lunes, 3 de junio de 2024

La metamorfosis y otros relatos

El zumbido de la mosca en la rama engomada

                                            Para Aris y Sophie la cantora



I de IV
En el inconsciente colectivo del disperso ámbito del idioma español es consabido e indeleble el eufónico retintín del íncipit de Don Quijote (1515): “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.” (Crítica, 2001). Y lo mismo sucede con Pedro Páramo (1955): “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Y con Cien años de soledad (1967): “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Si la prosa es la poesía que la poesía no es (Pasolini dixit), algo semejante tiene que ser en alemán el íncipit de “La transformación” (1915), el relato más celebérrimo de Franz Kafka (Praga, julio 3 de 1883-junio 3 de 1924), leído y popularizado en los oscuros y subterráneos túneles y luminosos recovecos de la aldea global del español con el título “La metamorfosis”. No obstante, en la lengua de Cervantes cunden hasta la saciedad las mil y una variaciones. Por ejemplo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.” (Losada, 1943). “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.” (Cátedra, 1985). “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2003). “Una mañana, cuando Gregor Samsa despertó, después de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformado en un monstruoso insecto.” (Navona, 2009). “Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” (Libros del Zorro Rojo, 2009). “Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Austral, 2010). “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana de unos sueños intranquilos, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Cátedra, 2011). “Cuando una mañana Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto.” (Astiberri, 2011). “Cuando Gregor Samsa una mañana despertó de sueños inquietos, se encontró en su cama transformado en un bicho monstruoso.” (Atalanta, 2016). “Cuando una mañana se despertó de un sueño agitado, Gregor Samsa se encontró en su cama transformado en un espantoso insecto.” (Alma Clásicos Ilustrados, 2018).
Alma Clásicos Ilustrados
(Barcelona, 2018)
       Esta última versión, publicada por Editorial Alma, se debe a un tal R. Kruger y figura en el título La metamorfosis y otros relatos (homónimo del citado libro impreso por Ediciones Cátedra en 1985 con el número 37 de la serie Letras Universales), con espléndidas ilustraciones y viñetas del artista argentino Santiago Caruso, listón separador, preciositas guardas, pastas duras y en relieve la tipografía central de la tapa (que parece articulada a mano con las numerosas patas de un insecto). Dado que en la página legal se enumeran sin fechas los “Títulos originales” en alemán (Die Verwandlung, Das Urteil y Brief an den Vater), se infiere que Kruger tradujo del idioma de Goethe los tres textos que conforman el libro de 144 páginas: “La metamorfosis”, “La condena” y “Carta al padre”. Y curiosamente se lee en la página 3: “Edición revisada y actualizada”; lo cual, además de ser un falaz eslogan de mercadotecnia (quizá los sedientos e insaciables lectores caigan y queden atrapados como moscas panzudas y zumbonas), implica las arbitrariedades que se aprecian en la edición y en la traducción. 

Por ejemplo, las ediciones críticas y anotadas de Cátedra (2011) y GG/CL (2003), cuya principal prerrogativa es ser los más fiel a las fuentes originales en alemán, argumentan que el título más certero (ideado por Kafka) para “La metamorfosis” es “La transformación”. Y por lo que se observa en las páginas interiores se ve que Kafka dividió tal relato en tres partes (figuran numeradas con romanos). No obstante, en el libro publicado por Editorial Alma se prescindió de tal división, que no es gratuita, puesto que el término de las dos primeras partes está signado por la violencia con que el padre acosa y ataca a su hijo Gregor Samsa (el monstruoso “escarabajo pelotero”) para recluirlo en su carcelaria recámara (paulatinamente convertida en una mugrosa y pestilente pocilga y en un polvoriento cuartucho repleto de tiliches y trebejos en desuso).  
   Vale apuntar, entonces, que la primera parte concluye cuando el padre, que ha hostigado a Gregor tronando bufidos (o silbidos) y blandiendo hacia él “un grueso periódico” y el bastón del “jefe de personal” (quien huyó despavorido del departamento dejando su abrigo, su sombrero y el bastón), le da un fuerte golpe que lo introduce “hasta el medio del cuarto”, donde queda herido e inconsciente. Es decir, según se lee en la página 28: el lento y torpe “Gregor, sin reparar en medios, se comprimió en el marco de la puerta [una hoja estaba abierta y la otra cerrada]. Se levantó de medio cuerpo. Quedó cruzado en el umbral, con el costado totalmente comprimido. En la pintura de la puerta se formaron unas manchas repugnantes. Se quedó allí atrancado, sin posibilidades de efectuar ningún movimiento. Las patitas de uno de los lados oscilaban en el aire y las del otro estaban penosamente apretujadas contra el suelo... En esa postura el padre le propinó un golpe contundente y liberador, que lo impulsó hasta el medio del cuarto, sangrando abundantemente. Después cerró la puerta con el bastón y todo pareció tornar a la calma.” 
   
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 26-27)
       Mientras que la segunda parte del relato concluye de manera muy dramática, cuando el padre, recién llegado de su empleo embutido en su flamante (pero astroso) uniforme de ordenanza bancario, después de corretearlo en torno a la mesa del comedor, lo empieza a atacar lanzándole las manzanas del frutero y por ende una manzana le da en el caparazón y de nuevo lo deja herido e inconsciente (herida que se suma a la que unos minutos antes le causó su hermana Grete, pues al quebrar accidentalmente un frasco “una esquirla se clavó en la cara de Gregor, chorreándole un líquido cáustico”). 
     Ese dramático noqueo que corresponde al fin de la segunda parte del relato se lee así en la página 52 de Editorial Alama:
    “De repente, algo certeramente disparado cayó y rodó junto a él. Era una manzana, a la que no tardó en seguir otra cosa. Se detuvo asustado, sin hacer el menor movimiento. De nada servía seguir huyendo, pues el padre había apelado a aquellos proyectiles. Se había provisto con el contenido del frutero que estaba en el aparador, y disparaba manzana tras manzana, aunque afortunadamente por ahora sin hacer blanco.
   “Al fin, una le acertó de lleno. Intentó escapar, como si aquel insoportable dolor pudiese aliviarse al mudar de lugar, pero sintió que le clavaban al lugar en que se encontraba, y cayó allí despatarrado, sin noción ninguna de lo que pasaba a su alrededor.
  “Su última mirada le sirvió para ver que se abría bruscamente la puerta de su habitación y aparecía su madre en camisón —Grete la había desvestido para hacerla volver en sí—, seguida por la hermana que gritaba, lanzándose hacia el padre y perdiendo en la carrera varias prendas interiores, para después de enredare en éstas caer en los brazos del padre, apretándose fuertemente a él.
  “Y con la vista ya desvanecida, sintió por último que la madre, con las manos cruzadas en la nuca del padre, le imploraba que perdonase la vida del hijo.”
   
Ilustración de Santiago Caruso
(p. 53)
        Mientras que tal episodio se lee de un modo más claro y detallado entre las páginas 122 y 123 del tomo III de GG/CL: “[...] en ese preciso instante, algo lanzado sin fuerza pasó volando a su lado, cayó a tierra y rodó delante de él. Era una manzana, a la que al momento siguió una segunda. Gregor se quedó paralizado por el miedo; seguir corriendo era inútil, pues el padre había decidido bombardearlo. Con el contenido del frutero que había sobre el aparador se había llenado los bolsillos y empezó a lanzar manzana tras manzana, si afinar mucho, de momento, la puntería. Aquellas manzanas pequeñas, rojas, rodaban por el suelo como electrizadas y chocaban unas con otras. Una de ellas, arrojada débilmente, cayó sobre la espalda de Gregor, pero se deslizó por ella sin hacerle daño. En cambio, otra que la siguió de inmediato se le incrustó; Gregor quiso arrastrarse un poco más, como si el increíble e inesperado dolor pudiera desaparecer cambiando de lugar, pero se sintió como clavado en el sitio y se estiró, presa de una confusión total. Aún alcanzó a ver, con una última mirada, cómo la puerta de su habitación se abría violentamente y por ella, precediendo a la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, pues la hermana la había desvestido para que pudiera respirar en su desmayo más libremente, y vio también cómo la madre corría hacia el padre y en el camino se le iban resbalando una tras otra las enaguas desatadas, y cómo, tropezando con ellas, se abalanzaba hacia el padre, y abrazándolo, estrechamente unida a él —ya aquí la vista le falló a Gregor—, le suplicaba, con las manos pegadas a la nuca del padre, que le perdonase la vida a Gregor.” 
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores
(Barcelona, 1999)
    Y más aún. En la misma página 52 de Editorial Alma, precisamente al inicio del párrafo que corresponde al principio de la tercera parte del relato, se lee: “Aquella dolorosa herida tardó un mes en curar —no se atrevió nadie a quitarle la manzana, quedó incrustada en su cuerpo, como testimonio indudable de los acontecimientos”. Y allí permanece incrustada hasta que unos meses después, ya casi sin alimentarse, se avecina “su último aliento” encerrado bajo llave en su sucio cuartucho repleto de cachivaches y tiliches. “Incluso [los tres inquilinos] habían trasladado al piso parte de su mobiliario, lo que convertía innecesarias muchas cosas, imposibles de vender, pero que no se querían tirar. Y todo esto iba a dar al cuarto de Gregor, y también ceniceros y el cajón de la basura. Todo aquello que momentáneamente parecía no tener ninguna utilidad, sin vacilar demasiado, la asistenta [vieja] lo tiraba al cuarto de Gregor”; “[...] debido a la suciedad en que vivía, el menor movimiento que hacía levantaba nubes de polvo a su alrededor, e incluso él estaba cubierto de polvo y acarreaba en la espalda y en los costados hilachas, pelusas y restos de comida.” Se lee en las páginas 61 y 63 de Editorial Alma. Y luego en la 73: “Casi no le molestaba ya la manzana podrida que llevaba incrustada en su caparazón y la inflamación rodeada de blanco polvo. Pensaba en los suyos con ternura y emoción. Estaba más decidido que su hermana a su desaparición. Y este estado de serena reflexión y apatía se mantuvo hasta oír dar las tres de la mañana en el reloj de la iglesia. Aún pudo vivir hasta el comienzo del alba, que clareaba tras los cristales. Después, a pesar suyo, su cabeza se hundió del todo y su hocico despidió su último aliento.”
Letras Universales núm. 439
Ediciones Cátedra, 4ª edición

Madrid, 2002
           Pero en el corpus de “La metamorfosis” traducida por R. Kruger también se observan controvertidas nimiedades que no se limitan al vocabulario, al sentido, a la sintaxis y a la puntuación. Por ejemplo, en la página 35 se lee: “Desde el primer día [de la transformación de Gregor Samsa] el padre informó a la familia de la situación real de la economía familiar y las posibilidades que les deparaba el porvenir. Con alguna frecuencia se levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja fuerte [...]” Aquí el frijol en la sopa de letras radica en que Kruger extirpó el nombre de la marca de esa “pequeña caja fuerte”: “Wertheim”, sobre la cual, en la página 254 de la susodicha edición crítica de Cátedra se lee en una nota: “Empresa alemana dedicada a la fabricación de cajas registradoras y de caudales; en la tienda de los Kafka había una de ellas. Hoy estas máquinas, así como las de escribir, son objetos de colección.” Mientras que en la página 1000 de la edición anotada en el tomo III de GG/CL se lee: “Marca de unas cajas de caudales muy habituales en el territorio imperial de aquellos años, de tamaño vario; las había, por ejemplo, grandes, de color marrón oscuro, habitualmente dispuestas detrás del mostrador donde se colocaba la caja registradora en tiendas y negocios como el que poseía el padre de Kafka en Praga; de menor tamaño, las solían tener en sus casas los comerciantes y hombres de negocios.” Como es el caso del padre de Gregor Samsa, pese a que al inicio de la metamorfosis de éste ya hace cinco años que quebró su negocio y se endeudó con el empresario y empleador de su hijo, cuyo puesto era el de viajante de comercio de telas. Empleo y boyantes ingresos con que Gregor Samsa sostenía a su familia (además de cubrir el paulatino pago de la deuda paterna y la renta del oneroso piso 
en la tranquila pero céntrica Charlottenstrasse —nombre de la calle también mochado por Kruger en la página 37): padre y madre, más la cocinera y su querida hermana Grete, de 17 años y aficionada al violín, a quien amorosamente pensaba inscribir en el conservatorio el año entrante, tras darle la noticia a la familia la noche de Navidad. Cuya notoria y trascendente falta, debido a la transformación de Gregor en el monstruoso y repelente insecto, merma y trastoca con celeridad la vida íntima y doméstica de la católica familia: el padre, que estaba en retiro y con secretos ahorros en su caja Wertheim, se ve obligado a emplearse de uniformado ordenanza en un banco; la madre, pese al asma que padece, a coser en casa “ropa blanca de calidad para una tienda”; y Grete a trabajar de dependienta y a estudiar “por la noche taquigrafía y francés, con el deseo de mejorar de empleo”. Pero además de cavilar sobre “la dificultad para dejar aquel piso, excesivamente oneroso en las circunstancias que atravesaban”, los Samsa tienen “que recurrir a la venta de algunas alhajas de la familia, que antaño habían exhibido felices la madre y la hermana en reuniones y fiestas”. Parece razonable, entonces, que Kruger traduzca en la página 56: “Tuvieron que apurar hasta el final la hez del cáliz que la vida exige a los desdichados.” (Arbitrario y escatológico trago y enunciado si se compara con las límpidas e idénticas traducciones de Cátedra y GG/CL: “Todo cuanto el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos con creces”; páginas 270 y 125, respectivamente.) Incluso llegan a rentar una habitación a los tres inquilinos de largas barbas, cuya similar tipología (de índole judía, se infiere), parlamentos y movimientos escenográficos y coreográficos hacen pensar en un posible influjo teatral del actor Jizchak Löwy y su compañía de teatro yidis, con quienes Franz Kafka convivió en Praga durante varios meses de 1911 y principios de 1912. (Según se lee en la página 990 del tomo III de las Obras Completas editadas por GG/CL, “Franz Kafka escribió La transformación entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912.”)  
     
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 68-69)
        Amistad y convivencia que el cáustico, prejuicioso y autoritario padre de Kafka desaprobó y cuestionó. Amargo intríngulis que Kafka, brevemente, le echa en cara en su recriminatoria y patética “Carta al padre”. En el presente libro de Editorial Alma ese pasaje se lee así en la página 102: “[...] Bastaba con que yo demostrase algún interés por una persona —cosa que, por mi forma de ser, no ocurría con frecuencia— para que tú, con ninguna consideración a mi sentimiento ni respeto por mi opinión, te manifestaras inmediatamente con insultos, calumnias, humillaciones. Personas inocentes e ingenuas, como por ejemplo el actor Löwy, fueron víctimas. Sin conocerlo, lo comparaste de un modo horrible, que ya he olvidado, con una sabandija. ¡Con cuánta frecuencia, para aludir a personas que apreciaba, mencionabas automáticamente el refrán de los perros y las pulgas! [
Quien con perros se acuesta, con pulgas se levanta.] Recuerdo especialmente al actor, porque anoté tus juicios sobre él con la siguiente nota: ‘Así habla mi padre de mi amigo (a quien desconoce), por el solo hecho de ser mi amigo. Siempre se lo podré recriminar cuando me reproche falta de amor y gratitud filiales’. Nunca he podido entender tu absoluta insensibilidad ante el dolor y la vergüenza que podías causarme con tus palabras y tus juicios. Era como si no fueras consciente de tu poder [...]”
Jizachk Löwy
          Y en la nota correspondiente que se lee en la página 102 de su versión de “Carta al padre”, Kruger apunta sobre Löwy: “Componente de una compañía de teatro de judíos polacos, que recorría Europa central representado obras en yiddish. La relación con este actor y con la compañía en general fue de especial importancia en la vida de Kafka. Por medio de él conoció el judaísmo oriental, pietista y sionista.” 

Además de lo que Klaus Wagenbach bosqueja en su biografía en torno a la mínima y escasa cultura judía de Kafka y al vínculo amistoso de éste y Löwy, compilada en el tomo I de las Obras Completas de Kafka editado en 1999 por GG/CL, en la página 867 del tomo II de éstas se lee una nota sobre esa Compañía de teatro judía: “Una compañía de teatro yídish, de Lemberg, visitó Praga entre el 24 de septiembre de 1911 y el 21 de enero de 1912. Se alojó primero en el hotel Central, en la Hybernergasse, y luego en el café Savoy, en la Ziegenplatz, donde también actuaba. A este segundo lugar acudió Kafka en diversas ocasiones, y allí conoció, además de los actores citados en esta y siguientes entradas, a Jizchak Löwy, con quien trabó una estrecha y larga amistad, origen de la bien conocida influencia del teatro yídish en la obra de Kafka, así como del interés del autor por la lengua y la cultura judías centroeuropeas (véase al respecto el libro de Evelyn Torton Beck, Kafka and the Yiddish Theater. Its Impact on his Work).” 
     Otra minucia de Kruger, más polémica, se lee en la página 43 en torno a la segunda cocinera de la familia Samsa (la primera, de nombre Ana —con doble ene en Cátedra y en GG/CL—, rogó de rodillas su despido debido a la presencia del enorme y horrorosísimo insecto cautivo en su cuarto): “Tampoco [Grete, la hermana de Gregor,] podía apelar a la sirvienta, pues ésta, una buena mujer que rondaba los sesenta, pese a que había mostrado gran valor después de que se despidiera [sic] su antecesora, había pedido como condición indispensable poder tener siempre cerrada la puerta de la cocina y abrirla solamente cuando fuese requerida.” Aquí el salatarín frijol en la sopa de letras radica en que esa segunda sirvienta no es una anciana sino una muchachita, según se lee en la página 115 del tomo III de GG/CL: “[...] la criada seguro no la habría ayudado, pues aunque esa chiquilla de dieciséis años venía resistiendo valientemente desde que despidieron a la cocinera anterior, había pedido como favor especial que le permitiesen mantener siempre cerrada la puerta de la cocina y abrirla tan solo si oía una llamada concreta.” Mientras que en la página 260 del libro de Cátedra ese pasaje se lee así: “[...] la criada no la hubiera ayudado con toda seguridad, pues aquella chica de unos dieciséis años resistía con verdadero valor desde que despidieron a la cocinera anterior, pero había pedido como favor especial que la dejaran mantener cerrada la puerta de la cocina y abrirla solamente al oír una determinada llamada.” 
     
Gregor Samsa
Dibujo del profesor  Nabokov
         En fin, entre otras pequeñeces, vale mencionar y subrayar lo que concierne a la nomenclatura fantástica del insecto Gregor Samsa (que posee el tamaño de un perro, inteligencia, torpeza y atavismos de humano, un frágil y convexo caparazón, cabeza y antenas, mandíbulas sin dientes, y numerosas patitas en constante movimiento involuntario cuando yace panzarriba y que dejan una baba viscosa cuando se desplaza por las paredes y el techo), misma que vocifera la tercera y última sirvienta, ésta sí una vieja (y que a la postre es quien lo encuentra muerto una mañana de marzo y da a la católica y persignada familia la fúnebre y liberadora noticia): “una mujerona huesuda, con un halo de cabellos blancos alrededor de la cabeza, que acudía una hora por la mañana y otra por la tarde”, se lee en la página 45. Mujer ruda y hosca que no le teme al monstruoso insecto y por ende se entromete en su cuarto, lo hojea, lo azuza, lo enfrenta y a voces lo apostrofa, quizá con el cariño que se le endilga a un gato tuerto o a un horripilante perro sarnoso, según se lee en la página 59: “¡Ven aquí, pedazo de bicho! ¡Menudo pedazo de bicho éste!” Mientras que en la página 128 del tomo III de GG/CL le grita: “¡Ven aquí, viejo escarabajo! o: ¡Caramba con el viejo escarabajo estercolero!” Versión que casi coincide con la versión de Cátedra: “¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero! o ¡Vaya con el viejo escarabajo pelotero!”, se lee en la página 272. Lo cual corresponde al vocablo alemán usado por Kafka (con “un ritmo fluido y maravilloso en la sucesión de las frases”), pues según reporta el profesor Nabokov en su célebre cátedra sobre “La metamorfosis”: “En el texto original alemán la vieja asistenta le llama Mistkäfer, ‘escarabajo pelotero’.” No obstante, vale observarlo, Gregor Samsa, quien convertido en el monstruoso insecto repele la alimentación humana, no resulta coprófago, sino saprófago, y por ende rechaza la leche (su otrora “bebida favorita”) y el olor de los “alimentos frescos” que su hermana Grete le lleva al carcelario cuarto, y se deleita con las “legumbres ya pasadas, a punto de descomponerse”, y chupando, con lágrimas de placer, el “mohoso trozo de queso, que dos días antes Gregor consideraba indigesto”.

II de IV
Vale apuntar que en la página 989 del tomo III de GG/CL se bosqueja con vaguedad en torno al divulgado y arraigado título en español “La metamorfosis” —incluso en francés: La Métamorphose (traducción de Alexandre Vialatte, 1928), en italiano: La metamorfosi (traducción de R. Paoli, 1934), e inglés: la británica: Metamorphosis (traducción de Eugene Jolas, 1936) y la norteamericana: The Metamorphosis (traducción de A.L. Lloyd, 1937)—, catalogada, en “la Bibliografía de Maria Luise Caputo y Julius Michael Herz” (ver la ficha bibliográfica en la p. 995 del tomo III), como “la primera traducción universal del cuento de Kafka”. No obstante, se lee, “Lo más curioso e inexplicable del caso es que la primera traducción al inglés del cuento de Kafka, a cargo de [los esposos] Willa y Edwin Muir, se editó, junto con En la colonia penitenciaria, bajo el título The Transformation (1933; no reseñada por Caputo y Herz en su Bibliografía), título que luego desapareció en favor de la voz de origen griego.” Según se apunta allí, con el título “La metamorfosis” el relato de Kafka en alemán, Die Verwandlung, apareció por primera vez en español, en 1925, “en los números 24 y 25 de la Revista de Occidente”, dirigida por José Ortega y Gasset. La traducción fue anónima y se infiere que la pudo hacer el mismo José Ortega y Gasset “o el secretario de redacción, por entonces Fernando Vela, ambos buenos conocedores de la lengua alemana”. 
   
La pajarita de papel núm. 1
Editorial Losada
(Buenos Aires, 1938)
          Según se lee, esa traducción anónima fue incorporada al libro La metamorfosis, publicado por “la editorial Losada, Buenos Aires, 1938”, en el que Jorge Luis Borges colaboró. 
Pero lo que no se precisa allí es que Borges figuró como autor de la Traducción y Prólogo; y así permaneció en las sucesivas reediciones de Losada (se infiere que con la anuencia de Borges o con su patente caso omiso). Es decir, a partir de esa edición (capitalizada por Losada) empezó a circular un equívoco que tampoco se bosqueja en el tomo III de GG/CL, pues a la luz pública se daba por sentado que Borges había traducido “La metamorfosis” y optado por ese título. Así lo creyeron muchos novatos, entre ellos el joven Gabriel García Márquez, pésimo estudiante de derecho en Bogotá (un caso perdido), que descubrió a Kafka a mediados de agosto de 1947 (y las mil y una posibilidades narrativas) al leer un ejemplar de esa legendaria edición de Losada, número 1 de la colección La pajarita de papel, creyendo que Borges era el traductor. Y lo mismo sucedió con cientos de anónimos y dispersos lectores de la recalentada aldea global que leyeron ese prólogo de Borges en las ediciones de Losada o compilado en su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (Buenos Aires, Torres Agüero, 1975), luego reunido (con la anuencia de María Kodama) en el póstumo volumen IV de sus Obras Completas (Barcelona, Emecé, 1999), pues en la ficha bibliográfica del celebérrimo prefacio se acredita a Borges como autor de la “Traducción y prólogo” (y así se relee en la reedición argentina de 2005 “al cuidado de Sara Luisa del Carril”). Nicolás Helft, por su parte, en la página 52 de su Jorge Luis Borges: bibliografía completa (Buenos Aires, FCE, 1997), en la ficha bibliográfica correspondiente a esa edición de Losada impresa en 1938, matiza (para las huestes de crédulos e incautos que zumbaron y papalotearon en torno a la rama engomada) con una breve nota aclaratoria: “Borges figura como traductor del libro, pero los textos ‘La metamorfosis’, ‘Un artista del hambre’ y ‘Un artista del trapecio’ no fueron traducidos por él. Reimpreso con el mismo prólogo por la misma editorial en la colección Clásica y contemporánea. Hay varias reediciones.” 
     
Colección Biblioteca Clásica y Contemporánea núm. 118
Editorial Losada, 8ª edición
Buenos Aires, dicembre 10 de 1970
             Es decir, si bien al parecer se ignora quién tradujo “La metamorfosis”, “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, Borges tradujo del alemán los restantes cuentos que conformaron ese legendario libro antológico editado por Losada en 1938 por primera vez: “La edificación de la muralla china”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
   
Antología de la literatura fantástica, p. 224-225
Colección Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
        A tal conjunto, el 24 de diciembre de 1940 —según el colofón de la Antología de la literatura fantástica editada en Buenos Aires por Editorial Sudamericana con el número 1 de la Colección Laberinto— se sumó 
“Ante la Ley” (que el 27 de mayo de 1938 había aparecido, con ligeras variantes, en la sección Libros y autores extranjeros de la revista de señoras El Hogar y “Josefina la cantora o El pueblo de los ratones”, pues si bien no se acredita al traductor, Borges, ante los aún recién casados Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (se casaron el “15 de agosto de 1940” y Borges fue uno de los testigos de la boda), era el erudito y políglota espíritu tutelar y fehaciente que desde su adolescencia y juventud en Europa leía y traducía el idioma de Gustav Meyrink (la leyenda reza que en Ginebra a sí mismo se enseñó alemán con auxilio de un diccionario alemán-inglés y el Intermezzo lírico de Heinrich Heine; y que el primer libro que descifró en ese idioma fue Der Golem, la onírica e intrincada novela de Meyrink publicada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff); e incluso lúdico, pues una versión de su cuento “Historia de los dos que soñaron” figura en la Antología de 1940 atribuida al orientalista alemán “Gustavo Weil”.

     
El libro de bolsillo núm. 4
Alianza Editorial, 1
8ª edición
(Madrid, 1984)
             Vale añadir que las susodichas traducciones anónimas de La metamorfosis”, “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, en 1966, en Madrid, fueron publicadas por Alianza Editorial, también de manera anónima —y sin mencionar la edición príncipe de Losada—, con el título La metamorfosis, número 4 de la serie El libro de bolsillo, sucesivamente reeditado. Anónima y canónica traducción de 
“La metamorfosis” compilada, incluso, en el homónimo libro editado en 1996 ex profeso para la celebratoria serie: Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial, que además de pastas duras, listón separador y sobrecubierta, incluyó un “Prólogo” de Fernando Savater; un “Apéndice” integrado por la “Carta al padre
 de Kafka (traducida por Feliu Formosa y sin notas) y la “Carta de su padre”, originalmente escrita en inglés por Nadine Gordimer y reunida en su libro de cuentos: Something out there (1984), traducido al español por Alicia Bleiberg con el título Hay algo ahí afuera (Alianza, 1987); más un espléndido “Álbum” en separata (por su numeración propia), armado a cuatro manos por Javier Setó y Alberto Manguel, que comprende cronología e iconografía (a veces no muy legible) sobre la vida y obra de Kafka.
          
Biblioteca conmemorativa del 30 aniversario de Alianza Editorial
(Madrid, noviembre 15 de 1996)

             Por ende, el consabido íncipit de la llevada y traída “La metamorfosis” sigue canturreando, desde 1925, a quien quiera oírlo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.” Pesadilla que parece cumplir al pie de la letra la especie de declaración de principios literarios del joven Kafka, transcrita de una carta que le envió, en 1904, a su amigo Oskar Pollak, según se lee en la página 19 del susodicho “Álbum”: “[...] Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos un libro? [...] Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente, como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar heleado que llevamos dentro.” (Cursivas del reseñista.) (Carta que se puede leer completa, traducida por Adan Kovacsics, en las páginas 30 y 31 del tomo IV de las Obras Completas de Kafka editadas por GG en 2018.)
   
Galaxia Gutenberg
(Barcelona, 2018)

       Pesadillesca narración, sin duda, cuya simiente Klaus Wagenbach refiere entre las página 77 y 78 de su biografía de Kafka editada en 1970 por Alianza, con traducción de Francisco Latorre: 
   “[...] El motivo de La metamorfosis, el famoso relato de Kafka [escrito en 1912], hélo aquí, expuesto ya cinco años antes:  
   “[...] Me parece que cuando estoy echado en la cama tengo la forma de un gran coleóptero, de un ciervo volante o de un escarabajo.
 
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 10-11)
       “De un escarabajo de gran tamaño, eso es. Hago como si se tratase de un sueño hibernal y aprieto mis piernecillas contra el cuerpo tripudo. Y cuchicheo unas palabras. Son órdenes que dirijo a mi triste cuerpo, que está a mi lado, inclinado. Pronto termino; él hace una reverencia, se escabulle para llevarlo todo a cabo con la mayor perfección y, mientras tanto, yo reposo.”
   Fragmento transcrito por Wagenbach de “Preparativos para una boda en el campo y otros fragmentos en prosa de las obras póstumas” de Kafka, citado, con la misma traducción de Francisco Latorre, entre las páginas 33 y 35 del susodicho “Álbum”. (Texto originalmente fragmentario e inconcluso, cuyas tres versiones en ciernes se leen, con traducción de Juan José del Solar, en el tomo III de las Obras Completas de Kafka editas por GG/CL.)
 
La Biblioteca de Babel núm. 6
Ediciones Librería de La Ciudad/Franco Maria Ricci
Buenos Aires, diciembre 31 de 1979
          Pero para desasosiego y desconcierto del kafkiano y subterráneo lector, esas presuntas traducciones anónimas de “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio” editadas por Losada en 1938 por primera vez, figuran, atribuidas a Borges, entre los doce cuentos de Kafka que conforman el título El buitre, numero 6 de la serie La Biblioteca de Babel, editado por Ediciones Librería de La Ciudad (con autorización expresa de Franco Maria Ricci) y prologado ex profeso por Borges, cuyos “cuatro mil ejemplares numerados” se terminaron de “imprimir el día 31 de diciembre de 1979, en el Instituto Salesiano de Artes Gráficas (I.S.A.G.), Don Bosco 4053, Buenos Aires, República Argentina”. Y según el colofón del ejemplar 1732, cuidó la edición Miguel Acevedo Ballesteros, quien en la página legal, entre la enumeración de los títulos en alemán, se reparte las traducciones con Borges. Vale observar que “Un artista del trapecio” se titula allí “Primera tristeza”; no obstante, la traducción del cuento, repito, es exactamente la misma que la editada en 1938 por Losada (y aún en 1970 en la “Octava Edición” en la serie Biblioteca Clásica y Contemporánea, cuya primera edición en ésta data de 1943). La cual, además, de nuevo con el rótulo “Un artista del trapecio” y atribuida a Borges, figura antologada en el título Conversación con el Orante, segundo número de la serie Cuadernos del Aqueronte, editado por Losada, en Buenos Aires, en “agosto de 1990”. De modo que en El buitre —el sexto y último libro de la serie La Biblioteca de Babel editada en Buenos Aires, entre 1978 y 1979, por Ediciones Librería de La Ciudad y Franco Maria Ricci—, Borges figura como traductor de ocho cuentos de Kafka: “El buitre”, “Un artista del hambre”, “Primera tristeza”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo”, “Una confusión cotidiana”, “Una cruza” y “La edificación de la Muralla China”. Y Miguel Acevedo Ballesteros como traductor de cuatro cuentos de Kafka: “Chacales y árabes”, “Informe para una academia”, “Once hijos” y “La aldea más cercana”.
La Biblioteca de Babel núm. 6
(contraportada)


III de IV
El libro La metamorfosis y otros relatos, editado en Barcelona por Editorial Alma en la atractiva y vistosa serie Clásicos Ilustrados, no le brinda al lector ningún dato sobre la vida y obra de Franz Kafka (pese al notorio y laudable esmero en el cuidado y diseño de la edición), ni registra las fechas de las primeras ediciones de los tres textos que reúne. Al respecto, fuentes informativas (y eruditas) para el novicio (y para el añejo y subterráneo lector de a pie) pueden ser los susodichos títulos editados por Ediciones Cátedra y Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 
Franz Kafka
(c. 1915-1916)
          En este sentido, se lee que “La transformación” (supraconocida como “La metamorfosis” en el ámbito del español y más allá de él) se publicó por primera vez en “el otoño de 1915, en la revista mensual Die Weissen Blätter, año 2, cuaderno 10, a instancias de Kurt Wolff, que había oído mencionar a su colaborador Franz Werfel —también amigo personal de Kafka— la historia de un ‘chinche’.” Y en forma de libro “debió salir a la calle a fines de 1915”, pese a que está datado en 1916, en Leipzig, “como volumen doble de la serie ‘Der Jüngste Tag’, Kurt Wolff Verlag”. Luego, “entre septiembre y noviembre de 1918 salió una nueva edición del relato, siempre en la editorial Kurt Wolff, con un copyright que induce al error, pues reza: Kurt Wolff Verlag, Leipzig, 1917”. Pero la segunda fue “la única edición que el autor corrigió personalmente”.

Portada de la primera edición en formato de libro
(“la única edición que el autor corrigió personalmente”)
        Kafka escribió “La condena” en “septiembre de 1912”, lo hizo “de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana”. Y apareció por primera vez a principios de junio de 1913 en el único número de la revista Arkadia, almanaque de poesía, dirigida por Max Brod y editada en Leipzig por Kurt Wolff Verlag. Y “supervisada con toda seguridad por Kafka”, la segunda edición en forma de libro (“casi de plaquette, pues ocupaba 31 páginas en total”) “fue el número 34 de la colección ‘Der Jüngste Tag’ (El Juicio Final), título (el de la colección, asociado al contenido del texto) que hizo muchísima gracia al escritor.” Y “La tercera edición de La condena tuvo lugar en 1919 (pie de imprenta, 1920), en la misma colección ‘Der Jüngste Tag’ editada por Kurt Wolff, sin que pueda asegurarse que Kafka interviniera en la corrección de pruebas e introdujera ninguna de las escasas variantes que en ella se registran.” El cuento “La condena” fue dedicado por Kafka a Felice Bauer —a quien le pidió matrimonio por primera vez en una carta escrita en 1913, al parecer entre el 8 o el 10 y el 16 de junio—. Tal dedicatoria en la revista Arkadia se leía así: “Para la señorita Felice B.” Y en la plaquette fue “más escueto y misterioso”: “Para F.” Íntima e histórica dedicatoria que no figura en la presente edición de Alma Clásicos Ilustrados, vinculada a la amistad y al noviazgo que Kafka sostuvo con su dos veces prometida Felice Bauer, destinataria de numerosas cartas, editadas y anotadas en diversos libros traducidos al español. Entre ellos: Cartas a Felice. Correspondencia de la época del noviazgo (1912-1917) (Salamanca, Nórdica Libros, 2013) y el parcial (pero cronológico y exhaustivo) tomo IV de las Obras Completas de Kafka editadas por GG: Cartas 1900-1914 (Barcelona, 2018).

Dibujo de Kafka
(Nórdica, 2013)
      Franz Kafka, a los 36 años de edad, escribió su autobiográfica y recriminatoria “Carta al padre” “en la pensión Stüdl, en la localidad de Schelesen, cerca de Liboch, entre el 4 y el 20 de noviembre de 1919”. Pero nunca llegó a las manos de Hermann Kafka, su autoritario e intolerante progenitor. Y sólo se publicó hasta 1953 a instancias del escritor Max Brod, amigo íntimo de Kafka, su memorioso biógrafo y póstumo albacea editorial. (Según apunta en la página 997 del tomo II de GG/CL: “Después de que Brod editada la carta a partir, básicamente, de la copia mecanografiada, se halló la parte sustancial del manuscrito original, que el lector curioso podrá consultar en la siguiente edición facsimilar: Franz Kafka, Brief an den Vater. Faksimile, editada y con un epílogo de Joachim Unseld, Frankfurt am Main, Fischer Taschenbuch Verlag, 1994.”)

     Al unísono de los matices del desdén, encierro, desamor, abandono y deterioro in crescendo que padece Gregor Samsa en su núcleo familiar tras convertirse en un monstruoso insecto del tamaño de un perro de unos 90 centímetros de la largo (según calcula el profesor Nabokov, op. cit.) —recuérdese que, antes de posarse en la pared o en el techo, se encarama sobre una butaca (o sillón) para observar por la ventana de su cuarto—, cobra relevancia el egocentrismo del padre y la tiranía hacia su hijo, precisamente porque ese es el tema nodal que descuella y trasciende en “La condena” y en la interrumpida “Carta al padre”. 
     
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 38-39)
       A la luz de la póstuma “Carta al padre”, llaman poderosamente la atención las coincidencias y lo premonitorio de algunos detalles axiales del cuento “La condena”, con algunos datos y anécdotas del esbozo autobiográfico que Kafka vertería en la misiva siete años después del relato, inextricable a la imagen que él tenía de su autoritario y tiránico progenitor, desde la infancia, en la adolescencia, en la juventud y en la adultez. 
  Para no desgranar todo el carozo de la mazorca, tanto del cuento, como el de la epístola, recuérdese que Georg Bendemann, el joven protagonista de “La condena”, desde hace meses tiene planeado casarse con su prometida Frieda Brandenfeld e invitar a la boda a un amigo y coterráneo suyo que lastimosamente sobrevive a cierta enfermedad y a los malos negocios en San Petersburgo y con cual se cartea. Georg Bendemann lleva el negocio de su padre y aún vive con él en una pequeña casa frente a un río (cuyo modelo es el río Moldava). Ese padre es un vejestorio viudo que al parecer padece cierta debilidad física, cierta amnesia y cierta demencia senil. Cuando Georg va a verlo en la penumbra de su cuarto, su padre se levanta “para recibirlo”. Y “Al aproximarse, se entreabrió su gruesa bata y en amplio vuelo onduló crujiente en torno a él.” Y al ver su íntima corporeidad, Georg se dice así mismo: “Mi padre todavía es un gigante”. Y esto es lo que, curiosamente, también le resulta su padre a Gregor Samsa convertido éste en un monstruoso insecto del tamaño de un perro. Y por ende, se lee en la página 51 de “La metamorfosis”: “Gregor quedó sorprendido de las descomunales proporciones de sus suelas. No obstante, esa actitud no le preocupó excesivamente, pues no ignoraba que, desde el primer día de su nueva existencia, había adoptado frente a él una actitud de extrema severidad. Empezó a correr delante de su progenitor, deteniéndose cuando éste lo hacía y reanudando la huida al menor movimiento de su progenitor.” Vale contrastar, en torno a ese hilarante pasaje de cine mudo que ocurre previo al dramático ataque de manzanas que el padre lanza sobre Gregor Samsa en esquivo e intermitente movimiento, un fragmento de la “Carta al padre” que en Editorial Alma se lee en la página 106; pero el reseñista prefiere la versión que figura en la página 815 del tomo II de GG/CL: 
   
Kafka con 10 años y sus hermanas
Valli (izquierda) y Elli (centro)
      “Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí lo sufría yo en mis propias carnes. Por ejemplo, me aterrorizaba oírte decir: ‘Te voy a abrir en canal’; sabía muy bien que no iba a suceder nada grave (de pequeño no estaba tan seguro), pero, de acuerdo con la idea que tenía de tu poder, no dudaba de que habrías sido capaz de hacerlo. También sufría terriblemente cuando echabas a correr gritando alrededor de la mesa en persecución de alguno de nosotros [el chiquillo Franz y sus tres hermanas menores que él: Elli, Valli y Ottla], y, aunque obviamente no tenías intención de capturarlo, fingías que sí, hasta que al final mamá, sumándose a la pantomima, nos salvaba la vida.”
 
Las hermanas de Kafka hacia 1898
De izquierda a derecha: Valli, Elli y Ottla
        Vale recordar, entonces, que en varios pasajes y anécdotas de su “Carta al padre”, Kafka cuenta que de niño lo veía enorme y poderoso (“¡Eras tan gigantesco en todos los aspectos!”), y junto a él a sí mismo se veía pequeño, frágil y débil: un escuálido alfeñique. 

   
Kafka a los 5 años
         Y, asombrosamente: aún de adulto. O quizá sin asombro: porque a sus 36 años (estigmatizado por la tuberculosis desde septiembre de 1917 y sobre todo por la corrosiva dependencia y ciega obediencia psíquica y emocional hacia él) aún le tenía miedo, pese que Kafka se doctoró en derecho en junio de 1906 y “medía un metro ochenta y dos centímetros, según su hoja de alistamiento para el servicio militar”. De ahí que apunte en la “Carta”: “Durante años seguía atormentándome aún la idea de que el hombre gigantesco, mi padre, la última instancia [el poder supremo], podía venir a mí casi sin motivo y en la noche levantarme de la cama y sacarme a la terraza. Esto significaba que yo no era [sic] absolutamente nada para él.” Y más aún sobre ese descomunal hombre gigantesco: poco antes del término de la misiva le dice: “Algunas veces me imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido transversalmente sobre él. Me parece entonces que para poder vivir no puedo contar más que con las regiones que tú no ocupas o que están fuera de tu alcance. Estas partes, de acuerdo con la idea que tengo formada de tu grandeza, ni son muchas ni muy habitables, y el matrimonio no está en ellas.” Y esto es algo muy parecido a lo que ocurre con Georg Bendemann en el dramático y suicida final de “La condena”. El padre —hipócrita, egoísta, envidioso y manipulador por antonomasia—, ante la inminencia del matrimonio de Georg Bendemann con Frieda Brandenfeld, de un iracundo manotazo se arranca la máscara de su presunta amnesia y supuesta fragilidad: le revela lo fuerte que es, que no está chocheando ni está tan decrépito (remember que el padre de Gregor Samsa, antes de la transformación y para sacarle jugo al sostén de la familia, también fingía una desvalida y vulnerable vejez), que lo ha espiado y traicionado confabulándose con su amigo en San Petersburgo, que se opone a su inminente casorio, a su íntima felicidad afectiva y erótica, y con su irascible egocentrismo y bestial tiranía lo condena a muerte ipso facto, que Georg, patológicamente ciego y atado a las órdenes y causticidad de su padre, cumple como un zombi o autónoma a la voz de ya: “te sentencio a morir ahogado”. Es decir, con todo el embrollo y la mezquindad de su odio y la maledicencia de su verborrea viperina, el padre (ídem el gigantesco ogro de las pesadillas nocturnas de Kafka) transluce que, desde antaño y desde lo más intrínseco, su hijo era absolutamente nada para él.  
   
Ilustración de Santiago Caruso
(p. 82)
        Y en esa virulenta diatriba contra Georg Bendemann y contra su inminente boda con Frieda Brandenfeld, descuella un calumnioso fragmento donde se transluce la carencia de amor del padre hacia su hijo y la falta de empatía y respeto ante la libre e íntima decisión del vástago de casarse con quien mutuamente ha elegido, inextricable a la misoginia que vocifera el rapaz progenitor, matizada con una procaz parodia: 
   “—Como ella se levantó las faldas —empezó a decir el padre—, como ella se levantó las faldas así, la cerda inmunda —y, como remedo, se alzó la camisa tan arriba que podía verse en su muslo la cicatriz de la guerra—, como ella se levantó las faldas así, te entregaste completamente; y para gozar tranquilamente con ella, manchaste la memoria de tu madre, traicionaste al amigo y arrojaste en el lecho a tu padre para que no pudiera moverse.”
    Sin buscarlo ni preverlo a través del minúsculo aleph o de una bola de cristal, ese fragmento evoca o remite a un pasaje de la “Carta al padre” donde Kafka traza (y acentúa) la catadura idiosincrásica y misógina de su progenitor (al parecer o sin duda inconsciente arquetipo del padre de Georg Bendemann), recién opuesto a su tentativa de matrimonio con la joven judía Julie Wohryzek y que caló en él: “[...] ¿qué restaba de mí a los treinta y seis años que todavía pudiera ser herido? Aludo a una rápida conversación que se produjo uno de aquellos días intranquilos que sucedieron a la noticia de mi propósito de casarme. Lo que dijiste fue más o menos esto: ‘Probablemente se puso una blusa muy bonita, como saben hacer las judías de Praga, y por supuesto tomaste la resolución de casarte rápidamente con ella. Y cuanto antes, mejor, dentro de una semana, mañana, mejor hoy. No te comprendo. Eres un hombre ya formado, vives en la ciudad y lo mejor que se te ocurre es casarte con la primera mujer que te parece propicia. ¿Acaso no existen otras posibilidades? Si es por temor, yo mismo iré contigo.”
     En este sentido, para hacer más comprensible el intríngulis y el lacerante y traumático leitmotiv que incitó la escritura de la “Carta al padre” a los 36 años del autor, se puede transcribir un postrero y revelador pasaje de la biografía de Franz Kafka escrita por Klaus Wagenbach, compilada casi al inicio del tomo I de GG/CL:
   
Julie Wohryzek
         “Por lo demás, en aquel momento (que los análisis de la Carta desde un punto de vista clínico no suelen tener en cuenta) Kafka tenía toda la razón en quejarse de la rudeza y falta de interés de su padre, como muestra la reacción de este a la aparición de En la colonia penitenciaria en octubre del mismo año [1919]. Como siempre que Kafka le entregaba un ejemplar de un libro suyo, el padre, molesto aquella vez al ver interrumpido el juego de cartas de todas las noches, le dijo: ‘¡Déjalo en la mesita de noche!’. Lo que en este caso pudo ser simple falta de interés, se convirtió en rudeza cuando el hijo le comunicó que se había prometido con Julie Wohryzek, lo que provocó una airada protesta paterna. A los ojos de Hermann Kafka, aquella unión era simple y llanamente ‘una vergüenza’ que ensuciaría ‘su nombre’. En la escala social de la burguesía judía, un sacristán de sinagoga [además de zapatero] como el padre de Julie ocupaba el último peldaño del mundo profesional. Después de insultar al hijo —como refiere este—, acabó aconsejándole (no olvidemos que Kafka tenía ya treinta y seis años) que acudiera a un burdel. ‘Seguro que se ha puesto una blusa bonita, como hacen todas las judías de Praga, y tú, claro, a la primera de cambio has decidido casarte con ella. Y lo antes posible, la semana que viene, hoy mejor que mañana. De verdad no te entiendo. Eres una persona adulta, vives en la ciudad, y no se te ocurre nada mejor que casarte con la primera que pasa. Como si no hubiera otras posibilidades. Si te da miedo, te acompaño yo mismo.’
    “En esas circunstancias escribió Kafka la Carta al padre, un documento autobiográfico tan doloroso como opaco, en el que el escritor, indignado por tanto desprecio y opresión, tergiversó en exceso algunos hechos de su vida [Afirmación que se contrapone a lo que se apunta en la página 996 del tomo II de GG/CL: ‘Sea como fuere, esta Carta al padre es, sin duda, el documento autobiográfico más completo, sincero y de mayor recorrido temporal de cuantos documentos legó Kafka a la posteridad.’].
    “En diciembre de 1919, Kafka regresa a Praga [de Schelesen, donde escribió la misiva] (sin que la Carta al padre llegara nunca a su destinatario, ni por correo ni en mano), y se queda allí hasta principios de abril del año siguiente.”
   
El libro de bolsillo núm. 241
Alianza Editorial
(Madrid, 1970)
             En 1964, Klaus Wagenbach publicó en alemán la primera versión de tal monografía o ensayo biográfico sobre la vida y obra de Franz Kafka. Traducida por Federico Latorre, cientos de lectores de habla hispana pudieron leerla en la edición publicada en 1970, en Madrid, por Alianza Editorial con el número 241 de la serie El libro de bolsillo, ilustrada con una pertinente y rica iconografía, por ende se titula: Franz Kafka en testimonios personales y documentos gráficos; rótulo que sigue el título original en alemán: Franz Kafka in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten. En el tomo I de GG/CL se prescindió de la iconografía, “así como de la tabla cronológica, la bibliografía y la breve selección de testimonios de contemporáneos de Kafka que lo complementan”. Y el traductor Joan Parra Contreras tradujo “de la última edición revisada (1995)”. Y según se lee en la página 171: “Todos los fragmentos citados se dan en traducción del propio Joan Parra, a excepción de los correspondientes a las novelas y narraciones de Kafka, que se dan conforme a las nuevas versiones de Miguel Sáenz y de Juan José del Solar, respectivamente, y la Carta al padre, que se cita según la traducción de Feliu Formosa (Barcelona, 1974). Toda vez que procede hacerlo así, la toponimia de las calles y lugares se dan en checo, y no en alemán. A continuación se ofrece una tabla de equivalencias de una y otra lengua (en cursiva los nombres en alemán): [...]”
          
(Círculo de Lectores, 1988)

        Vale observar que la ausencia iconográfica en el ensayo biográfico de Klaus Wagenbach se cubre con el título de éste: Franz Kafka. Imágenes de su vida, editado por Círculo de Lectores en 1988; que la edición crítica y anotada en los tomos de GG/CL “se basa en la edición crítica de las Obras Completas de Franz Kafka, publicadas por S. Fischer Verlag, Frankfurt am Main”, “a partir de 1982”; y que la traducción de la “Carta al padre” que se lee en el tomo II no es la citada de Feliu Formosa, que en 1974 se publicó en Barcelona con un ensayo y notas de Ricard Torrents (edición reeditada por Lumen en 1996), sino de Joan Parra, quien tal vez sea el autor de las notas que acompañan su traducción (pero quizá no sea así y provengan de la edición alemana); las cuales a veces amplían (o precisan) la información o coinciden con las notas de Ricard Torrents; las cuales a veces son iguales o muy parecidas a las que figuran en la traducción de Kruger editada por Editorial Alma.

IV de IV
Claro está que lector puede leer esas tres versiones de la “Carta al padre” y decidir con cuál se queda. Encrucijada que se suscita ante el dilema de elegir, a priori, entre las mil y una traducciones de las obras de Kafka de nunca acabar. Por ejemplo, en el tomo III de GG/CL se pondera (y profusamente se anota) la traducción que Juan José del Solar hizo de “Josefina la cantante o El pueblo de los ratones”, “la última [narración] de cuantas Kafka escribió” (se dice que enfermo de la laringe, consecuencia de la tuberculosis), entre el 18 de marzo y el 5 de abril de 1924; primero fue “publicada en el diario Prager Presse, 20 de abril de 1924” (en el “Álbum” se dice que era “el número de Pascua de 1924”); y luego incluida con varios cambios en Un artista del hambre. Cuatro historias (Ein Hungerkünstler. Vier Geschichten), libro que “apareció [en Berlín] a finales de agosto de 1924, a los tres meses escasos de la muerte del autor”; que fue (y es) “el último de los libros que Franz Kafka escribió, mandó a un editor y corrigió en vida”. 
       
Antología de la literatura fantástica, p. 142-143
Colección Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
          En la versión de Juan José del Solar (como en muchas otras) los ratones silban (incluida Josefina), pero en la anónima versión (quizá de Borges) que desde 1940 se lee en la citada Antología de la literatura fantástica, titulada “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, éstos chillan y no silban (incluida Josefina), lo que resulta, para el reseñista (y quizá para otros lectores), más persuasivo, convincente y acorde con su modelo natural: la índole de los familiares ratones de la vida doméstica y cotidiana; pese a que ahora se dice, por presuntas divulgaciones científicas, que ciertos “roedores emiten sonidos ultrasónicos para cortejar y defender su territorio”; es decir, “lanzan un pequeño chorro de aire procedente de la tráquea contra la pared interior de la laringe, causando una resonancia y produciendo un silbido ultrasónico”. 

     
Compactos núm. 61
Editorial Anagrama
(Barcelona, 1990)
         El caso es que el crítico Jordi Llovet —nada menos que el director editorial de las Obras Completas de Kafka editadas por GG/CL—, en su antología de los dizque “más importantes relatos de Kafka protagonizados por animales”, titulada Bestiario (Barcelona, Anagrama, 1990), con “Selección, prólogo y notas” suyas (y traducciones históricas de varios autores, entre ellos Borges), además de denominar a “La transformación” con el habitual “La metamorfosis” (quizá por razones de mercadotecnia, ídem Fernando Savater y Alberto Manguel, op. cit.), la excluyó porque, según apunta en su prefacio, “se encuentra publicada en múltiples ediciones, como obra independiente”, y “merece la denominación de ‘novela corta’”. No obstante, en GG/CL “La transformación” no está compilada en el tomo I, dedicado a las “Novelas” de Kafka (El desaparecido —supraconocida con el título elegido por Max Brod en 1927: América—, El proceso y El castillo), donde quizá debería estar —si es que se trata de una “novela corta” y no de una “narración larga” o de un “cuento largo” o “relato largo”—, sino que se halla en el tomo III, dedicado a las “Narraciones y otros escritos”, donde, como para no contradecirse con las llevadas y traídas etiquetas, se le llama “narración” (“celebérrima narración”). Y también excluyó el relato “La construcción” (titulado “La obra” en el tomo III de GG/CL), porque “el protagonista”, dice, “no aparece en ningún momento calificado o descrito como un verdadero animal, aunque en el supuesto de que lo fuera podría tratarse de un topo”. Y el célebre cuento “Josefina la cantante o el pueblo de los ratones” también fue excluido por él porque, según apunta, “los ratones sólo constituyen una vaga referencia colectiva, una especie de masa anónima y amorfa”. Interpretación algo errónea, pues si bien los ratones del pueblo son una “referencia colectiva, una especie de masa anónima y amorfa”, el hecho es que se trata de una parabólica y paradójica fábula o narración contada en primera persona por un ejemplar de esa gregaria tribu o dispersa raza de ratones errantes, quien funge como anónimo cronista y consciencia crítica, omnisciente, especulativa y escéptica de Josefina la cantante y de ese contradictorio y errabundo pueblo de ratones fantásticos y especularmente humanizados (que algunos han interpretado como una metáfora o alegoría de “las comunidades judías esparcidas por todos los reinos y naciones del Este de Europa en su tiempo histórico, escasamente relacionadas entre sí aunque emergiera entre ellas, precisamente por esa época, el movimiento sionista que conduciría a la fundación del Estado de Israel”), entre los cuales descuella la idolatrada Josefina, que es una ratona común y corriente (y por ello: a imagen y semejanza de la ratona original y de todas las ratonas habidas y por haber), con un canto semejante al consustancial canto de cada uno de los ejemplares de ese disperso pueblo de ratones que, “en general, no ama la música”; y por ende no es muy distinta de las otras ratonas (incluida la niña ratona que la iguala en el canto), pero que, por una oscura pulsión inefable, atrae, encandila y parcialmente cohesiona a su dispersa comunidad (sobre todo a sus incondicionales feligreses) emitiendo unos chillidos (o silbidos, según se lea), no muy distintos (repito) a los chillidos (o silbidos) de los demás ratones que silban (o chillan) sin darse cuenta, sin saber que tal peculiaridad es una de sus características congénitas y taxonómicas; pero que, no obstante, la distinguen y la tornan singular, única, irrepetible y sobresaliente a la hora de presentarse y cantar ante la masa anónima y amorfa que la oye y la sigue embelesada, y bobalicona, para oírla en silenciosa asamblea popular; como si la sonoridad de esa especie de canto a cappella (el non plus ultra de la quintaescencia: la ambrosía auditiva y la panacea fónica) o la presunta melodía de sus órficos chillidos o silbidos (quizá ultrasónicos) tuvieran un poder mágico, poético, seductor, somnífero e hipnótico semejante a los eufónicos sonidos del flautista de Hamelín. Con ese poder fónico e hipnótico podría metafísicamente redimir a la masa anónima y amorfa que la idolatra, sigue y concurre ex profeso desde distintos rincones y recovecos del subterráneo laberinto (quizá judío) para escucharla arrobada en esa silenciosa asamblea popular. Incluso, podría conducirla al abismo de nunca jamás. O a la Tierra Prometida.

   
Primeras líneas del último cuento de Kafka, Josefina la cantora”,
publicado en el número de Pascua de 1924 de la Prager Presse
“Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído
no conoce el poder del canto...
         Tal vez no yerre esa interpretación (quizá reduccionista) que supone que ese disperso y errante pueblo de ratones son una metáfora (o mentáfora) o alegoría de ciertas comunidades judías centroeuropeas de la época de Franz Kafka. Si no yerra y es así (o más o menos así), se puede concluir la azarosa nota con los siguientes fragmentos de una carta que, en junio de 1921, Kafka le envió a Max Brod, los cuales se leen entre las pátinas 58 y 61 del citado “Álbum”. Allí, el magnético y cautivador canto de sirena (o de ratona) sería la lengua y la literaria alemana para ciertos judíos literatos que aspiraban integrarse a cierta germanofilia y a cierto pangermanismo, y que quizá hablaban el checo en Praga (y el alemán en la universidad praguense) e ignoraban el yidis y el hebreo. Y esa tribu de escribientes judíos que alude Kafka en su carta, con “patas traseras” y “patas delanteras”, podrían ser ratones, con sus infalibles colas y característicos incisivos superiores:

   
Dora Diamant, compañera de Kafka
durane el último período de su vida
      “Pero ¿por qué se ven los judíos arrastrados de forma tan irresistible hacia esta lengua [el alemán]? [...] existe una relación entre todo esto y el judaísmo, o, para ser más precisos, entre los judíos jóvenes y su judaísmo, con el horrible agobio interno de estas generaciones [...]
   “El psicoanálisis hace hincapié en el complejo respecto al padre y son muchos los que encuentran fecundo este concepto. En este caso concreto yo prefiero otro punto de vista, en el que el asunto gira no en torno al inocente padre, sino en torno al judaísmo del padre. La mayoría de los judíos jóvenes que empezaron a escribir en alemán quería dejar el judaísmo atrás, cosa que sus padres aprobaban, aunque vagamente (era esta vaguedad lo que les resultaba vergonzosa). Pero tenían las patas traseras prisioneras aún en el judaísmo de sus padres, mientras que con sus patas delanteras manoteaban si hallar una nueva tierra [cursivas del reseñista]. La desesperación resultante se convirtió en su inspiración.
  “Una inspiración tan honorable como otra cualquiera, pero, vista más de cerca, con ciertas peculiaridades desgraciadas. En primer lugar, el producto de su desesperación no podría ser literatura alemana, aunque exteriormente lo pareciera. Su existencia se movía entre tres imposibilidades que se me ocurre llamar lingüísticas. [...] Son las siguientes: la imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir alemán y la imposibilidad de escribir otra cosa. Se podría añadir todavía una cuarta, la imposibilidad de escribir (como la desesperación no se podía ver aliviada con la escritura, se revolvía tanto contra la vida como contra la escritura; ésta no es más que un recurso, como lo es para el que está escribiendo su testamento antes de colgarse: un recurso que puede prolongarse toda una vida). Así pues, el resultado fue una literatura imposible bajo todos los puntos de vista, una literatura gitana que había raptado de su cuna al niño alemán y lo había adiestrado a toda prisa, ya que alguien tenía que caminar sobre la cuerda floja. (Aunque ni siquiera era un niño alemán; no era nada. La gente se limitaba a decir que alguien caminaba.)”

Bibliografía

Bioy Casares, Adolfo; Borges, Jorge Luis; Ocampo, Silvina, Antología de la literatura fantástica. Prólogo de Adolfo Bioy Casares. Textos en español y traducciones anónimas. Colección Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana. Buenos Aires, diciembre 24 de 1940. 332 pp.
Borges, Jorge Luis, Borges en El Hogar 1935-1958. Iconografía en blanco y negro. Edición anónima. Emecé Editores. Buenos Aires, febrero de 2000. 230 pp.
Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. 1975-1988. Contiene: Prólogos con un prólogo de prólogos; Borges oral; Textos cautivos; y Biblioteca personal. Prólogos. Emecé Editores España. Barcelona, 1996. 550 pp.
Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. 1975-1988. Contiene: Prólogos con un prólogo de prólogos; Borges oral; Textos cautivos; y Biblioteca personal. Prólogos. Emecé Editores. Buenos Aires, 2005. 592 pp.
Helft, Nicolás, Jorge Luis Borges: bibliografía completa. Prólogo de Noé Jitrik. Supervisión general de Élida Lois. FCE. Buenos Aires, 1997. 290 pp.
Kafka, Franz, Bestiario. Selección, prólogo y notas de Jordi Llovet.  Traducciones de Jorge Luis Borges y otros. Compactos núm. 61, Editorial Anagrama. Barcelona, 1990. 158 pp.
Kafka, Franz, Cartas a Felice. Correspondencia de la época del noviazgo (1912-1917). Traducción, notas y cronología de Pablo Sorozábal. Nórdica Libros. Valencia, noviembre de 2013. 832 pp.
Kafka, Franz, Conversación con el Orante. Traducciones del alemán de Jorge Luis Borges y Francisco Zanutigh Núñez. Cuadernos del Aqueronte núm. 1, Editorial Losada. Buenos Aires, agosto de 1990. 96 pp.
Kafka, Franz, El buitre. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges.  Traducciones del alemán de Jorge Luis Borges y Miguel Ballesteros Acevedo. La Biblioteca de Babel núm. 6, Ediciones Librería de La Ciudad/Franco Maria Ricci. Buenos Aires, diciembre 31 de 1979. 104 pp. 
Kafka, Franz, La metamorfosis. Traducciones anónimas. El libro de bolsillo núm. 4, Alianza Editorial. 18ª edición. Madrid, 1984. 144 pp.
Kafka, Franz, La metamorfosis. Prólogo de Jorge Luis Borges. Traducciones anónimas y de Jorge Luis Borges. Biblioteca Clásica y Contemporánea núm. 118, Editorial Losada. 8ª edición. Buenos Aires, diciembre 10 de 1970. 144 pp. 
Kafka, Franz, La metamorfosis. Prólogo de Fernando Savater. Incluye: de Franz Kafka: La metamorfosis (traducción anónima) y Carta al padre (traducción de Feliu Formosa); de Nadine Gordimer: Carta de su padre (traducción de Alicia Bleiberg); y Álbum, de Javier Setó y Alberto Manguel. Iconografía en blanco y negro. Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial, Alianza Editorial. Madrid, noviembre 15 de 1996. 314 pp.
Kafka, Franz, La metamorfosis y otros relatos. Edición, introducción, traducciones y notas de Ángeles Camargo. Iconografía en blanco y negro. Letras Universales núm. 37, Ediciones Cátedra. 9ª edición. Madrid, 2002. 270 pp.
Kafka, Franz, La metamorfosis y otros relatos. Traducción y notas de R. Kruger. Ilustraciones en color de Santiago Caruso. Alma Clásicos Ilustrados, Editorial Alma. Barcelona, 2018. 144 pp.
Kafka, Franz, La transformación y otros relatos. Edición, introducción, traducciones y notas de Ángeles Camargo y Bernd Kretzschmar. Iconografía en blanco y negro. Letras Universales núm. 439, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2002. 472 pp.
Kafka, Franz, Obras Completas I. Edición dirigida y presentada por Jordi Llovet. Incluye: Franz Kafka: una biografía, de Klaus Wagenbach (traducción de Joan Parra Contreras). Y de Franz Kafka, con traducción de Miguel Sáenz: El desaparecido (América), El proceso y El castillo. Índices y notas. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 1999. 1088 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas II. Edición dirigida y presentada por Jordi Llovet. Incluye: prólogo de Nora Catelli. De Franz Kafka: Diarios (traducción de Andrés Sánchez Pascual), Diarios de viaje y Carta al padre (traducción de Joan Parra Contreras). Notas, índices y Cronología de la vida de Kafka. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2000. 1054 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas III. Edición dirigida, presentada y prologada por Jordi Llovet. Incluye: con traducción de Juan José del Solar: Libros publicados en vida y Textos publicados solo en revistas o periódicos; con traducción de Juan José del Solar, Adan Kovacsics y Joan Parra: Escritos y fragmentos póstumos. Notas, tablas e índices. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2003. 1230 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas IV. Edición dirigida, presentada y prologada por Jordi Llovet. Incluye de Kafka y con traducción de Adan Kovacsics: Cartas 1900-1914; más: Cartas a Kafka (1902-19014); Inscripciones en álbumes y dedicatorias de Kafka (1897-1914) y Dedicatorias a Kafka (1907-1914). Notas, cronología, apéndices e índices. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2018. 1262 pp.
Kafka, Franz, Obras Completas V.  Edición dirigida, presentada y prologada por Jordi Llovet. Traducciones de Carlos Fortea. Incluye de Kafka: Cartas 1914-1920; Anexos: I. Cartas a Kafka (1914-1920), II. Dedicatorias de Kafka (1914-1920). III. Dedicatorias a Kafka (1914-1920); Notas; Apéndices: Reseñas biográficas de los destinatarios de la cartas de Kafka; Cronología de la vida de Kafka (años 1914-1920); e Índices. Galaxia Gutenberg. Barcelona, mayo de 2024. 1014 pp. 
Nabokov, Vladimir, “Franz Kafka. La metamorfosis”, p. 369-415, en Curso de literatura europea. Introducción de John Updike. Traducción del inglés de Francisco Torres Oliver. Iconografía en blanco y negro (con pésima y deficiente resolución). Colección Maxi, Ediciones B. 2ª edición. Barcelona, diciembre de 2016. 576 pp.
Wagenbach, Klaus, Franz Kafka en testimonios personales y documentos gráficos. Traducción del alemán de Federico Latorre. Iconografía en blanco y negro. El libro del bolsillo núm. 241, Alianza Editorial. Madrid, 1970. 194 pp. 
Wagenbach, Klaus, Franz Kafka. Imágenes de su vida. Traducción del alemán de Joan Parra Contreras. Iconografía en blanco y negro. Círculo de Lectores. Barcelona, 1988. 200 pp.




domingo, 12 de mayo de 2024

Nueve noches con Violeta del Río

Fantasmas en la noche de trasluz

 

I de IX

En enero de 2022, con un tiraje de veinte mil ejemplares, el FCE publicó, en la Ciudad de México y en la colección Vientos del Pueblo, el librito de 32 páginas Nueve noches con Violeta del Río, cuento del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), ilustrado (en el interior) con dibujos en blanco y negro de Edu Molina que parecen recuadros de historieta o de novela gráfica. Datado al calce en “2001”, el relato es uno de los trece cuentos del narrador reunidos en Aquello estaba deseando ocurrir, libro editado por Tusquets en España y en México, en febrero y mayo de 2015, con el número 849 de la Colección Andanzas. El hecho de que la Violeta del Río del cuento sea una cantante de boleros, homónima de la cantante de boleros de la que se tiene noticia (y diversos visos y testimonios) en La neblina del ayer (Tusquets, 2005) —novela negra de la saga protagonizada por el investigador criminal Mario Conde— incita a la ineludible comparación o a reseñar algunos rasgos en que coinciden y no coinciden.

           

Leonardo Padura

          Las novelas policiales en las que se mueve Mario Conde están pobladas de monólogos, de un coro de voces, de distintas hablas y tesituras teñidas de modismos y cubanismos; es decir, de relatos en primera persona en los que algunos de los personajes rememoran o bosquejan aspectos de su autobiografía (o pormenores de su vida) y su versión de los hechos en torno a un crimen, sucedido o persona. Tal cualidad polifónica y poliangular implica y coloca en relieve la virtud de Leonardo Padura para el relato en primera persona; un botón de muestra (in extenso) son las memorias del poeta decimonónico José María Heredia que se leen, en capítulos entreverados, a lo largo de La novela de mi vida (Tusquets, 2002). Vine a colación esto porque en La neblina del ayer abundan los relatos en primera persona y porque el cuento Nueve noches con Violeta del Río es una narración en primera persona. La voz cantante del relato (que no canta boleros de viva voz, pero sí en su intrínseca memoria y por ende en el evocativo texto del cuento) es la voz de un anónimo ex universitario cubano, de 48 años, quien en mayo de 1998 recién hizo su primer viaje a los Estados Unidos, “invitado a participar en un encuentro académico”. Y “antes de regresar a La Habana” (y oír la grabada voz de Bola de Nieve cantando un bolero junto a la foto de Violeta del Río conservada por él durante treinta años), dice: “logré pasar varios días en Miami, donde ahora viven muchos de mis viejos amigos, mi única hermana, casi todos mis primos y los que todavía respiran de mis tíos”. Y para despedirlo, su hermana y su cuñado lo llevaron a cenar a La Carreta, un restaurante de comida cubana; y luego a La Cueva, un club en Miami Beach, “uno de los muchos locales de moda en Ocean Drive” que, “según decían, “solía ser tranquilo y tenía muy buen ambiente, pues sólo se escuchaban boleros”. El trío familiar arriba a La Cueva a las once de la noche del 16 de mayo; y allí, como si penetrara y se sumergiera en la penumbra de un subterráneo, onírico, odorífico, vaporoso
e íntimo déjà vu, percibe y observa la silueta y la sugestiva voz del revulsivo fantasma llamado Violeta del Río, cantando para él (así lo interpreta), que fuma y paladea un ron collins como en los iniciáticos tiempos de antaño, los versos de La vida es un sueño; cantante a la que le perdió la pista hace tres décadas, precisamente en octubre de 1968, cuando él aún no cumplía los 19 años de edad.

          

Colección Vientos del Pueblo, Fondo de Cultura Económica
Ciudad de México, enero de 2022

          Si en ese breve y anecdótico pasaje, aparentemente aséptico, que es el culmen final del cuento, Leonardo Padura alude el recurrente tema (en su narrativa) del exilio cubano en Estados Unidos y al unísono el implícito e inextricable trasfondo que subyace en el leitmotiv que lo incita y catapulta; o sea: el drama social, político y económico que agobia a la isla caribeña (con miseria, rezago, falta de libertades, injusticia y abuso del poder autoritario) desde que empezó a empantanarse la Revolución Cubana (más aún durante el Período Especial de los 90), esto también permea la urdimbre sociológica del relato.

            El anónimo protagonista inicia su evocativa memoria narrando su arribo a La Habana, en 1967, para inscribirse en la universidad y hospedarse en la residencia de becarios; entonces era un mal vestido jovenzuelo, “provinciano, católico y revolucionario”. Según dice: “comencé a gastar mis solitarias noches de sábado en deslumbrados recorridos ascendentes y descendentes por aquel esplendoroso tramo de calle, empinado entre el mar eterno y la recién abierta heladería Coppelia. Subía y bajaba la Rampa en un éxtasis permanente, empeñado en llenar mis pulmones y mis ojos con aquel mundo magnético de neones coloridos y autos americanos todavía potentes, de las primeras minifaldas y los primeros hippies tropicales y subdesarrollados que brotaban en la isla, y de los últimos vestigios del glamur brillante de los cincuenta, ya en franca retirada ante el avance de la indetenible propaganda socialista, con sus exaltadas consignas cargadas de rojos y persistentes llamados al combate y a la victoria.”  

           

Ilustración de Edu Molina

        En esas vagancias, una noche de 1967 durante uno de sus recorridos por la Rampa, el joven se encuentra con el retrato de Violeta del Río, el cual lo seduce y hechiza ipso facto (siente que la foto lo mira a él y sólo a él): “Quiero recordar que fue precisamente durante uno de mis primeros paseos por la Rampa, alucinado por tantos encantos y promesas de una vida que no conocía, cuando vi, junto a la escalera que bajaba hacia las penumbras del club La Gruta, el cartel protegido por un cristal desde el que de forma aviesa me miró Violeta del Río, ‘La Dama Triste del Bolero’. Una invasiva atracción, que nacía en mi estómago y se expandía indetenible para palpitar en cada rincón de mi cuerpo, me obligó a detenerme y contemplar aquel rostro de un suave matiz moreno de una mujer de unos treinta años, en el que se confundían los rasgos de mil mezclas raciales para propiciar el milagro de unos ojos levemente rasgados y cargados de despecho asiático, una boca de labios carnosos y enrojecidos de los que pendía displicente un cigarro humeante, y un pelo tal vez demasiado amarillo, que caía en ondas furiosas hacia los hombros tersos y promisorios. El cartel advertía que Violeta del Río cantaba en La Gruta todas las noches, de martes a domingo, siempre a las once, pero mientras contemplaba el rostro singular y lascivo, ni siquiera se me ocurrió considerar la posibilidad de entrar en aquel sitio quizás demasiado pecaminoso, demasiado sofisticado y alejado de todas las expectativas del joven cándido —revolucionario, católico y pobre, ya lo he dicho— que era entonces.”

           

Ilustración de Edu Molina

            A partir de esa magnética conmoción visual e interna, el joven vuelve una y otra vez a la entrada de la subterránea Gruta para contemplar la foto de Violeta del Río. Y en el cuarto de la residencia de becarios, a través de la radio, empieza a familiarizarse con la fatalidad, la estética, la endeble versificación, el sentimentalismo y la melcocha del bolero. Y haciendo acopio de las aportaciones monetarias de su parentela, se alista para ir a La Gruta el día de su dieciocho aniversario. Esto ocurre “el 13 de diciembre de 1967”; y para poder entrar y demostrar su mayoría de edad, tuvo que mostrarle al portero su carnet de estudiante universitario. Allí se inició con el ron collins (porque le sonaba bien) y en el hábito del tabaco oscuro; pero sobre todo, y ante todo, con la figura y la voz de Violeta del Río y su ritual y rutinaria actuación, tanto en el pequeño escenario acompañada por un pianista, como solitaria en la barra (fumando y bebiendo un único y moroso trago de carta blanca) y a la hora de irse, sola, a las dos de la madrugada. Esa noche escuchó nueve boleros cantados por ella. Y a la noche siguiente regresó a la calle del crimen. Y volvió, casi un ser invisible y distante en una dimensión aislada y paralela, cada vez que reunía el dinero para el consumo. Y para eludir que ese delirio lo consumiera a él y llevara al fracaso el inicio de sus estudios universitarios, se impuso dejar de ir a La Gruta.

            Pero tras dos meses de vacaciones de verano en su pueblo (o ciudad), de regreso a La Habana en septiembre de 1968 para el inicio del “segundo curso en la universidad”, sus condiscípulos de la residencia estudiantil y habituales en la heladería Coppelia (donde cotorreaban, fumaban y de contrabando bebían ron camuflado) acordaron ir en grupo a La Gruta para ver y oír a Violeta del Río. Esa noche, sin preverlo, empezó el indeleble clímax lúbrico para él, pues de entrada la bolerista cantó Vete de mí y al término, según evoca:

      “Algo inconcebible y maravilloso ocurrió en ese momento: Violeta del Río, que había cantado todo el bolero con su fuerza y despecho de siempre, sin dignarse siquiera a mover el pelo que le cubría la cara, acomodó tras la oreja aquella cortina furibunda, y entonces yo pude ver que sus ojos me miraban y que en sus labios se iniciaba el leve movimiento de una sonrisa. ¿Me miraba a mí? ¿Me sonreía a mí, ella, Violeta del Río?”

       

Ilustración de Edu Molina

         El caso es que el joven aguantó el nerviosismo y el desasosiego hasta que ella cantó el último bolero de la jornada: La vida es un sueño; salió del club y se ocultó “tras un sólido Chevrolet Bel Air de 1957”. Y una vez que sus compañeros salieron y se fueron, dejó el escondite:

  “Entonces crucé la calle, empujé la puerta de La Gruta, ya sin portero a esa hora final de la noche, y vi cómo La Dama Triste del Bolero levantaba su vaso y bebía un sorbo de su carta blanca.

  “Con una decisión que desconocía y unas ansias que me superaban, me acerqué a la barra y, casi rozando el brazo de Violeta, pedí una carta blanca a la roca, encendí mi cigarrillo y volteé la cara para observar la de aquella mujer capaz de seducirme con su voz y sus boleros.

“—Al fin apareciste... —me dijo ella, con el mismo tono susurrante y grave con que cantaba, y recolocó el pelo que insistía en caer sobre su cara—. Pensé que te habías ido... Todos los días se va tanta gente.”

   

Ilustración de Edu Molina

               El caso es que Violeta del Río, con su actitud desdeñosa y esquiva, muy reservada y enigmática en lo que concierne a sus actos y a su vida personal e íntima, es quien toma la batuta de lo que dice y no se dice en los breves diálogos y más aún: en las decisiones y en los lujuriosos movimientos en la cama. Y por ello, por el puro goce sexual y porque ella quiere, en el cuchitril de una mísera posada le regala su desnudez y nueve candentes e inefables noches de plenitud lasciva, las cuales se sucedieron en ese septiembre de 1968. La décima noche tendría que haber ocurrido el jueves 2 de octubre (miércoles en la vida real, que no se olvida en las históricas efemérides porque en la Ciudad de México ocurrió la trágica y sangrienta masacre no sólo de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; matanza que disgregó y quebrantó el movimiento estudiantil de 1968 con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina). Pero el joven se encontró con las luces de neón apagadas, las puertas cerradas y “el cartel grosero que advertía: CLAUSURADO INDEFINIDAMENTE”. Y algo violento tuvo que haber ocurrido con antelación, pues según dice:

     “[...] descubrí en el suelo, en un rincón del pequeño vestíbulo del club, el mural encristalado en el que había visto por primera vez a Violeta del Río. Lentamente bajé los escalones y volteé la pancarta, y encontré que el cristal se había deshecho, pero que, pegada al cartón, allí seguía la imagen de ‘La Dama Triste del Bolero’ y el anuncio de unas actuaciones que ya nunca se repetirían. Con todo el cuidado que era capaz de pedirle a mis manos temblorosas, desprendí la foto y hui de La Gruta como si hubiera robado un banco.

 

Ilustración de Edu Molina

         “Con aquel tesoro en mi bolsillo, recorrí los otros clubes cercanos y descubrí que todos habían sido clausurados, también indefinidamente. En mi desesperación le pregunté a varias personas si sabían qué ocurría y a retazos pude armar la respuesta: como todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa, pues podían entorpecer la entrega de los hombres al magno evento económico, y de momento se había decidido cerrarlos, hasta que se les encontrara un mejor destino: tal vez comedores obreros, o salas de reuniones, quizás democráticos restaurantes para trabajadores destacados en la emulación laboral y en las faenas agrícolas...”

      Toda esa traumática, coercitiva y ortodoxa transformación social y política porque, según rememora: “Por aquellos días había sido decretada una asoladora Ofensiva Revolucionaria, empeñada en poner en manos del Estado toda la economía y la ideología de la isla, mientras se había comenzado a preparar una gigantesca zafra azucarera, que en 1970 produciría diez millones de toneladas de azúcar con los cuales, de una sola vez, el país podría salir del subdesarrollo.”

      Ese anónimo joven de casi 19 años, que no es detective ni aspira a serlo, para localizar a Violenta del Río (que supone su nom de guerre  y no el real), a partir de esa noche, con la foto de ella, emprende una ansiosa y agitada búsqueda que se convierte en “Dieciocho días de investigación”, los cuales concluyen cuando se entera, por un guagüero de la ruta 68, que “todos los artistas de clubes y cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”, allá por el “cercano pueblito de El Calvario”. Según dice:

     “Sin esperar alguno de los transportes que unían Mantilla con aquel lugar llamado precisamente El Calvario, salí en busca de Violeta del Río. Aquella zona de La Habana, que visitaba por primera vez, me pareció entonces brillante y hermosa, pues en medio de mi desesperación había encontrado un camino hacia la mujer que tanto necesitaba, por la que me sentía seducido y, ahora, abandonado. Antes de llegar a El Calvario pregunté a unos muchachos y me indicaron un descampado al final del cual estaban trabajando ‘los artistas’, como los llamaban en la zona. Atravesé aquel llano agreste, en el que ahora brotaban unas pequeñas matas de café y, debajo de un árbol, disfrutando de la brisa, descubrí a aquel viejo cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’. No tengo que decir cómo palpitó mi corazón y, luego de darle las buenas tardes, le pregunté al cantante si la había visto.

     “—Sí, vino dos días la semana pasada —me dijo—. Pero si quieres verla, vas a tener que ir hasta Miami... Me dijeron que el lunes se fue en una lancha.”

 II de IX

En La neblina del ayer, el ex periodista Silvano Quintero, ya viejo, pobrísimo y tullido de la mano derecha, pero otrora reportero del espectáculo para el periódico El Mundo, al hablar de ese obscuro objeto del deseo y de los turgentes y voluptuosos volúmenes de las boleristas de los años 50, le dice al ex policía Mario Conde en septiembre de 2003: “¿Se ha fijado cómo las mujeres de ahora no tienen ni tetas, y hasta se ponen contentas de pasar hambre porque así no les engorda el culo?” Viene a colación esto porque el cuerpo menudo y compacto de la Violeta del Río del cuento al parecer cabría en esa óptica hilarante e ineludiblemente machista, según se colige a través del trazo que de ella hace el anónimo ex universitario que vivió nueve candentes e inolvidables noches con la cantante, precisamente cuando él tenía 18 años y ella unos 30. En la sesión donde la oye y la observa por primera vez en el escenario de La Gruta dice que le resultó “más pequeña de lo que había imaginado, menos rotunda de formas de lo que había soñado”. Lo cual reitera al vivir con ella las dos horas de su primer festín de sexo: “Ya he dicho que su cuerpo no era especialmente voluptuoso: más bien era delgada, tenía senos pequeños y sus nalgas apretadas y duras estaban lejos de los volúmenes habituales en las cubanas.”

          

Colección Andanzas núm. 577, Tusquets Editores
Ciudad de México, julio de 2005

          En La neblina del ayer, el ex policía Mario Conde, de 48 años, quien desde el otoño del 89 se dedica a la compraventa de libros de segunda mano, antiguos y raros, al hojear, en septiembre de 2003, un recetario de comida cubana del año 56 se encuentra, entre sus 800 páginas, una hoja doblada de la revista Vanidades, impresa en mayo de 1960, donde se da noticia del “adiós de Violeta del Río”. O sea: allí se reporta que “la excitante bolerista”, “la Dama de la Noche”, anunció, al final de su “presentación memorable” en el “segundo show del cabaret Parisién”, que esa era “su última actuación”, pese que se halla “En el momento cumbre de su carrera” y a que “Recientemente grabó el single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”.

     Pero de entrada, lo que magnetiza y atrapa la atención del Conde (ídem al anónimo universitario) es la imagen fotografía de esa mujer de papel de ojos negros, “exultante y provocativa, entre los veinte y los veinticinco años, que desde su estatismo y a través del tiempo era capaz de transmitirle un vívido calor”:

            “A toda plana habían impreso una foto calada de Violeta del Río, enfundada en un vestido de lamé —eso pensó el Conde, aunque nunca en su vida había tocado un vestido de lamé—, ajustado a la estructura de la mujer como una piel de serpiente. La tela, dotada de la capacidad de insinuar la potencia de unos senos embravecidos, dejaba ver unas piernas sólidas, que recortaban la evidencia de las caderas macizas, abiertas desde una cintura estrecha y tentadora. El pelo negro, levemente ondeado, en el más estricto estilo de los años cincuenta, le caía hasta los hombros, enmarcando una cara de cutis terso donde sobresalía la boca, gruesa, provocadora, y aquellos ojos que desde el viejo papel transmitían un vigoroso magnetismo.”

            Tal es el embeleso y la seducción ante esa imagen de Violeta del Río que el Conde, incitado por sus premoniciones e intrigas, decide investigar para saber dónde está o que pasó con esa cantante de boleros retirada en 1960 y de la que nadie o casi nadie se acuerda. A Pancho Carmona, marchante y librero a quien Yoyi el Palomo y el Conde le venden raros y costosos ejemplares hallados por él, le dice: “Pancho, ando averiguando por un single que se llama Vete de mí. Creo que es un 78...” Y Pancho, tras mover unos segundos “el mouse de su computadora mental”, le responde: “Es un 45, de una tal Violeta del Río. Lo grabó la casa Gema, creo que en 1958 o a principios de 1959. Tenía por una cara Vete de mí, de los hermanos Expósito, y por la otra Me recordarás, de Frank Domínguez. Una vez tuve uno y trabajo me costó venderlo.”

            Vale apuntar, entre paréntesis, que esa es la razón o más bien: la obediencia nocturna (y por todo lo que se narra entorno a la noctámbula bolerista y no sólo porque es el único disco que grabó) que explica que la novela se titule La neblina del ayer, pues es un verso del bolero Vete de mí (por lo que se lee en la obra y dice el ex periodista Silvano Quintero: “ése era su himno de combate, y lo cantaba siempre como si le fuera la vida en la canción”), y que las dos partes que la componen estén rotuladas como si se tratara del par de lados de un anacrónico vinilo de 45 revoluciones por minuto: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”. A lo que se añade el hecho sustancial de que en la novela se leen estrofas de ambos boleros (que el Conde oye en un ejemplar de ese raro y legendario disco). Y en esto coincide con el cuento Nueve noches con Violeta del Río, que además incluye una nota que lo patentiza: “Los boleros reproducidos total o parcialmente en el relato son: Me recordarás, de Frank Domínguez; Vete de mí, de Virgilio y Homero Expósito; y La vida es un sueño, de Arsenio Rodríguez.” (En la edición de Tusquets se lee al inicio y en la edición del Fondo al término.)

           

Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores
Ciudad de México, mayo de 2015

        Pero el caso es que Pancho Carmona, si bien recuerda los datos del disco, ignora de qué lado masca la iguana, es decir: todo de Violeta del Río; no obstante, evoca que el disco lo tuvo “hace como quince años” y que se lo vendió a Rafael Giró, el “cegato ese que escribe de música”. Ese musicólogo, de gruesas gafas y minúsculos ojos hundidos, tiene en su casa una colección de 12 mil 622 discos de 78 y 45, pero no los puede oír porque, les dice al Yoyi y al Conde: “mi tocadiscos está roto. Y en este cabrón país no hay agujas de tocadiscos. Estoy esperando que un amigo me traiga una de España”. Y como resulta que Rafael Giró aún tiene el disco de Violeta del Río, el Conde le propone un trueque: que le dé el disco a cambio de uno de los 218 libros que él y su socio llevan en siete cajas en la cajuela del inmaculado Chevrolet Bel Air 1956 del Yoyi. Y entre las maravillas que hojea oliéndolos y palpándolos con exclamaciones de asombro, Giró opta por la edición príncipe, de 1935, de la Historia universal de la infamia. Y si bien Giró no se preocupó “por saber dónde se había metido” “La Dama de la Noche”, pese a que oyó rumores de “Que se le acabó la voz” (“Ella tenía una voz chiquita, no era un chorro como Celia Cruz o como Omara Portuondo”, dice), sí ha oído o sabe (quizá sin corroborar) que sólo grabó ese disco, que “trabajaba en clubs y cabarets”, cuando en La Habana “habían más de sesenta clubes y cabarets con dos y hasta tres espectáculos por noche. Sin contar los restaurantes y los bares donde había tríos, pianistas y hasta conjunticos...” Y más aún, les bosqueja, magnifica y comprime (semejante a un paneo cinematográfico) la legendaria época habanera —en cuyo bosquejo subyace la cronista mano que en esos menesteres mueve la pluma (algo como la sangre late y circula en ella), la misma que tecleó las crónicas y entrevistas que se leen en Los rostros de la salsa (Tusquets, 2019):

          

Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores
Ciudad de México, marzo de 2020

         “—¿Se imaginan cuántos artistas tenía que haber para mantener ese ritmo? La Habana era una locura: yo creo que era la ciudad con más vida de todo el mundo. ¡Qué carajo París ni Nueva York! Demasiado frío... ¡Vida nocturna la de aquí! Verdad que había putas, había drogas y mafia, pero la gente se divertía y la noche empezaba a las seis de la tarde y no se acaba nunca. ¿Te imaginas que en una misma noche podías tomarte una cerveza a las ocho oyendo a las Anacaonas en los Aires Libres del Prado, comer a las nueve con la música y las canciones de Bola de Nieve, luego sentarte en el Saint John a oír a Elena Burke, después irte a un cabaret a bailar con Benny Moré, con la Aragón, con la Casino de Playa, con la Sonora Matancera, descansar un rato vacilando los boleros de Olga Guillot, Vicentico Valdés, Ñico Membiela... o irte a oír a los muchachos del feeling, al ronco José Antonio Méndez, a César Portillo y, para cerrar la noche, a las dos de la mañana, escaparte a la playa de Marianao a ver el espectáculo del Chori tocando sus timbales, y tú ahí, como si nada, sentado entre Marlon Brando y Cab Calloway, al lado de Errol Flynn y de Josephine Baker. Y después, si todavía te quedaba aire, bajar a La Gruta, ahí en La Rampa, para amanecer metido en una descarga de jazz de Cachao con Tata Güines, Barreto, Bebo Valdés, el Negro Vivar, Frank Emilio y todos esos locos que son los mejores músicos que ha dado Cuba? Eran miles, la música estaba en la atmósfera, se podía cortar con un cuchillo, había que apartarla para poder pasar... Y Violeta del Río era una de ellos...”

          

Paraba el tráfico
Calle Balderas con Ayuntamiento (c. 1957)
Ciudad de México
Foto: Nacho López

        Y como el Conde le pregunta si “¿Era una del montón?”, el cegato Giró le dice: “Ella no era Elena Burke ni Olguita Guillot, pero tenía su voz. Y su estilo. Y su cuerpo. Yo nunca la vi, pero Rogelito, el timbalero, me dijo un día que era una de las hembras más tremendas de La Habana. Paraba el tráfico.”

 III de IX

Así que Rogelito el timbalero, un vivaz, memorioso y parlanchín viejecillo nonagenario, retirado “hace como quince años”, quien subsiste en el oscuro cuchitril de un estrecho, mugroso y mísero vecindario, donde es auxiliado por una guajirita bisnieta —pese a la bonanza que tuvo y a las etapas de oro que vivió a partir de 1921—, le bosqueja al Conde (y al desocupado lector, lectora o lectore) el devenir que conoció “En más de sesenta años tocando en cuanta orquesta aparecía”, y una semblanza del encanto y la seducción de Violeta del Río:

         

Bailarines del Rumba Palace
La Habana, 1950
Foto: Constantino Arias 

         “[...] Desde los años veinte La Habana era la ciudad de la música, de la gozadera a cualquier hora, del trago en todas las esquinas, y eso le daba vida a mucha gente, no sólo ya a maestros como yo, que donde usted me ve pasé siete años en el conservatorio y toqué también en la Filarmónica de La Habana [¡ah chiguaguá!], sino a cualquiera que quisiera buscarse la vida con la música y tuviera agallas para insistir... Después, los treinta y los cuarenta fueron el tiempo de los salones de baile, los clubes sociales y los primeros cabarets grandes con casino de juego, Tropicana, el Sans Souci, el Montmartre, el Nacional, el Parisién, y de los cabarecitos de la playa, donde mi socio el Chori era el rey. Pero en los cincuenta aquello se multiplicó por diez, porque se abrieron más hoteles, todos con cabarets, y empezaron a ponerse de moda los night-clubes, había no sé cuántos en El Vedado, en Miramar, en Marianao, y ahí no cabían orquestas grandes, sino un piano o una guitarra, y una voz. Fue la época de la gente del feeling, y de las boleristas sentimentales, como yo les decía. Eran unas mujeres especiales, cantaban con deseos de cantar y dejaban la piel en el escenario, vivían las letras de las canciones y lo que hacían era pura emoción, pura emoción. Una de ellas fue Violeta del Río...

          

Pas de Quatre
La Habana, 1950
Foto: Constantino Arias

         “Me acuerdo haber visto a la Violeta, no sé, tres o cuatro veces, claro, yo no tenía tiempo de ir a ver a otros músicos. Una vez estaba en el cabaret Las Vegas, y otra, de la que mejor me acuerdo, en La Zorra y el Cuervo, donde había una pista así, chiquita, y ese día ella no estaba actuando, quiero decir, ella no actuaba allí, sino que estaba cantando porque tenía muchas ganas de cantar y Frank Emilio estaba en el piano porque tenía muchas ganas de tocar y como los dos tenían tantas ganas, lo que hicieron esa noche fue como para que a uno no se le olvidara nunca, así viva mil años. ¿Ya te dije que Violeta era una hembra de campeonato? Bueno, tenía dieciocho o diecinueve años y a esa edad está buena hasta la Madre Teresa de Calcuta. Era una trigueña así, quemadita, pero no mulata, de pelo negro-negro, ondeado, y una boca grande, linda, gorda, con los dientes parejitos, aunque un poquito botados, con mucha gracia. Pero lo mejor eran los ojos: un par de ojos negros que te enfriaban la vida cuanto te enfocaban, registrándote por dentro y por fuera, como un aparato de rayos X. Era una de esas mujeres que te ponen dulzón nada más que de mirarlas... Ella, me dijeron, a cada rato hacía eso de ponerse a cantar por cantar, disfrutaba cantando, siempre boleros, bien suaves, y los cantaba con un aire de desprecio, así medio agresiva, como si te estuviera contando cosas de su propia vida. Tenía un timbre un poco ronco, de mujer mayor que ha bebido muchos tragos en la vida, y nunca subía demasiado, casi decía los boleros, más que cantarlos, y cuando se soltaba a cantar la gente se quedaba callada, se olvidaba de los tragos, porque era como una bruja que hipnotizaba a todo el mundo, a los hombres y a las mujeres, a los chulos y a las putas, a los borrachos y a los marihuaneros, porque hacía de aquellos boleros un drama y no una canción cualquiera, ya te dije, como si fueran cosas de su propia vida y las contara allí, delante de todo el mundo.

       

Josephine Baker
La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

         “Aquella noche yo me quedé pasmado, me olvidé hasta de Vivi Verdura, una putona grande, como de seis pies, que se me había encarnado y estaba tumbándome los tragos. Y a la hora y pico, dos horas, qué sé yo, todo el tiempo que Violeta estuvo cantando, fue como andar lejos del mundo, o muy cerca, tan cerca como estar metido dentro de aquella mujer, sin querer salir nunca de allí... ¡Del carajo!... Ese día un fotógrafo que siempre andaba por los clubes y cabarets, porque se dedicaba a tirar fotos de los artistas para los periódicos y las revistas, me dijo: Rogelito, el milagro de Violeta no es que cante mejor, sino que sabe seducir. ¡Santa palabra!: ésa era la verdad. Tanta verdad que, oyendo un día una cosa por aquí y otra por allá, me enteré de que un tipo muy rico, de los ricos de verdad que no iban a los clubes, se había enamorado de ella, quería casarse y todo, aunque le llevaba como treinta años. Parece incluso que el señorón aquel fue quien pagó la grabación de un disco para lanzarla después al mercado grande y poder meterla en la televisión y hacerle luego long play con diez o doce canciones...”

 IV de IX

Pero entre el acopio de coloquiales testimonios que compila el Conde entorno a Violeta del Río, descuella el que en dos sesiones le aporta la anciana Flor de Loto, octogenaria resto de un naufragio, quien subsiste, tullida de un brazo y pobrísima, en el cuartucho de un miserable solar de lavanderas, el cual comparte con una sobrina gordísima que vende en la calle turrones de maní. Flor de Loto también bosqueja pormenores de su autobiografía, precisamente desde que a los 13 años, con un turgente y tentador cuerpo de pecado, empezó a venderse en el vecindario donde vivía con su madre viuda y su hermanita. A los 17, y porque ella buscó la oportunidad de bailar desnuda en un show, se convirtió en la estrella del Shanghai. Época de la que atesora una foto que le muestra al Conde (y luego al Yoyi):

 

Leda frente al espejo (1949)
Foto: Constantino Arias

         “Sin mirar a la anciana extendió la enorme fotografía y quedó frente a una mujer en sus veinte años, intensamente rubia, sólida, sonriente, hermosa, que se defendía de la desnudez total con unas coronas brillantes, como flores de loto, sostenidas sobre el pubis y los pezones de sus senos prodigiosos.”

       Allí en el Shanghai se le acercó un tal Louis Mallet, un franchute cuarentón con residencia en Nueva Orleáns, que se movía entre los Yunaites, Cuba, Honduras y Guatemala, quien al mes de conocerla le alquiló un “apartamentico cerca de la universidad”. Pero su vida dio un salto radical, que la hizo dejar el Shanghai, cuando Mallet, en el 55, la llevó a una casona en Varadero (una casa de madera como de película) donde hubo una reunión de hombres de negocios en la que estuvieron un tal Joe Stasi, el cubano Alcides Montes de Oca y el legendario mafioso Meyer Lansky, en la que hablaron de la construcción de hoteles con todas las atracciones para los turistas americanos, como los casinos de juego y un exclusivo servicio de prostitutas, con buenos salarios, del que Flor de Loto, la Rubia, sería la reclutadora y mánager. “A principios del 56 ya estaba lista la agencia” con 16 rameras de lujo, muy educadas, refinadas y pulidas por especialistas. Y, según le dice: “A fines de ese año la agencia funcionaba tan bien que debimos buscar más mujeres. En una de las invasiones, en un cabarecito en Cienfuegos, me encontré con una muchacha que cantaba allí tres o cuatro noches por semana, y además de ser una de las mujeres más bellas que había visto en mi vida, tenía una voz especial, yo decía que era una voz de mujer porque no podía calificarla de otra manera. Lo único horrible de la muchacha era el vestido pobretón que usaba y sobre todo el nombre, Catalina Basterrechea, aunque para mejorarla la gente le decía Lina, Lina Ojos Bellos.”

            Según Flor de Loto, “Lina no era puta ni tenía vocación de serlo”. Pero como la conmovió con su historia de Cenicienta maltratada, se dispuso a ayudarla y por ende la llevó a La Habana (la guajirita pobre “cargó con una maletica baratona”) y la instaló en su apartamentico. Y “Al mes, mes y medio de estar Lina en La Habana”, o sea: en enero o febrero del 57, hubo otra reunión en la casona de Varadero, a la que Flor de Loto llevó a Lina para que cantara y en la que estuvieron los citados hombres de negocios y “dos empresarios americanos, dueños de una compañía constructora que se iba a encargar de hacer unos hoteles allá mismo en Varadero”. Y, según dice, allí “se conocieron Alcides Montes de Oca y Lina Ojos Bellos: él tenía casi cincuenta y ella menos de veinte, pero esa noche, cuando terminó la conversación de negocios y Lina empezó a cantar, Alcides, nada más de verla y oírla, se enamoró como un loco de la muchacha.”

            Vale resumir, para el objetivo de la presente nota, que el mafioso Alcides Montes de Oca (fallecido en “marzo de 1961” en un accidente automovilístico “en los cayos del sur de la Florida”), entonces dueño de la enorme y valiosísima biblioteca preservada durante 43 años en la que el Conde halló el recetario del 56 con la hoja de Vanidades y en ella la foto de la bolerista, es el influyente adinerado que patrocinó y promovió la vertiginosa y fulgurante carrera de Violeta del Río. Le compró y amuebló un departamento en un edificio nuevo en Miramar y un coche (“un Morris de aquellos que parecían una cuña”), ambos bajo el nombre de Louis Mallet; “le consiguió un hueco para cantar en el segundo show de Las Vegas”, donde él la etiquetó como Violeta del Río. Y “enseguida empezó a hacerse famosa y a cantar en mejores lugares, hasta llegar al show del Parisién, cuando ya La Habana la conocía como la Dama de la Noche” (epíteto que el periodista Silvano Quintero, que la seguía, insomne, con la lengua de fuera y los ojos desorbitados, le endilgó en sus crónicas: “lo que Violeta cantaba nada más tenía sentido si se oía en la noche, cuanto más tarde mejor”). Él financió, en el 59, la grabación del single Vete de mí. Pero ante la vorágine de expropiaciones y prohibiciones que conllevó la huida de Batista y el avance del triunfo de la Revolución, “a finales de 1959 Violeta anunció su retiro del espectáculo”, pues planeaba irse a Norteamérica con Alcides (viudo desde el 56) y sus dos hijos adolescentes, donde se casaría con él y empezaría una vida de señorona burguesa, lejos de los escenarios y de las cabareteras luces del bolero cubano. Pero no se fueron de inmediato, como sí lo hicieron el judío Meyer Lansky y el francés Louis Mallet. Y hasta 1960 “Alcides empezó a preparar la salida de Cuba tratando de salvar lo salvable, aunque perdió cantidad de dinero cuando empezaron a intervenir centrales azucareros y a nacionalizar negocios americanos en los que él tenía acciones”.

         

Haga juego
Casino Parisién, La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

             Y ante la inminencia de la salida de Cuba rumbo a los Yunaites, Flor de Loto se enteró del presunto suicidio de Violeta del Río. Según le dice al Conde: “Yo me vine a enterar de lo que había pasado el lunes siguiente, cuando fui al apartamento de Violeta para saber cómo le había ido en lo que nosotras le decíamos su entrada triunfal en el gran mundo de los Montes de Oca. Cuando llegué, me extrañó ver un movimiento raro y a la que me encontré allí fue a Nemesia Moré, la secretaria de Alcides. Ella me recibió como si yo fuera una extraña y me pidió que me fuera inmediatamente. ¿Pero quién coño es usted?... Ésta es la casa de mi amiga, empecé a decirle, y la muy bestia me soltó la bomba de un tirón: Su amiga está muerta y usted ya no es bienvenida en esta casa... En aquel momento me quedé paralizada y sólo atiné a preguntar qué había pasado. Se suicidó, me dijo la mujer, y me advirtió: No llame al señor Alcides, está muy afectado y lo mejor es dejarlo en paz.”

 V de IX

Vale resumir que catalizado por sus premoniciones y presentimientos, y a través de sus laberínticas averiguaciones (incluso en los virulentos bajos fondos asesinan a un informante de sus tiempos de detective policíaco y a él le dan una golpiza y lo dejan inconsciente y despierta en el hospital rodeado y apapachado por Tamara y sus socios de siempre), el Conde, con el apoyo de Manolo (el capitán Manuel Palacios, quien era sargento y su auxiliar cuando el librero era teniente investigador de la Central), sí llega a desvelar que la bolerista no se suicidó, sino que subrepticiamente fue asesinada con dos píldoras de cianuro diluidas en el jarabe para la tos que estaba tomando en su departamento.

            Pero antes de esto, en un pasaje sobre su desasosiego y las preguntas sobre lo que pudo suceder con la enigmática Violeta del Río, mientras comparte unas botellas de ron con el Flaco Carlos, el Conejo y Candito el Rojo (tres de sus entrañables socios desde la época setentera del Pre de La Víbora), les habla de la bolerista y de sus intrínsecas inquietudes entorno a ella; y entonces el Flaco le dice: “¿Te acuerdas, Conde, cuando cerraron los clubes y los cabarets porque eran antros de perdición y rezagos de pasado?” A lo que añade Candito: “Y para compensar nos mandaron a cortar caña en la zafra del setenta. Con tanta azúcar íbamos a salir de un solo golpe del subdesarrollo [...] Cuatro meses estuve cortando caña, todos los días de Dios.”

           

Viñeta de Edu Molina

           Tarea obligatoria que en Nueve noches con Violeta del Río también vivió el anónimo universitario que se tropezó, el jueves 2 de octubre de 1968, con la clausura de los antros de La Rampa, pues según evoca, tras enterarse, por “La Voz de Oro del Bolero”, que la bolerista recién se había fugado a Miami en una lancha, recuerda: “atravesé otra vez el descampado donde morían bajo el sol implacable las posturas de un café que nunca nadie tomaría, y comencé a llorar, mientras trataba de alejarme de la agobiante necesidad que me había creado aquella mujer. En verdad, no fue fácil; durante años me negué a escuchar boleros y por años me fue imposible amar a otra mujer: ninguna me permitía alcanzar las escalas de placer que había disfrutado con ella, y el sexo me parecía repetitivo y vacío. Pero el paso de esos mismos años, el empeño que puse en mis estudios, los largos meses que pasé lejos de La Habana, cortando caña para la Grana Zafra Azucarera que no resultó ser tan grande como se esperaba y no nos libró del subdesarrollo, y, sobre todo, la llegada de otra mujer —mi mujer—, me ayudaron a aliviar aquel recuerdo que nunca pude matar del todo y que guardé en el cofre cerrado de las más dolorosas nostalgias.” Sitio, íntimo y secreto, donde también yacía la foto de Violeta del Río, guardada durante treinta años.

 VI de IX

Resguardo parecido al que hizo, nada menos, que el progenitor de Mario Conde. Es decir, casi al principio de su pesquisa, el ex policía consultó al párroco Mendoza, ya octogenario, quien conoció a su abuelo el gallero Rufino el Conde y a su padre, de quien le revela que “en 1958” (cuando el Conde tenía “Tres años”) se “enamoró de una cantante”. Y aunque no puede confirmarle si esa cantante era Violeta del Río, esto sí parece embonar (luego embona) con la especie de déjà vu que el Conde les comenta a sus citados compinches en la citada sesión de ron:  

   “Desde que me enteré de la existencia de esa mujer me pasó una cosa muy rara: era como si alguna vez yo hubiera sabido algo de ella y después lo hubiera olvidado. No sé de dónde me viene esa idea, pero si consigo saber qué pasó con ella, a lo mejor encuentro el origen de esa sensación... Después, cuando oí el disco [gracias al portátil y empolvado tocadiscos del Flaco, que incluso se lleva a su casa para oírla a solas y en la intimidad], Violeta acabó de complicarme la vida.”

   Así que en un episodio pre masturbatorio entorno a la voz y a la seductora imagen fotográfica de Violeta del Río, de pronto lo catapulta un borroso recuerdo (de la neblina del ayer) que le lleva a registrar, desnudo y en el cuarto de los trebejos, el cajón de madera donde su padre guardaba varios objetos y que él no había vuelto a mirar desde su lejana muerte. Saca de allí:

“Un viejo guante de beisbol de modelo prehistórico, dos álbumes de fotografías, un sobre con diplomas por méritos laborales, un par de zapatos blancos y negros de puntera afilada, una libreta de teléfonos carcomida, dos cajas de oxidadas cuchillas Gillette, la gorra de conductor de ómnibus con su chapa de identificación, fueron saliendo del baúl hasta que Conde vio lo que su memoria al fin le había remitido desde el recodo de sus más turbios recuerdos. El sobre original aparecía desvaído por la humedad y los años, pero resultaba inconfundible: metió la mano y extrajo el pequeño disco, iluminado con la circunferencia amarilla donde brillaba la gema de la casa grabadora. Conde acarició la placa plástica y descubrió que su superficie se había ondulado, convirtiéndola en un objeto inservible. Consiguió al fin recordar a su padre, sentado en la sala de esa misma casa, envuelto en una penumbra que su mirada de niño sentía misteriosa, dedicado a escuchar ese disco, deglutiendo, quizás, sensaciones similares a las que, más de cuarenta años después, aún podían alarmar a su hijo. La recuperación de aquella imagen de un hombre espantosamente solo que oye cantar a una mujer desde un aparato eléctrico le pareció que, de alguna manera, explicaba al fin su visceral empatía con una voz que había recibido por primera vez hacía tanto tiempo y que se había empozado en su mente, dormida mas no muerta. ¿Hasta qué punto su padre había amado a aquella mujer a la que escuchaba en la oscuridad? ¿Por qué había conservado para siempre aquel disco, tal vez ya inservible mucho antes? ¿Qué le había dicho a su hijo aquella noche perdida en el ayer? ¿Y por qué él, tan recordador, se había olvidado de aquel episodio peculiar que debía haberse mantenido a flote en sus recuerdos? Mario Conde acarició otra vez la superficie plástica, ondulada como un mar nocturno [Mar que teje en la sombra su tejido flotante], y pensó que su padre había sido uno más de los hombres que habían sucumbido a la capacidad de seducción de Violeta del Río y que, como Silvano Quintero, seguramente lloró al conocer la noticia de su muerte y al comprender que de ella ya sólo quedaba el testimonio de su voz estampado en los surcos de aquel pequeño disco.” (Lo llevo en mí como un remordimiento,/ pecado ajeno y sueño misterioso,/ y lo arrullo y lo duermo/ y lo escondo y lo cuido y le guardo el secreto.)

   Conjetura probable, pues casi como preámbulo de la última confesión que le brinda Flor de Loto sobre la temible personalidad del mafioso Alcides Montes de Oca, le dice a quemarropa: “Tu padre iba a cada rato a oír cantar a Violeta y empezaba a darse tragos, hasta que se caía de la silla. Dos veces vi cómo lo sacaban a rastras del club. Tu padre era un cobarde, nunca tuvo valor para acercarse a Violeta. Yo hablé con él dos o tres veces, me daba lástima. El pobre infeliz, estaba enamorado como un perro... [El amor es un perro infernal, Bukowski dixit.] Estuvo dándole vueltas a Violeta hasta que alguien le dijo que si quería seguir caminando con las dos piernas, mejor no apareciera más por donde ella estuviera cantando. Desde ese día no volví a verlo...”

   

El sueño
La Habana, 1959
Foto: Raúl Corrales

        Vale observar, entonces, que Alcides Montes de Oca, que procuraba simular la impoluta y respetable imagen de un hombre decente y convencional, era un mafioso de cuidado y muy vengativo. Al parecer borró del mapa, o hizo borrar, al chofer de la familia que figuraba como padre del par de hijos bastardos que tuvo con Nemesia Moré, su secretaria, administradora y ama de llaves: Dionisio y Amalia Ferrer (el vivo retrato de Alcides), los famélicos y harapientos viejecillos que han custodiado la regia biblioteca durante 43 años en la mansión en El Vedado edificada a todo lujo en 1921. Ordenó que el negro Ortelio, su gorila y chofer en La Habana, dejara tullido, descarrilado y timorato para siempre, al entonces periodista Silvano Quintero de 25 años. Y a Flor de Loto la amenazó la última vez que lo vio en las inmediaciones de la Western Union, cuando ya había muerto Violeta del Río y ella pretendía hablar con él sobre el supuesto suicidio:

   “Lo que me dijo Alcides es que no metiera la nariz donde no debía. En ese momento él no podía arriesgar el futuro de sus hijos [el par de herederos que tuvo con la fallecida Alba Margarita, ‘una de los Méndez-Figueredo, los dueños de dos centrales azucareros en Las Villas y ni se sabe de cuántas cosas más’, y quizá la dueña del recetario del 56, el año en que murió] y por eso se iba, pero pensaba volver en cuanto pudiera, porque tenía que arreglar aquí ciertas cosas. Y su chofer, el negro Ortelio [con aspecto de bóxer y boxeador, tal vez parecido al hercúleo y temible Mike Tyson y con la altura de Michael Jordan], se iba a ocupar de algunos de sus negocios y uno de ellos era que nadie revolviera la muerte de Lina o sus reuniones secretas con Lansky. Todo, como Lina, debía quedar muerto y sepultado hasta que él volviera y lo desenterrara. Por mi bien, me dijo, yo debía olvidarme de todo, especialmente de comentarle aquella conversación a la policía... Y lo dijo de una manera que todavía me espanta. Por eso cerré la boca y no averigüé más. Aquel hombre no era de los que te pedían algo por gusto y luego se olvidaban. No, nunca, fue de ésos...”

 VII de XIX

Parte de la intriga (o intrigas) de la novela La neblina del ayer la suscitan e implican las diez cartas en cursiva que “Tu Nena” (Nemesia Moré) le dirige a su “Querido mío” (Alcides Montes de Oca), las cuales se hallan entreveradas entre los capítulos de las dos partes de la obra: “Vete de mí” y “Me recordarás”. Fechadas, cronológicamente, entre el 2 de octubre (de 1960) y el 19 de marzo (de 1961), esas cartas (especie de páginas de un diario íntimo y secreto) nunca fueron enviadas a nadie y estuvieron ocultas entre los libros de la enorme biblioteca, donde luego aparece asesinado Dionisio Ferrer. Sorpresivo e inesperado crimen que suscita la intervención de la policía con el capitán Manuel Palacios a la cabeza de la investigación, que interrumpe el boyante negocio de compraventa de libros que estaban haciendo el Conde y su socio Yoyi el Palomo, y los coloca entre los sospechosos y por ende son fichados e interrogados en la Central. Y si bien el Conde llega a saber de la existencia de esas cartas, no pudo leerlas y enterarse de su contenido porque Amalia Ferrer las localizó y destruyó.

            Vale resumir que en varias de esas misivas Nemesia Moré, al unísono de que reporta un paulatino deterioro mental, lamenta que Alcides la suponga la asesina de la bolerista; pero luego habla del temor que él le suscitaba y de la posibilidad de que él sea quien la mató. Y casi por último, previo al comentario de la muerte de Alcides en Estados Unidos, refiere el descubrimiento, doloroso e inquietante para ella, de la persona (sangre de su sangre) que sustrajo dos píldoras de cianuro de una adquisición para combatir una plaga de ratones en el jardín.

            Vale subrayar que en septiembre de 2003, Nemesia Moré es una anciana nonagenaria recluida (y escamoteada) en una recámara de la casona de El Vedado, más que por su remota pérdida de la razón y del habla, por el oculto, empantanado y ponzoñoso sadismo de su hija Amalia Ferrer, inextricable a su evidente psicosis. Y el patético y lastimoso estado en que la descubren el Conde y el capitán Manuel Palacios es el pasaje más estremecedor, macabro y espeluznante de la obra:

            “Decidido a resolver aquel enigma pospuesto, Conde dio un paso hacia el interior del cuarto y estuvo a punto de soltar un alarido. Sobre la cama imperial de madera oscura, con sólidas columnas talladas de las que colgaban unas gasas deshechas, estaba el cadáver viviente, completamente desnudo, de lo que alguna vez había sido un ser humano. Imponiéndose a sus deseos de echar a correr, Conde hizo un acopio de fuerzas y observó el esqueleto yacente sobre el colchón desprovisto de sábanas. Sólo el levísimo movimiento del aire en el diafragma hundido advertía que allí quedaba algún aliento de vida, pero el cráneo, definitivamente cadavérico, sumergido en la almohada, parecía desprendido del resto de cuerpo, de donde se había evaporado toda fibra muscular, como devorada por un carroñero voraz. Los brazos y las piernas inertes parecían gajos secos, quebradizos, y con horror Conde vio la abertura morada y tumefacta del sexo, macerada por los ácidos de la orina, y la piel colgante, plegada una y otra vez sobre sí misma, que alguna vez estuviera poblada por el monte de Venus. La muerte tocaba todas las puertas de acceso a aquel deshecho humano y hasta en el aire se respiraba el aroma amargo de su presencia.”

 VIII de XIX

No obstante la serie de testimonios y conjeturas, quizá vale dudar del presunto enamoramiento de Violeta del Río y su presunta decisión de dejar de cantar por cantar para convertirse en la joven, bella y esplendorosa cónyuge de un burgués mafioso y cincuentón cubano autodesterrado en Florida. Según le dijo la ex madama Flor de Loto al Conde: “Lina no era puta ni tenía vocación de serlo”, pero “podía estar dispuesta a hacer lo necesario para alcanzar su meta”. ¿Y cuál era su meta? ¿Ser una profesional del bolero que además podía, y podría, cantar por cantar en el escenario donde la contrataran y donde le diera su regalada gana? ¿O sólo ser la querida o gratificada esposa de un viudo y rico mafioso con dos hijos adolescentes? ¿Estaba realmente enamorada de ese hombre que metía miedo y la agasajaba con caros caprichos? ¿Su “himno de combate” Vete de mí lo cantaba así, como si fueran cosas de su propia vida, como si le fuera la vida, porque en esa letra subyacía o le imprimía algo oscuro y desesperado, quizá maldito, de amor-odio y coercitivo por la implícita y tácita omertà? A priori, por lo pronto, parece que sí gozaba a lo grande con el señor Alcides Montes de Oca, pues Amalia Ferrer, quien entonces tenía la misma edad que Violeta del Río, con la copia de la llave que tenía Nemesia Moré en su calidad de administradora y ama de llaves, se metió a la lujosa leonera en Miramar, según les confiesa al Conde y a Manolo, quien porta su uniforme de capitán de la policía:  

    “Lo primero en sorprenderme fue comprobar lo bien que vivía: en comparación con esta casa [la deteriorada, desamueblada y vetusta mansión en El Vedado donde se resguardó, intocable y durante 43 años, la enorme biblioteca de tres generaciones de Montes de Oca: cinco mil volúmenes que van del siglo XVI al XX], aquél era un apartamento modesto, pero estaba montado a todo lujo. Para mí fue como un golpe en el estómago entrar en la habitación y encontrarme con una cama matrimonial de estilo, más grande que las camas normales, donde seguramente se revolcarían ella y el señor Alcides, viéndose fornicar como animales en un espejo que habían hecho colgar del techo. En varios cofrecitos tenía joyas finas, debían de valer una fortuna. Y la ropa: clósets llenos de ropa cara, zapatos de las mejores marcas, hasta abrigos de piel que nunca habría podido usar en Cuba... Todo eso lo había comprado con el dinero que nos pertenecía a mamá, a Dionisio y a mí, yo, que jamás había usado una ropa como aquella y no tuve otra joya que una cadenita de oro y un anillo, el regalo del señor Alcides por mis quince años.”

    Y luego añade en su varias veces estremecedor monólogo: “fui a la sala del apartamento y saqué de su sobre el disco que había visto al llegar. Era el que el señor Alcides había pagado para que le grabaran. Lo coloqué en el tocadiscos y lo puse a funcionar. Cuando oí su voz, sentí cómo me temblaban las piernas. Ella cantaba una canción, se llamaba Vete de mí, y de pronto tuve la impresión de que se dirigía a mí. Por eso, sin esperar más, tomé las precauciones que había aprendido del veterinario, trituré las cápsulas y las diluí en el jarabe. Luego lo limpié todo y salí de la casa.

IX de IX

Aún en busca de respuestas, siguiendo su intuitiva e intrínseca pulsión, el Conde va a deambular, solitario, perruno apaleado y a pata pelada, por los noctámbulos sitios donde anduvo Violeta del Río con su tentador cuerpo de pecado (y donde previamente observó los actuales y variopintos ejemplares de la infame turba de nocturnas aves que pululan y talonean por allí):

            “Sin intenciones de buscar una respuesta satisfactoria, Conde se alejó del bullicio nocturno y tomó la pendiente de La Rampa, con los límites cronológicos de la nostalgia ubicados más allá de su memoria personal, mucho más allá de su más remoto recuerdo, y trató de encontrar los rastros todavía visibles de una ciudad rutilante y pervertida, un planeta lejano, conocido de oídas, escuchado en discos olvidados, descubierto en infinitas lecturas, y que en sus evocaciones siempre se le aparecía poblado de unas luces, clubes, cabarets, melodías y personajes que, ahora lo sabía, casi cincuenta años atrás debió de frecuentar Violeta del Río, con sus esperanzas a toda máquina, en busca de su lugar en el mundo.

       

Esperando el año
Hotel Nacional, La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

           “Transitó, sin detenerse, ante el lumínico revitalizado de La Zorra y el Cuervo, donde alguna vez cantó aquella mujer, vedado ahora a quienes no cargaran los cinco dólares norteamericanos capaces de abrir sus puertas y garantizarles una silla; contempló la entrada sólidamente clausura de La Gruta [donde en los 60 cantaba boleros la Violeta del Río del cuento], de la cual no salía ya ni el último eco de los acordes trasnochados que una vez hicieron retumbar aquella cueva musical cuando afuera comenzaba a salir el sol; miró sin emociones especiales las ruinas calcinadas del antiguo Montmartre, proletariamente rebautizado como Moscú y proféticamente devorado por un incendio unos años antes de la desintegración del imperio; pasó, como si huyera, frente al portón desangelado del cabaret Las Vegas, donde le llamó la atención la presencia de un hombre, más o menos de su edad [ídem el desterrado Fernando Terry en pos de la presunta novela perdida del poeta independentista José María Heredia y Heredia], que miraba con especial nostalgia el sitio ahora empapelado donde por tantísimos años se pudo beber el último café de las madrugadas habaneras; cruzó sin esperanzas ante la torre coronada por el Pico Blanco y no lo tocó ni un arpegio de guitarra; subió hacia el oscurecido Salón Rojo del Capri, con sus puertas atadas con una cadena, y por fin entró en los jardines del Hotel Nacional, atravesando la mirada hosca de los vigilantes, armados de walkie-talkies, que le perdonaron la vida cediéndole el paso sin hacerle preguntas, aunque visualmente lo acusaron de los cargos de ser cubano, de no tener dólares, de no ser del ambiente. Se detuvo unos minutos ante el pórtico lujoso y también dolarizado del Parisién, el cabaret donde alguna vez actuaron el inmortal Frank Sinatra —para que lo oyeran [el mafioso Lucky] Luciano, [Meyer] Lansky, Trafficante— y una joven olvidada que se hacía llamar Violeta del Río y cantaba por el gusto supremo de cantar.”

     

Frank Sinatra

          Pero si esa enigmática Violeta del Río, La Dama de 
la Noche de los 50, no hubiera muerto hace 43 años siendo una atractiva y seductora veinteañera que volvía locos a los hombres (y a las mujeres y demás fauna noctámbula), sin duda tendría una variante pizca (algo o mucho) de las ineludibles mutaciones (no me preguntes cómo pasa el tiempo) que el académico cubano (casi cincuentón) observa la noche del 16 de mayo de 1998, treinta años después, en la Violenta del Río que mira y escucha en la vaporosa y odorífica penumbra de La Cueva de Miami Beach cantando por cantar (o por el gusto supremo de cantar) el bolero La vida es un sueño:

           

Rita Montaner
La Habana, 1953
Foto: Constantino Arias

          “La señora que ahora remedaba el estilo dramático y despechado de la que alguna vez fue La Dama Triste del Bolero y animaba las noches perdidas de La Gruta, tenía sesenta años, algunas libras de más, un poco menos de su voz gruesa de entonces y el pelo de un rubio más exagerado, cayéndole ya sin furia sobre la cara. Sin embargo, dueña de sus posibilidades, el espectro de la mujer que una vez me había enloquecido, todavía conservaba una fascinante comunicación con sus canciones, siempre susurradas, como dichas al oído, con aquel sentimiento interior que tan bien sabía expresar Violeta del Río.”  

 

Constantino Arias y Raúl Corrales, Cuba. Dos épocas. Colección Río de Luz, FCE. Fotos en blanco y negro. Presentación de María E. Haya. Edición de Pablo Ortiz Monasterio. México, junio 15 de 1987. 72 pp.

Nacho López, Yo, el ciudadano, Colección Río de Luz, FCE. Fotos en blanco y negro. Presentación de Fernando Benítez. Edición de Pablo Ortiz Monasterio. México, agosto 30 de 1984. 80 pp.

Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 262 pp.

Leonardo Padura, La neblina del ayer. Colección Andanzas núm. 577, Tusquets Editores. México, junio de 2005. 360 pp.

Leonardo Padura, La novela de mi vida. Colección Andanzas núm. 470, Tusquets Editores. Barcelona, marzo de 2002. 350 pp.

Leonardo Padura, Los rostros de la salsa. Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores. México, marzo de 2020. 334 pp.

Leonardo Padura, Nueve noches con Violeta del Río. Ilustraciones en blanco y negro de Edu Molina. Colección Vientos del Pueblo, FCE. México, enero de 2022. 32 pp.

Xavier Villaurrutia, Obras. Poesía, teatro, prosas varias, críticas. Recopilación de textos de Miguel Capistrán, Alí Chumacero y Luis Mario Schneider. Bibliografía de Xavier Villaurrutia de Luis Mario Schneider.Letras Mexicanas, FCE. 1ª reimpresión, octubre 10 de 1974. México. 1096 pp.  

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Vete de mí (1966), corto, con Virgilio Expósito y la dirección de Alberto Ponce.