Algo aulló en la penumbra
I de V
En 1964, editado e impreso en París, el cuarto número de Cahiers de L’Herne estuvo destinado a la vida y obra de Jorge Luis Borges (1899-1986).
Cuarto número de Cahiers de L’Herne (París, 1964) |
Adolfo Bioy Casares (1914-1999) publicó allí, ex profeso, “Libros y amistad” (Lettres et amitié), memorioso y celebérrimo texto que él compiló en su libro La obra aventura (Buenos Aires, Galerna, 1968), antologado por Marcelo Pichon Rivière en La invención y la trama (México, FCE, 1988) y por Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi en Museo. Textos inéditos (Buenos Aires, Emecé, 2002), antología de textos de Borges y Bioy, que en su mayoría se deben a Biorges, ese hipostático y evanescente ser de cuatro manos y dos cabezas que, ídem el genio de la botella, sólo se corporificaba durante las horas en que Borges y Bioy escribían juntos. E incluso un fragmento de “Libros y amistad” preludia el voluminoso Borges (Buenos Aires, Destino, 2006), la expurgada, retocada y ladrillesca compilación y edición póstuma de los “diarios” de Adolfo Bioy Casares “al cuidado de Daniel Martino”, quien con su controvertido y arbitrario criterio le mochó el título de Bioy y le puso “1931-1936”, además de que al consabido apellido del doctor Praetorius le “enmendó” una letra y por ende se lee “Preetorius”. Cosa que anteriormente hizo con el entonces fragmento inédito de Bioy y Borges al exhumarlo el “4 de noviembre de 1990” en La Nación, periódico de Buenos Aires, con el título: “El joven Bustos Domecq”; no obstante, en Museo, las editoras ya le habían objetado: “Bioy Casares, que revisó las pruebas de La otra aventura, 1983 [edición de Emecé], escribe ‘Praetorius’.” Además de que también así lo escribió en un memorioso texto breve donde habla de “cómo vino al mundo Honorio Bustos Domecq”, intercalado, en Museo, en una entrevista sobre la personalidad y los vaivenes de H. Bustos Domecq que, a Borges y a Bioy, les hizo Renée Salas, publicada en el número 629 de la porteña revista Gente el “11 de agosto de 1977” (por ende se infiere que el texto breve de Bioy apareció en un recuadro junto a la entrevista). Allí, en “Libros y amistad”, sobre el germen de los cuentos, prosas breves, prólogos, antologías, traducciones y guiones de cine a cuatro manos y dos cabezas, evoca Bioy:
Biorges Dos retratos y superposición de Gisèle Freund Album Borges (París, Gallimard, 1999) |
“En 1935 o 36 fuimos a pasar una semana a una estancia en Pardo [Rincón Viejo], con el propósito de escribir en colaboración un folleto comercial, aparentemente científico, sobre los méritos de un alimento más o menos búlgaro [La leche cuajada de La Martona, la empresa lechera de la familia materna del joven Adolfito, fundada en 1888 por Vicente Casares (1844-1910), cuyo vicepresidente, Miguel Casares, fue quien le hizo el encargo a su sobrino]. Hacía frío, la casa estaba en ruinas, no salíamos del comedor, en cuya chimenea crepitaban ramas de eucaliptos.
“Aquel
folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo
era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges
equivale a años de trabajo.
“Intentamos también un soneto enumerativo, en
cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso
“los molinos, los ángeles, las eles
“y
proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor
Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios
hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba niños.
Este argumento, nunca escrito, es el punto de partida de toda la obra de Bustos
Domecq y Suárez Lynch.”
(Buenos Aires, Emecé, 2002) |
De manera laudatoria, Borges, el “2 de noviembre de 1940” prologó La invención de Morel, novela editada por Losada que Bioy le dedicó, de la que en septiembre, en el número 72 de Sur, se publicó un fragmento. Y el 15 de enero de ese año, en Las Flores, Provincia de Buenos Aires, Bioy se casó con Silvina Ocampo (1903-1993) y Borges fue uno de los testigos de la boda. Y los tres (“el trío infernal”, Victoria Ocampo dixit) publicaron dos antologías en la porteña Editorial Sudamericana: a fines de 1940, con un “Prólogo” de Bioy, la Antología de la literatura fantástica, número 1 de la Colección Laberinto; y en 1941 el número 2 de ésta: la Antología poética argentina, con un “Prólogo” de Borges que se puede leer en Borges. Textos recobrados 1931-1955 (Bogotá, Emecé, 2001), volumen urdido por Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi; quienes también editaron y cuidaron la antología Borges en Sur (Buenos Aires, Emecé, 1999), donde se lee la elogiosa reseña que hizo del segundo libro de Silvina Ocampo que al unísono era su primer poemario: Enumeración de la patria (Buenos Aires, Sur, 1942), publicada en el número 101 de la revista Sur (febrero de 1943), en la que pondera al final: “Hace mucho tiempo que las muchas literaturas cuyo idioma es el español no producen un libro tan diverso y tan continuamente admirable.” —Ponderación que se contrapone al categórico dardo venenoso que Alberto Manguel lanza en su fragmentario Con Borges (Buenos Aires, Siglo XXI, 2006): “Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos.”— Si bien tales datos, más allá de la confluencia en la revista Sur (iniciada en enero de 1931, financiada y dirigida por Victoria Ocampo, la mayor de las cinco hermanas de Silvina, en cuya editorial, en 1937, publicó su primer libro de cuentos: Viaje olvidado), son indicios de una cercana amistad y colaboración intelectual, ante el susodicho intento de “cuento policial” de Borges y Bioy (en Museo se lee la transcripción del fragmento manuscrito que hasta 1990 se creyó perdido) resulta revelador que el primer título que ambos publicaron con el pseudónimo de H. Bustos Domecq sea, precisamente, un libro de cuentos policiales: Seis problemas para don Isidro Parodi (Buenos Aires, Sur, 1942). Y que el segundo de los seis cuentos de éste: “Las doce figuras del mundo”, haya sido antologado por Borges y Bioy en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, editado, sin prólogo, en la capital argentina, en 1951, por Emecé.
(Madrid, Alianza/Emecé, 6ª ed., 1985) |
Vale observar, entre paréntesis, que sucesivamente coeditada en Madrid por Emecé y Alianza, esa Segunda serie, desde 1971 y sin prefacio, es el tomito 1, número 368 de la colección El libro de bolsillo; mientras que el tomito (2) de Los mejores cuentos policiales, número 950 de la colección El libro de bolsillo, coeditado en Madrid, en 1983, por Emecé y Alianza, con un canónico “Prólogo” que los antólogos fecharon en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, deviene (pues no es exactamente la misma antología original) de la que fue la primera serie editada en Buenos Aires, sin prefacio, en 1943 por Emecé. En esa edición príncipe antologaron “La muerte y la brújula”, cuento policial de Borges, sobreviviente de la criba a cuatro manos y por ende prevaleció en el tomito (2); magistral relato publicado por primera vez en el número 92 de la revista Sur (mayo de 1942), incluido por él en la segunda parte de Ficciones (Buenos Aires, Sur, 1944) y luego en La muerte y la brújula (Buenos Aires, Emecé, 1951), antología de cuentos de Borges “aparecidos anteriormente, revisados y corregidos para esta edición”, con un “Prólogo” suyo que no se lee en el citado tomo: Borges. Textos recobrados 1931-1955, pero sí en el erudito compendio de Antonio Fernández Ferrer: Ficciones de Borges. En las galerías del laberinto (Madrid, Cátedra, 2009). Y de Silvina Ocampo, para el tomito (2) el dúo dinámico eligió “El vástago”, reunido por ella en su tercer libro de cuentos: La furia (Buenos Aires, Sur, 1959), donde si bien hay un inducido crimen (Labuelo niño mata a Labuelo viejo), no es un cuento policial, ni en él hay una mente detectivesca o un raciocinador a imagen y semejanza del cuarentón Isidro Parodi, quien en “Las doce figuras del mundo”, otrora peluquero y preso desde hace 14 años en la celda 273 de la Penitenciaría de Buenos Aires, con el tango Naipe Marcado de fondo y leitmotiv, desvela el trasfondo y el oscuro tejemaneje del asesinato del doctor Abenjaldún, del que Aquiles Moliniari se descubría culpable.
(Buenos Aires, Sudamericana, 2ª ed., 2020) |
Cabe observar que en “noviembre de 2019” (y en “enero de 2020”) el todopoderoso consorcio transnacional Penguin Random House Grupo Editorial, con el sello de Sudamericana, publicó en Buenos Aires el título Los mejores cuentos policiales, con una preliminar y anónima “Nota del editor” que pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “esta edición reúne en un único volumen la selección de cuentos publicada originalmente en dos (1943 y 1951) y en todos los casos sigue la última versión revisada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1981)”. Esto explica que el citado “Prólogo” que Borges y Bioy dataron en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, el cual preludia el susodicho tomito (2) —también compilado en Museo—, haya sido dispuesto a modo de prefacio general. Pero si bien la “Segunda serie” comprende los 14 cuentos (con sus correspondientes notas) que desde 1971 se leen en el tomito 1 sucesivamente coeditado en Madrid por Alianza y Emecé, la “Primera serie” agrupa 17 cuentos; es decir, a los 15 cuentos que desde 1983 se leen en el tomito (2) se le añadieron un par: “El marinero de Ámsterdam”, de Guillaume Apollinaire; y “La noche de los siete minutos”, de Georges Simenon. No obstante, la antología de 1943, con sólo 16 cuentos, fue distinta a la presente y a la del tomito (2), según lo testimonia y bosqueja el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal entre las páginas 340-341 de su póstumo libro Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987).
Borges, César Ferández Moreno y Emir Rodríguez Monegal (Montevideo, c. 1948) |
II de V
Para Emecé Editores, entre 1945 y 1955, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares dirigieron la legendaria colección de novelas policiales El Séptimo
Círculo (hasta el número 120). Sobre la serie, en Museo se compila la breve glosa titulada “El Séptimo Círculo”,
escrita entre Borges y Bioy, que además es una vindicación y declaración de
principios del género policíaco, publicada en el Tomo VIII del Repertorio Bibliográfico Emecé. Catálogo
General Perpetuo (Buenos Aires, Emecé, 1946), cuyo título es homónimo de un
humorístico texto breve (escrito por el hipostático ser transfigurado en el
seudónimo B. Lynch Davis) que se lee en la sección “Museo” —originalmente
publicada en el número 5 de Los Anales
de Buenos Aires (mayo de 1946)—, dizque transcrito “De Negations (1893), de Edwin Soames”, y que tal vez el doctor
Humberto Huberman podría aprobar con beneplácito y una sonrisa autocomplaciente,
dada su preliminar e inveterada aversión “a la novela policial” (y a “la novela
fantástica”): “La lectura de novelas policiales no es conveniente. Todas las
novelas, después, parecen novelas policiales frustradas; las novelas policiales
también.” Y según dice Bioy en sus Memorias
(Barcelona, Tusquets, 1994): “Borges dio el nombre, El Séptimo Círculo, el
círculo de los violentos en el infierno de Dante, a la colección, y también el
emblema del caballito de ajedrez. Es claro que al caballito lo había propuesto
cuando todavía teníamos un título que permitía ese emblema. El diseño de la
tapa, de Bonomi, nos gustó mucho y creo que le debemos buena parte del éxito.”
(Buenos Aires, Emecé, 1946) |
En El Séptimo Círculo, el 8 de agosto de 1946, con el número 31 de la serie y una ilustración en la tapa de José Bonomi, apareció la novela policíaca Los que aman, odian, la única obra que Adolfo Bioy Casares escribió en tándem con Silvina Ocampo. Ese año, el 4 de junio, Juan Domingo Perón arribó al poder de la Argentina; Borges, “el 15 de julio”, “por haber firmado unas declaraciones antiperonistas”, fue “promovido a inspector de aves y conejos en los mercados municipales” y por ende perdió su mísero y subterráneo empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, con cuyo magro sueldo subsistían él y su madre doña Leonor en el departamento B del sexto piso de Maipú 994. No obstante, en marzo, había comenzado a dirigir la revista Los Anales de Buenos Aires (lo haría durante dos años); y con Bioy, a través del hipostático y fugaz ser, publicó dos títulos en la editorial apócrifa Oportet y Haereses: Un modelo para la muerte, firmado con el pseudónimo de B. Suárez Lynch; y el segundo librito atribuido a H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables. Curiosamente, Daniel Martino no consideró relevante a Los que aman, odian como para citarla en el año “1946” de su “Cronología” que se lee en el voluminoso y susodicho Borges, donde además no hay ninguna entrada en la que Bioy la mencione; aunque sí la nombra en su telegráfica “Autocronología” compilada en La invención y la trama: “En colaboración con Silvina Ocampo escribo Los que aman, odian, novela policial”. De la cual, en “Silvina Ocampo”, el “Diálogo efectuado el 14 de septiembre de 1998” que cierra el libro de Noemí Ulla: Conversaciones con Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Corregidor, 2000), éste comenta entre lo poco o nada anecdótico que revela: “creo que salió muy bien, que es una historia no muy importante, pero sí graciosa y agradable [...] Era en Mar del Plata después de la temporada, nos quedamos allí. Hacía un frío terrible. Conteniendo el frío, en un cuarto que yo tenía ahí, escribimos ese cuento [...] Lo armábamos conversando y escribíamos conversando. Vale decir que yo no puedo reconocer ‘esta frase es mía’ o ‘esta frase es de Silvina’.” En contraste, en sus truncas y citadas Memorias (libro 1, y a la postre único, que tuvo por amanuenses, transcriptores y urdidores a Cristina Castro Cranwell y a Marcelo Pichon Rivière), Bioy es aún más parco y evasivo: “Los que aman, odian, que escribimos con Silvina”, es todo lo que dice; además de que el célebre (y llevado y traído) apellido del doctor Praetorius aparece “enmendado”: “Pretorius”, quizá para que al unísono (de un modo subyacente o subliminal) remita a su probable origen: el retintín del sonoro apellido del doctor Pretorios que figura en La novia de Frankenstein (1935), el celebérrimo filme dirigido por James Whale.
(Barcelona, Anagrama, 2018) |
La narradora Mariana Enríquez, en La hermana menor (Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2014) —su anecdótico y rumoroso retrato [íntimo] de Silvina Ocampo (reeditado en 2018 por Anagrama de manera física y en iBook)— apunta entre lo poco que dice de Los que aman, odian: “En 1946 había escrito en Mar del Plata, y en menos de un mes, un libro en colaboración con Bioy, el policial de enigma Los que aman, odian (Emecé). Todos los escenarios del thriller —que tiene un final muy ocampiano, con niño perverso incluido— son marinos: los cangrejales de la boca del Río Salado, un hotel parcialmente sepultado por una tormenta de arena. Escribe Bioy en el prólogo a Los que aman, odian: ‘Nosotros nos quedábamos en Mar del Plata hasta el final del verano, cuando ya no había casi nadie, y en ese final de la estación empezamos y terminamos la novela. El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones... En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento no haber escrito otro libro con Silvina.’” Y, enseguida, Mariana Enríquez reprocha sentenciosa y lapidaria: “Cuando se publicó, nadie, absolutamente nadie reseñó Los que aman, odian, precursora de la novela policial argentina.” No obstante, en septiembre de 1946 la escritora española Rosa Chacel sí la reseñó entre las páginas 75 y 80 del número 143 de la revista Sur.
Índice del número 143 de la revista Sur (septiembre de 1946) |
Por otro lado, Silvia Renée Arias, coautora, motor y redactora de Los Bioy (Buenos Aires, Tusquets, 2002), obtuvo y aporta alguna información anecdótica y relevante, pues sobre Los que aman, odian apunta en su Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares (México, Tusquets, 2016):
(México, Tusquets, 2016) |
“Al año siguiente [1946], en Mar del Plata, Bioy y Silvina decidieron quedarse hasta mayo. Animados por el especial entorno que sugería el desolado paisaje otoñal, imaginaron una historia a propósito de una anécdota que recordaban muy bien. Una vez, su amigo Ernesto Pissavini les había contado que fue a veranear a un pequeño balneario entre Mar del Plata y la boca del Salado. Se hospedó en un hotel de tres pisos, y al volver, cuatro años después, se encontró con que el mismo constaba de uno solo: los otros dos habían quedado enterrados en la arena. Este hecho lo había impresionado mucho, y el efecto se trasladó a Bioy y a Silvina. Así es que ese verano, hablando de eso en la desierta Mar del Plata, de pronto Bioy mencionó un recuerdo que tenía de su infancia: cuanto tenía alrededor de diez años, fue a la estancia Rincón de López, en la boca del Salado, propiedad de su bella tía Juana Sáenz Valiente de Casares, y allí vio unos cangrejales enormes. Sus sorprendidos ojos de niño vieron cómo las vacas y los caballos seguían unos estrechos caminitos y no se equivocaban nunca, porque de lo contrario se habrían hundido, con jinete y todo, en el fango de los cangrejales.
El niño Adolfito en Rincón Viejo (Pardo, Provincia de Buenos Aires, c. 1922) |
“Asociando todo esto, Bioy y Silvina comenzaron a escribir una novela policial que introducía estos elementos: ‘Y se abrió ante nosotros la horrenda y la más desesperada visión: una playa estremecida de cangrejos, negra, viscosa, interminable’. El personaje que cuenta la historia va en busca de la soledad para encontrarse a sí mismo. El libro les demandó menos de un mes porque, en palabras de Bioy, ‘cuando dos personas escriben juntas, las dificultades que pueden demorar a alguno de los dos están salvadas por el otro; si yo no encuentro la palabra justa, se le ocurre al otro y a la inversa’, y lo terminaron cuando volvieron a Buenos Aires. El título era Los que aman, odian, y a Bioy le gustaba recordarlo como un ejercicio del pensamiento, el fruto de la creación y de su vida en común. A partir de ese momento, Silvina le mostraría sus originales antes de mandarlos a la editorial (muchas veces se enojaba porque él no leía los suyos y sí los de ilustres desconocidos), y él haría lo mismo con sus textos.”
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (Mar del Plata, c. 1950) |
Vale observar, no obstante, que el génesis de la escritura en la solitaria e íntima isla (el aislado “cuarto” en el frío Mar del Plata del que habla Bioy —tácitamente Villa Silvina, la mansión de los Bioy—, prolongado en el porteño departamento de Santa Fe 2606) y el instante (o los instantes) de la creación, son un enigma perdido en la noche de los tiempos (y en el laberinto de las hipótesis y de las difusas y vaporosas chismografías locales) y que ese misterio (entre los misterios) evoca, por ósmosis (algo como la sangre late y circula en ella), un arquetípico pasaje de El miedo a perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979), esa fascinante novela de la escritora cubana Julieta Campos que al unísono es un largo poema en prosa signado (y recamado) por fragmentos y aforismos de autores angulares:
(México, Joaquín Mortiz, 1979) |
“La historia podría comenzar en cualquier momento. Acaso así:
“La isla surgió al
mismo tiempo en la fantasía de ambos, que irreflexivamente, decidieron en ese
instante convertirla en el espacio de su amor. Fue desde entonces el lugar del
encuentro soñado y el lugar soñado del encuentro.
“O bien:
“Fue entonces cuando la
isla empezó a brotar dulcemente del mar como una Venus con los pies mojados por
las ondas. Engendrada en una noche tormentosa, nació predestinada. Sería
ingenuo evocar una aurora: la creación es un misterio y el paisaje de los
misterios es familiar de las tinieblas.”
Villa Silvina, Mar del Plata |
Si el instante (o los instantes) de la creación (y del más allá) son un misterio (entre los misterios), también lo es el hecho de que de que Bioy y Silvina no hubieran gestado, concebido y procurado otra obra en tándem (quizá lo proyectaron y tal vez lo intentaron). Y que pese a las consecutivas infidelidades de Bioy (y a los sáficos y legendarios viajes a la solitaria isla de Lesbos que, se dice, hizo Silvina) hayan permanecido juntos hasta el final.
Silvina Ocampo y Marta Casares, madre de Bioy (Mar del Plata, 1953) |
Una posible respuesta medular y angular (quizá el non plus ultra de la quintaescencia) se logra entrever en un pasaje compilado en las citadas Memorias de Bioy:
“En el Rincón Viejo, un
día le anuncié a mi querido amigo Oscar Pardo [empleado y consejero suyo en esa
estancia paterna en la que Bioy fue un pésimo administrador]:
“—Prepárate. Nos vamos a casar.
“Corrió a su cuarto y volvió con una
escopeta en mano. Entendió que íbamos a cazar. El casamiento fue en Las Flores
[se habían conocido en 1933 o en 1934] y los testigos, además del mencionado
Oscar Pardo, Drago Mitre [amigo de Bioy desde su infancia] y Borges. Ese día,
en el estudio fotográfico Vetere, de aquella ciudad, nos fotografiamos. A veces
me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con
Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que
la quería mucho, exclamó:
Boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares Testigos: Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo. (Las Flores, enero 15 de 1940) |
“—Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que eso es una prueba de amor.”
Y otra prueba de amor, por
correspondencia biunívoca y recíproca, es el hecho de que Marta, la única hija
de ambos (fallecida a los 39 años, el 4 de enero de 1994, en un accidente
automovilístico) era, en realidad, la hija que Adolfo Bioy Casares tuvo con
María Teresa von der Lahr.
Borges, María Esther Vázquez, Silvina Ocampo, la niña Marta y Adolfo Bioy Casares. (Playa San Jorge, Mar del Plata, 1964) |
III de V
Alguna vez el tecleador de marras pudo reseñar en el ciberespacio (o sea:
aquí en el blog) algo de Los que aman, odian en la edición que
Tusquets editó en septiembre de 1989, en Barcelona, con el número 101 de la
Colección Andanzas; en cuya primera solapa se observa una fotografía en blanco
y negro de Mariano Roca, donde, ya viejitos, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
parecen dialogar en torno a una hoja mecanografiada o manuscrita (quizá por
ambos).
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (Foto: Mariano Roca) |
Entre las diversas ediciones que ha tenido Los que aman, odian se halla la que ahora ocupa al reseñista, que, lamentablemente, no incluye el prólogo que Mariana Enríquez alude en La hermana menor. Se trata de una sobria edición impresa en Barcelona, en febrero de 2002, por Emecé, dentro de la serie Cruz del Sur, en cuyo cintillo se lee un tóxico y adictivo slogan que promete un crimen (o quizá la muerte del lector tras o durante la lectura): “Ocampo y Bioy/ Una pareja letal”.
En el interior, al desplegar la solapa de la segunda de forros se descubre un retrato en blanco y negro de la joven, atractiva y seductora Silvina Ocampo, que Bioy tal vez le tomó en la estancia de Rincón Viejo, donde ya vivían juntos años antes de casarse y donde había unos sillones de mimbre; celebérrima fotografía que también ilustra la carátula del tomo I de los Cuentos completos de Silvina, editado por Emecé en “junio de 2006”, y la portada del volumen único de éstos editado en “julio de 2017” por la misma editorial (con un prólogo de Laura Ramos), y el frontis del susodicho libro de Mariana Enríquez: La hermana menor.
Y al desplegar la tercera de forros aparece un retrato en blanco y negro del sonriente y cautivador héroe de las mujeres: Adolfo Bioy Casares. Cada uno signado por la insondable e infinita noche (el negro) y el enigma que implica la sugerencia de la Constelación de la Cruz del Sur (el azul con estrellas blancas).
En su “Prólogo”, Borges calificó de “perfecta” a La invención de Morel (cuya trama Bioy vislumbró sentado en uno de los sillones de mimbre de Rincón Viejo) y de ejemplo de “imaginación razonada”. Los que aman, odian quizá no sea “perfecta”, pero lo parece, y sin duda es un modelo de “imaginación razonada”. Por todo lo que se dice parece que en 1946 fue escrita con prontitud y editada con rapidez. Quizá sea así. Lo cierto es que se advierte que fue redactada, revisada y pulida con mimo y esmero; y en la urdimbre, pese al crimen, se transluce una intrínseca pulsión lúdica y libresca, con engaños al lector, bromas, ironías y juguetones giros sorpresivos; por lo que no es errado calificarla de feliz divertimento y por ende quizá no yerre suponer que Bioy y Silvina se divirtieron imaginándola y escribiéndola de principio a fin, y no sólo por las mofas y bufonadas, algunas sutiles y librescas —como la fugaz alusión a Betteredge, personaje de La piedra lunar (1868)—, y otras muy obvias, como la que protagoniza la empleada del Hotel Central que el doctor Humberto Huberman apoda “dactilógrafa” y “Muscarius, el dios que alejaba las moscas de los altares”, pues, anciana y obesa, se dedica a perseguirlas por las habitaciones blandiendo y azotando un matamoscas, dado que infestan el asfixiante, claustrofóbico, caluroso y subterráneo hotel; quien llama a los huéspedes al comedor haciendo sonar un gong y quien, ante los aullidos de los perros del exterior y del ulular del viento que acompañan a la tormenta de arena, vaticina sintiéndose pitonisa: “¡Esta noche va ocurrir algo! ¡Esta noche va a ocurrir algo!” Y, efectivamente, ocurre.
(Buenos Aires, Emecé, 2004) |
El doctor Humberto Huberman es la evocadora voz narrativa que (supuestamente) redactó “la historia del asesinato de Bosque del Mar” (que es la legendaria novela policial que el desocupado, intrigado e insomne lector tiene en sus manos). Y, según informa casi al término, la escribió por petición de varias amigas de su madre, (las únicas amigas que tiene), interesadas (y al parecer impresionadas) por su hablantina, presunta y presuntuosa labor detectivesca.
(Barcelona, Emecé, 2002) |
Se entrevé que el doctor Humberto Huberman (petulante, ridículo, solitario, maniático, citadino, fetichista, hedonista, egocéntrico, engreído, dizque “erudito” y supuesto poseedor de la “inteligencia dominante” en Bosque del Mar) es un consumado solterón, sin ningún enredo amoroso que le pise los talones y le agrie la yerba mate, los sueños o la fría tacita de cocoa (un día sí y otro también); quien en su “casa de la Capital” cada mañana se despierta y comporta como todo un pachá (repantigado en su otomana) atendido por sus añorados “enanos correntinos trayendo la bandeja pajiza, el té aromático, las tostadas y los bizcochos, el dulce y la miel”. Y, según revela con un dejo de intrínseca misantropía y quizá androfobia: “En general, me entiendo mejor con las mujeres que con los hombres [...] la sociedad que yo prefiero es la de mujeres maduras” (no la sociedad de las mujeres jóvenes y por ende en la plenitud de su atractivo y belleza física). No obstante, además de algún ancestral prejuicio misógino: menosprecia a las pelirrojas, comparte ciertos atavismos machistas (con un tinte psiconalistoide): “A las mujeres histéricas hay que dejarlas solas.” Admite y apunta: “Hay todo un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree la expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que sólo se conmueven ante sí mismas.”
Según apunta en su
relato, es un boyante médico homeópata, adicto a los glóbulos de arsénico,
quien ha viajado en el tren nocturno, de la capital a la calurosa Salinas, con
destino al balneario Bosque del Mar, donde se halla el Hotel Central, propiedad
de un matrimonio sin hijos (Esteban y Andrea), que son primos suyos y
distantes, custodios de un sobrino de ella (el niño Miguel, de unos diez o doce
años), a los que alguna vez les hizo un préstamo; lo que implica una postergada
deuda que le permite no pagar el alojamiento y tratar a sus parientes con
ciertas exigencias y contenida altanería. Su plan no es coincidir con nadie en
ese hotel que a todas luces nunca había visitado ni visto, sino instalarse
durante por lo menos dos meses de vacaciones en la playa, durante las cuales
pretende escribir, en ese supuesto “paraíso del hombre de letras”, un sesudo
guion cinematográfico, pues, según apunta, “la Gaucho Film Inc.” le ha pedido
adaptar el “Satyricón, de Cayo
Petronio”, “a la época actual y a la escena argentina”. Nada menos.
(Barcelona, Tusquets, 1989) |
El doctor Humberto Huberman viaja en el cómodo camarote del tren nocturno (al parecer a imagen y semejanza del cinematográfico y novelesco Orient Express, pues, según dice: “no hay que olvidarlo: en los trenes el té es de Ceylán”). Y tras su llegada a la solitaria estación del pueblerino Salinas (7:02 am y ya hace un tremendo calor) y luego de encargar en la oficina de correos que le remitan su correspondencia al Hotel Central del balneario Bosque del Mar, como único pasajero y en compañía de su equipaje y de unas gallinas enjauladas que llegaron con él en el tren, se desplaza encajado en un peliculesco y anacrónico Rickenbacker conducido por un chofer que él llama chauffeur; indicio de su proclividad a ciertos vocablos en franchute e inglés, (incluso alemán), a las frases en latín y francés, a las evocaciones librescas y a los fantaseos detectivescos o devaneos literarios (“he confundido la realidad con un libro”, llega a decir.) De ahí que en su índole irrisoria y ridícula, como si se tratase de la arquetípica y proustiana madeleine remojada en té, el maloliente tufillo de las gallinas que lo acompaña en el Rickenbacker lo remita a un grato e indeleble capítulo de su perdida niñez, pues según evoca: esa “efímera sensación olfativa traía a mi memoria un feliz episodio de la infancia, con mis padres, en los gallineros de mi tío, en Burzaco. ¿Confesaré que durante algunos minutos logré refugiarme, en medio de los sacudones y del calor, en la prístina visión de un huevo pasado por agua, en una taza de porcelana blanca?” Así, durante ese viaje de largas y calurosas horas en las que el Rickenbacker llega a cruzar, lentamente y sobre unos estrechos tablones, unos arenales por los que el coche podría caer y hundirse (“Si una rueda se desvía”), como ocurrió hace un año con “el caballo del farmacéutico”: “se metió en el pajonal” y, ante los ojos de los circunstantes, “despareció en el barro”. Pero el caso es que según dice el cantarín y “rapsoda” doctor Huberman trazando su particular, instantánea y evanescente épica: “Yo buscaba el mar, como un griego del Anabasis: ninguna pureza en el aire parecía anunciarlo.” Pero el pedúnculo umbelífero (o minúsculo intríngulis) de esa petulancia libresca es que la palabra anábasis refiere, por defecto y para el caso, una expedición de la costa hacia el interior de un territorio. Y catábasis es la palabra que alude el viaje desde el interior a la costa. Y cuando aún “heroicamente” montado en el Rickenbacker creer ver el mar (se trata de un espejismo de huitlacoche) exclama, exultante, a modo de homérico saludo: Thalassa!... Thalassa! (como si además del impetuoso y agitado océano viera emerger a la mitológica diosa del mar). Y cuando de nuevo cree verlo al divisar “una mancha violeta” dice, rumiando para sí, su particular, críptico y joyceano Ulises: Epi oinopa ponton. Pero como se trata de “flor morada”, según le aclara el rústico chofer, bien hubiera podido recitar al didáctico profesor Borges aludiendo la Odisea: “Los dioses les tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo que cantar.”
Satisfecho consigo
mismo y con su pequeña imagen, el doctor Humberto Huberman, tras su arribo al
hotel, se autorretrata, envanecido y narcisista, para sus boquiabiertas lectoras
(algo caricaturesco y esperpéntico, dadas las titiriteras manos que lo trazan y
atildan):
“Me desperté en la
penumbra. No sabía dónde estaba ni siquiera qué hora era. Hice un esfuerzo,
como quien trata de orientarse. Recordé: estaba en mi cuarto, en el Hotel
Central. Entonces oí el mar.
“Encendí la luz. Vi en
mi cronógrafo —que yacía junto a los volúmenes de Chiron, de Kent, de Jahr, de
Allen y de Hering, sobre la mesita de pino— que eran las cinco de la tarde.
Pesadamente empecé a vestirme. ¡Qué descanso verme libre de la rigurosa
indumentaria que nos imponen los convencionalismos de la vida urbana! Como un
evadido de la ropa, me enfundé en mi camisa escocesa, en mi pantalón de
franela, en mi saco de brin crudo, en el plegadizo panamá, en los viejos
zapatones amarillos y en el bastón con empuñadura en cabeza de perro. Agaché la
cabeza, con no disimulada satisfacción examiné en el espejo mi abultada frente
de pensador, y otra vez convine con tanto observador imparcial: la similitud
entre mis facciones y las de Goethe es auténtica. Por lo demás, no soy un hombre
alto; para decirlo con un vocablo sugestivo, soy menudo —mis humores, mis
reacciones y mis pensamientos no se extenúan ni se embotan a lo largo de una
dilatada geografía—. Me precio de tener una cabellera agradable a la vista y al
tacto, de poseer unas manos pequeñas y hermosas, de ser breve en las muñecas,
en los tobillos, en la cintura. Mis pies, ‘frívolos viajeros’, ni cuando duermo
descansan. La piel es blanca y rosada; el apetito, perfecto.”
Goethe |
Cercano al mar, próximo a pantanosos médanos y a los peligrosos cangrejales, y no lejos del Hotel Nuevo Ostende, el Hotel Central ha sido víctima frecuente de las tormentas de viento y arena; de ahí que, pese al asfixiante y claustrofóbico calor, las ventanas de las recámaras hayan sido selladas; y que el piso que hace un par de años era la recepción, ahora es el sótano; y que los huéspedes, en vez de subir a sus alcobas bajen a ellas, incluso al comedor, donde hay una larga mesa en la que los pensionistas coinciden para la cena, amenizados con la música de la radio y luego con el piano que toca Emilia en medio de la intrínseca neurosis y agresiva rivalidad que la confronta y antagoniza con su hermana Mary.
Cuando a la mañana siguiente se descubre la
sorpresiva muerte de la joven Mary, envenenada por estricnina, según el
diagnóstico a priori del doctor
Humberto Huberman (quien añade “que el deceso había ocurrido dentro de las
últimas dos horas”) y aún no se sabe si se trata de un asesinato o de un
suicidio, y puesto que en ese momento de la mañana (y desde la noche anterior)
el Hotel Central sufre el furioso ataque de una furiosa y ululante tormenta de
arena, todo indica, si acaso es un asesinato, que se trata de un crimen
ocurrido en el oscuro vientre de esa “casa enterrada en la arena”, lo que
equivale al crimen de cuarto cerrado —circunstancia
clásica en una narración detectivesca y policial, aleccionó Borges, desde que
Edgar Allan Poe, en 1841, publicó su cuento “Los crímenes de la calle Morgue”—,
enfatizada cuando el doctor Huberman apunta: “Estábamos en ese caserón cerrado
como en un barco en el fondo del mar, o, más exactamente, como en un submarino
que se ha ido a pique.” Y por ende (indica el cliché) todos los habitantes del hotel,
incluidos quienes viven y trabajan en él, son probables sospechosos. Para
despejar el misterio, en un momento en que afloja la impetuosa y ululante tormenta
de viento y arena, envían el Rickenbacker por la policía. Es así que unas horas
después llegan al Hotel Central: el comisario Raimundo Aubry, memorioso
diletante y citador de novelas del siglo XIX (sobre todo de Victor Hugo), y el
doctor Cecilio Montes, “médico de la policía”, quien es un borrachín incurable,
pringoso, misántropo e irascible; dos gendarmes y el hombre de la funeraria;
más el ataúd, que instalan en el sótano.
Pese a cierto reparo inicial, el doctor Montes
coincide con el ojo clínico del doctor Huberman: la víctima murió envenenada
con una dosis de estricnina, que, al parecer, tomó (o le dieron a tomar) antes
de acostarse, pues solía beber una taza de chocolate frío antes de dormir; taza
que, misteriosamente, no se halla en el lugar del crimen o suicidio; es decir,
alguien la desapareció y por alguna razón dejó, según parece, “el frasco de los
glóbulos que tomaba todas las mañanas” y el corcho en el suelo.
El comisario Raimundo Aubry, antes de interrogar a los
moradores del hotel, decide registrar sus habitaciones, empezando por la
recámara del doctor Humberto Huberman, quien se ofende al suponerse sospechoso
de algo o de esconder la estricnina; no obstante, en medio del escrutinio
policial logra escamotear su “tubo de arsénico” focalizando la ruda y enfática búsqueda
en los tubitos de su homeopático botiquín. El caso es que las pesquisas del
comisario lo llevan a inferir que Emilia, la hermana de Mary, es la asesina. Y
piensa detenerla y recluirla en la cárcel tan pronto amaine la tormenta de
arena. La razón: había un traicionero y subrepticio lío sexual entre Mary y Enrique
Atuel, el novio de Emilia. Esto lo refleja la pelea a gritos entre ambas, misma
que Huberman oyó por casualidad; y lo acentúa la tensión neurótica que esgrimen
entre sí durante la ríspida cena y durante el convivio entorno al piano,
preludio de la súbita salida de Emilia del hotel, pese a la oscuridad y al
peligro que implica la tormenta de viento y arena. Y más aún cuando el doctor Humberto
Huberman, también sin proponérselo, previo a la grupal búsqueda de Emilia en el
exterior, ve que Atuel y Mary se besan en lo oscurito; no obstante, puntualiza:
“Autel se resistía; Mary lo asediaba apasionadamente.” Ante tan desventurada y
lastimosa escena, comenta pomposo para sí: “‘¿Qué somos’, murmuré, ‘sino
osamentas besadas por los dioses’? Con el alma apesadumbrada, seguí mi camino.
Algo aulló en la penumbra. Era el niño. Yo había tropezado con él. Me miró un
instante —¿qué había en su expresión: desprecio, odio, terror?—; después huyó.”
Mary (Luisana Lopilato) Foto alusiva al filme Los que aman, odian (2017) |
La muerta, la joven Mary, o sea: María Gutiérrez, fue paciente del doctor Humberto Huberman dos o tres veces en su consultorio, allá en la capital; y la recuerda por “el accrochecoerur en la frente”, porque él le dijo “somos almas gemelas”, dada su compartida adicción a los glóbulos de arsénico, y porque le recomendó, ese año, unas “vacaciones en Bosque del Mar”. Todo indica que coincidieron, sin premeditarlo, en el Hotel Central, pues las hermanas Gutiérrez, con la infancia en Tres Arroyos, pudieron hospedarse en el vecino, y no muy distante, Hotel Nuevo Ostende, donde está registrado y tiene su recámara (quizá sólo protocolaria) Enrique Atuel, cuya facha, al doctor Huberman, no le gusta nada. Según dice: es “joven, amulatado. A despecho de cierta vulgaridad en el hablar y de una apariencia que recordaba los cartelones del ‘tango en París’ [remember al icónico y popular Gardel y su ‘estilo del Alma que canta’] —pelo negro, lacio, ojos vivos, nariz aguileña— me pareció que ejercía sobre sus compañeros [Mary, Emilia y el doctor Cornejo] —nada brillantes, por lo demás— alguna superioridad intelectual.” Y de ninguna manera el doctor Huberman galantea ni pretende a Mary, ni tiene íntimas ensoñaciones con su cuerpo, “demasiado atlético para mi gusto”, dice y observa en ella “una animalidad que atrae a ciertos hombres sobre cuyas aficiones prefiero no opinar”. Mary, además de su sensualidad y magnetismo corporal (“alta, rubia”, “muy hermosa, con una impresionante blancura, con manchas rosadas”) era una traductora notoriamente fetichista y maniática: trajo consigo todos los libros traducidos por ella (que son narraciones policiales con tapas arlequinadas), “los manuscritos de las traducciones y los borradores de los manuscritos” e incluso “las pruebas de imprenta”; tambache al que se suman “las páginas escritas a mano” de la última traducción que estaba haciendo: “una novela de Michael Innes”. (Pseudónimo, cabe la digresión, del escocés John Innes McKintosch Steward, antologado por Borges y Bioy en la citada Segunda serie de Los mejores cuentos policiales con el relato
Silvina Ocampo (verano en Mar del Plata) |
Paralelo a la investigación policial del comisario Aubry, el doctor Huberman hace su propia labor detectivesca que, de hecho, empieza desde antes de la llegada de la policía y su comitiva. En tal vertiente, cuando Emilia es la presunta asesina de su hermana, le sorprende y alarma encontrar al doctor Manning y al galán Atuel muy despreocupados y desentendidos leyendo: “Manning leía la novela inglesa que Atuel había robado del cuarto de Mary [subrepticia y sospechosa sustracción que Huberman observó oculto]. Atuel leía una de esas novelas de tapa arlequinesca, que Mary había traducido. En una mesa interpuesta entre los lectores había papeles con anotaciones y lápices.” Y más aún, según dice: “¡Redactaban apostillas y notas a textos policiales!” El resultado de ese escrutinio lector, y de la lectura de los papeles que dejó la muerta en su cuarto, es que el doctor Manning le presenta al comisario Aubry la transcripción de una nota manuscrita, originalmente redactada por Mary en una “hoja de block”, donde anuncia su suicido y, según afirma categórico, “la frase no figura en ninguno de los libros” traducidos por Mary. Ese fragmento manuscrito, transcrito por Manning, parece eximir a Emilia de ser la presunta asesina. Aún así el comisario piensa llevarla presa a Salinas y hacerla hablar.
No obstante, los posteriores giros sorpresivos y las
rápidas vueltas de tuerca revelan que esa nota suicida en realidad sí es un
fragmento de una novela policíaca traducida por Mary, que resulta ser otro libro
sustraído por el sigiloso Atuel (al parecer se trata de una narración policial
de Eden Phillpotts, otrora mentor de la joven y futura Agatha Christie), escondido
por él en su recámara del Hotel Nuevo Ostende (¿por qué no la destruyó el muy boludo
y listillo?), y luego localizado allí por el pálpito, la reflexión y las
veladas dilucidaciones del doctor Manning, que en algún momento debió
descubrirse manipulado por Atuel. Las razones que impulsaron a Atuel a hacer
tal oscuro tejemaneje —incluso abandona al doctor Huberman en el violento y
nebuloso arenal, y éste, desorientado, se alucina perdido en angustiosas y
fóbicas pesadillas que coinciden con el desierto y la arquitectura del filme
silente dirigido por Jacques Feyder: L’Atlantide
(1921), y a expensas de los espeluznantes y horrorosísimos cangrejales— evidencian
que creía que Emilia era la asesina y con sus artimañas quería exculparla del
asesinato y de la condena carcelaria. Ante tales manipulaciones, vale
puntualizar que el galán Atuel reveló ser, sólo ante el comisario y Manning (y
no ante el ofendido Huberman), un famoso inspector de policía que vacaciona de
incognito, quien dice trabajar “en la Sección de Investigaciones”, allá en “la
Capital Federal”, y cuyo verdadero apellido es Atwell. Pero para que sus
subrepticios y ocultos propósitos no se estropeen, induce, además, el simulacro
de envenenamiento del doctor Cornejo con una dosis del tubo de veronal que
había robado del maletín del doctor Montes y señala al desparecido niño Miguel,
y al recién desaparecido doctor Manning, como al posible ladrón de las costosas
joyas de la muerta, recién hurtadas a Emilia. Las cuales, antes de marcharse de
Bosque del Mar de manera furtiva y sin despedirse de nadie y dado que se
descubrieron sus numerosos ardides, a través de La Bruna (“un hombre parecido a
Wagner”, según Huberman), quien es el dueño del vecino Hotel Nuevo Ostente,
devuelve, en el Hotel Central, las joyas robadas envueltas en un paquete.
Wagner |
No obstante, pese a las detectivescas indagaciones, especulaciones y deducciones del doctor Manning, del doctor Huberman, del comisario Aubry y a las meteduras de pata del supuestamente fogueado y célebre inspector de policía Atwell (¿no se tratará de una impostura?), los puntos sobre las íes del enredo y del crimen sólo se aclaran, para el corro (y para los lectores), con la carta de despedida que el niño Miguel Fernández le dejó a su apreciado amigo y mentor el farmacéutico Paulino Rocha (se lee casi al término de la novela). Misiva que, motu proprio, el boticario lleva al Hotel Central para entregársela al comisario Aubry, una vez que la tormenta de viento y arena pareció extinguirse por arte de birlibirloque. Sólo entonces, ya desvelada la identidad del asesino y sus secretas y peculiares razones, es cuando Emilia revela que ella desapareció la taza de Mary, porque creyó que el asesino era Atwell y quiso protegerlo.
H. Bustos Domecq Composiciones fotográficas de Silvina Ocampo, basadas en ideas de Francis Galton. |
IV de V
En el Hotel Central el niño Miguel era un marginado y un desdichado, y,
al parecer, una molestia, un estorbo, y una penosa y despreciable carga para
sus tíos, que no lo querían ni comprendían. Según le dijo Andrea a Huberman:
“Miguel ha tenido una infancia triste. Es anémico, está mal desarrollado. Es
muy chico para su edad. Cavila todo el tiempo. Mi hermano creía que el mar
podía fortalecerlo...” No obstante, no le asignaron una adecuada habitación,
propia para un chaval con los hábitos e inclinaciones de un probable o futuro naturalista,
explorador y científico, sino que lo arrinconaron en el astroso y subterráneo cuarto
de los baúles, donde además no hay luz eléctrica y por ende se iluminaba con
una vela. No extraña, entonces, que no quiera a sus tíos y los desprecie, y que
haya hecho su refugio y su “casita” en el Joseph
K, el barco encallado y abandonado en la playa, donde pasaba mucho tiempo
solo y donde, antes de partir durante la tormenta y la subida de la marea, ya
tenía “allí muchas botellas de agua, bizcochos y una bolsita de yerba”. No
obstante, el destino de su errático viaje (lo deja ver en su carta) no es una
isla desierta con un tesoro enterrado por un pirata o un mundo utópico o mejor, sino el fondo
del mar. Y por ello, en su posdata, le pide al boticario que envíe a sus padres
el albatros embalsamado por él que dejó, ex
profeso, en el cuarto de los baúles, donde, antes de que apareciera su
reveladora carta, fue encontrado por el comisario Aubry: “Atada al pescuezo del
pájaro con una cinta verde, colgaba una fotografía del niño, con la
inscripción. A mis queridos padres,
recuerdo de Miguel.” Lamentablemente no pudo llegar a tales manos, pues el
doctor Huberman, en una de sus equivocas conjeturas, supuso que Miguel era el
ladrón de las joyas de Mary y que las había escondido en el vientre del pájaro
y por ello las manos del comisario lo destrozan y despanzurran.
El caso es que el niño Miguel, a escondidas de sus
tutores, aprendió del boticario el modo de conservar las algas marinas, pues la
caza y la taxidermia las había aprendido de su padre. En el Hotel Central sus
tíos le habían prohibido la “crueldad” con los animales. Quizá Miguel no haya
sido cruel a la hora de cazar nutrias (con su padre) o el albatros. Eso se
ignora, pues la caza es un milenario deporte (o ancestral oficio de sobrevivencia) y un ave o animal disecado puede ser un trofeo de caza y de habilidad y orgullo taxidermista. Pero el doctor Huberman, que lo ve con “cara de laucha” y que trató de
evocar a Conrad para hablar de barcos con él, se alarma ante la rareza de
encontrar bajo su catre, en el cuarto de los baúles, el albatros ensangrentado.
Imprevisto descubrimiento que el niño rubrica pegando un grito, dándole a
Huberman un zarpazo en el rostro y huyendo de allí. Indicio de una potencia anímica,
neurótica, pasional, agresiva y mental que no controla ni domina, pese a la
corrección y al sosiego con que redactó su carta de despedida, donde se lee que
no está arrepentido de lo que hizo, ni de su decisión de borrarse del mapa:
“Yo pensé: ‘Voy a hacer
una cosa terrible’. Ahora comprendo que hice lo que hubiera hecho cualquiera en
mi lugar.
“Bajé a mi cuarto,
busqué la estricnina, me fui al cuarto de Mary y eché la mitad del frasquito en
la taza de chocolate frío que ella tomaba antes de dormirse. Revolví la cuchara
para que el veneno se disolviera bien y cuando estaba secándola oí los pasos de
Mary. Al escaparme se me cayó el frasco. No tuve tiempo de recogerlo. Me fui
por el cuarto de Emilia.
“Al día siguiente volví
a buscar el frasco, pero no estaba. Yo quería tomar la estricnina, como la había
tomado Mary.”
Vale añadir, para no
desvelar todo el carozo de la mazorca, que el niño Miguel se enamoró de Mary
hasta el tuétano y la locura; que le resultaba doloroso e intolerable el
maltrato que le endilgaba cuando estaban a solas, que rechazara y le disgustaran
los besos que él le daba o intentaba darle, y para el colmo: su traicionero y
subrepticio amorío con Atwell y las burlonas infidencias que, sobre el niño, se
permitía con su casanova y polígamo. No obstante, antes de irse al más allá, el
niño Miguel bajó al sótano, abrió el ataúd y besó en los labios el cadáver de
Mary. Al inesperadamente descubrir ese cuadro mortuorio, el doctor Cornejo se
impresionó y escandalizó e impresionó y escandalizó a los otros moradores del
Hotel Central. No pudo, y no podía ver, que el niño enamorado, con ese amoroso,
elegíaco y último beso, se despedía para siempre de su amada. Y sólo vio algo
anómalo e inquietante, quizá con indicios de cierta necrofilia.
V de V
Cartel de la película argentina Los que aman, odian (2017), basada en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. |
Vale añadir, a modo de corolario, que la novela Los que aman, odian ha sido adaptada al cine, de manera parcial y no muy afortunada (y sin una pizca de la erudición y del humor de la obra literaria) en la homónima y patética película de 2017, dirigida por el cineasta argentino Alejandro Maci —director del filme El impostor (1997), basado en el cuento homónimo de Silvina Ocampo—, donde los lentes de sol que lucen las hermanas Fraga: Emilia y Mary, son un implícito y tácito homenaje a los lentes oscuros, de grandes y pesados armazones, que usaban las hermanas Ocampo: Victoria y Silvina. Entre los protagonistas descuella la actriz Luisana Lopilato como Mary Fraga (ese obscuro objeto del deseo), notable, además, en la caracterización de Pipa (Manuela Pelari), policía de investigación criminal en dos thrillers argentinos dirigidos por Alejandro Montiel: Perdida (2018) y La corazonada (2020). Y, desde luego, Guillermo Francella en el papel del doctor Hubermann, muy recordado por su brillante trabajo actoral en El secreto de sus ojos (2009), filme dirigido por Juan José Campanella, basado en La pregunta de sus ojos (Buenos Aires, Galerna, 2005), novela del escritor argentino Eduardo Sacheri, quien, por razones pecuniarias y de marketing, le cambió el título por el nombre de la película.
Silvina y Victoria Ocampo con Borges |
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Los que aman, odian. Cruz del Sur, Emecé Editores. Barcelona,
febrero de 2002. 136 pp.
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