domingo, 22 de mayo de 2022

Noticias del gran mundo

Un balneario de aguas medicinales

 

I de VII

En 2016 la prolífica narradora y poeta norteamericana Paulette Jiles publicó en Estados Unidos su novela News of the World a través de la editorial William Morrow and Company; sonoro best seller, traducido a otros idiomas, que dio pie a la homónima versión cinematográfica basada en el libro, estrenada en 2020 con la dirección de Paul Greengrass y la presencia estelar del celebérrimo actor Tom Hanks en la caracterización del capitán Jefferson Kyle Kidd. Wéstern visible en Netflix, la popular plataforma en streaming (plagada de churros de baja estofa y con poco cine de arte), donde se puede ver y oír con subtítulos en español bajo el rótulo Noticas del gran mundo. Esto explica, por obvias razones de mercadotecnia, que la Editorial Almuzara, que en febrero de 2021 publicó (con algunas erratas) la traducción al español de Ignacio Alonso Blanco, haya optado por ese rótulo en lugar de la traducción literal: Noticias del mundo; y que en la misma portada (con diseño de Ana Cabello) lo reafirme con un eslogan que va directo al grano de a libra: “La novela que inspiró la película protagonizada por Tom Hanks”. 

       

(Almuzara, 2021)

        Y que lo reitere en el fragmento que en la segunda de forros cierra el bosquejo biográfico de la autora: “Jiles vive en un pequeño rancho en San Antonio, Texas (junto a la fortaleza de El Álamo). Su novela Noticias del gran mundo fue finalista en el National Book Award y vendió cuatrocientos mil ejemplares tan solo en los Estados Unidos, para después ser traducida a numerosas lenguas y adaptada al cine en la película protagonizada por Tom Hanks.” Y haciendo efemérides, y literatura, Almuzara rotula en el colofón ese título cinéfilo: “La impresión de Noticias del gran mundo concluyó el 1 de febrero de 2021. Tal día del año 1861, en el marco de la guerra civil estadounidense, el estado de Texas abandona los Estados Unidos de América para incorporarse a los desaparecidos Estados Confederados de América.”

           

(William Morrow, 2016)

          Y si bien en la página legal del libro editado en España por Almuzara se lee: “Título original: News of the World”, algo que chirria o extraña es la ausencia del copyright de la primera edición norteamericana, dato que por lo regular las editoriales suelen acreditar. A esto se agrega que allí se anuncia ubicado en la “Colección Novela Histórica”; pues si bien a lo largo de las páginas se transluce la minuciosa documentación histórica que hizo Paulette Jiles para urdir numerosos detalles (elípticos y resumidos) y la trama de su obra, de ninguna manera es una “Novela Histórica”.

 II de VII

Con algunas notas al pie de página del traductor, la novela Noticias del gran mundo se desarrolla en 22 capítulos numerados con palabras. Y sólo el primero tiene un título: “Uno. Wichita Falls, Texas, invierno de 1870”. Esto es así porque el capitán Jefferson Kyle Kidd, que es un viejo itinerante de 71 años que desde 1866 se gana la vida leyendo noticias en poblaciones del norte de Texas, llegó de Bowie “a Wichita Falls el día 26 de febrero” de ese año y casi enseguida se puso a clavar con chinchetas los carteles con que anuncia su inminente lectura, cuya entrada se paga en una lata metálica con monedas de diez centavos de dólar por cabeza. Y durante la lectura vio entre sus escuchas a un rubio que lo observaba sentado junto a dos indios de la tribu caddo. Pero lo más trascendente para él es que Britt Johnson, conocido del capitán, le hace señas para hablar con él después del término.

Paulette Jiles

        
Britt Johnson es un negro liberto, que labora de transportista con un par de carretas tiradas por poderosos caballos, junto con su hijo (quien en 1864, aún menor y con un hermano y su madre, fue cautivo de los indios kiowas durante un año), más dos estibadores: Paint Crawford y Dennis Cureton, también negros libertos. El capitán Kidd supone que Britt Johnson quiere hablar de la noticia que leyó sobre “La decimoquinta enmienda”, “ratificada el 3 de febrero de este año, 1870, que [dizque] concede el sufragio a todos los hombres cualificados para acudir a las urnas, sin distinción de raza, color o previa situación de servidumbre”. Pero en lugar de esto, Britt Johnson, en medio de la tupida e incesante lluvia, y a la entrada de la caballeriza, le muestra a una niña blanca, ojiazul y rubia, ataviada de india kiowa, que trae en la carreta desde Fort Sill, en territorio piel roja al otro lado del río Rojo, donde se la entregó Samuel Hammond, el agente indio, quien, según pudo averiguar, “se trata de Johanna Leonberger, raptada hace cuatro años, cuando tenía seis, cerca de Castroville. Allá abajo, por la zona de San Antonio.” Según le informa Britt al capitán, sus padres y su hermana menor fueron asesinados por indios kiowas durante un asalto. Pero ahora “los kiowas no la quieren”, dice. “Por fin se han dado cuenta de que lo único que consiguen teniendo cautivos blancos es que los muchachos de la caballería los vapuleen. El agente indio los amenazó con quitarles sus raciones y enviar al 9° y 12° tras ellos. Fue entonces cuanto la trajeron [a Fort Sill] y la entregaron a cambio de quince mantas de la bahía de Hudson, de esas que tienen cuatro rayas, y una vajilla de plata. En realidad, alpaca. La utilizan para hacer pulseras. La entregó la banda del Cuervo Silencioso.” Y además, le dice: “El agente tenía un papel de sus parientes, Wilhelm y Anna Leonberger; sus tíos. Y me dio una moneda de oro de cincuenta dólares por devolverla a Castroville. La familia se la había enviado a través de un comandante de San Antonio destinado al norte. Tenía que entregarla a alguien como pago por devolverla a casa. Le dije que yo la sacaría del territorio indio y que la llevaría al otro lado del río Rojo. No fue fácil. Casi nos ahogamos. Eso fue ayer.”

            Pero el meollo de ese diálogo es que Britt Johnson no puede completar el encargo porque él y sus colaboradores son negros; es decir, sería un mortal peligro transportar por esa zona y hasta el entorno de Castroville a una niña blanca. Y el capitán Kidd asume la encomienda no por un afán filantrópico ni monetario, sino por la abulia que lo abruma hasta los huesos, el cogote y el cráneo: “Su vida le parecía adusta, amarga y, en cierto modo, malograda; hacía poco que ese pensamiento había comenzado a rondar por su cabeza. Una lenta monotonía había penetrado en él como el gas del alumbrado y no sabía qué hacer al respecto, aparte de buscar soledad y silencio. Últimamente siempre se sentía impaciente por concluir sus lecturas.”

  Intríngulis y leitmotiv que compagina y se embona con la íntima y personal añoranza de que sus hijas, residentes en Georgia, regresen a Texas, recuperen la tierra de sus ancestros españoles (se remonta a 1733) contigua a la misión de Nuestra Señora de la Purísima Concepción de Acuña, y además ocupen la vetusta casona de los Betancur en el epicentro de San Antonio: “la gran Casa de la Dueña”, aún en pie y en la que residen “los descendientes de la familia Betancur”, “envejecidos como momias y quejándose por no poder conseguir pan blanco y tener que comer tortas”.

 

Fotograma de Noticias del gran mundo (2020)

           Vale resumir, entonces, que el capitán Kidd, nacido el 15 de marzo de 1798 “en Ball Ground, en las colinas de la cordillera Azul, Georgia”, luego de “concluir su periodo de aprendizaje como impresor en Macon”, instaló “su prensa en la plaza de las Islas”, en San Antonio, “también conocida como Main Plaza, en la planta baja de un moderno edifico de obra nueva perteneciente a un abogado llamado Branholme”. En su tarea de impresor se hallaba (incluso “Estudió español para así poder imprimir cualquier circular o periódico que fuese necesario”) cuando vio por primera vez, corriendo tras el lechero, a quien sería su joven y bella esposa: María Luisa Betancur y Real, miembro de una familia española de rancio abolengo, quien falleció en 1865, un año antes de que el capitán Kidd se viera obligado a emigrar al norte de Texas y a convertirse en un ambulante y azaroso lector de noticias expurgadas de diversos periódicos y de la información que a través del telégrafo divulga la Asociación de la Prensa. Es decir, durante la Guerra de Secesión que entre 1861 y 1865 confrontó a la abolicionista Unión con los esclavistas Estados Confederados, “En San Antonio, la oficina local de la Comisión de Apoyo a la Confederación lo amenazó con pena de cárcel si no invertía en bonos confederados, así que allá fue todo. Vendió su negocio de imprenta, saldó sus deudas y se echó a los caminos. María había fallecido un año antes, y fue como si se hubiese soltado algún tipo de atadura, como si se hubiera cortado la soga de amarre de un globo; el capitán, como el globo, se elevó, alejándose flotando, empujado por los vientos del destino.”

Fotograma de Noticias del gran mundo (2020)

         Para trasladar a la niña Johanna de Wichita Falls a las cercanías de Castroville, el capitán Kidd, con la “moneda de oro de cincuenta dólares” que le entrega el negro Britt Johnson (“una moneda española de ocho escudos acuñada en oro de veintidós quilates y con el borde perfectamente estriado, sin limar”), compra una carreta de segunda mano, una jardinera pintada de un “brillante color verde oscuro y con unas letras doradas a los lados que decían: Aguas Medicinales y Manantiales Termales del Este de Texas”, a la que suma el par de potros que posee y con los que ha venido haciendo sus viajes de lector de noticias: Pachá, su capón de monta, y Fancy, su yegua de tiro, que es el rocín que acarrea el carromato, mientras el orondo rocinante va amarrado en la parte de atrás. Y cuando ya están en Dallas dispuestos a pasar la noche en un par de cuartos de “un hotel de la Calle Stemmons Ferry” (mientras la viuda Gannet trata de calmar a la inquieta niña kiowa), el capitán Kidd, antes de su lectura en el teatro Broadway, escribe una carta a sus hijas Olympia y Elizabeth, quienes viven con esfuerzos en las ruinas de una “granja de New Hope Church, Georgia”. Olympia, la menor, es algo etérea y difícil; quedó viuda y sin hijos cuando Mason, su marido, recibió en Adairsville, pueblo de Georgia, un disparo de un yanqui de la Unión “durante la retirada de Johnson a Atlanta”. Y por ende vive refugiada en la granja con su hermana Elizabeth, quien tiene dos hijos y a Emory, su marido, manco del brazo derecho, pues al igual que Mason, sirvió en un regimiento de la Confederación en Georgia.

 

Guerra de Secesión (1861-1862)

          Esa larga misiva, pese a que se centra en inquietudes familiares, el capitán Kidd la inicia escribiendo con un criterio reporteril, de mensajero de noticias: “Las nuevas instituciones del Senado y la Cámara de Representantes del estado de Texas acaban de promulgar una ley que prohíbe a la población civil portar armas cortas, es decir, pistolas”. Y la respuesta a su carta el capitán Kidd la lee después del siguiente primero de abril, sentado en los escalones de la oficina de Correos de San Antonio, cuando ya ha cumplido 72 años y dejado a la niña Johanna en la granja de sus tíos Leonberger, quienes viven “en un arrabal llamado D’Hanis”, a 15 millas hacia al Oeste de Castroville, que a su vez está a 15 millas al Oeste de San Antonio. En esa misiva, escrita por su hija Elizabeth, lee que sus hijas, casi sin dinero, sólo podrán regresar “dentro de dos años”. Así que el capitán Kidd, luego de rescatar a Johanna del maltrato de sus tíos, sigue su vida de lector itinerante por el norte de Texas, pero ahora auxiliado por la legendaria niña Cautiva haciendo la tarea de recaudadora de las monedas de diez centavos que caen tintineando en el bote, hasta que tres años después (o sea: en 1873), ya instaladas sus hijas en la vieja y desocupada casona de los Betancur, “el capitán dejó de salir por los caminos tejanos”.     

Johanna/Cigarra
(Helena Zengel)

      Durante esa fraterna vida familiar, según cuenta la voz narrativa, Johanna, que se considera una india kiowa (llamada Ay-ti-Podle, o sea: Cigarra, cuyo canto indica que se acerca el tiempo de la fruta madura; hija del indio Remolino y de la india Tres Lunares), “Nunca aprendió a valorar esas cosas que los blancos tanto estimaban” y “seguiría siendo una kiowa hasta el fin de sus días”. No obstante, aprendió a comportarse como niña blanca y a montar a la amazona; y poco a poco aprendió el idioma del capitán Kidd, a quien cariñosamente llama kontah (abuelo), “aunque siempre hablaba con un ligero acento y siempre con problemas para pronunciar el fonema /r/.” Y con ese jocoso y peculiar modo de hablar con acento y yerros gramaticales, convino, motu proprio, su matrimonio con el futuro ganadero John Calley. O sea, cuando tenía unos quince años llegó cabalgando a San Antonio el tal John Calley y fue a presentarle sus respetos al capitán Kidd. Y en la escena del primer encuentro en la puerta de la casona, John Calley quedó flechado ante la metamorfosis de Johanna Kidd y empezó el galanteo correspondido casi ipso facto. Por ello Johana le dijo al despedirlo: “Aquí está tu somblelo. Nos gustalía mucho que vinieses a cena’.”

   

Edmund J. Davis

        Vale recapitular que John Calley es el joven a caballo de barba negra y piel oscura y ojos negros que, a la cabeza de un variopinto grupo de desarrapados salteadores con buenos caballos y bien armados con carabinas Spencer (“esas nuevas carabinas de repetición de cañón corto”), a ella, entonces una chiquilla india de diez años que no entendía el habla de los blancos, le regaló “un caramelo masticable lleno de pelusa” y al capitán le cobró medio dólar por entrar al poblado de Durand para hacer su lectura, no sin que uno de los bandoleros le cantara el incendiario polvorín político contra el gobernador de Texas; o sea: contra Edmund Jackson Davis, quien en la vida real fue el decimocuarto gobernador de Texas, entre el 8 de enero de 1870 y el 15 de enero de 1874: “Nadie que haya votado a Davis va a entrar en el condado de Erath”. Lo cual en cierto modo es ratificado por John Calley diciéndole al capitán que en Durand “no hay ninguna autoridad local”: “No hay sheriff. Los hombres de Davis echaron al último. No hay juez de paz, no hay alcalde y no hay ni comisarios ni comisionados ni nada. Davis y el ejército de los Estados Unidos los quitaron a todos. Todos habían servido en el ejército confederado, o como funcionarios bajo el Gobierno de la confederación, así que ese fue su final. Pero el señor Davis no ha enviado a nadie para sustituirlos. Así que nos encargamos nosotros de la tarea. Usted responde ante nosotros.”

  John Calley, que a los 17 años era combatiente en la Guerra de Secesión, asistió a la lectura que el capitán Kidd empezó a las ocho de la noche en el “nuevo edificio comercial” de Durand (rentado ex profeso por un dólar pagado con calderilla). Pese a que la Ley Marcial (del supuesto “gobierno de la reconstrucción”) prohíbe portar armas cortas, varios de los asistentes las llevan y por ende el “soldado del ejército estadounidense” que los cachea a la entrada, apila en un asiento “siete u ocho revólveres y una de esas diminutas pistolas de dos disparos”. Y pese a que el capitán Kidd tuvo el cuidado de que ningún artículo mencionara “la situación política en Texas”; o sea: “a Davis o a Hamilton, ni el asunto del derecho al voto de los negros en Texas, lo ocupación militar o la política de pacificación”, su lectura fue interrumpida por una risible, pero sintomática y violenta pelea entre partidarios de las dos facciones republicanas que vociferan y berrean contra el “chaquetero Hamilton y el corrupto Davis” (“¡Cuando Davis haya terminado su legislatura, cada uno de sus malditos compinches tendrá el camino pavimentado hasta la puerta de casa!”), que hizo que el militar se esfumara como por arte de birlibirloque y que las monedas de diez centavos cayeran del bote y se desparramaran por el suelo; y entonces John Calley (ahora con la barba recortada, buena ropa y buenas botas) se presentó al capitán y lo auxilió para reunirlas pues, humillado, las recogía a cuatro patas. “No deberíamos haberle cobrado esta mañana. Lo lamento.” Le dijo John Calley.

   Por lo poco que se lee en la parte postrera de la novela, el matrimonio entre Johanna y John Calley fue venturoso: “entraron en el nuevo siglo, conduciendo ganado a través [de] los pastos de Texas. Vivieron para ver a un avión aterrizar en Uvalde. Fueron de la mano, acompañados por sus dos hijos ya crecidos, para ver el aparato golpear el suelo tejano y al piloto salir caminando tranquilamente, como si hubiese hecho todo aquello a propósito.”

   También se lee que en algún momento Olympia se volvió a casar, “lo cual fue un alivio para todos”. Y Elizabeth se entregó a la crianza de sus dos hijos y a la documentación y estudio para recuperar la tierra de sus ancestros aledaña a la misión de la Concepción. Emory, su marido manco, con cierto empeño, “adquirió la tienda de ropa de Leon Moke y la convirtió en una imprenta”, donde, con alguna asesoría de su suegro, “trabajaba con gran interés y deleite manejando su nueva Babcock, una prensa rotativa, mientras el capitán se sentaba en un escritorio atestado con clavijas de composición e inspeccionaba cada tirada”.

  Con anterioridad, cuando con la Cautiva aún recorría los caminos y pueblos del norte de Texas, el capitán Kidd había comenzado “a recoger por escrito palabras en lengua kiowa con la intención de elaborar un diccionario, pero se sintió abrumado por la dificultad de concretar la miríada de tonos diacríticos y acabó apartando el proyecto.” Años después, ya casada Johanna y él retirado en la Casa de la Dueña, lo volvió a retomar “hasta que tuvo problemas de visión”. Es decir, al parecer no lo concluyó. Y al parecer fue un tranquilo nonagenario o quizá centenario. Y su críptica forma de salir de la escena del gran mundo no pudo ser menos lúdica y poética: “En su testamento, el capitán Kidd pidió ser enterrado con su uniforme de mensajero. Lo había conservado desde 1814. Dijo que tenía que entregar un mensaje. Su contenido se desconoce.”

 III de VII

Cuando se sucedía “la guerra de 1812, que duró hasta 1815”, el joven Jefferson Kyle Kidd, integrado a las milicias de las colinas de Georgia, “marchó hacia el oeste para combatir a las órdenes del general Andrew Jackson en la batalla de Horseshoe Bend, Alabama”, la cual ocurrió en la vida real, y en la novela, “El 27 de marzo de 1814”. Allí “recibió un disparo en la zona exterior de su cadera derecha que desgarró sus pantalones caseros dibujando una larga línea de tela quemada, carne despedazada y sangre roja y brillante”. Por una intrépida hazaña en esa histórica batalla, a sus 16 años fue nombrado sargento. Y poco después, “En Pensacola, el ejército le encargó el traslado de prisioneros.” Infame y cruel tarea en la que “Aprendió todas las técnicas de interrogatorio y los códigos secretos con los que los prisioneros británicos se comunicaban entre sí; también a emplear llaves de lucha libre para someter a un prisionero rebelde, como la llave del pulgar. Aprendió el uso de los grilletes y esposas de hierro y el mantenimiento de las prisiones en las cálidas arenas del golfo de Florida. Pocos meses después logró salir de la unidad del capitán preboste, apartase de la autoridad de su comandante en jefe e ingresar al cuerpo de mensajeros. Los corredores.” Faena que desempeñó entre 1814 y 1815 y que lo marcó de por vida como mensajero de noticias y luego impresor: “Le encantaba imprimir, sentía que hacía lo correcto al expedir información al mundo. Independientemente de cuál fuese su contenido.” De ahí que atesorara como trofeo su uniforme de mensajero durante todo el inescrutable porvenir y que lo haya requerido para presentarse y cuadrarse con él en el más allá, pues implica y simboliza la simiente de su aprendizaje y trabajo en la imprenta, de su distinguida participación en su “segunda guerra”, y de su tarea de itinerante lector de noticias en los pueblos del norte de Texas, en la última etapa acompañado de la Cautiva. En este sentido, se lee sobre su primigenia actividad en el cuerpo de mensajeros durante la guerra de 1812, también llamada guerra anglo-estadounidense:

 

General Andrew Jackson

     “Allí por fin hizo algo que de verdad le gustaba: llevar información en persona, solo, a través de las tierras salvajes del sur; mensajes, órdenes, mapas. El ejército de Jackson [quien sería el séptimo presidente de EU, entre el 4 de marzo de 1829 y el 4 de marzo de 1837] no disponía de ningún tipo de sistema de comunicación, no como la Armada. El capitán Kidd [entonces sargento] ya superaba los seis pies de altura y tenía músculos de corredor. Tenía buenos pulmones y conocía el territorio [...]

 “Por entonces su cabello era de color castaño oscuro [en 1870 lo tiene absolutamente blanco], lo llevaba recogido en una coleta y nada le gustaba más que viajar libre y ligero, solo, con un mensaje en la mano, llevando información de una unidad a otra sin preocuparse lo más mínimo por su contenido, indiferente a lo allí escrito y ordenado. Corría hasta el extremo más alejado del ejército de Jackson, los regulares de Tennessee, equipados con cartucheras blancas cruzadas. Saludaba al oficial de apoyo logístico, recibía las órdenes pertinentes, guardaba los mensajes en su zurrón y partía a la carrera.

  “Correr era un gozo vivificante. Se sentía como un banderín bordado con alguna insignia real que portaba los mensajes de gran importancia a él confiados. Le habían dado una placa del cuerpo de corredores hecha de un metal plateado. La frotó con grasa de panceta, cubriéndola después de polvo para que no brillase y delatase su posición al correr por las colinas del interior o en las llanuras costeras, arenosas y repletas de palmas. También le dieron una pistola de chispa, pero era un objeto pesado y el pie de gato siempre estaba enganchándose en algo, así que decidió descargarla y guardarla en su mochila.”

Pistola de chispa


 

General Zachary Taylor

        Por su papel en ese cuerpo de mensajeros, cuando se sucedía la intervención estadounidense en México; o sea: la guerra de Estados Unidos-México o guerra mexicano-estadounidense (que históricamente ocurrió entre el 23 de mayo de 1846 y el 2 de febrero de 1848), el impresor Jefferson Kyle Kidd, residente en San Antonio, fue llamado a filas “a pesar de su edad. Tenía que organizar el sistema de comunicaciones de las fuerzas de Taylor, y con ese fin le facilitaron una pequeña prensa portátil para imprimir las órdenes del día. Nunca había visto una prensa tan diminuta. Redactaba las órdenes de Taylor, se las entregaba al capitán Walker, de los rangers de Texas, y los jinetes de este partían a galope tendido para llevar los mensajes desde puerto Isabel, en el golfo de México, hasta la ubicación del ejército acampado en el norte de Matamoros, a orillas del río Grande.” El general Zachary Taylor en persona —quien en la vida real sería el doceavo presidente de los Estados Unidos (entre el 4 de marzo de 1849 hasta su muerte acaecida el 9 de julio de 1850)— “lo nombró, nominalmente, capitán de la 2
° división para que pudiese organizar el cuerpo de mensajeros y conseguir cualquier cosa que necesitase: papel, tinta o caballos. Su servicio en la guerra de 1812 lo avalaba en el cargo. A partir de entonces sería conocido como capitán Kidd.”

  Curiosamente, pese a rondar la cincuentena, en sus divagaciones mentales, en medio de esa contienda bélica, el capitán Kidd abriga un idealismo ingenuo y anacrónico sobre el poder de la divulgación informativa, casi adolescente y trasnochado: “Si la gente tenía un verdadero conocimiento del mundo quizá no recurriese a las armas y así, a lo mejor, podría dedicarse a facilitar información relativa a lugares lejanos y entonces el mundo sería un lugar más tranquilo. Lo pensaba en serio. Esa ilusión duró desde los cuarenta y nueve hasta los sesenta y cinco años.” 

   

Batalla de la Resaca de Guerrero
(Brownsville, Texas, mayo 9 de 1846)

       Lo cual asombra y resulta contradictorio, pues, por ejemplo, el capitán Kidd, “presente en la batalla de la Resaca de Guerrero” la cual históricamente ocurrió el 9 de mayo de 1846 en Brownsville, Texas, y en la que fue derrotada la tropa mexicana bajo el mando de Mariano Arista—, fue testigo de la consabida conducta que signa al género humano que guerrea entre sí desde la noche de los tiempos. Es decir, “uno de los proyectiles de doce libras disparado por la artillería de Arista atravesó la tienda de apoyo logístico e hizo pedazos la mesa colocada frente a él, a tres pies de distancia. El combustible de las lámparas roció la lona con grandes gotas transparentes. Un comandante se levantó y se quedó quieto, con una astilla de madera atravesándole el cuello [...] Contra todo pronóstico el oficial sobrevivió.” Y luego el capitán Kidd oyó “Las llamadas de alarma de la guardia enemiga cuando los hombres desbordaron las líneas de Arista.” Y después vio regresar a las huestes del general Taylor “vitoreando por el botín conseguido: la mesa de plata del general mexicano [José Mariano Martín Buenaventura Ignacio Nepomuceno García de Arista Nuez], su escritorio y el estandarte del batallón de Tampico. ¿Qué sentido tiene ganar una batalla sin su correspondiente saqueo? Uno los vence primero y se lleva sus cosas después... Es el abecé del mundo militar.” Que allí convalida el capitán Jefferson Kyle Kidd.

 IV de VII

Cuando el capitán Kidd observó por primera vez a la chiquilla kiowa en la carreta del negro Britt Johnson, constató que “La niña parecía tener unos diez años” (“Esta niña parece de mal fiar, además de malvada”, dijo al verla) y que “estaba ataviada al estilo indio, con un vestido recto de piel de ciervo que lucía cuatro filas de dientes de wapití cosidos en la pechera. Una gruesa manta le cubría los hombros. Tenía el cabello del color del azúcar de acre y dos moños bajos sujetaban sus bucles con minúsculas agujas; entre ellos pendía en diagonal una rémige de águila real atada con un hilo delgado. Estaba sentada, guardando una compostura perfecta, y lucía la pluma y un collar de abalorios de cristal como si fueran preciados ornamentos. Tenía los ojos azules y su tez mostraba ese extraño color brillante que adopta la piel clara cuando está quemada y curtida por el sol. Su rostro no era más expresivo que una castaña.”

         

Johanna/Cigarra
(Helena Zengel)

         
Esa vestimenta india le fue arrancada, y cambiada, en Wichita Falls por las matronas que la asearon y despiojaron con fuerza y determinación. Pero lo que no pudieron quitarle fue su rostro inexpresivo, ni su tendencia a permanecer inmóvil como figura sedente esculpida en piedra, ni su hábito de caminar descalza (ahora con los zapatos colgados del pescuezo), ni su gusto y deleite de bañarse en paños menores en las pozas de los ríos. Y si bien a lo largo de la travesía hasta la granja de sus tíos Leonberger se observa el paulatino aprecio que va mediando y creciendo entre ambos viajeros, al unísono se ve que para nada es una niña inútil e inactiva, pues además de las manualidades y de las labores domésticas y culinarias que desempeña por sí misma (a veces acompañándose con melodías o cantos en kiowa), incluso ante Pachá y Fancy (y frente al par de gallinas que ella le roba al fabricante de duelas y escobas de Durand), es, por antonomasia, una niña guerrera con un ágil instinto guerrero y destreza para moverse en silencio entre la floresta. Capaz de improvisar y armar con celeridad un trashumante travois (“Especie de trineo formado por varas cruzadas que los indios de las Praderas solían emplear para transportar sus pertenencias”), dado que “El mayor orgullo de los kiowas era salir adelante sin nada, empleando cualquier cosa que tuviesen a la mano; para ellos casi era un motivo de vanidad su pericia para andar sin agua, alimento o refugio. La vida no era segura [...]” De ahí que la omnisciente voz narrativa apunte: “Su familia y su tribu habían combatido contra los utes, sus enemigos ancestrales, y los caddos. Habían mantenido una larga guerra de guerrillas, primero contra los colonos y los rangers de Texas y después contra el ejército estadounidense. Bastante a menudo se habían enfrentado a los poderosos y tenaces males de las llanuras: el hambre, los tornados y la escarlatina. No necesita que nadie le dijese nada, solo que había enemigos persiguiéndolos, y eso ya se lo imaginaba.”

 

Indios americanos con travois de caballo

          Lo cual se desencadena la noche del “5 de marzo” tras la lectura del capitán en el teatro Broadway de Dallas, pues al concluirla se le acerca el rubio que vio durante su lectura en Wichita Falls en compañía del par de indios caddos. El rubio, que le pareció verlo entre la audiencia de su lectura en Spanish Fort, dice llamarse Almay; y con brusquedad y amenazas pretende comprarle (o arrebatarle) a la chavala: “¿Cuándo quiere por la niña?”, “Las niñas rubias son mercancía de primera; de primera clase.” El caso es que con un engaño a ese tratante de niñas blancas, el capitán Kidd logra escabullirse y salir huyendo con Johanna en la parte posterior de la carreta, corriendo y dando tumbos durante toda la noche (ella envuelta en su jorongo mexicano). Y ya al amanecer, medio ocultos en una parte alta del entorno del río Brazos, mientras la niña prepara el almuerzo y el capitán se toma un breve e inquieto descanso, Almay y el par de indios caddos empiezan a amagarlos a balazos y a voces. Enfrentamiento de violencia y acción en el que descuella el papel protagónico de la niña guerrera, no sólo al indicarle al capitán que los cartuchos de perdigones del rifle pueden ser cargados de un modo letal con las monedas de diez centavos recaudadas durante sus lecturas. Cosa que la niña hace a su lado, codo con codo, sonriente y con prontitud. 
       
Fotograma de Noticias del gran mundo (2020)

          Esto le permite al capitán, casi sin parque, eliminar al rubio de un disparo: “Las monedas de diez centavos salieron rugiendo del cañón a una velocidad de seiscientos pies por segundo, produciendo una llamarada de dos pies de largo. La humareda de pólvora se expandió formando una densa nube y la culata golpeó el hombre del capitán casi con fuerza suficiente para dislocarlo. Acertó en la frente de Almay con una carga de flamantes monedas de diez centavos estadounidenses. Las monedas, al salir de la camisa de papel, volaron de canto, de modo que al llegar a la frente de Almay parecía como si de pronto le hubiesen imprimido unos guiones. El rubio cayó hacia atrás, con la cabeza en dirección al fondo de la garganta. El capitán sólo podía ver las suelas de sus botas.” Otro disparo semejante dio “contra la zona posterior de un caddo herido”. Pero el par de pieles rojas salieron huyendo al oír la voz de la niña entonando “el triunfal cántico kiowa, el cántico de arrancar cabelleras”. Cosa que la niña guerrera ya iba a ejecutar con el “cuchillo de carnicero” con el que momentos antes cortara “la panceta con mucha pericia”: “La niña se encaramó en un saliente rocoso, con sus sayas y enaguas recogidas como un pantalón turco y el cuchillo de monte sostenido en lo alto. Ya había cubierto la mitad del recorrido cuando el capitán la alcanzó, sujetando por la falda.” “No, cariño, nosotros no... Eso no se hace”, le dijo. “No. De ninguna manera. Nada de arrancar cabelleras. —La levantó llevándola sobre cornisas rocosas, y después continuaron andando. Añadió—: Ese acto se considera muy poco cortés.”

 V de VII

Ese peligroso y violento capítulo de la travesía, el capitán Kidd lo etiqueta como si se tratase del titular impreso en alguno de los periódicos que compra para hacer sus lecturas de noticias en los pueblos del norte de Texas: “Gran Tiroteo de los Diez Centavos en el Brazos, a orillas del manantial Carlyle”. Y jubilosamente lo parafrasea, dándoselas de bandido (o de caballero andante rescatador de una princesa cautiva), cuando acaba de rescatar a la niña kiowa de la tiranía del par de ogros: sus tíos Leonberger: “Y si alguien tiene algo que decir, le pegaremos un tiro de diez centavos.”

      Pero si la inmoral tarea de los matones caddos a sueldo de un proxeneta sin escrúpulos le hace pensar, con asombro, en “La agresividad y la depravación humana”, esto también se refleja, como un continuo ad infinitum y perenne telón de fondo del statu quo posterior a la cruenta y destructiva Guerra de Secesión, y en la latente amenaza que no sólo implica el pillaje y los asesinatos cometidos por las tribus de pieles rojas. Por ejemplo, “Los comanches asesinaron a Britt Johnson, Paint Crawford y Dennis Cureton en 1871, durante un viaje de transporte, cerca de Graham, en el norte de Texas.” O el pintoresco caso, casi del novelesco y hollywoodense salvaje y lejano Oeste, que en Lampasas protagoniza la banda de los hermanos Horrell, quienes le parlotean del caos y el desgobierno emponzoñado en el pueblo: “El gobernador Davis echó a to’s los que eran de la Confederación y nunca los reemplazó. Algunos militares pasan a veces por aquí. Supongo que probablemente esos sí pondrían ojeciones” (a sus crímenes y fechorías). Le recita el bandolero Merritt al capitán Kidd, empeñado, con su banda de cinco hermanos Horrell con los que imponen la ley del revólver, que en el aguardentoso (y prostibulario) salón La Gema, y no en el salón El Gran Oeste, lea noticias de viva voz sobre su infame turba de nocturnas aves (que nunca se han reportado): que “cuente cómo perseguimos a los indeseables pieles rojas y to’ eso, y los hermanos Higgins cruelmente asesinados, et cetera. Y a pesar de los despiadados agentes del estado esos de Davis y to’ eso.” Y además le declara, fanfarroneado, que para salir en los periódicos del Este, han matado “a un buen montón de mexicanos”, como si se tratase de serpientes de cascabel, conejos de la mala suerte o Speedys Gonzales correteando por el desierto. 

         

Speedy Gonzales

           Y según se lee en la parte postrera de la obra: “Los Horrell continuaron perpetrando su oleada de crímenes en la Texas central y Nuevo México hasta que varios fueron muertos en el Tiroteo de la Plaza de Lampasas, en 1877. Debido a ese suceso, por fin aparecieron en los periódicos del este.”

   Y también se observa, semejante a un fétido aliento de alcantarilla que no cesa, en el relato con que los tíos Leonberger le ilustran al capitán el sanguinario asesinato de los padres de Johanna y de su hermana menor, tomando en cuenta que son germanos de origen asentados en una comunidad de alemanes que no hablan bien el inglés. En este sentido, le dice el tío Wilhelm Leonberger sobre su hermano Jan y su esposa Greta: “Los encontramos con los sesos desparramados [...] Los salvajes les sacaron el cerebro y los rellenaron con hierbas. Los cráneos. Como si fuesen nidos de gallina.” “A su madre hicieron atrocidades.” “Después, mataron despedazando.” Y la tía Anna, la esposa de Wilhelm, añade sobre la menor: “A la hermana pequeña mataron al cortarle la garganta [...] La colgaron por una pierna en un gran árbol del Sabinal, donde está la tienda [...] La persecución no los atrapó. Los hombres todos fueron a perseguir. Reventaron sus caballos persiguiendo.”

         Pero además, esos tíos Leonberger, en su granja particular, no cantan mal las rancheras a cogote pelado. Pues el capitán Kidd ve que son excluidos por los religiosos y fraternos miembros de “la comunidad de D’Hanis” reunida, ex profeso, para celebrar “la liberación de uno de los suyos de manos de los salvajes”. Es decir, nadie les dirige la palabra, porque esos tíos Leonberger, duros de roer, no son peritas en dulce. Adolph, uno de los comensales de esa bienvenida, le revela al capitán Kidd de qué lado masca la iguana; es decir, esos tíos tenían un sobrino, sin adoptar, que huyó de ellos a Frío, “por el camino de Nueces”, “Porque lo hacían trabajar como un chino.” Y por esa apestosa y supurante mala entraña no cree que adopten a la niña Johanna, porque “entonces estarían obligados por ley a mantenerla y, según la costumbre, a proporcionarle una dote.” Y le aconseja al capitán, casi a quemarropa, agarrándolo por una manga: “No puede dejarla aquí.”

       

El tío Wilhelm Leonberger
(Neil Sandilands)

            
Así que el capitán Kidd se va y regresa de San Antonio con la zozobra del posible maltrato; atosigado y desbordado, además, por la dolorosa nostalgia de tener que abandonar para siempre a su “querida niña guerrera”. Y efectivamente, la conjetura del tal Adolph se cumple al pie de la letrina, pues oculto en la nocturna oscuridad la ve realizando un duro y patético trajo de mula de noria:

    “Ya era de noche cuando llegó a D’Hanis. Tomó el camino que llevaba a la granja de los Leonberger y pensó que, quizá, entonces se alegrasen de librarse de ella. O puede que no. No tenía idea de si iba a ser uno y otro modo. Dudaba que lograsen hacerla trabajar. Quizá propinándole unas buenas palizas...

            “Al acercarse a la granja, se detuvo en un pequeño mezquital. Se veía luz en la ventana. Permaneció un rato sentado en silencio, con la nariz apoyada en los nudillos, pensando.

            “Entonces vio a Johanna sola, en el herboso y llano campo. Cargaba varios ronzales de cuero sobre los hombros y caminaba con torpeza debido al caldero que tenía que sujetar con ambas manos. La habían enviado al exterior, sola y después del anochecer, a recoger los caballos. Trastabillaba andando sobre la hierba abrileña. Llamaba a los animales en kiowa, en voz baja, con gran discreción. Avanzaba a trompicones sobre un terreno irregular soportando el peso de los ronzales y un caldero de madera lleno de maíz sin descascarillar, con su cabello rubio oscuro cayendo como cuerdas sobre sus hombros. Solo tenía diez años y la habían enviado a la oscuridad de la noche cargada con veinte libras de arreos y maíz, además del pesado cubo de madera. A un paraje desconocido para ella.

    “El capitán se levantó. La llamó.

    “—¡Johanna!

    “La niña se volvió. Se detuvo y clavó su mirada en la jardinera, en Pachá y en el capitán. La alta hierba siseaba bajo el dobladillo de su falda, del mismo vestido que llevase la última vez; ni siquiera la habían bañado o cambiado de ropa.” A lo que se agrega, cuando la ve de cerca, “las oscuras líneas rojas a lo largo de sus manos y antebrazos. Pertenecían a una tralla. La ira que lo embargó hizo que casi se quedase congelado, que casi perdiera el control.”

         —Vámonos —le dijo, con voz calmada—. No pasa nada. Vámonos y ya está. Tira ese maldito caldero.”

 VI de VII

Como se ve: un tema medular de Noticias del gran mundo es el amor filial. El capitán Kidd, además de incidir en el reencuentro, la cercanía y la convivencia familiar y amorosa con sus dos hijas y sus seres queridos, es un padre amoroso, protector, educativo, civilizador y entrañable con Johanna; y, al unísono, ella es una entrañable y amorosa hija con él. Eso es patente en el decurso de la trama y queda enfatizado en la postrera anécdota que rodea la boda entre Johanna y John Calley que, en la Casa de la Dueña, un día de enero oficia el pastor episcopal de St. Joseph. Antes de dejar la recámara donde ambos dialogan, ella, ya vestida de novia, le pregunta al capitán: “Kontah, ¿cuáles son el mejores lecciones para casalse?” Y la jocosa respuesta de él no puede ser menos íntima y evocativa de lo que ambos vivieron entre Wichita Falls y la granja de los tíos Leonberger: “Bien, vamos a ver [...] Una: no vayas por ahí arrancado cabelleras. Dos: no comas con las manos. Tres: no mates a los pollos del vecino.” Es decir, el segundo consejo alude su elemental hábito kiowa al alimentarse; el tercero es una broma en torno al hecho de que ella, por cuenta propia, robó, degolló y cocinó a Penélope y a Amelia, el par de nutridas (y nutrientes) gallinas del susodicho fabricante de escobas y duelas de Durand. Y el primer consejo alude el final del “Gran Tiroteo de los Diez Centavos en el Brazos”; que además, por lo que se lee, se convirtió en una leyenda acuñada y propagada por el capitán y ella después de rescatarla de las garras y el látigo de sus tíos Leonberger:

          

Fotograma de Noticias del gran mundo (2020)

           
“Johanna y él salieron de San Antonio dirigiéndose de nuevo al norte, hacia Wichita Falls, Bowie y Fort Belknap. De vez en cuando viajaron en compañía de transportistas o militares. Él era el hombre que leía las noticias y ella la pequeña cautiva que había rescatado. [De hecho la llamaban la Cautiva, en español.] Según decían, le había cortado la cabellera a una bestia depravada llamada Almay, al más puro estilo indio, mientras yacía en su cochambrosa guarida y que, además, y antes de que el capitán hubiese podido impedírselo, lo había matado a golpes con una saca de monedas de veinticinco centavos. Pero miradla ahora, va bastante limpia, emplea jabón, lleva zapatos y cuida del dinero del capitán. Se los podía ver en invierno, en mesones, sentados en alguna de las mesas del fondo, con ella inclinada sobre un libro, escribiendo las letras con un lápiz mientras él guiaba su mano, paciente.”

            Al término de esa charla previa a la boda, el capitán Kidd le regala su viejo reloj de leontina a su “querida niña guerrera”; y ella, entre los apapachos y sollozos, le promete y le dice: “Vamos a visita’ a ti mucho”; “Tú eres mi aigua midicinal”. Es decir, como si el querido kontah, en sí mismo y por su trato, fuera un remedio curativo e infalible semejante a la panacea universal que buscaban los antiguos alquimistas. Lo cual parece estar cifrado, de un modo premonitorio, en el anuncio, con letras doradas, que se leía en la jardinera que los unió amorosamente de por vida: Aguas Medicinales y Manantiales Termales del Este de Texas. Lo cual también coincide con el intrínseco propósito de su labor de impresor en San Antonio y luego de mensajero de noticias por los pueblos del norte de Texas, pues el capitán Kidd, además de la previa censura que hace (para eludir que la sangre llegue al río en las confrontaciones verbales y físicas que antagonizan a los contendientes políticos), busca que las noticias que lee, de viva voz y ante su variopinta audiencia, sean sobre “Sucesos acaecidos en lugares lejanos”, “casi parecidos a cuentos fantásticos”. Meollo que ya fantaseaba y cavilaba desde la época en que fue nombrado capitán bajo los designios y órdenes militares del general Taylor, pues por entonces ya pensaba “que, en el fondo, la gente no sólo necesitaba información, sino también cuentos de lugares remotos, misteriosos, maquillados como piezas de información veraz. Y él, asumiendo la tarea de sus tiempos de corredor, ataviado siempre con su manchado delantal de imprenta, se los entregaría. Y entonces los oyentes, durante un breve periodo de tiempo serían transportados lejos, a un lugar de sanación. Como un balneario de aguas medicinales.” Y esto es precisamente lo que hace durante su última etapa como lector y mensajero de noticias acompañado de la Cautiva, como si fuera un ilusionista de salón ataviado con la venerable imagen del conocimiento y la sabiduría; o un mago oral con sombrero de copa capaz de crear, leyendo y por unos instantes, un evanescente aleph borgeseano: un simultáneo tejido espacio-tiempo paralelo al espacio-tiempo. Es decir, “imbuyéndose cada vez más profundamente en las historias de lugares remotos y pueblos extraños. Pedía que le enviasen periódicos de Inglaterra, Canadá, Australia y Rodesia.”

            “Comenzó a leer a su público cosas acerca de sitios lejanos y gentes exóticas. Leía sobre esquimales cubiertos con pieles de foca; las exploraciones de sir John Franklin; naufragios en islas desiertas; el outback australiano, el remoto y árido interior del país, con sus aborígenes de largas extremidades y cabello rubio, a pesar de que su piel fuese oscura como la caoba, que tocaban una música extraña que el autor consideraba indescriptible, y que el capitán Kidd deseaba escuchar.

           

Fotograma de Noticias del gran mundo (2020)

       “Leyó acerca del descubrimiento de las cataratas Victoria y avistamientos, reales o no, del Holandés Errante, y de las declaraciones de un testigo que hablaba de un hombre a bordo de ese barco que les enviaba mensajes con un foco de señales preguntando por gente muerta hacía mucho tiempo. Y ante esas historias, los tejanos, durante un breve periodo de tiempo, guardaban silencio y se inclinaban hacia adelante para escuchar. No importaba si llovía, nevaba, brillaba la luna o se apagaban las lámparas, ellos parecían no advertirlo. En cada parada, durante aproximadamente una hora, el capitán detenía el paso del tiempo.”

 

VII de VII

Paulette Jiles

Todo indica que la escritora Paulette Jiles (Salem, Misuri, abril 4 de 1943) —quien vive “en un pequeño rancho en San Antonio, Texas” (no muy lejos de la histórica fortaleza de El Álamo, actualmente museo)—, está familiarizada con el trato directo con yeguas y potros, y en general con el mundo equino y las distintas razas y mestizajes, y por ello, junto a sus indagaciones sobre los diversos rocinantes, las batallas y los hechos históricos (y sobre las publicaciones periodísticas, la geografía, la fauna, la flora, las vestimentas, los usos y costumbres, los modos de hablar, etcétera) no le resultó difícil construir ese sugestivo orbe del siglo XIX de su novela, donde las personas (incluidos los bandoleros y rufianes) se mueven a caballo o en vehículos tirados por caballos. Y donde las armas de fuego tienen su relevancia y su protagonismo, de ahí que la voz narrativa suela aludirlas o describirlas con escueta precisión. Por ejemplo, cuando el capitán Kidd se dispone a iniciar la arriesgada travesía de Wichita Falls hasta las inmediaciones de Castroville —un ámbito donde según la Ley Marcial están prohibidas las armas cortas y donde las cabalgatas del ejército pueden inspeccionar a los viajeros y exigirles que muestren o lleven el documento que acredita su lealtad a la Unión—, el negro Britt Johnson, que es un buenazo, le dice al capitán sobre el revólver de cañón corto que lleva “en una funda riñonera sujeta a la pretina”: “permítame ver el Slocum ese que carga”. Y cuando lo tiene sujeto, le comenta bromeando: “Capitán, esta es la clase de cosa que me regalaban por Navidad cuando tenía diez años” [...] Ni siquiera tiene la munición adecuada.” Así que en vez de devolverle el Slocum, desenfunda su revólver Smith & Wesson y se lo da. Y casi se burla del capitán al oír que, además, sólo lleva “Una escopeta del veinte”. Y eso que no le dijo que lo carga con inofensivos y escasos cartuchos de perdigones, útiles para cazar algún ave comestible. Y aquí vale subrayar, para concluir, que el peliculesco episodio de acción donde la niña kiowa y el capitán Kidd se confrontan con el rubio Almay y el par de indios caddos, está mucho más elaborado, y con más detalles y matices, que el episodio de la película protagonizada por Tom Hanks, donde tres malhechores blancos intentan matar al capitán y robarse a la niña ojiazul, blanca y rubia.

 

Paulette Jiles, Noticias del gran mundo. Traducción del inglés y notas de Ignacio Alonso Blanco. Colección Novela Histórica, Editorial Almuzara. España, febrero de 2021. 268 pp.

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Trailer de Noticias del gran mundo (2020), película dirigida por Paul Greengrass, basada en News of the World (2016), novela de Paulette Jiles.

El Palacio de la Luna




La cueva del tesoro y el arco iris de nunca jamás

Aun en castellano se percibe el poder de seducción y toda la fluidez verbal y la riqueza narrativa de El Palacio de la Luna (Anagrama, Barcelona, 1996), magnética novela del norteamericano Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, febrero 3 de 1947), cuya primera edición en inglés: Moon Palace, apareció en Nueva York, en 1989, publicada por Viking. El que Marco Stanley Fogg, el protagonista, sea un gringo nacido el mismo año que Paul Auster y que en Nueva York ambos hayan estudiado literatura en la Universidad de Columbia y que muchos intríngulis de la trama se sustenten en la geografía, en la historia y la literatura de los Estados Unidos, así como en tradiciones, mitos y leyendas no sólo del lejano Oeste, y en costumbres y variantes del american way of life, todo ello sugiere que el autor utilizó un buen número de elementos autobiográficos y de su propia idiosincrasia.


Paul Auster
       
       El Palacio de la Luna es, sobre todo, una evocación autobiográfica narrada en primera persona por Marco Stanley Fogg. En un momento, al recordar un fugaz tropiezo vivido en la primavera de 1982, desliza la sospecha de que la idea de escribir el presente libro (pergeñado por Fogg en 1986), tal vez le ocurrió allí: “en el cruce de la calle Varick y West Broadway en el bajo Manhattan”. Si Marco Stanley Fogg es la voz omnisciente y ubicua que evoca y narra los distintos pasajes de su infancia y juventud, los principales marcos temporales en que se desarrolla la novela oscilan entre 1965 y 1972; aunque sus reminiscencias, por el hecho de trazar matices, episodios o el curso de otras vidas, suelen remitirse a mediados del siglo XIX, a principios del siglo XX y a las primeras seis décadas de éste, e incluso a la conquista y fundación del actual territorio norteamericano.
            
Colección Compactos 124, Editorial Anagrama
Barcelona, 1996

       El título de la novela tiene numerosos nexos y resonancias lunares (lúdicas, eruditas, poéticas) con muchos detalles y minúsculos pasajes de la trama. Baste decir, dentro de los límites de la reseña, que El Palacio de la Luna también es el nombre de un restaurante chino ubicado cerca del edificio de la calle 112 Oeste, donde Fogg vive, entre 1966 y 1969, en un oscuro departamento del quinto piso. Allí, en el homónimo restaurante, tras una cena china con Zimmer y Kitty Wu (sus amables salvadores de su abandono en Central Park), escrito en el papelito de la galleta de la suerte que le toca, lee una especie de presagio (meses después lo recordará y lo hallará de nuevo), cuyo sentido sólo al final de la novela se hace del todo explícito: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.”

       Fogg es hijo natural, único. En 1958, a los 11 años, en Boston, un autobús atropella a Emily Fogg, su madre, que sólo tenía 31 años. A partir de esto (y hasta 1965) vive en Chicago (incluidos tres años internado en la Academia Anselm para varones) bajo la protección de su tío Víctor Fogg, un fracasado clarinetista cuyo mayor triunfo fue tocar en la Orquesta de Cleveland. Cuando en 1965, a los 18 años, Fogg está a punto de irse a Nueva York rumbo a la Universidad de Columbia, su tío Víctor dejó de tocar con la Howie Dunn’s Moonlight Moods y está por emprender una gira con los Moon Men; así, el tío Víctor se ha deshecho de todas sus pertenencias, entre ellas una colección de fetiches personales que le regala a Fogg, junto con 1492 libros reunidos a lo largo de 30 años. Con tales libros (guardados en un almacén dentro de 76 cajas durante más de nueve meses) Fogg, luego de vivir un año en el campus universitario, se instala el 15 de junio de 1966 en el departamento de la calle 112 Oeste. 
Paul Auster
       Puesto que piensa devolverle las cajas de libros al tío y dado que el departamento está vacío, diseña con ellas sus muebles: la base de la cama, la cabecera, la mesa, las sillas. Pero el tío Víctor, a sus 52 años, muere súbitamente en la primavera de 1967 de un ataque cardíaco, asunto que a Fogg le confirma desde Boise, Idaho, un policía de astronáutico y sonoro nombre lunar: Neil Armstrong. Así, luego del entierro en Chicago y del desasosiego inmediato, comienza a leer con frenesí cada uno de los 1492 libros, un modo de tributar la memoria de su querido tío Víctor. Mas como su dolor y depresión son tales, empieza al unísono un perpetuo y progresivo abandono de sí mismo. De este modo, entre el verano de 1967 y el verano de 1969, Fogg se entrega a esas delirantes lecturas; pero también, como sus medios pecuniarios disminuyen, se ve impelido a rematar los libros ya leídos en una librería de viejo, donde un vejete los examina con desprecio y se los apropia como si comprara un montón de fétida basura: una apestosa caja de viejos zapatos, una chorreante escobilla del retrete, una armónica puñetera y blusera o una cochambrosa cafetera de reseñista de libros. Así, Fogg se va quedando sin los libros y sin los otros objetos personales que le heredó su tío Víctor, sin luz ni calefacción y casi sin comer. Y cuando está a punto de que lo lancen, sale de allí y casi sin dinero y con sólo lo que lleva encima (incluido el viejo clarinete de su tío y el citatorio del ejército para su posible traslado a Vietnam) se va a Central Park, sitio donde no tarda en convertirse en uno de esos anónimos y hediondos vagabundos que sobreviven de limosnas y de lo que hallan en los cestos de basura.  

         Sólo fueron tres méndigas semanas hundido en los miasmas de su abandono y soledad. Y si no hubiera sido por el afecto y la intuición de Kitty Wu, la joven china conocida por casualidad, y por la estima de Zimmer, un ex compañero universitario, quizá Fogg hubiera muerto de hambre o de la enfermedad que lo derrumba en una cueva de Central Park. Sólo al ser salvado entiende (al parecer) la fuerza del amor: “Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.” 
     
Paul Auster y su hija
       
         Tales palabras implican un signo definitorio dentro de la neurótica nervadura de la obra: en medio de incertidumbres y maledicencias siempre hay alguien que auxilia al otro, o que trata de corregir antiguos equívocos y errores. La madre y el tío Víctor adoraron a Marco Fogg, quien pese a ciertos yerros siempre es un tipo de buen corazón, que se cifra a sí mismo al decir: “Todo mundo merece la bondad. Sea quien sea.” En el mismo sentido, Zimmer y Kitty Wu lo salvan. La señora Hume, el ama de casa de Thomas Effing (anciano de 86 años, ciego, paralítico en silla de ruedas, groserote, prepotente, mitómano), quiere y soporta a su patrón; pero también procura y visita a Charlie Bacon, su hermano, un ex militar de la Segunda Guerra Mundial que subsiste en un manicomio tras desconectarse del orbe al saber que había sido incluido en la tropa que volaría sobre Nagasaki. Las majaderías y locuras del viejo Thomas Effing translucen el cariño y la gratitud que siente por la señora Hume y por Fogg, quienes lo ayudan a bien morir, mientras se empeña en heredarle a Solomon Barber (el hijo que nunca conoció en persona) su autobiografía y una buena cantidad de dólares. Solomon Barber, por su parte, también denota su nobleza interior: en sus indagaciones históricas, en el desprendimiento ante una tía alcohólica y su criada negra (les regala la astrosa mansión que en 1939 su madre psicótica le hereda en Long Island), en la íntima nostalgia de la mujer de su vida (Emily Fogg) y frente al hijo inesperadamente hallado (Marco Stanley Fogg).
    Luego de su rescate de Central Park, Fogg (enflaquecido, anémico y sin poder sostenerse en sus propios pies) convalece en el pequeño departamento de Zimmer, gracias a los escasos recursos de éste. Por sus desvaríos y por su debilidad física, el 16 de septiembre de 1969 un psiquiatra lo declara inútil para Vietnam. Pero ante la urgencia de independizarse de su amigo, luego de su recuperación física busca trabajo a través de la oficina de empleos de la Universidad de Columbia. Allí lee un letrero en el que un viejo en silla de ruedas ofrece empleo de acompañante y secretario, cuarto, manutención y 50 dólares a la semana. El anciano, de 86 años y más ciego que un topo de fétida alcantarilla, resulta ser el citado Thomas Effing. Marco Stanley Fogg sólo trabaja con él un poco más de seis meses (hasta que el viejo muere el 12 de mayo de 1970). Sin embargo, la relación que establecen constituye uno de los capítulos más prolíficos, pintorescos y singulares de la novela.
       
Paul Auster y su perro
        
                El viejo Thomas Effing (con mucha vitalidad y memoria, sarcástico, autoritario, culto y maniático) elige la fecha y su forma de morir. El que contrate a Fogg para que sobre todo escriba su necrología (tres versiones, una de ellas es la autobiografía destinada a Solomon Barber) resulta un pretexto para que le cuente mil y una historias que evoca Fogg en su libro (la novela de Paul Auster), tales como la época en que Effing, en Long Island, era un joven pintor llamado Julian Barber, heredero de una cuantiosa fortuna; o el periodo que Thomas Effing vivió en el desierto (entre 1916 y 1917), desde el Gran Desierto Salado cercano a Salt Lake City, hasta lo vivido dentro de una solitaria cueva de ermitaño no muy lejos del pueblo de Bluff, episodio que posee ciertas dosis y gags de película del Salvaje Oeste, donde no falta (en medio del desierto) la traición del supuesto guía y el joven que muere tras desbarrancarse de un risco con su caballo, la aparición del solitario y estrambótico indio George Boca Fea y la de los hermanos Gresham, legendarios pistoleros y asaltantes de trenes con las alforjas repletas de dinero y alhajas, más un estridente y peliagudo tiroteo en el que Effing resulta más hábil que los bandidos; su ida a París en 1920 (ya con el nombre de Thomas Effing) luego de que en 1918, en San Francisco, pierde el movimiento de sus piernas; su regreso a Nueva York en 1939 (con su secretario ruso Pavel Shum) antes de que los nazis ocupen la capital francesa. 
En este sentido, la autobiografía de Thomas Effing tiene como fin satisfacer la curiosidad intelectual y genealógica de su hijo Solomon Barber, nacido en 1917, quien con la idea de que su padre desapareció en el desierto de Utah en 1916, ha sublimado la búsqueda de su raíz paterna a través de sus propios libros sobre la historia de los Estados Unidos: El obispo Berkeley y los indios (1947), La colonia perdida de Roanoke (1955) y Las tierras vírgenes americanas (1963); sublimación que iniciara a sus 17 años con la escritura de La sangre de Kepler, una novela inédita (reseñada por Fogg) que mucho tiene de radiografía psicológica y mito indio trastocado por la imaginación infantil de un púber que ha deglutido mil y una historietas, leyendas y filmes hollywoodenses del Salvaje Oeste.
       Si Solomon Barber (quien resulta ser un gigantesco gordo) se sorprende al descubrir la existencia y la vida del que fue su progenitor, una conmoción parecida le ocurre a Marco Stanley Fogg cuando descubre y constata que Solomon Barber es nada menos y nada más que su propio padre. Tal episodio sucede cuando ambos (a principios de julio de 1971), por distintas y particulares razones han emprendido desde Nueva York un viaje al Oeste, cuyo destino es la búsqueda de la cueva en el desierto de Lago Salado (quizá incierta) donde Effing dijo vivir como ermitaño y pintor por más de 12 meses. En el largo rodeo que los llevará a su objetivo, deciden visitar Chicago, precisamente el cementerio judío de Westlawn donde descansan los restos de la madre y del tío de Fogg. Al ver y oír al lacrimoso gordo, diciendo, absorto, nostálgicas y amorosas palabras ante la tumba de su madre, Fogg comprende todo y lo insulta. Tal es la furia de uno y la sorpresa del otro, que Fogg provoca que Solomon Barber corra y caiga en una sepultura abierta donde se rompe la columna vertebral. No se recupera de los estragos y muere en el hospital el 4 de septiembre de 1971.
     
Paul Auster
       
             El amor y el erotismo entre Fogg y Kitty Wu constituyen, dentro de los vaivenes de la novela, un suspense. Entre breves protagonismos y esporádicas alusiones, luego de que muere Thomas Effing y le hereda a Fogg más de siete mil dólares, empiezan a vivir juntos en un extenso almacén ubicado en “el corazón del barrio chino”, “no lejos de Chatham Square y el puente de Manhattan”, sitio donde ella, al retornar de su trabajo de secretaria, se entrega a sus ejercicios de bailarina, mientras él escribe supuestos ensayos bajo el signo de Montaigne. Todo sugiere que se trata de una idealizada historia de amor y que la novela tal vez deambule por ese rumbo. Pero no sucede esto, sino apenas un esbozo y un súbito embarazo que suscita el antagonismo y las asperezas domésticas (él quiere el hijo, ella no); y al ocurrir el aborto no tarda en desencadenarse la separación. Así, cuando muere Solomon Barber, Fogg, desolado por partida doble (una llamada telefónica a Kitty Wu confirma la ruptura definitiva), decide continuar la búsqueda de la cueva en el desierto donde tal vez vivió el viejo Effing, pero ya no como quien huye y busca la cueva de nunca jamás o la olla de monedas de oro al otro extremo del arco iris, sino como un objetivo definido. 
       Después de un mes de explorar los alrededores del pueblo de Bluff y superficialmente las aguas del pantano de Powell, sitio donde quizá se halle hundida la cueva (donde vivió Effing y donde también se escondía la banda de los hermanos Gresham, la famosa tríada de Alí-Babás del Oeste), Fogg descubre que le han robado el Pontiac 65 junto con más de diez mil dólares (la herencia que le dejó Solomon Barber). Así, tras la frustración y el arrebato, desde esa zona de Utah emprende una frenética caminata por el desierto, siempre hacia el Oeste, misma que dura cuatro meses (el primer mes no habla con nadie), durmiendo en el campo, en cuevas y cunetas, adquiriendo botas aquí y allá, hasta que por fin, desde las arenosas cercanías del pueblo de Laguna Beach, California, vislumbra el Pacífico, un atardecer y el surgimiento de una luna “redonda y amarillla como una piedra incandescente”. Este punto significa para Fogg el fin del mundo y el lugar donde empieza una nueva vida, distinta (por lo menos así la concibe) de la persona que fue.




Paul Auster, El Palacio de la Luna. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Serie Compactos núm. 124, Editorial Anagrama. Barcelona, 1996. 312 pp.