sábado, 8 de diciembre de 2012

Adiós, Hemingway



Náufragos en tierra firme

El cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) rubrica su novela Adiós, Hemingway (Tusquets, 2006) en “Mantilla, verano de 2000”; pero en el preliminar “Post scriptum” —firmado “Todavía en Mantilla, verano de 2005”— vagamente alude una versión anterior impresa en 2001 y el hecho de que a la presente (que parece la definitiva) le realizó “muy ligeros retoques, ninguno de los cuales cambia el sentido de la historia ni el carácter de los personajes”.  
(Tusquets, 1ra. edición mexicana, 2006)
Y para curarse en salud y eludir posibles susceptibilidades y equívocos, en su inicial “Nota del autor” afirma que si bien consultó fuentes bibliográficas y documentales, “el Hemingway de esta obra es, por supuesto, un Hemingway de ficción, pues la historia en que se ve envuelto es sólo un producto de mi imaginación, y en cuya escritura practico incluso la licencia poética y posmoderna de citar algunos pasajes de sus obras y entrevistas para construir la historia de la larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958”.
En este sentido, la novela Adiós, Hemingway oscila y se desarrolla en dos principales vertientes temporales; en una la voz narrativa, omnisciente y ubicua, elabora lo acontecido durante la susodicha “larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958”, precisamente en el interior de Finca Vigía, la casa cubana de Ernest Hemingway (desde 1941), donde éste, meditabundo e introspectivo, descubre en su jardín la chapa de un agente del FBI y poco después ocurre un asesinato nada menos que en la habitación de trabajo del escritor. 
Ernest Hemingay
En la otra vertiente es el verano de 1997 en La Habana y Mario Conde, empedernido bibliófilo, ya lleva ocho años de haber dejado la policía (como teniente investigador), a la que renunció para entregarse de cuerpo y alma a la creación literaria, lo cual, mientras subsiste de la compra-venta de libros usados y viejos para ciertos expendios callejeros, aún intenta realizar más allá de sus pálidos escarceos de amateur, signado por su recurrente, onírica e inasible visión ideal de claros visos hemingwayanos: “en su paraíso personal el Conde había hecho del mar, de sus efluvios y rumores, la escenografía perfecta para los fantasmas de su espíritu y de su empecinada memoria, entre los que sobrevivía, como un náufrago obstinado, la imagen almibarada de verse viviendo en una casa de madera, frente al mar, dedicado por las mañanas a escribir, por las tardes a pescar y a nadar y por las noches a hacerle el amor a una mujer tierna y conmovedora, con el pelo húmedo por la ducha reciente y el olor del jabón combatiendo con los aromas propios de la piel dorada por el sol”.
Museo Finca Vigía
Pero el meollo es que en el ahora Museo Finca Vigía, las raíces de un centenario árbol caído durante un tormentoso vendaval han exhumado los restos de un cadáver (“muerto entre 1957 y 1960”) y el teniente investigador Manuel Palacios, otrora adjunto del Conde, ha acudido a éste para que lo auxilie con las indagaciones del caso, lo cual, al Conde, le hace recordar, entre otras cosas, aquel lejano día de su niñez (julio 24 de 1960) en que su abuelo Rufino el Conde lo llevó frente al embarcadero de Cojímar y entonces, por primera y única vez en su vida, vio pasar caminando al legendario y controvertido Premio Nobel de Literatura 1954 y pudo gritarle con espontaneidad y candor infantil: “¡Adiós, Jemingüéy!”
Hemingway con tremenda pieza
Y si la voz narrativa paulatinamente reconstruye el escenario del crimen y del clandestino entierro (salpimentado con vivencias e íntimas evocaciones y reflexiones que hace el propio Hemingway) y deja una pizca de suspense para que el lector deduzca y ponga los puntos sobre las íes, las indagaciones y conjeturas de Mario Conde (con cierto apoyo de Manolo Palacios) hacen algo semejante.
Mario Conde, protagonista de La neblina del ayer (Tusquets, 2005) [de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)] y de la serie policíaca “Las cuatro estaciones”: Máscaras (Tusquets, 1997), Paisaje de otoño (Tusquets, 1998), Pasado perfecto (Tusquets, 2000) y Vientos de Cuaresma (Tusquets, 2001), en la presente novela rememora y patentiza su personal y crítica lectura y vínculo con la vida y obra de Ernest Hemingway (1899-1961). Es decir, a su modo lo baja del nicho y del pedestal, lo humaniza, lo torna un ser contradictorio y con leyenda negra, vulnerable y debilitado física y narrativamente; lo cual no riñe con los testimonios de dos de sus otrora cercanos empleados. 
Uno de ellos, Toribio el Tuzao, con 102 años de edad y la memoria muy viva, le dice al Conde que Hemingway era un “tremendo hijo de puta, pero le gustaban los gallos”; que “era un apostador nato”, mas “no le importaba el dinero”, sino la pelea y “el coraje de los gallos”. Que “meaba en el jardín, se tiraba de pedos dondequiera. A veces se ponía así, como a pensar, y se iba sacando los mocos con los dedos, y los hacía bolitas. No resistía que le dijeran señor. Pero pagaba más que los otros americanos ricos, y exigía que le dijeran Papa..., decía que él era el papá de todo el mundo”.
Leonardo Padura con sus perruchos
Pero en el condimento de la urdimbre novelística también tienen particular relevancia los episodios de la vida individual y doméstica de Mario Conde (con su perrucho Basura o leyendo desnudo una biografía de Hemingway o añorando a Tamara) y los que vive con dos de sus entrañables compinches de siempre: el Flaco Carlos en su sillón de ruedas (a cuya casa suele acudir a degustar los delirantes platillos que prepara Josefina, la madre de éste) y el Conejo y su dizque “imperturbable sentido dialéctico e histórico del mundo”.
En tal lindero es donde se entronca el ludismo y la desfachatez de Mario Conde. Por ejemplo, cuando al entrar al Museo Finca Vigía pide que lo dejen solo y entonces, antes de observar y reflexionar el entorno y los oscuros y polémicos entresijos de la historia de Hemingway, se quita sus zapatos y se calza los “viejos mocasines del escritor”; enciende un cigarrillo y se acomoda en “la poltrona personal del hombre que se hacía llamar Papa”. Y luego, en espera de que pase el súbito y veraniego chaparrón, se hecha en la cama de la tercera y última esposa de Hemingway y se queda dormido. 
Museo Finca Vigía
Y ya al término, para contarles al Conejo y al Flaco Carlos los pormenores de sus indagaciones, Mario Conde ha querido ir al embarcadero de Cojímar, donde otrora recalaba el yate de Hemingway y de escuincle, con su abuelo Rufino, lo vio pasar. Así, sentados los tres en el muro, ya consumida la tercera botella de ron, miran hacia el mar, hacia el norte, y recuerdan a Andrés, su compinche que emigró siete años antes. Entonces el Conde, que se ha colocado en la cabeza (a la manera de “gorro frigio”, dice) el blúmer negro de Ava Gardner (subrepticiamente hurtado por él en el museo) donde Hemingway solía envolver y guardar su pistola calibre 22, decide escribirle una carta en el papel de una cajetilla de tabacos: 
“A Andrés, en algún lugar del norte: Cabrón, aquí nos estamos acordando de ti. Todavía te queremos y creo que te vamos a querer para siempre... Dice el Conejo que el tiempo pasa, pero yo creo que eso es mentira. Pero si fuera verdad, ojalá que allá tú nos sigas queriendo, porque hay cosas que no se pueden perder. Y si se pierden, entonces sí que estamos jodidos. Hemos perdido casi todo, pero hay que salvar lo que queremos. Es de noche, y tenemos tremendo peo, porque estamos tomando ron en Cojímar: el Flaco, que ya no es flaco, el Conejo, que no es historiador, y yo, que ya no soy policía y sigo sin poder escribir una historia escuálida y conmovedora de verdad... Y tú, ¿qué eres o qué no eres? Te mandamos un abrazo, y otro para Hemingway, si lo ves por allá, porque ahora somos hemingwayanos cubanos. Cuando recibas este mensaje, devuelve la botella, pero llena.”
Así, en calidad de “náufragos en tierra firme”, cada uno la firma con su nombre. El Conde la introduce en uno de los pomos vacíos; se quita de la cabeza el otrora oloroso blúmer negro de Ava Gardner, lo mete en la botella, le coloca el corcho y la lanza al mar (previo trago de ron) gritando “con todas las fuerzas de sus pulmones” aquel lejano grito que restallara su garganta de niño: “¡Adiós, Hemingway!”


Leonardo Padura, Adiós, Hemingway. Colección Andanzas (595), Tusquets Editores. Primera edición mexicana. México, 2006. 210 pp.






lunes, 3 de diciembre de 2012

Memorias de España 1937



Rubita la revoltosa
“yo quería ser bailarina o general”

Elena Garro (1916-1998) —la primera esposa de Octavio Paz (1914-1998)— en 1982 le dijo en una carta al crítico Emmanuel Carballo sobre las pretensiones de su escritura: “a mi medida y modestamente trato de contar una historia para divertir al público”. En su crónica autobiográfica Memorias de España 1937 (Siglo XXI, 1992) lo logró: es un libro divertido, escrito con placer y humor, aún en instantes en que cuestiona, toma partido o alude lo doloroso y cruento: los tiroteos, los bombardeos, los racionamientos, las hambrunas, los asesinatos, las purgas estalinistas, las revanchas trotskas, y las detenciones y “paseos” de la cheka (policía política de la causa republicana), por decir algo. No obstante, no elude anécdotas muy tristes y dramáticas.
(Siglo XXI, México, 1992)
      Se decía que en 1937 Elena Garro tenía 17 abriles y Octavio Paz 23 (ahora se sabe que el 11 de diciembre de ese lapso ella cumpliría 21). Ese año el joven poeta —autor de los poemarios Luna silvestre (Fábula, 1933) y Raíz del hombre (Simbad, 1937)— regresa en avión a la Ciudad de México del mítico y distante Yucatán donde en Mérida, durante cuatro meses, había laborado en una escuela secundaria para hijos de trabajadores; ambos escuchan la Epístola de Melchor Ocampo el 25 de mayo; y en plena Guerra Civil Española viajan en junio a la Península Ibérica porque el joven Paz (autor de “¡No pasarán!”, poema en contra de los fascistas y a favor de los republicanos, escrito dos meses después de iniciado el conflicto e impreso en 1936 con el sello de Simbad, cuyos ingresos, de los 3500 ejemplares, donó al Frente Popular Español radicado en México) recibió una telegráfica invitación, que incitó Pablo Neruda (1904-1973), para que asistiera al II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que organizó (con patrocinio soviético) la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, el cual tuvo a Valencia como sede principal puesto que allí residía el Gobierno de la República que presidía el médico y político Juan Negrín (1892-1956). Su viaje coincide con el de otros mexicanos, protagonistas del libro y no todos miembros de la comunista LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios): Carlos Pellicer (1897-1977), Juan de la Cabada (1899-1986), Silvestre Revueltas (1899-1940), José Mancisidor (1894-1956), Fernando Gamboa (1909-1990), José Chávez Morado (1909-2002), María Luisa Vera y Susana Steel. Personajes que se observan, junto con otros (no todos identificados), en la única fotografía en blanco y negro que incluye el libro en el interior; mientras que el frontispicio fue ilustrado con un retrato de la joven Elena Garro posando de bailarina.
1. Rafael Alberti; 2. María Luisa Vera; 3. José Chávez Morado;
4. Fernando Gamboa; 5. Elena Garro; 6. Octavio Paz;
7. Susana Gamboa; 8. Silvestre Revueltas; 9. José Mancisidor.
Croquis al revés en el libro (Siglo XXI, 1992)
      Si bien las Memorias de España tienen como márgenes principales la partida de la Ciudad de México y el regreso por el puerto de Veracruz, los episodios, el itinerario y las vicisitudes que narra y comenta la autora no siguen una secuencia pormenorizada y cronológica: va y viene por el tiempo y por el espacio. “La memoria es una forma del olvido”, dijo Borges el memorioso. Y sí: aquí bullen un puñado de reflexiones y recuerdos que han sido fermentados, seleccionados, pulidos y decantados por la pátina del tiempo no sólo íntimo, por la reminiscencia y la amnesia personal, y por la febril y entusiasta imaginación literaria de la autora. Todo es novelesco, un constante divertimento, un nuevo festín de Esopo, sobrio, exagerado, ameno, con un ritmo vertiginoso, y poco importa qué tanto sea yerro o mentira o no se ajusten otras versiones con las versiones de Elena Garro. Por ejemplo, el pintor José Chávez Morado y el museógrafo Fernando Gamboa coinciden en que la exposición que ambos montaron por primera vez en Valencia y con la cual Gamboa inició su labor museográfica era de grabado y se denominó Cien años de Grabado Político Mexicano; pero Elena Garro, en fragmentos con mucha chispa, dice que se trató de un conjunto de pequeñas fotografías, mal tomadas y en blanco y negro, de los murales de Orozco, Siqueiros y Rivera. 
En este sentido, en los testimonios donde figura la impredecible Rubita (como dice Elena que la llamaba José Mancisidor), abundan los chistes, los chismes, las críticas, los sarcasmos, las aventuras, las caricaturas y los infantiles cuentos de nunca acabar como el que sigue: “En aquellos días yo era menor de edad, en España había una guerra civil y en México se daban de bofetadas en la calle los partidarios de uno y otro bando. Los mexicanos acudían a la embajada española para enrolarse en el ejército español. ‘Sí, sí, pero ¿en cuál bando?’, preguntaban los funcionarios. ‘En cualquiera, lo que quiero es ir a matar gachupines’, contestaban. Al menos eso se decía...” 
Elena Garro y Octavio Paz recién casados (Barcelona, 1937)
En este sentido, pululan las chuscas digresiones, como la siguiente, en la que Elena Garro, hija de padre español y madre mexicana, saca de la chistera una anécdota sucedida en Iguala, Guerrero, donde vivió de niña —incluso durante la Guerra Cristera (1926-1929)—, la cual, dice, en Madrid se la contó a Rafael Alberti después de narrarle la anterior, quien al oírla “se echó a reír” diciendo: “Esta chica, con esa vocecita sólo dice barbaridades”: “Yo sabía más que Rafael Alberti, porque venía de la H. Colonia Española. Le expliqué que un día del ‘Grito’ en un pueblo del sur invitaron a mi hermano menor y a mi primo Boni a ser pajes de la reina y de la princesa de los festejos patrios, porque ambos eran muy bonitos. Ésta fue la única vez que mi familia estuvo sentada en el estrado de honor en medio de los militares revolucionarios. Mi hermana mayor, Deva, y yo, nos escapamos del estrado y nos metimos entre la multitud. Como éramos muy chichas sólo vimos un techo de sombreros. De pronto llegó el ‘Grito’: ‘¡Viva México’!’... ‘¡Viva!’, coreó la multitud. ‘¡Mueran los gachupines!’... ‘¡Mueran!’, contestaron, y mi hermana y yo huimos hasta el portón cerrado de la casa a esperar el regreso de los criados, ya que jamás regresarían mis padres. Volvieron y furiosos nos dijeron: ‘¡Habéis arruinado el Grito! ¿Dónde andabais? Los militares, la reina, la plaza entera se revolvió para buscaros. ¡Sois imposibles!’”
Así que no asombra que sea Elena Garro la heroína de sí misma, la que se recuerda y trata con simpatía y afecto en cada una de las niñerías, travesuras, tonteras y burradas de escuincla burguesa que irritaban a Octavio Paz, lo cual implica y transluce la ineludible naturaleza de partícula revoltosa que la distinguía y que en 1992 aún la alentaba. 
En otra carta autobiográfica fechada en Madrid (marzo 29 de 1980) —ver Protagonistas de la literatura mexicana (SEP, 1986)—, Elena Garro le dice a Emmanuel Carballo sobre su temperamento, el mal heredado de su “fatídica” familia, idéntico, dice, al de su hija Helena Paz Garro (México, diciembre 12 de 1939): “Estas partículas revoltosas producen desorden sin proponérselo y actúan siempre inesperadamente, a pesar suyo”. Sus Memorias de España lo subrayan y celebran. Y aunque en un momento, ante las constantes reprobaciones, sermones y dictados de Octavio Paz, se detiene y dice: “Durante mi matrimonio, siempre tuve la impresión de estar en un internado de reglas estrictas y regaños cotidianos, que, entre paréntesis, no me sirvieron de nada, ya que seguí siendo la misma”, en realidad no depositó dolo ni resentimiento ni frustración ni nostalgia lacrimosa. Paz es visto con gracia (como también son vistos los criticados, los enemigos, los caricaturizados y los puestos en evidencia). Lo recuerda sin enojo, con la empatía, la complicidad y la estima de esos años. Numerosos pasajes dan cuenta de ello. Y entre los episodios risibles se hallan las vivencias en el Orinoco, el barco nazi que los traía de regreso a México; lo ocurrido en París durante la custodia de Silvestre Revueltas (ahogándose de alcohol, sin un quinto y sin abrigo) y los menesteres que emprendieron ambos para conseguir el monto que cubriera lo que el músico debía en el hotel y lo del pasaje de “ese hombre tan desnudo, tan indefenso, tan herido por el cielo y por los hombres”, como en 1962 recordó Juan Vicente Melo que dijo Octavio Paz del autor de partituras como El renacuajo paseador y Homenaje a García Lorca —ver Notas sin música (FCE, 1990)—.
Grupo de artistas e intelectuales mexicanos en Madrid:
José Chávez Morado, Elena Garro, Octavio Paz,
José Mancisidor, Pascual Pla y Beltrán, Fernando Gamboa,
Susana Gamboa y Silvestre Revueltas (septiembre de 1937).
Es posible que la foto se haya tomado ante las puertas de acceso
del Teatro Español de la Plaza Santa Ana,
ubicado frente al Hotel Victoria.
Imagen incluida en el libro de Julio Estrada:
Canto roto: Silvestre Revueltas (FCE/UNAM, 2012)
      Entre las anécdotas que evoca Elena Garro tienen cabida múltiples personajes históricos y legendarios: Luis Cernuda, Juan Marinello, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, César Vallejo, Manuel Altolaguirre, Vicente Huidobro, Alejo Carpentier, León Felipe, Juan Gil Albert, Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y su madre, María Zambrano, Angélica Arenal, Tina Modotti, y un numeroso etcétera. Por ejemplo, los fotógrafos Robert Capa (Endre Friedmann) y Gerda Taro (Gerta Pohorylle), cuyos seudónimos ella escribe “Kapa” y “Tarro”, amén de que el alias completo de ésta le sonaba parecido a su nombre y le adjudica la nacionalidad húngara. No desliza análisis sobre la Guerra Civil Española (1936-1939), el marxismo, el fascismo, el nazismo, el cardenismo, la democracia, el capitalismo, la libertad, la estalinista URSS, el Congreso Antifascista y las circunstancias sociales y políticas de aquí y acullá, pero sobre ello sí inserta lúdicas apostillas que hablan de su lucidez, sentido crítico y facilidad paródica.
       Puesto que en los testimonios de Elena Garro abundan los cuentos, pueden ser vistos como un conjunto de pequeños relatos. Está el que habla de Adalberto Tejeda, entonces embajador en París, soltando sonoras y hediondas flatulencias en la mesa de la comida y empeñado en no aportar nada, ni un solo quinto para el pasaje de regreso de Silvestre Revueltas; el Coronelazo Siqueiros en el frente de batalla vestido con un uniforme de “húsar austriaco” inventado por él; el día que en las trincheras de Pozo Blanco fue nombrada madrina de la Brigada 115, la brigada de los mexicanos a la que Silvestre debía escribir un himno; el episodio de cuando la delegación mexicana la puso a vigilar a Juan de la Cabada, quien debía escribir su cuento “Taurino López”, puesto que al menor descuido se escapaba al Café de la Paz para divagar con Manuel Altolaguirre; cuando de nueva cuenta la nombran vigilante pero ahora de Revueltas, que huía para hundirse en la bebida y quien la llenaba de insultos porque lo vigilaba y se recargaba en el piano para verlo producir las notas y que sólo encontró el leitmotiv de su composición ante la presencia de un soldado ruso, el mismo que a ella le regaló una muñeca Lencci vestida de ucraniana (idéntica a la que Paz no le quiso comprar en Barcelona) mientras le pedía que abandonara a su marido y se quedara con él; las absurdas noches de futbolito en París y la sesión surrealista en la casa de Robert Desnos donde “sólo se hablaba de sexo”; la vez que a escondidas compró de contrabando un paquete de cigarros Lucky Strike; o cuando sin decir nada a nadie y en pleno combate de balas “rojas” y “azules” fue a pedirle dinero a Paco Picos para comprarse dos capas españolas... O este otro que reza así: “María Luisa era la consentida de un ministro de Cárdenas [presidente de México entre 1934 y 1940], llamado Muños Cota y a quien los mexicanos llamábamos Muñoz Kótex, porque había inventado la educación sexual, lo que provocó que muchos padres indignados, al saber que subían al escritorio del maestro a sus hijos desnudos para mostrar con un puntero las partes sexuales, decidieron cortar las orejas a los profesores. Por eso hubo manifestaciones de maestros desorejados, que protestaban en el Paseo de la Reforma, en fila, muy serios, con las cabezas vendadas.”


Elena Garro, Memorias de España 1937. Siglo XXI. México, 1992. 160 pp.


domingo, 25 de noviembre de 2012

El hombre que miraba pasar los trenes



               De cómo lo imposible salta de repente
                   los diques de la vida cotidiana

Los habitantes de Groninga (un pequeño puerto de Holanda) viven sujetos a rancias y apolilladas costumbres y atavismos conservadores, decimonónicos, católicos y moralistas. Allí opera la empresa naviera de Julius de Coster el Joven, que en Zoon es la principal, tanto en Groninga, como en toda la Frisia neerlandesa. El primer empleado y encargado es Kees Popinga, el protagonista de El hombre que miraba pasar los trenes, novela del legendario Georges Simenon (1903-1989), cuya primera edición en francés data de 1938.

Georges Simenon
(1903-1989)
     Kees Popinga, de 40 años, ostenta su flamante titulito de capitán de la Marina Mercante, pese a que nunca ha navegado como tal. Habla el holandés, el inglés, el francés y el alemán. Durante 16 años (siempre como lo dictan las buenas costumbres, la moral y las leyes) ha pretendido ser un buen esposo, un buen padre y un excelente trabajador. Bajo tales preceptos y prerrogativas siempre ha buscado elegir las cosas de mejor calidad: la mejor esposa, la mejor casa, el mejor barrio, la mejor estufa, la mejor bicicleta, los mejores hijos, los mejores puros, el mejor club de ajedrez. 
Pero el subrepticio y secreto meollo de toda esa carátula y maquillaje es que oculto en el rincón de una permanente abulia e incapaz de amar y comunicarse con nadie, siempre está tratando de convencerse a sí mismo de la excelencia de sus principios, de su buena conducta y de las cosas que obtiene con el sudor de su frente. 
Un día de diciembre, en medio de la atmósfera navideña, al ir al Wilhelmine Canal para verificar el cumplimiento de los suministros del Océano III, se encuentra con que ciertas provisiones no han sido entregadas. Con vergüenza y alarma ante lo que ocurre, busca a Julius de Coster. No lo halla en su casa, pero sí lo reconoce en el Petit Saint Georges, el más vergüning entre los vergünings, es decir, el cafetín de más baja estofa, al que ni el mismo Kees Popinga se atrevería a entrar. 
Julius de Coster el Joven se rasuró la barba (la más glacial de Groninga), viste otras ropas y en un atado esconde su clásica indumentaria negra, tan flemática y célebre, como sus andares y su sombrero negro, entre hongo y chistera. Ingiere ginebra e invita a Kees Popinga a que beba con él, mientras le confiesa que al día siguiente la empresa será declarada en quiebra fraudulenta y que a él lo buscará la policía, pero que antes de fugarse simulará un suicidio al lanzar su recurrente y reconocible atavío al Wilhelmine Canal. 
Julius de Coster el Joven le hace ver a Kees Popinga que siempre fue un empleado fiel, pero imbécil, al no percatarse de lo negro y sucio del negocio, cuya pestilencia y miasmas ya eran añejas. Más aún, le dice que el viejo de 83 años, su padre, el fundador de la empresa, hizo su rutilante fortuna traficando municiones estropeadas para la guerra de Transvaal, las cuales adquiría a bajo precio en Bélgica y Alemania. Julius le da a Kees 500 florines para que afronte el derrumbe (no podrá seguir pagando la casa ni el coste de su vida) y se despide al abordar, con boleto de tercera, uno de esos trenes nocturnos, sórdidos y silenciosos que tanto atraen y seducen a Kees Popinga.
     La inesperada revelación de Julius de Coster destapa la cloaca: ese establishment no es más que el disfraz y el maquillaje que camuflan el nauseabundo trasfondo de la “moral” burguesa que impera allí. “Tendré un nombre honorable, un estado civil indiscutible y formaré parte de esa categoría de personas que pueden permitírselo todo porque poseen dinero y cinismo”, apunta Kees Popinga en una carta, pensando en Julius de Coster el Joven, su arquetipo, el que siempre hizo lo que él siempre tuvo ganas de hacer: una empresa con rostro respetable y doble moral, al que si bien (es parte del síndrome) su esposa lo engañaba con uno de los dizque inmaculados miembros del club de ajedrez (precisamente desde una sacrosanta y honorable Nochebuena), Julius, en contra partida, acudía a una casa de citas y sostenía, en Groninga, a una bella bailarina de vestidos llamativos: la Pamela, a quien luego instaló en el Carlton, en Ámsterdam, donde además de ésta se daba el lujo de ver (al mismo tiempo) a otras “amigas”.
      La confesión de Julius de Coster el Joven y las circunstancias personales y psíquicas de Kees Popinga hacen mella. Opta por lo que siempre deseó: entre la mujer de Julius y la Pamela, se decide por ésta. Toma entonces un tren, que para él —que siempre se aburría de noche y en medio de la rutina y de la simulación doméstica de cada tarde—, al oírlos alejarse, le transmitían e impregnaban un dejo de angustia y nostalgia que le hacían pensar cosas viciosas y promiscuas en los oscuros compartimientos, pero también en los viajeros que se van para siempre y nunca regresan a lo insulso y vacuo de su gris y chata cotidianidad. 
Así, se dirige a Ámsterdam con la intención de ver y seducir a la Pamela; pero ésta se ríe de él y Kees la asesina, quizá sin proponérselo. Toma un tren nocturno y se marcha a París.
(Tusquets, México, 1993)
      A partir de su partida de Groninga y del súbito asesinato, Kees Popinga, que registra su itinerario en un cuadernillo, se convierte en un prófugo de la maleable y sobornable justicia, al que los periódicos amarillistas llaman el sátiro de Ámsterdam, loco y paranoico; pero también se convierte en un solitario que huye del Kees Popinga, “conservador” y “responsable” que, en el fondo, nunca quiso ser. 
Así, la novela de Georges Simenon tiene un matiz psicológico y psicótico. El lector asiste a las andanzas en París de Kees Popinga: restaurantes, brasseries, bistrots, boîtes, hoteles, prostitutas, calles, avenidas, sitios célebres como Montmartre y el río Sena; al instante en que conoce a Jeanne Rozier y al momento en que atenta contra ella; cuando conoce a Louis, el gigoló de ésta y jefe de la “banda Juvisy”, una pandilla de robacoches con la que Kees actúa; al taller de autos de Goin y su hermana Rose; a la partida de ajedrez contra dos estudiantes en la que Kees Popinga se dice a sí mismo que es un estratega y un campeón sin igual; a las cartas que le escribe al comisario Lucas y a otras que destina a los periódicos y en las que, según él, cuenta episodios de su vida y desmiente lo que se le atribuye. Pero sobre todo el lector asiste a su naufragio interior, a sus delirios megalómanos, a sus manías, fobias y antagonismos. 
En Groninga, su megalomanía se limitaba a proveerse del mejor aburguesamiento, según sus prejuicios y alcances. En París, en cambio, su delirio se exacerba y desborda. En sus notas del cuadernillo, en lo que escribe para los periódicos, en sus cavilaciones y contradicciones, afirma y da por hecho, que nadie es más fuerte e inteligente que él. Y ante el rastreo que encabeza el comisario Lucas, Kees Popinga supone que contra éste y contra el mundo, juega una especie de ajedrez, del que él, sin duda, es el mejor estratega y el mejor jugador. 
Sin embargo, sus propios actos empiezan a revelar que no pasa de ser un simple aficionado, un tipo perseguido y acosado por sus fobias y fantasías más íntimas, por sus propias trampas paranoides. Así, casi al final, luego de que un carterista famoso en toda Europa lo deja sin un franco, no se atreve a robar el dinero que necesita para sobrevivir y ni siquiera a sustraer la ropa de un clochard tirado en la calle, cosas que le hubieran servido para ocultarse por un tiempo; sin embargo, pese a sus delirantes vaivenes, en los que ya se aterra, ya se da ánimos, siempre supone que no pierde la partida. Y esto sigue suponiendo a pesar de que termina atrapado por la policía y luego en un manicomio parisino en el que lo manosean e interrogan y en el que más tarde lo exhiben ante un grupo de especialistas, mientras un siquiatra, que lo mueve y señala, dicta una conferencia como si se tratara de un estrambótico bicho, un conejillo de Indias o un monstruo de circo o de feria, quizá a imagen y semejanza del legendario y patético hombre elefante. 
Ya en Holanda, en otro manicomio, continúa sin decir una palabra sobre su caso, su dizque triunfo silencioso (cuasi síndrome de Bartleby el escribiente), que no es otra cosa que la mórbida obstinación, el rechazo y la fobia con que se niega a volver a ser el Kees Popinga, gris y conservador que siempre fue. 
Allí recibe las visitas de su mujer. Y dizque en un cuaderno se ha propuesto escribir “La verdad sobre el caso de Kees Popinga”, sus memorias, pero fuera del título no escribe nada (“preferiría no hacerlo”, podría decir). 
Tiempo después el siquiatra que lo atiende, al ver las páginas en blanco, parece preguntarle la razón de ello y Kees contesta: “No existe la verdad, ¿no le parece?” Respuesta que no riñe con los dobleces y equívocos de las distintas versiones de un mismo suceso o crimen, pues todo parece indicar que la verdad de un caso se escurre y esfuma entre las diferentes perspectivas y coartadas, todas convincentes o más o menos persuasivas, al parecer, precisamente como se plantea en Rashomon (1950), el célebre filme de Akira Kurosawa basado en dos narraciones de Ryunosuke Akutagawa: “En un bosque” y “El pórtico de Rashomon”.
Además de que la traducción al español de Emma Calatayud es verdaderamente amena, rítmica y envolvente y salpimentada de palabras en francés, cada uno de los doce capítulos de El hombre que miraba pasar los trenes, la novela de Georges Simenon, está precedido, en cursivas, por un cantarín, irónico y espléndido preludio de resonancias quijotescas; por ejemplo: “De cómo Julius de Coster se emborracha en el Petit Saint Georges y de cómo lo imposible salta de repente los diques de la vida cotidiana”; “De cómo Kees Popinga, pese a haber dormido del lado malo, se despertó de buen humor, y de cómo vaciló en escoger entre Eléonore o Pamela”; “De por qué no es lo mismo meter un alfil negro dentro de una taza de té que dentro de una jarra de cerveza”; y “De cómo Kees Popinga supo que un traje de vagabundo cuesta unos sesenta francos y de cómo prefirió quedarse desnudo”. 


Georges Simenon, El hombre que miraba pasar los trenes. Traducción del francés al español de Emma Calatayud. Colección Andanzas (200), Tusquets Editores. México, 1993. 232 pp.



miércoles, 14 de noviembre de 2012

El nombre de la rosa



Cada cosa/ Es infinitas cosas

El nombre de la rosa, la primera y voluminosa novela del celebérrimo semiótico Umberto Eco (Alessandria, Italia, enero 5 de 1932), apareció en italiano, en 1980, editado por Casa Editrice Vanlentino Bompiani & C.S.p.A. En este sentido, a estas alturas del siglo XXI y de su trascendencia global, resulta difícil no leer (o releer) la traducción al español (de Ricardo Pochtar) bajo la impronta de las poderosas imágenes cinematográficas del homónimo filme dirigido por Jean-Jacques Annaud (data de 1986), rodado a partir de la adaptación hecha por Gerard Brach, Umberto Eco, Andrew Birkin, Howard Franklin y Alain Godard. 
Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery) y Adso de Melk (Christian Slater)
El nombre de la rosa (1986)
Director: Jean-Jacques Annaud
Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery) y Adso de Melk (Christian Slater)
El nombre de la rosa (1986)
Director: Jean-Jacques Annaud
Es decir, difícil es adentrarse en las páginas de la novela sin evocar la atmósfera visual y la caracterización de Christian Slater en el papel del adolescente y novicio Adso de Melk y la de Sean Connery en el papel de fray Guillermo de Baskerville, el franciscano y ex inquisidor que arriba a la escarpada abadía benedictina del norte de Italia como consejero y teólogo del emperador Ludovico para participar en una “doble querella que oponía de una parte al emperador y al Papa, y de la otra al Papa y a los franciscanos”; quien durante esos siete días de finales de noviembre de 1327 se ve impelido a investigar una serie de crímenes y asesinatos de monjes, pesquisa que desemboca en la búsqueda y localización de un libro envenenado y en el descubrimiento de los entresijos y prejuicios de la mentalidad diabólica, atávica, obtusa, egocéntrica y maldita del anciano benedictino Jorge de Burgos, el ex bibliotecario ciego (que sigue siendo el mero bibliotecario), conocedor de los abismales secretos de la proscrita biblioteca, la más rica de la cristiandad de la época (que termina consumida por el fuego), cuya construcción es un laberinto poblado de espejos y de mortales trampas, que hacen pensar en las pesadillescas y laberínticas prisiones grabadas al aguafuerte por Giovanni Battista Piranesi (1720-1778), y por antonomasia (y por la aliteración) en Jorge Luis Borges (1899-1986), arquetipo de bibliotecario ciego, entre cuyos temas recurrentes descuellan el espejo y el laberinto, uno de los cuales es la biblioteca infinita de “La biblioteca de Babel” (entre cuyas galerías hexagonales abundan los espejos, las escaleras en espiral y las mortales trampas), cuento incluido en El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941) y luego en Ficciones (Sur, 1944).   
De la serie de aguafuertes Carceri d'Invenzione (c. 1745-1761)
Autor: Giovanni Battista Piranesi (1720-1778)
De la serie de aguafuertes Carceri d'Invenzione (c. 1745-1761)
Autor: Giovanni Battista Piranesi (1720-1778)
Pero en ese deambular por “las galerías y los palacios de la memoria [los libros de la biblioteca], como San Agustín escribió”, Borges también sintió (más de una vez) la gravitación de la rosa, según lo implica el título de su poemario La rosa profunda (Emecé, 1975) y el sentido del poema que lo cierra: “The unending rose” (“La eterna rosa”). “La rosa”, poema de su primer poemario: Fervor de Buenos Aires (Edición de autor, 1923), cuyos versos: “la rosa que resurge de la tenue/ ceniza por el arte de la alquimia”, prefiguran “La rosa de Paracelso”, cuento compilado póstumamente en La memoria de Shakespeare, libro del tomo II de sus Obras completas (Emecé, 1989). “Una rosa amarilla”, poema en prosa de El hacedor (Emecé, 1960). “Una rosa y Milton”, soneto de El otro, el mismo, poemario incluido en el volumen Obra poética 1923-1964 (Emecé, 1964). Y un espléndido y enigmático fragmento que se lee en el prefacio a su Biblioteca personal: 
“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo [‘que otros llaman la Biblioteca’], hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin por qué, dijo Ángelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede.” 
Borges recibiendo una rosa de oro (peso: medio kilo)
("homenaje a la sabiduría")
Universidad de Palermo, Sicilia (1984)
Y en “El golem”, poema de El otro, el mismo, en cuya cuarteta inicial se lee: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ El nombre es arquetipo de la cosa,/ En las letras de rosa está la rosa,/ Y todo el Nilo en la palabra Nilo.” No deja de estar parafraseada y cifrada la novela de Umberto Eco, no obstante la puntualización hecha por éste en sus Apostillas a “El nombre de la rosa” (Lumen, 1986): “Desde que escribí El nombre de la rosa recibo muchas cartas de lectores que preguntan cuál es el significado del hexámetro latino final, y por qué el título inspirado en él. Contesto que se trata de un verso extraído del De contemptu mundi de Bernardo Morliacense, un benedictino del siglo XII que compuso variaciones sobre el tema del ubi sunt (del que derivaría el mais où sont les neiges d’antan de Villon), salvo que al topos habitual (los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo lo traga la nada) Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece sólo nos quedan meros nombres. Recuerdo que Abelardo se servía del enunciado nulla rosa est para mostrar que el lenguaje puede hablar tanto de las cosas desparecidas como de las inexistentes. Y ahora que el lector extraiga sus propias conclusiones.”  
Como se recordará, el anciano Adso (en el frío monasterio de Melk, octogenario y con las lentes que otrora fueron de fray Guillermo de Baskerville), termina así el manuscrito de los sucesos que durante esos siete días de finales de noviembre de 1327 le ocurrieron de jovencito en la siniestra abadía: “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.” Verso latino del que Tomás de la Ascensión Recio García aventura y comenta en la nota correspondiente de su “Traducción y breve comentario de los textos latinos que aparecen en El nombre de la rosa de Umberto Eco”: 
   “Ultima frase del libro: ‘permanece la primitiva rosa de nombre, conservamos nombres desnudos’, o ‘de la primitiva rosa sólo nos queda el nombre, conservamos nombres desnudos [o sin realidad]’, o ‘la rosa primigenia existe en cuanto al nombre, sólo poseemos simples nombres’.
“Respecto al último texto latino que aparece en El nombre de la rosa, del que ofrecemos varias y parecidas traducciones, podíamos remitirnos a la interpretación que el mismo autor hace del hexámetro latino en su Apostillas a ‘El nombre de la rosa’.
“Allí nos asegura que es un verso (por cierto holodactílico o compuesto todo él por pies dáctilos, como todos los del larguísimo poema, extraído de la obra De contemptu mundi (‘Del desprecio del mundo’), del monje benedictino del siglo XII, Bernardo Morliacense, o de Cluny.
“Añade Eco que el citado monje compuso variaciones sobre el tema del Ubi sunt? (‘En dónde están?’). Debe entenderse: la gloria, la belleza, la juventud, etc., salvo al topos [o lugar o tema], habitual, Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece, sólo nos quedan meros nombres, es decir:
“DE LA ROSA NOS QUEDA UNICAMENTE EL NOMBRE”. 
(Editorial Lumen. 2ª reimpresión de la 3ª edición mexicana, 2001)
Si en 1982, cuando Editorial Lumen publicó la traducción al español de El nombre de la rosa que hizo Ricardo Pochtar (número 148 de la serie Palabra en el tiempo) el lector no contaba con la traducción de las palabras y textos latinos, ahora las últimas reediciones, después del texto de la novela, incluyen las susodichas traducciones y comentarios de las palabras y textos latinos que para la misma realizó Tomás de la Ascensión Recio García, más el ensayo de Umberto Eco: Apostillas a ‘El nombre de la rosa’, que había sido coeditado en forma de libro por Lumen y Ediciones de la Flor.  
Umberto Eco
No es fácil ser un políglota y un medievalista, un erudito conocedor de la historia, de la cultura y de los textos del Medioevo. Es decir, para los simples mortales del idioma español no es nada sencillo desentrañar todo el intricado bagaje de novela histórica que también posee El nombre de la rosa. Sin embargo, es una obra amena, a la que no es difícil hincarle el diente y disfrutar así los vericuetos de la indagación detectivesca, el suspense, las mil y una digresiones, y la corrosiva crítica a la atomizada, conflictiva, beligerante y sanguinaria corrupción y decadencia de la Iglesia católica de entonces. 

Umberto Eco, El nombre de la rosa. Traducción del italiano al español de Ricardo Pochtar. “Traducción y breve comentario de los textos latinos que aparecen en El nombre de la rosa de Umberto Eco”, de Tomás de la Ascensión Recio García. Apostillas a ‘El nombre de la rosa’, de Umberto Eco. Serie Palabra Seis/Narrativa (2), Editorial Lumen. 2ª reimpresión de la 3ª edición en México. México, 2001. 672 pp. 


     Enlace a un fragmento del filme El nombre de la rosa (1986)
http://www.youtube.com/watch?v=CU-bTRWt5QU


martes, 13 de noviembre de 2012

El pasajero clandestino



Los hombres se detestan en todas partes

El 20 de abril de 1947, en Coral Sands, Bradenton Beach, Florida, Georges Simenon (1903-1989) terminó de escribir en francés El pasajero clandestino, una novela de intriga y suspense, cuyo título alude al polizón que a bordo del Aramis viaja de Panamá a Tahití. 

Georges Simenon
(1903-1989)
En esta novela de Georges Simenon se observan dos grandes jornadas: lo que ocurre durante los 18 días que dura la travesía de Panamá a Tahití y lo que sucede en la isla durante un poco más de 22 días, que es el lapso en que el Aramis, después de arribar a las Nuevas Hébridas, vuelve a detenerse en Papeete, la capital de Tahití.
  No extraña que el mallorquín Agustí Villaronga haya dirigido un filme basado en El pasajero clandestino (data de 1995). Escrita con notables virtudes para pergeñar la trama, la tensión, el giro sorpresivo y los trasfondos psicológicos de los personajes, la novela de Georges Simenon, en sí, parece una película en cámara lenta, es decir, abunda en descripciones, planos, gags e intríngulis cinematográficos. El narrador así lo dispuso. De ahí que al inicio, a manera de guiño, se lea que el alumbrado del puerto panameño “desde lejos daba la impresión de un plató de cine”; que a lo largo de las páginas los nativos de la isla (e incluso los extranjeros anegados allí), llevando y trayendo chismes, miren (divertidos, maliciosos) lo que ocurre entre los europeos y los gringos como si vieran una película de nunca acabar, cuyos incidentes varían y se renuevan con los especímenes que cíclicamente desembarcan en Papeete. A esto se agrega, además, el relevante hecho de que el padre de uno de los personajes haya sido el magnate más poderoso de la industria cinematográfica de Inglaterra.
       Entre la fauna que viaja en el Aramis destaca el mayor Owen, el protagonista, un inglés sesentón, de finos y seductores modales, cuyo medio natural no es ese barco repleto de burócratas y comerciantes, sino los grandes transatlánticos y las exclusivas salas de juego de Europa y Panamá. Otro es Alfred Mougins, un vulgar francés con pose de gángster de los duros, de matón de cine negro, el cual, con irónicas miradas, inicia una querella con el mayor Owen. Y desde luego el misterioso polizón, quien más tarde, ya en la isla, resulta ser una bailarina de nightclubs y ex amante de René Maréchal, el bastardo heredero de la fortuna del susodicho magnate de la industria cinematográfica, quien al momento de arribar el Aramis se halla a bordo del Astrolabe haciendo un recorrido por los archipiélagos circundantes; así, no regresará a Tahití hasta dentro de 15 o 30 días. Es decir, el mayor Owen, Alfred Mougins y la bailarina —por separado— leyeron un anuncio en un diario inglés donde se dice que se requiere que el hijo bastardo se presente en una notaría de Londres para reclamar la fortuna que le heredó su padre. En este sentido, la bailarina y Alfred Mougins se asocian y le disputan al mayor Owen el probable beneficio de tal capital.
      Uno de los cáusticos ingredientes de esta novela de Georges Simenon es la misantropía que oscila y repta entre ciertos personajes. Mac Lean, ex jockey, dueño y oficiante del English Bar —quien es, no sólo para el mayor Owen, una especie de jefe de su propia agencia de espionaje e información sobre todo lo que ocurre y ocurrirá entre los habitantes de la isla— al chismorrearle de sus parroquianos (europeos caídos en ese gris y fétido marasmo de rutinas y habladurías), le dice que “todos se detestan” (pero se ven y conviven cotidianamente). Así, si “los hombres se detestan en todas partes”, tal ubicuo e inequívoco síndrome también define y caracteriza a los europeos que viven tierra adentro en “verdaderos cottages ingleses”, islas o pedazos de soledad para apartarse del orbe, no verse nunca (pese a la proximidad y a su escaso número), ni pisar Papeete por más de seis meses.
       Otro corrosivo rasgo, chorreando de perversidad y malicia, también lo encarnan los blancos venidos de Europa, cuya “mayor distracción, la de todos los días, la de todas las noches”, es beber, manosear y fornicar la carne morena de las hetairas maoríes, muchas de ellas sifilíticas. 
(Tusquets, Barcelona, 1995)
El Moana y el La Fayette, los prostíbulos cercanos (que hacen de Tahití un exótico burdel), se llenan con los principales de Papeete, entre ellos el gobernador, el jefe del gabinete de éste, el administrador de las colonias y el flemático inspector de éstas, enviado desde Francia para dizque “descubrir los abusos de sus administradores”, pero que sin embargo libertinamente se deja “ensuciar por ellos en medio de carcajadas”.
      Así, en esa mórbida y pestilente atmósfera en la que no es difícil empantanarse y extraviar la cordura, no sorprende que desfilen sórdidos gusarapos con porcina doble identidad (prototipos de pasajeros clandestinos entre los clandestinos de toda laya): imagen de persona honrada y un pestilente pillo por dentro. Tales son los casos de los funcionarios europeos o el de Georges Masson, un francés repleto de billetes al que no mucho después de su llegada a Papeete nombran secretario del juzgado; pero luego de dos años de tejemanejes se descubre que el tribunal del Sena lo había condenado “a tres años de prisión por estafa, falsificación y uso de documentos falsos”. O el caso del mayor Owen, un hábil tahúr sin dinero, con facha de dandy, “digno” y “majestuoso”, y con cuyos hipócritas modales, imagen y conducta hace creer a todo el mundo que es un ricachón que vive de sus rentas; el cual, pese a sus frustradas intenciones de capitalizar su feliz retiro con la herencia del bastardo René Maréchal, resulta un santurrón, un buenazo envejecido y alcohólico que decide hundirse allí y de una vez por todas, siempre y cuando sus dos testigos y cómplices (el ex jockey y el doctor Bénédic) le permitan “ganarse” la vida entre los torpes miembros del Yacht Club.
       Alfred Mougins, por su parte, quien no oculta lo vil y sus andanzas en los bajos fondos, da visos de pestes no menos miserables, cuando se dice duro, mafioso, asesino e impune, es decir, protegido por el hecho de que “en Panamá, como en otros lugares, hay asuntos en los que la policía sabe muy bien que no tiene que meter las narices”. Es por esto, luego de ciertos devaneos, que el mayor Owen, en su disputa por la fortuna de René Maréchal, colige que quizá Moungis mate a Maréchal con el fin de hacerse pasar por éste y reclamar la herencia.   
       Mas en contraste con las sórdidas villanías que tipifican al depredador ser humano que infesta la aldea global, la novela de Georges Simenon implica un sesgo idealista y romántico representado por Robert Louis Stevenson, el novelesco autor de La isla del tesoro y legendario tusitala, quien quiso y defendió a los nativos de la ínsula, amén de quedarse a vivir allí, y de quien se conserva, como reliquia, una copa de plata en la que bebió y rubricó el afecto que tuvo por los maoríes. 
En este sentido, descuella la visión onírica, glorificante, ante cuyos atisbos y efluvios el mayor Owen se siente impuro y asocia el remoto recuerdo de una evanescente abadía, un sitio donde “hubiese querido no moverse más, quedarse allí para siempre”. 
Es decir, además de tal aura que rodea la presencia, los actos, los objetos y las litúrgicas palabras de cierto pastor metodista, resulta que el bastardo René Maréchal, el heredero de una de las fortunas más grandes de Europa, se ha integrado a una comunidad indígena, pesca con arpón con la habilidad de un rupestre nativo, y sus muebles y su casa de madera (incluso con chimenea), cuyo barnizado interior hacía pensar “en el camarote de un antiguo barco”, se deben al trabajo de sus propias manos, y recién se ha casado con una Venus maorí, hermosa y sana: la hija del pastor metodista, religión que ahora es la suya. 
Así, cuando recibe la noticia de la inmensa herencia, no le es difícil desdeñar esa rutilante fortuna, darle la espalda a Europa, y quedarse para siempre en ese exótico Paraíso signado por el amor, la armonía, el trabajo manual y la fe religiosa; un ideal paraje casi de la Edad de Oro, edénico, donde los nativos ríen como inocentes salvajes, donde andan semidesnudos o se desnudan y chapotean y revolotean a imagen y semejanza de alados angelitos mofletudos por siempre jamás.

Georges Simenon, El pasajero clandestino. Traducción del francés al español de Carlos Pujol. Colección Andanzas (248), Tusquets Editores. Barcelona, 1995. 200 pp.