La
extracción de la piedra de la locura
I de VII
Muerte lenta de Luciana B.,
novela del escritor argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962), se editó
por primera vez en 2007 y, según pregona la mercadotecnia de Booket a los
cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, fue “elegida por El Cultural entre los diez libros de ese
año”. Y aunque lo omite en la presente edición impresa en México en agosto de
2019, es la base de la película española Las
siete muertes (2017), dirigida por Gerardo Herrero a partir del guion
escrito entre Marisol Alonso y el propio Guillermo Martínez. Pero también es la
base del filme argentino La ira de Dios
(estrenado el 15 junio de 2022), dirigido por Sebastián Schindel, autor del
guion junto con Pablo del Teso. (Dos exégesis repletas de omisiones, variantes
y añadidos, muy por debajo de la calidad y de las menudencias argumentales y
subyacentes de su fuente literaria; thrillers psicológicos de la churrería del recuerdo del
inconsciente colectivo que imantan, guardando las proporciones, aquella frase
lapidaria y epigramática de Milan Kundera, legendario profesor de la Escuela de
Estudios Cinematográficos de Praga, antes de que el 21 de agosto de 1968 la
Unión Soviética orquestara la invasión militar a Checoslovaquia: las versiones cinematográficas de las
grandes novelas son versiones del Reader’s Digest.)
II de VII
Expuesta en doce
capítulos y un “Epílogo”, lo neurálgico de la novela se ubica y desarrolla, durante
unas semanas que concluyen a fines de agosto, en un hipotético Buenos Aires
anterior al boom de los teléfonos
móviles y de la ubicua plaga de las redes sociales, y muy rezagado de la
tecnología informática inmersa en los archivos periodísticos y en la web. Y es narrada en primera persona por
la memoriosa voz de un solitario y gris novelista que, solterón y cuarentón, se
gana la vida dando clases de literatura en alguna universidad porteña. (En el
decurso de la trama hace un paréntesis; es decir, realiza un vuelo y una
estancia de quince días en la ciudad de Salinas, donde, invitado por un
Departamento de Letras a impartir un seminario de postgrado en la Universidad
del Oeste, recita su “curso sempiterno sobre Vanguardias Literarias”, cuyo
raquítico y pálido quorum tuvo que
ser nutrido por “varios estudiantes muy jóvenes, que asistían como oyentes”,
entre ellos una jovencita con ojos de plato con la que vive un efímero affaire.)
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(Booket, agosto de 2019) |
Ese oscuro novelista del montón nunca apunta su nombre, ni
nadie lo pronuncia al dirigirse a él; pero sí revela que, ante la impronta
demoledora de un tal Kloster —un prolífico escritor condecorado con la Cruz de
Honor de la Legión Francesa que para su generación de evanescentes suspirantes
era “el escritor que había que matar”—, al unísono del vertiginoso y
deslumbrante ascenso de éste durante la última década, él se convirtió en una gris
nulidad, en un ser casi inexistente recluido en sí mismo (afantasmado, una sombra de la sombra que era
antes). Es decir, hace diez años Kloster, ajeno a la alharaca mediática,
era un novelista secreto y de culto, admirado por la generación de pelotudos
del anónimo narrador, cuya imagen pública se limitaba a dos o tres difusos
retratos que se repetían en los forros de sus libros. Pero, precisamente hace
una década, Kloster salió del enigma con un título que se vendió como tóxicas y
alucinantes rosquillas afrodisíacas y con celeridad se transmutó en una
rutilante celebrity hacedora de
múltiples best sellers traducidos a
diversos idiomas; lo cual hizo que la generación del anónimo narrador pusiera
en duda su calidad literaria y por ello el alharaquiento coro de boludos
decidió cortar cartucho y liquidarlo ipso
facto; es decir, agarrarlo por los pelos y arrastrarlo al paredón. Según
consigna el anónimo pelotudo: “Los lectores rasos, por miles, se apoderaron de
pronto de esas primeras ediciones que habían circulado como una contraseña
entre conocedores. Esto sólo podía significar una cosa: que Kloster no podía
ser tan bueno como habíamos creído. Que debíamos, rápidamente, rectificarnos y
disparar contra él. Para mi vergüenza yo también había participado en el
pelotón de fusilamiento, con un artículo en el que ensayaba todas las formas de
la ironía contra el escritor que más admiraba [...] y si bien habían pasado
casi diez años, y aunque el artículo había aparecido en una revista oscura que
ya ni siquiera existía, yo conocía demasiado bien la red de redes de la intriga
literaria: alguien, sin duda, se lo habría puesto en algún momento debajo de
los ojos y si lo había leído —y era la mitad de vengativo de lo que Luciana
creía—, nunca me lo habría perdonado.”
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Guillermo Martínez |
Vale decir que el solitario y anónimo pelotudo no oía la
cantarina voz de Luciana desde hace un decenio (sólo la oyó durante un mes),
quien por entonces era la chica, de unos 18 años, a quien Kloster, cuarentón y
enigmático, le dictaba sus fulgurantes novelas. Y por ello el recuerdo de la
Luciana de hace una década le resulta inextricable a la evocación del abrumador
Kloster; de quien dice, previo al trazo de su asumida y actual marginalidad:
“Kloster parecía demasiado distinto, separado por abismos de la galaxia
argentina, como una estrella fría y lejana. Y en los años siguientes, cuando
Kloster había consumado esa transformación espectacular y estaba frenéticamente
en todos lados, yo había hecho mi propio viaje al fin de la noche, y a mi
regreso, si alguna vez había regresado, había preferido apartarme de todo y de
todos, para encerrarme casi como un fóbico entre las cuatro paredes de mi
departamento. Nunca había vuelto al ruedo literario y apenas salía ahora para
mis caminatas y mis clases.”
III de VII
Quizá el anónimo y
nulificado novelista nunca hubiera conocido a Kloster ni hablado con él. Pero
la inesperada y sorpresiva llamada telefónica que un domingo de modorra le hace
Luciana, lo catapulta a buscarlo y a propiciar un diálogo. Antes de que Luciana
llegue al edificio, suba en el ascensor, entre a su departamento (que aún tiene
la horrible alfombrita gris de hace
diez años) y le revele las minucias de la angustia y la fobia que la aqueja, trasmina
y corroe, el memorioso novelista recapitula los pormenores de ese indeleble mes
de hace un decenio en que, debido al yeso en una mano accidentada y al diligente
enlace que hizo Campari, su editor, pudo conocer a la chica del dictado y dictarle su inminente segunda novela durante
cuatro horas por sesión. “La chica se llama Luciana”, le dijo Campari, “pero
mucho cuidado; ya sabés que Kloster es nuestra vaca sagrada [de hecho, el único
disco de oro que adorna la oficina
del editor es un cuadro con la tapa de la
primera novela de Kloster]: hay que devolverla a fin de mes, intacta.” Pues
durante cuatro semanas estará en Italia enclaustrado “en una de esas residencias
para artistas donde se recluye para corregir sus novelas antes de publicarlas”,
y a su regreso seguirá teniendo en exclusiva las virtudes de esa “secretaria perfecta en todo sentido”.
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En busca del espejo perdido |
Hace una década Luciana, entonces una nínfula de dieciocho años, era una chica alta y atractiva, agradable de mirar con el ojo cuadrado y
la baba caída, cuya nota discordante, observada por la idiosincrasia
ineludiblemente masculina y machista del anónimo escritor, más que sus caderas excesivas, era la ausencia de magnéticas
y prometedoras glándulas mamarias. Según apunta el pelotudo: “Cuando abrí el
primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo,
y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada:
la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tabla
rasa.”
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Fotograma de La ira de Dios (2022) |
Según el pelotudo, Kloster, profético, esculpió: “La
venganza más cruel contra una mujer [...] era dejar pasar diez años para volver
a mirarla.” Y por lo que observa, describe y reporta con elocuentes detalles,
el vaticinio de ese profeta de la pampa
se cumplió al pie de la letrina (como si hubiese sido un infalible cuchillo sin hoja al que le falta el mango
soplado por Lichtenberg): el deterioro físico de Luciana resulta patético,
cruel y lastimoso; parece obra de una mezcla de sádico y misógino cirujano
plástico y torturador de la dictadura militar:
“Podría
decir que había engordado, pero eso apenas era una parte. Quizá lo más
espantoso era ver cómo intentaba aflorar por los ojos la antigua cara que había
conocido, como si quisiera buscarme desde un pasado remoto, hundido en el
sumidero de los años. Me sonrió con algo de desesperación, para poner a prueba
si podía contar aunque más no fuera con una parte de la atracción que había
tenido sobre mí. Pero esa sonrisa equívoca duró apenas una fracción de segundo,
como si también ella fuera conciente [sic]
de que en una serie de amputaciones implacables había perdido todos sus
encantos. Los peores presagios que yo había imaginado para su cuerpo se habían
cumplido. La línea del cuello, el cuello terso que había llegado a
obsesionarme, se había engrosado, y debajo del mentón tenía un abultamiento
irremediable. Los ojos que antes eran chispeantes, ahora estaban empequeñecidos
y abotagados. La boca se curvaba hacia abajo en una línea de amargura, y
parecía que en mucho tiempo nada la hubiera hecho sonreír. Pero lo más atroz
había ocurrido en su pelo. Como si hubiera sufrido alguna enfermedad nerviosa,
o se lo hubiera arrancado en accesos de desesperación, todo un sector había
desaparecido de su frente y sobre la oreja, donde estaba más ralo, se dejaban
ver, como horribles costurones, partes grisáceas del cráneo. Creo que mi mirada
se detuvo un instante más de lo debido con incredulidad horrorizada en esos
despojos lacios y ella se llevó una mano sobre la oreja para ocultarlos, pero
la dejó caer a mitad de camino, como si el daño fuera demasiado grande para
disimularlo.”
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Cartel de La ira de Dios (2022) |
No
obstante, Luciana culpa de esa visible somatización a Kloster. Pero lo más
demencial del intríngulis es que lo culpa de la muerte de Ramiro, su novio,
ocurrida hace una década, cuando era salvavidas en una playa y se ahogó nadando
en el océano; de envenenar con hongos a sus padres un año después; y de
encausar la muerte de Bruno, su hermano mayor, asesinado hace cuatro años por
un preso de la Penitenciaría de Buenos Aires que salía a robar con la
complicidad de los custodios (y quizá de las autoridades policíacas). Pues
según le cuenta, Kloster —una figura paterna para ella—, intentó besarla sin su
consentimiento. Y ella, ofendida e incitada por su madre y por una belicosa y
androfóbica abogada laboral, lo demandó por acoso. Y el término de las etapas
de ese sañudo y colérico pleito judicial (Kloster paga la correspondiente
indemnización) lo propició la súbita muerte de Pauli, su pequeña hija, quien
era el ser que más quería; de cuyo deceso, dice, la culpa a ella y sólo a ella;
lo cual es, dice, el epicentro de su venganza maniática y asesina, que
culminará con su muerte y con la muerte del par de familiares que le quedan: su
abuela Margarita, que hace una década ya estaba internada en un geriátrico; y
su hermana Valentina, quien ahora tiene 17 años, y con la que cohabita en el
último piso de un edificio con ascensor.
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Cartel de Las siete muertes (2017) |
Según
le cuenta Luciana al pelotudo, el anuncio (o declaración de guerra) de esa
obsesiva vendetta está cifrada en la
Biblia que Kloster le devolvió en el juzgado el día de la firma de la susodicha
indemnización, pues el cordoncito rojo
estaba colocado en el lugar del Antiguo Testamento donde Dios, con su
estentórea voz de trueno, amenaza a los asesinos de Caín: “cualquiera que
matare a Caín, recibirá un castigo siete veces mayor”. Y para ella esto
significa: siete por uno. Y más aún: cree
que algo terrible y asesino está por ocurrir, pues recién vio rondar y
fisgonear a Kloster frente al geriátrico donde su abuela consume a fuego lento
la última etapa; a lo que se añade el hecho de que su hermana menor, que se
volvió fan de los libros de Kloster, está por entrevistarlo para la revista de
la secundaria. Y más todavía (y para cerrar el neurótico y claustrofóbico cuadro
SOS con agudos e histéricos decibeles): a lágrima pelada, con angustia,
desesperación y temblorina en las manos, le dice que no quiere morir, que quiere
saber por qué (no obstante le expuso que lo sabe en extremo). Y le pide que hable
con Kloster y le pregunte. Y en el tácito e implícito trasfondo: que pare su
manía persecutoria, vengativa y exterminadora.
Pese a que el anónimo novelista en esa charla no tarda en
inferir que Luciana “había sufrido alguna clase de trastorno mental por una
sucesión de muertes desgraciadas” (y de hecho parece paranoica con delirio de
persecución o esquizoide de atar con camisa de fuerza) y a que, según dice,
“hasta cierto punto le había creído, tal como puede creerse en la revolución
mientras se lee el Manifiesto comunista
o Los diez días que conmovieron al mundo”,
el pelotudo asume la heroica y detectivesca tarea de hablar con Kloster.
IV de VII
Dándole vueltas a la
biznaga: cómo acercarse a Kloster y jalarle la lengua (y quizá ponerle una
zancadilla y atarle las manos), el anónimo novelista opta por llamarlo por
teléfono, decirle que está por escribir,
o está escribiendo, una novela donde Kloster es el personaje principal; que trata “De una sucesión de muertes
inexplicables, alrededor de una persona”: Luciana, su fuente informativa; y que
Kloster es la persona detrás de estas
muertes y que quiere contrastar su versión. A esto Kloster le responde: “La
versión mía... es curioso que lo diga. Yo también estoy escribiendo desde hace
años una historia, digamos, con los mismos personajes. Claro que seguramente
será muy distinta de la de usted.” En este sentido, el anónimo novelista le
dice en su afán de persuasión: “Yo le mostraría estos papeles que escribí a
partir de lo que me contó ella. Pero si usted me explica por qué no debería
creerle, desistiría de toda idea. No querría, por supuesto, publicar algo que
pudiera dañarlo de manera gratuita.”
En resumidas cuentas, Kloster acepta el encuentro
diciéndole que también quiere preguntarle por un detalle que incluirá en su
novela en ciernes, pero no sin advertirle con cierta irritación: “Yo no tengo
que convencerlo a usted de nada, yo no tengo que darle a nadie explicaciones. Si
usted le da crédito a una loca, comprenderá que el problema no es mío. Será
suyo.” Y el pelotudo, para apaciguar la ira in
crescendo y lograr su objetivo y no regar el tepache fuera de la bacinilla,
añade: “Por favor, no soy enviado de ella, no tengo ninguna relación con ella,
me vino a ver después de diez años y como le dije antes, también a mí me
pareció que estaba un poco trastornada.”
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Fotograma de Las siete muertes (2017) |
Así que el pelotudo, para asistir al encuentro “mañana a
las seis de la tarde” en casa de Kloster, se pasa la noche sin dormir y tomando
café, mientras aporrea las teclas de la mastodóntica computadora con casi toda la
historia que le contó Luciana durante esa charla dominguera que terminó en el
departamento de ella, donde le mostró, como “prueba” dizque irrefutable contra
Kloster, la Biblia donde en el Antiguo Testamento está cifrada y señalada la
supuesta venganza; preciosista volumen anotado, heredado de su padre (jerarca
de una secta religiosa), que ella manipula con unos guantes de látex, dizque
para no borrar las huellas del presunto asesino, y que ella guarda desde su
lejana época de alumna de biología. (No obstante, sus conocimientos micológicos
los obtuvo primero a través de la praxis
de su madre, quien solía recolectarlos en un bosquecillo del entorno de la casa
de verano en Villa Gesell, ex profeso
para la ritual tarta de aniversario de su matrimonio.)
La casona de Kloster es una lujosa y onírica mansión de buen bourgeois con una biblioteca imponente. Y al ojearla, mientras
Kloster va por el café, el anónimo novelista reporta: “En el hueco de un
estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentosa, reposaba con su
cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legión Francesa. Fui hasta otra
biblioteca de cedro en medio de los ventanales, más angosta y con puertas
vidriadas. Kloster había reunido allí las ediciones de sus propios libros,
multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos,
desde ediciones económicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura.
Sentí otra vez, más agudo, el aguijón que me avergonzaba, el mismo sentimiento
que, lo sabía, más allá de Luciana, me había espoleado contra Kloster en aquel
artículo indigno y que podía resumirse en la queja silenciosa: ¿por qué él y yo no? Sólo puedo decir en
mi defensa que era difícil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch
Soames desposeído y borroso.”
V de VII
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Max Beerbohm (Retrato: William Nicholson) |
El pelotudo no dice más
de ese patético e infortunado poeta del cuento homónimo del escritor inglés Max
Beerbohm —colocado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo
al inicio de la canónica Antología de la
literatura fantástica, cuya edición príncipe de Editorial Sudamericana está
datada en Buenos Aires el 24 de diciembre de 1940—. Ínfimo poeta a quien el
pintor y retratista Will Rothenstein se niega a dibujar para la portada de un
libro sin título por el visceral
prejuicio de que es un hombre que no
existe. Lo cual conlleva o implica el signo definitorio y póstumo de la breve
obra de Enoch Soames, pues el memorioso personaje (homónimo del autor) que
narra y lleva la voz cantante del relato, casi rotula su epitafio en el
íncipit: “Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la literatura
de la penúltima década del siglo XIX, miré con ansiedad el índice, en busca del
nombre SOAMES ENOCH. Temía no encontrarlo. En efecto, no lo encontré. Todos los
otros nombres estaban ahí. Muchos escritores, así como sus libros ya olvidados,
o que sólo recordaba vagamente, renacieron para mí en las páginas del señor
Holbrook Jackson. Era un obra exhaustiva, brillantemente escrita. Aquella
omisión confirmaba el fracaso total del pobre Soames.” Cuya diluida imagen el
personaje Max Beerbohm describe cuando lo ve, impreciso, acercarse a la mesa del londinense Café Royal (dizque “centro
de inteligencia y osadía”) que comparte con el joven Rothenstein: “Era una
persona encorvada, vacilante, más bien alta, muy pálida, de pelo algo largo y
negro [...] Usaba chambergo de corte clerical pero de intención bohemia, y una
impermeable capa gris, que, tal vez por ser impermeable, no conseguía ser
romántica.” Y dado que, vaporoso y trasparente epígono, vagabundeó entre los
decadentistas de París y era aficionado a las frases en francés y al ajenjo, en
el idioma de Mallarmé llama glauca
hechicería a tal bebedizo. Y aunque era “cinco o seis años” mayor que Max
Beerbohm, se hicieron conocidos y por ello brinda testimonio del pacto con el
Diablo que Enoch Soames —un satanista
católico por obra y gracia de Milton— hizo para viajar en un tris al
futuro, precisamente a un siglo más tarde: al “3 de junio de 1997”, donde, en
la biblioteca del salón de lectura del Museo Británico, al hojear el libro de
un tal T. K. Nupton: “Literatura
Britaniqa 1890-1900” (dizque “el mejor libro moderno sobre la literatura de
fines del siglo XIX”), en la página 274 localiza una breve nota que transcribe
y trae de regreso al presente, cinco horas más tarde, en un papel arrugado; exactamente a la mesa del minúsculo y “modesto Restaurant du Vingtième Siècle” de donde partió esfumándose en un pestañeo: “La
silla de Soames estaba vacía. El cigarrillo flotaba en el vaso de vino. No
quedaba otro rastro de Soames.” Sitio donde Max Beerbohm
luego lo lee y comenta con Enoch Soames —quien incluso confirma rasgos de la
uniformidad y masificación social que impera en ese futuro que en algo coincide en lo que luego se ve en
la visionaria película silente Metrópolis
(1927) de Fritz Lang y en la distópica novela Un mundo feliz (1935) de Aldous Huxley—, unos fugaces momentos
antes de que retorne el Diablo y se le lo lleve para siempre a los infaustos
horrores del Infierno.
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Página 61 del Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999) Antología de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares |
Pero
tras leer la breve nota, al unísono de lo que parece y resulta en el presente
una torpe, hilarante y rudimentaria redacción de un troglodita del futuro, lo
que inquieta a Max, además de la coincidencia en los nombres —y pudo discutirlo
con Enoch—, es que él no es cuentista, sino “un ensayista, un observador, un
espectador”. Sin embargo, esa nota, datada y comentada en el futuro en ese
libro de consulta del tal Nupton, sí fue escrita por el personaje Max Beerbohm
unos años después de la desaparición de Enoch Soames, precisamente 78 años
antes de 1997; o sea: en 1919, que es el año de la publicación del cuento en Seven men, libro del Max Beerbohm de
carne y hueso. Ese extraño documento, traído del futuro sin la máquina del tiempo de H.G. Wells, que
el personaje Max Beerbohm transcribe y dice tener a la vista (y que parece tecleado por un whatsappero del siglo XXI), reza al pie de la letra, tácitamente
ratificando el shakesperiano y consabido apotegma: La vida no es más que una sombra que pasa [...] un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no
tiene ningún sentido:
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Páginas 40-41 de la Antología de la literatura fantástica Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana Buenos Aires, diciembre 24 de 1940 |
“De la
p. 274 de Literatura Britaniqa
1890-1900 x T.K. Nupton, publicado x el Estado, 1992: x ehemplo, 1 sqritor de
la epoqa, Max Beerbohm, qe bibió asta’öl siglo 20, sqribió 1 quento do ai 1 typo
fiqtisio llamado Enoch Soames — 1
pueta de tersera qategoría qe se qreía 1 henio e iso 1 paqto con el Diablo para
saber qé pensaría dél la posteridá. Es una satyra un poqo forsada pero no sin balor
x qe muestra qen serio se tomaban los ombres hóbenes desa déqada. Aora qe la
profesión literaria a sido organisada como 1 seqtor del serbisio públiqo, los
sqritores an enqontrado su nibel y an aprendido a aser su obligasión sin pensar
en el maniana. El hornalero stá a
l’altura del hornal; i eso es todo. Felismente no qedan Enoch Soames en
esta epoqa.”
VI de VII
Tras la silenciosa
lectura de las cuartillas aporreadas por el anónimo novelista, Kloster lo
elogia, pero le reprocha: “¿Qué me parece? Un relato clínico asombroso. Como
los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extracción de la piedra de
la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero
nombre. Aunque el que eligió —y lo repitió despectivamente—, ¿a quién se le
ocurriría?” Ante esto, el boludo apunta su humildona respuesta y comenta: “Sólo
busqué un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento.
Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de
leer pudiera molestarle aquello.”
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La extracción de la piedra de la locura (c. 1475-1480) Óleo sobre tabla de El Bosco Museo del Prado, Madrid |
Vale observar que Kloster parece muy seguro de sí mismo y
que, como si estuviera muy relajado y tendido panzarriba en el íntimo y
claroscuro diván del terapeuta, no se muerde la viperina para soltarse el chongo,
desgreñarse y sincerarse en un sin número de pormenores de su pensamiento
irónico, mordaz y crítico, y de su vida interior, secreta y personal. Verborreico
torrente que abunda aún más en un segundo diálogo en el club nocturno donde
suele practicar la natación. (Fue un atlético nadador con medallas en el pecho
y mucho le queda de esa fortaleza). Es decir, como si fueran entrañables
amiguetes de parrandas y tragos, y casi sin respirar ni dar pie a que hable su
interlocutor, hace un largo y pormenorizado strip-tease, una lega confesión de lo más oculto, cáustico y controvertido. De
modo que parece que suelta la sopa y toda la recontra sopa de letras y de alusiones
y condimentos literarios; es decir, le revela muchísimo más de las minucias que
subyacen del otro lado de los episodios y versiones que al pelotudo le contó
Luciana. (Por ejemplo, el empecinado rencor y la psicosis de la otrora
bellísima actriz que entonces era su esposa, y luego ex esposa, y que propició,
dice, el ahogo en la bañera de su hija Pauli con el único objetivo de dañarlo a
él.)
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Oliver Sacks |
Pero entre
el caudaloso torrente verbal destaca, como piedra angular, la referencia a la
consubstancial seducción y coquetería de Luciana al oscilar el cuello y hacer
tronar las vértebras del cogote; singular hábito que al pelotudo convertía en
una especie de ansioso y babeante perro
de Pavlov con las orejas erectas en espera de oír clic para lanzarse al
ataque. “El truco del cuello. A mí también me lo hacía.” Apostrofa el anónimo
machín cuando Kloster toca el tema, (no sin haber aludido la ausencia de pechos grandes cuando recién la contrató
porque “Era la única entre todas las postulantes que no tenía faltas de
ortografía”: “No era la clase de chica por la que yo fuera a sentir atracción
sexual. Para decirlo crudamente: no tenía tetas.”): “Entonces, otro día, ella
empezó una pequeña actuación con el cuello. Movía la cabeza de un lado a otro
para hacer crujir las vértebras y echaba cada tanto la nuca hacia atrás como si
tuviera un pinzamiento doloroso.” Vale contrastar, entonces, que con ese
seductor preámbulo que sugería e invitaba al relax con un erótico masajito de
siete leches, el pelotudo logró un postrero beso consensuado, pese al novio de
ella. Pero como no irían ni fueron a más, dedujo, dizque muy docto y dolido,
que aún estaba “en esa edad, a la salida de la adolescencia, en que las mujeres
quieren ensayar su atractivo hombre por hombre”. Mientras que Kloster, hace una
década, recién desempacado de esa estancia de un mes en Italia, e ilusionado como
un adolescente onanista con volcanes de acné en erupción e inducido por el
pavloviano clic del truco del cuello,
se dio de topes contra el agreste rechazo y contra la estrepitosa, inmediata e
iracunda ruptura. Y luego contra las etapas y trasfondos de la pecuniaria demanda
de acoso que preludió el psicótico desasosiego de ella.
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Fotograma de Las siete muertes (2017) |
Pero además de las observaciones y cuestionamientos que
Kloster le hace al anónimo novelista y de que en un tenso momento le argumenta
la probabilidad de que sea la misma Luciana, quien, dada su demencia (que
también supuso el comisario Ramoneda), buscando inculparlo, haya urdido, de
manera sutil y encubierta, el ahogo de su novio, la muerte de sus padres con
setas venenosas, y el asesinato de su hermano mayor (quien era médico y la
canalizó con una siquiatra que la internó durante quince días en una clínica
siquiátrica después de la mortal intoxicación de sus padres), lo más
trascendente, retorcido y oscuro de las revelaciones que le hace se hunden y
empantanan en las movedizas aguas negras de lo quimérico, mítico y supersticioso
(y quizá psicótico, embustero o diabólico),
pues le confiesa en torno a la novela de la secta de asesinos cainitas que le
estaba dictando a Luciana cuando se suscitó la ruptura:
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Grabado en Los demonios de la lengua (La Orquesta, 1987) Ensayo de Alberto Ruy Sánchez |
“Mientras
yo le dictaba a Luciana, alguien me
dictaba a mí. Era un susurro imperioso que vencía todo escrúpulo, toda
vacilación. La escena que tenía por delante, la escena en la que me había
detenido, tenía que ser particularmente horrorosa. Sangrienta sí, pero también
metódica: la ejecución de una venganza cainita. Nunca antes había tenido que
escribir algo así, en general yo siempre preferí crímenes más civilizados [sic], menos estentóreos. Pensé que no
estaba en mi naturaleza, que nunca podría hacerlo. Y de pronto, lo único que
tenía que hacer era escuchar.
Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacía comparecer con realidad
perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilación milagrosa que
no retrocedía ante nada, que mataba y volvía a matar [...] sentía aquello por
primera vez. Pero no podría decir que esa voz me llevara benévola en brazos.
Era más bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y
superior que no me permitía desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso
seguía a duras penas, que se había apoderado de todo, que parecía blandir por
sí misma el cuchillo con una alegría salvaje, como si quisiera decirme: es
fácil, es simple, se hace así y así y así. Cuando terminé de dictar esa escena
estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me había
quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiración. Un
resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujó
sobre Luciana. Recién volví del todo a la realidad cuando percibí que ella se
resistía.”
Vale
recapitular que, por lo que apunta el pelotudo casi al inicio de la obra,
Kloster, cuando aún era el escritor secreto y de culto de una minoría, ya era
un legendario y mefistofélico hacedor de novelas malditas, de historias donde
pululaba la muerte, el mal y la maldad; es decir, como si Kloster fuera ya el
esotérico Gran Heresiarca adorado por su fanática cohorte de aspirantes a demiurgos menores y cada una de sus
novelas: una temporada en el Infierno,
un descenso al tétrico y negro corazón de
las tinieblas. Según sopesa y pondera apologético: “En la contraportada de
su primer libro se decía con cortesía que había algo ‘impiadoso’ en sus
observaciones, pero quedaba claro, a poco que se leyera, que Kloster no era
impiadoso: era despiadado. Sus novelas, desde los primeros párrafos, encandilaban,
como los faros de un auto en la ruta, y demasiado tarde uno se daba cuenta que
se había convertido en una liebre aterrada, quieta y palpitante, incapaz de
hacer otra cosa que seguir, hipnóticamente, pasando las páginas. Había algo
casi físico, y cruel, en la forma en que sus historias penetraban capas y
removían miedos enterrados, como si Kloster tuviera un tenebroso poder de
trepanador y a la vez las pinzas más sutiles para sujetarte. No eran tampoco
exactamente —tranquilizadoramente— policiales
(cómo hubiéramos querido poder descartarlo como un mero autor de meros
policiales). Lo que había era, en su estado más puro, maldad. Y si la palabra
no estuviera ya lavada e inutilizada por los teleteatros, ésa hubiera sido
quizá la mejor definición para sus novelas: eran malvadas.”
Y
ahora, por lo que le revela al pelotudo, Kloster, con la novela que escribe,
con interrupciones, desde hace un decenio —y que empezó a imaginar como una
especie de expiación y venganza contra Luciana (por la pérdida de su hija que
encausó la demanda de acoso que le impuso y que al unísono implicó la pérdida
de la vida que llevaba) y que inició (para conjurar el vacío existencial y la
página en blanco) haciendo primero una invocación a esa especie demonio tal si
estuviera rezando en un subterráneo y oculto rito negro, y luego siguiendo la
voz y el dictado frenético y delirante de esa variante de ángel exterminador que le sopla al oído, le agarra la mano y le
mueve la pluma (algo como la sangre late
y circula en ella)—, ha arribado a una latitud de suprema decantación y
apoteosis estética (dice que es su mejor novela), y que funciona (aún antes de
saber que ya era y es así) como si se
tratase de una especie de rústica muñeca
vudú a la que, por venganza, se le
clava alfileres para causar daño (y aún más) en alguien focalizado en la vida real. Es decir, con el trazo y
desarrollo de unos personajes equivalentes a él, a Luciana, a su novio, a sus
padres, a su hermano mayor, y a su abuela, ocurre luego o enseguida la muerte
de éstos. Pero ojo: Kloster no se atribuye la maquinación y ejecución de tales
crímenes en la supuesta vida real donde vive y colea Luciana, sino que se los
atribuye al otro, al ente maldito y asesino que lo habita y
domina, como un poseso, a la hora de
escribir esa obra en colaboración (y
que por ende lo reduce a ser un mero
ejecutante de la inspiración diabólica). Supuesto ser invisible que él llama: “mi Sredni Vashtar”, el críptico apelativo
con que, en el homónimo cuento de Saki (H.H. Munro) —también seleccionado en
1940 en la Antología de la literatura
fantástica—, el señorito inglés Conradín —un solitario, huérfano e
hipocondríaco niño de diez años—, bautiza al hurón de los pantanos que, en el secreto altar del cobertizo de las
herramientas del jardín —adora, ora y ruega—, como si fuese el dios pagano de
su íntima religión (un dios que favorecía
el impaciente lado feroz de las cosas) y que mata por él en el cobertizo —luego
de gritar y cantar, a modo de ruego y maleficio, los versos de su particular peán de victoria y devastación—, a la
persona que más odia y le hace imposible el día a día: la señora Ropp, su prima
y tutora, que él apoda con desprecio “La Mujer”, quien lo oprimía y recluía en
la casona (quizá ubicada en la Birmania Británica) atendida por la servidumbre
y que, incluso, para dañarlo, vendió su querida “gallina del Houdán”. Y por
ello ve por la ventana del comedor, antes paladear las tostadas que él mismo se
prepara a la hora del té (según “La Mujer” las tostadas “eran malas para
Conradín”), que esa idolatrada deidad sale del cobertizo casi como un
intangible, evanescente y horrorosísimo espectro que se traslada al más allá: “Con una exultación furtiva,
volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Por la puerta salió una
larga bestia amarilla y parda, baja, con ojos deslumbrados por la luz del
atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y el cuello.
Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de
las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre
los arbustos. Ése fue el tránsito de Sredni Vashtar.”
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Páginas 238-239 de la Antología de la literatura fantástica Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana Buenos Aires, diciembre 24 de 1940 |
En
este sentido, cuando el anónimo novelista regresa de sus quince días en Salinas
(donde lo más memorable y sustancioso fue la aventura de Humbert Humbert con la
jovencita alumna) y en Buenos Aires han ocurrido una serie de simultáneos
incendios en varias mueblerías (semejantes a los incendios simultáneos ocurridos
cuando hace dos semanas voló hacia allá), y la abuela de Luciana figura entre
los primeros catorce cadáveres del geriátrico que se hallaba encima de una de
las mueblerías consumidas por el fuego, ella culpa a Kloster de ser el
causante, y por ello habla por teléfono con el anónimo narrador. Y, neurótica y
aterrorizada, lo incita a que se haga cargo del féretro de su abuela, y a que
busque a Kloster de inmediato y hable con él para que no mate a su hermana,
pues además de que Valentina hizo migas con Kloster durante la citada
entrevista que le hizo para la revista escolar, no le cree ni una pizca de la
demencial historia de los supuestos asesinatos iniciados hace una década. “No
se da cuenta de que ella es la próxima”,
le dice.
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Fotograma de Las siete muertes (2017) |
El
anónimo novelista localiza a Kloster en el club nocturno donde hace su diaria
rutina de natación y donde juega solitario en una mesa de pool. Y pese a que Kloster le argumenta con rispidez su inocencia y
el asombroso paralelismo entre lo que acaba de escribir en su novela en ciernes
y al unísono acaba de ocurrir en la realidad (la muerte de la abuela entre los
14 fallecidos en el geriátrico y quizá más), acepta la petición de ir a hablar
con Luciana para calmarla y persuadirla de que él no tiene nada que ver en ese
deceso; pues, según le afirma al pelotudo, dejó de guardarle rencor después de
la muerte de sus progenitores; lo cual ocurrió, hace nueve años, el día después de que Kloster escribiera
la muerte de los padres de la personaje que equivale a Luciana: los de ésta
fallecieron al envenenarse con unas setas que parecían comestibles y que su
madre recolectó (con Valentina) ex
profeso para la tradicional tarta de aniversario de su matrimonio; los de
su novela murieron envenenados por las deletéreas emanaciones de una estufa.
Mientras
durante esa noche fatal y dantesca Buenos Aires está convulsionada y atrofiada
por los simultáneos incendios en varias mueblerías, Kloster y el anónimo
novelista van en un taxi hacia el departamento de Luciana. Y al llegar y
oprimir el timbre, la que baja en el ascensor y abre la puerta del edificio es
Valentina, quien, para sorpresa del pelotudo (y del desocupado lector, lectora
o lectore) es idéntica a la Luciana
de hace diez años. Y cuando los tres recién han subido al último piso, oyen que
Luciana se lanza por la ventana y muere. Y entre la onomatopeya de la caída, el
triangular shock, el nerviosismo y el
desconcierto, el pelotudo rescata “un papel que Luciana había clavado en el
picaporte”. Y antes de guardárselo, lee que, con “letras grandes y
apresuradas”, reitera post mortem la
petición que unos minutos antes le hizo por teléfono sobre Valentina: Que al menos se salve ella.
VII de VII
En el desolado entierro
de Luciana a fines de agosto sólo estuvieron presentes Kloster y Valentina,
quienes colocaron un solitario ramo de flores. Y el anónimo novelista fue a
meter las narices, no tanto para expresar sus sentidas condolencias, sino para
constatar lo que entrevió (y le cala hasta los huesos) desde el momento en que
los tres subían en el ascensor rumbo al departamento de las hermanas B
(¿podrían ser Borges, Bioy o Biorges?):
una complicidad e íntima cercanía entre Kloster y Valentina. Meollo que en el
cementerio se hace patente y deja entrever las posibilidades eróticas y
afectivas entre ese variante de Humbert Humbert y esa seductora nínfula que aún
no cumple los 18; quien además fue corregida y aumenta por el dedo flamígero de
la naturaleza, pues físicamente se diferencia de su hermana en los turgentes y
prometedores senos que sí tiene.
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Fotograma de Las siete muertes (2017) |
Allí
en el panteón, Kloster discretamente le pide al pelotudo hacerse a un lado para
cuchichear y le pregunta por lo que decía la nota que dejó Luciana antes de
suicidarse. El boludo le recita la frase y le dice que entregó el papel a la
policía y que habrá investigación. Cosa improbable, pues Kloster le hace ver
que parece otro signo de locura. Y
entre las asperezas que el pelotudo le espeta a quemarropa, destaca el hecho de
que lo acusa de saber previamente lo que iba ocurrir. Kloster debate la
imputación y vuelve a aludir al otro,
al ser invisible que le dicta la
escritura in progress, y lo que
paralelamente o al unísono hace en la realidad sin consultarlo ni concordarlo
con él: “Me daba cuenta de que no era yo el que escribía los hechos, sino
alguien delante de mí.” Lo cual incita aún más la contenida rabia del boludo,
quien, como si también echando chispas empezara a perder las tuercas y los
tornillos, le echa en cara, alzando la voz y apuntando y blandiendo el dedo, ser
el causante de todas las muertes: “¡Basta ya con eso! No lo creí ni la primera
vez. Fue usted. Usted. Cada vez fue usted.” A lo que Kloster responde: “Muchacho:
debería cuidarse”; “Está empezando a sonar como Luciana. Se lo voy a decir por
última vez [...] lo único que hice, en todos estos años, fue escribir palabras
sobre papel.”
Y en ese rudo rifirrafe de compadritos de conventillo gruñendo
y pelando los dientes en una taberna prostibularia en la esquina rosada del mítico y arrabalero barrio Sur de Palermo, el
boludo lo amenaza para que se ponga a temblar y le agarren retortijones e
insomnio de por vida: “Aunque no haya investigación”, “me voy a ocupar de
escribirlo todo. Cada una de las muertes. Todo lo que Luciana me contó. Alguien
tiene que saberlo.” Y Kloster, como si fuera un sonriente y ágil Cassius Clay
porteño, le revira a ese aspirante a Monzón haciendo burlescos y sardónicos
círculos en el ring:
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Cassius Clay |
“Me parece muy bien que los novelistas escriban novelas
[...] Casi le diría que me interesa ver cómo el campeón de lo aleatorio se las
arregla para convertirme en el Gran Demiurgo. El que hunde bañeros sin tocarlos
y sopla esporas en los bosques y saca asesinos de las cárceles y prende fuego a
las ciudades. ¡Y tiene incluso poderes telepáticos para ordenar suicidios! Hará
de mí un superhombre antes que un asesino. Vamos: usted lo sabe. No puede
escribir todo eso sin caer en el ridículo.” Pero como el dogo argentino aprieta
y no suelta la mandíbula, Kloster remata en el hígado buscando el nocaut:
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Dogo argentino |
“Supongo que no puedo impedir que escriba lo que quiera.
Pero quizás entonces yo también me decida a terminar mi manuscrito. Mi propia
versión. Sólo lamento que todos creerán que está inspirada en los hechos. Que
primero ocurrieron los hechos. Causa y efecto. Sólo usted y yo sabremos que
están invertidos [...] Será una novela diferente de todas las que escribí hasta
ahora. No sé la suya [...], pero la mía tendrá un final feliz.”
Guillermo Martínez, Muerte lenta de Luciana B. Novela
Crimen y Misterio, Booket. México, agosto de 2019. 232 pp.
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Trailer de La ira de Dios (2022)
Trailer de Las 7 muertes (2017)
Las siete muertes (2017), película dirigida por Gerardo Herrero, basada en Muerte lenta de Luciana B. (2007), novela de Guillermo Martínez.