jueves, 27 de marzo de 2014

Octavio Paz. Las palabras del árbol




Mi árbol y yo


Octavio Paz nació el 31 de marzo de 1914 y falleció el domingo 19 de abril de 1998, un mes después de que apareciera la primera edición de Octavio Paz. Las palabras del árbol, libro de la mexicana de origen polaco Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932), donde le rindió y le rinde pleitesía al Premio Nobel de Literatura 1990, al poeta y otrora director de las revistas Plural (1971-1976) y Vuelta (1976-1998), quien en vida, además de virtuoso, siempre fue polémico y beligerante, capaz de desencadenar encendidas y arduas discusiones intelectuales, insultos, panfletos, riñas de callejón, deificaciones y demonizaciones. 
      “¡Qué bueno que sigas gallito [le celebra Elena Poniatowska en una página ante le coraje y el ímpetu que preservaba en la vejez], que no se te vean trazas de convertirte en una solemne estatua de ti mismo!”
  Octavio Paz, “el peor de todos”, alguna vez fue quemado en efigie durante un abominable y ciego auto de fe cuya ardiente multitud vociferaba: “¡Reagan rapaz/ tu amigo es Octavio Paz!” El mismo que no podía presentarse en un restaurante de lujo, sin que uno a uno de los espontáneos admiradores lo tributaran en fila india y brindaran por él enviándole a su mesa una serie de las mejores botellas.
 Sabedora de su propia celebridad y prestigio en la república de las letras mexicanas, Elena Poniatowska, teniendo como eje la vida y obra de Octavio Paz y hablándole de tú, ha urdido una crónica memoriosa, personal, autocomplaciente, fragmentaria, cuyos 25 mil ejemplares de la primera edición prefiguraron su instantánea índole de best seller.
(Plaza & Janés, México, marzo de 1998)
  Ilustrado en la portada con una foto que Lola Álvarez Bravo le tomó a Octavio Paz, en Central Park, en Nueva York, en “septiembre de 1945”, Elena Poniatowska inicia su libro evocando una fiesta de 1953 (el año en que empezó a hacer periodismo) en casa de los papis del joven Carlos Fuentes, sitio donde le fue presentado el poeta Octavio Paz (recién regresado del extranjero). A partir de tal encuentro (inicio de la recíproca amistad), la crónica memoriosa deambula por dos principales linderos que son, al unísono y entreverados entre sí, el mismo lindero. 
Octavio Paz entrevistado por Elena Poniatowska
tras su ingreso al Colegio Nacional en 1967
Foto: Héctor García
  Por un lado, la novelista y versátil entrevistadora recuerda un puñado de episodios que dan cuenta de ciertas vivencias, entrevistas, aventuras y aprendizajes que compartió con el poeta, desde los años felices del principio, pasando por el tiempo en que la relación se enfrió y distanció, lejanía signada por un rudo comentario al hígado que Paz publicó en el número 82 de la revista Vuelta (septiembre de 1983) en contra de la novela sobre la vida y obra de Tina Modotti que ya desde entonces pergeñaba Elena Poniatowska (misma que publicaría en 1992, en Ediciones Era, con el título Tinísima), hasta el momento en que Marie-José Tramini, la esposa de Octavio Paz, con su virtud conciliadora, dio pie a la distensión y reinicio del diálogo directo.
Octavio Paz y Marie-José en 1971
Foto: Nadine Markova
      Por otro lado, Elena hace un sintético y apretado recuento de algunos de los principales sucesos que registra la más elemental y consabida cronología del poeta, resumida, por ejemplo y de modo didáctico, por Alberto Ruy Sánchez en Una introducción a Octavio Paz (Joaquín Mortiz, 1990), la cual fue corregida y aumentada para su edición en la serie Breviarios del FCE, impresa en octubre de 2013 con 5 mil ejemplares. Es decir, desde su nacimiento en la casa que su abuelo paterno Ireneo Paz Flores tenía en Mixcoac, pasando por su temprana infancia en Estados Unidos en pos de su padre Octavio Paz Solórzano; el regreso a México; el período en San Ildefonso y las tempranas revistas juveniles; el abandono de la Facultad de Derecho y su ida a Yucatán; su boda con Elena Garro y el viaje a la España de 1937 en plena Guerra Civil (con motivo del Segundo Congreso Internacional de Escritores e Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura) y la primera estancia en Europa. Y entre otros episodios, la beca Guggenheim y su retorno a los Estados Unidos. Su inicio en el Servicio Exterior Mexicano. Su primera etapa en París. El movimiento Poesía en Voz Alta y su libreto teatral “La hija de Rappaccini. Los años de embajador de México en la India y su renuncia en 1968 tras la masacre de estudiantes del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Su ingreso al Colegio Nacional en 1967. Su divorcio de Elena Garro en 1959 y su boda con Marie-José Tramini en 1964. Las fundaciones y objetivos de las revistas Plural y Vuelta. Los numerosos premios, desde el Villaurrutia de 1956, hasta el Nobel de 1990. Su incursión en la televisión mexicana, desde los Nuevos Filósofos (1978), hasta “El siglo XX: la experiencia de la libertad” (1990). El “Coloquio de Invierno” (1992) del grupo de intelectuales orgánicos de la revista Nexos y el intríngulis del patrocinio (con fondos de la UNAM y del CONACULTA) que provocó el enojo y la furia mediática de Octavio Paz porque no lo invitaron a tiempo. La glosa (y a veces la cita) de algunos de sus libros de poesía y ensayo, desde los primeros, hasta Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995) y sus Obras completas coeditadas por Círculo de Lectores, de Barcelona, y el FCE, de México; más el comentario de su presencia en el ciberespacio y en una abrumadora bibliografía que se ocupa de su obra. Pero no llega al incendio que la noche del 21 de diciembre de 1996 consumió parte de la biblioteca del escritor en su casa en Paseo de la Reforma 369; ni a su legado reunido en la incipiente Fundación Octavio Paz, inaugurada el 17 de diciembre de 1997 en la Casa de Alvarado (donde hoy se halla la Fonoteca Nacional), ubicada en Francisco Sosa 383, en el Barrio de Santa Catarina, en el corazón de Coyoacán; ni mucho menos a la reseña de su muerte por el cáncer, ni a las multitudinarias honras fúnebres en el Palacio de Bellas Artes.
 
Elena Poniatowska y Octavio Paz en Atlixco, Puebla (1970)
Foto: Héctor García
  Durante toda la fragmentaria retrospectiva, Elena le habla de tú a Paz, tal si se tratara de una larga carta o de un largo e íntimo monólogo donde charla con el poeta y que únicamente le dirige a él. Ya cuando evoca sus andanzas particulares, lecturas y aprendizajes; ya al reseñar y transcribir las dedicatorias de los libros que a ella le obsequió el propio Paz; algunas cartas que mutuamente se enviaron desde el extranjero; la diseminada colección o antología de fragmentos con árboles hallados en los poemas del autor de La estación violenta (FCE, 1958); al bosquejar y transcribir fragmentos de varias entrevistas que ella le hizo en distintos tiempos; y entre otras cosas, cuando boceta e inserta ciertos pasajes de Octavio Paz y de diferentes autores, como es el caso de una respuesta de Carlos Monsiváis, suscitada durante la legendaria polémica que éste sostuvo con el poeta en 1977.
Pero aunado a la carencia de análisis y de perspectiva crítica (pese a algunos tímidos, sentimentales, esporádicos y breves señalamientos), lo que marca la tónica del libro es la extrema adoración e idolatría de Elena Poniatowska hacia Octavio Paz, el exultante y melcochoso panegírico con que una y mil veces lo deifica. Si es verdad que alguna vez Juan José Arreola dijo que a Octavio Paz le decían “el becerro de oro”, “porque todos acudían a adorarlo”, Elena Poniatowska lo hace hasta el hartazgo, siempre aderezando sus líneas y citas con mil y una zalamerías, chistecitos sentimentaloides y expresiones populares, condimento y relleno tolerable si el lector es cómplice de su estilo y de su condición sentimental y arbórea que ella misma radiografía y cifra al decir: “Ya de por sí las mujeres somos sauces llorones en la orillita de la catarata desbordante del sentimiento.”
El árbol es la constante que más atrae a Elena Poniatowska en la poesía de Octavio Paz; de ahí que vea sus poemas como las hojas de un gran árbol y al mismo poeta corporificado en la figura de uno: “en vez de piernas tienes tronco y hojas de árbol en vez de cabellos”. Tótem, demiurgo y oráculo al que acudían de rodillas y en fila india los iniciados, ungidos y aborregados de la generación (no toda perdida) de la periodista y narradora: “Éramos muchos los que íbamos a buscarte; para todos nosotros eras una arboleda, un bosque que camina. Nos arrimábamos al buen árbol para que tu buena sombra nos cobijara, como esos borregos que se apelotonan en el vacío de la llanura bajo la redondez del único árbol.” “Éramos jóvenes, no pesábamos, teníamos agua en los ojos; la única mirada definitiva era la tuya y en cierta forma pendíamos de ella como la miseria sobre el mundo.”
En este sentido, si Las palabras del árbol es también una declaración de amor de Elena Poniatowska hacia la obra del poeta y al hombre, lo es también por Marie-José, la esposa y viuda de Octavio Paz de la que éste dijo: “Yo me buscaba a mí mismo y en esa búsqueda encontré a mi complemento contradictorio, a ese tú que se vuelve yo: las dos sílabas de la palabra ‘tuyo’.” “Después de nacer es lo más importante que me ha pasado.” Así, Elena Poniatowska ve a Marie-José como la bella “árbola” del poeta; incluso en una imagen que implica el final feliz y por siempre jamás de un sonoro cuento de hadas de los hermanos Grimm: “Huele a jabón, huele a ropa recién lavada. Huele bonito. Su cabello es larguísmo y rubio. Todas las noches se asoma al balcón como Rapunzel y Octavio sube por el cabello de Marie-José hasta entrar a la recámara. Son madejas de cabello fuerte, hermoso, macizo. Una enramada.”
Marie-José y Octavio Paz en Atlixco, Puebla (1970)
Foto: María García
    Cabe decir que los postreros listados de “Premios, distinciones y obras” de Octavio Paz apoyan y guían la lectura, más aún si se trata de un lector recién iniciado en la vida y obra del multipremiado y polémico poeta, ensayista, articulista y editor. A esto se añade el hecho de que la nutrida antología de fotos en blanco y negro (legible la mayoría de las veces, pero no muy óptima ni bien datada) ofrece un contrapunto visual que ilustra un buen número de los episodios y de las anécdotas que aborda Elena Poniatowska, pese a que no falta el duende. Por ejemplo, hay una foto de Lola Álvarez Bravo tomada en 1942, en Xalapa, en la que confluyen tres poetas: Jorge González Durán (1918-1986), Xavier Villaurrutia (1903-1950) y el joven Paz, misma que fue publicada en la iconografía del ensayo que a éste, el “25 de agosto de 1978”, el FCE le editó: Xavier Villaurrutia en persona y en obra; el pie de la oscura foto de tal libro reza que fue captada “en el parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.”, lo cual es un error suscitado, quizá, por el hecho de que frente al parque Hidalgo (así se llama, pero desde siempre la vox populi le dice “Los Berros”) se localiza el muro de la Quinta Rosa que habitó el poeta Salvador Díaz Mirón (1853-1928), autor del célebre “Paquito”, en cuya entrada hay una anónima escultura de su cabeza (reproduce su greña y su mostacho a la Nietzsche) y una placa que dice: 
 “En esta casa vivió el insigne poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, cuando escribió Lascas. Publicado en esta ciudad en 1901. Gracias a la amistosa intervención de don Teodoro A. Dehesa, gobernador del Estado.
 “Placa colocada durante la gestión del H. Ayuntamiento de Xalapa, año 1960.”
  Pero el pie de la oscura foto reproducida en Las palabras del árbol, además de omitir el sitio donde fue realizada, rebautizó a Jorge González Durán como “José González Hurón”.
Jorge González Durán, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz en Xalapa
Septiembre de 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
  Vale añadir que tal foto de Lola Álvarez Bravo (1907-1993), con el mismo mal encuadre del lado izquierdo, con mucho mejor resolución y sin los ángulos recortados, se observa en Octavio Paz, entre la imagen y el hombre (CONACULTA, 2010), iconografía en blanco y negro antologada y prologada por Rafael Vargas, quien repite el yerro del nombre del parque. Según él, “Lola fotografía a Octavio Paz por primera vez en septiembre de 1942 en el parque Salvador Díaz Mirón, en Xalapa, ciudad a la que ambos habían viajado junto con Xavier Villaurrutia, Jorge González Durán y algunos otros escritores, como parte de las giras culturales por los estados organizadas por Benito Coquet, entonces jefe del Departamento de Educación Extraescolar y Estética, de la Secretaría de Educación Pública.”

Elena Poniatowska, Octavio Paz. Las palabras del árbol. Iconografía en blanco y negro. Plaza & Janés Editores. México, marzo de 1998. 238 pp. 


jueves, 20 de marzo de 2014

El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica



La pastilla del cine hace feliz

Es célebre la afición roquera del otrora joven Juan Villoro (México, septiembre 24 de 1956). Entre sus haberes relacionados con esa gama fónica puede citarse su legendario programa en Radio Educación: El lado oscuro de la luna (1977-1981); su coautoría en El rock del silencio; ciertas crónicas imaginarias de Tiempo transcurrido (1986); “Los días del futuro pasado”, artículo impreso en Entremés, revista de periodismo cultural, cuyo número 4 (mayo-junio de 1992) se ocupó del rock; y una entrevista que le hizo a su Satanísima Majestad: Mick Jagger, publicada en la revista El País Semanal (noviembre 4 de 2001), suplemento del diario español El País. Y además de sus traducciones, de sus artículos y de sus libros para adultos, en la vertiente de los relatos infantiles es autor de Las golosinas secretas (1985), de El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1992) y de Baterista numeroso (1997).

(CONACULTA/Alfaguara, México, 1992)
       Con El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica, excelente relato o novela corta para niños y adolescentes de 8 a 99 años, Juan Villoro celebra, al unísono, “el rock pesado” y la milenaria tradición de contar fábulas y narraciones infantiles. Se trata de un divertimento (ilustrado con dibujos y viñetas del Fisgón) que hace migas con el bien, tan lúdico, tierno y sentimental, como caricaturesco e hilarante. Juan Villoro demuestra sus virtudes narrativas y su facilidad para el chiste y la fantasía. Al armar su modelo acudió a un puñado de estereotipos reconocibles, sin dificultad, en la mitología roquera, en caricaturas televisivas y cinematográficas, en cómics y en narraciones de ascendencia oral y clásica.

El profesor Cremallerus
Ilustración: El Fisgón
       El profesor Cremallerus es el malo de la película. Destroza entre sus dientes galletas de animalitos, su alimento preferido. Desciende de brujos, magos y alquimistas. Es un científico e inventor cuyo mayor gozo es hacer el mal. En su laboratorio burbujean constantemente los tubos de ensayo. Y en las estanterías hay frascos con etiquetas que advierten: Cápsulas de rencor, Furia en polvo, Hojuelas vengativas, Mortadela salvaje. Su antípoda es el profesor Zíper, especie de Ciro Peraloca, autor de numerosos y estrafalarios inventos, entre los que se halla una cuerda de sol para guitarra eléctrica. El malvado Cremallerus odia al buenazo de Zíper, a quien envidia y considera su más peligroso competidor. Pero como es un hipocondríaco, tan paranoico como calvo, berrinchudo y fanático del rock, no puede tolerar el éxito del grupo Nube Líquida (se sabe de memoria todas sus canciones), sobre todo al guitarrista Ricky Coyote, puesto que además de ser el cerebro y el corazón del grupo, es él quien hace cimbrar la cuerda de sol inventada por el profesor Zíper. Nadie más en el mundo puede tocarla, dado que por las conjunciones cósmicas y los secretos que domina el científico, tiene en ella impresas las huellas digitales de Ricky Coyote.



Juan Villoro
        Zíper vive retirado en el pueblito de Mich., Mich. (Michigan, Michoacán). Su casa, construida con la arquitectura quecosaédrica inventada por él, se halla en medio de un sembradío de brócoli. Es tan distraído, infantil y benevolente, como aficionado al fútbol, al cine y al rock pesado. Su principal anhelo es crear la pastilla para ver películas. No se trata de un ácido lisérgico o de un alcaloide por el estilo, sino de una pastilla con sabor a palomita de maíz, en cuya médula se encuentran sintetizadas todas las películas filmadas en todos los lugares y tiempos. El que ingiere una de tales pastillas debe ver la película que desee; sin embargo, algo falla, porque el que toma la pastilla ve la película favorita de otro y no la suya. 

        El profesor Cremallerus logra convertir en un roquero y bello durmiente a Ricky Coyote. Es entonces cuando salta a la escena, casi de manera infalible, el niño Pablo (alter ego de los lectores), hermano menor de Ricky. El chaval Pablo, para salvar al grupo Nube Líquida, se transforma en un pequeño caballero armado con una navaja suiza (una de sus hojas sirve para partir pizzas y otra para untar mostaza en las hamburguesas), rompe su cochinito, deja a su abuelita, y emprende la travesía. Después de tropezar con dédalos kafkiano-burocráticos: la Asociación Mundial de Genios y el Instituto de Científicos Pipiricuánticos, más dispuestos al soborno y a la venta de títulos que a otra cosa, el niño Pablo llega por fin frente al locuaz del profesor Zíper y, no podía ser de otro modo, deduce y le da al científico la clave para arreglar el acelerador de voluntades, que era lo que fallaba en el perfeccionamiento de la pastilla para ver películas.
       Como todo héroe bueno que lucha por acceder a los beneficios mágicos, el chiquillo Pablo pasa por una serie de pruebas y obstáculos. Entre éstos se cuenta el recorrido por el lado oscuro del bosque de brócoli. Allí, perdido en ese oscuro laberinto, atestado de ruidos, ecos y alimañas, logra vencer el miedo y se domina a sí mismo al mencionar “la palabra más corta y maravillosa que conocía”: rock. Entonces se produce el destello mágico: la cuerda de sol emite un resplandor. Y mientras Pablo la utiliza como lámpara y escudriña los secretos del lado oscuro del brócoli, sus huellas digitales son impresas en la cuerda; es decir, por esa serie de asociaciones astrales y benévolas (entre ellas el chocolate con aceite de castor que brinda seguridad y los rezos que el profesor Zíper le dedica a Santa Pantufla, patrona de Michigan, Mich.), sólo él, en toditito el mundo, podrá tocar esa cuerda de sol.
      El niño Pablo, convertido en un prodigioso guitarrista, salva de la ruina al grupo Nube Líquida; y el profesor Zíper, inducido por la belleza de Azul, la niña que Pablo se anda ligando y que “está como para chuparse los dedos de las manos y los pies”, alivia a Ricky de su sueño interminable al darle a probar una cucharadita de su propio chocolate: le acerca al oído un radio de transistores que transmite el concierto donde el escuincle Pablo interpreta “Labios de chocolate”, el éxito más popular del grupo.
      El bien triunfa sobre el mal. El profesor Zíper reta a un duelo de inventos al profesor Cremallerus; y sin que éste lo advierta, Zíper lo hace tragar una de sus pastillas con sabor a palomita de maíz. El profesor Cremallerus empieza a ver películas de terror: experimenta así una felicidad nunca antes conocida por él. La pastilla inventada por el profesor Zíper es, entonces, una especie de panacea catártica o de elixir del bienestar. Cremallerus, que era “el más científico entre los malvados y el más malvado entre los científicos”, renuncia a su villanía. Para ser feliz ya no tendrá que hacer de las suyas, le bastará con ver películas espantosas plagadas de murciélagos, de “momias contra fantasmas”. Sólo le pide a Zíper que las pastillas que le dé no sepan a palomita de maíz, sino a galleta de animalito.
     



Juan Villoro
      Dos podrían ser las candorosas moralejas implícitas en este divertimento que no se propuso articular ninguna enseñanza. La primera (que podría dirigirse a los melcochosos y ñoños) es que el rock pesado, además de negocio multimillonario, puede no ser una estridencia que enerve o haga volar la tapa de los sesos, sino algo que divierte y produce placer, desahogos, descanso, cofradías, declaraciones amorosas y la ilusión de estar unido al género humano y al universo; y la segunda: pese a que sea difícil conseguir un chocolate con aceite de castor batido a la velocidad de Neptuno, más vale templar el miedo y las fantasías provocadas por la falta de seguridad en uno mismo, si es que el ingenuo lector se ha propuesto conseguir cierto objetivo.



Juan Villoro, El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica. Dibujos y viñetas del Fisgón. Colección Botella al Mar, Alfaguara/CONACULTA. México, 1992. 96 pp. 





Enlace a Labios de chocolate, rola de Walo Walalo: http://www.youtube.com/watch?v=bG6aVafSuFM

Enlace a Chocolate, rola de Jessie y Joy: http://www.youtube.com/watch?v=0qC7EbjkxzU

Enlace a Labios de chocolate, asegún Big House: http://www.youtube.com/watch?v=EpJPN_9V7mI

Enlace a Labios de chocolate, rola de Mc Ozdo: http://www.youtube.com/watch?v=MRXeHwnG_G0

jueves, 13 de marzo de 2014

Aura



La bestezuela negra de la noche cumple 50 años




A Eugenia Rico, narradora y brujóloga

No obstante las explosivas y devastadoras críticas que han escrutado y hecho añicos la narrativa y el itinerario ideológico, político y moral del mexicano Carlos Fuentes (Panamá, noviembre 11 de 1928-México, mayo 15 de 2012) —por ejemplo, “Fuentes: de la pasión por los mitos al polyforum de las mitologías”, de José Joaquín Blanco, reunida en La paja en el ojo (UAP, 1980), y “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, de Enrique Krauze, compilada en Textos heréticos (Grijalbo, 1992)—, Aura, su nouvelle en V capítulos, publicada por primera vez en 1962 por Ediciones Era, cuya Edición Conmemorativa por sus 50 años está ilustrada con estampas de Vicente Rojo, sigue ejerciendo un poder magnético entre los muchos lectores que piensan que vale mucho más que un cacahuate, incluso entre las generaciones que no fueron contemporáneas de su esplendor y ubicuidad izquierdosa de los años 60 del siglo XX, ni de su cuestionada filiación en los años 70 con el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez (diciembre 1 de 1970-noviembre 30 de 1976), quien en enero de 1975 lo nombró embajador de México en Francia, país donde sus restos descansan, precisamente en el Cementerio de Montparnasse, en París, junto a los restos de sus hijos Carlos Fuentes Lemus (1973-1999) y Natasha Fuentes Lemus (1974-2005).
Carlos Fuentes (1928-2012)
No resulta fortuito que si Felipe Montero, el protagonista de Aura al que durante toda la obra la voz narrativa le habla de “tú”, es un historiador joven, mexicano, de 27 años, ex becario de la Sorbona que domina el francés, contratado debido a ello por la anciana Consuelo Llorente para que dizque revise, corrija el estilo y complete las memorias (en parte históricas, en parte personales) que su ex marido el general Llorente (1819-1901) escribió en lengua francesa durante su exilio en París (iniciado con el fusilamiento de Maximiliano en 1867), que el epígrafe de la novela sea de Jules Michelet (1798-1874), el prolífico historiador francés en cuya obra destaca la Historia de Francia (XVII tomos publicados entre 1833 y 1867) y la Historia de la Revolución (VI tomos publicados entre 1847 y 1853), y ante el caso del relato de Carlos Fuentes, La bruja (1862), controvertido best-seller en su tiempo, un erudito “estudio de las supersticiones en la Edad Media” (años antes Michelet había impartido cursos sobre las leyendas medievales), una “biografía de mil años fundamentada en las actas judiciales de la Inquisición” y en los manuales de los inquisidores, de cuyo prefacio, aunque Carlos Fuentes no brinda la ficha bibliográfica, tomó los dos fragmentos que conforman el epígrafe de Aura: “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”
Si las líneas de Michelet y de Aura (especie de laberíntica sucesión de pesadillas en la pesadilla, de telaraña de viuda negra) evocan las reflexiones literarias, míticas, oníricas, pictóricas y las anotaciones etimológicas que Borges el memorioso dictó en “La pesadilla”, la segunda conferencia de su libro Siete noches (FCE, 1980), y si los intríngulis de la trama de la nouvelle están más o menos cifrados en el epígrafe de Michelet (su sentido, con relación a ésta, adquiere mayor amplitud en las últimas páginas), no es casual que el epicentro de la pesadilla (la bête noir de la nuit) sean las dos féminas (la vieja y la joven), que son la misma Aura, una bruja de la estirpe que Michelet abordó en su libro publicado un siglo antes que la nouvelle de Fuentes, quien subsiste recluida en una casona antigua, oscura, ruinosa, húmeda, mugrienta, pestilente, donde abundan los escombros y los elementos escenográficos de una ritual, oculta, secreta y pseudorreligiosa misa negra (el abigarrado adoratorio o altar repleto de veladoras e iconos donde la hechicera, de rodillas, se abandona al supuesto “placer de la devoción”), donde no falta el herbario de sombra con las plantas y yerbas medicinales y narcóticas, propio para las pócimas, filtros, conjuros, venenos y hechizos, lo que ilustra y se vincula con lo que apunta Michelet en la introducción de La bruja (Akal, Barcelona, 1987): “A las brujas se las encuentra, necesariamente, en lugares siniestros, aislados, malditos, entre ruinas y escombros. ¿Dónde habían de vivir, si no en las landas salvajes las infortunadas, de tal forma perseguidas, malditas, proscritas? La novia del Diablo, la envenenadora que curaba, hizo mucho bien según Paracelso, el gran médico del Renacimiento. Cuando éste quemó toda la medicina en Basilea, en 1527, afirmó no saber más que lo que le habían enseñado las brujas.” 
(Akal, Barcelona, 1987)
    No sorprende, entonces, que la coneja blanca, la mascota que la anciana bruja tiene en su camastro (un chiquero rodeado de ratas) haya sido bautizada por ella con las tildes de “Saga” y “Sabia” (“sigue sus instintos”, “es natural y libre”, dice del bicho, proyectando sus negras y subliminales pulsiones más íntimas), puesto que según Michelet la Saga o la Mujer-sabia era la curandera que, durante mil años, la masa del pueblo solía consultar, en contraste con “los emperadores, los reyes, los Papas, la gran nobleza”, quienes “tenían algunos médicos de Salerno, musulmanes, judíos”. Si la Saga “no curaba, se la atacaba, se la llamaba bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor, se le llamaba igual que a las Hadas, Buena mujer o Bella dama.” 
En Aura, la nouvelle de Fuentes, casi todo ocurre en el centro de la Ciudad de México alrededor de tres días de 1961, cuando Felipe Montero, el joven historiador, tras leer un anuncio en el periódico que parece escrito sólo para él, acude a Donceles 815 y se introduce en la astrosa y oscura casona, fantasmal y pesadillesca. “Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie”, le dice la omnisciente voz narrativa al personaje como si éste fuera un turista panameño o un gringo de shorts y cámara fotográfica que desconoce el viejo, legendario y popular hacinamiento del centro de la Ciudad de México.
     Con un sueldo de cuatro mil pesos, más que corregir el estilo y completar las somníferas memorias del militar, se dispone a extender el tiempo con tal de reunir los ahorros que le permitan entregarse, durante un año, a la investigación y redacción de su “propia obra”. Sin embargo, paulatinamente empieza a ser aún más envuelto por el embrujo (iniciado con el anuncio), por la mórbida y pesadillesca atmósfera, signada por la sombría presencia de las dos mujeres, que a la postre resultan ser la misma mujer: Aura, la joven con un tentador cuerpo de pecado e hipnóticos ojos verdes, y Consuelo Llorente, el encogido, diminuto, jorobado, rancio, fétido, rugoso y frágil resto de un naufragio de 109 años, según deduce en las memorias del general, donde también lee el indicio de ciertas perversiones que ambos compartían: “Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención [...] e incluso lo excitó el hecho, de manera que esa noche la amó, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica”. Retorcida práctica que tal vez aún se oficia en la casona, si se piensa en los siete gatos encadenados, revolcándose “envueltos en fuego”, que el joven oye y observa desde el tragaluz de su recámara, puestos allí por el conjuro de la vieja hechicera (esto se colige casi al término de la lectura) para hacerle creer, como casi todo lo que lee, sueña y encuentra, que los descubre por casualidad, por un trasfondo terrible y secreto.
Edición conmemorativa
por sus 50 años
(Era, México, 2012)
   Es decir, el brujeril embrollo que lo atrapa en tal telaraña de viuda negra, no tiene como fin corregir y terminar las memorias del general (esto sólo fue el cedazo, pues la maniática vieja le facilita todas las pistas, paradojas, sueños, visiones, confluencias sexuales, retratos, legajos, e incluso el llavín del baúl donde los guarda, los otorgados y los prohibidos, para que se entere de los secretos del general, de ella misma y de la joven meollo que es una transfiguración de la trampa urdida en el cuento de Barba Azul que compiló Charles Perrault en el siglo XVII), sino para que sea objeto y sujeto en las rituales comuniones de erotismo negro, ya con Aura, el espectro creado o convocado por el poder de la bruja, ya con ella, cuando al término, con el joven caído y preso en el sucio camastro (el punto nodal y climático de la trampa: la pesadilla), le revela que pese a sus poderes no ha podido controlarla y mantenerla a su lado más de tres días, y que el destino de él, su papel en el rito, no sólo es esperar el retorno de Aura, sino asumir en sus rasgos faciales los rasgos faciales que tuvo el general Llorente. Todo lo cual recuerda el antiguo atavismo de que los malos sueños, la pesadilla, “producía opresión en pecho y estómago” (dizque producto de “una alteración de la bilis o humor negro”), y que la ancestral “creencia popular personificaba a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre” (Francisco Rico dixit).
Además de las oníricas rondas de sonámbula con una campana negra de orfanato, leprosario o manicomio con cuyos toques Aura llama al comedor (cosa absurda, al parecer, puesto que fuera del par de mujeres y del supuesto criado al que nunca se ve en escena, el historiador Montero es el único visitante instalado en una de las cochambrosas habitaciones), en varios episodios el joven observa que Aura, como una autómata o bajo poderes hipnóticos, ejecuta exactamente lo que la anciana hace: en el comedor, enfrentados a la rutinaria y vomitiva dieta de riñones en salsa de cebolla; cuando Aura, en la cocina, con vestuario y maquillaje de criada o Cenicienta, degüella un macho cabrío, mientras la vieja en su recámara ejecuta los mismos pases en el aire blandiendo un filoso cuchillo sin hoja al que le falta el mango (toda bruja que lo sea, receta el estereotipo de la ancestral tradición, suele sacrificar y ofrecer un macho cabrío a las fuerzas ocultas o del mal que invoca y adora); y al despertar, como en la telaraña de otra brumosa pesadilla, tras una de las oníricas comuniones eróticas con la espectral joven. 
Otro pasaje parece un eco o una barnizada reminiscencia del milenario clisé que deviene de la medievalesca tradición del cuento oral donde la bella princesa, prisionera en el escarpado castillo de la malvada bruja y quizá bajo los efectos de un hechizo, es rescatada de allí por el príncipe azul y valiente después de vencer mil y una peripecias y peligros, siempre en riesgo de morir o de que lo conviertan en un sapo negro y peludo, con llagas supurantes y hediondas, o con un falo más grande que su diminuto cuerpo; es decir, el historiador cree, con las pocas neuronas deductivas que le quedan, que puede salvar y sacar a Aura de la pesadillesca telaraña, y habla y pacta con ella sobre ello.
    Sin embargo, pese al aparente acuerdo con Aura, los misterios lo conducen, tras mirar ciertos daguerrotipos y tras leer ciertos papeles dizque aún prohibidos, a enfrentarse con lo inapelable: que Aura, que reproduce la viva imagen que Consuelo tuvo de joven, es sólo un fantasma, una aparición convocada o creada por la bruja para consumar sus insaciables y frenéticas pulsiones eróticas (todo indica que surge a partir de los borboteantes y humeantes brebajes que la hechicera prepara en su gran cazo con las yerbas del herbario de sombra que Aura, ella, cultiva en la fétida casona), que no la ha podido mantener en actividad y bajo su influjo por más de tres días, y que él, Felipe Montero, atrapado en el sucio y apestoso camastro de la bruja donde confluye con su decrépito y arrugado cuerpo (labios sin carne, encías sin dientes), ya ha empezado a ser el otro, el doble del general. 


Carlos Fuentes, Aura. Ediciones Era, Edición Conmemorativa con estampas de Vicente Rojo. 3ª edición ilustrada, mayo de 2012. México, 80 pp.







Aunque seamos malditas



Historia de las dos que soñaron

Dispuesta en un puzzle de fragmentos y capítulos breves, con no pocas digresiones, buscados antagonismos, puntos suspensivos e hilos sueltos, Aunque seamos malditas (Suma de letras, Madrid, 2008) es una novela fantástica de la española Eugenia Rico (Oviedo, 1972). Ainur Méndez Álvarez, su protagonista, es una joven historiadora del siglo XXI que ha ido a refugiarse a un pueblo de Asturias cuyos acantilados colindan con el mar. Según le dice a la vieja Consuelo, la única tendera, quien le da la llave de la casa que heredó de su abuela, pretende concluir su tesis doctoral, que es el libro sobre Selene Martínez de Córdoba, una joven curandera y partera del siglo XVI que murió en la hoguera acusada de “brujería y tratos con el Diablo”, que a lo largo de las páginas escribe en medio de los signos funestos, macabros e infortunados que la rodean y amenazan y que acaban de expulsarla a un paso de ser quemada por los lugareños (o de ser ejecutada por los matones de su ex jefe, el otrora alcalde de Idumea). Aunque nunca se le ve terminar el libro (ni se narra qué ocurrió con sus originales, con los documentos, con los libros y con su computadora, objetos que estaban en su casa en el momento del incendio), tal tesis, se infiere, es el título que se cita en el pie de la página 42: “Ainur Méndez, Brujos y brujas en la España renacentista. El caso de la partera. Universidad de Oviedo, 2008.”

Eugenia Rico
Según se apunta en varios pasajes, Ainur ganó, contra el alcalde de Idumea, el primer juicio, en España, de acoso sexual y laboral. Pero tal ex alcalde, “líder de la Plataforma contra las mentiras de las mujeres”, es un pillo obsesionado con hacerle la vida imposible, ya con amenazantes anónimos y con los sicarios que la buscan para matarla. 
Si esto resulta espeluznante, lo es más aún porque se entronca con la agresiva y odiosa animosidad contra ella que paulatinamente se fermenta in crescendo en el pueblo, gracias al influjo que en los lugareños ejerce la vieja Consuelo y a la serie de atavismos y prejuicios que tildan a Ainur de bruja, igual que a su madre y a su abuela. 

(Suma de letras, 1ra. reimpresión mexicana, México, 2011)
Aunque seamos malditas no es una novela de terror, pero sí abundan en ella los remanentes fantásticos que tipifican el relato de horror, cuyos detalles visuales, humorísticos y escenográficos, y no sólo los macabros y los sobrenaturales, son descritos como si de tratara de una novela gráfica, de un cómic. Están ahí, por ejemplo, los cuervos que empiezan a volar en círculos (y no dejan de hacerlo) sobre la casa de Ainur a partir de que puso un pie en ella, casi al unísono de los animales muertos que comienzan a aparecer en su puerta y en la puerta de la iglesia de Santa Magdalena, ubicada casi frente a su casa; los rasgos físicos de la vieja Consuelo (nariz aguileña, calva, con un diente de oro, un ojo de cristal y el otro verduzco y sin la pierna izquierda) y los apodos y singularidades corporales y las vestimentas de los otros personajes (el farero, el Señor Oscuro, el siniestro y la siniestra, el perro Satán, etc.), cojos en su mayoría. 
Dado que Ainur ganó, contra su jefe, ese mediático y sonado caso de acoso sexual y laboral, y ella escribe un libro sobre una mujer que en el siglo XVI murió en la hoguera acusada de bruja (obviamente en un consabido entorno intolerante y falocéntrico, envidioso y misógino), el lector supondría que la heroína es un paladín del delito de género y del feminismo, congruente consigo misma. Pero no es así; además de su desparpajo, de sus frases y argumentos categóricos, de sus debilidades y de sus múltiples contradicciones, después de que desaparece el farero (quizá asesinado), su amante en el pueblo, es violada por el Señor Oscuro y, pese a la adversidad y a la fobia que le suscita, entabla con él un vínculo sexual en el que no media el amor ni la confianza, sino cierto masoquismo y cierta perversión sobre la que ella dice: “Ese hombre me violó y yo me denigré entregándome a él.” “Me entrego al Señor Oscuro una y otra vez. De día y de noche. No sé por qué lo hago. Si brujería es hacer lo contrario de lo que uno quiere, esto es brujería. Me someto a su voluntad. Me repugna y me repugno. Supongo que lo hago porque siempre he pensado que no merezco la felicidad. Él me ha ensuciado, estoy sucia, tanto da dejar que me ensucie del todo. Voy a su casa y él viene a la mía. Nunca digo su nombre y él nunca me llama por el mío. No digo su nombre aunque todo el pueblo conoce el suyo.” Por si fuera poco, en el Archivo Provincial, en vez de copiarla, arranca, para robarla, una hoja del “único ejemplar del proceso de Selene”; y para sobornar al vigilante, deja que la manosee y le chupe los senos. 
Pero el meollo del puzzle, de las digresiones, de los hilos sueltos y de la urdimbre fragmentaria y fantástica son las coincidencias y paralelismos entre las particularidades fisonómicas de Ainur y Selene y el destino de ambas, muchísimo más dramático y trágico en el caso de la curandera, sobre la que se cuentan varios episodios de su vida y de su contexto social e idiosincrásico.
Según dice, Ainur era vidente por naturaleza. Recuerda que una vez vio con antelación la muerte de un marido golpeador (la viuda la acusó de bruja) y otra vez soñó las preguntas de un examen y por ende estudió las respuestas. Y los viajes astrales los dejó de realizar porque le dio miedo ver su propio cuerpo abandonado en la cama. Selene también tenía el poder de ver con antelación y anunciar la muerte de un marido (igual que su tía Milagros y que la abuela de Ainur) y por ello también era acusada de bruja, es decir, de provocarla. 
Pero lo más singular es su parecido físico y en que ambas se ven, cada una desde su ámbito, en varios episodios, oníricos o pesadillescos. Por ejemplo, Selene, que ignora de quién se trata, en la celda de la cárcel de la Inquisición (que la condenará a la hoguera), observa en varias visiones su parecido con “la mujer de los objetos extraños”: “Cerraba los ojos en la prisión y siempre veía lo mismo. Me veía escribiendo de un modo muy extraño y, cuando me fijaba, me daba cuenta de que no era yo sino alguien muy parecido a mí, con más pelo que yo y con todos los dientes. Pensé que había visto a mi doble y me faltaba poco para morir.” Cosa que ya antes dedujo cuando durante la peste, que la derrumbó y la mantuvo enferma, la atisbó en el delirio de la fiebre: “vio a una mujer que la miraba inclinada sobre un espejo blanco lleno de símbolos y supo que la mujer era su gemela y que escribía sobre ella, sobre la peste y el temor de los hombres. La desconocida se le parecía, aunque era más joven y más flaca. Hacía extraños movimientos con los dedos, como si quisiera convocar a los espíritus. Y entonces la mujer levantó la vista y Selene supo que conocía el día de su muerte.”
La ventaja de Ainur es que ella está investigando y escribiendo la historia de Selene y la confirmación de su parecido físico ocurre cuando el farero la lleva a la iglesia de la Santa Magdalena, que es la iglesia del pueblo y está en la plaza, casi frente a su casa, donde otrora, en esa “Villa de las Asturias de Oviedo”, se levantó el patíbulo donde Selene, “tenida por santa y bruja”, fue quemada. Además del macabro y antiguo memento mori que Ainur ignoraba que se escondía en la cripta, cuyas subterráneas paredes “estaban hechas de cientos, quizá miles, de calaveras de todos los tamaños”, hay tres esqueletos de tres niños “vestidos como príncipes”. El más pequeño “abría los brazos formando una cruz. Con una mano sostenía un misal, con la otra una loseta grabada: ‘Como tú eres, nosotros hemos sido; como somos, tú serás’.” Si a la postre tal misal cobra trascendencia, lo relevante de ese episodio es que el farero le muestra, en una hornacina lateral del altar central, el cuadro de Santa Magdalena, “que había dado nombre a la iglesia y a la parroquia” y del que ella había leído “era un retrato de Selene”. Se trata de “una tabla de factura flamenca de grandes proporciones” y Ainur, pelirroja y de ojos verdes, es muy parecida a la mujer del óleo, tanto que el farero le dice: “se te parece como una gota de agua a otra gota. Parece un retrato tuyo vestida de Magdalena”. 
Ainur piensa en la endogamia que pulula en el valle, lo que hace suponer que descienda de Selene. Pero lo que Ainur y el farero ignoran es que ese cuadro de la Magdalena Penitente lo pintó Samuel de la Llave, inquisidor del Santo Oficio, cuando en tal camuflada identidad solía visitarla en la celda de la prisión. Samuel es el amor de Selene, cuyo enamoramiento en la adolescencia quedó marcado por el “Lazarillo editado en Flandes en 1554” que él le regalara. El sacerdote Samuel, además, es el padre de la hija que Selene concibe y tiene en la sórdida y sucia celda y que es entregada a un convento de monjas clarisas. Samuel, siguiendo las instrucciones de Selene, vierte una receta o un hechizo a las aguas que alimentan al pueblo. De modo que cuando un “veintitrés de junio, noche de San Juan”, Selene es quemada en la plaza, la multitud allí reunida vive una especie epifanía, porque la gente, que está allí para insultarla, maldecirla y gritarle ¡bruja!, mientras la consumen las llamas, la oyen emitir una especie de cántico angelical y la ven ascender al cielo, de modo que hay quienes se arrodillan y la proclaman santa. 
Esto lo ve Ainur en un sueño y Selene y la gente de la plaza, mientras es quemada, ven que llega un gran pájaro metálico con aspas metálicas en la corona, y que de éste descienden unos hombres raros que recogen a una mujer que estaba inconsciente en el suelo. Ella vestía extrañas ropas y “parecía la misma que estaba amarrada a la hoguera”.
Es decir, “un 24 de junio, cuando estaban más altas las hogueras de San Juan”, el pueblo, azuzado por la vieja Consuelo, incendia la casa de Ainur; pero ésta, escondida en la cripta, descubre que en el misal del citado niño-esqueleto se oculta “un Lazarillo edición de Flandes de 1554” (el Lazarillo, además, es el libro fetiche de Ainur, que, piensa, pudo ser escrito por una mujer) y en él se oculta “el secreto de Selene”: unos polvos o una fórmula de palabras mágicas (o “un bebedizo que cambia a las personas”). Tal es así que, mientras se sucede el incendio de la casa de Ainur, se suscita una orgía colectiva que recuerda la orgía multitudinaria que provoca el poderoso perfume creado por Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista asesino de doncellas de la famosa novela de Patrick Süskind. 
Eugenia Rico
El caso es que alguien llamó a la guardia, porque ese “pueblo está demasiado cerca del Parque Natural”, y los uniformados del helicóptero rescataron, en medio de la orgía y del incendio de la casa, a la única mujer vestida y despierta, junto con su perro negro, el mero Satán. Según dice Ainur al abrir los ojos en el helicóptero, “Volaba sobre la plaza del pueblo, sobre la pira de Selene, sobre su triunfo final en el futuro y su terrible derrota en el pasado. Volábamos. Era difícil saber si todo había sido un efecto de las hierbas mágicas o de las palabras de la comadrona. Una alucinación o una profecía. O las dos cosas.”
Lo cierto es que para Ainur el pueblo se tornó fantasmal: cada vez que intenta regresar a él no lo halla. Y mientras Selene tuvo una hija, de la que quizá desciende Ainur, ésta, dentro de nueve meses, dará “a luz al hijo de un hombre muerto”, que, por su consubstancial descuido e índole contradictoria, no sabe si es del farero o del Señor Oscuro. 


Eugenia Rico, Aunque seamos malditas. Suma de letras. 1ª reimpresión mexicana. México, agosto de 2011. 496 pp.






Antes




 El sueño que es mi vida desde que yo nací
                              

Si un rasgo axial de la atmósfera sórdida y derruida que singulariza al mórbido entramado familiar de Mejor desaparece (Océano, 1987), primera novela de la prolífica escritora Carmen Boullosa (México, septiembre 4 de 1954), es su procedimiento discontinuo y fragmentario, en Antes (Vuelta, 1989), su segunda novela, lo que descuella es la continuidad y la congruencia entre los capítulos. Ambas obras deambulan en pasados que oscilan entre lo patológico y lo sobrenatural. En Mejor desaparece esto se delinea y traza en fragmentos y bosquejos, como secretos innombrables silenciados por el pudor. Los numerosos hijos e hijas son fantasmas que oscilan solitarios y distantes entre los intrusos que habitan la casona paterna (lo cual es un eco de la “Casa tomada” de Julio Cortázar). Son víctimas frágiles y dóciles ante la violencia y la indiferencia que dicta el padre. Y Antes es, sobre todo, el monólogo de una niña fantasma; y lo que narra es, precisamente, la vida que antecede a lo que ahora es su inasible identidad: la inexistencia.
(Océano, México, 1987)
         
(Vuelta, México, 1989)
        Con varias ediciones en distintas editoriales, Antes inicia cuando la protagonista le habla a un interlocutor imaginario, a quien le platica la evocación de su infancia y que, para revivirla, quisiera que se corporizara. Es decir, la protagonista es sólo un cúmulo de fantasmales recuerdos. Desde la nada imperceptible y solitaria que ahora es, está condenada a la nostalgia, al obsesivo y repetitivo eterno retorno de los hechos que se cuenta a sí mima vagando, encerrada, en los pasillos y habitaciones sin salida de su solitaria y laberíntica memoria. Obedece a una compulsiva y mórbida necesidad de recordar y contar; y el hacerlo le produce placer, pero también tristeza y miedo. La protagonista dice, además, que sus recuerdos son como niños, que piden ser los primeros en ser narrados, y que ella tiene que sermonearlos para que se calmen y esperen su turno, y para que a cada uno le toque el lugar que le corresponde.

Pero si desde el comienzo de la novela queda claro que se contará la conversión de la niña en algo intangible e invisible, Carmen Boullosa, a través de su personaje y para sostener y acrecentar la intriga y el suspense, deja este asunto para el episodio final. Sólo al término de la novela se sabrá cómo ocurrió la transformación y se entreverá la naturaleza del cambio.
       A lo largo de las anécdotas que la protagonista evoca y narra y que se desprenden sobre todo del miedo y del terror que le suscitaba la persecución de ruidos y pasos que sólo ella oía y que la seguían lo mismo en el día que en la noche, el lector es situado en el ámbito de un ambiguo dilema: no sabe si lo que veía y le ocurría a la niña es real, o si todo es resultado de psicóticas alucinaciones y somatizaciones que su fobia, paranoia y esquizofrenia le provocaban. Esto, pese a los curiosos ritos y sucesos que cuenta y a pesar de las supuestas pruebas fehacientes que enumera: el recuerdo que halla en su mochila y que preludia la muerte de su amiga Enela; el hoyo en su camisón y la quemadura que le ocasiona una bola de papel mojado; las tijeras bajo la almohada y luego la tortuga sin cabeza y sin una pata; los sigilosos pasos que se llevan a Esther; la quemadura que le provoca una caída en un alberca de la cual emerge con el cabello seco y peinado después de haberse hundido; entre otras absurdas y fantásticas cosas por el estilo. El equívoco, en lugar de ser esclarecido al término de la obra (para la comodidad y tranquilidad del insaciable e insomne lector), se enfatiza con otras paradojas y queda abierto. 
Confluye en el dilema la culpa que atosiga a la protagonista; se siente responsable no sólo de la muerte de Esther, sino también del abandono de la casa, de la disgregación de su padre y de sus hermanas y de su propia soledad. La protagonista narra la forma en que, según ella, dejó de soñar; sin embargo, después cuenta una pesadilla en donde la visita su madre muerta; y cuando por fin refiere su muerte y el arribo de sus perseguidores, resulta que no está en el portón de su casa, como decía, sino en su cama y en un sueño y en la llegada hormonal de su adolescencia. Esto induce a pensar que en realidad ella no habita un plano de inexistencia, sino que está recluida en la oscuridad corporal de su solitaria psique, donde su conciencia y su inconsciente detuvieron el tiempo y el espacio como una negación aprehensiva mediante la cual no deja de ser la chavita que fue y por ende cumple con el recóndito propósito de nunca dejar de ser una niña, como una vez a sí misma se lo prometió.
Carmen Boullosa
        Habrá que decir, además, que la niña fantasma que merodea y repta en los recuerdos de Antes, es también una forma lúdica y crítica con la que Carmen Boullosa configuró una especie de alter ego que le dio pie para hacer un novelado recuento de ciertos rasgos de su identidad e infancia. Como ella, su personaje nació en la ciudad de México, en 1954. Y no sólo vierte una mirada cuestionadora sobre el colegio donde imparten clases unas madres norteamericanas; lo cual tiene uno de sus puntos chuscos cuando una escuincla hace un dibujo en el que ilustra a otras niñas como ella regalando gansitos (los célebres pastelillos de la Bimbo cubiertos de chocolate y rellenos de crema y mermelada de fresa) en un campamento de pobrísimos y harapientos paracaidistas, porque piensa que esto es hacer el bien y servir a Dios y cumplir con el lema de la escuela; sino que también, al aludir los hábitos y las actitudes de su madre y de sus hermanas, registra clichés, costumbres, usos y posturas propias de la clase social a la que pertenecen. La madre, por ejemplo, es una previsible mujer de posición acomodada, muy a la high society mexicana, pintora y quezque intelectual, que discute de libros con sus amigas, que siendo antigringa tiene a sus hijas en una escuela norteamericana y católica, y que por su anfibia xenofobia ecologista no le gustan las reglas de plástico que encargan en el colegio, sino las de madera, y que tampoco le agrada la ropa interior de nylon para sus hijas, sino la de algodón y con listones de colores hechos moñitos. En tal tenor se opone al concurso escolar que consiste en premiar a la niña que lleve la muñeca más bonita y propone un certamen en el que las alumnas realicen dibujos que sean una interpretación del lema escolar, cuyo sentido es “emplearse en la gloria y veneración de Dios y estar al servicio del prójimo”.

Y así como en un momento la protagonista pone en entredicho las nociones de progreso de la economía mexicana o expresa su sentimiento de culpa por pertenecer a una clase social que se encarga de que el país le sirva, también se burla del aspecto tontorrón y ridículo del cómico Chabelo (“el amigo de todos los niños” deificado por la tele y el cine); menciona el supuesto egoísmo idiosincrásico de la historiadora y crítica de arte Raquel Tibol; con anacrónicos prejuicios ironiza la admiración que sienten sus padres por un amigo “intelectual” o de un modo ñoño refiere a Elda Peralta cuando va a comprar el pan (¡la mujer de un escritor! ¡mire usted nada más!); o de plano, Carmen Boullosa sitúa las facultades de la pintora Esther de la Fuente entre las de Fernando García Ponce, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez y Juan Soriano, consabidos y notables engendros de la generación de la Ruptura, aunque Juan Soriano la precede. En fin, la novela Antes es un regodeo en la niñez (la infancia de la niña fantasma) y un regreso (somero, conciso y subjetivo) al México y al Cuernavaca de los años 60. 


Carmen Boullosa, Antes. Editorial Vuelta. México, 1989. 108 pp.






viernes, 15 de noviembre de 2013

La hora de la estrella




Había nacido para el abrazo con la muerte


Descendiente de los procedimientos novelísticos articulados en lengua inglesa por Laurence Sterne (1713-1768) en Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), con sus continuas digresiones salpimentadas de humor y con la exhibición y escamoteo de sus costuras narrativas, La hora de la estrella de la escritora brasileña Clarice Lispector —nacida en Ucrania el 10 de diciembre de 1920, muerta en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977— es un relato largo o novela corta que implica una meditación, lúdica y paródica, sobre lo frágil, vertiginoso e infinitesimal de lo intrínseco de un individuo (y por ende del género humano), y sobre los lazos lúbricos entre la nada (el vacío, la vida) y el instante de morir. 
(Siruela. 5ª edición. Madrid, 2007)
  Redactada en portugués, La hora de la estrella se publicó en 1977, meses antes del fallecimiento de su autora; y en 1989 Ediciones Siruela publicó por primera vez la traducción al español de Ana Poljak (entonces con el número 3 de la serie Libros del Tiempo). En sus páginas, Clarice Lispector escribe sobre un escritor que está escrito en el acto de estar escribiendo el relato que, en el instante de la escritura, el lector lee. Lo cual, por particular asociación, recuerda al célebre grafógrafo que inicia el libro homónimo que Salvador Elizondo (1936-2006) publicó en 1972: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.”
Clarice Lispector
       El protagonista, un grafógrafo sin mayor pena ni gloria (“Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte”), afectado por la figura escuálida y misérrima de una jovencita norestina que deambula en Río de Janeiro a imagen y semejanza de un ser microscópico, subterráneo y cuasi inexistente, se ha propuesto escribir una narración sobre ella, pero al hacerlo incurre en una serie de digresiones que van dando cuenta de lo que en ese momento piensa de sí mismo, del mundo, de la vida cotidiana, del universo, de la soledad, de la muerte, de sus estados de ánimo, de las ocurrencias que les platica a los lectores, de la escritura misma, de lo que está escribiendo o va a escribir (y escribe o nunca escribe), y de los miedos y angustias que lo anterior le produce, entre otros etcéteras. 

La hora de la estrella es parodia, espejo, juego, crítica, premonición y revelación. El escritor, a imagen y semejanza de un ejemplar estereotipado, ridículo, risible, minúsculo, perdido en lo inconmensurable del cosmos e innecesario, incluso para escribir o concluir la obra que redacta sobre la sustituible y desapercibida muchachita, a través del omnisciente y ubicuo ojo avizor de Clarice Lispector que lo hace posible (sin que él lo sepa, como tampoco la norestina sabe de su autor), resume su condena existencial mientras espera la hora de mirar “el último poniente”, de oír “el último pájaro”, de legar “la nada a nadie” (Borges dixit): “Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo; estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por mi desesperación y mi cansancio, ya no soporto la rutina de ser yo, y si no existiese la novedad continua que es escribir, me moriría simbólicamente todos los días. Pero estoy preparado para salir con discreción por la puerta trasera. He experimentado casi todo, aún la pasión y su desesperanza. Ahora sólo querría tener lo que hubiera sido y no fui.” 
       
Clarice Lispector
         No obstante lo serio, dramático y melancólico de tal acotación, lo que a lo largo de la novela enmarca las radiografías que el escritor hace de sí mismo y de la norestina, es el irónico humor con que delinea, tanto la escritura de su obra (salpimentada con frases y fragmentos que burlescamente parafrasean corrientes frenéticas e inesperadas de inspiración), como el engendramiento (exterior y explícito), el itinerario y la personalidad de la muchachita de sus desvelos, abstenciones y dietas. De tal modo que lo melodramático, hueco y trágico que caracteriza lo miserable y estúpido de la vida de la norestina resulta tragicómico, ídem la presencia misma del grafógrafo y sus apuntes. 

La piedra angular de la perspectiva filosófica de La hora de la estrella reside en que conlleva una reflexión y una metáfora sobre el erotismo entre la nada/la vida y la muerte. El escritor tiene la facultad de desdoblarse en otro; no es Macabea (la norestina) pero es ella; la vive en su miseria, en su transitar estéril, idiota y abstracto; se conmueve ante su infortunio y quiere sacarla de allí, de la página, del libro; que conozca el placer de la vida, e incluso llega a desesperarse tanto que imaginativamente se degrada y ansía ultrajar su virginidad. Sin embargo, la deja ir en el juego de espejos que es su inframundo, donde se fermenta y prolifera lo paupérrimo, prostituido, hacinado, sucio, fétido y periférico de ciertas zonas porteñas del Brasil en las que se multiplican las favelas, lo cual implica el rezago y el fracaso de la modernidad, del rapaz capitalismo transnacional y de la democracia, arrastrando con ello a los lectores.
En sus devaneos metafísicos, el grafógrafo discierne con la elemental sabiduría de un panteísmo doméstico y casero que destila y acuña el aforismo o el fragmento pintoresco o poético: que el todo es uno; que todos somos uno; que el inescrutable e inasible universo siempre ha estado aquí; que hay preguntas sin respuestas; y que la vida no es otra cosa que un raudo ventarrón de la nada hacia la nada. 
Clarice Lispector
        Y en tal punto es donde radica la dualidad de la obra de Clarice Lispector. Macabea, perdida en la masa anónima del lumpemproletariado, con su desnutrición histórica y congénita, y con la morbidez de su limitadísimo intelecto (propio de un detritus urbano, de un deshecho de la industrialización expoliadora, de los ninguneadores mass media que estandarizan y masifican el consumo, el gusto y las ideas, y por ende rasgo distintivo del tercermundismo tropical y bicicletero), asume religiosamente la paradoja de su vida (sin ser religiosa, puesto que no cree en nada) y sin pensar (su coeficiente no le da para ello) simplemente es lo que es, y al serlo es feliz en su vacío que es ser nada con sus carencias y defectos que dibujan a una muerta en vida.

Macabea, quien siempre fue un ser inexistente, un guiñapo desapercibido en medio del deshumanizado y egocéntrico entorno, cobra cierta notoriedad cuando súbitamente es atropellada: los que no la miraban la miran (el memento mori, “recuerda que morirás”) en el único instante en que la evanescente nada de la vida la hace estrella en un volátil recodo microscópico.
Clarice Lispector
      “La muerte es un encuentro con uno mismo”, filosofa el grafógrafo de pacotilla. Y el lector ve, entonces, cómo se va recogiendo consigo misma; cómo se enrosca en una postura fetal, larval, cifrando el retorno a su origen; cómo se abraza “a sí misma con la voluntad de la dulce nada”; y cómo logra vislumbrar en el instante orgásmico y climático que “había nacido para el abrazo con la muerte”.

Y es en tal engarzamiento lascivo y raudo donde se funden boca a boca, cuerpo a cuerpo la nada/la vida y la muerte (Eros y Tánatos fundidos en un beso negro, circular). Muere en ella el grafógrafo aunque no muera. Y los lectores quizá sientan el vértigo, la presencia, la perpetua y silenciosa compañía, y mueran en ese pasaje que tal vez les otorgue la intuición premonitoria, el acceso y la resurrección en alguna página aún no escrita.



Clarice Lispector, La hora de la estrella. Traducción del portugués al español de Ana Poljak. Serie Libros del Tiempo (125), Ediciones Siruela. 5ª edición. Madrid, 2007. 88 pp. 





      Trailer de La hora de la estrella (1985), película de Susana Amaral basada en la novela homónima de Clarice Lispector.