jueves, 24 de agosto de 2023

El Golem


   El nombre es arquetipo de la cosa
                               
I de II
Sucesivos y numerosos lectores, ocultos en las catacumbas de la recalentada aldea global (y de distintos idiomas), acceden por primera vez a El Golem (“en hebreo significa terrón de tierra, así como Adán quiere decir arcilla”) —legendaria novela del vienés Gustav Meyrink (1868-1932) escrita en alemán y editada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff, en un libro ilustrado con ocho litografías de Hugo Steiner-Prag— inducidos por las breves y dispersas alusiones que de tal obra hace el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) y al unísono sobre la antigua y epónima leyenda popular judeocabalística.
Margarita Guerrero en 1945
Foto: Grete Stern
    Por ejemplo, en uno de los textos breves del célebre Manual de zoología fantástica (FCE, México, 1957), urdido con la inasible y evanescente Margot: Margarita Guerrero; en su poema “El Golem”, fechado en 1958 e incluido en El otro, el mismo (Emecé, Buenos Aires, 1964); en su conferencia “La cábala”, de Siete noches (FCE, México, 1980), en cuya transcripción y corrección participó el periodista y diplomático argentino Roy Bartholomew; en su prólogo a El cardenal Napellus, narraciones de Gustav Meyrink (La Biblioteca de Babel núm. 3, Siruela, Madrid, 1984); en dos brevísimas notas publicadas en la revista de señoras elegantes El Hogar, es decir, en un par de los llamados Textos cautivos (Tusquets, Barcelona, 1986) por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí: la reseña, del “16 de octubre de 1936”, sobre El ángel de la ventana occidental, novela de Gustav Meyrink, de 1920, que Borges leyó en alemán, y la biografía sintética que le dedicó el “29 de abril de 1938”. Y en un minúsculo comentario dicho por Borges que se puede oír en todo el globo terráqueo en YouTube y en Borges por él mismo, disco compacto editado con un libro en 1999, en Madrid, con el número 128 de la Colección Visor de Poesía, Serie El poeta en Su Voz; grabación hecha originalmente a través de “un convenio entre la Universidad Autónoma de México y AMB Discográfica de Buenos Aires”, que cierta élite asentada en la capital mexicana otrora pudo escuchar, pues en 1968 el Departamento de Voz Viva, de Difusión Cultural de la UNAM, la publicó con el número 13 de la serie Voz Viva de América Latina —la segunda y última edición data de 1982—, cuyo elepé incluye un cuaderno adjunto con los comentarios, prosas y versos que el poeta ciego de Buenos Aires dijo de memoria, más un prólogo que Salvador Elizondo firmó en “Oberengadin, Suiza, 15 de febrero, 1968”.

   
Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Salvador Elizondo
Capilla del Palacio de Minería
México, abril de 1981
        Tal comentario de Borges, al parecer improvisado, precede a su recitación de “El Golem” y dice a la letra: “El primer libro que leí en alemán, que descifré en alemán, mejor dicho, fue la novela Der Golem de Gustav Meyrink. El tema, el tema de un hombre fabricado por los cabalistas, me impresionó. Después leí el libro de 
[Gershom] Scholem, al cual hago alusión en el texto y el libro de Frachtenberg [Abraham von Franckenberg sobre supersticiones judías. Mi amigo Adolfo Bioy Casares dice que este poema es el mejor de los muchos, de los demasiados poemas que he perpetrado. Creo que tiene razón, ya que este poema, si no me engaña la vanidad, se aúnan lo patético y lo humorístico. El Golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios y es también lo que el poema es al poeta.”
La familia Borges tras su llegada a Ginebra a mediados de abril de 1914
Los papás: Jorge Guillermo Borges y Leonor Rita Acevedo
Los hijos: Norah y Georgie
      Esto remite al hecho (esbozado por todos los biógrafos habidos y por haber) de que los Borges vivieron en Ginebra entre 1914 y 1918 (los aciagos años de la Gran Guerra), y que durante tal período, en 1916, el joven Georgie empezó a enseñarse a sí mismo el germano con el auxilio de un diccionario alemán-inglés y “los primeros poemas de Heine, el Lyrisches Intermezzo”. Esto también lo menciona el propio Borges en su parcial y polémico Autobiographical Essay, escrito en inglés con el norteamericano Norman Thomas di Giovanni de amanuense, publicado el 19 de septiembre de 1970 en la revista The New Yorker, e incluido en el libro antológico The Aleph and other stories, 1933-1969 (Dutton, New York, 1970); Ensayo autobiográfico póstumamente prologado y traducido al español por Aníbal González, precisamente para la edición conmemorativa del centenario del nacimiento del argentino, impresa en España, en 1999, por Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores y Emecé, con un epílogo de María Kodama y numerosas fotos en blanco y negro. Allí, en la página 40 dice Borges: “Poco a poco, y dado el sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podría prescindir del diccionario. Pronto me abrí camino entre los encantos de ese idioma. También conseguí leer El Golem, la novela de Meyrink. (En 1969, estando yo en Israel, hablé sobre la leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, destacado erudito del misticismo judío, cuyo apellido utilicé dos veces como única rima adecuada en mi poema sobre el Golem.)” Vale recordar, entre paréntesis, que en Israel, el 19 de abril de 1971, Borges recibió la cuarta entrega del “Premio Jerusalén, dotado de 2.000 dólares”.

Norman Thomas di Giovanni y Borges
        Curiosamente, en la página 174 de La cábala y su simbolismo (impreso en alemán en 1960, traducido al español por Juan Antonio Pardo y desde 1978 sucesivamente reeditado en México por Siglo XXI), Gershom Scholem 
—cuyo libro más célebre es Las grandes corrientes de la mística judía (FCE, México, 1993), cuya primera edición en inglés data de 1941 transcribe una versión tardía de la antigua leyenda judaica, “tal como la describió con visión penetrante Jakob Grimm [uno de los celebérrimos Hermanos Grimm] en el romántico Periódico para eremitas, del año 1808 [‘Según Rosenfeld’].
   
Gershom Scholem
(Berlín, diciembre 5 de 1897-Jerusalén, febrero 21 de 1982)
        “Los judíos polacos modelan, después de recitar ciertas oraciones y de guardar unos días de ayuno, la figura de un hombre de arcilla y cola, y una vez pronunciado el šem hameforáš [‘el nombre divino’] maravilloso sobre él, éste ha de cobrar vida. Cierto que no puede hablar, pero entiende bastante lo que se habla o se le ordena. Le dan el nombre de Gólem, y lo emplean como una especie de doméstico para ejecutar toda clase de trabajos caseros. Sin embargo, no debe salir nunca de casa. En su frente se encuentra escrito emet [‘verdad’], va engordando de día en día y se hace enseguida más grande y fuerte que todos los demás habitantes de la casa, a pesar de lo pequeño que era al principio. De ahí que, por miedo de él, éstos borren la primera letra, de forma que queda sólo met [‘está muerto’], y entonces el muñeco se deshace y se convierte en arcilla. Pero hubo una vez uno que, por un descuido, dejó crecer tanto a su Gólem que ya no podía llegarle a su frente. Movido por un gran miedo, ordenó a su criado que le quitase las botas, pensando que, al doblarse, le podría llegar a la frente. Ocurrió tal como pensaba el dueño, y éste pudo felizmente borrar la primera letra, pero toda la carga de arcilla cayó sobre el judío y lo aplastó.”

Borges y María Esther Vázquez
(Rosario, Argentina, 1983)
         La argentina María Esther Vázquez, colaboradora de Borges en Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y en Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965) y autora de la biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996) y, entre otros libros, de las entrevistas Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, Madrid, 2001), colaboró con él en La Biblioteca di Babele, serie de 33 libros de literatura fantástica que Borges dirigió y prologó (en su mayoría) a petición de Franco Maria Ricci, adinerado y exquisito editor europeo que la publicó en italiano, en Parma y Milán, entre 1975 y 1985; la cual, entre 1983 y 1988 apareció en español editada en Madrid por Ediciones Siruela —la editorial fundada por el adinerado y exquisito Conde de Siruela—, precedida por los seis títulos de la colección editados en Buenos Aires, entre 1978 y 1979, por Ediciones Librería de la Ciudad. En el citado prefacio a El cardenal Napellus 
número 3 en Siruela (Madrid, 1984) y número 4 en Ediciones Librería de la Ciudad (Buenos Aires, 1979)—, que además del relato que le da título al librito incluye los cuentos “J.H. Obereit visita el país de los devoradores del tiempo” y “Los cuatro hermanos de la luna. Un documento” (trilogía traducida del germano por María Esther Vázquez), Borges, al inicio, vuelve a recordar su aprendizaje del alemán en Ginebra, en 1916, y su descubrimiento de El Golem, y más adelante dice: “Hacia 1929 yo vertí al español el primer texto de este volumen, que procede del libro de relatos Fledermäuse, y lo publiqué en un diario de Buenos Aires, que envié a Meyrink. Éste me contestó con una carta en la que, a través del desconocimiento de nuestro idioma, ponderaba mi traducción. Me envió a sí mismo su retrato. No olvidaré los finos rasgos del rostro envejecido y doliente, el bigote caído y el vago parecido con nuestro Macedonio Fernández. En Austria, su patria, los muchos acontecimientos de la literatura y de la política casi han borrado su memoria.”
     
Gustav Meyrick
(Viena, enero 19 de 1868-Starnberg, diciembre 4 de 1932)
        Y bueno, otra indeleble referencia que Borges hizo sobre el Golem y la novela homónima de Gustav Meyrink, es el prólogo que escribió (dictando y corrigiendo de oído) cuando incluyó a ésta en el número 41 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, que él pergeñó y codirigió con María Kodama (quien era su secretaria, lazarilla y amanuense), libro impreso por Hyspamérica Ediciones, en 1985, en Madrid. (Vale observar que tal colección de 75 números, tres de ellos sin prólogo de Borges, editados por Hyspamérica entre 1985 y 1986, tuvo la particularidad de que se distribuyó a través de estanquillos de periódicos de España y América Latina). En tal prólogo dice Borges:

“Los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por obra de la alquimia; los cabalistas, por obra del secreto nombre de Dios, pronunciado con sabia lentitud sobre una figura de barro. Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Golem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue creado. Arnim y Hoffmann conocieron esa leyenda. En el año 1915, el austríaco Gustav Meyrink la renovó para la escritura de esta novela. Harta de sonoras noticias militares, Alemania acogió con gratitud sus fabulosas páginas, que le permiten olvidar el presente. Meyrink hizo del Golem una figura que aparece cada treinta y tres años en la inaccesible ventana de un cuarto circular que no tiene puertas, en el ghetto de Praga. Esa figura es a la vez el otro yo del narrador y un símbolo incorpóreo de las generaciones de la secular judería. Todo en este libro es extraño, hasta los monosílabos del índice: Prag, Punsch, Nacht, Spuk, Licht. Como en el caso de Lewis Caroll, la ficción está hecha de sueños que encierran otros sueños. Hacia esa fecha, Meyrink había dejado la fe cristiana por la doctrina del Buddha.
“Antes de ser un buen terrorista de la literatura fantástica, Meyrink fue un buen poeta satírico. Su Cornucopia del burgués alemán data de 1904. En 1916 Meyrink publicó El rostro verde, cuyo protagonista es el Judío Errante, que en alemán se llama Judío Eterno; en 1917 La noche de Walpurgis; en 1920 una novela que hermosamente se titula El ángel de la ventana occidental. La acción ocurre en Inglaterra, los personajes son alquimistas. Gustav Meyrink, cuyo prosaico nombre era Meyer, nació en Viena en 1868 y murió en Starnberg, Baviera, en 1932.”


II de II
Pero si seducido e inducido por las fragmentarias referencias borgeseanas (no exentas de crítica y de algún yerro), el novicio lector de las catacumbas de la recalentada aldea global piensa que en la novela de Gustav Meyrink accederá a los desvelos y afanes de un erudito rabino empeñado en dar vida a un Golem de barro mediante el dominio de los secretos de la supuesta mística judía, es decir, de la cábala; y más aún: que será testigo del destino del Golem, de sus torpezas en la sinagoga al ejecutar las rudas labores domésticas para las que fue creado, de su incapacidad para hablar y comprender más allá de su frente y nariz (quizá a imagen y semejanza del Herman Monster televisivo o del Frankenstein cinematográfico corporificado por Boris Karloff), de su constante y descomunal crecimiento, y de algunos otros meollos que según la antigua tradición suscita, como aplastar y despanzurrar al rabino en el instante en que éste determine su fin, hay que decirle que el asunto no va por allí, y que ante el trazo, reescritura y transformación que hizo Gustav Meyrink, Gershom Scholem, en el citado libro La cábala y su simbolismo (Siglo XXI, México, 1978), antes de iniciar el análisis de “La idea del Gólem en sus relaciones telúricas y mágicas”, dice, entre otras cosas, que en El Gólem de Meyrink “queda poco de la tradición judía”; que en su “cabalística hipotética [...] se presentan unas ideas de salvación más de corte hindú que judaico”; y que pese a “su desordenada y caótica confusión”, los “elementos de una profundidad —e incluso grandeza— incontrolable se confunden con una extraña facilidad para la charlatanería mística y para el épater le bourgeis”, lo cual, dado que en la lengua de Cervantes significa “espantar al burgués”, quizá pudo haber regocijado al joven Georgie, en Ginebra, quien en tanto alumno del Colegio Calvino (el Collège de Gèneve fundado por Juan Calvino en 1559), donde estuvo inscrito entre 1914 y 1917 (“su última experiencia académica como alumno”), con su condiscípulo y amigo judío Simon Jichlinski hacía largas caminatas y excursiones, mientras que con Maurice Abramowicz, su otro amigo judío, a quien  al parecer conoció en 1917 —el año en que Borges empezó a escribir sonetos en francés e inglés, pero no en español—, compartía también el descubrimiento filosófico y literario (los simbolistas franceses, el expresionismo alemán, Henri Barbusse, Romain Rolland, Johannes Becher, Walt Whitman, Gustav Meyrink, etc.), andanzas nocturnas y tabernarias, y recitaciones de poemas frente al Ródano (Les fleurs du mal de Baudelaire y Le bateau ivre de Rimbaud, etc.), e incluso se tiraban clavados y nadaban a brazo batiente, más una óptica antibelicista, antimilitar, anticapitalista, revolucionaria, maximalista y pro bolchevique.
Curso escolar 1916-1917 del Colegio Calvino de Ginebra
(el Collège de Gèneve fundado por Juan Calvino en 1559)

Borges, en la fila superior, en el centro, con los brazos cruzados y sin corbata.
Su amigo, Simon Jichlinski, en la tercera fila, el tercero por la derecha.
  En la novela de Gustav Meyrink —cuya primera edición por entregas apareció en diciembre de 1913, en Leipzig, en Die Weissen Blätter, revista del expresionismo alemán, donde en octubre de 1915 se editó La metamorfosis de Franz Kafka (que Kurt Wolff llamaba la historia de la chinche)—, Zwakh, un viejo marionetista y cuentero ambulante, narra pormenores de la leyenda oral del Golem, la cual, según él, se gestó en el siglo XVI en la calle de la Antigua Escuela del añejo gueto de Praga, sitio donde viven y dialogan los personajes en un tiempo onírico ubicado a fines del siglo XIX o a principios del XX. Desde entonces, cada 33 años (la edad de Cristo) aparece el Golem, homúnculo que súbitamente se suele ver en las callejas del gueto o en un alto cuarto de la Antigua Escuela: aquel cuyo único acceso es una ventana enrejada que da a la calle.

Así, las premoniciones oníricas y los presagios en la vida cotidiana se suceden y anuncian la inminente aparición del Golem. Por ejemplo, Zwakh, quien habla con otros tres alrededor del ponche (Prokob, músico; Vrieslander, pintor; y Pernath, tallador de piedras preciosas), dice que supo del Golem hace 66 años, en su infancia, cuando sus rasgos faciales aparecieron al fundir plomo; y hace 33, cuando inesperadamente tropezó con él en una calle del gueto. 
En este sentido, en el ojo del huracán de la cabalística fecha y de tal atmósfera premonitoria y propiciatoria, casi al concluir la charla, Pernath y Zwakh ven que los rasgos del Golem se esbozan por sí mismos en la cabeza de la marioneta que Vrieslander talla en madera, los cuales Zwakh había reconocido en los rasgos de un tipo que Pernath vio en un sueño, ámbito donde al parecer le entregó el libro de Ibbur que, oh paradoja, posee en la supuesta realidad.
Athanasius Pernath, el protagonista, sujeto de señales y presagios que anuncian la aparición del Golem, se introduce, desde su cuarto y sin proponérselo, en un oscuro laberinto subterráneo bajo el gueto que lo conduce a la alta habitación que sólo tiene una ventana enrejada, donde halla la túnica medieval que identifica al Golem y un juego del tarot (que dentro de la superstición de la novela significa lo mismo que la Torá, la ley judaica), cuyos 22 arcanos mayores son el mismo número de las letras del alfabeto hebreo; es decir, según la novela se trata de una especie de libro donde está cifrada la cábala, la mística judía para concebir al Golem. Pero Pernath —quien habla alemán, ignora el hebreo y el significado de los arcanos del tarot— sólo extrae y guarda en su bolsillo la carta del fou (el loco), tras sufrir una pesadillesca y recíproca magnetización ante tal imagen; la cual se enfatiza aún más si se piensa que el fou representa su alter ego y a sí mismo, puesto que estuvo en el manicomio, no recuerda su pasado ni cómo aprendió su oficio de tallista de piedras preciosas; y en el gueto, pese a su fama de hacedor de rutilantes gemas, lo tildan de loco. 
En tales circunstancias, dos veces encarna el fantasma del Golem, dos posibles vaticinios de su verdadera aparición en el gueto de Praga: cuando unas ancianas lo oyen y lo ven gritar encerrado en lo alto del cuarto sin acceso; y cuando en la calle, todavía ataviado con la túnica medieval, suscita pánico entre quienes creen ver al auténtico, horrorosísimo y espeluznante Golem.
Shemajah Hillel, archivero en el ayuntamiento y en la sinagoga Altneus (cercana a la Antigua Escuela) donde se guarda la “figura de barro de la época del emperador Rodolfo” (los restos de un Golem, dicen algunos), es un individuo bondadoso y desprendido que inspira respeto y que mediante la hipnosis conjura la catalepsia que ataca al angustiado, fóbico y amnésico de Pernath. Por sus conocimientos del hebreo, del tarot, de la cábala y por ende del Libro del Esplendor o Zohar—la obra central de la mística judía o tradición de las cosas divinas, urdida en el siglo XIII por Moisés de León (quien se la atribuye a Shimon bar Yojai)—, pese a que no es un rabino (de hecho en la novela no actúa ninguno), podría ser el que ante un montón de arcilla moldeada con la figura de un hombre convocara el surgimiento del Golem tras escribir en su frente la palabra emet (verdad) y al pronunciar la cifra divina: “el Nombre que es la Clave” (concebido al combinar y permutar “las letras de los inefables nombres de Dios”); es decir, el que día a día, mientras el Golem engorda y crece, lo activara colocándole detrás de los dientes la secreta inscripción que atrae “las libres fuerzas siderales del universo”; y el que pudiera dictar su necesario e irremediable fin tras borrar la primera letra de la citada palabra, de modo que quedaría met (muerto).
Sin embargo, el Golem nunca aparece corporificado en una figura de barro, sino sólo aludido como un terrorífico fantasma acuñado por la tradición y el inconsciente colectivo, ante el cual, cuando alguien se encontrara con él, según rezan las anécdotas sin que ocurra ningún caso que lo compruebe, sentiría el vértigo y la certeza de hallarse frente a sí mismo, ante su propia alma, frente a un doble que es él y todos los individuos a la vez.
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 41
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985
  En su citado prólogo a El Golem, Borges dice que se trata de una novela onírica: “Como en el caso de Lewis Carroll, la ficción está hecha de sueños que encierran otros sueños”. Es cierto. La obra inicia con una serie de sueños y pesadillas que pertenecen a Athanasius Pernath (imágenes repletas de símbolos que denotan la pagana y abigarrada afición del vienés Gustav Meyrink por la fantasía hermética y esotérica, por las antiguas religiones, por la videncia onírica, y por la moda del subconsciente, del psicoanálisis y de la interpretación de los sueños). 

Pero sólo al término se sabe que el total de lo soñado y vivido por el bueno de Athanasius Pernath (incluidas las videncias y confluencias oníricas y lo evocado, vivido, leído, escrito y soñado por los otros personajes) en realidad ha sido soñado en el lapso de una hora por un hombre que por equivocación tomó, en la catedral de Hadschrim, el sombrero de Pernath, el cual suscitó tooooooodo el sueño (que es todos los sueños) y le reveló las pistas que lo guían para devolvérselo a éste, quien aún vive, pese a que el viejo gueto del sueño ya no existe como tal.
Ahora que si el sombrero de Athanasius Pernath es una especie de objeto mágico, sosias o doble del protagonista, cabe añadir que la novela de Gustav Meyrink es, además, una apología y deificación de las supuestas virtudes trascendentales y cósmicas del amor, dado que Pernath y Miriam (quien en su pobreza esperaba milagros) encarnan la fusión místico-erótica de la dualidad (el retorno a la dualidad primigenia), la rosa sin por qué que para ellos —“espejos de Dios”, “profetas”— es representada por la imagen de un semidiós hermafrodita, dizque del antiguo culto egipcio a Osiris, no como “una meta final”, sino “como principio de un nuevo camino, eterno... sin fin”. 
De ahí que los detalles de tal culto se encuentren plasmados a lo largo de los mosaicos azul turquesa con frascos dorados que cubren toda la muralla del jardín de la casona de ambos, y que la gran puerta de ésta, como si fuera el grueso y alto portón de un antiguo templo sagrado, esté adornada con el regio y barroco hermafrodita: una hoja es la figura femenina y la otra es la masculina.


Gustav Meyrink, El Golem. Traducción del alemán al español de Celia y Alfonso Ungría. Prefacio de la serie y prólogo de Jorge Luis Borges. Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 41, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 280 pp.


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Nota bene: Recién he leído la edición de El gólem (Letras Populares núm. 11, Ediciones Cátedra, Madrid, 2013), traducida del alemán, anotada y prologada por Isabel Hernández (quizá la mejor entre las distintas versiones que circulan en el mercado del idioma español), donde, entre las previsibles variantes de la traducción, descuella el hecho de que cuando Athanasius Pernath se introduce en el cuarto (sin puertas y con una sola ventana enrejada) donde la leyenda reza que aparece el gólem cada 33 años, la primera carta del tarot que observa y que al salir de allí guarda en su bolsillo, no es la del fou (el loco), como sucesivamente se lee en la traducción de Celia y Alfonso Ungría, sino la del mago, lo cual implica otro sentido y las subsiguientes repeticiones, acepciones y consonancias.



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Enlace a "El Golem", poema de Jorge Luis Borges comentado y recitado por él mismo. 



domingo, 13 de agosto de 2023

Los cachorros


Haciendo el paso de la muerte

I de II
De cuando en cuando, desde hace un buen número de años, suelen editarse en distintas editoriales y de manera conjunta: el libro de cuentos Los jefes (1959) y el relato Los cachorros (1967), el primero y el cuarto de los libros de ficción publicados —en España y en el globo terráqueo— por el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), signados, desde el inicio, por la buena estrella que siempre lo ha distinguido.
    
Mario Vargas Llosa el día de su boda con su prima Patricia Llosa.
A la izquierda: su suegro, el tío Lucho, y su suegra, la tía Olga.
A la derecha: Dora Llosa, la madre del escritor.
(Miraflores, mayo de 1965)
        
            Entre las anécdotas de 1952 que narra en “El tío Lucho”, el IX capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), apunta que a sus 16 años vivió en Piura, en casa de sus tíos Lucho y Olga, entre abril y diciembre, lapso en que trabajó en el periódico La Industria y cursó “el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel”, donde gracias al profesor de literatura y al director de la escuela pudo montar y dirigir nada menos que su primer libreto teatral: La huida del inca (aún inédito), que él escribió en Lima en 1951 y con el que obtuvo el segundo lugar del “Tercer Concurso de Teatro Escolar y Radioteatro Infantil organizado por el Ministerio de Educación Pública”, cuyo estreno ocurrió el 17 de julio de 1952 en el teatro Variedades de Piura. “El éxito de La huida del inca [apunta en la página 198] hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de la cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando [la primea de nueve años y la segunda de siete, quien sería su segunda esposa y la madre de sus tres hijos], pues la censura había calificado la obra de ‘mayores de quince años’”.
Cartel del estreno de La huida del inca en el Teatro Variedades de Piura
Julio 17 de 1952
  Sobre tal libreto, urdido tras leer en La Crónica la convocatoria del concurso y cuando aún era alumno del Colegio Militar Leoncio Prado (lo fue entre 1950 y 1951), dice en la página 122, casi al término de “El cadete de la suerte”, el V capítulo de El pez en el agua

     
Joven anónimo y el adolescente Mario Vargas Llosa en 1952 tecleando
en una máquina Underwood, quien luego de dos años en el Colegio
Militar Leoncio Prado (entre 1950 y 1951) y tras su paso por La Crónica
[en Lima, unos tres meses], trabaja en el diario La Industria de Piura
a donde se muda 
[tras cumplir 16 años] para terminar la secundaria”. 
        
        “No sé cuántas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopadradinos el derecho de ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba las horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.
“Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador, que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra —espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual— ni en el certamen al que la presenté.”
Mario Vargas Llosa con la tía Julia en 1958
  Ya en España —a donde el joven Mario llegó en 1958 casado con su primera esposa Julia Urquidi Illanes (1926-2010), hermana de su tía Olga, y con el apoyo de la beca Javier Prado para doctorarse en la Universidad Complutense de Madrid—, no tardó en ganar, en 1959, el Premio Leopoldo Alas “Clarín” con su libro de cuentos Los jefes, que fue impreso ese año, en Barcelona, por la Editorial Rocas. Y en “El sartrecillo valiente”, el XIII capítulo de El pez en el agua, evoca que con una primera versión del cuento que titula y abre tal librito (más otro relato sobre “la casa verde”, el inmortal burdel de su infancia y adolescencia en Piura, en 1946 y en 1952, luego hecho trizas) fracasó en “un concurso de cuentos convocado por la Facultad de Letras de San Marcos”, pero lo reescribió y lo propuso “al historiador César Pacheco Vélez, que dirigía Mercurio Peruano. Lo aceptó, lo publicó (en febrero de 1957) y me hizo cincuenta separatas que distribuí entre los amigos. Fue mi primer relato publicado y el que daría título a mi primer libro.” Y lo acota y matiza en la página 291: “Ese cuento prefigura mucho de lo que hice después como novelista: usar una experiencia personal como punto de partida para la fantasía; emplear una forma que finge el realismo mediante precisiones geográficas y urbanas; una objetividad lograda a través de diálogos y descripciones hechas desde un punto de vista impersonal, borrando las huellas de autor y, por último, una actitud crítica de cierta problemática que es el contexto u horizonte de la anécdota.”

César Vallejo y Georgette
        Pero además, en “El viaje a París”, el XIX capítulo de El pez en el agua, relata anécdotas y pormenores alrededor de “El desafío”, el segundo cuento de Los jefes, con el que hacia noviembre de 1957 ganó un concurso de La Revue Française “cuyo premio era un viaje de quince días a París”, que emprendió “una mañana de enero de 1958”, pero se quedó dos semanas más viviendo y disfrutando novelescas aventuras (gracias a un préstamo de mil dólares que le hizo su tío Lucho). Por si fuera poco, la traducción al francés de “El desafío” hecha por André Coyné (1891-1960), que se publicó en tal revista y se presentó en la capital francesa, la “revisó y pulió” Georgette (1908-1984), la viuda y albacea de la obra de César Vallejo (1892-1938), quien vivía en Lima y a la que el joven Mario, con Julia, frecuentó y luego se carteó desde Francia.

Con su segundo libro: La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963), obtuvo en 1962 el Premio Biblioteca Breve y en 1963 el Premio de la Crítica Española y el segundo lugar del Premio Formentor y con ella se convirtió, a los 26 años de edad, en un escritor de fama y renombre en el contexto del boom de la literatura latinoamericana en Europa y América Latina, lo cual se reafirmó con su tercer libro: La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), con la que en 1966 ganó el Premio de la Crítica Española y en 1967 el Premio Nacional de Novela del Perú y el Premio Internacional de Literatura “Rómulo Gallegos”, en Venezuela.
Portada de la primera edición de Los cachorros (1967)
  Los cachorros, su cuarto libro, no obtuvo ningún sonoro y rutilante galardón. Y normalmente se olvida u omite que fue publicado por primera vez en 1967, en Barcelona, por la editorial Lumen, junto con una serie de imágenes del fotógrafo barcelonés Xavier Miserachs (1937-1998), urdido ex profeso para la serie Palabra e Imagen, “creada a principios de los sesenta por Esther y Oscar Tusquets”.  

Fotografía de Xavier Miserachs que ilustra la portada de
Los cachorros

Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial
Madrid, 2010
  En 2010, meses antes de que a Mario Vargas Llosa la Academia Sueca le otorgara el Premio Nobel de Literatura, La Fábrica Editorial, en Madrid, con Esther Tusquets (1936-2012) en el papel de directora de la homónima colección y con un prólogo suyo, reeditó Los cachorros con las fotos de Xavier Miserachs. No se trata de una edición facsimilar, pero sí de una edición muy visual y cuidada. De pastas duras, cubiertas, cintillo, buen tamaño (22.05 x 21.07 cm), con un atractivo diseño, buenos papeles y buena combinación, y buena calidad en la impresión fotográfica y tipográfica. 

Esther Tusquets con su cachorro
         En su prefacio titulado “Casi cincuenta años después”, Esther Tusquets habla del renacimiento de Lumen durante la dictadura del general Francisco Franco (“pues como empresa consagrada a los libros de religión y al apoyo de la causa franquista existía desde la Guerra Civil”) y del origen y acuñación de la serie Palabra e Imagen. Y del hecho de que los conjurados en la pequeña empresa de su padre (ella, su hermano Oscar y Lluís Clotet) decidieron invitar a un conjunto de escritores y fotógrafos cuyos trabajos confluyeran en una colección de libros. Dice que Mario Vargas Llosa ya era una figura de las letras y que para invitarlo pidió el visto bueno de Carlos Barral (1928-1989), su promotor y editor en Seix Barral, quien además de dárselo, escribió un prólogo ex profeso para Los cachorros del que cita pasajes. Dice que ella y su hermano Oscar conocieron “a Vargas Llosa en París. Nos citó en Les Deux Magots. Joven, guapo, educadísimo. Se decidió que escribiría para nosotros un cuento que entonces se llamaba ‘Pichula Cuéllar’; un título que fue imposible que pasara la censura. Nos contó la historia y nos aseguró que nos la enviaría muy pronto terminada. Pero le llevó mucho tiempo y ni siquiera la última versión le gustaba demasiado. Ya dice Carlos que este tipo de escritor es ‘un eterno insatisfecho de su obra, de la que las partes escritas no le parecen sino insuficientes ensayos’.”

Mario Vargas Llosa en 1967
  El caso es que Mario Vargas Llosa vivía en París y allí escribió su cuento ubicado en una Lima de los años 40, 50 e inicios de los 60 del siglo XX. Y Xavier Miserachs vivía en Barcelona y cada uno trabajó en su ámbito idiosincrásico. El fotógrafo no hizo una ilustración puntual del cuento (algo así como una fotonovela), sino un ensayo fotográfico (en blanco y negro) que dialoga, traslada y reinventa el sentido del relato en un entorno europeo de los años 60, cuyo look ahora resulta muy demodé, con una ineludible y magnética pátina que Hugo Hiriart denominaría “estética de la obsolescencia”. 

     
Xavier Miserachs (1937-1998)
Foto: Pilar Aymerich
        
             Quienes hayan leído o lean Los cachorros no extrañarán que en las fotos iniciales de Xavier Miserachs se vean a escolares de primaria educados por curas con sotana; que las segundas aludan los infantiles juegos de pelota, el futbolito y el fulbito; luego sus correrías callejeras, diversiones, fiestas y galanteos juveniles, incluso en la playa; más tarde los compromisos matrimoniales; y por último las locuras y la intemperancia en el veloz Porsche (un “pequeño bastardo” que evoca el minúsculo Porsche Spyder 550 de James Dean) y la obvia colisión. 
     
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
      
        La última espléndida y panorámica imagen en gran angular (distribuida en las postreras guardas y con un baño de color) podría titularse “La ciudad y los perros”, pues allí un difuso hombre, a un lado de la cinta asfáltica de la gran urbe, lleva y guía con sus correas a diez “Malpapeados” y peligrosos daneses (debieron ser nueve, el número de los círculos del infierno), algunos con bozal, y parece contrastar con el nombre del cuento y aludir el destino del tremendo y feroz Judas, que es un danés, cuyo cruento ataque inocula el apodo del emasculado Pichulita Cuéllar y hace de su vida una angustia permanente, una neurosis continua, un vacío, una fobia y un infierno in crescendo

     
Portada del DVD de Los cachorros, película de 1973 dirigida por Jorge Fons,
basada en el relato homónimo de Mario Vargas Llosa.
          
         El sobrio y sugestivo ensayo fotográfico del español Xavier Miserachs recuerda el infumable y homónimo churro “orgullosamente mexicano”: la libre adaptación y pésima reinvención fílmica del relato de Mario Vargas Llosa que el tuxpeño Jorge Fons —el estupendo director de Rojo amanecer (1989) y de El callejón de los milagros (1995)— estrenó, en México, en 1973 (aún circula en DVD y en YouTube), en cuyo elenco figuran José Alonso, Helena Rojo, Carmen Montejo, Augusto Benedico, Gabriel Retes, Arsenio Campos, Dunia Saldívar, Pedro Damián, Silvia Mariscal y Cecilia Pezet.



II de II   
                 
Sebastián Sañazar Bondy
(1924-1965)
           Mario Vargas Llosa dedicó Los cachorros “A la memoria de Sebastián Salazar Bondy” (1924-1965), poeta y polígrafo peruano a quien el joven Mario frecuentó en Lima durante sus años en la Universidad de San Marcos, quien fue miembro del jurado del susodicho concurso de La Revue Française que ganó en 1957 y por ende le “decía, envidioso: ‘Te pasa lo mejor que le puede pasar a nadie en el mundo: ¡Irse a París!’”. Y como Salazar Bondy recién había estado unos meses en Francia, le “preparó una lista de cosas imprescindibles para hacer y ver en la capital francesa”, entre ello la dirección de un hotelito del Barrio Latino a donde Mario, en enero de 1958, pensaba mudarse después de los 15 días del premio pasados en el hotel de lujo Napoleón, desde cuyo cuarto con balconcito veía el Arco del Triunfo; pero a la hora de despedirse el gerente le dijo que se “quedara allí [los otros 15 días] pagando lo que iba a pagar en el hotel de Seine”. 
Después de todo el despliegue de recursos técnicos que implica el puzzle y la magistral urdimbre de intrincadas y fragmentarias tramas de su novela La Casa Verde (1965), el relato Los cachorros (1967) parece un ejercicio de estilo, un divertimento sin un pelo de “literatura comprometida”, el canon sartreano que fue credo de Mario Vargas Llosa desde los años 50 hasta mediados de los 60 y por ende sus coterráneos en Lima: Luis Loayza (“el borgiano Petit Thouars”) y Abelardo Oquendo (“el Delfín”) lo apodaban “el sartrecillo valiente”.
Luis Loayza  (el borgiano Petit Thouars) y Abelardo Oquendo (el Delfín) ,
amigos de Mario Vargas Llosa, quienes lo llamaban 
el sartrecillo valiente.
(Lima, 1956)
  Los cachorros, dividido en seis capítulos y con cinco personajes principales (Choto, Mañuco, Chingolo, Lalo y Pichula, el protagonista), de relato tradicional sólo implica el hecho de que de manera progresiva en el tiempo tiene un inicio, un medio y un desenlace, de la infancia a la joven adultez de los protagonistas, decurso signado por el drama, la pesadumbre, los miedos, las inseguridades, la inmoderación y el desprecio por la vida y la muerte de Pichula Cuéllar y su trágico fallecimiento. Así, lo singular es la forma narrativa consubstancial e inextricable al sentido, la manera en que el autor acomete y desarrolla el cuento en una Lima de los años 40, 50 y principios de los 60, vista a través de la educación, las costumbres, los hábitos, los usos, los prejuicios y la idiosincrasia de un grupo de clase media y alta (niños, adolescentes, jóvenes, adultos) que inicia su aprendizaje existencial en el Colegio Champagnat, de sacerdotes maristas. 

Aderezado con lúdicas onomatopeyas, con jerigonza y coloquiales peruanismos, apócopes y frases hechas, marcas de objetos y golosinas e iconos de la época, el relato es narrado de manera polifónica por un conjunto de voces (incluida la omnisciente voz narrativa) que sucesivamente cambian de enunciado en enunciado y en un mismo párrafo (de persona y de personaje) y que se urden entre sí alterando ciertas convenciones en el uso (y no uso) de los signos de puntuación, todo lo cual le da a la narración un ritmo y una eufonía vertiginosa y envolvente. 
De ahí que en el fragmento inicial se lea: “Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.”
       Y en el último: “Eran hombres hechos y derechos ya y teníamos todos mujer, carro, hijos que estudiaban en el Champagnat, la Inmaculada o el Santa María, y se estaban construyendo una casita para el verano en Ancón, Santa Rosa o las playas del sur, y comenzábamos a engordar y a tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares después de comer y de beber y aparecían ya en su pieles algunas pequitas, ciertas arruguitas.”
      Es probable que esa Lima y los personajes del cuento y sus ámbitos geográficos y urbanos nunca hayan existido como tales, al pie de la letra. Pero no es difícil inferir que el autor utilizó su “experiencia personal como punto de partida para la fantasía”, como es, por ejemplo, la afición generacional por los mambos y su popular ídolo Dámaso Pérez Prado (el celebérrimo e inmortal Cara de foca), por las guarachas, los boleros y valses que los protagonistas cultivan en su adolescencia. 
   
Maritza Angulo y Mario Vargas Llosa bailando en una fiesta
(Miraflores, 1952)
      
          Se recordará, otro ejemplo, al Hermano Leoncio, el primer sacerdote marista que figura en el relato, quien con un manazo suele quitarse el mechón de pelo que se le viene al rostro y quien es uno de los curas que acuden —él vociferando palabrotas en español y francés— a auxiliar al niño Cuéllar cuando es atacado por el perro Judas mientras se bañaba desnudo tras un entrenamiento de fútbol, y a quien le toca perseguir, atrapar y enjaular a la virulenta mascota. Pues bien, en “Lima la horrible”, el III capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (1993) y homónimo de un ensayo de Salazar Bondy, Mario Vargas Llosa evoca los tres años que estudió en el católico colegio La Salle, en la capital peruana, entre 1947 y 1950, donde alude, en la página 57, a un sacerdote que a todas luces es el modelo del sacerdote del cuento: “El Hermano Leoncio, nuestro profesor de sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias, de alborotados cabellos blancos, con un enorme rulo que estaba todo el tiempo cayéndose sobre la frente y que él se echaba atrás con equinos movimientos de cabeza, que nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León (‘Y dejas, pastor santo...’).” Personaje, quizá olvidable, que cobra relevancia por el conato pedófilo que evoca el ahora Premio Nobel de Literatura 2010 entre las páginas 75 y 76 de sus memorias, más aún a la luz de los sucesivos y multiplicados casos de pederastia que infestan a las legiones de sacerdotes católicos en toda la aldea global y que no ignoran, sin dolores de cabeza, ni el Papa Ratzinger ni el Papa Francisco: 
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  “No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar ‘¡Suélteme, suélteme!’ con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como ‘pero por qué te asustas’. Salí corriendo hasta la calle.

“¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría también él, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.
“A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios [...]”
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  Vale puntualizar que en Los cachorros no figura ningún cura pederasta, pero sí cierto atisbo de mariconería y pederastia en la perturbada y vertiginosa etapa terminal del protagonista: “Cuando Lalo se casó con Chabuca, el mismo año que Mañuco y Chingolo se recibían de Ingenieros” y “Cuéllar ya había tenido varios accidentes y su Volvo andaba siempre abollado, despintado, las lunas rajadas.” Periodo en que lleva una oscura vida noctámbula en tabernas y tugurios donde concurren mafiosos y homosexuales; “pero en el día vagabundeaba de un barrio de Miraflores a otro y se lo veía en las esquinas, vestido como James Dean (blue jeans ajustados, camisita de colores abierta desde el pescuezo hasta el ombligo, en el pecho una cadenita de oro bailando y enredándose entre los vellitos, mocasines blancos), jugando trompo con los cocacolas, pateando pelota en un garaje, tocando rondín. Su carro andaba siempre repleto de rocanroleros de trece, catorce, quince años y, los domingos, se aparecía en el Waikiki”, donde frecuentaba “pandillas de criaturas”, que “uno por uno los subía a su tabla hawaiana y se metía con ellos más allá de la reventazón [...]” 

James Dean y el pequeño bastardo
  El parangón con el actor James Dean (1931-1955), estrella del emblemático filme Rebelde sin causa (1953) no es gratuita, pues su impronta hollywoodense y la leyenda negra y los equívocos de su acelerada y arquetípica vida y muerte estaban muy presentes en el imaginario colectivo de la juventud de la época, y, a su modo, el argumento de Los cachorros y la personalidad de Pichula Cuéllar lo parafrasean y tributan. 

Hay que subrayar que el perfil psicológico de Pichula Cuéllar está muy bien trazado: resulta persuasivo y convincente, desde el sorpresivo ataque del perro Judas que de niño le destroza o le arranca el pene, pasando por miedos, inseguridades y pleitos infantiles, su cambio de alumno ejemplar a uno perezoso que consienten y procuran los sacerdotes, de un sometido a la voluntad paterna a un dictadorzuelo que obliga a sus progenitores a perdonarle sus travesuras y a cumplirle sus caprichos de niño bien; sus celos ante los galanteos y conquistas de sus compinches ya adolescentes, sus actitudes esquivas ante las féminas, sus locuras, sus majaderías, sus borracheras, su temeridad y su desprecio por la vida y la muerte corriendo con la tabla mortales olas y luego veloces autos con los que ejecuta carreras, suertes y competencias y con los que tiene varios accidentes, en el último de los cuales se mata.
James Dean en el pequeño bastardo
  Si la leyenda de James Dean reza que era bisexual, lo mismo podría decirse de Pichula Cuéllar. A los dos les gusta correr autos y competir en confrontaciones automovilísticas y ambos, aún jóvenes, mueren en un súbito choque. En ese sentido, si en Rebelde sin causa el jovenzuelo e inofensivo Jim Stark (James Dean) se ve obligado a enfrentarse a otro (con pose de matón) en una veloz carrera hasta un precipicio donde pierde el primero que salta del coche a toda máquina, en Los cachorros el jovenzuelo Pichula Cuéllar, por osadía y diversión, tiene “su primer accidente grave [ya había tenido otros] haciendo el paso de la muerte 
—las manos amarradas al volante, los ojos vendados— en la Avenida Angamos.”


Mario Vargas Llosa, Los cachorros. Prólogo de Esther Tusquets. Fotos en blanco y negro de Xavier Miserachs. Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial. Madrid, 2010. 114 pp.


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Enlace a Los cachorros (1973), película dirigida por Jorge Fons, basada en la narración homónima de Mario Vargas Llosa.
"James Dean", rolita de Eagles, incluida en su disco On the border (1974).


El señor de las moscas

 

Los ingleses somos siempre los mejores en todo

 

El británico William Golding (1911-1993), Premio Nobel de Literatura 1983, en 1954 publicó en inglés su obra más célebre: Lord of the flies, en 1972 traducida al español por Carmen Vergara con el título El señor de las moscas; novela que conoce dos homónimos filmes basados en ella, cuyos resultados no son óptimos: el dirigido por Peter Brook, estrenado en 1963 y nominado a la Palma de Oro en el Festival de Cannes —el menos chafa—, y el dirigido por Harry Hook, de 1990, verdaderamente mediocre, tergiversador, aburrido y somnífero.

           

Edhasa Literaria
Barcelona, junio 20 de 2006

         
La novela El señor de las moscas se divide en doce capítulos con rótulos. Un grupo de niños británicos, de entre seis y un poco más de doce años, han sobrevivido al forzado aterrizaje de un aeroplano en una pequeña isla desierta, cuya ubicación no se precisa; pero que, se infiere, podría localizarse no muy lejos de la isla de Gran Bretaña o quizá en el Mediterráneo, pues además de que el aparato al parecer se dirigía o venía de Londres, al término de la obra arriba un bote de la Marina inglesa armado con una metralleta. No sobrevivió ningún adulto y “El avión cayó en llamas por los disparos”, testimonia un niño. Es decir, no se trató de un error humano o de una falla mecánica, sino del resultado de un ataque en un entorno bélico, al parecer en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pues otro niño dice haber oído hablar al piloto “de la bomba atómica” y que “Están todos muertos”. (Lo cual remite a las masivas y cruentas masacres atómicas sucedidas el 6 y el 9 de agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki). 

             

Hongo atómico en Hiroshima
Agosto 6 de 1945

         
 Y más aún: en un pasaje nodal y trascendente en el desarrollo de la trama, cae en la isla un silencioso y solitario paracaidista muerto.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

         
¿Por qué en el avión viajaban solo niños con insignias de varios colegios y ninguna niña? ¿De dónde procedían y por qué volaban? ¿Qué adultos estaban a cargo de ellos? ¿Qué fue de los restos del piloto y del tácito copiloto? Son enigmas que la novela no revela. De hecho, prácticamente no cuenta casi nada del pasado de los menores, quienes en buena parte no se conocían entre sí. La mayoría figura a modo de siluetas escenográficas y sólo disemina unas pocas pinceladas de unos cuantos, como es el caso de los chicos del coro (con capas y boinas negras) que comanda el pelirrojo Jack Merridew, quienes estuvieron “en Gibraltar [territorio británico en el extremo sur de la Península Ibérica] y en Addis [la actual Adís Abeba, capital de Etiopía en el Cuerno de África, la antigua Absinia donde anduvo Arthur Rimbau y por ende evoca sus legendarias y postreras Cartas abisinias]”. E incluso el caso de los principales personajes: Ralph, que dice ser hijo de un “teniente de navío en la Marina” y quien en varios episodios vive remembranzas de una época feliz en Devonport, cuando su madre aún vivía y por la “casa de campo al borde de las marismas” rondaban caballos salvajes. Y Piggy, el gordito huérfano que a la menor provocación cita la autoridad y la parlanchina sapiencia de su tía.

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Después del avionazo, Ralph y Piggy se conocen en la isla y son quienes convocan y reúnen a los dispersos sobrevivientes mediante una caracola marina que Ralph sopla a modo de trompeta. Por el hecho de estar solos en la isla y por efecto de su educación, Ralph, auxiliado y aconsejado por Piggy, preludia la organización del grupo entreviendo la subsistencia y la probabilidad de que los rescaten. Es decir, pactan una serie de reglas que todos deben seguir; por ejemplo, la asamblea se convoca mediante la caracola (especie de ancestral cetro sagrado y tribal bastón de mando) y habla quien la sostiene entre las manos. Además del sitio de la asamblea, que a la postre es llamada “plataforma”, eligen el sitio para erigir los rupestres refugios, cercano a la poza donde se bañan y juegan, y a la parte entre unas rocas (que limpia la marea) donde deben defecar. Y además de cierta distribución de las labores (de las que prácticamente quedan exentos los más pequeños), escogen el lugar en lo alto de un cerro (dizque montaña) donde siempre debe estar encendida una fogata para que el humo sea la señal que desde la distancia atraiga a sus posibles rescatadores.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

          Ralph es elegido jefe. Pero en el proceso de la organización del grupo, y de su elección, se hace patente cierta rivalidad por el poder que confronta a Ralph con Jack Merridew, quien además de ambicioso, virulento y menos razonable, exhibe un obvio desprecio y vejación hacia Piggy por ser un gordito, cegatón y asmático al que le gusta pensar y hablar, y cuyas gruesas lentes de miope son el único instrumento con que cuentan para encender el fuego auxiliados con los rayos del sol.

            Al término de otra sesión del grupo, Jack, como preludio a su propuesta: dividirá a sus cazadores (es decir, a los chicos del coro, para que unos cacen jabalís y otros mantengan vivas las brasas), toma la caracola y declara con ímpetu nacionalista: “Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido.”

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Sin embargo, pese a tal declaración de principios, es Jack quien se empeña en escindir al grupo de niños (hijos de la megalómana civilización occidental) y en encabezar y mangonear a su propia tribu de belicosos salvajes (descendientes de violentos corsarios y feroces colonizadores ansiosos de apoderarse del globo terráqueo y de sus riquezas). Todo lo cual refleja, matizado con remanentes atávicos que implican míticas y subconscientes fobias cavernícolas y cuaternarias, las vertientes más oscuras del predador y sanguinario género humano, cuyo mundo adulto se confronta y mata entre sí no sólo en cruentas y devastadoras guerras, donde un intolerante y dictatorial país pretende someter y dominar a otro o a otros, precisamente como fueron la Alemania nazi y la Unión Soviética (e incluso el llamado Estado Islámico y el beligerante y pendenciero Estado de Israel), y ahora mismo Rusia con Ucrania.

            Una noche, en lo alto del cerro que la voz narrativa llama montaña, los mellizos Sam y Eric, que custodian la hoguera, se quedan dormidos y por ende el fuego casi se apaga. Mientras duermen, desciende por allí el silencioso cadáver del paracaidista. “Metro a metro, soplo a soplo, la brisa le remolcó sobre las azules flores, sobre las peñas y las piedras rojas hasta dejarle acurrucado entre las quebradas rocas que coronaban la montaña. Allí la caprichosa brisa permitió que las cuerdas del paracaídas se enrollasen alrededor de él como guirnaldas; y el cuerpo quedó sentado en la cima, con la cabeza cubierta por el casco y escondida entre las rodillas, aprisionado por una maraña de hilos. Al soplar la brisa se tensaban los hilos y por efecto del tirón se alzaba la cabeza y el tronco, con lo que la figura parecía querer asomarse al borde de la montaña. Después, cuando amainaba el viento, los hilos se aflojaban y de nuevo el cuerpo se inclinaba, hundiendo la cabeza entre las rodillas. Así, mientras las estrellas cruzaban el cielo, aquella figura, sentada en la cima de la montaña, hacía una inclinación y se enderezaba y volvía a inclinarse y enderezarse una y otra vez.”

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
Es así que después del amanecer, cuando los mellizos se despiertan y avivan los rescoldos de la hoguera y ven el incesante movimiento de tal espectro, atosigados por el miedo y con los pelos de punta, creen que han visto a la fiera y salen corriendo hacia los refugios a dar la voz de alarma. Es decir, esa enorme alimaña que les causa un atávico, mítico e inconsciente terror, puede ser la fiera que sale del mar, según cree Percival, un pequeño de unos seis años con cierta narcolepsia; o la descomunal y nocturna serpiente comeniños que dijo ver otro pequeño con una morada mancha de nacimiento en el rostro, quien misteriosamente desaparece la vez que el fuego de la primera hoguera está a punto de provocar un desastroso incendio en toda la isla. 

           


           Y es que los pequeños, y la mayoría de los mayores, creen que hay algo bestial y monstruoso que acecha y ronda por ahí. Por ejemplo, frente a quienes rechazan la existencia de la fiera, Maurice testimonia: “Quiero decir que no se puede estar seguro”. “Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los calamares, que miden cientos de metros y se comen las ballenas.”

           


             El caso es que los cabecillas de la tribu: Ralph y Jack (más Roger), después de rastrear en grupo por el acantilado que llaman “castillo” (o “Peñón del Castillo”) van a lo alto de “la montaña” a verificar la existencia de la fiera. Y además de la infantil y ridícula escena de fobia que protagoniza cada uno y que les impide constatar que sólo se trata de un paracaidista muerto que mueve el viento, queda el consenso de que en la cima de “la montaña” hay una bestia que se hincha, se endereza y se inclina y, por ende, pese a que se trata del sitio elegido para mantener la señal de humo, se torna un lugar prohibido, inaccesible y terrorífico.

           

Neandertal

           A
unado al hecho de que el agreste entorno convierte su ropa en sucios harapos y les crece la greña a lo neandertales, Jack, el jefe de los cazadores (su otrora inmaculado pelotón de boinas negras), dispone que éstos, para la cacería del jabato o del jabalí, se armen con lanzas de madera con las puntas afiladas y que se pintarrajeen el rostro a modo camuflaje. Jack, además, es el único que posee una afilada navaja, una amenazante arma corta cogotes con la que degüella y destaza a la presa cazada. Cuando el fantasma de la fiera aparece en el escenario de la isla, él dispone que, para calmar y saciar a ese terrorífico ser del oscuro corazón de las tinieblas que los acecha, se le tribute con la cabeza del jabalí, que le dejan (y le deben dejar) ensartada en lo alto de una lanza clavada en el suelo.

         

Minotauro
(México, octubre de 1983)
Traducción: Ricardo Goyssen

              
La caza es un ríspido rito de supervivencia matizado con un cariz salvaje surgido del inescrutable fondo de la noche de los tiempos y de su inconsciente colectivo, cuyo clímax, lúdico, paródico y liberador, se sucede a la hora de la comilona en torno a la hoguera. Los chiquillos, jugando, escenifican una danza macabra, una danza de la muerte en torno al fuego, en la que unos representan a los cazadores y uno de ellos al jabalí sacrificado. Y mientras bailan y juegan, la tribu grita y repite una enervante cantinela de troglodita guerra (que también llega a ser vociferada y entonada durante la caza): “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”.

           

Ilustración: James Fenner

           
Llega el virulento día en que la tribu de salvajes cazadores, que comanda y mangonea Jack, se desgaja del liderazgo de Ralph y por ende abandonan los refugios y la plataforma y se instalan en “el Peñón del Castillo”, el alto acantilado donde hay una cueva, que vigilan y pertrechan como si fuera un fortín militar que puede ser sorpresivamente atacado por una salvaje y desalmada tribu enemiga. Dado que su principal cometido es la caza y la carne, y no hacer una fogata para mantener una señal de humo que atraiga el lejano y probable barco que los rescate, Jack, ahora un jefe o reyezuelo autoritario que impone reglas, ordena robarles el fuego al pequeño grupo que se quedó con Ralph, y que no es otra cosa que los lentes de Piggy (a las que sólo les resta un cristal), cosa que logran en una imprevista y violenta incursión nocturna.  

           

Ilustración: James Fenner

       
 La tribu de Jack caza un enorme jabalí y organiza una comilona nocturna frente al mar a la que invitan al grupo de Ralph. En el punto catártico del frenético baile en torno al fuego y de la repetitiva y enervante cantaleta de caza, Simon, el solitario, emerge de la floresta. Un pequeño fóbico lo señala como la fiera. Casi nadie quiere oír lo que dice Simon (vio en la cima el cadáver del paracaidista) y la enloquecida tribu, frenética y ciega, lo mata con sus lanzas y su cuerpo es devorado por el mar. Es decir, nadie supo que en una febril pesadilla que lo ataca y derrumba frente a la empalada cabeza del jabalí invadida por las moscas, vio y oyó que ésta le hablaba convertida en “el Señor de las Moscas” y que le dijo ser la fiera.

         

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
El sádico y violento crimen colectivo se torna un tabú del que casi nadie quiere hablar. Piggy y Ralph se desplazan hasta “el Peñón del Castillo” con tal de urdir un diálogo y un acuerdo con Jack. Pero los cavernícolas no oyen razones; y Roger mueve la palanca que desde lo alto arroja una enorme roca sobre Piggy y por ende el golpe lo catapulta por los aires y muere con el cráneo partido. Ralph, solitario en el oscuro y amenazante inframundo, sale huyendo y se oculta en la maleza. Y al día siguiente, cuando la tribu salvaje, para cazarlo, ha incendiado la isla y muy de cerca lo persiguen con gritos y condenatorias cantinelas, Ralph, corriendo a la orilla de la playa, cae y al levantarse se encuentra con la impecable e impoluta figura de un “civilizado” oficial de la Marina británica, cuyo barco se acercó a la ínsula al ver el humo y el fuego (y quizá a la horda de chiquillos salvajes acosando a su víctima). El “civilizado” oficial tiene la mano en la culata del revólver y en el bote hay dos marinos sosteniendo los remos y otro empuña una metralleta. Mar adentro, el navío espera.

 

William Golding, El señor de las moscas. Traducción del inglés al español de Carmen Vergara. Edhasa Literaria. 1ª reimpresión. Barcelona, junio 20 de 2006. 288 pp.

William Golding
(1911-1993)


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Nota bene: Aquí estuvo un enlace que, al pinchar, llevaba al desocupado lector a ver, en YouTube y de manera gratuita (así la hallé buscando y con subtítulos en español), Lord of the Flies (1963), la citada película en blanco y negro de Peter Brook, basada en la novela homónima de William Golding. Esto, al parecer, irritó a alguien que, en Estados Unidos, reclamó a Blogger (no a mí ni dio la cara) el uso no autorizado de la propiedad intelectual del filme y de los fotogramas. Nadie ignora que Borges dijo (para que se oyera por todos los recovecos, rincones y catacumbas de la recalentada y envirulada aldea global) que nuestro patrimonio es el universo y que debemos de aspirar al universo. Desafortunadamente, sobran y pululan las mentalidades cerradas, mezquinas y egocéntricas que sólo interactúan en términos mercantiles, jurídicos y judiciales. En contraste, quiero apuntar que la primera vez que vi ese filme fue, hace muchos años, en una improvisada salita de cine itinerante; ciclo gratuito, que iba por distintos lugares, organizado y auspiciado por la Universidad Veracruzana, en Xalapa.