega y una viña [‘En el sur de España’] es lo que yo apuesto, y un monto de treinta mil duros lo que le propongo que aventure usted. Ni qué decir tiene que el valor conjunto de mis inmuebles es muy superior.” En este sentido, en esa segunda y trascendental “partida privada” (que inicia “casi a las seis de la mañana”: en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol), acuerdan que salgan los demás y sólo estén presentes don Julián Calafat y la Chucha, y el jorobado “Horacio como utilero”. Y tras decirle a la Chucha: “Yo me encargo de los gastos, negra. Tú sólo echa la moneda al aire cuando yo te diga” (“un doblón de oro” da volteretas por segunda vez “con el regio perfil de la muy españolaza Isabel II”), “El anciano recitó entonces los términos de la apuesta con la más adusta formalidad. Treinta mil duros contantes por parte de don Mauro Larrea de las Fuentes, frente a un lote compuesto por una propiedad urbana, una bodega y una viña en el muy ilustre municipio español de Jerez de la Frontera por la parte contraria, de las cuales responde don Gustavo Zayas Montalvo. ¿Están de acuerdo los dos interesados en jugarse lo descrito a cien carambolas y así lo atestigua doña María de Jesús Salazar?”

Doblón de oro de cien reales con el perfil de
Isabel II, reina de España entre 1833 y 1868


 

II de III

Al Viejo Mundo van “el Quijote de las minas y el Sancho chichimeca cabalgando de nuevo, sin rocín ni rucio que los sostuvieran”; es decir, seguido por el indio Santos Huesos, su criado, guardaespaldas y esbirro (quien es una especie de cómplice y servil esclavo sin las vejaciones y ataduras de un esclavo), Mauro Larrea viaja hasta Jerez de la Frontera a tomar posesión de sus nuevas propiedades: la casa, la bodega y la viña, que si bien están signadas por la ruina, el abandono y la desidia, el conjunto parece miliunanochezco, según la lectura que en la testamentaría hace don Amador Zarco, el viejo y obeso corredor de fincas: “Cuarenta y nueve aranzadas de viña con su caserío, pozos, aljibes y lindes correspondientes, las cuales detalló con profusión. Una bodega sita en la calle del Muro con sus naves, escritorios, almacenes y restos de dependencias, amén de varios centenares de botas —vacías muchas, pero no todas—, útiles diversos y un trabajadero de tonelería. Una casa en la calle de la Tornería con tres plantas, diecisiete estancias, patio central, patio trasero, cuartos de servicio, cocheras, caballerizas, y una extensión cercana a las mil cuatrocientas varas cuadradas, colindante por la izquierda, por la derecha y por detrás con tantos inmuebles anejos que asimismo quedaron pormenorizados.” 

 

Mauro Larrea y su sombra el indio Santos Huesos

Fotograma de La Templanza (2021)

           No obstante, pese a lo caudaloso que se entrevé y a que en Jerez el negocio del vino vive una venturosa etapa (Jerez huele “A mosto, a bodega, a soleras, a botas. Jerez siempre huele así.” Un efluvio distinto a “los aires marinos de La Habana” y al “perenne aroma a maíz tostado de las calles mexicanas”), Mauro Larrea no pretende asentarse de nuevo en España y convertirse en vinatero y bodeguero (asuntos y meollos que desconoce), sino vender de inmediato a través de ese rechoncho corredor de fincas (“Un hombretón entrado en años de cuerpo tocinero, dedos como morcillas y recio acento andaluz; vestido a la manera de un labrador opulento, con un sombrero de ala ancha y su faja negra a la cintura”) y regresar ipso facto a la Ciudad de México-Tenochtitlán para saldar su deuda con Tadeo Carrús, recuperar su palacio de la calle de San Felipe Neri, y resarcir su estatus social y pudiente de minero ricachón, concentrándose en los beneficios que multiplicará con las subterráneas vetas de Las Tres Lunas. Sin embargo, el primer obstáculo con el que tropieza es el hecho de que, según la normativa testamentaria, esas valiosas posesiones no pueden ser fragmentadas ni vendidas por separado (sólo en un lote conjunto) hasta que hayan transcurrido veinte años después de la muerte de don Matías, el autoritario patriarca fundador del patrimonio de los Montalvo. Y ese lapso se cumple dentro de once meses y medio.

El clan Montalvo en la bodega

Fotograma de La Templanza (2021)
   
         Siempre al tanto de las apariencias y del qué dirán, Mauro Larrea, en el ínterin de que surja el comprador del lote conjunto, se instala con su criado y folclórico matón en la deteriorada casona-palacio de la calle de la Tornería y va a echarle un vistazo a la bodega en la calle del Muro, donde lo reciben, informan y guían dos añosos ex empleados del clan Montalvo. “Llevaban ambos alpargatas desgastadas por el empedrado de las calles, pantalones de paño basto y ancha faja negra en la cintura.” Y el parlanchín de éstos le dice al “señorito”: “Servidor fue arrumbador de la casa durante treinta y seis años, y aquí mi pariente unos pocos más. Se llama Marcelino Cañada y está sordo como una tapia. Mejor hable para mí. Severiano Pontones, a mandar.” Pero, casi sin advertirlo, los planes del “señorito” de 47 años empiezan a trastocarse cuando aparece ante él la seductora figura y la seductora personalidad de Soledad Claydon, distinguida y rutilante miembro de la estirpe de los Montalvo.

 

Soledad Claydon

Fotograma de La Templanza (2021)

III de III

Atractiva, elegante y majestuosa, Soledad Claydon anda alrededor de las cuatro décadas. Aún “sin haber cumplido los dieciocho” se casó en Jerez con el británico Edward Claydon y desde entonces había residido en Londres, donde tienen cuatro hijas (Marina, Lucrecia, Brianda y Estela) que nunca aparecen ni interactúan en la novela. (“La mayor de diecinueve, la pequeña acaba de cumplir once”; “las dos pequeñas, internas en un internado católico en Surrey, y las mayores en Chelsea”, “al recaudo de unos buenos amigos”.) Su matrimonio con ese viudo marchante de vinos (treinta años mayor que ella y con un malcriado hijo de su primera esposa) fue impuesto y pactado, por interés y conveniencia, por el abuelo don Matías, el susodicho patriarca del clan Montalvo. Cuando Sol Claydon localiza a Mauro Larrea en la muy deteriorada y astrosa casona-palacio donde vivió su infancia, su adolescencia y su primera juventud, apenas hace casi dos meses que regresó de Londres y se instaló en Jerez, con su marido, en una casona ubicada en el número 5 de la Plaza del Cabildo Viejo. Sólo hasta que se vuelven cómplices a través de una serie de actos ilícitos y coercitivos con los que ambos pelean “a cara de perro” (sin excluir cierta dosis de violencia), Sol le revela a Mauro que ella, desde hace siete años, está al frente y al mando del negocio que presidía su esposo; la causa, oculta por ella ante el escrutinio de su hijastro y de la sociedad, es que desde entonces el viejo Edward Claydon está desconectado del mundo debido a una especie de locura o demencia senil, cuyos momentos críticos e inconsciencia la fémina controla y manipula con fármacos y drogas. Y como Alan Claydon, el hijo de Edward, pretendía dejar, en Londres, sin un clavo a Soledad y a sus cuatro hijas, ella hizo una serie de oscuras falsificaciones, tejemanejes, desfalcos y fraudulentos traspasos destinados a sus hijas y a su primo Luis Montalvo, el heredero de los bienes de la estirpe (la casa, la viña y la bodega); los cuales, antes de morir en Cuba y de ser enterrado en la Parroquia Mayor de Villa Clara, legó a su primo Gustavo Zayas Montalvo, mismos que éste perdió en la citada partida de billar ante el minero Mauro Larrea. (La pulsión teleológica o el quimérico non plus ultra de Gustavo Sayas era, al parecer, deshacerse de Carola Gorostiza y retornar a Jerez con suficiente parné para iniciar una onírica, ilusoria y quizá improbable reconquista amorosa.) A esto se añade el hecho de que Soledad Claydon sólo sabía con antelación (por un primer testamento) que eran sus cuatro hijas las herederas de su primo Luis y no su primo Gustavo, a quien ella parece despreciar desde lo más recóndito de su cascabelero esqueleto.

 

Mauro Larrea y Soledad Claydon
Carola Gorostiza y Gustavo Zayas

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

              A través de la maraña novelística, el entretenido y desocupado lector (o lectora) descubre que Luis Montalvo —a quien Mauro Larrea nunca conoció con vida—, además de ser literalmente el enano de la familia (por ello lo apodan Comino o Cominillo), era frágil, acomplejado, incompetente y falto de carácter. Y que el insensato e imprevisto homicidio de su hermano mayor en un coto de caza (quien iba a ser el legatario elegido por el todopoderoso dedo flamígero del abuelo Matías), lo colocó, unos días después del casorio de Sol con Edward Claydon, como el heredero que nunca quiso ser. Oculto e innombrable crimen que signó y preludió el resquebrajamiento de la cohesión y bonanza de la estirpe de los Montalvo, y que inculpó a Gustavo y por ello el abuelo Matías lo expulsó y exilió en Cuba, la Gran Antilla, territorio de la Corona Española. Por si fuera poco el culebrón (parecido al “libreto de una opereta digna del Teatro Tacón”, que quizá rubricaría ex profeso la dramaturga cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda), Gustavo, al ver trunco su mutuo y lúdico enamoramiento con su prima Sol, aceptó, en silencio y doblando la cerviz, el castigo y la marginación por un asesinato que no cometió y por ello, antes de que el moribundo Comino falleciera en el cafetal que Gustavo poseía en Cuba (precisamente en la provincia de Las Villas), el enano decidió retribuirlo heredándole la casa, la viña y la bodega. Intríngulis en el que además, en las mientes del desahuciado Comino y a espaldas de Gustavo, incidieron las persuasivas e insinuantes cartas que desde Cuba (a Jerez) le escribía Carola Gorostiza, inextricables al coqueteo, a la voluptuosidad, y a las soterradas ambiciones pecuniarias que caracterizan a esa elegantísima y guapetona fémina con un tentador cuerpo de pecado.  

   

Carola Gorostiza

Protagonista de la serie: La Templanza (2021)

        Y si en La Habana, el minero Mauro Larrea fue testigo de que Carola Gorostiza actuaba y negociaba a espaldas de su marido, en Jerez supone que Soledad Claydon hace lo mismo cuando, al término de la visita que ella le propuso (primero en calesa y luego a caballo) para mostrarle el territorio de La Templanza, es decir: la extensión, la casa de la viña, la tierra albariza y las viñas (que parecen atrofiadas y muertas), Sol le pide que se haga pasar por su primo Luis Montalvo ante la inminente presencia de un escribano y un abogado inglés enviados por Alan Claydon a cotejar y constatar los datos de las transacciones financieras que ella manipuló. Por ello le puntualiza a priori: “Falsifiqué los documentos, las cuentas y las firmas de los dos: la de Luis y la de mi marido. Después, una parte de esas acciones y propiedades las transferí a mis propias hijas. Otras, en cambio, siguen a nombre de mi difunto primo.”     

          

Soledad Claydon y Mauro Larrea en la viña

Fotograma de La Templanza (2021)

         Para apuntarlo con brevedad y sin desvelar las numerosas menudencias, trasfondos, intrigas y vericuetos que conlleva el suspense y los vaivenes, equívocos y sucesos de la detallista y puntillosa urdimbre de la novela (en la que a veces Mauro o Soledad sueltan o contienen la última carcajada de la cumbancha), vale resumir que todo deriva en un incipiente y novelesco vínculo amoroso entre la viuda y marchante de vinos y el viudo e indiano Mauro Larrea (de ahí la ilustración de la portada). Pero también entre la mulata Trinidad con su turbante encarnado (baila yambó sobre un pie, la otrora esclava de Carola Gorostiza, quien, obligada por Mauro, tuvo que otorgarle el escamoteado documento ológrafo de manumisión) y el indio chichimeca Santos Huesos, siempre con su sarape de colores, su filoso cuchillo (pa’ lo que mande su mercé), su larga melena y el “paliacate anudado a la cabeza bajo el ala ancha del sombrero” (quizá con holgados calzones de manta cruda hasta el tobillo, descalzo o de guaraches, y tal vez con el peliculesco trotecito del indio Tizoc), quienes fincan su destino en Cuba (precisamente en Cienfuegos, donde “echaron un hijo al mundo”), a donde arrearon desde Cádiz a bordo de una fragata que transporta un cargamento de sal gorda.

     

El indio Tizoc
(Pedro Infante)

          Vale añadir que en ese mismo navío de carga, en una minúscula y claustrofóbica camareta, trasladan a Carola Gorostiza, secuestrada y coaccionada con una aguja hipodérmica y sin haber podido cumplimentar su cometido de hacerse con los bienes que, alega, no pertenecen a Mauro Larrea, si no a su marido (ausente en España y a quien Sol nunca volvió ver después de casarse e irse a Londres con Edward Claydon). Mientras que en otro minúsculo aposento llevan, engañado y secuestrado, al codicioso, egoísta, díscolo, lépero y agresivo Alan Claydon, quien además de haber sido desvalijado por una caterva de salteadores (al parecer rucios y analfabetas) que lo abandonaron casi desnudo en una zanja, fue blanco de un tasajo de filoso cuchillo de matancero mexicano que Sol le aplicó en el rostro y del que brotó sangre, precisamente a modo de furiosa y vengativa rúbrica y marca de fuego tras el frustrado y violento intento de obligarla a firmar unos documentos; es decir, Alan Claydon quería arrebatarle lo que consta a nombre de sus hermanastras (“las gitanas del sur de España”, las moteja), y lo que ella depositó en un lugar secreto; y, por si fuera poco, pretendía anularla e “inhabilitar a su padre”. Pero además, al ideograma de ese elocuente corte de cuchillo, se le agrega la posterior quebradura de ambos pulgares (que lleva entablillados por el doctor Manuel Ysasi), orden dada por el indiano y valentón Mauro Larrea (luego de rescatar a Sol de las manazas del hijastro) y ejecutada en el acto por su esbirro el indio Santos Huesos; cuyo primera encomienda clandestina, justiciera e ilegal —una especie de pacto de sangre que lo convirtió en la sombra de su patrón y amo, ocurrida cuando era un chamaco en el salvaje y lejano pueblo minero de Real de Catorce y apenas “llevaba un par de meses trabajando en sus pozos”—, fue sacar y ocultar los cadáveres (ultimados a golpes por el iracundo y viudo minero) de un par de briagos que asaltaron su solitaria casa con la intención de violar a la niña Mariana y a la indita Delfina, la nana del chiquillo Nico (cuya madre murió por una sepsis puerperal tras el parto en el pueblo castellano), quien “no paraba de llorar y gritar como un poseso”, “arrinconado en una esquina y medio tapado por un colchón de lana que sobre él había volcado su hermana a modo de parapeto”.

           

La madre Constanza y el indiano Mauro Larrea

Fotograma de La Templanza (2021)

        Mientras el joven naviero Antonio Fatou, la seductora marchante Soledad Claydon, el indiano Mauro Larrea, y el solterón y doctor Manuel Ysasi (entrañable amigo de la familia y otrora infeliz pretendiente de Inés Montalvo, la hermana mayor de Sol), están confabulados en Cádiz ultimando ese par de subrepticios secuestros y contrabando a La Habana que con sigilo inicia antes del alba, ocurre un incendio en Jerez (nunca se sabe qué o quién lo causó), precisamente en el convento de Santa María de Gracia, donde la Reverenda Madre de esas monjas “agustinas ermitañas” (“recluidas en la oración y el recogimiento al margen de las veleidades del resto de los humanos”) es la madre Constanza, o sea: Inés, la hermana mayor de Sol; y donde, ante las garras y el asedio de Alan Claydon, escondieron al viejo Edward, con quien de joven la monja soñó con casarse y vivir por siempre jamás en Londres; pero al hacerlo con Sol siempre la detestó y nunca la perdonó. La religiosa, casi inflexible y dura de roer, pudo ser rescatada del fuego y de los ardientes escombros gracias al arrojo del experimentado minero Mauro Larrea (en ese heroico episodio se dislocó un codo) y por ende las hermanas Montalvo pudieron darse un abrazo después de más de veinte años sin verse ni hablar, no sin que Sol le soltara, previamente, un sonoro y fugaz bofetón a su resentida hermana que se negaba a recibirla y a dialogar con ella. Y el viejo Edward Claydon, quizá en un lapso de intuitiva o mediana lucidez (o perdido en una fantasmagórica y laberíntica e infernal pesadilla), logró escabullirse del convento en llamas e introducirse en la mansión de la calle de la Tornería que ahora posee y habita el indiano Mauro Larrea. No obstante, se suicidó “sesgándose la yugular con precisión quirúrgica”. Cuando lo encuentran, después de buscarlo, tenía, “En la pechera, chorros de sangre. En la garganta, clavada, una escuadra de cristal.” [...] “Estaba sentado de espaldas a la puerta. Erguido, en una de las cabeceras de la gran mesa de los Montalvo. La misma mesa en la que se sirvió el almuerzo tras su propia boda, la misma en la que cerró tratos con el viejo don Matías degustando el mejor oloroso de la casa. La mesa en la que se rió a carcajadas con las ocurrencias de sus tremendos amigos Luis y Jacobo [los vástagos del patriarca del clan: el padre del liliputiense Comino y el padre de Sol, ambos juerguistas e irresponsables por antonomasia], e intercambió miradas galantes con dos bellezas casi adolescentes [Inés y Soledad] entre las que acabó eligiendo a la que habría de ser su mujer.”

 

El viejo Edward Claydon recién casado con Soledad Montalvo

Fotograma de La Templanza (2021)

          La viuda, de luto, regresó a Londres sin despedirse. Y nueve meses después, en septiembre de 1862, retorna a Jerez de la Frontera, ya sin la negra vestimenta del duelo, y ya enmendados los retorcidos y chuecos renglones de sus malabares e infracciones financieras, donde en La Templanza halla al indiano Mauro Larrea convertido en un prometedor vinatero y bodeguero, con quien hace migas y convenios para producir el amor y una firma signada por ambos en las etiquetas: “Montalvo & Larrea, Fine Sherry, se leía en ellas”.  

 

 

María Dueñas, La Templanza. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2015. 542 pp.

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"La Paloma", de Sebastián de Iradier, cantada por la soprano Olimpia Delgado Herbert.

"Adiós, mamá Carlota", canción burlesca contra la Intervención Francesa de Vicente Riva Palacio. Intérprete: Amparo Ochoa.     

Trailer oficial de La Templanza (2021).