lunes, 11 de marzo de 2024

La voz de Gabriel García Márquez



Me di cuenta que Mercedes me quería


El 30 de mayo de 1967 se terminó de imprimir en Buenos Aires, editada por Sudamericana, la primera edición de Cien años de soledad, novela central del colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014), Premio Nobel de Literatura 1982. Después de las dificultades (incluidas las amenazas anónimas a él y a los suyos) vividas en Nueva York durante casi seis meses como corresponsal de Prensa Latina, la agencia cubana fundada tras el triunfo de la Revolución, Gabo y Mercedes Barcha Pardo, su mujer desde el 21 de marzo de 1958, y el pequeño Rodrigo, el primer hijo de ambos, quien aún no cumplía los dos años, viajaron en autobuses y en tren rumbo a la Ciudad de México, a donde llegaron a vivir el domingo 2 de julio de 1961 (reza la leyenda), día que de un escopetazo se suicidó Ernest Hemingway. 
 
Detalle de la portada del elepé con la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad.
(UNAM, 3ra. ed., México, 1987)
 
    En 1967, en la capital mexicana, apareció un disco con la voz de Gabriel García Márquez, número 10 de Voz Viva de América Latina, colección de elepés que editaba el Departamento de Voz Viva de Difusión Cultural de la UNAM. En tal elepé la voz de Gabo lee dos bloques de fragmentos de Cien años de soledad (lado A y lado B). Y en el cuaderno adjunto se reproducen éstos, precedidos por una “Presentación” que Emmanuel Carballo fechó en “1967”, lo cual remite al hecho de que apareció cuando la novela “estaba a punto de llegar a librerías de Buenos Aires” (“se distribuyó o publicó el 5 de junio” y en 15 días ya se habían agotado “los ocho mil ejemplares de la primera edición”), y por ende es el histórico “primer ensayo sobre Cien años de soledad” (aparecería también en la Revista de la Universidad de México, correspondiente a noviembre de 1967), lo cual implica que durante el proceso de escritura el crítico mexicano, fallecido el domingo 20 de abril de 2014 (casi a los 85 años), fue uno de sus primeros lectores, pese a que no pertenecía al reducido y entrañable grupo de amigos de Gabo que solían reunirse con él por las noches en su rentada casa de San Ángel Inn (“calle de La loma número 19”), en la Ciudad de México, entre mediados de julio de 1965 y mediados de 1966 (“alrededor de doce o catorce meses”), el tiempo que tardó en redactarla, no obstante que germinó y fermentó en él durante 17 años, anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997); es decir, desde que la empezara a escribir “en unas tiras largas de papel periódico en Cartagena de Indias a mediados de 1948” —pero Gabo, en Vivir para contarla (Diana, 2002), dice que fue en 1949 durante su convalecencia en Sucre—, cuyo primer título que pensó y perduró hasta 1965: La casa, remite a la casa de sus abuelos maternos, en Aracataca, donde nació y vivió los primeros diez años de su infancia. 
  Las leyendas orales y las biografías de Gabriel García Márquez rezan que si por las noches sus amigos se reunían con él en su casa, durante las mañanas y hasta el mediodía tecleaba en su Olivetti encerrado en su habitáculo: “La cueva de la mafia”, mientras las deudas de él y Mercedes fueron aumentando, pues Gabo abandonó sus empleos relativos al cine y a la publicidad e incluso empeñó el Opel blanco que había adquirido con “los tres mil dólares” del Premio Esso de Novela 1961 que ganara en Bogotá con La mala hora. Al carnicero de La Loma, por ejemplo, le debían cinco mil pesos, y al casero ocho meses de renta. Y cuando a inicios de agosto de 1966 hubo que enviarla por correo a Paco Porrúa, el editor de Sudamericana en Buenos Aires, a Gabo y a Mercedes el dinero sólo les alcanzó para remitir la mitad. Así que unos días después enviaron la otra con lo conseguido en el Monte de Piedad con las “‘tres últimas posiciones militares’: el secador de ella, el calentador de él y la batidora” de los alimentos de los niños.
      En su biografía, Dasso Saldívar apunta sobre las reuniones de Gabo y Emmanuel Carballo con el objetivo de pergeñar el prefacio del elepé: “Normalmente se veían los sábados por la tarde. Cuando García Márquez terminaba un capítulo se lo pasaba, y Carballo se lo devolvía con sus comentarios el sábado siguiente. Estos, como recordaría el mismo Carballo, eran siempre de carpintería menor, pues lo que él le daba era tan depurado, que desde un principio el crítico se encontró ‘frente a una obra maestra’, una obra que fue leyendo ‘con fascinación y gran delectación’. Desde entonces pensó que ‘sería la gran novela de él y una de las mejores novelas de la lengua de la segunda mitad del siglo. Así que nuestras conversaciones, al hilo de lo que yo iba leyendo, eran sobre la atmósfera, los personajes, las imbricaciones de las historias. Pero nada de mis comentarios podía influir en la novela’.”
Estuche con el disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo ex profeso del crítico Emmanuel Carballo.
(UNAM, 4ta. ed. corregida, México, marzo de 1998)
       La segunda edición del elepé y su cuaderno apareció en 1977 y la tercera en 1987. La cuarta edición, de 1998, es un estuche que contiene un disco compacto con el mismo material leído por el autor en las anteriores ediciones, más un cuadernillo de pastas blandas con los fragmentos de Gabo y el mismo prólogo de Carballo, el cual, amén de su inclusión en antologías críticas sobre el colombiano, lo compiló en Protagonistas de la literatura hispanoamericana, libro editado en 1986 en la serie Textos de Humanidades de Difusión Cultural de la UNAM. 

(UNAM, México, 1986)
        La principal diferencia entre el cuaderno de los elepés y el cuadernillo del disco compacto, radica en que en los primeros los textos de Gabo son exhibidos en dos bloques que corresponden al lado A y al lado B del acetato; mientras que en el cuadernillo a los pasajes se les han intercalado una serie de asteriscos que indican que se trata de distintos fragmentos en cada bloque. En este sentido, se puede apreciar que el track uno del disco compacto (antes lado A) incluye cuatro fragmentos que la voz de Gabriel García Márquez lee de corrido como si fuera un solo párrafo; y el track dos del compacto (antes lado B) comprende un par de fragmentos que la voz lee del mismo modo.

Estuche del disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo de Emmanuel Carballo; y un DVD con el documental
conmemorativo producido por el Canal 22 del CONACULTA.
(UNAM, 5ta. ed. corregida, México, marzo de 2007)
     La quinta edición: un librito-estuche de pastas duras, datado “en marzo de 2007”, conserva algunos de los asteriscos; pero su trascendencia radica en que se hizo en el contexto celebratorio de los 80 años de Gabo y los 40 años de Cien años de soledad. Así, el diseño de Vicente Rojo Cama, además del uso de varias fotos en blanco y negro que Rogelio Cuéllar le tomó al escritor (en solitario o con miembros de su familia), empleó tipografía y viñetas otrora concebidas por su padre (Vicente Rojo) para ilustrar las cubiertas de la primera edición de la novela, las cuales, como se atrasaron en su viaje de México a Buenos Aires, no fueron aplicadas en la edición príncipe, sino en la segunda, impresa en “junio de 1967”. En las fichas curriculares del novelista y del crítico hay varios yerros; por ejemplo, se dice que Gabo en México “publicó sus primeras novelas Los funerales de la Mamá Grande (1962) y El coronel no tiene quien le escriba (1963)”. Y si en la anterior edición Emmanuel Carballo aún repetía que “Gabriel García Márquez nació en Aracataca, Colombia, el 6 de marzo de 1928” —error repetido durante muchos años por solaperos, críticos, profesores y lectores— en la presente se ha enmendado el gazapo y es lo único que se le cambió.

  Además del disco compacto que preserva la voz que Gabo tenía en 1967, figura un DVD con el programa televisivo que el Canal 22 (el canal del CONACULTA) sumó a los aniversarios, cuyo epicentro tuvo lugar el lunes 26 de marzo de 2007, en Cartagena de Indias, Colombia, durante el homenaje que se le rindió en la apertura del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, cuando el escritor recibió el primer ejemplar (de un millón) de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad (con correcciones suyas ex profesas), editada por la Real Academia Española, la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara. 
  Tal programa televisivo: Muchos años después... Gabo en México, cuyo productor y realizador es Jordi Arenas, si bien es laudatorio y levemente crítico, no es de lo mejor. Pero entre la recitada o más o menos actuada lectura de fragmentos de Cien años de soledad (por la actriz María Isabel Benet), y entre el puzzle de las diversas y fragmentarias opiniones y testimonios (Fabrizio Mejía, Raúl Renán, Carlos A. de la Sierra, Emmanuel Carballo, María Luisa Elío, Carlos Monsiváis, David Martín del Campo, Claudio Isaac, José María Pérez Gay, Gonzalo Celorio, Oscar Chávez, María Luisa Mendoza, Margo Glantz, Guadalupe Loaeza y Homero Aridjis), descuella la imagen y la voz del propio Gabriel García Márquez, quien en su primera aparición declara: “yo hacía tiempo que tenía la idea de que debía escribir una novela en la cual sucediera todo. Y sabía que en ese suceder todo, debía estar toda esa memoria de Aracataca, las fantasías, las supersticiones”.
 En la entrevista de “Septiembre de 1973” que Elena Poniatowska le hizo a Gabriel García Márquez y que ella compiló en el tomo I de Todo México (Diana, 1990), Gabo cuenta que “el libro ejerció un poder mágico sobre todos aquellos que de un modo u otro estuvieron en contacto con él”; y entre ello descuella su testimonio del hechizo que causó con una lectura de varios fragmentos de Cien años de soledad ante un público heterogéneo y que ahora se puede palpar oyendo su voz grabada en el disco compacto. Según Gabo, a sus amigos no les leía nada:
Elena Poniatowska y Gabriel García Márquez
 
    “Nunca les leí nada porque yo no leo absolutamente nada de lo que estoy escribiendo; los borradores jamás los he dejado ni tocar, ni leer, ni los leo yo, pero sí hablaba mucho de lo que estaba haciendo y ellos, enloquecidos con lo que yo les contaba cada noche decían: ‘¡Esto va a ser sensacional!’. Y hubo un momento en que pensé: ‘¡Caramba, a lo mejor, todos estos gritos de Álvaro y estos entusiasmos de María Luisa Elío me han hipnotizado y estoy trabajando en esto apasionadamente, sin darme cuenta que de pronto me he metido en una nube de fantasía acompañado por estos amigos, y esto no sirve para nada ni le va interesar a nadie!’. Entonces, yo, que nunca me había presentado y todavía ahora nunca me presento en público ni doy conferencias ni hago lecturas ni nada, me llamaron causalmente en esos días al OPIC, —es algo como la sección cultural de la Secretaría de Relaciones Exteriores—, y me preguntaron si quería dar una conferencia y yo les dije que no, que una conferencia no, pero sí quería hacer una lectura de capítulos de una novela en preparación. Para ello, hice una cosa muy curiosa: una lista de gente muy disímil; las personas que conocí cuando hice las revistas Sucesos y La Familia, en las que jamás escribí una línea, sí, sí, las de Gustavo Alatriste, Elena, las dirigí durante dos años, los obreros tipógrafos y linotipistas de un taller de imprenta en el cual también trabajé, secretarias, estudiantes y toda la gente que había conocido en alguna parte, en el cine, en la publicidad, además de mis amigos los intelectuales, personas de todos los niveles culturales y sociales, ¿verdad?, y realmente configuré un público disímbolo. En el OPIC no lo supieron. No llevé un sólo capítulo de Cien años de soledad, sino que seleccioné párrafos de distintos capítulos porque tenía interés de saber si era buena la idea y no algo que Álvaro Mutis me había metido en la cabeza. Yo quería saber si valía la pena seguirla escribiendo porque ya no veía nada; tenía la impresión de que no había en el mundo más que lo que escribía y quería poner los pies sobre la tierra. Me senté a leer en el escenario iluminado; la platea con ‘mi’ público seleccionado, completamente a oscuras. Empecé a leer, no recuerdo bien qué capítulo, pero yo leía y leía y a partir de un momento se produjo un tal silencio en la sala y era tal la tensión que yo sentía, que me aterroricé. Interrumpí la lectura y traté de mirar algo en la oscuridad y después de unos segundos percibí los rostros de los que estaban en primera fila y al contrario, vi que tenían los ojos así —los abre muy grandes— y entonces seguí mi lectura muy tranquilo.
“Realmente la gente estaba como suspendida; no volaba una mosca. Cuando terminé y bajé del escenario, la primera persona que me abrazó fue Mercedes, con una cara —yo tengo la impresión desde que me casé que ese es el único día que me di cuenta que Mercedes me quería— porque me miró ¡con una cara!... Ella tenía por lo menos un año de estar llevando recursos a la casa para que yo pudiera escribir, y el día de la lectura la expresión en su rostro me dio gran seguridad de que el libro iba por donde tenía que ir.”

Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo


Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Estuche-librito de 72 páginas; prólogo de Emmanuel Carballo; fragmentos de Cien años de soledad; iconografía en blanco y negro. Más un disco compacto y un DVD. Serie Voz Viva de América Latina, Difusión Cultural de la UNAM. 5ª edición. México, 2007. 


*********


Pueblo de Dios y de Mandinga



Tiempo de irás y no volverás


Stephen Hawking  in memoriam

Slim vivía en París. Allí, sumergido en un estado catatónico, tuvo una experiencia mística: a través de su cuerpo astral y navegando en la quinta dimensión, vio la destrucción del globo terráqueo: “era como si la tierra fuera un gigantesco tanque séptico, donde hervían y burbujeaban gases nocivos, mientras minúsculas figuras humanas trataban desesperadamente de salvarse agarrándose a balsas de excrementos o arrastrándose por islas de fango maloliente”. 

   Sólo con choques eléctricos el psiquiatra pudo regresarlo; y Slim, lo primero que le espetó a quemarropa fue: “Déjeme en paz”, “¿no se da cuenta que no tengo intención de regresar a este maldito mundo?” 
   Slim es medio científico y bibliófago del sufismo. Sigue pensando que la catástrofe planetaria está cerca, quizá secuela de una guerra termonuclear. Por ello en la Bibliothèque Nationale de París consulta libros de cosmología y geografía. Y luego de ciertos cálculos supone que el nuevo Polo Norte estará en el territorio de lo que todavía es Los Ángeles, California; y que la latitud de la ínsula de Mallorca, en las Islas Baleares, el nuevo Ecuador, asegura la sobrevivencia. 
   Esa es la demencial e insólita razón por la que Slim y Marcia, hace más o menos diez años, llegaron a Deyá, en la isla de Mallorca, el principal escenario de Pueblo de Dios y de Mandinga, novela breve de la escritora nicaragüense Claribel Alegría (Estelí, mayo 12 de 1924-Managua, enero 25 de 2018), publicada en México, en 1985, por Ediciones Era.
 
Claribel Alegría
(1924-2018)
       
         Son los años 70 del siglo XX. El dictador Francisco Franco no tarda en fallecer (muere a los 82 años el 20 de noviembre de 1975). Y Deyá, un pueblito plagado de cerros, con pocos vecinos y ancianos centenarios, está signado por las misteriosas fuerzas que oscilan en una especie de triángulo maldito o sagrado, según se vea: Deyá, Sóller y Fornalutx. Allí los muertos se aparecen y deambulan, los vivos pueden corporificar sus propios fantasmas, el espíritu de un muerto antediluviano puede surgir en el sueño de alguien y hablar con éste; hay videntes, iluminados, encantamientos, maleficios, conjuros, exorcismos, yoguis, gurús, quienes saltan y viajan a través del tiempo, y los que buscan la piedra filosofal. 
En síntesis, ocurren y son posibles las cosas más extrañas y sorprendentes; y es por esto, se dice, que Deyá significa pueblo de Dios, pero también de Mandinga, es decir, del Diablo. 
     Tal novela de la narradora y poeta Claribel Alegría se desarrolla a través de fragmentos capitulares repletos de sucedidos extraordinarios: un cúmulo de fantásticos cuentos breves. Allí se dibujan los rasgos de una fauna numerosa en la que descuellan los personajes célebres: Raimundo Lulio y Robert Graves; pero los otros también tienen lo suyo.
        
Ediciones Era
(México, 1985)

          Claribel Alegría, con dotes de maga y alquimista, escribió Pueblo de Dios y de Mandinga como lo sugiere la asonancia de su nombre: con claridad y alegría. Sus páginas atrapan y parecen poseer las palabras precisas, siempre en simbiosis con su visión lúdica, fantástica, a veces caricaturesca e incluso erudita. Sin embargo, como se vio al inicio de la nota, esto también implica una visión trágica, desencantada y catastrofista del hombre y su destino, que es un síndrome engendrado por la masiva destrucción causada durante la Segunda Guerra Mundial, pero también por otras guerras que ponen en entredicho la ética y el progreso de la civilización no sólo de Occidente: la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil de España, e incluso la Guerra de Vietnam; y allí está la plaga de estrafalarios hippies para evidenciarlo con sus trillados slogans (tácitos en la obra) de “peace and love”, “haz el amor y no la guerra”, y con sus fantaseos comunales, escapismos y búsquedas misticoides por la India, iluminaciones en LSD y en otros alcaloides y yerbas. Es decir, tal síndrome implica las psicosis y las fobias individuales y colectivas que conjeturan la ineludible e inminente destrucción del mundo, lo que también es un eco deformado de antiguos milenarismos, predicciones apocalípticas y mitos del eterno retorno.

         Por el año 1274, Mahmet, un místico sufí, auxiliado por su discípulo Raimundo Lulio, entonces un humilde monje franciscano, hicieron una piedra filosofal, misma que se tragó a éste haciéndolo viajar por el tiempo. Antes de que Slim y Stephen localizaran la antiquísima piedra filosofal en el jardín de Robert Graves, Deyá es un pequeño, romántico e idílico paraíso terrenal: además de los nativos con genealogía muy antigua, quienes son los que preservan las viejas costumbres, los rituales, los mitos y supersticiones, reside allí una pequeña comunidad de advenedizos: intelectuales, filósofos, científicos, músicos, hippies atraídos por la onda de vibraciones, visionarios y otros bichos definidos por su trivialidad: el escritor de noveletas porno que organiza orgías y misas negras; o por su psicosis: la actriz jubilada y solitaria que todas las tardes se viste de largo para conversar con los amigos imaginarios de sus antiguas glorias hollywoodenses, y la veinteañera francesa que se dedica a curar las heridas del mundo colocando vendas sobre las grietas del asfalto. Todos conviven en santa paz, a imagen y semejanza de angelitos alados y mofletudos, pese a los crímenes, accidentes y maleficios que llegan a ocurrir. 
  Marcia fue una flower girl; ante su consubstancial misterio y femenina imantación, Robert Graves le revela su índole arcana y sobrenatural: ella es una hamadríade, es decir, una ninfa de los bosques, por lo que tiene su árbol y su inasible custodio: el espíritu de un arcaico shamán. Marcia, además, es un modelo de fiel compañera intelectual, que escribe su tesis y un montón de cuadernos que en conjunto son su diario: “cuaderno de pobladores autóctonos”, “cuaderno de antropología comparada”, “cuaderno de observaciones personales”, “cuaderno de leyendas locales”, “cuaderno de trabajo” y “cuaderno de residentes extranjeros”. 
   Slim, aparte de sus lecturas sufistas, dizque escribe la novela definitiva de Deyá, pese a que cabalísticamente durante siete años se haya empantanado en el capítulo tres. Como secuela de su pesadillesca experiencia mística en París, agudizada por el magnetismo de Deyá, vive atrapado en una onírica ventana abierta al fluir del tiempo; es decir, que sin que pueda controlarlo, vive y vuelve a vivir el futuro o el pasado como si fuera el presente. 
  Cuando le cuenta tal embrollo onírico y mental a Stephen, éste le confiesa que encontró un manuscrito: Conversaciones con Raimundo Lulio, donde Robert Graves relata que Raimundo Lulio se materializó, habló con él y le dijo que buscaba su monasterio y la piedra filosofal que en el pasado se lo tragó y que desde entonces busca para retornar a su tiempo. Robert Graves lo guió hasta el monasterio y Raimundo Lulio halló la piedra y, a imagen y semejanza de un agujero de gusano, se deslizó por ella. El manuscrito, además, tiene la arcana receta para elaborar la piedra filosofal, que resulta ser una especie de “puente de Einstein-Rosen” o agujero negro de bolsillo, invisible, un laberíntico túnel del tiempo que devora o desaparece cualquier cosa, así sean toneladas de rocas y que puede trasladar a un distraído a épocas lejanas. 
   Stephen es un metalúrgico nuclear y padece de bibliofilia astrofísica. Trabajó en los Estados Unidos en la construcción de la bomba atómica. Su nombre tal vez sea un guiño al físico británico Stephen Hawking, autor del celebérrimo best-seller Breve historia del tiempo (1988) y famoso indagador de los agujeros negros. Stephen, siguiendo la receta, trata de elaborar la piedra filosofal, pero no puede porque no es filósofo ni se halla en estado de gracia. 
   
Stephen Hawking
(1942-2018)
 
      
   Stephen, Slim y Marcia descubren que Robert Graves guarda la antigua piedra que crearon Mahmet y Raimundo Lulio. La tiene en una pequeña jaula, tal si fuera un cachivache inútil, un trebejo que sólo sirve para tragar lo que se le ponga enfrente. Cuando por un risible descuido se les escapa, Stephen calcula que el planeta Tierra se acabará en una semana. 

Los poetas nicaragüenses: Claribel Alegría y Ernesto Cardenal

   Se equivocó, es obvio, pues los humanoides siguen vivitos y coleando. Pero además se hace evidente que la antigua piedra filosofal, atrapada en la jaulita a imagen y semejanza de pajarraco invisible y oculta en el jardín de Robert Graves, era una especie de centro gravitacional. Con su extravío, al triángulo misterioso de la isla se le esfuma la magia y la poesía; la peste de la modernización lo destruye como si destruyera el mundo: extranjeros compran las antiguas casas, instalan fábricas, hoteles para turistas, autopistas, supermercados con letreros luminosos, bancos, discotecas, tiendas, boutiques, los nativos olvidan sus tradiciones y venden las reliquias, los intelectuales huyen, los hippies se pulverizan, los brujos y visionarios desaparecen, y Robert Graves, como en la antesala de la muerte, frente a la destrucción definitiva, se encierra en sí mismo (quizá preludio del Alzheimer que empezó a borrarlo del mapa).
   El agujero negro o piedra filosofal, por su parte, luego de propiciar el Gran Derrumbe de Deyá, queda vagando quién sabe por qué vericuetos y entretelones de la laberíntica red espacio-tiempo; lo que es una latente amenaza, dado que tarde o temprano, al parecer, caerá en el centro del globo terráqueo y lo desaparecerá, por lo menos del presente sistema solar. 
 La esperanza, no obstante, radica en que Marcia, que es hamadríade y posee la sabiduría y el milenario alfabeto de los árboles, en Centroamérica tiene su ceiba (tal vez un cumplido presagio del shamán que en Deyá custodiaba su árbol), pues quizá tal comunión metafísica, secreta, no sea tan incierta, si se piensa en las dimensiones que no se ven, pero que están allí, y en que “el planeta, la bola de tierra”, dice Slim, “es apenas un telón de fondo frente al cual vivimos una serie infinita de realidades”.


Claribel Alegría, Pueblo de Dios y de Mandinga. Ediciones Era. México, 1985. 88 pp.



viernes, 8 de marzo de 2024

Aquellos tiempos con Gabo



       Mi personaje inolvidable: 
crónica de una amistad anunciada

Como el lector recordará, el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, Suecia, el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927) recibió el Premio Nobel de Literatura 1982. En mayo de ese año había aparecido en Colombia, impreso por La Oveja Negra con un tiraje de doscientos mil ejemplares, El olor de la guayaba, libro, aderezado con fotos en blanco y negro, que reúne un conjunto de entrevistas y crónicas biográficas que el también colombiano Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) le hizo a Gabriel García Márquez, el celebérrimo autor de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967). Casi simultáneamente, El olor de la guayaba fue coeditado en México por La Oveja Negra y Diana, con un tiraje de cincuenta mil ejemplares. Y otro tanto, más o menos semejante, ocurrió en España a través de Bruguera y La Oveja Negra, además de que (gracias a la fama del entrevistado) fue traducido a diecisiete idiomas. 

(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
       Contando con la aprobación y la complicidad de Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba es el reconocimiento y el tributo que un entrañable y viejo amigo (periodista y narrador) le hace a otro (también periodista y narrador), cuya novela central (Cien años de soledad) lo convirtió con rapidez en un escritor masivamente traducido a muchas lenguas del orbe, además de rico, amigo de “las criaturas del poder supremo” (presidentes, generales y fauna por el estilo), y rutilante estrella de la jet set internacional. Cuando en El olor de la guayaba, García Márquez le responde a Plinio que nunca se ha puesto un frac y que no se lo pondría si llegara a ganar el Premio Nobel, el lector puede recordar que cumplió su palabra, pues en Estocolmo, ante el Rey y la Reina, Gabo asistió a la ceremonia de entrega “vestido de blanco liqui-liqui de algodón” y con una rosa amarilla en la mano, similar a las rosas amarillas que entre los centenares de desconocidos y celebridades que había en los palcos, los amigos de García Márquez (entre ellos Plinio) lucían en las solapas del frac (algunos rentados “por doscientas coronas en una sastrería de Estocolmo”), mismas que Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932), la esposa de Gabo desde el 21 de marzo de 1958, les entregó a cada uno a modo de talismán de la buena suerte.
 
Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo 
Gabriel García Márquez coronado con
Cien años de soledad (Sudamericana, 2da. ed., Buenos Aires, 1967)
        Si el lector quiere leer el discurso que Gabriel García Márquez dijo en Estocolmo durante la recepción del Premio Nobel, puede consultar el volumen Cultura y creación intelectual en América Latina (Siglo XXI, México, 1984), antología de ensayos bajo la coordinación de Pablo González Casanova, donde se halla ampliado con el título “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe” [o tal cual: “La soledad de América Latina”, antologado en su libro Yo no vengo a decir un discurso (Random House Mondadori, México, 2010)]. Pero en cuanto a lo que implican y significan las rosas amarillas, en El olor de la guayaba el cataquero dice que en la casa del mundo donde se encuentra siempre hay flores amarillas: “Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.” Lo cual, según afirma, le sirve para desencadenar o incentivar la imaginación y la creatividad, pues se da por entendido que Mercedes Barcha pone siempre en su escritorio una rosa amarilla: “Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.”

Gabriel García Márquez y las rosas amarillas
         Como el rótulo del libro lo anuncia: Aquellos tiempos con Gabo (Plaza & Janés, Barcelona, 2000) es otro tributo y reconocimiento más que Plinio Apuleyo Mendoza le rinde a Gabriel García Márquez, donde retoma ciertas anécdotas contadas en El olor de la guayaba, en La llama y el hielo (Planeta, Bogotá, 1984) y en crónicas dispersas. Así, Aquellos tiempos con Gabo es un libro de memorias a través del cual el autor evoca y narra una serie de episodios y sucesos trascendentes en la vida de ambos (pues básicamente los vivieron los dos en calidad de amigos y compadres), a lo que se añade el hecho de que ciertos acontecimientos, vivencias, perspectivas ópticas e ideológicas le conciernen única y exclusivamente a la vida y al pensamiento de Plinio Apuleyo Mendoza. 

(Plaza & Janés, Barcelona, 2000)
La portada del libro tiene, bajo la reproducción del rostro de Gabo, un falaz slogan que a la letra dice: “Hallazgo de un García Márquez desconocido”. Pues a estas alturas del año 2000 ya han corrido tantos ríos y ríos de tinta sobre la vida y milagros del hijo del telegrafista de Aracataca, que casi nada de lo que rememora Plinio Apuleyo Mendoza sobre su personaje inolvidable lo ignora un anónimo lector, un minúsculo hijo de vecino metido (o no) a reseñista de libros en un semanario de Xalapa, la provincia jarocha donde a Gabo, la Universidad Veracruzana, le publicó su cuarto libro: Los funerales de la Mamá Grande (1962), cuando aún estaba recién llegado en la Ciudad de México (arribó por tierra desde de Nueva York, con Mercedes Barcha y Rodrigo, el primer hijo de ambos, “el domingo 2 de julio de 1961”, día del suicidio de Ernest Hemingway), libro dedicado “Al cocodrilo sagrado” (su mujer), que además contiene el cuento en que se basó la película homónima dirigida por el chileno Miguel Littin: La viuda de Montiel (1979), con guión de éste y José Agustín, protagonizada por Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel) y Nelson Villagra (José Chepe Montiel), rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, Veracruz. Pero también, tal libro comprende el cuento en que está basado el filme homónimo En este pueblo no hay ladrones (1964), dirigido por Alberto Isaac en base al guión de éste y Emilio García Riera, entre cuyo notable reparto de escritores, pintores y cineastas haciendo pequeños papeles, figura, de fugaz boletero de cine, el propio Gabriel García Márquez. Protagonizada por Julián Pastor (Dámaso) y la entonces bellísima bailarina Rocío Sagaón (Ana), están allí, por ejemplo, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis de jugadores de dominó; Leonora Carrington entre los fieles de la pequeña iglesia donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; José Luis Cuevas de jugador de billar; Emilio García Riera de experto en billar; María Luisa la China Mendoza de cabaretera; Héctor Ortega, que sí era actor, de mesero gay, amanerado y algo cómico. La pintoresca imagen de Gabo como boletero de cine, remite, quizá ineludiblemente, al rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su fracasado intento por estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (quería convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró ser el flamante “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), su biografía de Gabriel García Márquez. Pero Gabo no pudo ni siquiera acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme, puesto que su chamba “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.

Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin
durante el rodaje de La viuda de Montiel (1979)
Abel Quezada y Juan Rulfo tomado cerveza
Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo
Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964)
      Lo singular, entonces, de las memorias y episodios de Aquellos tiempos con Gabo estriba en que la voz que evoca y narra fue (y es) un entrañable amigo del más notable y popular de los escritores latinoamericanos del boom, y por ende lo que recuerda, relata y comenta le atañe hasta la médula. Los hechos y las anécdotas que Plinio Apuleyo Mendoza rememora en su libro tienen un desglose más o menos cronológico; es decir, parten del año en que Plinio y Gabo se vieron por primera vez en Bogotá (Plinio no precisa la fecha, pero pudo ser en 1947 o en 1948), y casi concluyen con el bosquejo de lo ocurrido el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, cuando Gabo recibió el Premio Nobel de Literatura. Pero la remembranza y la voz van y vienen por el tiempo y por el espacio, según el parecer del autor. 

(Alfaguara, Madrid, 1997)
Conforme a los registros que Dasso Saldívar consultó para El viaje a la semilla, Gabriel García Márquez se matriculó en el primer curso de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, ubicada en Bogotá, el “25 de febrero de 1947”, y la abandonó en el segundo curso el “9 de abril de 1948”. En 1947 o en 1948, la vez que se vieron por primera vez en un cafetín de Bogotá, Gabo tendría 20 ó 21 años y Plinio 15 ó 16, y fue cuando Luis Villar Borda, condiscípulo de García Márquez en la Facultad de Derecho, le colgó el letrero de “caso perdido”: 
 “Es un masoquista típico. Un día aparece por la universidad diciendo que tiene sífilis. Otro día habla de una tuberculosis. Se emborracha, no presenta exámenes, amanece en burdeles.
  “Villar se queda contemplando taciturno el humo del cigarrillo que acaba de encender. Su tono es el de un médico que da un diagnóstico severo, irremediable.
 “—Lástima, tiene talento. Pero es un caso absolutamente perdido.” 
Anécdota (contada antes en La llama y el hielo) que Dasso Saldívar pone en tela de juicio diciendo: “Aunque estas palabras pueden traducir una opinión generalizada entre los compañeros del entonces estudiante de Derecho Gabriel García Márquez, parecen más bien una exageración de la memoria de Plinio Mendoza puesta en boca de Villar Borda, pues, como se ve, éste debió tener en la más alta estima a quien fue, sobre todo, su compañero de lecturas literarias y aventuras periodísticas.”
Pero tal imagen vuelve a ser recordada cuando casi al concluir Aquellos tiempos con Gabo, Plinio evoca la noche de la ceremonia del Premio Nobel, “con las cámaras de televisión de 52 países fijas” en Gabriel García Márquez: “La imagen queda fija, y yo vuelvo ahora atrás, al principio, al muchacho demacrado con un vistoso traje color crema que 35 años atrás, en un café sombrío de Bogotá, sin pedirnos permiso se ha sentado a nuestra mesa. El muchacho flaco y bohemio, con una carrera de derecho abandonada, secreto devorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos un caso perdido.”
Gabriel García Márquez durante la recepción del Premio Nobel de Literatura 1982
Sin embargo, la amistad de Plinio y Gabo no empezó allí, en Bogotá, sino en París, a fines de diciembre de 1955, pues Gabriel García Márquez había llegado al Viejo Continente a mediados de julio de ese año como corresponsal en Europa de El Espectador, diario bogotano, para quedar varado en la Ciudad Luz a inicios de 1956 en medio del frío, el hambre, la pobreza y las crecientes deudas, pues el dictador Gustavo Rojas Pinilla clausuró el diario (y El Independiente, que lo sustituyó, cerró sus puertas el 15 de abril de 1956) y para Gabo no fue fácil conseguir empleo para sobrevivir después de que se le acabó el dinero del boleto de regreso que el diario le envió (entre otras cosas, “recogió botellas, revistas y periódicos viejos y los cambió por algunos francos”, cantó rancheras a dúo en un club nocturno y “llegó el día en que tuvo que pedir un franco en el metro”). No obstante, pese a las penurias y a las deudas de la rentada buhardilla en el séptimo piso del astroso Hotel de Flandre, en la Rue Cujas del Barrio Latino, Gabriel García Márquez (que a fines de 1956 dejó la estrecha buhardilla y se fue “a la Rue d’Assas, donde compartió una chambre de bonne [cuarto de criada] con Tachia Quintana”, una vasca que sobrevivía de actriz de teatro y empleada doméstica), no dejó de teclear por las noches (hasta el amanecer) en la máquina portátil roja que alguna vez Plinio le vendió por 40 dólares, y entre mediados de 1956 y enero de 1957 concluyó su segundo libro, mismo que escribió nueve veces: El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961), que muchos años después, en 1999, conocería una homónima, libre y somnífera adaptación fílmica, rodada en locaciones de Chacaltianguis, pueblo a orillas del río Papaloapan, Veracruz, con guión de Paz Alicia Garciadiego y la dirección de Arturo Ripstein. 

El joven periodista Gabriel García Márquez
      
    En el verano de 1957 los amigos viajan por Alemania Oriental y luego por la URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas), recorridos recordados en forma muy parcial y resumida por el autor, donde según éste pierden la “inocencia respecto del mundo socialista”, pese a que Gabo en el otoño de 1955 ya la había perdido al viajar por Polonia y Checoslovaquia, a lo que se añade la circunstancia de que al retornar del tal viaje por la URSS, ambos se separaron en Kiev y García Márquez vive quince días en Hungría, donde aún eran visibles los vestigios del levantamiento húngaro y de la invasión rusa de octubre de 1956. Gabo, además, daría constancia de tal experiencia en la serie de diez reportajes (“90 días en la Cortina de Hierro”) que escribió en 1957 al regresar a París; y pese a que ese mismo año se los envió a su colega Ulises (Eduardo Zalamea Borda) para que los publicara en el resurgido El Independiente, sólo los pudo dar a conocer en la revista Cromos, de Bogotá, entre julio y septiembre de 1959. 
A fines de 1957, Plinio, quien ya estaba en Caracas, Venezuela, recién nombrado jefe de redacción de la revista Momento, celebra las virtudes periodísticas de García Márquez y gracias a la locura del loco MacGregor, el dueño, éste le paga a Gabo el boleto de avión de Londres a Caracas, lo cual, sin que el par de amigos pudieran preverlo, los hizo vivir, de cerca y como periodistas, la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, ocurrida entre el primero y el 23 de enero de 1958.

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Como periodistas, primero en Caracas y luego en La Habana, en enero de 1959 los dos participan en la efervescencia que suscita la recién estrenada Revolución Cubana. Poco después, en Bogotá, con Plinio a la cabeza, a ambos les toca organizar la corresponsalía de Prensa Latina, sucursal de la agencia noticiosa de Cuba, entonces dirigida desde La Habana por el argentino Jorge Ricardo Masetti. Según se sabe y confirma el autor, su paso por Prensa Latina implica uno de los episodios más controvertidos vividos por el par, pues fueron testigos (y chivos expiatorios) de cómo la elemental ortodoxia y el ciego sectarismo de la burocracia comunista prosoviética se apoderó de Prensa Latina, lo que propició la renuncia del dúo dinámico, cuando ya Gabo, desde inicios de 1961 estaba en Nueva York como corresponsal de la agencia cubana (allí lo alcanzó Plinio), enfrentando una serie de amenazas telefónicas que incluían a su mujer Mercedes Barcha y al pequeño Rodrigo, hijo de los dos, quien había nacido en Bogotá, el 24 de agosto de 1959, apadrinado por Plinio y bautizado por Camilo Torres, el cura, amigo de Gabo desde la época en que fueron estudiantes de Derecho en 1947, año en que Luis Villar Borda y Camilo Torres le publicaron a García Márquez dos poemas en el suplemento estudiantil La Vida Universitaria, editado en el periódico La Razón; pero luego, anota Dasso Saldívar en El viaje a la semilla, Camilo Torres “abandonó el primer curso de derecho y se fue al Seminario Mayor de Bogotá”. Y en 1964 (siendo el prominente sociólogo graduado en 1958 en la Universidad de Lovaina, Bélgica, fundador de la Facultad de Sociología, en Bogotá, el año que bautizó al bebé Rodrigo) Camilo Torres se convirtió en un militante del Ejército de Liberación Nacional, lo cual lo haría morir en su papel de guerrillero durante su primer enfrentamiento con el ejército colombiano (el 15 de febrero de 1966 en Patio Cemento, Santander) cuando apenas tenía cuatro meses de empuñar las armas.
El sacerdote Camilo Torres
El guerrillero Camilo Torres
Fidel Castro y Gabriel García Márquez
           Además de las razonables críticas que hace Plinio Apuleyo Mendoza a la Revolución Cubana, al dictador Fidel Castro, a los comunistas del partido y a los pseudocomunistas antropófagos de café, tal vertiente se entronca con otro hecho ocurrido en 1971, en París, cuando Plinio, gracias a las recomendaciones de Gabo —quien vivía en Barcelona y escribía El otoño del patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975)—, recién estaba a cargo de la coordinación de la revista latinoamericana Libre (aún en gestación y que sólo duraría hasta 1973), dirigida por Juan Goytisolo y financiada la Patiño (Albina du Boisrouvray), célebre productora de cine y heredera de un imperio minero boliviano, quien además “había realizado para el Nouvel Observateur un reportaje en Bolivia con motivo de la muerte del Che Guevara” (fue ejecutado el 9 de octubre de 1967). Según Plinio, Libre, con un directorio de plumas de primer nivel en América Latina y Europa, estaba “destinada a agrupar a todos los escritores en lengua castellana”, y “daría voz a la izquierda amordazada del mundo hispano”. Pero los problemas empezaron, dice, cuando en reuniones previas Julio Cortázar anteponía reparos, como exigir “una declaración política en la que explícitamente se diera respaldo a la Revolución Cubana”. Lo cual se agudizó, escribe Plinio, cuando el célebre “caso Padilla” les estalló “en las manos como una granada antes de que apareciera el primer número de Libre, dividiendo para siempre en dos bandos a los escritores de lengua castellana”. 
Ante tal controversia que también polariza la ideología de los dos amigos, destaca el hecho de que pese a ello (y a la distancia y a ciertos legendarios y oscuros equívocos) nunca han dejado de ser los grandes cuates, y que el reconocimiento que Plinio le rinde a Gabo implica mencionar las múltiples veces en que la amistad de García Márquez con Fidel Castro y su filiación por la Revolución Cubana, le ha servido al Premio Nobel de Literatura para auxiliar y rescatar de las mazmorras cubanas a escritores y a otras personas caídas en desgracia. 

Julio Cortázar
Pero Julio Cortázar, pese a la estima que suscitaba en Plinio, más de una vez es cuestionado y no sale sin un chichón en el trazo que hace de él: “Salvo en el humor y en la cortante ironía porteña que fulguraban a veces sus palabras, Cortázar no se parecía a Horacio Oliveira, el personaje central de Rayuela. Astrológicamente Oliveira tiene toda la pinta satánica, amarga y tierna de un escorpión, mientras que Julio, ordenado, ingenuo, sensitivo, con su vida, pese a todo, puesta como una camisa bien planchada en el ropero, con una prodigiosa capacidad de acumulación de conocimientos diversos y una fina aptitud hacia la especulación intelectual era un auténtico virgo. Un virgo fascinante por el que uno tenía sin remedio mucho afecto. Pero en política, por Dios, era como un boyscout confiado y limpio, con su silbato y su bastón, internándose sin saberlo, atrevidamente, en los parajes en donde reina Maquiavelo.”

Plinio Apuleyo Mendoza hojeando su libro
Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013)
       Como el lector supondrá, muchos detalles, intríngulis, pasajes y anécdotas no están reseñados en la presente nota, como lo vivido por Plinio con Marvel Moreno, su hermosa ex esposa, ya fallecida, quien mucho antes de ser escritora, fue reina del carnaval en Barranquilla, Colombia, con la que tuvo dos hijas y con quienes vivió en “una vieja casa de piedra en un pueblo de Mallorca, Deyá, con un fantasma en el desván y un limonero en el traspatio”. Mientras Plinio y Marvel escribían, sus hijas, “muy pequeñas, iban a su escuelita a través de un paisaje de cuento de hadas hasta un torrente que bajaba rápido de la montaña y corría entre casas y jardines por la parte baja del pueblo”. 
Cabe observar, para concluir, que Aquellos tiempos con Gabo carece de una iconografía que lo hubiera hecho más atractivo y memorable.



Plinio Apuleyo Mendoza, Aquellos tiempos con Gabo. Plaza & Janés Editores. Barcelona, 2000. 224 pp. 




*********


Historias de mujeres




Entre evanescentes costillas

En Historias de mujeres, cuya primera edición en Alfaguara data de noviembre de 1995, la española Rosa Montero (Madrid, enero 5 de 1951), periodista y narradora, ha reunido una serie de esbozos biográficos o retratos de mujeres, previamente publicados por entregas en El País Semanal, revista de El País, periódico de España que circula en la Ciudad de México y en algunos puntos de la provincia mexicana, como es el caso de Xalapa, capital del estado de Veracruz. Si la revista limitó la extensión de sus escritos, en el libro fueron ampliados, pero la iconografía, rica y a color en las primeras versiones, se constriñó, en blanco y negro, a una página por texto. 

(Alfaguara, 5ª ed., Madrid, 1996)
Rosa Montero
      
       Enmarcados por un prólogo y un epílogo, Rosa Montero, con afán sintético, boceta en 15 ensayos la vida y obra de Agatha Christie, Mary Wollstonecraft, Zenobia Camprubí, Simone de Beauvoir, Lady Ottoline Morrell, Alma Mahler, María Lejárraga, Laura Riding, George Sand, Isabelle Eberhardt, Frida Kahlo, Aurora y Hildegart Rodríguez, Margaret Mead, Camille Claudel, y las hermanas Brontë. Si en todas estas historias se da por supuesto que hay un trasfondo de documentada investigación (de ahí la bibliografía al pie de cada texto, entre los párrafos e incluso al pie del prólogo), también es cierto que a través de los sesgos subjetivos de la autora sus bocetos se leen como cuentos, sin duda aderezados con buenas dosis de leyenda, chisme y mitificación, pero sobre todo por su amenidad para matizar y narrar. Por ejemplo, de Margaret Mead (1901-1978), controvertida antropóloga que revolucionó su especialidad, dice: “Desde que en 1960 se rompiera una pierna, Margaret llevaba siempre consigo una larga horquilla de castaño. Viéndola en las fotos de esa época, redonda y pigmea hasta lo inverosímil y blandiendo su primitiva vara, la antropóloga parece un personaje de cuento de hadas: un gnomo, una bruja gruñona pero bondadosa, una hechicera arcaica. Una criatura no del todo humana, en cualquier caso, a medio camino entre el chiste y la leyenda.” De María Lejárraga (1874-1974), otro ejemplo, que fue la fiel y cornuda esposa de un famoso dramaturgo español de principios del siglo XX y a quien ella le escribía los libretos, ensayos y artículos que él firmaba y explotaba, apunta: “A los veintitrés años se echó su primero y último novio: Gregorio Martínez Sierra, el hijo de un vecino, un renacuajo de diecisiete años raquítico y tuberculoso (cinco de sus hermanos murieron del bacilo), un chico feísimo, él sí, cabezón, sin barbilla, las orejas desparramadas y todo el aspecto de un ratón. Pero le gustaba el teatro, y escribir poemas, y la literatura.”

Margaret Mead
María Lejárraga
     
        Pero también Rosa Montero, de manera intextricable, vierte una serie de datos y reflexiones de índole feminista (antifalocéntricas, pero no androfóbicas), un conjunto de bosquejos históricos y reivindicatorios de la situación y del papel de la mujer a través del tiempo y de la historia, a lo que se añade una serie de personales puntualizaciones que dan indicios de sus perspectivas e idiosincrasia. Por ejemplo, en un momento dice: “¿Quién podría hoy creer, en su sano juicio, que la literatura sirva para salvar el mundo, o siquiera que el mundo pueda ser susceptible de ser salvado de ningún modo?” O en otro: “el amor, en cualquier caso, consiste en cegarse ante el engaño y en ver al otro no como en realidad es, sino como dice ser, en su representación (igual que una actriz, igual que un actor) del papel que le adjudican nuestros deseos.” Esto ocurre en el prólogo y en el epílogo, en los textos donde habla de mujeres destacadas capaces de ser ellas mismas y contra viento y marea, como son los polémicos y legendarios casos de Agatha Christie, Simone de Beauvoir, George Sand, Margaret Mead, Frida Kahlo y Mary Wollstonecraft. 

Agatha Christie
Simone de Beauvoir
George Sand
Frida Kahlo
Foto: Manuel Álvarez Bravo
Mary Wollstonecraft
Isabelle Eberhardt
Zenobia Campubrí
Zenobia Campubrí y Juan Ramón Jiménez
Laura Riding
Camille Claudell
Lady Ottoline Morrell
Emily Brontë
Las hermanas Brontë
Alma Mahler
  
    Y desde luego, en los casos de las singulares mujeres cuyos destinos resultaron truncos, dolorosos y trágicos; tal es caso de la citada María Lejárraga; el de Isabelle Eberhardt (1877-1904), políglota de ascendencia rusa, incipiente escritora, musulmana conversa en busca de su fanático martirio, de equívocas y oscuras actividades en el norte de África, muerta en la miseria y con el cuerpo roído por la sífilis y el paludismo; el de Zenobia Camprubí (1887-1956), la mujer y musa de Juan Ramón Jiménez (1881-1958), capaz de anularse a sí misma con tal de cumplir con las manías, caprichos y mezquindades de su dueño y señor; el de Frida Kahlo (1907-1954), sorprendida en 1918 por “un golpe en el pie derecho que le causa una atrofia ligera” y por la polio que la arroja a la cama durante nueve meses, y más tarde por el legendario accidente de 1925 y su larga, torturante y complicada secuela; el de Mary Wollstonecraft (1759-1797), narradora, demócrata, liberal y feminista enfrentada a las discriminaciones y miserias antepuestas por los atavismos sociales y machistas de su tiempo, quien antes de morir dio a luz a Mary Shelley (1797-1851), la famosa autora de Frankenstein (1816); el de Hidelgart Rodríguez (1915-1933), niña prodigio educada y asesinada de tres balazos por Aurora (1880-1955), su megalomaniaca y posesiva madre, cuyo patético declive, en la cárcel y en el manicomio (donde estuvo entre 1935 hasta su muerte), la autora también bosqueja; el de Laura Riding (1901-1991), cuyo delirio de bruja y sibila sedujo y arrastró a una cohorte de diocesillos bajunos (“escritores, pintores, fotógrafos”), entre ellos Robert Graves (1895-1985), quien le sirvió de perro y fiel lacayo en la legendaria casita de Deyá, en la isla de Mallorca (“le llevaba todos los días el desayuno a la cama, le liaba los cigarrillos, le hacía los recados, la inundaba de regalos”), pero a la que no obstante le dedicó La Diosa Blanca (1948), dizque inspirado en ella, diciendo en el epílogo: “Ningún poeta adquiere conciencia de la Musa sino por medio de su experiencia con una mujer en la que la Diosa reside hasta cierto punto”; el de Camille Claudel (1864-1943), hermana de Paul Claudel (1868-1955), siempre a la sombra de Auguste Rodin (1840-1917), confinada a la pobreza, a la pérdida y dispersión de su obra escultórica, a la falta de reconocimiento, al olvido y al manicomio durante 30 años, donde murió; el de Lady Ottoline Morrell (1873-1937), anacrónica y dieciochesca mecenas cercana no sólo al grupo de Bloomsbury, mal entendida y despreciada por sus agraciados y coterráneos, pese a la devoción de Bertrand Russell (“fue fundamental para la vida y obra del premio Nobel”), quien terminó solitaria, con su fortuna extinguida, y el rostro desfigurado tras una torpe operación de un cáncer en la cara que le descubrieron a los 55 años; el de Emily Brontë (1817-1848) y su novela Cumbres borrascosas (1847), destinada, por los siglos de los siglos, a atrer mil y un lectores de todos los calibres e idiomas, y por extensión a la lectura y relectura de la vida, obra y avatares de los miembros de su familia; el de Alma Mahler (1879-1964), que se negó por siempre jamás como pianista y compositora ante las obtusas exigencias de Gustav Mahler (1860-1911), su marido durante una década (de 1901 hasta la muerte de éste): “...¿Cómo te imaginas la vida matrimonial de un hombre y una mujer que son los dos compositores?”, le pregunta Gustav Mahler en el fragmentario fragmento de una carta de antología que contiene una serie de risibles y obsolescentes “razones” que Rosa Montero, con exultante espíritu crítico y deportivo, discute y combate una y otra vez a lo largo del libro: “¿Tienes alguna idea de lo ridícula y, con el tiempo, lo degradante que llegaría a ser inevitablemente para nosotros dos una relación tan competitiva como ésa? ¿Qué va a ocurrir si, justo cuando te llega la inspiración, te ves obligada a atender la casa o cualquier quehacer que se presentara, dado que, como tú has escrito, quisieras evitarme las menudencias de la vida cotidiana? ¿Significaría la destrucción de tu vida [...] si tuvieras que renunciar a tu música por completo a cambio de poseerme y de ser mía? [...] Tú no debes tener más que una sola profesión: la de hacerme feliz. Tienes que renunciar a todo eso que es superficial (todo lo que concierne a tu personalidad y tu trabajo). Debes entregarte a mí sin condiciones, debes someter tu vida futura en todos sus detalles a mis deseos y necesidades, y no debes desear nada más que mi amor.”

Rosa Montero


Rosa Montero, Historias de mujeres. Iconografía en blanco y negro. Extra Alfaguara. 5ª edición. Madrid, abril de 1996. 248 pp.