domingo, 7 de enero de 2024

Los que aman, odian

 

Algo aulló en la penumbra

 

I de V

En 1964, editado e impreso en París, el cuarto número de Cahiers de L’Herne estuvo destinado a la vida y obra de Jorge Luis Borges (1899-1986). 

     

Cuarto número de Cahiers de L’Herne
(París, 1964) 

       Adolfo Bioy Casares (1914-1999) publicó allí, ex profeso, “Libros y amistad” (Lettres et amitié), memorioso y celebérrimo texto que él compiló en su libro La obra aventura (Buenos Aires, Galerna, 1968), antologado por Marcelo Pichon Rivière en La invención y la trama (México, FCE, 1988) y por Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi en Museo. Textos inéditos (Buenos Aires, Emecé, 2002), antología de textos de Borges y Bioy, que en su mayoría se deben a Biorges, ese hipostático y evanescente ser de cuatro manos y dos cabezas que, ídem el genio de la botella, sólo se corporificaba durante las horas en que Borges y Bioy escribían juntos. E incluso un fragmento de “Libros y amistad” preludia el voluminoso Borges (Buenos Aires, Destino, 2006), la expurgada, retocada y ladrillesca compilación y edición póstuma de los “diarios” de Adolfo Bioy Casares “al cuidado de Daniel Martino”, quien con su controvertido y arbitrario criterio le mochó el título de Bioy y le puso “1931-1936”, además de que al consabido apellido del doctor Praetorius le “enmendó” una letra y por ende se lee “Preetorius”. Cosa que anteriormente hizo con el entonces fragmento inédito de Bioy y Borges al exhumarlo el “4 de noviembre de 1990” en La Nación, periódico de Buenos Aires, con el título: “El joven Bustos Domecq”; no obstante, en Museo, las editoras ya le habían objetado: “Bioy Casares, que revisó las pruebas de La otra aventura, 1983 [edición de Emecé], escribe ‘Praetorius’.” Además de que también así lo escribió en un memorioso texto breve donde habla de “cómo vino al mundo Honorio Bustos Domecq”, intercalado, en Museo, en una entrevista sobre la personalidad y los vaivenes de H. Bustos Domecq que, a Borges y a Bioy, les hizo Renée Salas, publicada en el número 629 de la porteña revista Gente el “11 de agosto de 1977” (por ende se infiere que el texto breve de Bioy apareció en un recuadro junto a la entrevista). Allí, en “Libros y amistad”, sobre el germen de los cuentos, prosas breves, prólogos, antologías, traducciones y guiones de cine a cuatro manos y dos cabezas, evoca Bioy:

           

Biorges
Dos retratos y superposición de Gisèle Freund
Album Borges (París, Gallimard, 1999)

         “En 1935 o 36 fuimos a pasar una semana a una estancia en Pardo [Rincón Viejo], con el propósito de escribir en colaboración un folleto comercial, aparentemente científico, sobre los méritos de un alimento más o menos búlgaro [La leche cuajada de La Martona, la empresa lechera de la familia materna del joven Adolfito, fundada en 1888 por Vicente Casares (1844-1910), cuyo vicepresidente, Miguel Casares, fue quien le hizo el encargo a su sobrino]. Hacía frío, la casa estaba en ruinas, no salíamos del comedor, en cuya chimenea crepitaban ramas de eucaliptos.

            “Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivale a años de trabajo.

      “Intentamos también un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso

           los molinos, los ángeles, las eles

          “y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba niños. Este argumento, nunca escrito, es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch.”

           

(Buenos Aires, Emecé, 2002)

           De manera laudatoria, Borges, el “2 de noviembre de 1940” prologó La invención de Morel, novela editada por Losada que Bioy le dedicó, de la que en septiembre, en el número 72 de Sur, se publicó un fragmento. Y el 15 de enero de ese año, en Las Flores, Provincia de Buenos Aires, Bioy se casó con Silvina Ocampo (1903-1993) y Borges fue uno de los testigos de la boda. Y los tres (“el trío infernal”, Victoria Ocampo dixit) publicaron dos antologías en la porteña Editorial Sudamericana: a fines de 1940, con un “Prólogo” de Bioy, la Antología de la literatura fantástica, número 1 de la Colección Laberinto; y en 1941 el número 2 de ésta: la Antología poética argentina, con un “Prólogo” de Borges que se puede leer en Borges. Textos recobrados 1931-1955 (Bogotá, Emecé, 2001), volumen urdido por
Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi; quienes también editaron y cuidaron la antología Borges en Sur (Buenos Aires, Emecé, 1999), donde se lee la elogiosa reseña que hizo del segundo libro de Silvina Ocampo que al unísono era su primer poemario: Enumeración de la patria (Buenos Aires, Sur, 1942), publicada en el número 101 de la revista Sur (febrero de 1943), en la que pondera al final: “Hace mucho tiempo que las muchas literaturas cuyo idioma es el español no producen un libro tan diverso y tan continuamente admirable.” —Ponderación que se contrapone al categórico dardo venenoso que Alberto Manguel lanza en su fragmentario Con Borges (Buenos Aires, Siglo XXI, 2006): “Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos.”— Si bien tales datos, más allá de la confluencia en la revista Sur (iniciada en enero de 1931, financiada y dirigida por Victoria Ocampo, la mayor de las cinco hermanas de Silvina, en cuya editorial, en 1937, publicó su primer libro de cuentos: Viaje olvidado), son indicios de una cercana amistad y colaboración intelectual, ante el susodicho intento de “cuento policial” de Borges y Bioy (en Museo se lee la transcripción del fragmento manuscrito que hasta 1990 se creyó perdido) resulta revelador que el primer título que ambos publicaron con el pseudónimo de H. Bustos Domecq sea, precisamente, un libro de cuentos policiales: Seis problemas para don Isidro Parodi (Buenos Aires, Sur, 1942). Y que el segundo de los seis cuentos de éste: “Las doce figuras del mundo”, haya sido antologado por Borges y Bioy en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, editado, sin prólogo, en la capital argentina, en 1951, por Emecé.

(Madrid, Alianza/Emecé, 6ª ed., 1985)

          Vale observar, entre paréntesis, que sucesivamente coeditada en Madrid por Emecé y Alianza, esa Segunda serie, desde 1971 y sin prefacio, es el tomito 1, número 368 de la colección El libro de bolsillo; mientras que el tomito (2) de Los mejores cuentos policiales, número 950 de la colección El libro de bolsillo, coeditado en Madrid, en 1983, por Emecé y Alianza, con un canónico “Prólogo” que los antólogos fecharon en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, deviene (pues no es exactamente la misma antología original) de la que fue la primera serie editada en Buenos Aires, sin prefacio, en 1943 por Emecé. En esa edición príncipe antologaron “La muerte y la brújula”, cuento policial de Borges, sobreviviente de la criba a cuatro manos y por ende prevaleció en el tomito (2); magistral relato publicado por primera vez en el número 92 de la revista Sur (mayo de 1942), incluido por él en la segunda parte de Ficciones (Buenos Aires, Sur, 1944) y luego en La muerte y la brújula (Buenos Aires, Emecé, 1951), antología de cuentos de Borges “aparecidos anteriormente, revisados y corregidos para esta edición”, con un “Prólogo” suyo que no se lee en el citado tomo: Borges. Textos recobrados 1931-1955, pero sí en el erudito compendio de Antonio Fernández Ferrer: Ficciones de Borges. En las galerías del laberinto (Madrid, Cátedra, 2009). Y de Silvina Ocampo, para el tomito (2) el dúo dinámico eligió “El vástago”, reunido por ella en su tercer libro de cuentos: La furia (Buenos Aires, Sur, 1959), donde si bien hay un inducido crimen (Labuelo niño mata a Labuelo viejo), no es un cuento policial, ni en él hay una mente detectivesca o un raciocinador a imagen y semejanza del cuarentón Isidro Parodi, quien en “Las doce figuras del mundo”, otrora peluquero y preso desde hace 14 años en la celda 273 de la Penitenciaría de Buenos Aires, con el tango Naipe Marcado de fondo y leitmotiv, desvela el trasfondo y el oscuro tejemaneje del asesinato del doctor Abenjaldún, del que Aquiles Moliniari se descubría culpable.

 

(Buenos Aires, Sudamericana, 2ª ed., 2020)

          Cabe observar que en “noviembre de 2019” (y en “enero de 2020”) el todopoderoso consorcio transnacional Penguin Random House Grupo Editorial, con el sello de Sudamericana, publicó en Buenos Aires el título Los mejores cuentos policiales, con una preliminar y anónima “Nota del editor” que pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “esta edición reúne en un único volumen la selección de cuentos publicada originalmente en dos (1943 y 1951) y en todos los casos sigue la última versión revisada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1981)”. Esto explica que el citado “Prólogo” que Borges y Bioy dataron en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, el cual preludia el susodicho tomito (2) —también compilado en Museo—, haya sido dispuesto a modo de prefacio general. Pero si bien la “Segunda serie” comprende los 14 cuentos (con sus correspondientes notas) que desde 1971 se leen en el tomito 1 sucesivamente coeditado en Madrid por Alianza y Emecé, la “Primera serie” agrupa 17 cuentos; es decir, a los 15 cuentos que desde 1983 se leen en el tomito (2) se le añadieron un par: “El marinero de Ámsterdam”, de Guillaume Apollinaire; y “La noche de los siete minutos”, de Georges Simenon. No obstante, la antología de 1943, con sólo 16 cuentos, fue distinta a la presente y a la del tomito (2), según lo testimonia y bosqueja el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal entre las páginas 340-341 de su póstumo libro Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987).

Borges, César Ferández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
(Montevideo, c. 1948)


 

II de V

Para Emecé Editores, entre 1945 y 1955, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron la legendaria colección de novelas policiales El Séptimo Círculo (hasta el número 120). Sobre la serie, en Museo se compila la breve glosa titulada “El Séptimo Círculo”, escrita entre Borges y Bioy, que además es una vindicación y declaración de principios del género policíaco, publicada en el Tomo VIII del Repertorio Bibliográfico Emecé. Catálogo General Perpetuo (Buenos Aires, Emecé, 1946), cuyo título es homónimo de un humorístico texto breve (escrito por el hipostático ser transfigurado en el seudónimo B. Lynch Davis) que se lee en la sección “Museo” —originalmente publicada en el número 5 de Los Anales de Buenos Aires (mayo de 1946)—, dizque transcrito “De Negations (1893), de Edwin Soames”, y que tal vez el doctor Humberto Huberman podría aprobar con beneplácito y una sonrisa autocomplaciente, dada su preliminar e inveterada aversión “a la novela policial” (y a “la novela fantástica”): “La lectura de novelas policiales no es conveniente. Todas las novelas, después, parecen novelas policiales frustradas; las novelas policiales también.” Y según dice Bioy en sus Memorias (Barcelona, Tusquets, 1994): “Borges dio el nombre, El Séptimo Círculo, el círculo de los violentos en el infierno de Dante, a la colección, y también el emblema del caballito de ajedrez. Es claro que al caballito lo había propuesto cuando todavía teníamos un título que permitía ese emblema. El diseño de la tapa, de Bonomi, nos gustó mucho y creo que le debemos buena parte del éxito.”

           

(Buenos Aires, Emecé, 1946)

           En El Séptimo Círculo, el 8 de agosto de 1946, con el número 31 de la serie y una ilustración en la tapa de José Bonomi, apareció la novela policíaca Los que aman, odian, la única obra que Adolfo Bioy Casares escribió en tándem con Silvina Ocampo. Ese año, el 4 de junio, Juan Domingo Perón arribó al poder de la Argentina; Borges, “el 15 de julio”, “por haber firmado unas declaraciones antiperonistas”, fue “promovido a inspector de aves y conejos en los mercados municipales” y por ende perdió su mísero y subterráneo empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, con cuyo magro sueldo subsistían él y su madre doña Leonor en el departamento B del sexto piso de Maipú 994. No obstante, en marzo, había comenzado a dirigir la revista Los Anales de Buenos Aires (lo haría durante dos años); y con Bioy, a través del hipostático y fugaz ser, publicó dos títulos en la editorial apócrifa Oportet y Haereses: Un modelo para la muerte, firmado con el pseudónimo de B. Suárez Lynch; y el segundo librito atribuido a H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables. Curiosamente, Daniel Martino no consideró relevante a Los que aman, odian como para citarla en el año “1946” de su “Cronología” que se lee en el voluminoso y susodicho Borges, donde además no hay ninguna entrada en la que Bioy la mencione; aunque sí la nombra en su telegráfica “Autocronología” compilada en La invención y la trama: “En colaboración con Silvina Ocampo escribo Los que aman, odian, novela policial”. De la cual, en “Silvina Ocampo”, el “Diálogo efectuado el 14 de septiembre de 1998” que cierra el libro de Noemí Ulla: Conversaciones con Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Corregidor, 2000), éste comenta entre lo poco o nada anecdótico que revela: “creo que salió muy bien, que es una historia no muy importante, pero sí graciosa y agradable [...] Era en Mar del Plata después de la temporada, nos quedamos allí. Hacía un frío terrible. Conteniendo el frío, en un cuarto que yo tenía ahí, escribimos ese cuento [...] Lo armábamos conversando y escribíamos conversando. Vale decir que yo no puedo reconocer ‘esta frase es mía’ o ‘esta frase es de Silvina’.” En contraste, en sus truncas y citadas Memorias (libro 1, y a la postre único, que tuvo por amanuenses, transcriptores y urdidores a Cristina Castro Cranwell y a
Marcelo Pichon Rivière), Bioy es aún más parco y evasivo: Los que aman, odian, que escribimos con Silvina”, es todo lo que dice; además de que el célebre (y llevado y traído) apellido del doctor Praetorius aparece “enmendado”: “Pretorius”, quizá para que al unísono (de un modo subyacente o subliminal) remita a su probable origen: el retintín del sonoro apellido del doctor Pretorios que figura en La novia de Frankenstein (1935), el celebérrimo filme dirigido por James Whale.

(Barcelona, Anagrama, 2018)

       La narradora Mariana Enríquez, en La hermana menor (Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2014) —su anecdótico y rumoroso retrato [íntimo] de Silvina Ocampo (reeditado en 2018 por Anagrama de manera física y en iBook)— apunta entre lo poco que dice de Los que aman, odian: “En 1946 había escrito en Mar del Plata, y en menos de un mes, un libro en colaboración con Bioy, el policial de enigma Los que aman, odian (Emecé). Todos los escenarios del thriller —que tiene un final muy ocampiano, con niño perverso incluido— son marinos: los cangrejales de la boca del Río Salado, un hotel parcialmente sepultado por una tormenta de arena. Escribe Bioy en el prólogo a Los que aman, odian: ‘Nosotros nos quedábamos en Mar del Plata hasta el final del verano, cuando ya no había casi nadie, y en ese final de la estación empezamos y terminamos la novela. El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones... En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento no haber escrito otro libro con Silvina.’” Y, enseguida, Mariana Enríquez reprocha sentenciosa y lapidaria: “Cuando se publicó, nadie, absolutamente nadie reseñó Los que aman, odian, precursora de la novela policial argentina.” No obstante, en septiembre de 1946 la escritora española Rosa Chacel sí la reseñó entre las páginas 75 y 80 del número 143 de la revista Sur.

 

Índice del número 143 de la revista Sur (septiembre de 1946)


           
Por otro lado, Silvia Renée Arias, coautora, motor y redactora de Los Bioy (Buenos Aires, Tusquets, 2002), obtuvo y aporta alguna información anecdótica y relevante, pues sobre Los que aman, odian apunta en su Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares (México, Tusquets, 2016):  

       

(México, Tusquets, 2016)

      “
Al año siguiente [1946], en Mar del Plata, Bioy y Silvina decidieron quedarse hasta mayo. Animados por el especial entorno que sugería el desolado paisaje otoñal, imaginaron una historia a propósito de una anécdota que recordaban muy bien. Una vez, su amigo Ernesto Pissavini les había contado que fue a veranear a un pequeño balneario entre Mar del Plata y la boca del Salado. Se hospedó en un hotel de tres pisos, y al volver, cuatro años después, se encontró con que el mismo constaba de uno solo: los otros dos habían quedado enterrados en la arena. Este hecho lo había impresionado mucho, y el efecto se trasladó a Bioy y a Silvina. Así es que ese verano, hablando de eso en la desierta Mar del Plata, de pronto Bioy mencionó un recuerdo que tenía de su infancia: cuanto tenía alrededor de diez años, fue a la estancia Rincón de López, en la boca del Salado, propiedad de su bella tía Juana Sáenz Valiente de Casares, y allí vio unos cangrejales enormes. Sus sorprendidos ojos de niño vieron cómo las vacas y los caballos seguían unos estrechos caminitos y no se equivocaban nunca, porque de lo contrario se habrían hundido, con jinete y todo, en el fango de los cangrejales.

          

El niño Adolfito en Rincón Viejo
(Pardo, Provincia de Buenos Aires, c. 1922)

         
“Asociando todo esto, Bioy y Silvina comenzaron a escribir una novela policial que introducía estos elementos: ‘Y se abrió ante nosotros la horrenda y la más desesperada visión: una playa estremecida de cangrejos, negra, viscosa, interminable’. El personaje que cuenta la historia va en busca de la soledad para encontrarse a sí mismo. El libro les demandó menos de un mes porque, en palabras de Bioy, ‘cuando dos personas escriben juntas, las dificultades que pueden demorar a alguno de los dos están salvadas por el otro; si yo no encuentro la palabra justa, se le ocurre al otro y a la inversa’, y lo terminaron cuando volvieron a Buenos Aires. El título era Los que aman, odian, y a Bioy le gustaba recordarlo como un ejercicio del pensamiento, el fruto de la creación y de su vida en común. A partir de ese momento, Silvina le mostraría sus originales antes de mandarlos a la editorial (muchas veces se enojaba porque él no leía los suyos y sí los de ilustres desconocidos), y él haría lo mismo con sus textos.”

           

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Mar del Plata, c. 1950)

         Vale observar, no obstante, que el génesis de la escritura en la solitaria e íntima isla (el aislado “cuarto” en el frío Mar del Plata del que habla Bioy —tácitamente Villa Silvina, la mansión de los Bioy—, prolongado en el porteño departamento de Santa Fe 2606) y el instante (o los instantes) de la creación, son un enigma perdido en la noche de los tiempos (y en el laberinto de las hipótesis y de las difusas y vaporosas chismografías locales) y que ese misterio (entre los misterios) evoca, por ósmosis (algo como la sangre late y circula en ella), un arquetípico pasaje de El miedo a perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979), esa fascinante novela de la escritora cubana Julieta Campos que al unísono es un largo poema en prosa signado (y recamado) por fragmentos y aforismos de autores angulares:

         

(México, Joaquín Mortiz, 1979)


            
“La historia podría comenzar en cualquier momento. Acaso así:

            “La isla surgió al mismo tiempo en la fantasía de ambos, que irreflexivamente, decidieron en ese instante convertirla en el espacio de su amor. Fue desde entonces el lugar del encuentro soñado y el lugar soñado del encuentro.

            “O bien:

            “Fue entonces cuando la isla empezó a brotar dulcemente del mar como una Venus con los pies mojados por las ondas. Engendrada en una noche tormentosa, nació predestinada. Sería ingenuo evocar una aurora: la creación es un misterio y el paisaje de los misterios es familiar de las tinieblas.”

 

Villa Silvina, Mar del Plata

         Si el instante (o los instantes) de la creación (y del más allá) son un misterio (entre los misterios), también lo es el hecho de que de que Bioy y Silvina no hubieran gestado, concebido y procurado otra obra en tándem (quizá lo proyectaron y tal vez lo intentaron). Y que pese a las consecutivas infidelidades de Bioy (y a los sáficos y legendarios viajes a la solitaria isla de Lesbos que, se dice, hizo Silvina) hayan permanecido juntos hasta el final.

           

Silvina Ocampo y Marta Casares, madre de Bioy
(Mar del Plata, 1953)

             Una posible respuesta medular y angular (quizá el non plus ultra de la quintaescencia) se logra entrever en un pasaje compilado en las citadas Memorias de Bioy:

            “En el Rincón Viejo, un día le anuncié a mi querido amigo Oscar Pardo [empleado y consejero suyo en esa estancia paterna en la que Bioy fue un pésimo administrador]:

            —Prepárate. Nos vamos a casar.

            “Corrió a su cuarto y volvió con una escopeta en mano. Entendió que íbamos a cazar. El casamiento fue en Las Flores [se habían conocido en 1933 o en 1934] y los testigos, además del mencionado Oscar Pardo, Drago Mitre [amigo de Bioy desde su infancia] y Borges. Ese día, en el estudio fotográfico Vetere, de aquella ciudad, nos fotografiamos. A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó:

           

Boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Testigos: Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo.
(Las Flores, enero 15 de 1940)

         “—Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que eso es una prueba de amor.”

            Y otra prueba de amor, por correspondencia biunívoca y recíproca, es el hecho de que Marta, la única hija de ambos (fallecida a los 39 años, el 4 de enero de 1994, en un accidente automovilístico) era, en realidad, la hija que Adolfo Bioy Casares tuvo con María Teresa von der Lahr.

 

Borges, María Esther Vázquez, Silvina Ocampo,
la niña Marta y Adolfo Bioy Casares.
(Playa San Jorge, Mar del Plata, 1964)

III de V

Alguna vez el tecleador de marras pudo reseñar en el ciberespacio (o sea: aquí en el blog) algo de Los que aman, odian en la edición que Tusquets editó en septiembre de 1989, en Barcelona, con el número 101 de la Colección Andanzas; en cuya primera solapa se observa una fotografía en blanco y negro de Mariano Roca, donde, ya viejitos, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares parecen dialogar en torno a una hoja mecanografiada o manuscrita (quizá por ambos).  

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Foto: Mariano Roca)

         Entre las diversas ediciones que ha tenido Los que aman, odian se halla la que ahora ocupa al reseñista, que, lamentablemente, no incluye el prólogo que Mariana Enríquez alude en La hermana menor. Se trata de una sobria edición impresa en Barcelona, en febrero de 2002, por Emecé, dentro de la serie Cruz del Sur, en cuyo cintillo se lee un tóxico y adictivo slogan que promete un crimen (o quizá la muerte del lector tras o durante la lectura): “Ocampo y Bioy/ Una pareja letal”.


        En el interior, al desplegar la solapa de la segunda de forros se descubre un retrato en blanco y negro de la joven, atractiva y seductora Silvina Ocampo, que Bioy tal vez le tomó en la estancia de Rincón Viejo, donde ya vivían juntos años antes de casarse y donde había unos sillones de mimbre; celebérrima fotografía que también ilustra la carátula del tomo I de los Cuentos completos de Silvina, editado por Emecé en “junio de 2006”, y la portada del volumen único de éstos editado en 
“julio de 2017 por la misma editorial (con un prólogo de Laura Ramos), y el frontis del susodicho libro de Mariana Enríquez: La hermana menor

 


           Y al desplegar la tercera de forros aparece un retrato en blanco y negro del sonriente y cautivador héroe de las mujeres: Adolfo Bioy Casares. Cada uno signado por la insondable e infinita noche (el negro) y el enigma que implica la sugerencia de la Constelación de la Cruz del Sur (el azul con estrellas blancas).

           


          En su “Prólogo”, Borges calificó de “perfecta” a La invención de Morel (cuya trama Bioy vislumbró sentado en uno de los sillones de mimbre de Rincón Viejo) y de ejemplo de “imaginación razonada”. Los que aman, odian quizá no sea “perfecta”, pero lo parece, y sin duda es un modelo de “imaginación razonada”. Por todo lo que se dice parece que en 1946 fue escrita con prontitud y editada con rapidez. Quizá sea así. Lo cierto es que se advierte que fue redactada, revisada y pulida con mimo y esmero; y en la urdimbre, pese al crimen, se transluce una intrínseca pulsión lúdica y libresca, con engaños al lector, bromas, ironías y juguetones giros sorpresivos; por lo que no es errado calificarla de feliz divertimento y por ende quizá no yerre suponer que Bioy y Silvina se divirtieron imaginándola y escribiéndola de principio a fin, y no sólo por las mofas y bufonadas, algunas sutiles y librescas
—como la fugaz alusión a Betteredge, personaje de La piedra lunar (1868)—, y otras muy obvias, como la que protagoniza la empleada del Hotel Central que el doctor Humberto Huberman apoda “dactilógrafa” y “Muscarius, el dios que alejaba las moscas de los altares”, pues, anciana y obesa, se dedica a perseguirlas por las habitaciones blandiendo y azotando un matamoscas, dado que infestan el asfixiante, claustrofóbico, caluroso y subterráneo hotel; quien llama a los huéspedes al comedor haciendo sonar un gong y quien, ante los aullidos de los perros del exterior y del ulular del viento que acompañan a la tormenta de arena, vaticina sintiéndose pitonisa: “¡Esta noche va ocurrir algo! ¡Esta noche va a ocurrir algo!” Y, efectivamente, ocurre.

 

(Buenos Aires, Emecé, 2004)

           
El doctor Humberto Huberman es la evocadora voz narrativa que (supuestamente) redactó “la historia del asesinato de Bosque del Mar” (que es la legendaria novela policial que el desocupado, intrigado e insomne lector tiene en sus manos). Y, según informa casi al término, la escribió por petición de varias amigas de su madre, (las únicas amigas que tiene), interesadas (y al parecer impresionadas) por su hablantina, presunta y presuntuosa labor detectivesca.

           

(Barcelona, Emecé, 2002)

          Se entrevé que el doctor Humberto Huberman (petulante, ridículo, solitario, maniático, citadino, fetichista, hedonista, egocéntrico, engreído, dizque “erudito” y supuesto poseedor de la “inteligencia dominante” en Bosque del Mar) es un consumado solterón, sin ningún enredo amoroso que le pise los talones y le agrie la yerba mate, los sueños o la fría tacita de cocoa (un día sí y otro también); quien en su “casa de la Capital” cada mañana se despierta y comporta como todo un pachá (repantigado en su otomana) atendido por sus añorados “enanos correntinos trayendo la bandeja pajiza, el té aromático, las tostadas y los bizcochos, el dulce y la miel”. Y, según revela con un dejo de intrínseca misantropía y quizá androfobia: “En general, me entiendo mejor con las mujeres que con los hombres [...] la sociedad que yo prefiero es la de mujeres maduras” (no la sociedad de las mujeres jóvenes y por ende en la plenitud de su atractivo y belleza física). No obstante, además de algún ancestral prejuicio misógino: menosprecia a las pelirrojas, comparte ciertos atavismos machistas (con un tinte psiconalistoide): “A las mujeres histéricas hay que dejarlas solas.” Admite y apunta: “Hay todo un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree la expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que sólo se conmueven ante sí mismas.”

            Según apunta en su relato, es un boyante médico homeópata, adicto a los glóbulos de arsénico, quien ha viajado en el tren nocturno, de la capital a la calurosa Salinas, con destino al balneario Bosque del Mar, donde se halla el Hotel Central, propiedad de un matrimonio sin hijos (Esteban y Andrea), que son primos suyos y distantes, custodios de un sobrino de ella (el niño Miguel, de unos diez o doce años), a los que alguna vez les hizo un préstamo; lo que implica una postergada deuda que le permite no pagar el alojamiento y tratar a sus parientes con ciertas exigencias y contenida altanería. Su plan no es coincidir con nadie en ese hotel que a todas luces nunca había visitado ni visto, sino instalarse durante por lo menos dos meses de vacaciones en la playa, durante las cuales pretende escribir, en ese supuesto “paraíso del hombre de letras”, un sesudo guion cinematográfico, pues, según apunta, “la Gaucho Film Inc.” le ha pedido adaptar el “Satyricón, de Cayo Petronio”, “a la época actual y a la escena argentina”. Nada menos.

           

(Barcelona, Tusquets, 1989)

       El doctor Humberto Huberman viaja en el cómodo camarote del tren nocturno (al parecer a imagen y semejanza del cinematográfico y novelesco Orient Express, pues, según dice: “no hay que olvidarlo: en los trenes el té es de Ceylán”). Y tras su llegada a la solitaria estación del pueblerino Salinas (7:02 am y ya hace un tremendo calor) y luego de encargar en la oficina de correos que le remitan su correspondencia al Hotel Central del balneario Bosque del Mar, como único pasajero y en compañía de su equipaje y de unas gallinas enjauladas que llegaron con él en el tren, se desplaza encajado en un peliculesco y anacrónico Rickenbacker conducido por un chofer que él llama chauffeur; indicio de su proclividad a ciertos vocablos en franchute e inglés, (incluso alemán), a las frases en latín y francés, a las evocaciones librescas y a los fantaseos detectivescos o devaneos literarios (“he confundido la realidad con un libro”, llega a decir.) De ahí que en su índole irrisoria y ridícula, como si se tratase de la arquetípica y proustiana madeleine remojada en té, el maloliente tufillo de las gallinas que lo acompaña en el Rickenbacker lo remita a un grato e indeleble capítulo de su perdida niñez, pues según evoca: esa “efímera sensación olfativa traía a mi memoria un feliz episodio de la infancia, con mis padres, en los gallineros de mi tío, en Burzaco. ¿Confesaré que durante algunos minutos logré refugiarme, en medio de los sacudones y del calor, en la prístina visión de un huevo pasado por agua, en una taza de porcelana blanca?” Así, durante ese viaje de largas y calurosas horas en las que el Rickenbacker llega a cruzar, lentamente y sobre unos estrechos tablones, unos arenales por los que el coche podría caer y hundirse (“Si una rueda se desvía”), como ocurrió hace un año con “el caballo del farmacéutico”: “se metió en el pajonal” y, ante los ojos de los circunstantes, “despareció en el barro”. Pero el caso es que según dice el cantarín y “rapsoda” doctor Huberman trazando su particular, instantánea y evanescente épica: “Yo buscaba el mar, como un griego del Anabasis: ninguna pureza en el aire parecía anunciarlo.” Pero el pedúnculo umbelífero (o minúsculo intríngulis) de esa petulancia libresca es que la palabra anábasis refiere, por defecto y para el caso, una expedición de la costa hacia el interior de un territorio. Y catábasis es la palabra que alude el viaje desde el interior a la costa. Y cuando aún “heroicamente” montado en el Rickenbacker creer ver el mar (se trata de un espejismo de huitlacoche) exclama, exultante, a modo de homérico saludo: Thalassa!... Thalassa! (como si además del impetuoso y agitado océano viera emerger a la mitológica diosa del mar). Y cuando de nuevo cree verlo al divisar “una mancha violeta” dice, rumiando para sí, su particular, críptico y joyceano Ulises: Epi oinopa ponton. Pero como se trata de “flor morada”, según le aclara el rústico chofer, bien hubiera podido recitar al didáctico profesor Borges aludiendo la Odisea: “Los dioses les tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo que cantar.”

            Satisfecho consigo mismo y con su pequeña imagen, el doctor Humberto Huberman, tras su arribo al hotel, se autorretrata, envanecido y narcisista, para sus boquiabiertas lectoras (algo caricaturesco y esperpéntico, dadas las titiriteras manos que lo trazan y atildan):

            “Me desperté en la penumbra. No sabía dónde estaba ni siquiera qué hora era. Hice un esfuerzo, como quien trata de orientarse. Recordé: estaba en mi cuarto, en el Hotel Central. Entonces oí el mar.

            “Encendí la luz. Vi en mi cronógrafo —que yacía junto a los volúmenes de Chiron, de Kent, de Jahr, de Allen y de Hering, sobre la mesita de pino— que eran las cinco de la tarde. Pesadamente empecé a vestirme. ¡Qué descanso verme libre de la rigurosa indumentaria que nos imponen los convencionalismos de la vida urbana! Como un evadido de la ropa, me enfundé en mi camisa escocesa, en mi pantalón de franela, en mi saco de brin crudo, en el plegadizo panamá, en los viejos zapatones amarillos y en el bastón con empuñadura en cabeza de perro. Agaché la cabeza, con no disimulada satisfacción examiné en el espejo mi abultada frente de pensador, y otra vez convine con tanto observador imparcial: la similitud entre mis facciones y las de Goethe es auténtica. Por lo demás, no soy un hombre alto; para decirlo con un vocablo sugestivo, soy menudo —mis humores, mis reacciones y mis pensamientos no se extenúan ni se embotan a lo largo de una dilatada geografía—. Me precio de tener una cabellera agradable a la vista y al tacto, de poseer unas manos pequeñas y hermosas, de ser breve en las muñecas, en los tobillos, en la cintura. Mis pies, ‘frívolos viajeros’, ni cuando duermo descansan. La piel es blanca y rosada; el apetito, perfecto.”

        

Goethe

       
Cercano al mar, próximo a pantanosos médanos y a los peligrosos cangrejales, y no lejos del Hotel Nuevo Ostende, el Hotel Central ha sido víctima frecuente de las tormentas de viento y arena; de ahí que, pese al asfixiante y claustrofóbico calor, las ventanas de las recámaras hayan sido selladas; y que el piso que hace un par de años era la recepción, ahora es el sótano; y que los huéspedes, en vez de subir a sus alcobas bajen a ellas, incluso al comedor, donde hay una larga mesa en la que los pensionistas coinciden para la cena, amenizados con la música de la radio y luego con el piano que toca Emilia en medio de la intrínseca neurosis y agresiva rivalidad que la confronta y antagoniza con su hermana Mary.

Cuando a la mañana siguiente se descubre la sorpresiva muerte de la joven Mary, envenenada por estricnina, según el diagnóstico a priori del doctor Humberto Huberman (quien añade “que el deceso había ocurrido dentro de las últimas dos horas”) y aún no se sabe si se trata de un asesinato o de un suicidio, y puesto que en ese momento de la mañana (y desde la noche anterior) el Hotel Central sufre el furioso ataque de una furiosa y ululante tormenta de arena, todo indica, si acaso es un asesinato, que se trata de un crimen ocurrido en el oscuro vientre de esa “casa enterrada en la arena”, lo que equivale al crimen de cuarto cerrado —circunstancia clásica en una narración detectivesca y policial, aleccionó Borges, desde que Edgar Allan Poe, en 1841, publicó su cuento “Los crímenes de la calle Morgue”—, enfatizada cuando el doctor Huberman apunta: “Estábamos en ese caserón cerrado como en un barco en el fondo del mar, o, más exactamente, como en un submarino que se ha ido a pique.” Y por ende (indica el cliché) todos los habitantes del hotel, incluidos quienes viven y trabajan en él, son probables sospechosos. Para despejar el misterio, en un momento en que afloja la impetuosa y ululante tormenta de viento y arena, envían el Rickenbacker por la policía. Es así que unas horas después llegan al Hotel Central: el comisario Raimundo Aubry, memorioso diletante y citador de novelas del siglo XIX (sobre todo de Victor Hugo), y el doctor Cecilio Montes, “médico de la policía”, quien es un borrachín incurable, pringoso, misántropo e irascible; dos gendarmes y el hombre de la funeraria; más el ataúd, que instalan en el sótano.

   Pese a cierto reparo inicial, el doctor Montes coincide con el ojo clínico del doctor Huberman: la víctima murió envenenada con una dosis de estricnina, que, al parecer, tomó (o le dieron a tomar) antes de acostarse, pues solía beber una taza de chocolate frío antes de dormir; taza que, misteriosamente, no se halla en el lugar del crimen o suicidio; es decir, alguien la desapareció y por alguna razón dejó, según parece, “el frasco de los glóbulos que tomaba todas las mañanas” y el corcho en el suelo.

   El comisario Raimundo Aubry, antes de interrogar a los moradores del hotel, decide registrar sus habitaciones, empezando por la recámara del doctor Humberto Huberman, quien se ofende al suponerse sospechoso de algo o de esconder la estricnina; no obstante, en medio del escrutinio policial logra escamotear su “tubo de arsénico” focalizando la ruda y enfática búsqueda en los tubitos de su homeopático botiquín. El caso es que las pesquisas del comisario lo llevan a inferir que Emilia, la hermana de Mary, es la asesina. Y piensa detenerla y recluirla en la cárcel tan pronto amaine la tormenta de arena. La razón: había un traicionero y subrepticio lío sexual entre Mary y Enrique Atuel, el novio de Emilia. Esto lo refleja la pelea a gritos entre ambas, misma que Huberman oyó por casualidad; y lo acentúa la tensión neurótica que esgrimen entre sí durante la ríspida cena y durante el convivio entorno al piano, preludio de la súbita salida de Emilia del hotel, pese a la oscuridad y al peligro que implica la tormenta de viento y arena. Y más aún cuando el doctor Humberto Huberman, también sin proponérselo, previo a la grupal búsqueda de Emilia en el exterior, ve que Atuel y Mary se besan en lo oscurito; no obstante, puntualiza: “Autel se resistía; Mary lo asediaba apasionadamente.” Ante tan desventurada y lastimosa escena, comenta pomposo para sí: “‘¿Qué somos’, murmuré, ‘sino osamentas besadas por los dioses’? Con el alma apesadumbrada, seguí mi camino. Algo aulló en la penumbra. Era el niño. Yo había tropezado con él. Me miró un instante —¿qué había en su expresión: desprecio, odio, terror?—; después huyó.”

Mary
(Luisana Lopilato)
Foto alusiva al filme Los que aman, odian (2017)

          La muerta, la joven Mary, o sea: María Gutiérrez, fue paciente del doctor Humberto Huberman dos o tres veces en su consultorio, allá en la capital; y la recuerda por “el accrochecoerur en la frente”, porque él le dijo “somos almas gemelas”, dada su compartida adicción a los glóbulos de arsénico, y porque le recomendó, ese año, unas “vacaciones en Bosque del Mar”. Todo indica que coincidieron, sin premeditarlo, en el Hotel Central, pues las hermanas Gutiérrez, con la infancia en Tres Arroyos, pudieron hospedarse en el vecino, y no muy distante, Hotel Nuevo Ostende, donde está registrado y tiene su recámara (quizá sólo protocolaria) Enrique Atuel, cuya facha, al doctor Huberman, no le gusta nada. Según dice: es “joven, amulatado. A despecho de cierta vulgaridad en el hablar y de una apariencia que recordaba los cartelones del ‘tango en París’ [remember al icónico y popular Gardel y su ‘estilo del Alma que canta’] —pelo negro, lacio, ojos vivos, nariz aguileña— me pareció que ejercía sobre sus compañeros [Mary, Emilia y el doctor Cornejo] —nada brillantes, por lo demás— alguna superioridad intelectual.” Y de ninguna manera el doctor Huberman galantea ni pretende a Mary, ni tiene íntimas ensoñaciones con su cuerpo, “demasiado atlético para mi gusto”, dice y observa en ella “una animalidad que atrae a ciertos hombres sobre cuyas aficiones prefiero no opinar”. Mary, además de su sensualidad y magnetismo corporal (“alta, rubia”, “muy hermosa, con una impresionante blancura, con manchas rosadas”) era una traductora notoriamente fetichista y maniática: trajo consigo todos los libros traducidos por ella (que son narraciones policiales con tapas arlequinadas), “los manuscritos de las traducciones y los borradores de los manuscritos” e incluso “las pruebas de imprenta”; tambache al que se suman “las páginas escritas a mano” de la última traducción que estaba haciendo: “una novela de Michael Innes”. (Pseudónimo, cabe la digresión, del escocés John Innes McKintosch Steward, antologado por Borges y Bioy en la citada Segunda serie de Los mejores cuentos policiales con el relato 
“La tragedia del pañuelo” y de quien ambos editaron, en la legendaria serie policíaca El Séptimo Círculo, cuatro obras traducidas al español con los títulos: Los otros y el rector, ¡Hamlet, venganza!, La torre y la muerte, y El peso de la prueba.) 

Silvina Ocampo
(verano en Mar del Plata)

         Paralelo a la investigación policial del comisario Aubry, el doctor Huberman hace su propia labor detectivesca que, de hecho, empieza desde antes de la llegada de la policía y su comitiva. En tal vertiente, cuando Emilia es la presunta asesina de su hermana, le sorprende y alarma encontrar al doctor Manning y al galán Atuel muy despreocupados y desentendidos leyendo: “Manning leía la novela inglesa que Atuel había robado del cuarto de Mary [subrepticia y sospechosa sustracción que Huberman observó oculto]. Atuel leía una de esas novelas de tapa arlequinesca, que Mary había traducido. En una mesa interpuesta entre los lectores había papeles con anotaciones y lápices.” Y más aún, según dice: “¡Redactaban apostillas y notas a textos policiales!” El resultado de ese escrutinio lector, y de la lectura de los papeles que dejó la muerta en su cuarto, es que el doctor Manning le presenta al comisario Aubry la transcripción de una nota manuscrita, originalmente redactada por Mary en una “hoja de block”, donde anuncia su suicido y, según afirma categórico, “la frase no figura en ninguno de los libros” traducidos por Mary. Ese fragmento manuscrito, transcrito por Manning, parece eximir a Emilia de ser la presunta asesina. Aún así el comisario piensa llevarla presa a Salinas y hacerla hablar.

    No obstante, los posteriores giros sorpresivos y las rápidas vueltas de tuerca revelan que esa nota suicida en realidad sí es un fragmento de una novela policíaca traducida por Mary, que resulta ser otro libro sustraído por el sigiloso Atuel (al parecer se trata de una narración policial de Eden Phillpotts, otrora mentor de la joven y futura Agatha Christie), escondido por él en su recámara del Hotel Nuevo Ostende (¿por qué no la destruyó el muy boludo y listillo?), y luego localizado allí por el pálpito, la reflexión y las veladas dilucidaciones del doctor Manning, que en algún momento debió descubrirse manipulado por Atuel. Las razones que impulsaron a Atuel a hacer tal oscuro tejemaneje —incluso abandona al doctor Huberman en el violento y nebuloso arenal, y éste, desorientado, se alucina perdido en angustiosas y fóbicas pesadillas que coinciden con el desierto y la arquitectura del filme silente dirigido por Jacques Feyder: L’Atlantide (1921), y a expensas de los espeluznantes y horrorosísimos cangrejales— evidencian que creía que Emilia era la asesina y con sus artimañas quería exculparla del asesinato y de la condena carcelaria. Ante tales manipulaciones, vale puntualizar que el galán Atuel reveló ser, sólo ante el comisario y Manning (y no ante el ofendido Huberman), un famoso inspector de policía que vacaciona de incognito, quien dice trabajar “en la Sección de Investigaciones”, allá en “la Capital Federal”, y cuyo verdadero apellido es Atwell. Pero para que sus subrepticios y ocultos propósitos no se estropeen, induce, además, el simulacro de envenenamiento del doctor Cornejo con una dosis del tubo de veronal que había robado del maletín del doctor Montes y señala al desparecido niño Miguel, y al recién desaparecido doctor Manning, como al posible ladrón de las costosas joyas de la muerta, recién hurtadas a Emilia. Las cuales, antes de marcharse de Bosque del Mar de manera furtiva y sin despedirse de nadie y dado que se descubrieron sus numerosos ardides, a través de La Bruna (“un hombre parecido a Wagner”, según Huberman), quien es el dueño del vecino Hotel Nuevo Ostente, devuelve, en el Hotel Central, las joyas robadas envueltas en un paquete.

Wagner

       No obstante, pese a las detectivescas indagaciones, especulaciones y deducciones del doctor Manning, del doctor Huberman, del comisario Aubry y a las meteduras de pata del supuestamente fogueado y célebre inspector de policía Atwell (¿no se tratará de una impostura?), los puntos sobre las íes del enredo y del crimen sólo se aclaran, para el corro (y para los lectores), con la carta de despedida que el niño Miguel Fernández le dejó a su apreciado amigo y mentor el farmacéutico Paulino Rocha (se lee casi al término de la novela). Misiva que, motu proprio, el boticario lleva al Hotel Central para entregársela al comisario Aubry, una vez que la tormenta de viento y arena pareció extinguirse por arte de birlibirloque. Sólo entonces, ya desvelada la identidad del asesino y sus secretas y peculiares razones, es cuando Emilia revela que ella desapareció la taza de Mary, porque creyó que el asesino era Atwell y quiso protegerlo.

 

H. Bustos Domecq
Composiciones fotográficas de Silvina Ocampo,
basadas en ideas de Francis Galton.

IV de V

En el Hotel Central el niño Miguel era un marginado y un desdichado, y, al parecer, una molestia, un estorbo, y una penosa y despreciable carga para sus tíos, que no lo querían ni comprendían. Según le dijo Andrea a Huberman: “Miguel ha tenido una infancia triste. Es anémico, está mal desarrollado. Es muy chico para su edad. Cavila todo el tiempo. Mi hermano creía que el mar podía fortalecerlo...” No obstante, no le asignaron una adecuada habitación, propia para un chaval con los hábitos e inclinaciones de un probable o futuro naturalista, explorador y científico, sino que lo arrinconaron en el astroso y subterráneo cuarto de los baúles, donde además no hay luz eléctrica y por ende se iluminaba con una vela. No extraña, entonces, que no quiera a sus tíos y los desprecie, y que haya hecho su refugio y su “casita” en el Joseph K, el barco encallado y abandonado en la playa, donde pasaba mucho tiempo solo y donde, antes de partir durante la tormenta y la subida de la marea, ya tenía “allí muchas botellas de agua, bizcochos y una bolsita de yerba”. No obstante, el destino de su errático viaje (lo deja ver en su carta) no es una isla desierta con un tesoro enterrado por un pirata o un mundo utópico o mejor, sino el fondo del mar. Y por ello, en su posdata, le pide al boticario que envíe a sus padres el albatros embalsamado por él que dejó, ex profeso, en el cuarto de los baúles, donde, antes de que apareciera su reveladora carta, fue encontrado por el comisario Aubry: “Atada al pescuezo del pájaro con una cinta verde, colgaba una fotografía del niño, con la inscripción. A mis queridos padres, recuerdo de Miguel.” Lamentablemente no pudo llegar a tales manos, pues el doctor Huberman, en una de sus equivocas conjeturas, supuso que Miguel era el ladrón de las joyas de Mary y que las había escondido en el vientre del pájaro y por ello las manos del comisario lo destrozan y despanzurran.

    El caso es que el niño Miguel, a escondidas de sus tutores, aprendió del boticario el modo de conservar las algas marinas, pues la caza y la taxidermia las había aprendido de su padre. En el Hotel Central sus tíos le habían prohibido la “crueldad” con los animales. Quizá Miguel no haya sido cruel a la hora de cazar nutrias (con su padre) o el albatros. Eso se ignora, pues la caza es un milenario deporte (o ancestral oficio de sobrevivencia) y un ave o animal disecado puede ser un trofeo de caza y de habilidad y orgullo taxidermista. Pero el doctor Huberman, que lo ve con “cara de laucha” y que trató de evocar a Conrad para hablar de barcos con él, se alarma ante la rareza de encontrar bajo su catre, en el cuarto de los baúles, el albatros ensangrentado. Imprevisto descubrimiento que el niño rubrica pegando un grito, dándole a Huberman un zarpazo en el rostro y huyendo de allí. Indicio de una potencia anímica, neurótica, pasional, agresiva y mental que no controla ni domina, pese a la corrección y al sosiego con que redactó su carta de despedida, donde se lee que no está arrepentido de lo que hizo, ni de su decisión de borrarse del mapa:

            “Yo pensé: ‘Voy a hacer una cosa terrible’. Ahora comprendo que hice lo que hubiera hecho cualquiera en mi lugar.

            “Bajé a mi cuarto, busqué la estricnina, me fui al cuarto de Mary y eché la mitad del frasquito en la taza de chocolate frío que ella tomaba antes de dormirse. Revolví la cuchara para que el veneno se disolviera bien y cuando estaba secándola oí los pasos de Mary. Al escaparme se me cayó el frasco. No tuve tiempo de recogerlo. Me fui por el cuarto de Emilia.

            “Al día siguiente volví a buscar el frasco, pero no estaba. Yo quería tomar la estricnina, como la había tomado Mary.”

            Vale añadir, para no desvelar todo el carozo de la mazorca, que el niño Miguel se enamoró de Mary hasta el tuétano y la locura; que le resultaba doloroso e intolerable el maltrato que le endilgaba cuando estaban a solas, que rechazara y le disgustaran los besos que él le daba o intentaba darle, y para el colmo: su traicionero y subrepticio amorío con Atwell y las burlonas infidencias que, sobre el niño, se permitía con su casanova y polígamo. No obstante, antes de irse al más allá, el niño Miguel bajó al sótano, abrió el ataúd y besó en los labios el cadáver de Mary. Al inesperadamente descubrir ese cuadro mortuorio, el doctor Cornejo se impresionó y escandalizó e impresionó y escandalizó a los otros moradores del Hotel Central. No pudo, y no podía ver, que el niño enamorado, con ese amoroso, elegíaco y último beso, se despedía para siempre de su amada. Y sólo vio algo anómalo e inquietante, quizá con indicios de cierta necrofilia.

 

 

V de V

Cartel de la película argentina Los que aman, odian (2017), basada
en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

Vale añadir, a modo de corolario, que la novela Los que aman, odian ha sido adaptada al cine, de manera parcial y no muy afortunada (y sin una pizca de la erudición y del humor de la obra literaria) en la homónima y patética película de 2017, dirigida por el cineasta argentino Alejandro Maci
—director del filme El impostor (1997), basado en el cuento homónimo de Silvina Ocampo—, donde los lentes de sol que lucen las hermanas Fraga: Emilia y Mary, son un implícito y tácito homenaje a los lentes oscuros, de grandes y pesados armazones, que usaban las hermanas Ocampo: Victoria y Silvina. Entre los protagonistas descuella la actriz Luisana Lopilato como Mary Fraga (ese obscuro objeto del deseo), notable, además, en la caracterización de Pipa (Manuela Pelari), policía de investigación criminal en dos thrillers argentinos dirigidos por Alejandro Montiel: Perdida (2018) y La corazonada (2020). Y, desde luego, Guillermo Francella en el papel del doctor Hubermann, muy recordado por su brillante trabajo actoral en El secreto de sus ojos (2009), filme dirigido por Juan José Campanella, basado en La pregunta de sus ojos (Buenos Aires, Galerna, 2005), novela del escritor argentino Eduardo Sacheri, quien, por razones pecuniarias y de marketing, le cambió el título por el nombre de la película.

Silvina y Victoria Ocampo con Borges


 

 

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Los que aman, odian. Cruz del Sur, Emecé Editores. Barcelona, febrero de 2002. 136 pp.


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Trailer de Los que aman, odian (2017), película dirigida por Alejandro Maci, basada en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.


 

jueves, 16 de noviembre de 2023

Los mares del Sur

La angustia en un puñado de ceniza

 

I de VI

Publicada en Barcelona, en noviembre de 1979, por Editorial Planeta, con un tiraje de 153 mil ejemplares, Los mares del Sur, novela negra del polígrafo español Manuel Vázquez Montalbán (nacido en la Ciudad Condal el 14 de junio de 1939 y fallecido en Bangkok el 18 de octubre de 2003), “obtuvo el Premio Planeta 1979, concedido por el siguiente jurado: Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol y José María Valverde.” Quien, curiosamente, en Poesías reunidas 1909-1962, volumen de T.S. Eliot publicado en Madrid, en 1978, por Alianza Editorial, tradujo (y anotó) “La Tierra Baldía” (The Waste Land, 1922), de cuyo primer poema el asesinado Carlos Stuart Pedrell había extirpado y transcrito un verso en inglés: I read, much of the night, and go south in the winter. Que Pepe Carvalho, el detective que investiga el trasfondo de su desaparición y muerte, traduce “mentalmente: Leo hasta entrada la noche/ y en invierno viajo hacia el sur”. Mientras que Valverde lo hizo así: “Yo leo, buena parte de la noche, y en invierno me voy al sur.” En este sentido, no asombra que el verso traducido por Valverde del Premio Nobel de Literatura 1948: “te enseñaré el miedo en un puñado de polvo” (I will show you fear in a handful of dust), Sergio Beser —el políglota ratón de biblioteca que consulta Carvalho— lo traduzca así, diciéndole: “Es el verso que más me gusta de todo el poema: Te enseñaré la angustia en un puñado de ceniza.”     

          

Alianza Tres núm. 40, Alianza Editorial
Tercera edición, Madrid, 1981

         
La novela Los mares del Sur —la cuarta de la Serie Carvalho— comprende 43 breves capítulos sin números ni rótulos, signados por un epígrafe del poeta italiano Salvatore Quasimodo, Premio Nobel de Literatura 1959: pi
ù nessuno mi porterà nel sud (ya nadie me llevará al sur). En este sentido, vale observar que al cadáver del cincuentón y riquísimo empresario barcelonés Carlos Stuart Pedrell, presuntamente asesinado a cuchilladas y aparecido, en enero de 1979, “en un descampado de la Trinidad”, “Le habían vaciado los bolsillos” y sólo le dejaron un papel, según se entera el detective (y el desocupado lector) en la primera entrevista que, un día de marzo, tiene con el abogado Jaime Viladecans Riutorts (“voz de lord inglés con acento de pijo de la Diagonal”) y Mima, la viuda (“una mujer de cuarenta y cinco años que hizo daño en el pecho a Carvalho”): “La viuda había sacado del bolso una arrugada hoja de agenda erosionada por mil manos. Alguien había escrito sobre ella con un rotulador: più nessuno mi porterà nel sud.” Cuyo sentido y ubicación bibliográfica en un viejo poemario de posguerra de Salvatore Quasimodo: La vita non é sogno (La vida no es sueño, 1949), le es vertida a Pepe Carvalho por el parlanchín, erudito e histriónico Sergio Beser, cuyo piso en San Cugat es una enorme, nutrida y alta biblioteca (“Parecía un Mefistófeles pelirrojo con acento valenciano”), quien hace un gastronómico, teatral y etílico dúo dinámico con un tal Enric Fuster, su compinche y paisano del Maestrazgo.

Salvatore Quasimodo 
(1901-1968)
Premio Nobel de Literatura 1959



 II de VI

La trama detectivesca de Los mares del Sur —ganadora en París del Prix International de Littérature Policière 1981— gira en torno al hallazgo del acuchillado cadáver del empresario Carlos Stuart Pedrell tras un año de su misteriosa y paradójica desaparición (pues nunca salió de España ni de Barcelona), tanto del ámbito familiar (dejó esposa y cinco pirrurris: un joven en Bali aún dependiente, dos chavales que hacen trial de montaña, un pequeño a punto de ser expulsado de un colegio jesuita, y una erógena adolescente en crisis existencial y ebullición erótica), como del alto pedorraje donde se movía con su estigma de donjuán irredento, pues según el testimonio de Francesc Artimbau, su pintor de cámara, los Stuart Pedrell “Podían cenar ahí donde estás tú [aplatanado y bebiendo en el estudio del artista], conmigo y con mi mujer algo que yo había guisado, o recibir en su casa a invitados como [Gregorio] López Bravo o [Laureano] López Rodó [distinguidos trepadores franquistas], o cualquier ministro del Opus, ¿entiendes? Eso da mucho poso. Esquiaban con el rey [Juan Carlos] y fumaban porros con poetas de izquierda en Lliteras.” (De ahí que entre los recortes de periódicos que Pepe Carvalho observa entre los libreros del despacho preferido del occiso se lean, pegadas con chinchetas, casi de cachetito: “las declaraciones de [Santiago] Carrillo sobre el abandono del leninismo por el PC español” y “la noticia de la boda de la duquesa de Alba con Jesús Aguirre, director general de Música”, sonoro y rimbombante bodorrio de nota rosa y de la chismografía del corazón, sucedido el 16 de marzo de 1978.) Urdimbre narrativa no exenta de peliculescos episodios de violencia: el preliminar robo de un auto de alta gama (no falta allí la chica noctámbula que se sopla “el flequillo a lo Oliva Newton-John”) y la trepidante persecución policíaca; la pela callejera que confronta Pepe Carvalho con tres mozalbetes cuchilleros de la barriada de San Magín; y el subrepticio y cruel degollamiento de Bleda, su perra, en su casa particular en Vallvidrera, donde el investigador privado, proclive a los excesos de la buena mesa, del buen tabaco y del buen alcohol, se dedica a condenar y a extinguir, en el fuego de la chimenea, los libros de su biblioteca.

           

Premio Planeta 1979

Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta
Primera edición, Madrid, noviembre de 1979

           
No obstante, inextricable a lo ameno, a los matices del léxico y de cierta oralidad, a la erudición no sólo literaria, pictórica, melómana, etílica y gastronómica, al registro social, idiosincrásico y político de las postrimerías del franquismo, de la reciente transición (aún consolidándose entre soterradas nostalgias dictatoriales después de “las elecciones de junio de 1977”) y del afán democrático de la época (marcado por los asesinatos de la ETA y de los GRAPO), se advierte sobremanera que el nom plus ultra que trasmina cada página es una pulsión lúdica y libertaria, de popular y docto contador de cuentos en la plaza pública, lo cual se transluce en el gozoso divertimento que marca la tónica y el modo de narrar, que comprende no sólo la conducta sexual y desinhibida de Pepe Carvalho, y, desde luego, la manera desembarazada, un tanto informal e hilarante en que investiga, observa, conjetura e interactúa con los otros, en particular con Biscuter, su escuálido y conmovedor cocinero y asistente que subsiste en la estrechez de su despacho; con su recién adquirida perra; con Charo, la puta del Barrio Chino con la que sostiene un eventual vínculo erótico y afectivo que ya lleva ocho años; e incluso con Yes, la adolescente rubia de ojos grises, hija de los Stuart Pedrell, consumidora de mota y cocaína, que prácticamente se arroja sobre el detective para que la desnude y con quien sostiene un breve y entreverado desliz lascivo, que le hace recordar un episodio de su otrora espionaje para la CIA en los Yunaites: “Una vez en su vida se había acostado con una muchacha así, en San Francisco, veinte años atrás. Era una puericultora a la que él estaba vigilando en relación con la infiltración de agentes soviéticos entre los primeros movimientos contraculturales norteamericanos.”  

           

Manuel Vázquez Montalbán

            Paralelo a la investigación del caso Stuart Pedrell, el detective privado, por solicitud de un panadero, compungido y llorón que acude a su despacho en el ámbito de las Ramblas, localiza, en un tris, a su mujer, huida con un vasco a la Pensión Piluca; y de un modo locuaz y bufo, en el mugriento baretucho Jou-Jou (“Vengo de parte de la ETA”, le canta), incide en el alejamiento del hercúleo amante (quien para salvar el pellejo huye timorato y castañeteando la quijada) y en el regreso de ella al hogar, dulce hogar, donde la esperan sus dos niñas abandonadas, el lacrimoso cornudo, y las actividades domésticas de la panadería.  

 III de VI

Por influjo del abogado Viladecans y de los intereses empresariales de la familia y de sus poderosos socios (el estrambótico, homosexual y setentón marqués de Munt y el cincuentón Isidro Planas Ruberola, candidato y luego vicepresidente de la Patronal, la CEOE), la policía hizo mutis ante el acuchillado cadáver de Carlos Stuart Pedrell y por ello no dio con el presunto asesino o asesinos. Según el testimonio de un policía que dizque indagó el caso (contactado por Viladecans para que en privado hable con Carvalho): “La familia ha hecho lo imposible para que no siga. Dejó un tiempo prudencial y luego se movió para detener las cosas. El prestigio familiar y todo ese rollo.” Pero tres meses después del hallazgo del cadáver en un descampado de la Trinidad, Mima, su viuda, quien es la que paga al detective privado, quiere saber, le dice: “Qué hizo mi marido durante un año, durante ese año en que le creíamos en los mares del Sur y estaba quién sabe dónde y quién sabe qué burradas hacía.” Y sobre el presunto asesino, el abogado Viladecans le indica: “Bueno. Si sale el asesino, pues venga el asesino. Pero lo que nos interesa es saber qué hizo durante ese año. Comprenda que hay muchos intereses en juego.”

           


Autorretrato (1893)
Paul Gauguin

           
Gauguin en 1891

             Vale resumir que lo primero que Pepe Carvalho escucha sobre Carlos Stuart Pedrell es su obsesión por la vida y obra de Gauguin y su mítico y legendario viaje a los mares del Sur. “Él quería ser Gauguin”, le dice Mima. “Dejarlo todo y marcharse a los mares del Sur. Es decir, dejarme a mí, a sus hijos, sus negocios, su mundo social, lo que se dice todo.” Así que a través de diversos testimonios el detective constata esa obsesión; incluso al inspeccionar su despacho preferido: el “santuario” donde se recluía “A escuchar música. A leer. A recibir amigos intelectuales y artistas.” Donde observa, “pinchadas sobre las tablas [de los libreros], tarjetas postales con reproducciones de Gauguin. Y en la pared, alternados los cuadros de firma, mapas oceánicos, un inmenso Pacífico lleno de banderillas de alfiler, jalonando una ruta soñada.” Y en su abigarrado y singular escritorio de supuesto dibujante y calígrafo, además de que localiza algunos reveladores apuntes poéticos sobre esa obsesión, halla entre los “recortes de artículos”, “un poema recortado de una revista poética: Gauguin. [Que] Cuenta mediante verso libre la trayectoria de Gauguin desde que abandona su vida de burgués empleado de banca hasta que muere en las Marquesas rodeado del mundo sensorial que reprodujo en sus cuadros”. De ahí que pretendiera que el pintor Francesc Artimbau realizara un mural en su finca de Lliteras, donde “quería que le pintara algo muy primitivo, con el falso candor de Gauguin cuando pintaba a los canacos, pero trasladado a todo lo aborigen del Empordà, donde está Lliteras.” Y que en su recámara de “solitario” (desde “Hace tres años”), en la regia mansión familiar de fines del siglo XIX (heredada de una tía, incluido el elegante, flemático y culto mayordomo, conservador del inmueble que semeja un lujosísimo museo que resguarda valioso mobiliario y costosísima decoración y una repleta biblioteca de libros antiguos), exhibiera, sólo para él y su ombligo, “una excelente reproducción pintada de ¿Qué somos? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos?”, óleo sobre lienzo de Gauguin: D’où venos-nous? Que sommes-nous? Où allons-nous? (1897). Lo cual explica que la portada del libro editado por Planeta reproduzca un detalle de ese cuadro, datado así en la página legal: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?, de Paul Gauguin, Museo de Bellas Artes, Boston (foto Oronoz)”.

     


¿Qué somos? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos?
 (1897)
Paul Gauguin

            Pero además de la idílica ruta soñada y marcada con banderas en el mapa del océano Pacífico: “Abu Dhabi, Ceilán, Bangkok, Sumatra, Java, Bali, las Marquesas...”, la secretaria de ese despacho preferido, con su disfraz “de ex alumna de monjas”, le informa que su patrón tenía planeado “Un viaje a Tahití.” “A través de Aerojet. Una agencia.” Y que incluso había “solicitado cheques de viaje por una cantidad muy importante”, que “cubría los gastos de un año o más fuera del país”.

IV de VI

Pepe Carvalho descubre, en su indagatoria de sabueso rastreador y callejero, que el empresario Carlos Stuart Pedrell —miembro de la “Sociedad Anónima Tablex, dedicada a la producción de contraplacado, Industrial Lechera Argumosa, Construcciones Ibéricas S.A., consejero del Banco Atlántico, vocal de la cámara de Comercio e Industria, consejero de Construcciones y Desguaces Privasa...” y de “Quince sociedades más”—, al que se le “atribuían un buen puñado de especulaciones, pero sobre todo la de San Magín, barrio de”, llevó, oculta, una marginal vida de topo gris con el nombre de Antonio Porqueres, precisamente en La ciudad satélite de San Magín, inaugurada por Franco el 24 de junio de 1966. Según ve mientras avanza a pie: “San Magín crecía al fondo de una calle desfiladero entre acantilados de edificios diferenciables, donde coexistía el erosionado funcionalismo arquitectónico para pobres de los años cincuenta con la colmena prefabricada de los últimos años.” Se trata de una “urbanización de doce manzanas iguales, diríase que colocadas por el prodigio de una grúa omnipotente.” Y según lee en “el libro que le había prestado el morellense” Sergio Beser: “A fines de los años cincuenta, y dentro de la política de expansión especulativa del alcalde Porcioles, la sociedad Construcciones Iberisa (ver Munt, marqués de, Planas Ruberola, Stuart Pedrell) compra a bajo precio descampados, solares donde se ubicaba alguna industria venida a menos y huertos familiares del llamado camp de Sant Magí, zona dependiente del municipio de Hospitalet. Entre el camp de Sant Magí y los límites urbanos de Hospitalet quedaba una amplia zona de terreno libre con lo que se demuestra una vez más la tendencia anular de la especulación del suelo. Se compra terreno urbanizable situado bastante más allá de los límites urbanos para revaluar la zona que queda entre las nuevas urbanizaciones y el anterior límite urbano. Construcciones Iberisa construyó un barrio entero en Sant Magí y al mismo tiempo adquirió también a bajo precio los terrenos que quedaban entre el nuevo barrio y la ciudad de Hospitalet. En un segundo plan de construcciones, esa tierra de nadie también fue urbanizada y multiplicó por mil la inversión inicial de la Constructora...” “San Magín fue mayoritariamente poblado por proletariado inmigrante. El alcantarillado no quedó totalmente instalado hasta cinco años después del funcionamiento del barrio. Falta total de servicios asistenciales. Reivindicación de un ambulatorio del seguro de enfermedad. De diez a doce mil habitantes. Menuda pieza estabas hecho, Stuart Pedrell.” Comenta para sí el reflexivo detective, que también evoca un episodio de su humilde infancia cuando la topografía de la zona era un rústico territorio de contrabandistas de comestibles (y de quizá algo más).

            En su indagatoria en el barrio de San Magín, Pepe Carvalho descubre que ese mujeriego y sibarita de la alta burguesía que participó (y sacó provecho) del hacinamiento y de las deficiencias de la urbanización franquista, con la falsa identidad de Antonio Porqueres vivió en uno de esos patéticos departamentuchos, donde todavía están las cosas que dejó y por ende el detective las examina y olfatea, e incluso duerme allí una noche. Que al local de las Comisiones Obreras de San Magín —no muy distante de la iglesia donde cunden los “carteles petitorios de ya inutilizadas y superadas amnistías” (quizá entre ellos el que reza: “Libertad para Carrillo”) y “un cartel en italiano anunciado Cristo se detuvo en Éboli” (1979)— el tal Antonio Porqueres solía acudir con una joven del barrio; que allí le decían el Contable (porque hacía la contabilidad en el almacén “casa Nabuco”); y que a esa joven (activista, antinuclear, contestaria) y obrera del metal en la SEAT, le dijo que “Él estaba en contra de los Pactos de la Moncloa”. Y pese a que físicamente esa joven, bajita y cuerpo de uva, es la antípoda de las bellísimas féminas de clase alta que solía seducir y frecuentar (entre más jóvenes, mejor), ella, Ana Briongos, que allí en San Magín comparte departamento con dos amigas, todavía está embarazada del que creía se llamaba Antonio Porqueres y que pese a que por Carvalho se entera de su dramático asesinato y de que en realidad era “el constructor de San Magín”, ella ya, desde antes, estaba dispuesta a prescindir del apoyo económico y filial de él: “Yo soy la madre y el padre”, le canta sobre su notorio embarazo.   

   Y, desde luego, allí en el laberinto de San Magín, el detective da con la identidad del par de rijosos ejemplares del lumpemproletariado que acuchillaron al tal Antonio Porqueres, amante de Ana Briongos y progenitor del bebé nonato. Pero, ojo, no lo mataron ni tiraron su cadáver “en un solar, en la otra punta de la ciudad”: “Nadie le dejó tirado en ningún solar. Lo dejamos malherido y él se fue.” Puntualiza el lidercillo. Y por ende, Pepe Carvalho, quien es muy ducho para atar cabos, barajar hipótesis e inferir, supone que tal vez solicitó auxilio por teléfono. Y entre varias posibilidades opta por la más sonada de sus amantes: Lita Vilardell —acaudalada y treintañera belleza ojiazul de rancia y legendaria ascendencia esclavista—, con quien sostuvo una relación de casi diez años. Por ende, a eso de las tres de la madrugada, Carvalho la llama y de manera perentoria le solicita hablar con ella en ese preciso momento, quien, ¡oh sorpresa!, está en la cama nada menos que con Jaime Viladecans Riutorts, el elegante y exquisito abogado de la familia Stuart Pedrell, otrora condiscípulo y amigo del occiso.

     


Mujeres en la playa
 (1892)
Paul Gauguin

            Y en la charla con el detective, Lita Vilardell suelta la sopa, pese al reparo del abogado: “No se podía hacer nada”, dice. “¿Qué más da? Lo sabe todo y no sabe nada. Es su palabra contra la nuestra. No se ha equivocado en nada [...] Estábamos juntos. En la cama por más señas cuando llegó su llamada. Si me hubiese llamado desde los mismísimos mares del Sur no me habría parecido una llamada más lejana, más absurda. Primero no quise ir. Pero su voz era preocupante. Fuimos los dos a buscarle. No quería ir a ningún hospital. Le hicimos la oferta de dejarlo en la puerta y que nos diera tiempo de marcharnos. No quiso. Pedía un médico amigo. Pensamos a quién podíamos llamar. No nos dio tiempo. Se murió.”

     


Mujeres tahitianas con flores de mango (1899)
Paul Gauguin

          Así que entre ambos, compinchados para eludir el escándalo mediático que podría salpicar su imagen pública y sus intereses individuales y sociales, acordaron abandonar el cadáver acuchillado (ya desangrado) en un solar de la Trinidad y dejarle en las ropas (que no eran las suyas) esa enigmática e irónica línea en italiano: più nessuno mi porterà nel sud (ya nadie me llevará al sur: ¿la escribió Lita o Viladecans?), que quizá implique un resentimiento y una venganza personal que encubre algo comprometedor (tal vez lo dejaron morir o se les murió al no actuar con la prontitud y la decisión que requería la gravedad del herido), pues Lita Vilardell le dice al detective, en corto y cuando el abogado Viladecans ya se ha ido (luego de que proponerle un pago a cambio de que los borre de la historia): “Tal vez le sorprenda. Pero una amante puede sentirse más humillada que la mujer propia cuando se convierte en la olvidada y vieja concubina de un harén.”

 V de VI

Pepe Carvalho redacta y le entrega su informe a Mima, la viuda. (Vale puntualizar que el detective privado nunca accede al informe forense de la policía y sólo se entera que a Stuart Pedrell “Le clavaron varios navajazos. Parecían haber actuado dos manos. Una mano blanda, indecisa. Una mano firme, asesina.” Lo cual más o menos embona con la confesión del medio hermano de Ana Briongos: “El Quisquilla, el chiquito al que usted le rompió el brazo, le dio una cuchillada. A mí de pronto se me escapó el brazo y le di otra.” No obstante, no se sabe en qué partes del cuerpo le encajaron las hojas, si fueron sólo dos cuchilladas o más, si tocaron órganos vitales y si murió por esas heridas que nadie atendió: ¡ni siquiera el herido!, o por otra negligencia o daño colateral.) Y además de los pormenores que le resume de manera oral (donde salen a relucir los hechos clandestinos de Adela Vilardell y del abogado Viladecans), le dice sobre el cobro: “Hay una factura razonada en la última hoja. En total trescientas mil pesetas y a cambio tiene usted la seguridad de que nadie va a tocarles ni un céntimo del patrimonio.” Y esto parece que se lo dice como si hubiera pactado, por una buena cantidad, el silencio de Ana Briongos embarazada de Carlos Stuart Pedrell, media hermana del imprudente cuchillero principal, un mozalbete que empezó su carrera delictiva a los 14 años con el robo de una moto. Delincuente juvenil de poca monta y atavismos machistas, cuya media hermana y padre, “acomodador de un cine en La Bordeta” (cuya esposa hace la limpieza en el mismo lugar) y vecino de la barriada de San Magín, tratan de protegerlo de la policía (y del probable juicio y condena) durante la indagatoria del detective privado.

            —Es un buen negocio [le dice la viuda a Carvalho], sobre todo si la chica no reclama la paternidad de mi marido.

            “—No reclamará por la cuenta que le trae. A no ser que usted quiera poner este informe en manos de la policía y vayan en busca de su hermano. Entonces saldrá todo.

            “—Es decir...

            “—Es decir que si quiere tener la fiesta, la honra y la fortuna en paz tendrá que dejar impune este crimen.

            —Aunque no hubiera aparecido lo de la chica, yo no habría movido ni un dedo para que la policía encontrara al asesino.”

           

Maria Montez

         
Jeanne Moreau

            Pero quizá lo más llamativo de ese diálogo es que la viuda (con un “parecido compartido por Maria Montez y Jeanne Moreau”) le anuncia que viajará a los mares del Sur (en Bali aún está el mayor de sus hijos gastándose lo que ella le envía), que hará la ruta que su marido dejó trazado en el mapa. “Y en una agencia de viajes. El recorrido estaba muy bien estudiado. Conseguí que se me pasara a mí el abono y así salvé el anticipo.” Y la lúbrica cereza del pastel es que invita a Pepe Carvalho a viajar con ella. Viaje que él rechaza (pese a las comuniones onanistas donde la convoca) y que implica que no pocas féminas aprecian en él algún tipo de atractivo y refuerzo afrodisíaco. “Pon un poco de Gary Cooper en tu vida, chica, pensó Carvalho”, espejeándose en la estrella de cine al saludar de mano a la hija de los Stuart Pedrell por primera vez.

       

Gary Cooper

            Recuérdese, por ejemplo, la entrega sexual y el asedio de la adolescente Yes en busca de la incestuosa figura paterna (“¿sabes que se te parece?”, le dice hojeando unas fotos de su progenitor al que supone víctima sobre todo de su odiada madre, a quien no duda en quemarle su libro favorito: La balada del café triste); o la ansiosa, desesperada y neurótica cachondería de Charo; o a Teresa Marsé, quien luego de verlo entrar en su boutique en busca de información, colgó sus “brazos del cuello de Carvalho y le introdujo la lengua hasta la campanilla”. Teresa Marsé, además de la lengua de tirabuzón y de proporcionarle algunos rumores, datos y detalles, le habla de la época en que ella “era una virtuosa esposa de honrado industrial” y asistía, al igual que el acaudalado matrimonio Stuart Pedrell, “a reuniones de matrimonios católicos dirigidos por un tal Jordi Pujol”, el célebre político y luego corrompido presidente de la Generalitat de Cataluña entre el 8 de mayo de 1980 y el 20 de diciembre de 2003.

Jordi Pujol


VI de VI

Vale observar que el curso de los acontecimientos y de la indagatoria de la muerte de Carlos Stuart Pedrell sugiere varios interrogantes: ¿por qué su instinto de autoconservación y sobrevivencia no funcionó y no fue, motu proprio, a un hospital? ¿Por qué, siendo un pachá extraordinariamente rico, sibarita y libertino, no contaba con un médico de confianza que lo auxiliara, tras bambalinas, con urgencia y discreción? ¿Ese semental y promiscuo cincuentón estaba exento del miedo a la muerte, a los padecimientos venéreos y a la crónica enfermedad? “Tenía demasiado tiempo de contemplarse el ombligo e ir de aquí para allá detrás de las mujeres”, le testimonia el marqués de Munt, el socio más opulento e incisivo de la triada (Munt-Planas-Stuart Pedrell) desde hace un cuarto de siglo, y al igual que Planas, muy interesado en que la indagatoria y el informe del detective no los raspe ni salga a la luz pública. ¿Por qué no hizo ese viaje soñado a los mares del Sur, si era su obsesión existencial de larga data y lo tenía todo meticulosamente planificado? ¿Por qué llevar esa subterránea vida gris, de topo de alcantarilla, en el paupérrimo barrio obrero de San Magín? Pues, al parecer, durante esa incógnita estancia de un año no hizo ninguna labor reivindicativa ni filantrópica. Y en ese último renglón, en la indagatoria inicial de sus actividades empresariales en más de quince sociedades, sólo descuella, como escuálidos y paupérrimos frijolillos en la sopa de letras catalanas, lo que Pepe Carvalho les comenta a Biscuter y a Charo durante la cena en el Túnel: “Lo más sorprendente es que dos de ellas son editoriales de mala muerte: una se dedica a los libros de poemas y la otra a una revista de la izquierda cultural. Por lo visto, le gustaban las obras de caridad.” Labor que el pintor Artimbau le matiza: “Stuart Pedrell ayudaba a dos editoriales de mala muerte, pero no demasiado. Cubría los déficits anuales. Una miseria para él.” Pero además le dice: “Me consta que escribía versos que nunca publicó”. ¿Acaso sería el verdadero autor del citado poema Gauguin, “recortado de una revista poética”, “cuyo nombre no le dijo nada a Carvalho”?   

           


Paul Gauguin
Autorretrato (1893)

           Pese a la íntima planificación del viaje soñado, quizá en un momento decidió no hacerlo por cierta frustración (y quizá implícita angustia) que la novela no ahonda pero sí toca brevemente, al parecer, pues el detective Pepe Carvalho, al entrevistar a Nisa Pascual —“la última teenager [adolescente] en la vida conocida de Stuart Pedrell”, quien toma una “clase de Meditación Artística” y es alta y rubia, “delgada y pecosa, con una larga trenza que le llegaba hasta las raíces del culo y un candor de virgen en los ojos grandes y azules rodeados de tantas pecas que eran pura mancha”, le dice que Carlos no se puso en contacto con ella durante su desaparición, que ella creía que se había ido de viaje a los mares del Sur... “y luego apareció muerto”. Y no contactó con ella porque, le dice:

     “[...] La verdad es que estaba muy enfadado conmigo. Me propuso que la acompañara y me negué. Si hubiera sido un viaje corto, de dos meses, yo habría ido. Pero era un viaje por tiempo indefinido. Yo le quería mucho. Era tierno, desvalido. Pero no entraba en mis planes buscar el paraíso perdido.

      “—Cuando usted no quiso acompañarle, ¿varió el proyecto?

      “—Llegó a decir que no se iba. Pero de pronto desapareció y supuse que finalmente se había decidido. Necesitaba aquel viaje. Era su obsesión. Había días en que era inaguantable [...]”   

 

Manuel Vázquez Montalbán, Los mares del Sur. Premio Planeta 1979. Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. Primera edición: noviembre de 1979. Barcelona, 288 pp.

martes, 14 de noviembre de 2023

La cola de la serpiente

Entre cuentos chinos te veas

 (Aé, yambó, aé)

 

Dispuesta en once capítulos numerados con arábicos y publicada por Tusquets Editores en noviembre de 2011, en España y en México, con el número 690/7 de la Colección Andanzas, La cola de la serpiente es la séptima novela del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) ubicada, por la editorial, en la Serie Mario Conde, en cuyo pequeño recuadro en la portada: el logo ex profeso, se aprecia un humeante habano y un cenicero; es decir, es una novela negra o policíaca que ocurre en Cuba, cuyo protagonista es el detective Mario Conde.

    

Colección Andanzas núm. 690/7, Tusquets Editores
México, noviembre de 2011

          
En su postrera “Nota del autor”, datada en “Mantilla, enero de 2011”, Leonardo Padura dice que La cola de la serpiente fue “escrita en 1998” y “publicada en Cuba” “como complemento de un volumen que abría la novela Adiós, Hemingway” (obra revisada por el novelista y reeditada por Tusquets en “marzo de 2006” y por ende es el quinto libro de la Serie Mario Conde); y que “doce años después”, cuando decidió publicar La cola de la serpiente en Tusquets (“mi editorial española”, dice), la sometió a una serie de enmiendas y actualizaciones: “resultaba evidente que el argumento tenía un tratamiento demasiado estricto, mientras varios personajes y situaciones pedían a gritos un mayor desarrollo y la escritura mayor desenfado, más a tono con la forma del resto de las obras protagonizadas por mi personaje Mario Conde.”

           

Leonardo Padura con Montecristo

           Vale observar que en este sentido, y como recurso mercadotécnico,  Tusquets Editores (o quizá el autor), entre las páginas de La cola de la serpiente insertó cuatro asteriscos al pie de página, cuyas notas remiten a tres obras de la Serie Mario Conde: La neblina del ayer (2005), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001); estas dos últimas, además, junto con Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998), forman parte de Las cuatro estaciones, conjunto que se desarrolla en la Cuba de 1989, denominado así por Leonardo Padura y adaptado al cine por él y su esposa Lucía López Coll para la miniserie Cuatro estaciones en La Habana (2016), merecedora en 2017 del Premio Platino a la Mejor Miniserie o Teleserie Cinematográfica Iberoamericana.

            La cola de la serpiente, al unísono de novela negra o policial es un divertimento, un artilugio narrativo, ligero, hilarante y muy ameno, pese al depresivo crimen y al mezquino escenario, cuyas pesquisas encabeza Mario Conde, y pese al decadente y miserable ámbito social y a los sucios embrollos que rodean al sucio hecho, los cuales remiten a un pasado repleto de otros embrollos no menos sucios, donde también figuran varias muertes y asesinatos a mansalva.

            Al igual que innumerables películas y novelas policiales, La cola de la serpiente casi inicia con la descripción en que se halla el cuerpo del presunto asesinado (con indicios crípticos, macabros y escatológicos) y, paulatinamente, no sin digresiones y vueltas de tuerca (que van cambiando las probabilidades, el sentido de los hechos y los engaños al lector), se van despejando casi todas las hipótesis y conjeturas, pues casi siempre o en este caso (como en otros), algo queda oscuro, oculto y sin resolver.

           

Editorial Verbum
(Madrid, 2014)

         Mario Conde, escritor frustrado o latente, y lector empedernido desde el Pre de La Víbora (relee una y otra vez los mismos libros en calidad de “parásito de otros escritores que sabían hacerlo bien”, dice, entre ellos: Islas en el Golfo, Conversación en la Catedral, El guardián en el trigal, El siglo de las luces y Fiebre de caballos, ¡la primera novela que Leonardo Padura publicó en Cuba en 1988!), con una perspectiva de dos décadas después, cuando ya no es policía (“ser policía era un trabajo sucio”) y se dedica a la ambulante y vocinglera compra y venta de libros antiguos y de segunda mano (La neblina del ayer), en una nueva incursión por los paupérrimos residuos de lo que alguna vez fuera el muy vivo, boyante y muy habitado Barrio Chino de La Habana, evoca el caso de un anciano chino muerto en mayo de 1989, quien vivía en el cuartucho de una astrosa, maloliente y misérrima vecindad con retretes y lavaderos comunitarios, y misérrima luz eléctrica plagada de largos e intermitentes apagones: “un solar de la calle Salud, casi esquina a Manrique, en el mismo corazón del Barrio Chino” (y de la capital cubana). Entonces tenía 35 años y era el flamante teniente investigador Mario Conde —con diez años de antigüedad en la policía—, adscrito a la Unidad Central de Investigaciones Criminales, precedida por el mayor Antonio Rangel, inveterado fumador de habanos.

            Mario Conde estaba de vacaciones y no se hubiera involucrado en tal pesquisa policial si la china mulata Patricia Chion, “teniente de policía especializada en delitos económicos”, no hubiera ido a su casa a pedirle que indagara el caso, como un favor personal, pues, le dice, “el muerto era amigo de mi padrino, Francisco..., y estoy segura de que mi papá lo conocía, aunque me dijo que no.”

            En la lúdica y deslenguada urdimbre narrativa, la presencia de Patricia Chion, mezcla de china y mulata, y con un tremendo y tentador cuerpo de pecado (herencia de su finada madre, nativa de Camagüey: la negra Micaela, “una negra oscura, de pasas duras y culo inconcebible para todo el Lejano Oriente”), implica dos cosas. Una: ella corporifica los matices erógenos del arquetipo de la mujer cubana y el clímax del erotismo, pues la novela también boga por ciertos devaneos lúbricos e íntimos de Mario Conde, en los que, no obstante, también comparece la evocación de Karina, la ingeniera pelirroja y perversa saxofonista, “con capacidad para desaparecer justo cuando Conde más la necesitaba” (Vientos de Cuaresma), y, desde luego, la imprescindible y siempre añorada y deseada Tamara (con un hijo en Italia y viuda de Rafael Morín, un ex trepador del statu quo revolucionario y oportunista profesional), la jimagua de ojos verdes recién desempacada de Milán con “el movimiento de trapiche moledor de caña de su retaguardia prodigiosa que enloqueció, enloquecía y enloquecería a Conde”, a quien conoce desde los 14 y 15 años de ella, cuando ambos eran condiscípulos del Pre de La Víbora (Pasado perfecto). Dos: el oculto intríngulis de la petición indagatoria de esa escultural Venus de La Habana, con el visto bueno del mayor Antonio Rangel, se despeja casi por completo al término de la obra.

           

Cintillo de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)

         En su misérrimo cuartucho (con visos de un magro síndrome de Diógenes), el raquítico cadáver de Pedro Cuang, de 78 años y “natural de Cantón”, “seguía colgado de una viga del techo” cuando lo observa el policía Mario Conde, con cuya cuerda también le ahorcaron al perruchito mestizo. “Le habían cortado el dedo índice de la mano izquierda y en el pecho, con una cuchilla o con una navaja muy afilada, le habían hecho un círculo con dos flechas que formaban una cruz, y en cada cuadrícula habían puesto unas cruces más pequeñas, como si fueran signos de sumar”. Pero además —le muestra en una bolsita el sargento Manuel Palacios, su adjunto en la investigación—, en su “mano derecha” tenía “dos chapillas de cobre” (cayeron al suelo cuando el vecino de al lado lo descubrió y tocó), cada una con “la misma marca que le habían hecho a Pedro Cuang en el cuerpo. Un círculo con dos flechas y cuatro cruces más pequeñas.”

          En el rastreo del culpable (o culpables) y de la comprensión del hermético significado de tales signos, el teniente Mario Conde y el sargento Manuel Palacios, con el chino Juan Chion (apelativo de Li Chion Tai), el padre de Patricia, oriundo de una remota aldea de Cantón, quien es cocinero de oníricos delirios chinos de un auténtico mandarín salido de una página de Las mil y una noches (“Codornices cocidas al jugo de limón y gratinadas con pulpa de albahaca, berza, jengibre y canela, por ejemplo. O masas de puerco revueltas con huevos, manzanilla, zumo de naranja y dulce y finalmente doradas a fuego lento en una sartén insondable llamada wok, sobre una capa de aceite de coco, por otro ejemplo.” “Ternera guisada en salsa agridulce, con lascas de mango, polvo de ajonjolí y trozos de piña, por ejemplo.” “Berenjenas rellenas con pato hervido en salsa de bambú y verdolaga, rociadas con maní molido y crocante, por si todavía hicieran falta más ejemplos.”) y amigo del insaciable, pantagruélico, escuálido y conmovedor Mario Conde, quien para resolver ese caso chino (que está en chino) lo auxilia de cicerone (y en calidad del “cabo Chion”) por los arcanos misterios del Barrio Chino (sugerido e inducido por su hija), y por ello van a la desvencijada casona del chino Francisco Chiú, en cuya planta alta se hallan los restos y rescoldos de la decrépita y polvorienta Sociedad Lung Con Cun Sol, de antiguo origen mítico y legendario (casi de ancestral impronta Shaolin Kung Fu): creada en tiempos remotos para que “por siempre jamás todos sus hijos, los que llevaran los apellidos ilustres de Lao, Cuang, Chion y Chiú, se protegieran mutuamente bajo la tutela divina” de sus “dioses combatientes”: “Cuang Con, Lao Pei, Chu Chi Lon y Chu Fei”. 

           


            Señalando el tapiz que los ilustra, Francisco Chiú les dice: “El de las balbas lalgas y la cala cololá... Ése es Cuang Con, o san Fan Con, como le pusielon aquí.” Es decir, es “el santo chino, el gran capitán”. O sea: se trata de una figura cubanizada y adulterada, pues “también es”, le dice, “Changó, Santa Bárbara bendita, con su manto rojo y la espada en la mano”. (Pala maltal usa espada y colta pescuezo, previamente le dijo Juan Chion.) “Mientras, sin dejar de sonreír, Francisco había tomado de la repisa que asemejaba un ara una caña de bambú cortada como un largo vaso. Dentro descansaban unas tablillas finísimas, también de bambú, con un número y una inscripción en el extremo, grabadas con tinta... ¡china!, coño, y ya las hacía sonar como una maraca para música concreta. Francisco explicó que Cuang Con era el dueño de la fortuna: cada tablilla indicaba un camino en la vida y la que llevaba un círculo con una cruz formada por dos flechas era el peor camino: el del infierno, adonde iban los traidores, los homicidas y las mujeres adúlteras. En Cuba alguna gente decía que aquél era el signo más negativo de san Fan Con y que el hombre marcado por él sólo podía esperar todas las desgracias de los dos mundos: el de los vivos y el de los muertos.” Mario Conde le pide la tablilla “que tiene la cruz” para observarla y Manuel Palacios le señala que “se parece pero no es igual” a la que le trazaron en el pecho al raquítico Pedro Cuang, pues le faltan las “cruces chiquitas”. “Con cuatlo cluces así no hay... ¿Tá extlaño, veldá, Juan?”, dice el patriarca Francisco. No obstante, el Conde, en esa atmósfera en la que su nariz de perro rastreador captura el “olor a chino” (pese a lo estropeado del sentido del olfato por su pernicioso hábito de fumador), se la pide prestada para dizque fotografiarla y porque el viejo Chiú le dijo del crimen: “Eso es cosa de paisanos que hacen blujelías de neglos y de neglos que hacen blujelías con cosas de chinos. ¿Tú vas a entendel? Pedlo Cuang la debía y alguien se la cobló, y por eso le puso la filma de san Fan Con.”

          

Leonardo Padura achinado

(“A Lucía, que me entiende
incluso cuando hablo en chino”)
          

            Mario Conde, quebrándose la cabeza por lo intrincado del crimen del caso chino, mientras extinguen un par de botellas de Chispa’e Tren, un alcohólico brebaje, con matiz de orujo, destilado en la clandestinidad en el tugurio del químico Jacinto el Mago (antípoda de su ideal e inasible “ron Santiago de tres años” de la destilería Bacardí de Santiago de Cuba, servido por el onírico barman “en un vaso grande, con algunas gotas de limón y apenas una pequeña piedra de hielo”), se lo parlotea a dos de sus compinches de siempre: el Flaco Carlos (precisamente en su casa, donde subsiste en silla de ruedas, atendido por su madre Josefina) y el mulato Candito el Rojo, el supuesto “teólogo de la tribu”, quien ve indicios de malas artes: “las flechas, el círculo y las cuatro cruces eran una firma de palo mayombe, la brujería conga, y el dedo que le habían cortado al muerto debía ser para usarlo en una nganga”. Y por ende, crudo el Conde y engullendo Duralginas, van juntos en lancha, desde el embarcadero de la Avenida del Puerto hasta el pueblo de Regla, a consultar “a Marcial Varona, el viejo ngangulero más sabio y respetado entre todos los brujos de Regla, la meca de la brujería cubana”, donde “fungía como babalao de la Regla de Ocha y muchos lo consideraban el mejor conocedor de las prácticas de la santería yoruba”. Por si fuera poco el mejunje, el “Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona.”  

   En este sentido, además de que los poderes y atributos de tal brujo están aún más repletos de aleaciones y proverbiales mixturas y mixtificaciones, según él lo que le grabaron al chino en el pecho, junto al dedo que le cortaron, es “una firma de Zarabanda”. “Zarabanda”, dice, “es nganga de brujo congo, pero también es de Oggún lucumí, o de la santería yoruba, como se dice ahora. Oggún es el dueño del monte y de los hierros, y es san Pedro, el que tiene las llaves del cielo, que también son de hierro, ¿no? Por eso Zarabanda no es palo auténtico, sino una mezcla criolla, ¿entiendes?”

 


         O sea, para percutirlo con lego tambó y maracas carnavalearas, y cantarlo con Nicolás Guillén —tal si tratase de un abstruso, maléfico, ritual y ocultista ideograma chino—: recontra sóngoro consongo: congo solongo del Songo/ baila yambó sobre un pie.

            Mario Conde y su adjunto acceden a varias revelaciones en torno al triste pasado y a las sigilosas actividades de Pedro Cuang en el ilícito negocio de las apuestas en el Barrio Chino: “trabajó como colector de apuestas” para Amancio Valdés, el banquero de un ilegal “banco de apuntación desmantelado el año anterior”, quien “tuvo un ataque al corazón y se murió a los tres días de estar preso”, junto con otros dos banqueros que cayeron en la misma redada, quienes tras ese infarto soplaron que “Amancio era el jefe del negocio y quien guardaba el dinero”. Pero también se enteran que “Pedro Cuang fue a China cuando empezó el lío y regresó cuando se murió Antonio Valdés”, quien “hasta 1959 tuvo un garito de juego en el Barrio Chino y la tapadera era un tintorería”, donde el ahorcado “trabajó treinta años hasta que se retiró en 1968”. Pero además —le informa el sargento al teniente—: “Dice el forense que a Pedro Cuang le dio un hemiplejía y que fue después cuando lo colgaron. Parece que no querían matarlo, pero cuando le dio la sirimba a lo mejor se asustaron y pensaron que era preferible callarle la boca de una vez.” Por ende, colige o intuye el Conde: “El viejo era el camino hacia el dinero de Amancio...”

   Pero también el dúo dinámico de La Habana se entera del pasado de Juan Chion y de Francisco Chiú, oriundos de la misma aldea de Catón, ya viejos y emparentados por el hecho fraterno e inextricable de que éste, como si fuera su progenitor, le financió el permiso y el viaje para viajar en barco a Cuba, y vueltos entrañables compadres porque Francisco es padrino de Patricia y Juan es padrino del homónimo hijo de Francisco. No obstante, el caso sigue en chino y más oscuro que el culo del negro Vito Manué. 

   

Confucio

        “La selpiente tiene cola y tiene cabeza. Pol la cabeza se llega a la colita, y pol la colita se llega a la cabeza. Hala la selpiente. Siemple se llega a la otla punta del animal. Pelo con cuidado..., si la coges pol la cabeza, la selpiente muelde.” Le predica Juan Chion al Conde como si le recitara un milenario, aleccionador, sabio e infalible proverbio taoísta, o una de las analectas caligrafiadas en papel china por el propio Confucio. Mientras el Conde sospecha del esquelético Francisco Chiú, pese a que es muy anciano (más anciano que Juan Chion) y parece enfermo: tenía “un color amarillento en su piel que, pensó Conde, no tenía origen étnico, sino seguramente hepático”.  

    Vestida con su uniforme de oficial de policía, la muy cachonda y escultural Patricia Chion visita al Conde con un impensable desayuno y poderes afrodisíacos que ipso facto resucitan no sólo al muerto de hambre: “El asombro del Conde se disparó cuando Patricia, luego de poner lejos el cenicero atestado, fue sacando provisiones de la bolsa y colocándolas sobre la mesa: un pan que olía a pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían aquellas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto...”

   


         Y además de que en esa visita sorpresa ocurre el candente encuentro sexual, ella le revela que a su padre y a su padrino los vincula de por vida una secreta y lejana venganza de sangre: ultimaron a cuchilladas, allí en La Habana, a un griego traficante, capitán de un barco, que en un asesinato múltiple de 32 chinos engañados, robados, congelados en el frigorífico y lanzados al mar Caribe, mató a Sebastián (Fu Chion Tang), el entrañable primo de Juan Chion (y su único pariente consanguíneo en Cuba), y al hermano de Francisco Chiú. Pero además le pide, desnuda y a quemarropa, que resuelva el crimen y cuide que “no haya demasiados daños colaterales”.

            El caso comienza a desenredarse cuando, al preguntar al Narra, un chino contrabandista del Barrio Chino que oficia de chivato del Gordo Contreras —capitán y jefe de la Sección de Divisas—, le delata que Panchito Chiú, el hijo del anciano Francisco y sobrino de Juan Chion, además de cargar “un cuchillo chino”, de dárselas de “karateca octavo dan”, y de decirse “palero” (o sea: brujo o babalao) —“anda todo el día con que si Siete Rayos lo protege”—, lo oyó hablar de que “el chino viejo” (el asesinado) “tenía la pasta de Amancio el banquero”. Tras detenerlo, además de que sus huellas estaban impresas en la cuerda del ahorcado, Panchito Chiú habla del crimen. Esto desvela varios puntos oscuros: Panchito fue la silueta que a hurtadillas y con la agilidad de un trapecista huyó durante la charla con el viejo Francisco Chiú y que éste y Juan Chion escamotearon acusando un supuesto gato (fantasma o invisible); quien le dio al Conde el golpe que lo dejó inconsciente en el camastro del asesinado; que el crimen no fue una venganza o un ajuste de cuentas de la mafia que trafica cocaína, ni implicó ningún embrujo o “cazuela de palo monte”. Se trató de un vulgar e involuntario asesinato al intentar con violencia y amenazas (“Panchito le ahorcó al perro para presionarlo”) que Pedro Cuang revelara el sitio exacto donde escondía el dinero del banquero Amancio Valdés, muerto en la cárcel, en marzo de 1987, tras la redada policíaca en el Barrio Chino que desmanteló el negocio ilegal de apuestas en el que estaba involucrado.

   


           Pero el meollo del meollo es el dilema ético de Mario Conde, quien, pese a su tolerancia ante ciertas corruptelas, no es un policía duro (piensa que “el acto de aplicar la fuerza” “lo degradaba a él como ser humano”) y llega a sentirse inepto para tal rol; no obstante, en el cerco al tigresco y ágil experto en artes marciales Pachito Chiú, quien reta y empuña su cuchillo chino, el Conde, más rápido que Harry el Sucio, no duda en dispar su pistola y por ello lo hiere en una pierna, siendo la segunda vez que dispara contra alguien en su carrera de diez años de policía. Las huellas del anciano Francisco Chiú —aquejado de un terminal cáncer hepático—, impresas en la prestada tablilla de san Fan Con, revelan su presencia en el escenario del crimen. Pero el Conde, que ahora entiende el trasfondo del intríngulis de la manipulación y seducción de Patricia Chion y su encargo de que no hubiera “demasiados daños colaterales”, a través de Juan Chion le devuelve al viejo Francisco Chiú la tablilla de san Fan Con y destruye el análisis forense de las inculpatorias huellas y se muerde la viperina envenenada por la cola de la serpiente. “Aquí todos navegamos en la mierda y nadie sale ileso, nadie...”, le aguijoneó el Gordo Contreras su radiográfico apotegma existencial y policíaco.

      Lo que queda sin descubrir, no obstante, es la persona (quizá chino o china) a quien estaba destinada la fortuna del banquero Amancio Valdés —si es que estaba destinada a alguien—, pues para alguien que lee los caracteres chinos fue caligrafiado el mapa del tesoro; o sea: el plano hallado por Mario Conde en el cuarto del muerto, y que reveló el sitio exacto del cementerio chino donde estaba enterrado el cofre del tesoro que parece de estirpe pirata (y literaria): un cofre metálico repleto de “cadenas, pulseras, anillos, aretes y monedas de oro”.   

 

 

Leonardo Padura, La cola de la serpiente. Serie Mario Conde. Colección Andanzas número 690/7, Tusquets Editores. Ciudad de México, noviembre de 2011. 192 pp.

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Leonardo Padura: una historia escuálida y conmovedora (2019), documental de Náyare Menoyo Florián.