domingo, 3 de octubre de 2021

Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso

Delito por leer el jajajá

 

I de II

En marzo de 2021, Perla Ediciones publicó, en México, la antología titulada Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. Tal rimbombante rótulo, inextricable al magnético collage de la portada creado por Gabriel Pacheco —Hitchcock de mesero dispuesto a servirle al comensal un plato donde posa un cuervo disecado o que quizá grazna, persigue, picotea y aterroriza como en su película Los pájaros (1963)—, es una engañosa y lúdica estrategia de mercadotecnia, pues el cineasta, desde el más allá o a través de una güija o de un médium o de un círculo espiritista, no emitió su pausada voz de ultratumba, ni movió un dedo flamígero, caprichoso y mandón para catalogar a la presente antojolía como “los mejores relatos” de tal índole. 

       


     

             Es decir, según el copyright del libro, en 2006 la selección de relatos apareció en inglés con el título Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine Presents Fifty Years of Crime and Suspense. No obstante, tal edición, impresa y publicada en Estados Unidos por Pegasus Books en la serie Crime, es distinta a la antología publicada en español, en México, por Petra Ediciones. (Baste cotejar los nombres que figuran en el “Índice” de ésta con los nombres que se leen en la portada de la edición norteamericana, ya sea la de fondo rojo o la de fondo azul.)  

     Sobre ese angular diferendo no se lee una sola línea (nadie dice bu ni mu ni guau ni chacachachán). Pero eso sí: la antóloga es la misma fémina: Linda Landrigan, editora, desde 2002, de la revista mensual Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine, quien firma su “Introducción” en “Nueva York, abril de 2006”. Allí dice (o informa) que esa revista (popular en Norteamérica) fue fundada en “diciembre de 1956” con el nombre del cineasta Alfred Hitchcock, quien, obviamente, lo autorizó. Que cuentos que se publicaron en esas páginas luego fueron adaptados en los populares programas de televisión dirigidos y conducidos por el cineasta británico: Alfred Hitchcock presenta (1955-1961) y La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965). Y que varios de los escritores que publicaron en AHMM fueron luego guionistas de esos programas televisivos. No obstante, si el tributo y homenaje a Hitchcock es obvio y consubstancial por ser el gran maestro del suspense (sobre todo en la pantalla grande) reconocido a perpetuidad en el nombre de la revista, la antología ideada y urdida por Linda Landrigan no se hizo para homenajearlo a él, sino para celebrar, con los fieles lectores de la revista, el cincuentenario de la publicación.

 

Linda Landrigan

        En este sentido, según reporta, en
AHMM publicó un anuncio convocando a los lectores para que propusieran los cuentos que podrían ser parte de esa antología celebratoria y conmemorativa. Por ende, apunta en su “Introducción”: “Con ayuda de nuestros lectores he elegido una muestra representativa de cuentos publicados en AHMM en las últimas cinco décadas. Todas son historias interesantes, escritas con oficio, que ejemplifican el amplio registro y la diversidad que la revista ha ofrecido con los años. Ya sea que estés llegando a ellas por primera vez o releyéndolas, el entretenimiento está garantizado. [...] Como colección, son muestra de la evolución estilística del cuento corto popular. En esta compilación encontrarás autores a los que quizá reconozcas y otros que merecen una mayor atención.”

 


           En contraste con esto, Ricardo Vinós, el traductor de los 20 cuentos seleccionados en el libro publicado por Petra Ediciones (y quien tal vez sea quien lo tituló en español), en su “Introducción a la edición en castellano” (firmada en “Ciudad de México, junio de 2020”), desde su particular anecdotario y perspectiva, pondera, elogia y adula, sobre todo, la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock. De tal manera que parece que tal antología de relatos se hizo, no para celebrar y conmemorar el cincuentenario de la revista norteamericana, sino para contribuir con el endiosamiento del cineasta que él cataloga como el “inventor del suspenso como subgénero narrativo en el cine”; y de quien afirma: “Es, sin duda, el autor más perverso entre todos los grandes cineastas. Quizás el más ambicioso en muchos sentidos.” De ahí que resulte lógico que apunte: “Perla Ediciones ofrece este homenaje al artista y entrega una divertida antología al público lector que sabe disfrutar de esta sensación: el suspenso.” Y que en el mismo laudatorio tenor alabe la imagen de la portada: “Esta edición, por cierto, logra un nuevo deleite dentro de la abundante iconografía del realizador. Ahí está sir Alfred, en la portada, como conserje de hotel de lujo, listo para servirnos un pájaro negro con la mayor elegancia imaginable. Buen retrato del cineasta y del libro.”

   

Perla Ediciones
Primera edición en México: marzo de 2021

        No obstante, parece que allí Alfred Hitchcock no figura de “conserje”, sino que posa o parodia a un mesero o mayordomo. Y resulta incongruente que alguien que se presenta como un cinéfilo de larga data y conocedor de las minucias del cine de Hitchcock, diga que éste solía aparecer de “extra” en sus películas, cuando es de sobra consabido que él no figuraba de “extra”, sino que hacía instantáneos, lúdicos e indelebles cameos: “Sus películas, siempre arriesgadas en todos los sentidos, están repletas de travesuras. Quizá la más célebre de ellas sea su aparición como ‘extra’ en cada uno de sus largometrajes: Hitchcock dio forma a un autorretrato que convirtió en marca. Tal imagen fue su principal instrumento de ventas: una silueta reconocible en una fracción de segundo que promete cierto tipo de emociones específicas.”

Fotograma de Extraños en un tren (1950)

       Imbuido por el lenguaje visual y en movimiento del cine y de la televisión, Ricardo Vinós afirma categórico: “Uno lee ficción para
ver viva la historia, más que para entenderla.” Sin embargo, parece que las dos cosas ocurren al unísono cuando “Uno lee ficción”: se entiende y se ve la historia (incluso en los sueños). Y mucho depende de la complejidad (o simplicidad) del texto y de los subtemas cognitivos y culturales que conlleva e implica.

 


          Por lo que argumenta en su “Introducción”, parece que Ricardo Vinós conoce todo el decurso de la obra cinematográfica y televisa de Alfred Hitchcock, pero también de la revista norteamericana Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine. De ahí que le reporte al lego de habla hispana: “una de las antologías de la revista está dedicada a relatos que no tuvieron permiso de adaptarse para la televisión.” Y que, según anota: “a partir de 1977 y hasta 1989 se publicó anualmente una antología con los mejores cuentos del año elegidos por el mismo Hitchcock”. Lo cual, sin duda, en buena medida también lo hizo desde el más allá, desde la profunda ultratumba, y con una tétrica voz de cadáver emanada de su ectoplasma (con resonancias de la voz del señor Valdemar), pues el cineasta Alfred Hitchcock murió el 29 de abril de 1980 (tenía 80 años).

 


II de II

En el libro de bolsillo: Los mejores cuentos policiales (2) (Madrid, Alianza/Emecé, 1983), Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges antologaron “El vástago”, relato de Silvina Ocampo incluido por ella en su tercer libro de cuentos: La furia (Buenos Aires, Sur, 1959), donde si bien hay un inducido crimen consanguíneo o grupal parricidio urdido tras bambalinas (Labuelo niño mata a Labuelo viejo), no es un cuento policíaco, ni en él hay una mente detectivesca o un raciocinador a imagen y semejanza del cuarentón Isidro Parodi (otrora peluquero y descendiente del arquetipo que inaugurara Auguste Dupin en 1841), quien en “Las doce figuras del mundo” (cuento a cuatro manos del pseudónimo H. Bustos Domecq), preso desde hace 14 años en la celda 273 de la Penitenciaría de Buenos Aires, con el tango Naipe Marcado de fondo y leitmotiv, desvela el trasfondo y el oscuro tejemaneje del asesinato del doctor Abenjaldún, del que Aquiles Moliniari se descubría culpable. Es decir, para decirlo con palabras del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, esa antojolía porteña de Biorges, cuya primera edición data de 1943 y que incluyó relatos “de autores no habitualmente asociados con el género policial”, “es menos el resultado de la erudición que el resultado del amor”. O sea: expresa más el gusto y las preferencias de Borges y Bioy.

   

Alianza Editorial/Emecé Editores
El libro de bolsillo número 950
Madrid, 1983

        Viene a colación esto porque algo parecido se puede decir de las narraciones reunidas, caprichosamente y con criterios muy azarosos y personales, en el volumen Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. O sea: quizá no sean “los mejores”, pero sí parecen ser (o son) los idóneos.

Linda Landrigan

       Se observa que los veinte cuentos que contiene el libro no fueron datados por la antóloga y editora Linda Landrigan. Es decir, cada texto está precedido por un recuadro suyo que contiene un comentario sobre la biografía del autor, su narrativa, el relato elegido, premios, y su vínculo y participación en la revista AHMM, y acaso en los legendarios programas televisivos del cineasta; pero en ningún recuadro o asterisco informa en qué número de la revista se publicó cada uno y con qué fecha, y si luego fue reunido en algún libro. Y sobre la mayoría no dice si fueron adaptados a la TV en los susodichos programas, pues esto vagamente sólo lo menciona sobre “El día de la ejecución”, cuento de Henry Slesar: “El presente relato fue adaptado para dicha serie [Alfred Hitchcock presenta], donde salió al aire con el título ‘La noche de la ejecución’.” Y aún más vaga es la referencia que apunta sobre Jack Ritchie: “Fue también uno de los pocos autores que vieron sus cuentos adaptados para el programa de televisión Alfred Hitchcock presenta.”

   


          Se puede suponer que ante las mil y una propuestas enviadas por los lectores a la revista AHMM, la antóloga y editora Linda Landrigan pudo optar por una reivindicativa paridad de género (tan en boga ahora en la recalentada, expoliada y envirulada aldea global del siglo XXI). Pero no fue así. En el libro sólo figuran cinco escritoras y quince escritores, sobre todo conocidos y leídos en el atomizado mundillo angloparlante de los Estados Unidos. Y entre los protagonistas de los cuentos no aparece ninguna mujer policía, pero sí una sola detective privada del barrio chino de Nueva York (ubicado en la otrora Pequeña Italia). Se trata de Lydia Chin (Chin Ling Wan-ju), protagonista de “El cuerpo del lenguaje”, cuento de la arquitecta y narradora S.J. Rozan; quien, joven y menuda, conforma una curiosa e hilarante mancuerna con Bill Smith, su eventual socio de raza blanca. Con un decurso narrativo cuyo culmen es el giro sorpresivo del término, se advierte que el leitmotiv del relato, inextricable a su ingenio y a la exposición de atavismos y prejuicios racistas y xenófobos, es un afán lúdico. En este sentido, se puede decir (y quizá sea así) que el divertimento es el soporte quintaesencial y el non plus ultra de cada uno de los veinte artilugios literarios, por muy negro, duro o cruento que sea el crimen subyacente o expreso. Cada uno, sin duda, sirve para retorcerle el cogote al diosecillo Cronos (dándole muerte de chinaguate o troceándolo en pedacillos con el cuchillo de carnicero que usó Norman Bates en Psicosis) y en los momentos más exultantes de la lectura acaso se experimente la vivencia estética, ese recóndito y secreto fenómeno o comunión que algunos llaman sinestesia. (Moraleja: lea cuentos de crimen y misterio y olvídese del fentanilo.) De ahí que Borges dijera del libro: “no es menos íntimo para mí que las manos o que los ojos”.

   

Norman Bates
(Anthony Perkins)

          En “El cuerpo del lenguaje” una ricachona madre china desconfía de la fidelidad e integridad de la prometida de su hijo por ser un ejemplar de raza blanca y para evidenciarla ante su vástago (estudiante en la Universidad de Nueva York al igual que su novia), contrata los servicios de la detective Lydia Chin. No obstante, el lector, inmerso en el suspense y en el camuflaje del seguimiento detectivesco, sólo hasta el final descubre (¡oh surprise!) quién es la verdadera hez de la canalla capaz de catapultar la intriga y destruir un vínculo amoroso.

En “Sábado por la noche en la sala de masajes Mikado”, cuento de Loren D. Estleman, la masajista Iiko, una joven diminuta en libertad condicional que se tiene por japonesa (pero es vietnamita), apenas lleva cuatro meses trabajando de masajista en Masajes Mikado, negocio en la avenida Michigan de Detroit, colindante con una Librería de Artes Místicas. En torno a la muerte del rutinario “señor Diez Cincuenta y Cinco”, fallecido en silencio mientras ella le daba masaje caminándole encima de la espalda, y a la inesperada intromisión de un par de vociferantes delincuentes (uno negro y el otro blanco), el lector asiste al modo en que ella, con sagacidad y astucia, logra escabullirse vivita y coleando y sin que nadie la vea (con dólares y valiosas piedras hurtadas al difunto y a los malhechores), mientras que al bandolero blanco, desnuda y con una navaja, lo ha dejado fiambre durante un masaje a la samuray de sangre fría y al negro atrapado ex profeso en la ratonera. En tanto la policía, alertada por ella con un disimulado y urgente marcado anónimo, arriba haciendo sonar las sirenas, las llantas y los altavoces y destellando las intermitentes luces.


         En “La gata del O-bon”, cuento de la escritora I.J. Parker ubicado en el supuesto Japón del siglo XI, el señor Sugawara Akitada, una especie de detective “al servicio del emperador”, melancólico y en duelo por la muerte de su pequeño hijo Yori, logra desfacer un controvertido y truculento entuerto de espejismos, equívocos, machismo, poligamia, adulterio, celos, envidia, venganza, secuestro y asesinato. No obstante, tras dilucidar el embrollo, Akitada no acude a las instancias de la justica imperial, sino a los dictámenes autoritarios que estipula el patriarca de esa poderosa familia de la comarca de Otsu, donde se cultiva la poligamia y el mayorazgo, y donde “durante el festival O-bon” se cree (ídem el Día de Muertos de la tradición mexicana o de Los Fieles Difuntos de la antigua tradición europea) que los espíritus del más allá regresan a convivir con los vivos.    

  El matiz patético, lastimero, sentimental y lacrimoso de ese cuento corto pero largo, quizá menoscabe la pulsión lúdica de la lectura. Desavenencia que también puede ocurrir con el soporífero “La musa”, relato larguísimo, útil para cabecear o para combatir el insomnio, de la escritora Jan Burke, pese a que en la trama, muy artificial, se refieren películas de Hitchcock y un supuesto juego de pistas que dizque las aluden. No obstante, en la antojolía hay dos cuentos que son claras humoradas, de factura tan sencilla y tan breve que se podría dudar en agruparlos (o no) entre “los mejores”. Uno es “#8”, de Jack Ritchie, donde un jovenzuelo hablantín, que viaja de aventón, supone que da el perfil de un asesino serial del que se parlotea en la prensa y en la radio, al que elogia y admira por su decisión y “gusto de matar”, pese a que “una de las víctimas fue un niño de cinco años”. Pero quizá ya no lo admire tanto cuando al término descubre que él será la víctima número ocho. Y el otro es “El sheriff del ‘método’”, cuento de Ed Lacy (pseudónimo de Len Zinberg), donde un grupo parental hace el ensayo de un crimen; o sea del inminente asalto de un banco a las afueras del pueblo, donde el sheriff es el cerebro y el director teatral y escénico de la orquesta de maleantes encubiertos.

 


        Algunos argumentos (o casi todos) semejan, evocan o se ajustan al consabido entertainment televisivo clasificación B. Uno es “El último día de Eri”, del escritor Steve Hockensmith, donde se narra cómo el veterano y viudo Larry Eri, investigador de la División de Homicidios de Indiana, logra desentrañar, el día que se retira (y con una inesperada vuelta de tuerca al final), su “caso número ciento trece” (un vendedor de seguros asesinado en la cocina de su casa diez meses antes), que al unísono es uno de los 29 casos que tenía sin resolver. Otro es “Cómo buscar a Olga Bateau”, de Stephen Wasylyk, donde Whit Conner, un periodista que no reporta nota roja ni hace investigaciones de gran calado, sino que teclea crónicas sobre anónimas “personas cuyas vidas no recibirían nunca la menor atención”, logra averiguar, gracias a la inesperada revelación incidental de un viejo jardinero, por qué y dónde, desde hace medio siglo, han estado ocultos (al pie de una estatua) el esqueleto y la calavera de Olga Bateau, esposa de un escultor y al unísono amante de Julius Antonius Hapford, un riquísimo vejestorio en silla de ruedas y desahuciado, quien vive sus últimos días en una suntuosa casona que alberga la colección de arte, objetos y antigüedades que ha coleccionado a lo largo de su vida marcada por la desaparición de esa fémina con la que quería casarse. Otro es “El nuevo vecino”, de Talmage Powell, donde un par de ancianas: la señora Cappelli, de origen italiano, e Isadora, su sirvienta de hace muchos años, conviven en una cómoda casa en un tranquilo barrio de Miami. Tranquilidad hecha trizas por las consuetudinarias leperadas y el vandalismo de Greg, un envilecido mozalbete recién instalado en una casa contigua, hijo de la señora Ruth Morrow, mesera de cocteles en “Serena Lounge, junto a la playa, de seis de la tarde hasta las dos de cada mañana”, a quien él tiraniza e insulta sin pudor. Las agresiones y la virulencia del malandrín van in crescendo, hasta que la señora Capelli decide llamar a su hijo John, residente en el norte; pero no para que hable con él, lo amenace, le haga dolorosa manita de puerco o persuasiva tortura china, sino para que le aplique la perentoria “ley de la mafia sin miedo ni contemplación”. Esto es así porque el abuelo y el padre de John (quizá lectores de Mario Puzo) y todos “los hombres Capelli desde Sicilia hasta San Francisco”, se han contado entre los “mejores soldados” de la mafia (¡gulp!), “y así había sido por varias generaciones”.


          Vale decir que en la veintena de cuentos del libro no hay crímenes políticos ni de cuello blanco, ni magnicidios, genocidios, crímenes de estado, fraudes, estafas, asaltos o entramados que conlleven una perspectiva crítica ante el statu quo, pese que a veces impliquen cierta corrupción sistémica. Por ejemplo “Sacerdotes”, cuento de George C. Chesbro, donde el protagonista, Brendan Furie, un ex cura excomulgado, justiciero mediático y “acérrimo defensor de los niños y sus derechos”, se ve inmerso en una vendetta urdida desde la sombra, la hipocresía sacerdotal y el camuflaje en una iglesia en la que es citado por el malicioso cardenal Henry Farrell, a quien el activista y héroe popular le reza a quemarropa los puntos sobre las íes de la oscura telaraña: “Vanderklaven era traficante de armas, como usted bien sabe. Lo que tal vez no sabía es que Werner Pale [el perseguidor y enemigo de Brendan con el rostro desfigurado] era un asesino mercenario a quien Vanderklaven contrató para entrenar agitadores. Esos agitadores se encargaban de provocar guerras de baja intensidad en diferentes partes del mundo para mantener el volumen de ventas de las armas que Vanderklaven fabricaba. No veía nada de malo en lo que hacía; era un hombre sumamente hipócrita que no podía ver alrededor el mal que él mismo había creado. Era un católico ferviente con poderosos amigos en Roma, un benefactor de la Iglesia que daba millones a diversas causas religiosas. Confiaba tanto en tener un lugar reservado en el Cielo que podía destruir a su familia y tranquilamente ignorar la causa, a saber, el mal que había llevado a casa consigo: ese hombre al que consideraba no sólo socio sino amigo. Cuando Lisa le dijo que su amigo la violaba, Vanderklaven le exigió ir con un psiquiatra. Cuando ella volvió a fugarse, acudió con su compinche de golf (usted, su eminencia) y le pidió organizara un exorcismo para liberar a su hija de sus demonios. Posesión satánica era la única explicación de su comportamiento que a él podría ocurrírsele.” Y, efectivamente, el cardenal Henry Farrell organizó ese falso exorcismo que debería realizar el sacerdote Brendan Furie; pero como éste se negó, fue excomulgado. No obstante, el intríngulis del relato no es la corrupción sistémica de la Iglesia ni el tráfico de armas en el mundanal orbe proclive al mercado negro, si no la vengativa trampa que el infame criminal Werner Pale ha maquinado desde la sombra para matarlo.


          Otro ejemplo de supuesta perversión comunitaria es “Errores históricos”, de William Brittain; pero se trata de un planteamiento fantástico, de un hipotético statu quo que supone la existencia de Illium, un pueblo de la Nueva Inglaterra del presente que desde hace una década cultiva, por tradición anual, un anacrónico delirio donde las leyes de la Unión Americana y los derechos humanos son pasados por el arco del triunfo. Allí, Norman Kaner, un “profesor de Historia de los Estados Unidos”, “doctorado sobre los sistemas sociales de los puritanos y otros colonizadores”, es víctima de una pesadilla repleta de comicidad y humor negro, junto con su esposa y su suegra, iniciada al ser detenido por “conducir en estado de ebriedad”. Durante un mes, los aldeanos de Illium, y sus autoridades, reviven, dizque para que no se olviden, los antiguos usos y costumbres del período colonial. Es decir, los habitantes actúan y se visten como si estuvieran en el siglo XVIII, y de igual modo son alterados y atildados el interior y el exterior de las casas y edificaciones. Con ojo clínico, el profesor universitario observa y señala los yerros históricos en que incurren en su vestuario y montaje escénico. Sin embargo, no logra eludir el castigo que le imponen en un perentorio y demencial juicio. El juez Jonathan Sawyer, que dizque lo oye con indulgencia, lo codena a “un día de confinamiento en el cepo”. O sea: el cepo está expuesto al escarnio público y allí el profesor es exhibido sentado en un banco de madera, con las manos y los pies sujetos entre tablones asegurados con candados, más un denigratorio letrero que proclama: “BORRACHO”. 

Ilustración de Norman Rockwell

        Por si fuera poco, a su esposa, por haber alzado la voz en la corte, le aplican “un callabocas” o “brida de la chismosa”, con la que puede ir y venir correteando como loca enjaulada. De modo que Norman apenas puede verla cuando a la carrera se acerca al cepo, mientras oye “un ruido parecido a un grito ahogado de dolor e indignación. En vano quiso volver la cabeza. Por fin logró captar la imagen de una figura que corría hacia él, una mujer con ropa moderna de color rosa brillante: Betty.

“Pero no la Betty que él conocía. La figura parecía tratar de agarrar algo que tenía puesto en la cabeza, al tiempo que emitía raros gritos ahogados entre gruñidos.

“La figura grotesca rodeó el cepo y miró a Norman. Tenía la cabeza estrechamente apresada por una jaula hecha de tiras de hierro. La base de esas tiras quedaba sujeta con candados a su cuello por un redondel de metal, que hacía imposible quitarse el aparato. En una de las tiras encima de sus labios había una nudosa espiga metálica que se le introducía en la boca y volvía imposible dar forma a las palabras. Con las manos ensangrentadas, Betty Kaner trataba de mover la jaula que le aprisionaba la cabeza.”

  Sin embargo, pese a lo espeluznante (y caricaturesco), el castigo más terrible recae en la hostil e hipocondríaca suegra del profesor Norman, quien se distingue por su irrefrenable altanería y lengua viperina. De modo que por haber maldecido al juez gritándole su recurrente estribillo: “¡Pestilencia sobre tu cabeza, Sawyer, y sobre toda tu descendencia!”, y dado que a éste y a sus dos hijos les sobrevino un súbito sarampión, es condenada a la hoguera por bruja, lo cual el sapientísimo doctor Norman Kaner, incómodo en el cepo y dispuesto a no aprobar a los aldeanos ni de panzazo, tacha de “otro error histórico”:

 


    “En la época colonial la pena de muerte se aplicaba mediante la horca o aplastando al sentenciado con grandes rocas.

“En toda la historia de Nueva Inglaterra no se registró un solo caso de una bruja ejecutada en la hoguera.”

 



          Vale añadir que en toda la antojolía de Alfred Hitchcock presenta sólo hay un relato cuyo planteamiento y desarrollo deviene del arquetipo del infalible e inteligentísimo raciocinador que desembrolla el acertijo y el enigma del crimen de cuarto cerrado, inaugurado en abril de 1841 por Edgar Allan Poe con “Los crímenes de la calle Morgue”. Se trata de “Espartaco negro”, cuento del escritor James Lincoln Warren, situado en el siglo XVIII, en Londres. Alan Treviscoe es investigador de la empresa de seguros marítimos Lloyd´s; sin embargo, el delito que desentraña y desmigaja no es algo ilícito o fraudulento relacionado con esa empresa, sino la muerte del capitán Ragnall Muldaur, un irlandés, sordo de un oído y con una pata de palo, asesinado en un minúsculo departamento de un segundo piso ubicado en un barrio de “inmigrantes irlandeses de escasos recursos”. Ese viejo irlandés era dueño de un esclavo negro que hacía boxear en cuadriláteros de apuestas. Hero, el esclavo negro, vivía en el ático; y por haber discutido a voces con su dueño la noche del crimen, la policía lo encarcela por presunto asesino y será llevado a la horca tras el inminente juicio. Misteriosamente y con antelación, el capitán Ragnall había citado a Treviscoe en su departamento y le había dejado, como herencia, la propiedad de ese esclavo negro. Y Alan Treviscoe, que apenas conocía al capitán Ragnall, pese a que fue coterráneo y amigo de su fallecido padre, reflexiona y actúa para lograr dos cosas: otorgarle el documento de manumisión a Hero y probar en el juicio que no mató a su entonces dueño.

 


         Se observa, también, que en toda la antojolía sólo hay un caso en que el autor, además de escribir literatura y manuales para detectives privados, hace indagaciones detectivescas de un modo profesional. Se trata de Gregory Fallis, quien, según apunta Linda Landrigan, es “un auténtico investigador privado”. En su cuento “El dios de los obstáculos” un dúo dinámico de detectives privados “en la costa de Massachusetts”: Kevin Sweeney (católico irlandés) y Joop Wheeler (bautista del sur) mueven los hilos de su pesquisa para que la hija de Jason Hobart, un adinerado reverendo protestante, no sea acusada de “obstrucción de la justicia por entregar informes falsos a la policía”, ni llevada a juicio por su “intento de defraudar por ocho mil dólares a la compañía de seguros” que le aseguró, por esa cifra, una escultura de Ganesha (“el dios de los obstáculos”), pieza que ella compró en un mercadillo hindú con “seis mil doscientas rupias” (equivalentes a “unos ciento ochenta dólares”). De tal modo que esa joven, que no es idólatra ni hinduista ni mitóloga, pueda seguir, con su dentadura y sonrisa de Obama y sin dificultades pecuniarias, con su tesis de doctorado en Historia sobre los motines cipayos en la India bajo el yugo del imperio británico. Por si fuera poco, los detectives ganan, a modo de amuleto decorativo en su oficina, esa estatuilla del dios que quita los obstáculos, que además es “el dios de la previsión y la prosperidad”, a quien los fieles invocan “al comenzar cualquier nueva actividad, sobre todo si implica riesgos”.

El dios Ganesha

           Ese benigno tejemaneje y blindaje al infractor no es el único. Por ejemplo, sucede en “Ritual funerario”, relato, cargado de humor negro, de Doug Allyn, narrador y roquero del grupo The Devil’s Triangle. Allí, Lupe García (Lupe José Andrew Mardo Flores García), chicano y detective de la Fuerza de Tareas del Crimen Organizado de Detroit, ha volado hasta Algoma, un diminuto pueblo en el norte de Michigan, en busca de un par de prestamistas y acaudalados traficantes de drogas: Roland Costa y su homónimo hijo, desaparecidos hace unas tres semanas; pero también de Cindy Kessel, asimismo desaparecida e informante de la policía, la novia de Charlie Costa, enterrado en el cementerio de Algoma hace unos veinte días, precisamente al pie de un fastuoso catafalco y con una ostentosa (pero solitaria) ceremonia en la que los dolientes sólo eran “Rol Costa júnior y su padre”, quienes llegaron ex profeso en una limusina (“un Lincoln gigantesco”). En ese poblacho lo medio asiste y lo medio guía el sardónico y sarcástico Ira LeClair, el colmilludo y retorcido sheriff. Al verlo por primera vez echándose un coyotito en su oficina, el sargento García, quien ha rentado un sedán y va de paisano con su mejor tacuche y luciendo su heroico “brazalete de Vietnam”, dice que “Al dibujante Norman Rockwell le habría encantado la escena”: “No tenía aspecto de policía. Con la sudadera manchada y sus zapatos deportivos más bien asemejaba un entrenador escolar de clase C en una temporada de derrotas. Roncaba con suavidad, los pies sobre su caótico escritorio y llevaba una gorra de los Tigres de Detroit inclinada sobre los ojos.”

 

Ilustración de Norman Rockwell

        El sheriff LeClair, según le pregona, está enterado de todo lo que ocurre (y no curre) en Algoma y en la zona, “porque cuando una ardilla hace sus necesidades en los bosques de los alrededores, me informan de ello”. Sin embargo, pese a su fanfarrona omnisciencia y a representar “la ley” y “el derecho”, opta por hacerse de la vista gorda ante los latrocinios de la alcohólica posadera Faye, donde se hospedaron los Costa (pese a que, ¡oh contradicción!, esa “familia aún tiene una casa de buen tamaño junto al río”), y frente al par de asesinatos cometidos por el simpaticón Paulie, quien rebasa la treintena y es un hábil jardinero y fornido enterrador en el cementerio bajo las órdenes del encargado Héctor Michaud, alias Hec, un cuarentón regordete, proclive a ningunearlo, a la pereza, a la güeva y a la cerveza genérica.

 

Ilustración de Norman Rockwell

            El cavador Paulie también es un ex combatiente en Vietnam (al igual que el sheriff LeClair y por ello éste también posee un rutilante brazalete); pero quedó disminuido de la sesera debido a un explosivo y chaplinesco incidente ocurrido en 1973 (tiene una “profunda cicatriz”, pero no de cara cortada, sino de cráneo cortado: va “de la sien izquierda a la nuca”, mientras otras las oculta bajo la camisa); episodio que le resume al chicano Flores García y a quien él apoda “Flower”: “No se preocupe, Flower, no estoy loco. A veces le hablo a Bill, pero sólo lo hago para que se enfade Hec. Ya sé que está muerto. Casi me muero con él yo mismo. Fuimos amigos en la secundaria y nos reclutaron juntos para la misma unidad de Vietnam. Además estábamos en la misma trinchera cuando el Cong nos echó esa granada. Los dos quisimos lanzarla de ahí y terminamos chocando con las cabezas. Habría tenido gracia, pero la granada explotó y Billy vino a Lovedale [el cementerio], mientras que a mí me tuvieron dos años en un hospital de veteranos en Grand Rapids. Créame si le digo que Lovedale es más agradable.”

 

Ilustración de Norman Rockwell

         En el decurso y entramado narrativo, el sargento Lupe García descubre que Héctor Michaud tiene, camuflado en un plantío de maíz aledaño al cementerio, un cultivo de marihuana (“tal vez cuatrocientos kilos”). Y a través de una charla con el parlanchín Paulie, se entera que, sin buscarlo ni preverlo, tuvo que matar, defendiéndose, a Rol júnior y a su padre, y que a ambos los enterró en el ataúd donde estaba el cadáver de Charlie y del cual sacó, aún viva, a Cindy Kessel, misma que llevó cargando, desvanecida, a “la casa” de la señora Stansfield (en realidad es un sepulcro, donde Cindy muere). Si el sheriff LeClair decide detener a Héctor Michaud, cuyo cultivo de mota es cosechada por la docena de soldados de la Guardia Nacional que se han desplazado a Algoma para dizque rastrear a una niña perdida en el bosque (pero localizada con antelación), es posible que lo haya hecho sólo porque Lupe García descubrió el clandestino plantío y para eludir que lo denuncie por corrupto, por hacer caso omiso o por estar soterradamente involucrado, pues el sheriff también cultiva la tierra en ese berenjenal entorno de yerbabuena donde también estaba oculta la limusina de los Costa. Pero con su verborrea se opone, definitivamente, a dar parte oficial de la muerte de Cindy Kessel y sobre el par de asesinatos cometidos por Paulie. (Le tocaría la cárcel o de nuevo el sanatorio de veteranos tras una evaluación psiquiátrica.) Frente a tal postura de mula rejega, el detective García le objeta: “Pero hay tres muertos.” Y, antes de darle la espalda y dejarlo con la papa caliente de ese deber policíaco, el sheriff le vocifera aludiendo la impunidad y corrupción sistémica que ha imperado en ese trozo de la Unión Americana.

 “Se equivoca usted, amigo, hay muchos más muertos que eso. Recibieron abundantes balazos mientras el hijo de Roland Costa usaba su exención del servicio militar para aprender los negocios de su familia, en los días en que le arreglaban la cabeza a Paulie Croft para que pudiera trabajar cavando tumbas, en lugar de conducir un camión como su padre. Le diré qué voy a hacer, García: nothing. Nada. Dejo todo en sus manos. Decida usted quién le debe a quién y a cuánto ascienden tales deudas. Una vez que lo tenga decidido, me informa. ¿De acuerdo?”

 Dilema que mina y trastoca el criterio del sargento Lupe García,  flamante detective de la Fuerza de Tareas del Crimen Organizado de Detroit (a quien Héctor Michaud le escupió en la cara un dardo racista al verlo por primera vez: “Ya terminó la cosecha de frijoles”; que pudo revirarle burlándose con un lúdico spanglish cuando lo ve esposado al volante de un jeep militar: “Ey, míiister”, “¿yu nou güer an hombre can faind chamba piquin frijoles?”), pues parece que en sus mientes incide la simpatía que le inspira el bonachón y locuaz veterano Paulie Croft. De modo que ante la disyuntiva de optar por una drástica vertiente, dice (y se dice): “quizá no necesite ninguna excusa. Me refiero a que nada puede sucederle a nadie en un pueblucho como éste.”

  Un caso donde el asesino también se sale con la suya, pero con la lucidez de sus facultades mentales, es el que se lee en “Escapar de Nairobi”, cuento de Ed McBain (pseudónimo de Evan Hunter). El doctor Jeremy Palmer, residente en Nueva York y a quien “la New York Magazine [...] califica como uno de los mejores médicos internistas de la ciudad”, voló con Therese, su esposa de 32 años y dos décadas más joven que él, hasta el Aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta, en Nairobi,  la capital de Kenia; y de ahí fueron en un “vuelo chárter a Masái Mara”, una “enorme área de preservación de vida salvaje”, dispuestos a disfrutar de una luna de miel con ocho días de “safari”. Pero desde el primer momento en que arriban al campamento, Davey Ladd, uno de los dos guías de la empresa turística “Safaris Dobbs-Ladd”, de unos 27 años, con irrespetuoso y petulante descaro, y frente a las narices del galeno, empieza a acosar a la esposa de éste, apoyado en su presunta supremacía de macho cabrío, inextricable a su porte de galán de la pantalla a la Arnold Schwarzenegger: 


      “Davey Ladd lleva unos shorts caqui muy cortos, abultados por su masculinidad. Calza botas altas y calcetines color musgo. Viste una camisa caqui de manga corta que exhibe sus brazos musculosos, bajo un chaleco de cazador con lazos para cartuchos. Mide poco menos que uno ochenta, tiene piel bronceada por estar constantemente expuesta al sol. No lleva sombrero, su pelo es rubio, sus ojos de un gris verdoso. Sobre la cadera derecha hay una funda con una pistola calibre 9 milímetros.”

  Pero el doctor Palmer es un viejo zorro y experimentado matasanos. De modo que al inicio del relato ya va de regreso en un vuelo a Nueva York cuchicheando con su querida Therese, su esposa desde hace tres meses, cuyo afecto es recíproco y a quien le molestaban e irritaban las lisuras sexuales del pretencioso macho alfa, mismas que fueron in crescendo. Es decir, sin decirle nada a Therese el médico actuó con sigilo. Introdujo 200 miligramos de Seconal en la bebida alcohólica de Ladd y, ya inconsciente en su tienda de campaña, dispuso el escenario del supuesto suicidio: “Davey Ladd desnudo, acostado sobre sus espaldas, con su propia pistola calibre 9 milímetros metida en la boca, sobre la almohada y el catre empapados de sangre...” Incluso, debido a ese supuesto suicidio, “Pasaron los últimos dos días en un juzgado situado en Taifa Road, en el cual un equipo de magistrados dictaminó que David Lawrence Ladd se quitó la vida por su propia mano.”


          Si el móvil de tal asesinato es la expedita venganza ante las ofensas y agresivos pavoneos de un presunto macho alfa, una cáustica carga de un miasma parecido subyace en la venganza de Anitra Prime, protagonista de “Justicia para Mama Cass”, relato de William Bankier. En Montreal, Anitra Prime labora en Producciones Lee Cosford, muy cerca de su jefe y amante, el directivo y dueño de esa empresa visual que lleva su nombre, donde se hacen minichurros publicitarios: “películas de treinta segundos para vender detergentes o salchichas”. Y al unísono, sin hijos, está casada, desde hace ocho años, con Gary Prime, un oscuro vendedor de una agencia de publicidad en Montreal que antepone el offset a la impresión tipográfica. Frente al cornudo y apocado de su marido, quien tolera la cornamenta y tiene grises o nulas aspiraciones existenciales, Anitra, cuasi doméstica Venus de las pieles, no se reprime y lo azota con zarandeadas verbales que él soporta a la sumiso y cabizbajo Sacher-Masoch de huitlacoche: “Cuando alguien te quiere pisotear, no te dejes, sé un hombre, enójate.” O: “Mientras tú andabas en Londres enamorado del fantasma de Cass Elliot, yo estaba aquí en la cama con Lee Cosford. Así como lo oyes...”

   

Fotograma de La Venus de las pieles (2013)

        Efectivamente, Gary Prime recién estuvo en Londres por un viaje de negocios pagado por su empresa canadiense. Y en la capital inglesa, solo en su cuarto de hotel, vio en la TV la entrevista a una actriz cuya imagen redonda y volumétrica le inspiró una epifanía: hacer una película que le hiciera “justica a Mama Cass”; es decir, a Cass Elliot, la mítica y obesa cantante The Mamas and The Papas, de quien se rumora: murió en un hotel londinense ahogándose “sola en su cuarto, atragantada con un sándwich”.

Cass Elliot (Mama Cass)

       A Anitra esa idea no le provoca ningún entusiasmo e insiste en que sea él, y no ella, quien le proponga a Lee Cosford el proyecto de un largometraje sobre la vida de Mama Cass. Pese a que Cosford oye a Gary y mencionan solicitar alguna subvención al Consejo Canadiense para el Desarrollo del Cine, en realidad el productor, sólo por vil malaleche, pretende pitorrearse de Gary Prime y por ende lo envía con un tal Lucas Pennington, de quien el propio Lee Cosford le revela a Anitra: “Es de antes de tus tiempos. En una época fue buen escritor para publicidad, pero hoy día es un borracho profesional. Trabaja por su cuenta y tiene mucho tiempo libre. O sea, las agencias ya se cansaron de que nunca cumpla con las fechas de entrega.” “Eso suena a jugar sucio, Lee”, le reprocha Anita con el ceño fruncido; y él añade: “Sucio pero efectivo. Me quita a Gary de encima mientras él y el pobre Luke se dedican durante un año a dizque escribir una película.”

Sin embargo, el guion se concluye y el productor comparte el entusiasmo y las ilusiones del guionista: “El premio de la Academia. El Festival de Cannes.” Y Anitra, por su parte, hojea que en el libreto no hay ningún crédito para Gary Prime. Y dado que embiste y es de armas tomar, le insiste a su marido para que reclame el crédito que le corresponde, incluso con un abogado. Y tal es su enojo y frustración ante los desplantes del gandalla de Lee Cosford, que cuando éste le encarga que haga llevar su auto al taller para una reparación, ella le dice que sí y finge que hace la llamada y no mueve un dedo para que ese coche sea reparado. Y hace esto con malicia porque infiere que “a Cosford le iba a pasar algo”, y que “si acaso ocurriera, tendría algo de justicia poética”. Y, efectivamente, algo ocurre; pero algo que no puede etiquetarse de “justicia poética”.

Al dirigirse al aeropuerto en busca del financiamiento para el largometraje, Lee Cosford va en ese coche con Lucas Pennington. Y casi al inicio del trayecto suben a Gary Prime, quien iba decidido a reclamarle sus derechos por su inspiradora y brillantísima idea. Pero antes de la charla, Lee ya está dispuesto a brindarle alguna migaja, pues le comenta a Luke: “Hay que darle a este tipo un poco de crédito, y el uno o dos por ciento. No es tanto, y nos ahorra posibles gastos de juicio más adelante.”

En torno a las dos de la madrugada, Gary aún no ha regresado a casa. Y Anitra, que ha oído el casete de The Mamas and The Papas con la sugestiva voz de Mama Cass, tomado dos tragos y leído el guion por segunda vez, se sobresalta al oír el teléfono:

“[...] Era la policía, que reportaba un accidente de automóvil cerca del aeropuerto de Dorval. Un automóvil se salió de la carretera para impactarse en un contrafuerte de concreto. Al poner en la computadora el número de las placas, apareció Producciones Lee Cosford como empresa propietaria del auto.

“—Es mi jefe —dijo Anitra, con voz de alarma—. Iba a tomar el avión al aeropuerto. ¿Hay algo que...?

“—Cuánto lo siento. Debe de haber ido a ciento cincuenta kilómetros por hora. No hemos logrado abrir el automóvil, pero es imposible que haya sobrevivientes.”

 Por otra parte, en las páginas de “Vudú”, cuento de la escritora Rhys Bowen, también hay un vengativo intríngulis. Es decir, a priori se ve que se trata de la venganza de una mujer madura, de posición adinerada, que durante años ha aguantado el maltrato de un marido con doble cara: ante la sociedad de Nueva Orleans es un filántropo, un mediático benefactor social; pero ante su mujer, en la intimidad doméstica, ha sido un macho tirano, lenguaraz y altanero, incluso con la servidumbre.

 La voz narrativa del relato (no exento de detalles jocosos y dramáticos) es la voz del teniente Patterson, con un par de décadas de experiencia en la sección de homicidios del Departamento de Policía de Nueva Orleans; quien, ante la obvia novatez del joven oficial Renoir, decide involucrase en la investigación de ese caso que se torna singular porque la viuda ha denunciado al vudú como causa de la muerte de su marido. Es decir, la elegantísima Millie, viuda de Trey Torrance y su única heredera universal, acusa a una tal Maman Boutin, pobrísima sacerdotisa del vudú que subsiste en una mísera casucha, de haber causado la muerte de su marido mediante un maleficio. Según dice, hace un mes lo maldijo porque John quería echarla de un terreno de su propiedad (pantanoso, insalubre y deletéreo). Y además, acusa, envió a su casa un muñeco vudú, mismo que el teniente Patterson le pide ver: 


       “Ella desapareció y volvió de inmediato con algo envuelto en tela. Dentro había un muñeco muy sencillo, hecho de muselina burda sin blanquear. No tenía cara ni facciones, y pudo ser un juguete infantil, excepto por las agujas con puntas rojas clavadas en el corazón, el estómago y la garganta. Lo examiné y se lo pasé a Renoir, que parecía no querer tocarlo.” Y según agrega la viuda sobre el presunto hechizo: “En el momento en que le pegó la maldición comenzó a derretirse hasta que le falló el corazón. Aunque no pueda probar la maldición del vudú, no dudo que asediarlo y amenazarlo vaya contra la ley, ¿no es así?” 

   Por la pesquisa policíaca —que es el hilo conductor del relato—, el teniente Patterson va con el oficial Renoir a observar el cadáver aún en el escenario de su muerte: su recámara en una regia mansión en el “barrio adinerado del Garden District, donde se concentra el dinero viejo de Nueva Orleans”. Según narra el teniente: “ingresamos a la deliciosa frescura de un vestíbulo con mosaicos de mármol en el piso. [La señora Millie] Nos condujo a una sala de estar decorada con un buen gusto discreto: muebles de caoba y pinturas de calidad en las paredes. Una de ellas consistía en el retrato de un hombre con cara de bulldog, que evocaba una tenacidad digna de Winston Churchill. La mandíbula protuberante le daba un toque retador, acentuado por un ceño permanentemente fruncido. Resultaba claro que Trey Torrance fue un hombre que esperaba salirse con la suya y que a la gente más le valía no hacerlo enojar.”

Winston Churchill

      Vale resumir (sin desvelar todo el carozo de la mazorca) que el teniente Patterson va en auto, con el oficial Renoir, a entrevistar a Maman Boutin. Según narra, “Seguimos un sendero estrecho a través de los arbustos hasta llegar a un campo de juncia que corría a lo largo de un brazo del río. Donde el brazo desaguaba en el río se agrupaban varias chozas bajo la sombra de un árbol. Las chozas tenían el aspecto de haber sido construidas por una pandilla de niños haciendo la sede de su club. Hoyos en las paredes, porches colapsados sobre el piso y ventanas clausuradas con tablas. No he tenido jamás una visión igual de deprimente.” Pero también examina el testamento del difunto; dialoga con la sirvienta (que tal vez pierda el empleo); y con el médico de cabecera sobre la salud del imperativo Trey Torrance, sobre el presunto vudú y sobre las causas de su muerte; y por ello el doctor le dice: “como médico no tengo la preparación necesaria para detectar síntomas de vudú. Reitero lo que escribí en el acta de defunción. Lo debilitó un virus agresivo en el estómago y lo liquidó un ataque cardíaco.”

Hasta ese punto: el acta de defunción, habría sido un crimen perfecto o sin faltas de ortografía. Pero la averiguación policial, que implica investigar la calumnia de Millie (es decir, su misteriosa denuncia contra la miserable sacerdotisa del vudú), provoca que su oscuro juego se desquebraje. A través de internet, el oficial Renoir localiza la tienda donde fue comprado el muñeco vudú; pero es el teniente Patterson quien le hace ver al novicio que Maman Boutin no puede ser la compradora. En este sentido, el diálogo con el vendedor señala a la señora Millie, hace un mes, como la visitante del expendio: “En realidad no puse mucha atención en los detalles”, les dice el vendedor. “Pero me acuerdo de ella porque no era el tipo de mujer que habitualmente llega a la tienda. De edad media, bien vestida. El pelo arreglado. Los turistas no suelen usar buena ropa ni tacones altos cuando pasean por la ciudad.”

A tal acusatorio indicio se añade el irrefutable y revelador resultado de la autopsia forense del cadáver, que no se habría hecho si Millie no denuncia que lo mató el vudú de una hechicera. Según narra el teniente Patterson: “Encontraron trazas de arsénico en los tejidos. No suficiente para matar, pero sí para poner muy enfermo a cualquiera. Pensó, según creo, que al suspender el arsénico dos semanas antes de su muerte no se arriesgaba a ser descubierta, pero se pasó de lista, pues no sabía que el arsénico se queda en los tejidos para siempre.”

Quizá vale destacar que pese a que “Vudú” es un relato contado por un hombre, pero escrito por una mujer, no por ello está exento de los consabidos prejuicios que tipifican el estereotipo del criterio masculino ante la conducta femenina. “Las mujeres universalmente son buenas actrices, Renoir”, le dice, aleccionándolo, el teniente Patterson; “Todas las mujeres que he conocido son capaces de llorar a voluntad.” “[...] A veces son las que parecen buenas las que te pueden sorprender.” De ahí que al especular sobre las oscuras razones de la asesina y calumniadora le diga a su pupilo sobre el probable móvil: “Tal vez una venganza personal contra Maman Boutin [...] Ella también nació en Nueva Orleans. Quizá Maman Boutin hechizó a su madre. Las obsesiones de venganza permanecen mucho tiempo en estas latitudes, ¿no crees? [...] Por otra parte [...], tal vez buscaba una oportunidad de decir al mundo qué clase de filántropo era en realidad su marido, y los infiernos en que la introdujo. Tal vez deseaba volverse protagonista para variar, disfrutar de su papel después de vivir siempre a la sombra. Con las mujeres nunca se sabe.”

Y concluye para el lector: “La señora Torrance nunca nos reveló la menor indicación de sus motivos. Guardó silencio y conservó sus buenos modales hasta el día de la audiencia en los tribunales. Pero llevó a su comparecencia ante el juez un vestido elegante de dos piezas, con tacones altos y perlas, y en la puerta se detuvo a sonreír entre los destellos de focos de flash que la rodeaban.”

   


        Y ya encarrerado el gato tras el ratón, se puede concluir la nota apuntando un poquitín sobre cada uno los divertimentos que restan. Pero eso lo puede hacer el desocupado lector de la presente reseña si se decide a matar, sin sentimientos de culpa, unas rebanadas de tiempo más.

 

Linda Landrigan, Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. Antología, prólogo y notas de Linda Landrigan. Traducción del inglés al castellano y prefacio a la edición en español de Ricardo Vinós. Perla Ediciones. México, marzo de 2021. 450 pp.

 

American Noir


Con una aguja clavada en el corazón

The Best American Noir of the Century apareció por primera vez en Estados Unidos, en 2010, editado por Houghton Mifflin Harcourt, con sede principal en Boston. Se trata de una antología de diez cuentos de narrativa negra norteamericana pergeñada entre el editor Otto Penzler (Nueva York, 1942) y el narrador James Ellroy (Los Ángeles, 1948). Y en noviembre de 2014, en Barcelona, España, Navona Editorial, con el título American Noir publicó su traducción al español a cargo del escritor y traductor Enrique de Hériz (Barcelona, 1964). 
Colección Navona Negra núm. 16, Navona Editorial
(Barcelona, 2ª edición, diciembre de 2014)
  Estropeada con visibles, flagrantes, chambonas y torpes erratas, la antología American Noir, número 16 de la Colección Navona Negra (con pastas duras y sobrecubierta), está precedida por un “Prólogo” de Otto Penzler fechado en “Mayo de 2009” y por una “Introducción” de James Ellroy datada en “Junio de 2009”, muy reconocido y recordado —más allá de los Estados Unidos y del orbe del inglés y del español— por la homónima adaptación al cine de su novela L.A. Confidential (1990), protagonizada por Russel Crowe, Kim Basinger, Guy Pearce, Kevin Spacey, Danny DeVito, James Cromwell y David Strathairn.

Otto Penzler
  Pese a que no están todos los que son, Otto Penzler dice en su “Prólogo” que “Este volumen está dedicado a la narrativa breve de género negro del siglo pasado” —no obstante, el relato que cierra el libro data de 2002—. Y con sobradas razones afirma: “resulta imposible divorciar el género literario por completo de su contrapartida fílmica”. En este sentido, cada uno de los diez cuentos, que corresponden a diez autores, está antecedido por un breve esbozo curricular (quizá urdidos a cuatro manos) donde se suelen mencionar o destacar las adaptaciones cinematográficas e incluso las televisivas, y cuyos trazos biográficos no pocas veces resultan novelescos y peliculescos.   

James Ellroy
  Todo indica que la subversión de las normas, la oquedad ética, la violencia, el crimen y el asesinato son consubstanciales al predador género humano que infesta los restos y recovecos del recalentado y contaminado planeta tierra. La narrativa negra y criminal —egregia descendiente de la “escuela hard-boiled” y pariente de las populares revistas pulp—, con trazo ágil y visual ausculta esas zonas oscuras y underground de la psique humana, pero lo hace o lo suele hacer a imagen y semejanza de un divertimento (a veces sutil en el trasfondo de un drama), de un espejo retrovisor que induce al lector a horrorizarse o a reírse de sí mismo y de los otros. De ahí que James Ellroy, como si oprimiera un alfiler en la víscera cardíaca del insaciable y empecinado lector, le diga en el fragmento que concluye su prefacio: “Los relatos de este volumen son una gozada. Ponga a trabajar su malsana curiosidad y léalos todos. Encontrará repulsión y atracción. Soportará el abandono moral. La condena es diversión. Usted es un pervertido por leer esta introducción. Lea el libro entero y terminará muriendo en una camilla, con una aguja clavada en el corazón.” Se puede decir, entonces, parafraseando el consabido y cantarín estribillo de ladrillescos volúmenes (tipo Pequeño Larousse ilustrado) con los que se podría matar de un golpe en la cabeza, que American Noir reúne los diez cuentos de narrativa negra norteamericana que hay que leer antes de morir.

James M. Cain
(1892-1977)
  “Pastorale”, el primero de los diez relatos del libro, de James M. Cain (1892-1977), data de 1928 y por ende se observa que la antología, elegida y dispuesta cronológicamente, va de tal año al 2002, que es la fecha del décimo y último cuento. Es probable que a James M. Cain sobre todo se le recuerde, en toda la aldea global, por El cartero siempre llama dos veces (1934), su primera novela; de ahí que en la nota biográfica que precede al cuento se diga de ésta: “gozó de un enorme éxito comercial y pasó a la gran pantalla en producción de la MGM (con guión de Raymond Chandler) en 1946, protagonizada por Lana Turner y John Gardfield, y de nuevo en 1981, esta vez con Jessica Lange y Jack Nicholson.” Su cuento “Pastorale” es narrado por la omnisciente voz de un testigo cercano a Burbie, quien es un joven pueblerino de pocas luces y pocas destrezas que se involucra en amoríos clandestinos con Lida, coterránea suya, casada con un viejo, dueño de una granja solitaria y alejada del pueblo. Burbie planea con Lida, estúpida y miedosamente, el asesinato del ruco. Según se reporta en la nota, “Cain no escribía historias de detectives, pero se lo suele agrupar con otros escritores de la vertiente más dura del género por sus rudas historias de criminales, llenas de sexo y violencia, la mayor parte de las cuales siguen un patrón habitual, en el que un hombre se enamora de una mujer y eso lo lleva a involucrarse en una trama criminal para luego verse traicionado por ella.” No obstante, en el cuento, Lida no traiciona a Burbie, sino que el crimen, en el que participa un tal Hutch, toma un derrotero inesperado y más violento que lo induce, tras la muerte de éste, a la creencia en Dios y a la confesión pública de sus actos, que ignoraba el pueblo, preámbulo de su condena a la horca, anunciada en la primera línea: “Bueno, pues parece que van a colgar a Burbie.”

 
Mickey Spillane
(1918-2006)
    El segundo cuento: “¡Muere!, dijo la dama” (1953) es de Mickey Spillane, pseudónimo de Frank Morrison Spillane (1918-2006). Entre las películas basadas en sus novelas en la nota se destacan tres: Yo, el jurado (1953), con Biff Elliot caracterizando al detective Mike Hammer, “su personaje más famoso”, en sus libros, en el cine y en la televisión; “El beso mortal (1955), un clásico del cine negro en el que Ralf Meeker interpretaba a Hammer; y Cazadores de mujeres (1965) donde el propio Spillane interpretaba al detective”. 
   “¡Muere!, dijo la dama” se sitúa en un elegante club neoyorquino, donde Chester Duncan, magnate financiero, recibe a Early, inspector de la policía, donde le narra los pormenores que subyacen en el recién suicidio de Walter Harrison, también magnate financiero, quien fue su condiscípulo en la universidad y su compinche en francachelas de bebida y faldas, y luego su furioso competidor, no sólo en Wall Street, pues otrora conquistó y le quitó a su prometida, la mujer de sus sueños, para quien había edificado una onírica mansión que llama “mi casa de la Isla”. El sorpresivo suicidio de Walter Harrison —le platica Chester Duncan al inspector Early— indujo al orbe financiero a suponer “que las acciones que él había financiado ya no tenían valor y quiso deshacerse de ellas. Resulta que yo era uno de los pocos que sabía que valían como el oro y compré tantas como pude. Y, por su puesto, corrí la voz entre mis amigos. Alguien tenía que beneficiarse de la muerte de... De una rata”, entre ellos el inspector Early, quien se lo agradece. Sin embargo, lo que no le agradecería es saber que en ello operó un delito que incrimine por asesinato a su benefactor; entonces tendría que actuar como policía. Walter Harrison se lanzó por la ventana de un hotel de la Quinta Avenida al saber que su amor por Evelyn Vaughn era imposible. Desde luego que en ello obró una planificada jugada de ajedrez, una vengativa trampa que Duncan le tendió a Harrison para cobrarse la afrenta y la revancha por haberle “robado” a su prometida. No obstante, vale objetar que, pese a tratarse de un artilugio literario (de un divertimento), el súbito suicidio de Harrison resulta inverosímil, pues además de un donjuán irredento, era un competitivo y boyante magnate acostumbrado a perder y a ganar. Evelyn Vaughn tiene la inefable belleza, el costoso atavío y la figura de una inasible diosa del cine, pero es deficiente mental de nacimiento y el saberlo es lo que literalmente “asesina” a Walter Harrison de un flechazo, para regocijo y satisfacción de Chester Duncan, muy pagado de sí mismo. 
David Goodis
(1917-1967)
  El tercer cuento: “Un profesional” (1953) es de David Goodis (1917-1967), con un buen número de novelas adaptadas al cine; es el caso del filme La senda tenebrosa (1947), dirigido por Delmer Daves (con quien la guionizó), protagonizada por Humphrey Bogart y Lauren Bacall; y de la película Disparen al pianista (1960), dirigida por François Truffaut. “Un profesional” —se reporta en la nota— “se proyectó como episodio de la serie televisiva ‘Fallen Angels’ (Ángeles caídos) el 15 de octubre de 1995.” El relato ocurre en Filadelfia, donde Freddy Lamb, de 33 años, es “el favorito de los cinco ascensoristas del Chambers Trust Building”. De apariencia pulcra, modesta, discreta y amable, lleva una doble vida, pues por las noches es un elegante y frío asesino, hábil con la navaja, que aprendió a usar en el reformatorio, donde cayó a los once años. Pero no mata por su cuenta, sino que está al servicio y bajo las órdenes de Herman Charn, un duro y dictador mafioso que opera en su propio antro: el Yellow Cat, un club nocturno al sur de Filadelfia, con orquesta de jazz, desnudistas, alcohol y drogas. Esto lo hace, coaccionado, desde hace quince meses, pues de no hacerlo a él y a Ziggy, su timorato y débil compinche, “los hubieran borrado del mapa”. Así que luego de liquidar de un navajazo en el cogote a Billy Donofrio en el Billy’s Hut (el cliente pagó a Herman Charn mil quinientos dólares: mil para él y quinientos para Freddy Lamb), en el privado de su rudo y fortachón jefe añora los viejos tiempos de su romántica independencia: “la época en que Ziggy era inmune a cualquier daño, cuando tanto Ziggy como él eran sus propios jefes y se encargaban de toda la ingeniería en los muelles. Había mucha gente en los muelles dispuesta a pagar buenas cantidades de dinero por ver a alguien tumbado en una camilla, o en un ataúd. En aquella época se cobraban tarifas de quince dólares por una mandíbula rota, treinta por una fractura de pelvis y cien por un completo. Ziggy se encargaba de la porra y de las balas, mientras que Freddy se ocupaba de funciones especiales, como el navajazo, el chorro de lejía en los ojos y diversos polvos o píldoras disueltas en una cerveza, en una copa de vino o en un café. En aquellos tiempos se ofrecían todas clase de encargos.”

Lauren Bacall, David Goodis y Humphrey Bogart
  Aunque aparentemente no es así, las cosas se empiezan a poner difíciles para Freddy Lamb cuando Herman Charn le ordena que deje a Pearl, una de las siete desnudistas del Yellow Cat, rubia y con un tentador cuerpo de pecado, de 23 años, pero ya con su historial de prostitución, trapicheo de cocaína y “un tiempito en el trullo”. La razón: Herman Charn quiere que Pearl sea sólo para él; pero ella lo rechaza, aunque le dice: “Tienes mi cuerpo, Herman. Puedes tomar mi cuerpo siempre que quieras.” Por resentimiento y venganza, Herman le ordena a Freddy que la mate. Dos órdenes que obedece como todo un profesional que no quiere perder su reputación en el inframundo del hampa (“experto de grado A que nunca fallaba un encargo”). No obstante, en el parque Fairmount se suicida luego de matar a Pearl de un navajazo en el cuello. Un suicidio quizá también inverosímil, pero quizá no. 

Jim Thompson
(1906-1977)
  El cuarto cuento: “Para siempre jamás” (1960) es de Jim Thompson, pseudónimo de James Myers Thompson (1906-1977), con una errática y azarosa trayectoria, tanto en sus novelas, como en las adaptaciones al cine de éstas, entre las que se hallan: La huida (1972), dirigida por Sam Peckinpah y su homónimo remake de 1994 dirigido por Roger Donaldson; El asesino dentro de mí (1976), dirigida por Burt Kennedy y su homónimo remake de 2010 dirigido por Michael Winterbottom; Los timadores (1990), con la dirección de Stephen Frears; y Casta de malditos (1956) y Senderos de gloria (1957), ambas dirigidas por Stanley Kubrick, en cuyos guiones Jim Thompson participó. 

   En “Para siempre jamás”, Ardis Clinton, una ama de casa clasemediera, después de 15 años de soporífero matrimonio con Bill Clinton, un maquinista de unos 45 años al que desprecia y de quien recibe un trato áspero y machista y nada afectivo, ha planeado su asesinato, que además de librarla de él, le brindará “los veinte mil del seguro de vida”; dólares que piensa compartir con Tony, su joven amante y cómplice, quien es lavaplatos “en el Joe’s Diner, que quedaba justo al otro lado del callejón”. “Tendrás tu propio negocio”, le susurra en la oreja, “tu restaurante pequeño y elegante con eso que llaman zona íntima de barra. Y sólo tendrás que dirigirlo, te pasearás por ahí vestido con un buen traje...” Así que poco antes de las cinco de la tarde, cuando el marido aún no está en la casa, Tony arriba con un cuchillo oculto en la cintura, arma que usará para ultimarlo en el baño. 
Todo parece salir a pedir de boca. Bill Clinton llega de su trabajo con la fiambrera y Ardis lo recibe vestida con un sugerente baby doll. Bill Clinton repite las frases de siempre y va a la ducha. Allí, Tony lo acuchilla. Le asegura a ella que lo mató. Ardis llama a la policía denunciando el asesinato. Tony le da a Ardis un golpe en la cara, dizque para que parezca un robo; la deja inconsciente y se va. Cuando recupera el sentido, ve frente a ella a un doctor de bata blanca con un estetoscopio en el pescuezo y al teniente Powers, quien con su raciocinación e interrogatorio desmonta lo ocurrido. No obstante, la difusa vuelta de tuerca que cierra el cuento indica que todo ha sido un fantaseo de Ardis (quizá psicótico), atrapada sin salida en su gris y asfixiante rutina, pues Bill Clinton no está muerto, sino que regresa de su trabajo vivito y coleando y repitiendo las frases de siempre.
Patricia Highsmith
(1921-1995)
  El quinto cuento: “Lenta, lentamente al viento” (1976) es de Patricia Highsmith, nom de plume de Mary Patricia Plangman (1921-1995), quien en el ámbito del orbe del castellano es la estrella del elenco entre los diez escritores de narrativa negra reunidos en American Noir. Pues además de que buena parte de sus novelas, cuentos y ensayos están traducidos al español y sucesivamente circulando en el mercado, en la nota que precede al relato vagamente se comenta: “Hay más de veinte películas basadas en sus treinta libros (veintidós novelas y ocho colecciones de relatos), muchas de ellas rodadas en Francia.” Entre los filmes basados en sus libros descuella Extraños en un tren (1951), de Alfred Hitchcock, homónima adaptación de su primera novela, editada en 1950 (“escrita cuando aún no había cumplido los treinta”), y la primera adaptación fílmica de sus obras, que la sacó de las sombras gringas y la catapultó a nivel internacional. Vale destacar A pleno sol (1960), dirigida por René Clément, basada en su novela El talento de Mr. Ripley (1955), cuyo homónimo remake, de 1999, lo dirigió Anthony Minghella. Asimismo su novela El juego de Ripley (1974) tiene dos adaptaciones cinematográficas: El amigo americano (1977), dirigida por Win Wenders, y la homónima del libro, de 2002, dirigida por Liliana Cavani.

“Lenta, lentamente al viento” centralmente ocurre en Maine, más que nada en “un complejo agrícola de casi tres hectáreas llamado Coldstream Heights”, un rancho cercano a Bangor, recién adquirido por Edward Skipperton, un adinerado viejo de 52 años, asesor de empresas de profesión, cuyos médicos, tras un infarto, le recomendaron retirarse y dejar de beber y fumar. De carácter dominante y signado por fúricos arrebatos, está divorciado y tiene una hija de 19 años que estudia en un internado en Suiza (luego de “su colegio privado en Nueva York”). Su único empleado para las faenas es Andy Humbert, un lugareño que vive allí en una cabaña. Y su inmediata ambición es hacerse de un riachuelo contiguo a sus tierras “llamado Coldstream”, donde quiere “pescar de vez en cuando” y “poder presentarse como propietario de aquel paisaje y afirmar que tenía derechos ribereños”. Pero tal arroyo pertenece a Peter Frosby, un viejo con un solo hijo, que se llama como él, quien se niega a vendérselo, pese a la jugosa oferta, pues según le dice: “Los Frosby no venden sus tierras.” “Hemos tenido la misma propiedad durante casi trescientos años y el río siempre ha sido nuestro.”
El trato hosco, rudo y vengativo se traduce en la intolerancia de Skipperton cuando algún animal de los Frosby entra a su territorio, pues lo mata con su rifle, y el viejo Peter Frosby lo denuncia ante el juez. El asunto se complica cuando Margaret, su hija, arriba al rancho de vacaciones de verano y, sin que él pueda evitarlo, se hace amiga de Peter Junior. Obviamente Skipperton truena y le prohíbe tal vínculo. No obstante, la amistad sigue y llega el momento en que aprovechando la salida a un nocturno baile, Margaret se fuga con Peter Junior y desde Boston le envía una carta donde le dice que ella y su novio se aman y que se van a casar. Skipperton, agrio y furioso, no tarda en pergeñar el asesinato del viejo Peter Frosby y oculta el cadáver bajo las ropas del espantapájaros del sembradío. Lógicamente la policía y el entorno se alarman e interrogan ante la extraña desaparición del viejo Frosby e incluso hacia la medianoche del domingo en que ocurre la desaparición y el asesinato, Margaret lo llama por teléfono desde Boston. 
Patricia Highsmith
  Pese a la búsqueda policíaca: revisan la casa, las tierras y los dos rifles de Skipperton y anotan los calibres y los números de serie, no hallan el cuerpo del delito. Pasan los días y Andy Humbert, su empleado, le dice: “Sé lo que hay en el espantapájaros”. Y pese a que su patrón se lo ofrece, no acepta ningún pago por su silencio. Pero llega la noche de Halloween (hay “fiesta en Coldstream, en casa de los Frosby”) y una hielera de niños, con linternas o antorchas (“una oruga negra con una luz naranja en la cabeza y otras pocas luces repartidas por el cuerpo”), entran al rancho y se encaminan por el sembradío cantando hacia el espantapájaros. Skipperton, irritado y gritando desde su casa, oye que “Los críos cantaban alguna locura con voces agudas y sin la menor afinación. Era sólo como un cántico agudo” y le parece oír que en su cantinela vociferan: “Vamos a quemar el espantapájaros”. Entonces, ante el hecho de que los chiquillos han descubierto los restos mortuorios (los gritos y alaridos se lo indican), no soporta la inminencia del oprobio, colige que ha llegado su final, y por ende se mete en la boca el cañón de un rifle y se pega un explosivo morreo.    

James Ellroy
(Los Ángeles, 1948)
  El sexto cuento: “Desde que no te tengo” (1988) es del antólogo James Ellroy, pseudónimo de Lee Earle Ellroy (Los Ángeles, 1948). El título es una línea de Since I don´t have you (en YouTube se oye y se ve una versión de Guns and Roses), popular rola que The Skyliners lanzaron en 1958. Según la nota que precede al relato: “Ellroy es el escritor de novela criminal más influyente de Estados Unidos a fines del siglo XX; el estilo potente de su prosa, implacablemente oscuro, compuesto por frases sincopadas, cargadas de un argot específicamente americano que golpea cada frase, ha sido imitado en incontables ocasiones por jóvenes autores de historias duras.” Oralidad, tesitura y jerga que obviamente se pierden en la traducción al español. De las novelas que integran su “Cuarto de Los Ángeles”: La dalia negra (1987), El gran desierto (1988), L.A. Confidencial (1990) y Jazz blanco (1992), las más celebres son el par adaptado al cine con homónimos rótulos: La Dalia Negra (2006), dirigida por Brian de Palma, y L.A. Confidencial (1997), dirigida por Curtis Hanson; y por ende el lector, más allá del ámbito norteamericano y del inglés, reconoce los clisés, los gags y los nombres que pueblan su narrativa vertida al cine. La voz narrativa es la de Turner Meeks, alias Buzz, un viejo, otrora ex policía, que como tal sirvió —al unísono y haciendo todo tipo de trabajos sucios, duros, violentos y detectivescos—, a dos de los gángsteres más poderosos de Los Ángeles: Howard Hughes, magnate de la aviación y del cine, quien es el “cuarto hombre más rico de América”; y el judío Mickey Cohen, “gran señor de los chanchullos y pretendido capo de clubes nocturnos” de L.A. Ambos están obsesionados por la misma fémina: Gretchen Rae Shoftel, una rubia de 19 años de busto generoso, quien sostenía relaciones con los dos y que ha huido de ellos. Y por ende, paralelamente, cada gángster lo contrata para que la halle ipso facto. La búsqueda inicia y se remonta al “15 de enero de 1949”, cuando Buzz tenía 41 años y “los periódicos aventaban el segundo aniversario del caso del asesinato de la dalia negra: nadie lo había resuelto; todos seguían especulando.” Y aquí vale decir que en la nota también se dice que cuando el autor “tenía diez años, su madre murió asesinada; nunca se pudo detener al asesino. El caso tenía ciertas similitudes con el famoso asesinato de Elizabeth Short, conocida como ‘La dalia negra’, y ambos crímenes obsesionaron a Ellroy durante muchos años.” Y por ello “Escribió una versión inventada de la muerte de Betty Short”, la susodicha novela de 1987, “que entró en las listas de ventas de The New York Times, así como un relato de los quince meses que pasó buscando al asesino de su madre, Mis rincones oscuros (1996).”

       
Ficha policial de Elizabeth Short
(Santa Bárbara, septiembre 23 de 1943)
Apodo póstumo: La Dalia Negra
Hallada muerta a los 22 años el 15 de enero de 1947
en Leimert Park, Los Ángeles, California 
        Pero fuera de la citada alusión, en el cuento no se habla más de “la dalia negra”. Y las indagaciones detectivescas de Buzz, no exentas de referencias a la corrupción policíaca, política y sistémica, de cadáveres y enfrentamientos a golpes y balazos, lo llevan a localizar a Gretchen en medio del intríngulis delictivo donde se mueve con su facilidad para los cálculos matemáticos, quien no opta por ninguno de los dos gángsteres que la quieren, cada uno sólo para él, sino por Sid Weingerg, director de un filme de terror, en cuya fiesta de estreno se despejan los rumbos del par de anhelantes mafiosos y donde Buzz sirve de guarura para evitar que “los buscadores de autógrafos se vuelvan locos”. 

DVD de L.A. Confidential (1997)
  Además del nombre y del apelativo del ex policía Buzz y del capo Michael Cohen, quien también tiene entre sus pistoleros a Johnny Stompanato (“con su ricito de pavo ensalivado colgando por delante de la cara de guapo”) “encoñado con Lana Turner” (la auténtica), descuellan otros clisés. Por ejemplo, Howard Hughes —el magnate dueño de los estudios RKO Pictures, que alguna vez apareció “en el Romanoff, vendado como una momia, con Ava Gardner del brazo”, tras perder el control de uno de sus aviones— tiene un picadero encubierto en South Lucerne, que llama “la casa del cine”, donde se filman películas porno, que luego exhibe ante “los asesores de la defensa”, sus “colegas del Pentágono”, de los que luego se beneficiará fabricando aviones durante la guerra de Corea (1950-1953). Howard Hughes, además, atento de lo que se ventile de él (hush-hush, diría el clásico) en el Confidential (se “insinuaba que mis buscadores de talento sacan fotos en topless y que me gustan las mujeres con mucho pecho”, dice), fue cliente, con tales militares, en un burdel de Milwaukee, en Wisconsin, regentado por “un contable y antiguo pistolero de la banda de Jerry Katzenbach”, donde las prostitutas, si bien no han sido objeto de cirugías plásticas para convertirlas en réplicas exactas de las esculturales y elegantes diosas del cine, son “chochos menores de edad, disfrazadas de estrellas de Hollywood: novatas peinadas, maquilladas y vestidas para parecerse a Rita Hayworth, Ann Sheridan, Verónica Lake y otras por el estilo”, como Jean Arthur, que es la chicuela que le gustó al magnate. 

     
Joyce Carol Oates
(Lockport, Nueva York, 1938)
    El séptimo cuento: “Infiel” (1997) es de la prolífica narradora Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938). En consonancia con el título, muy pronto el lector colige un posible crimen de género, de violencia machista. La voz narrativa y evocativa es la de Bethany, nacida en 1951, quien a los 44 años, en 1995, aún se interroga por el intríngulis que operó y rodeó la brusca desaparición de Gretel Nissenbaum, de 27 años, casada con John Nissenbaum, de 41, con quien tenía dos niñas: Constance, de 8, y Cornelia, de 5, quien era la futura mamá de Bethany. 
    La desaparición de Gretel Nissenbaum ocurrió “el 11 de abril de 1923”. Y la última vez que las niñas Connie y Nelia vieron a su madre, aún en la cama (cuando ya debía estar levantada), lucía claros visos de haber recibido una golpiza (“Tenía el ojo derecho inflado y amoratado y se veían marcas rojas recientes en la frente”).
Los hechos ocurrieron en la solitaria y rústica granja de John Nissenbaum, ubicada en el valle de Chautauqua, a 15 kilómetros del río de Chautauqua y a 11 km del pueblo de Ransomville, donde supuestamente Gretel pudo tomar el tren hacia Chautauqua Falls, a “casi cien kilómetros al sur”, donde radicaban “los Hauser, su familia”.
John Nissenbaum, el abuelo de Bethany, murió “en 1972, en un asilo de Yewville”; y Cornelia, su madre, murió en 1981 creyendo que Gretel “Era basura”, “una infiel” que la abandonó cuando ella tenía 5 años y su hermana 8, y por ende nunca supo que Gretel Nissenbaum no huyó con un amante —cosa que piensan los ñoños pobladores de Ransomville—, pues “en abril de 1983” se hallaron sus restos durante un desbordamiento de “un arroyo que cruza las antiguas propiedades de los Nissenbaum”. Es decir, “quedó a la vista un esqueleto humano, virtualmente intacto pese a sus décadas de antigüedad”, que “Al parecer lo habían enterrado a menos de un kilómetro de la granja de los Nissenbaum”. 
       Además de que los objetos desenterrados indican que se trata de los restos de Gretel, los forenses del condado de Chautauqua dictaminaron “que el esqueleto pertenecía a una mujer, aparentemente muerta por haber recibido abundantes golpes en la cabeza (con un martillo, o con el lado romo de un hacha) que le habían partido el cráneo como un melón”.
Joyce Carol Oates
  Vale subrayar que si la develación del crimen es la sorpresiva y visual vuelta de tuerca que cierra el relato, el mello de la narración implica los sinsabores, pestilencias y avatares que signaron la dura y afanosa infancia y adultez de Constance y Cornelia, particularmente de ésta; el trazo de la cerrada y hosca personalidad del abuelo John Nissenbaum; y el conjunto de atavismos, costumbres e idiosincrasia de los romos pobladores de Ransomville, presididos por un prejuicioso y condenatorio reverendo de la Primera Iglesia Luterana, cuya esposa, más alta que él, dicta la catequesis al par de humildes “niñas de granja” supuestamente abandonadas por su casquivana madre. 

Lawrence Block
(Búfalo, Nueva York, 1938)
  El octavo cuento: “Como un hueso en la garganta” (1998) es del no menos prolífico y versátil escritor Lawrence Block (Buffalo, Nueva York, 1938). Desde la primera página el lector advierte que también se trata un asesinato de género, de violencia machista, pero con secuestro, violación, tortura, y mucha rudeza, saña y envilecimiento. William Charles Croydon, el guapo asesino, tiene 30 años y está siendo procesado. Karen Dandridge, la víctima, era una universitaria de 20 años y Paul, de 27, su único familiar y su único hermano, está entre los asistentes al juicio, cuyo jurado refrenda por unanimidad la acusación de “asesinato en primer grado” que hace el fiscal y por ende el asesino es sentenciado a “muerte por inyección letal”.

Croydon es trasladado a una cómoda celda del corredor de la muerte, donde pide y le proporcionan una máquina de escribir. El decurso del relato denota, mientras su defensa apela la permutación a cadena perpetua (con vías a obtener la libertad condicional), el cinismo y la intrínseca psicopatía del feminicida, que aunada a la maniática correspondencia que sostiene con varias fanáticas (les pide, para saciar sus fantasías y su onanismo, que le narren anécdotas lascivas de ellas y que le envíen fotos suyas con poses cachondas), tiene en su oculto haber el ataque, la violación y el asesinato de otras dos jóvenes, impunes feminicidios de los que nadie supo nada. En un momento de su lúcida hipocresía y de su hobby de tecleador impenitente, decide escribirle una carta a Paul Dandridge, donde le narra los sádicos y misóginos pormenores que precedieron y rodearon la violación y el asesinato de Karen. Pero tal carta no la envía, sino que decide guardarla y escribirle otra donde le miente y con la que inicia una correspondencia amistosa en la que Paul Dandridge poco a poco, para sorpresa y desconcierto del lector, se hace amigo del asesino de su hermana y definitivamente lo perdona cuando ya han transcurrido 15 años del asesinato (es decir, Croydon tiene ahora 45 años y Paul 42).
Es entonces cuando se avecina un tribunal de apelación y Paul Dandridge, a favor del preso, organiza y financia tres testimonios: el de un siquiatra, el de la maestra de cuarto curso de Croydon y el suyo, que es el más trascendente e incide en la decisión del gobernador para conmutar la pena de muerte por cadena perpetua. El dieciseisavo día de su muda a “una celda con los presos comunes”, tres gandayas lo violan y al día siguiente pide su “traslado al bloque B”, donde pasa encerrado 23 horas al día y continúa su correspondencia con Paul Dandridge, quien le envía libros de filosofía (Kierkegaard, Martin Buber) que lo inducen a llamarse a sí mismo “el Filósofo de la Cárcel” y con los que junto a su soledad y a su correspondencia con Paul, según le reporta a éste, logra construirse “una vida interior, una vida del espíritu, superior a cuanto tuve en mi vida como hombre libre...”
El caso es que William Charles Croydon se pregunta si Paul Dandridge “¿Se lo estaba tragando?” Y parece que sí, pues Paul no ceja por ganar la libertad condicional del asesino de su única hermana. Y cuando por fin lo logra y lo va a recoger en su coche a la salida de la prisión, ahí mismo en el vehículo le invita un trago de “Johnnie Walker, etiqueta negra”, que ha llevado consigo. Pero el whisky tiene algo que duerme a Croydon y cuando se despierta está atado a una silla en una cabaña en medio del bosque, semejante a la solitaria y rústica cabaña donde él, durante tres interminables días, secuestró, ató, torturó, violó y finalmente mató a Karen Dandridge. “La tumba ya está excavada” —le dice Paul— “Me ocupé de eso antes de ir a recogerte a la cárcel.” Pero Croydon, que en el fondo tampoco ha dejado ser el mismo, tiene tiempo de recitarle las cínicas y sádicas minucias de la primera carta que otrora le escribió y no le envió.
Dennis Lehane
(Dorchester, Boston, Massachusetts, 1965)
  El noveno cuento: “Quedarse sin perros” (1999) es de Dennis Lehane (Dorchester, Boston, Massachusetts, 1965). Entre sus obras descuellan tres novelas que han sido adaptadas al cine con homónimos títulos: Mystic River (2001), su primer best seller, cuya adaptación, de 2003, dirigió Clint Eastwood, tuvo crítica favorable y “fue nominada a 6 premios Oscar de los cuales obtuvo dos: al mejor actor (Sean Penn) y al mejor actor secundario (Tim Robbins)”; Gone Baby Gone (1998) —en Latinoamérica: Desapareció una noche—, cuya adaptación, de 2007, es la primera película dirigida por el actor Ben Affleck; y Shutter Island (2003), cuya adaptación, de 2009, dirigió Martin Scorsese.

“Quedarse sin perros” se desarrolla en Edén, un pueblo mal avenido de Carolina del Sur, en cuyo entorno oscilan ex combatientes en Vietnam y jaurías de perros salvajes y por ello el Gran Bobby Vargas, el alcalde —por instancia del gobernador y de los inversores que han proyectado la edificación del “Edén Falls, un gran parque en plan carnaval, con montañas rusas y toboganes de agua y cosas así”— busca tiradores que los eliminen. Elgin Bern, ex combatiente en Vietnam y albañil en las obras del Edén Falls, sería un cazador ideal. Pero éste no se interesa por el trabajo y en cambio, Blue, su amigo y coterráneo desde la infancia y un friki y marginado en el pueblo (se da por supuesto que “Nunca ha estado bien de la cabeza”), sí acepta y desempeña el oficio que parece perfecto para él (pues desde chico se entrenó torturando y matando insectos y animales) y que aspira proseguir en Australia con su rifle que luce una nueva y potente mira telescópica y un sistema de amplificación de luz para operaciones nocturnas. Elgin Bern tiene por novia a Shelley Briggs, que es recepcionista en Auto Emporium, negocio del ricachón Perkin Lut. Y al unísono tiene encuentros subrepticios con Jewel Lut, la esposa de éste, pero con mayor jocosidad e ímpetu sexual que con Shelley Briggs. Jewel, además, también es contemporánea de Elgin y Blue, puesto que los tres se criaron en el pobretón “parque de caravanas”. Y para Blue, que es de baja estatura, feo y flacucho y que nunca ha tenido una novia, Jewel es la mujer de sus sueños. Así que luego de la violenta y vergonzosa escena pública en la que Perkin Lut golpea a Jewel en el Chuck’s Diner (se oyó “un follón de vasos y platos caídos” y “Jewel estaba ya en el suelo, con los codos rodeados de añicos de cristal y de porcelana”), Blue, tras amenazar a Perkin, se siente flotando y realizado cuando Jewel, “con un buen cardenal marrón debajo del ojo”, se refugia un par de días en su caravana, que es una sucia y estrecha pocilga que hiede a podredumbre y a perro muerto. Jewel, como lo previó Elgin, regresa a la seguridad y comodidad que le brindan los dólares de Perkin Lut. Pero días después aparece asesinada en las obras en ciernes del Edén Falls: “Encontraron su cuerpo colgado del andamio que habían levantado junto al esqueleto de las montañas rusas. Estaba desnuda, colgada boca abajo de una cuerda atada a sus tobillos. El cuello tenía un corte tan profundo que el forense dijo que era un milagro que la cabeza todavía estuviera engancha al cuerpo cuando lo encontraron. El ayudante del forense, un tipo llamado Chris Gleason, cuanto se tomaba unas copas explicaba que en el coche fúnebre se les había caído la cabeza cuando bajaban por la calle mayor hacia la morgue. Decía que había oído un grito.” 
Dennis Lehane
  Por el crimen, Perkin Lut fue detenido, recluido y liberado (“el tribunal decidió no acusarlo”), pues la vox populi supone que “que quien había matado a Jewel era Blue”. Y a éste, el mismo día que hallaron el cadáver de Jewel, Elgin lo mató de un disparo con el rifle que le quitó de las manos, pese a que desde niños lo protegió y defendió. Elgin fue encarcelado; pero sólo por un tiempo, “gracias a su historial de guerra y a las circunstancia de quién era Blue, pero la cárcel es la cárcel.” Y cuando Elgin Bern salió, Shelley Briggs, su novia con la que iba a casarse e irse a Florida o a Georgia, “se había ido, se había mudado al norte nada menos que con Perkin Lut”. 

Por otra parte, antes de que Elgin Bern desapareciera para siempre de allí y nunca nadie supiera más de él, las obras del futuro parque de diversiones quedaron truncas. Pero “El esqueleto de Edén Falls sigue asentado en la media hectárea de tierra que queda justo al este de Brimmer’s Point, cubierto de un óxido grueso como la carne. Hay quien dice que fue por el nivel de yodo que el inspector de medio ambiente encontró en el agua subterránea lo que ahuyentó a los inversores iniciales. Otros, que fue el hundimiento de la economía estatal, o el fracaso del gobernador en las elecciones. Algunos dicen que Edén Falls era un nombre sencillamente estúpido, demasiado bíblico. Y luego, claro, había muchos que afirmaban que lo que ahuyentó a todos los trabajadores fue el fantasma de Jewel Lut.” 
Elmore Leonard
(1925-2013)
  El décimo y último cuento de American Noir: “Cuando las mujeres salen a bailar” (2002) es de Elmore Leonard, nom de plume de Elmore John Leonard, Jr. (1925-2013). De su obra adaptada al cine se pueden citar las películas: Un hombre (1967), dirigida por Martin Ritt y protagonizada por Paul Newman, Fredic March y Richard Bonne; 52-Pickup (1986), dirigida por John Frankenheimer, con guión de Elmore Leonard y John Steppling, y protagonizada por Roy Scheider y Ann-Margret; El cazador de gatos (1989), dirigida por Abel Ferrara, con guión de Elmore Leonard y James Borelli, y protagonizada por Peter Weller y Kelly MacGillis; y Get Shorty (1995), o Cómo conquistar Hollywood, dirigida por Barry Sonnenfeld, y protagonizada por John Travolta, Gene Hackman, Rene Russo y Danny DeVito. 

“Cuando las mujeres salen a bailar” ocurre en South Florida, donde Lourdes, una colombiana de 35 años, por recomendación de Viviana (también colombiana) llega a trabajar a una mansión de “Ocean Drive, a pocas manzanas de la de Donald Trump” (el folclórico, petulante y nefasto candidato republicano que ganó el retrete de la Casa Blanca, célebre no sólo porque odia y discrimina a los inmigrantes mexicanos). Su empleadora es la “señora Mahmood, esposa del doctor Wasim Mahmood”, un adinerado y lujurioso cirujano plástico, pakistaní y musulmán de nacimiento, a quien le gusta bañarse desnudo en la alberca y andar en pelotas por la casa, luciendo su “extraño pene negro” en medio de las asustadizas criadas filipinas. Su empleadora, una gringa con “el cabello rojo corto” que no aparenta “más de treinta”, la quiere de asistente personal; le ofrece un trato ligero (le pide que la llame Ginger) y no tarda en confesarle que fue stripper y que así, contoneándose por dinero, conoció a su marido el doctor Wasim Mahmood: “me sacaba más bailándoles encima a los tíos, o participando en fiestas privadas [...] y entonces tenía veintisiete años, ya era más vieja que todas las demás. Woz [el doctor Mahmood] llegaba con sus colegas, todos de traje y corbata, tan empeñados en no parecer del tercer mundo. La primera vez agitó un billete de cincuenta en el aire para llamarme y yo le dediqué un poco de strip hop tribal de bien cerquita. Le dije: ‘Doctor, si te vuelves a poner los ojos en sus cuencas me verás mejor.’ Le encaba que le hablara así. Más o menos a la cuarta visita le hice lo que se conoce como la paja del millón de dólares y me convertí en la señora Mahmood.”
    Sin embargo, ahora desprecia al doctor Mahmood y la tiene hasta la coronilla, pues, según le dice a Lourdes, tiene una amante y es un donjuán que se va por allí “Con ella o con otra”; además de que teme que le eche ácido en la cara, como hacen con las mujeres en Pakistán, dice, o que la asesine en “en una pira funeraria”; muerte semejante a la de su primera esposa, quien al parecer murió en Rawalpindi al prenderse “fuego por accidente en los fogones”. 
La señora Mahmood sabe que Viviana y Lourdes fueron “novias por correspondencia” y se muestra muy interesada en los detalles de su casorio con el señor Zimmer, un conductor de una hormigonera que trabajaba “para un contratista en obras de pavimentación hasta su muerte, dos años después de su matrimonio”, cuando Lourdes ya tenía el permiso de residencia y estaba harta de las palizas que le daba su marido, que era un gringo fuerte, pese a sus 58 años; pues, según le dice a su patrona, “bebía demasiado” y la golpeaba “Si no tenía cuidado con lo que decía”.
La señora Mahmood quiere saber sobre el asesinato del señor Zimmer, del que le habló Viviana. Así que Lourdes le dice: “Despareció unos cuantos días, hasta que encontraron su hormigonera cerca de Hialeah, junto a un montón de cemento. No había ninguna razón para que estuviera allí, porque no tenía ningún encargo para entregar por esa zona. Así que la policía hizo reventar el cemento y dentro encontró al señor Zimmer.”
El caso es que en las más o menos íntimas charlas, la señora Mahmood le dice a su asistente: “El mayor error de mi vida ha sido casarme con un tipo de otra cultura, con una toalla en la cabeza.” Y en medio de la cháchara, Lourdes le apostrofa: “No quiere seguir con él”, “pero quiere vivir en esta casa”. Y más aún, porque deduce que la ex stripper sabe o intuye el meollo del asesinato del señor Zimmer, le brinda una ayudita preguntándole: “¿Cómo se sentiría si a su marido le cayera encima una carga de cemento fresco encima?” “¿Cuánto cuesta hoy día una carga de cemento fresco?”, le pregunta la señora Mahmood. “Treinta mil”, le contesta Lourdes ipso facto. No obstante, el acuerdo queda en “casi veinte mil en efectivo hoy, ahora mismo”. 
Elmore Leonard
  La misma noche del acuerdo, el doctor Wasim Mahmood no regresa a la mansión de Ocean Drive. “Ni la noche siguiente. A la siguiente mañana, llegaron dos agentes de la oficina del sheriff del condado de Palm Beach” y le dieron la noticia a la señora Mahmood. Noticia que Lourdes lee “en el periódico, según la cual el doctor Wasim Mahmood, prominente etcétera, etc., había sufrido heridas de bala en el transcurso de lo que parecía un asalto para robarle el coche en la calle Flagler, cerca del parque Currie, y había ingresado cadáver en el Good Samaritan. El mercedes había aparecido abandonado en la calle, en Delray Beach.”

Y “tras una salida informal con sus viejas amigas para tomar unas copas”, la viuda Mahmood, al regresar a la intimidad de su casa en Ocean Drive, ve que “En la encimera había ron y cócteles, limas, un cuenco lleno de cubitos de hielo.” Y que “Del patio llegaba un ritmo latino [una cumbia]. Siguió aquel sonido para acercarse a un círculo de velas encendidas, donde vio a Lourdes con un bañador verde [que es suyo y no de su asistente], moviéndose al ritmo de la música con los brazos en alto, batiendo las caderas con sutileza.” “Sentados a la mesa había dos tipos fumando que no hicieron ademán de levantarse al ver a la señora Mahmood.” Se trata de los colombianos, del par de sicarios, que están allí para cobrarse el plus. “Es una fiesta para ti, Ginger” —le dice Lourdes, usando el nom de guerre con que la llaman sus amigas— “Los colombianos han venido a verte bailar.”
Enrique de Hériz
(Barcelona, 1964)



Otto Penzler y James Ellroy, American Noir. Traducción al español de Enrique de Hériz. Colección Navona Negra núm. 16, Navona Editorial. 2ª edición. Barcelona, diciembre de 2014. 340 pp.


*********


miércoles, 1 de septiembre de 2021

Lotería fotográfica mexicana

 

Quisiera ser zapatito

 

La norteamericana Jill Hartley (Los Ángeles, California, 1950) es una fotógrafa con estudios de pintura y cine etnográfico. Coeditada en México, en octubre de 1995, por Petra Ediciones y la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA (el extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), su serie de imágenes en blanco y negro: Lotería fotográfica mexicana fue reproducida en los pequeños formatos de una “lotería de estampas fotográficas”; es decir, se trata de una variante del popular y consabido juego de lotería. 

       

(Petra Ediciones/CONACULTA, 1995)

           O sea: de un estuche homónimo que resguarda un conjunto de cartones numerados del 1 al 10, cada uno de los cuales presenta 16 fotos con su correspondiente número y título; más una serie de barajas numeradas del 1 al 54 que reproducen su respectiva fotografía, número y rótulo. Pero también, en la parte posterior de cada una de las barajas figuran las coplas populares que deben ser recitadas (o cantadas) cada vez que “el gritón” o “cantador de la suerte” las extraiga del azar. 

         

Foto: Jill Hartley

         Por ejemplo, al surgir “El tacón”, en cuyo cerrado encuadre se aprecia el sensual paso de unos tacones con unas femeninas piernas de falda corta, debe recitar con inextricable cachondería: “Quisiera ser zapatito/ de tu diminuto pie,/ para ver de cuando en cuando/ lo que el zapatito ve.” 

       

Foto: Jill Hartley

        Si sale “La bicicleta”
en cuya imagen un hombre en bicicleta se mira con una mujer que lleva la bolsa del mandado y que al unísono es una vista pueblerina con una calle empedrada, un muro roído, las torres de una iglesia, y cerros y nubes en el cielo, debe decir: “Cuando andes en bicicleta/ dale duro a los pedales,/ y acuérdate de tu amiga/ que le gustan los tamales.”

     

(Petra Ediciones/CONACULTA, 1995)

         
Pero también el estuche incluye un librito con el mismo rótulo: Lotería fotográfica mexicana, el cual empieza con dos prólogos: “Estampas de la fortuna” de Alfonso Morales (entonces director de la revista de foto Luna Córnea) y “Los dones del azar” de Alain-Paul Mallard. Y puesto que se trata de una lotería “Cantada con refranes y coplas de la lírica popular”, la tercera parte del librito
que es el epicentro se denomina “Fotografía y lírica popular”. Allí aparecen dos series alternas: los versos (titulados con el nombre de la correspondiente foto) que debe recitar “el gritón” o “cantador de la suerte”, y el conjunto de imágenes que Jill Hartley concibió, ex profeso, para las barajas y cartones. Por ejemplo, en la página 142 figura la copla de “La escoba”, que en realidad son los versos de una célebre y anónima adivinanza del dominio público: “Teque teteque/ por los rincones,/ tú de puntitas,/ yo de talones.” Y en la página siguiente se aprecia su correspondiente fotografía: en un astroso rincón de un antiguo edificio de pueblo, descansan un par de escobas de palo y ramas secas sujetas con mecate.

           

Foto: Jill Hartley

          Sin embargo, si los versos de las 54 barajas son los mismos que los del librito, algunas fotos de éste son distintas de las que se aprecian en los cartones y en las cartas, pese a que se titulan igual. Son los casos de “La calabaza”, “La flecha”, “El perro”, “El torito”, “La jaula”, “El violín”, “El guajolote”, “La mano” y “La esquina”. Tal discrepancia da visos de la infinita gama que implica variar o trastocar los tradicionales dogmas y principios iconográficos del popular juego de lotería. Pero como dato curioso
(nada menos que: ¡el fríjol en la sopa de letras y fotos!), hay, entre los versos e imágenes del librito, una lacrimosa cuarteta y una foto que no aparecen ni en las barajas ni en los cartones. Se trata de “El mar” (páginas 150 y 151), cuyos veros rezan: “Yo fui a pedirle a las olas/ lágrimas para llorar,/ y me regresé sin nada:/ se había secado el mar.” Cuya diminuta foto es una vista marítima con la central silueta oscura de un melancólico hombre al filo de las tenues olas. (Se infiere que los detalles estéticos de la imagen sólo es posible apreciarlos en un gran formato con alta resolución.)

       

Foto: Jill Hartley

           
Luego del capítulo “Fotografía y lírica popular”, aparecen unas breves “Instrucciones” para jugar a la lotería, donde se refiere el hecho, junto a seis representaciones gráficas, de que “Se puede jugar la lotería a tabla completa, línea horizontal, línea vertical, línea diagonal, cuadro cerrado y cuadro abierto, según el gusto de los jugadores. En todas las rifas el ganador se da a conocer con el grito ‘¡looootería!’, momento en el que el juego se da por terminado y puede volver a comenzar: otra vez la baraja a revolverse, de nuevo los cartones limpios, un nuevo gritón en el azar de las mismas estampas.”

        


          En el librito no se reseña cómo a Jill Hartley se le ocurrió hacer la presente lotería (si es que a ella se le ocurrió) tomando imágenes en diferentes rincones y latitudes del territorio mexicano, ni cuándo ni dónde ni cómo desarrolló la serie. Así, se puede suponer que primero concibió las fotos y luego se buscaron y seleccionaron sus respectivas coplas. Esto es así porque en la antepenúltima página del librito se acredita a quienes hicieron la “Investigación y recopilación” de los versos: Elsa Fujigaki, Francisco Hinojosa y Alfonso Morales. En este rubro, pese a posibles discrepancias, se puede decir que no cantaron mal las rancheras de barrio o de pueblo, pues además de la “Bibliografía”, acreditan los sitios donde tomaron las viñetas y dibujos que figuran como ilustraciones, y los repositorios a los que acudieron: Archivo General de la Nación y Biblioteca y Hemeroteca de la UNAM.

       

Foto: Jill Hartley


        
En el librito tampoco se dice nada sobre la formación y el itinerario de la artista visual. Sólo una baraja, titulada “La fotógrafa” y aderezada ex profeso, contiene algunos datos:  

   “En Los Ángeles, California, nació Jill Hartley en 1950. Luego de estudiar pintura y cine etnográfico, en 1975 sus ojos descubrieron otra lente para mirar el mundo: con su cámara fotográfica empieza a capturar los rostros múltiples de las ciudades y las gentes, recorriendo con su pincel de luz los trazos que iluminan el asombro de un viajero.

“Después de varios años, Nueva York conoce las imágenes de la exploradora Jill Hartley, aunque en poco tiempo París se convirtió en un buen lugar para establecerse. Y desde esta ciudad, y desde entonces, sigue compartiendo su mirada a través de libros, revistas y exposiciones internacionales.

“Ahora nos convida esta muestra de fortuna juguetona y de verídico infortunio, estampas barajadas en la memoria del viajero: la apuesta de su juego la tiene el jugador entre sus manos.”

   

Fotos: Jill Hartley


          Para su Lotería fotográfica mexicana, Jill Hartley no hizo foto etnográfica ni documentalismo alguno. Pero es obvio que sus encuadres e imágenes directas devienen y se engranan a los cánones e iconografía de la vieja tradición fotográfica mexicana que, desde el siglo XIX, han conformado y conforman los extranjeros fotógrafos
y no pocos nacionales con algo de exploradores (y a veces de antropólogos, etnólogos y arqueólogos), en cuyos viajes y recorridos por distintos y remotos puntos del país, trazan un diálogo directo con su gente, con sus tradiciones, su paisaje, sus vestigios prehispánicos, su arte y artesanías, sus festividades, sus vestimentas, sus usos y costumbres, que son parte inequívoca de los rasgos de la tipificada “identidad nacional”, del colorido y folclor del “ser mexicano”. Así, pese a lo reiterativo, cuando no se trata de denuncia o documento gráfico, miles de tales imágenes, con diferentes dosis de mitificación o mistificación, derivan en distintas y parecidas versiones de la trillada (pero siempre recurrente para el cristalino ojo de cíclope) “estética de la pobreza” del indio o del mestizo de pueblo.

          “También el arte fotográfico es un juego de azar”, es cierto, pero en su exploración de lo mexicano rural que es la perspectiva que predomina Jill Hartley lo hizo pensando en “los candorosos cartones de la lotería”. Buscó y encontró objetivos más o menos al azar. De ahí que trazara fronteras en su campo de visión, que discriminara y ordenara, lo cual es muy obvio, pese al hecho contundente de que la calidad de las diminutas reproducciones del librito y de los cartones es menos afortunada que la calidad de las impresiones que se observa en las cartas. En los mejores casos, halló detalles con poético magnetismo que enfatizó con la luz y el encuadre, como son los casos de “La pera”, “La hora” y “La mano”.

          

Foto: Jill Hartley


         Pero también realizó fotos que obedecen a imágenes arquetípicas que fermentan y palpitan en la psique colectiva y en el imaginario popular de los mexicanos, mismas que muchos fotógrafos y otros creadores de imágenes (pintores, grabadores y demás fauna) han recreado y parafraseado mil y un veces. Por ejemplo, “La mujer”: una vista aérea del volcán Iztaccíhuatl (La mujer dormida); “La Virgen”: un típico guadalupano (quizá del 12 de diciembre) con la imagen de bulto amarrada a la espalda; “El águila”: la mítica ave que devora una serpiente en la bandera mexicana; “La beata”: dos enlutadas con la cabeza cubierta (que podrían figurar en una página de Agustín Yáñez o de Juan Rulfo), una de ellas es parte de quienes cargan el Santo en una procesión pueblerina; “La estrella”: una piñatota a imagen y semejanza de las piñatas que los niños y niñas quiebran en las posadas y en los cumpleaños; “El maguey”... Y como ésta, hay otras que con sólo nombrarlas surgen en la mente de quienes hacen o están familiarizados con las tradiciones y el folclor de México: “El pulque”, “La tortilla”, “El jarrito”, “El sombrero”, “La olla”, “El danzante”, “El guajolote”, “El torito”, “El perro”. Vale observar que el perro que se ve en el librito —no en las barjas ni en los cartones— al parecer tiene una pizca de xoloizcuintle, el can “mexicano” por antonomasia, dado su origen prehispánico.

     

Foto: Jill Hartley


         
Y si la foto no reproduce el consabido icono que nombra el título, Jill Hartley jugó y parafraseó al unísono con otra imagen arquetípica: “La muerte”, cuyo esqueleto es el objetivo de un juego de tiro al blanco de una pueblerina feria; “El tigre”, un enmascarado de una tradicional fiesta en alguna ranchería de interior del país.

 

Foto: Jill Hartley


Jill Hartley, Lotería fotográfica mexicana. Estuche que guarda un juego de lotería con estampas fotográficas en blanco y negro de Jill Hartley (10 cartones y 54 barajas). Más un librito homónimo con textos introductorios de Alfonso Morales y Alain-Paul Mallard, fotos en blanco y negro de Jill Hartley, y refranes y coplas de la lírica popular antologados por Elsa Fujigaki, Francisco Hinojosa y Alfonso Morales. Petra Ediciones/DGP del CONACULTA. México, octubre de 1995. 176 pp.