jueves, 14 de mayo de 2015

El tambor de hojalata


La risa de la Bruja Negra, remedio infalible

En sus sonoros y mediáticos tiempos de celebridad narrativa anteriores a la caída del Muro de Berlín y a la desintegración de la URSS y de la Cortina de Hierro, el escritor checo Milan Kundera —quien en Praga fue profesor en la Escuela de Estudios Cinematográficos hasta que en 1968 los soldados y tanques soviéticos destruyeron el movimiento de la Primavera de Praga— decía que todas las adaptaciones cinematográficas de las grandes novelas son versiones del Reader’s Digest. Sin ser peyorativo se puede decir esto del extraordinario largometraje El tambor de hojalata (1979), adaptación homónima de la novela más famosa del escritor alemán Günter Grass (Danzig, octubre 17 de 1927-Lübeck, abril 13 de 2015), dirigido por Volker Schlöndorff, que en Cannes obtuvo la Palma de Oro y en Hollywood el Oscar a la mejor película extranjera; y en cuyo guión, de Volker Schlöndorff, Jean-Claude Carrière y Franz Seitz, el propio narrador incidió. Es decir, la novela de Günter Grass —Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1999 y Premio Nobel de Literatura 1999—, cuya primera edición en alemán data de 1959 y de 1963 la traducción al español de Joaquín Mortiz, es gruesa como un ladrillo y repleta de cientos de anécdotas, digresiones, personajes, y maniáticos y delirantes pormenores ausentes en la variante fílmica. Versión que además termina en 1945, cuando María Truczinski, su hijo el pequeño Kurt, y Oscar Matzerath, el protagonista, empiezan a abandonar Danzig apilados en el tren (rumbo a Düsseldorf), después de que las tropas rusas han tomado la ciudad y acribillado a balazos Alfredo Matzerath, otrora acólito nazi y presunto padre del tamborilero Oscar, quien tiene catorce años y cinco meses, pese a su preservada apariencia de frágil y angelical niñito de tres años que no mata una mosca ni muerde un plátano. 
Volker Schlöndorff y Günter Grass con David Bennent,
el niño actor que hizo el papel de Oscar Matzerath
en la película El tambor de hojalata (1979).
  Durante toda la novela, Oscar Matzerath —enano con joroba, deforme, famoso y rico— entre 1953 y 1954 yace encerrado en un cuarto de un hospital psiquiátrico en calidad de prisionero sujeto a un proceso judicial de cuyo supuesto crimen quizá se le absuelva. Allí, en su infantil cama con barrotes, entre que tamborilea, recibe visitas, monologa con el enfermero Bruno Münsterberg, escribe y alguna vez le dicta a éste las fatigosas y fantásticas memorias de su vida, que si bien concluyen el día de su 30 aniversario (como si todo hubiera sido un trastocado fantaseo, una alharaquienta carcajada y tomadura de pelo de la ominosa Bruja Negra), en realidad se remontan al año 1899, cuando Ana Bronski, su campesina abuela cachuba, bajo sus cuatro faldones color papa oculta a un desconocido incendiario, un tal José Koljaiczek, en ese instante perseguido y correteado por la policía rural que le pisa los talones. Camuflada conjunción sexual de la que en 1900 nace Agnés, la futura mamá de Oscar, quien el día de su tercer aniversario (septiembre de 1927), lanzándose por la escalera de la subterránea bodega de la tienda de ultramarinos de Alfredo Matzerath, decide detener para siempre su imagen, estatura, supuesta ingenuidad y supuesto infantilismo tamboril, berrinchudo y travieso de tres años, cuyos agudos gritos y chillidos poseen peligrosas virtudes vitricidas. 

       Inextricable a sus referentes históricos, sociales, dramáticos, geográficos y arquitectónicos, El tambor de hojalata es una novela fantástica saturada de humor negro en la que Günter Grass, a través de Oscar Matzerath, se ríe, tamborilea, burla, y hace polvo o malabares lo que se le antoje. Durante un buen tiempo Oscar Matzerath es un infantiloide, irreverente y pseudoanarco pillo oculto bajo su fachada de niño sin joroba de tres años. Cuando en 1939, alrededor de un año después de la muerte de Agnés (la cual en su voraz momento crítico transluce una retorcida, culpable y psicótica renuncia a seguir viviendo), se desencadena el latente y previsible ataque nazi al correo polaco, Oscar, obcecado en su necedad y tejemaneje infantil, traiciona a su miedoso tío Jan Bronski, quien muere fusilado junto a 30 polacos más que se batían defendiendo el edificio, pese a que aún dentro del correo la terrible fobia al tío Jan Bronski lo haya hundido en la locura. 


El enano Bebra (Fritz Hakl) y Oscar Matzerath (David Bennent)
Fotograma de El tambor de hojalata (1979)
  Entre mayo de 1943 y junio de 1944, como si el asunto no implicara cuestiones inmorales, genocidas y cruentas, y sólo se tratara de un tour por la Europa ocupada y de una aventura amorosa con la enanita Rosvita Raguna, Oscar Matzerath es un bufón entre los bufones enanos del itinerante Teatro de Campaña nazi que encabeza su mentor el enano Bebra. Cuando a fines de 1944 la policía militar nazi, tras la delación de la mocosa Lucía Rennwand, logra atrapar a la escurridiza banda de anarquistas adolescentes que Oscar comanda con su descomunal y enfermiza megalomanía, no duda en traicionarlos en el momento de la redada, transformándose ante los ojos de todos en un chillón chamaquito de tres años al que han llevado allí sin permiso de su mamá. 
 
Oscar Matzerath (David Bennent) con su madre Agnés (Angela Winkler),
el tío Jan Bronski (Daniel Olbrychski) y Alfredo Matzerath (Mario Adorf).
Fotograma de El tambor de hojalata (1979).
     Y el día de febrero de 1945 en que los rusos sitian, saquean, violan a las mujeres e incendian Danzig, Oscar y los suyos se han escondido en la subterránea bodega de la tienda: María Truczinski, el pequeño Kurt, la viuda del verdulero Greff (un nazi homosexual que se ahorca en octubre de 1942) y Alfredo Matzerath, que se ha desprendido de su acusador vestuario de scout nazi y como no halla dónde ocultar su otrora honorable y vociferante svástica-alfiler, la tira sobre el piso de cemento y antes de que ponga el pie sobre ésta, de un manazo Oscar se la gana al pequeño Kurt, mientras los soldados rusos ya están en el piso de arriba. Pero cuando descienden y los empuñan con sus armas, en tanto se turnan para fornicarse a la viuda del verdulero Greff, de nueva cuenta, camuflado en su inocente imagen de niñito de tres años cargado en brazos por un mongol ruso que con los dedos tamborilea el juguete, Oscar, sin que lo vea éste, le pincha la insignia nazi a su presunto padre (y presunto padre del pequeño Kurt) en una de sus alzadas manos, y entre que trata de tragársela y la confusión de ruidos y contorsiones que esto le provoca para vomitarla, el mongol, con una ráfaga, lo deja a imagen y semejanza de una coladera sanguinolenta.
Durante el sórdido, largo y accidentado viaje en tren de carga que María Truczinski, el pequeño Kurt y Oscar Matzerath emprenden el 12 de junio de 1945 de Danzig a Düsseldorf (ocurren múltiples asaltos y muere un petulante y burgués dizque socialdemócrata), a Oscar, que iba golpeado de la cabeza y enfermo, le brota la joroba; se deforma; pierde para siempre su poder vitricida; crece: de sus 94 centímetros aumenta a un metro veintiuno; y se niega a retornar al tambor, simbólicamente enterrado sobre el ataúd de tablas de Alfredo Matzerath. Ya en Düsseldorf permanece en el hospital entre agosto de 1945 a mayo de 1946.
Serie Narrativa Actual núm. 22, RBA Editores
Barcelona, 1992
  Inextricable a la monstruosidad y a la índole ególatra y megalómana de Oscar Matzerath, El tambor de hojalata es un mar de historias. Allí están, diseminados en diversos pasajes, sus fallidos intentos por casarse o volver a seducir a María Truczinski, incluso con el afrodisíaco polvo efervescente. Lo vivido con uno de los hermanos de ella: Heriberto Truczinski, el hombretón de la espalda con cicatrices (cada una con su historia), que muere sexualmente embrujado y espeluznantemente asesinado por Niobe, la Marieta verde, un mascarón de proa esculpido y tallado en el siglo XV (el turgente y provocativo cuerpo de una mujer al que se le atribuyen numerosos y legendarios crímenes y muertes), entonces exhibido en el Museo de la Marina de Danzig. Su papel de astroso vagabundo de parque a modelo en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf y de pinturas que se hicieron célebres. Sus periódicos empleos como grabador de epitafios con el lapidario Korneff. Su encuentro con el músico Klepp y el trío de jazz que ambos organizan, Oscar como batería, Klepp como flauta, y Scholle como guitarra, después de que Klepp, sucio y abandonado en su cuartucho, lo indujera a volver a desencadenarse con el tambor. Las absurdas escenas del patrón y de los parroquianos que acuden a llorar al Bodegón de las Cebollas, la fonda donde toca el trío, cuyo patrón, muerto en un accidente automovilístico, parece haber sido ultimado por el ataque de una multitud de pájaros parecidos a los de la película de Hitchcock, quizá una especie de oscura venganza por las aves que él solía cazar con su escopeta. El éxito y la fama que Oscar Matzerath alcanza cuando deja el trío de jazz y se convierte en un trashumante solista de tambor que cada vez que toca recuerda su infancia de tres años; es decir, interpreta e improvisa largas y laboriosas construcciones sonoras inspiradas en pasajes de su niñez y adultez y en la niñez y adultez de los otros, cuyo meollo es el hecho de que conmueve y trastorna el inconsciente y el comportamiento de los escuchas maduros y de edad avanzada. Así, gracias a la agencia de conciertos Oeste creada por su mentor Bebra (ahora en silla de ruedas), viaja por toda Alemania Occidental; se instala en hoteles de lujo; come en los mejores restaurantes; y brinda conciertos a los que asisten miles de adultos y ancianos que seducidos y hechizados por lo que oyen regresan a su tierna infancia y comienzan, allí en el concierto, a tornarse balbucientes, llorones, y a punto de hacer pipí. Con tal fortuna y la riqueza que le dejan los discos grabados (que transmiten el mismo encantamiento) se hace un burgués que sin embargo no deja la covacha de la modesta pensión de Düsseldorf, no sólo porque en otro cuartucho sobrevive Klepp (hasta que se casa), sino también porque en otra habitación vivía la enfermera Dorotea; no obstante que su impericia y monstruosidad la hizo huir de allí sin que para él, ridículo, patético y romántico trasnochado, deje de ser su platónico, onanista e insistente amor ideal e imposible, el único por el que se obsesiona y enajena ante sus frustraciones con María Truczinski.

   
Oscar Matzerath (David Bennent) y María Truczinski (Katharina Thalbach)
seducida con el afrodisíaco polvo efervescente.
Fotograma de El tambor de hojalata (1979)
    Más adelante, después de que en la huerta de la madre de Godofredo von Vittlar y a través del perro Lux, Oscar Matzerath ha hallado el dedo de una mujer y lo ha convertido en objeto de adoración y culto dentro de la otrora mísera habitación de la enfermera Dorotea, él y Godofredo, que de conocerlo en el huerto se ha convertido en su admirador y seguidor más íntimo, pergeñan, con tal de complacer y beneficiar a éste con 15 minutos de fama, la posibilidad de que Oscar Matzerath sea el autor de un crimen pasional que ha borrado del mapa a la enfermera Dorotea, cuya supuesta y flamante evidencia es el dedo hallado en la huerta y la inmediata secuela: la agudización de su locura, visiones y delirios, y enseguida los dos años que lleva preso en el psiquiátrico mientras escribe sus memorias, monologa con el enfermero Bruno Münsterberg, recibe visitas de sus seres queridos y se suceden las vueltas del proceso judicial. Pero cuyo abogado quizá lo exima de la culpa y la sentencia, gracias a las últimas pruebas desveladas, mismas que el abogado le anuncia entre las visitas del día del pastel por su 30 aniversario, tal día de septiembre de 1954.


Günter Grass, El tambor de hojalata. Traducción al español de Joaquín Mortiz. Serie Narrativa Actual núm. 22, RBA Editores. Barcelona, 1992. 572 pp.

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Enlace a un trailer de El tambor de hojalata (1979), película dirigida por Volker Schlöndorff, basada en la novela homónima de Günter Grass.

Desgracia



Arañas en el fondo de una botella

El narrador sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Provincia del Cabo Occidental, enero 9 de 1940), Premio Nobel de Literatura 2003, obtuvo en Francia el Premio Fémina a la mejor novela extranjera y en 1983 su primer Booker (“el premio más prestigioso de la literatura inglesa”) con Vida y época de Michael K, “el libro que le valió fama internacional”. Y con Desgracia (1999) recibió su segundo Premio Booker. 

J.M. Coetzee
     Traducida del inglés al español por Miguel Martínez-Lage, la novela Desgracia se divide en 20 capítulos sin rótulos. Nacido en 1945, David Lurie, el protagonista, es un hombre blanco de 52 años que, al inicio de la obra, además de tres borrosos libros: “el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el tercero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado)”, lleva ya 25 años dando clases en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo. Tras la última reforma educativa imparte varios cursos en la Facultad de Comunicación; pero el más importante para él es la “asignatura especializada”, que ese año destina a los poetas románticos. Desde hace varios años ha intentado escribir un libro crítico sobre Byron; pero tras varios fracasos aspira escribir algo musical: “Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara”, que en la casi postrera latitud de la novela y de los últimos aciagos sucesos, por sesiones y momentos va cobrando forma auxiliado con un “pequeño banjo de siete cuerdas”, un instrumento de juguete que de pequeña utilizó su hija Lucy.
      Tras dos matrimonios truncos, David Lurie ha regulado su vida sexual con rameras y con las jóvenes alumnas que desea y logra seducir, cuyo donjuanesco intríngulis en un pasaje le resume a su hija con el fuste de un aforismo de William Blake: “Prefiero matar a un recién nacido en su cuna antes que albergar deseos no realizados”. Y es precisamente el subrepticio y repetido affaire con Melanie Isaacs, una alumna “treinta años más joven que él”, lo que lo arrastra al fango de un linchamiento moral y ante una especie de juicio académico cuyas exigencias y prerrogativas no acepta ni comparte y por ende opta por la renuncia. Según le dice a su hija, el proceso y sus requerimientos le recordaron “a la China maoísta. Retracción, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.”
      Esto no es una desgracia para el gris y erudito profesor David Lurie (no tiene preocupaciones pecuniarias), sino un cambio, el preludio de la tercera edad, que empieza a corporificarse cuando en su auto, con los libros para su libreto sobre Byron, se dirige a la granja de su hija Lucy, ubicada a las afueras de “la ciudad de Salem, en la carretera de Grahamstown a Kenton, en la Provincia del Cabo Oriental”.
      Lucy radica allí desde hace seis años. Al principio la casa fue una comuna hippie; pero luego David le ayudó a comprársela y hasta hace unos meses ella la compartió con su amiga Helen, quien se fue a Johannesburgo. Lucy vive del cultivo de hortalizas y flores que los sábados vende en un puesto en el mercado de Grahamstown y tiene unas perreras, unas jaulas donde cuida canes de particulares. Puesto que David no logra engancharse en la escritura de su obra sobre Byron y le sobra tiempo, no obstante que ayuda en algunas labores, Lucy le propone, y él acepta, hacer trabajo voluntario en Liga para el bienestar de los animales, una astrosa y miserable “clínica” que regenta Bev Shaw, quien no es veterinaria (el veterinario va sólo los jueves), sino una aficionada que brinda cierta curaciones; pero sobre todo el semanal sacrificio de la proliferación de perros que nadie quiere ni reclama. 

(Mondadori, México, 2004)
      Con sus estiras y aflojas y ciertas asperezas propias de personalidades distintas, el día a día se torna rutinario hasta que se sucede la desgracia, cuyos trasfondos implican racismo y ancestral odio, tremendas diferencias idiosincrásicas entre occidentales y africanos con arraigados y anacrónicos atavismos, soterradas ambiciones por parte de Petrus, el vecino (de raza negra) que acrecienta sus tierras y que por un sueldo labora para Lucy; y lo que es peor e inescrutable para David Lurie: las oscuras y abstrusas decisiones que toma su hija y que él respeta y ante las que se mantiene alerta y a la expectativa.  
      Un trío de hombres negros irrumpen en la casa: dos adultos y un menor. Lucy es violada por los tres y David, además de un ojo cerrado, por el alcohol que le echan encima y encienden con una cerilla, sufre heridas en el cuero cabelludo y en una oreja. Matan a balazos a seis perros que había en las jaulas (sólo queda Katy, una perra bulldog). Y además de los destrozos que causan, se roban la escopeta, electrodomésticos y otras cosas del hogar, y todo el botín se lo llevan en el auto de David. 
      Lucy acepta que ante la policía denuncien los daños materiales y el robo, pero no la violación de la que fue víctima. Esto desconcierta a su padre y no le gusta, pero respeta tal postura. 
David se extraña de la ausencia de Petrus durante el ataque, de la indiferencia y la conducta taimada que muestra a su regreso (con su mujer) y colige, además del probable vínculo con los asaltantes, que “A Petrus le gustaría adueñarse de las tierras que posee Lucy”. 
      La crisis que torna ríspida la relación entre el padre y su hija se agudiza cuando durante la fiesta con que Petrus celebra la expansión de su terreno —en la que David y Lucy son los únicos blancos— aparece, como si nada hubiera ocurrido, el chico que participó en el robo y en la violación. Lucy entra en pánico y busca irse ipso facto. Y David, al increpar al chico, ve que Petrus lo defiende de inmediato, dice no conocerlo y se opone a dar parte a la policía, lo cual le indica que es cómplice de los asaltantes. Y más aún: ya en casa, Lucy expresa su postura de no denunciarlo con la policía. A esto se aúna el absurdo y grotesco hecho de que Bev Shaw desestima la preocupación de David por su hija; dice que Petrus la protegerá y que se puede confiar en él.
      Luego, tras una ida a New Brighton en donde descubren que el auto hallado por la policía no era el sustraído, ella, que no le había dicho nada de la violación, le revela detalles del racismo y del odio implícito en el ataque (lo cual prueba que no ve más allá de su nariz): “Lo hicieron con tanto odio, de una manera tan personal... Eso fue lo que más me asombró. Lo demás... Lo demás casi era de esperar. ¿Por qué me odiaban tanto? Yo ni siquiera los había visto en toda la vida?”.
      Buscando que se aleje de ese infausto lugar y se recupere, David le propone que cierre la casa y se vaya a Holanda (él pagará) —allí vivió, tiene a su madre y familia—. Pero ella se niega y vuelve a hacerlo después decirle que tal vez los violadores le estén cobrando un tributo sexual que tiene que pagar por dejarla vivir allí: “Creo que estoy en su territorio. Me han marcado. Vendrán por mí.” 
      “Ellos pretenden que seas su esclava”, le subraya David.
      “—No, no es cuestión de esclavitud. Es cuestión de sumisión, de sometimiento, de estar sojuzgada.
      “Él niega con la cabeza.
“—Esto es demasiado Lucy. Vende la propiedad. Véndele la granja a Petrus y márchate de aquí.
      “—No.”
      Menos de tres meses después de su salida, David regresa a Ciudad   del Cabo. Por asombroso que sea, en el trayecto pasa por George, la ciudad donde viven los progenitores de Melanie Isaacs; visita al padre en su despacho, quien lo invita a cenar en la casa familiar y esto favorece que les pida disculpas por el lapsus cometido con su hija (aunque en su fuero interno no se arrepiente y experimenta un erótico cosquilleo ante el atractivo de la hermana menor, una adolescente). 
      Ya entrado en la nueva rutina en Ciudad del Cabo (descubre el saqueo sucedido en su casa, recoge libros y correspondencia en su antiguo cubículo, habla con su segunda ex esposa, va a la obra donde actúa Melanie y aguanta la agresión del amante de ella, se aventura con una joven furcia, etc.), destaca el hecho de que por fin empieza a componer el libreto sobre Byron. En eso anda cuando un telefonema con Bev Shaw (quien fue su adúltera amante en la clínica mataperros) le sugiere que algo no marcha bien en la cotidianeidad de su hija. Así que “toma un avión a Port Elizabeth y alquila un coche”; maneja hasta la granja y, además de observar los cambios en el terreno colindante (el de Petrus), Lucy le dice que está embarazada, que tendrá el hijo y no habrá otro aborto. Pero además le dice que el chico violador, uno de los probables padres, ahora vive con Petrus, que es su cuñado y se llama Pollux. 
J.M. Coetzee
      Desgracia, la novela de John Maxwell Coetzee, no narra el nacimiento (o no) del bebé, ni qué sucede con Lucy (si se casa o no y qué pasa con el terreno de la granja). Es una obra que se queda en suspenso, con los finales abiertos. Pero antes de que llegar a la última página, cuando ya David ha encontrado un cuarto en Grahamstown (para estar distante pero cerca de su hija) y pasa la mayor parte del tiempo en la clínica, ya componiendo su libreto sobre Byron en compañía de un perrucho cojo y con oído musical (disfruta el banjo y la voz de David al componer), ya ayudando a Bev Shaw en su sabatino y sórdido papel de matarife de perros, se suceden dos episodios que dan indicios de la oscura y retorcida psique y catadura de Petrus y de Lucy.  
      Al confrontar a Petrus sobre el hecho de que el chico violador ahora vive en su casa y que le mintió al decirle que no sabía quién era, Petrus le dice “Usted viene a cuidar a su hija. Yo también cuido de mi hijo [...] Es un hijo, un niño. Es de mi familia, de mi pueblo.” Es decir, el tal Pollux quizá sea su vástago y no su cuñado, pues Petrus tiene dos esposas: la que no está allí (con hijos) y la de que sí está (embarazada, cabizbaja, sumisa). Y además añade: “Se casará con Lucy, solo que todavía es demasiado joven, demasiado joven para casar. Todavía es un niño.” Pero ante las objeciones de David, añade como todo un pachá polígamo: “Yo casaré con Lucy”. Y le encomienda que se lo diga, que “así habrá terminado toda esa maldad”, pues dizque “es peligroso, demasiado peligroso” que una mujer viva allí sin estar casada. 
     David le lleva el mensaje, pero le reitera que puede enviarla a Holanda. Ella, no obstante, decide seguir en ese entorno racista, machista e hiperviolento (“Solo es cuestión de tiempo que a Ettinger [su solitario vecino alemán y blanco] lo encuentren con un balazo en la espalda”, le dice ella): “Di que acepto su protección. Di que puede contar por ahí todo lo que le dé la gana acerca de nuestra relación, que yo no lo contradeciré. Si quiere que a mí se me conozca en calidad de tercera esposa suya, así ha de ser. Si quiere que pase por ser su concubina, otro tanto da lo mismo. Pero acto seguido el niño pasa a ser también hijo suyo. El niño pasa a ser parte de su familia. En cuanto a la tierra, dile que estoy dispuesta a firmar un contrato de venta y cederle la tierra con tal que la casa sea de mi propiedad [no obstante dejó de dormir en la recámara donde fue violada]. Me convertiré en la arrendataria de una pequeña parte de su tierra [...] Pero la casa seguirá siendo mía, repito. Sin mi permiso nadie entra en la casa incluido él. Y me quedo con las perreras.”


J.M. Coetzee, Desgracia. Traducción del inglés al español de Miguel Martínez-Lage. Mondadori (138). 1ª reimpresión mexicana, 2004. 264 pp.



Sostiene Pereira


Mi único compañero soy yo mismo

Concluida el “25 de agosto de 1993”, Sostiene Pereira, novela de Antonio Tabucchi escrita en italiano, apareció en Milán, en 1994, publicada por Giangiacomo Feltrinelli Editore y tuvo un vertiginoso y alharaquiento éxito internacional reflejado en las sucesivas reediciones y traducciones. La versión en español, urdida por Carlos Gumpert y Xavier González Rovira, se editó en mayo de 1995 en la serie Panorama de narrativas de la barcelonesa Editorial Anagrama. Y la primera edición en la serie Compactos de la misma editora apareció en mayo de 1999, cuyo frontispicio está ilustrado con un fotograma de Sostiene Pereira (1995), el filme homónimo que Roberto Faenza dirigió a partir de la novela de Antonio Tabucchi (1943-2012), en cuya estampa a color se ve a Marcello Mastroianni (1924-1996) caracterizando el papel de Pereira, mismo que fue el último personaje fílmico que encarnó. 
 
En la portada: Marcello Mastroianni en el papel de Pereira
(Anagrama, Barcelona, 1999)
     Si ante el libro de la serie Compactos lo primero que puede atraer al tercermundista lector aficionado a coleccionar los libros que adquiere, es el hecho de que se ahorraría alrededor de la mitad del duro precio que ostenta en Panorama de narrativas, la desavenencia, con el tufillo de la estafa, radica en que durante la lectura queda deshojado por completo, listo para el bote de la basura, incluida la nota que figura al término y que Antonio Tabucchi escribió para la décima edición italiana. A ello se añade el notorio detalle de que pese a su rimbombante y sonoro éxito, Sostiene Pereira, que es una magnética novela, no es la gran novela del siglo XX. Aunque ante esto, cabe la posibilidad de que la traducción al español haya desvirtuado los intríngulis que posee dentro de la eufonía y articulación del italiano.
Así como está parece la novela instantánea, con trillados ingredientes de ascendencia histórica, de un narrador con destreza para urdir novelas instantáneas. Es decir, Sostiene Pereira cumple con la ancestral y cavernaria prerrogativa de contar por contar un cuento; pero dado el matiz que implica el ominoso contexto social, político e histórico en que está ubicada: el Lisboa de 1938 bajo la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar (quien manipuló el poder entre 1932 y 1968) y sus vínculos y contrastes con el beligerante entorno europeo: la Guerra Civil de España, los ataques contra los judíos, el creciente y amenazante poderío militar de los ejércitos de Mussolini y de Hitler, casi a un paso de que estalle la Segunda Guerra Mundial, hace que los antagonismos y rasgos inverosímiles de Pereira cobren notable relevancia. Es decir, Pereira no parece la transposición literaria (con pretensiones realistas, intrínsecas pulsiones psicológicas y aderezo histórico) de una persona de carne y hueso, sino la melancólica, patética y limitada marioneta de papel (cinematográfico) que sólo tiene cabida en el ámbito (no siempre limitado) de la imaginación literaria.
Antonio Tabucchi
(Pisa, septiembre 24 de 1943-Lisboa, marzo 25 de 2012)
  Sostiene Pereira, la novela de Antonio Tabucchi, que transcurre entre julio y agosto de 1938, juega con el efecto de que es una especie de reporte testimonial (de ahí el subtítulo: Una declaración, y el estribillo implícito en el título: Sostiene Pereira, mismo que se repite y repite a lo largo de las páginas) concebido para hacer la crónica de los hechos que preceden el momento en que Pereira se dispone a abandonar Lisboa rumbo al exilio francés. 

En la obra, la degustación gastronómica y de las bebidas es protagonista, así como la vestimenta de los personajes, y el modo, con los mismos o parecidos clisés, con que suelen hablarse. Pereira es un hombre individualista. Durante 30 años hizo la crónica de sucesos “en el periódico más importante de Lisboa”. Está viejo, gordo, viudo, solo, y padece del corazón. Es católico; cree en el alma pero no en la resurrección de la carne. Desde hace poco dirige la página cultural del Lisboa, un pequeño, católico e insignificante diario de la tarde; tal es así, que él es el único que escribe en ella; además de que la primera edición de la página, que sólo saldrá los sábados, está por aparecer al inicio de la novela. 
   
Pereira (Marcello Mastroianni)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
   Puesto que desde que murió su mujer, se dice al principio, Pereira está obsesionado con la muerte, cuando en una revista lee el fragmento de una tesina filosófica sobre la muerte, busca a Monteiro Rossi, quien lo firma, con la finalidad de que escriba necrologías de escritores famosos, ya muertos o prontos a morir. Ante los textos que Monteiro Rossi le plantea o entrega (luego se descubre que los reescribía o hacía Marta, la novia de éste, cuyo sintético estilo de diccionario Larousse es idéntico al sintético estilo de diccionario Larousse con que Pereira redacta sus notas), Pereira funge con su papel de censor, riguroso, roñoso y obtuso, alineado a la línea editorial y política que imponen el director del periódico y el régimen fascista de Salazar, donde la censura a la prensa y a la radio, con la policía política de por medio, es sumamente minuciosa, cruenta y asesina. No obstante, Pereira parlotea barrabasadas, como decir que el Lisboa es un diario independiente; o que a él no le interesa la política, sino la cultura, siendo que su actitud de censor y escritor servil y autocensurado implica una oficialista postura política. Pero además resulta inverosímil que siendo un viejo y experimentado lobo de mar del periodismo y de la literatura esté totalmente desinformado ante lo que ocurre en Portugal y en Europa, y que sea Manuel, el mesero del Café Orquídea, el padre Antonio y el doctor Cardoso, quienes lo ponen al día sobre hechos recientes que él no sólo debería saber al dedillo, sino ser el maestro y perspicaz y crítico comentarista. 
   
Monteiro Rossi (Stefano Dionisi) y Pereira (Marcello Mastroianni)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
    Puede resultar comprensible su debilidad de carácter ante Monteiro Rossi, al que trata como a un hijo, el hijo que no tuvo ni tendrá, al que no despide a gritos y paga con dinero de su bolsillo, pese a que no le publica nada y a que guarda en una carpeta las necrologías y efemérides que le entrega o envía. Pero lo que también resulta increíble son las preguntas y confusiones existenciales de adolescente en que se enreda el viejo Pereira, que debería tener un criterio firme, una dura pátina de cocodrilo repleta de atavismos y a prueba de lavados de cerebro en cualquier sucio drenaje de vecindario; pues, por ejemplo, el doctor Cardoso, de unos 35 años, le receta en dos patadas y dos pujidos una superchería esquizoide de un par de franceses que ven la personalidad del individuo como una confederación de almas, en cuya constante pugna (no se dice dialéctica) siempre hay un yo hegemónico que se impone a las otras almas, personalidades o yoes, y Pereira se traga la píldora y anda rumiando tal delirio como si no hubiera otro modo de explicarse lo que le ocurre, y que en un momento traduce como una satisfacción moral ante lo que hace y ha hecho a lo largo de su vida, pero con ganas de arrepentirse sin que dilucide, ante sí mismo, exactamente de qué quiere arrepentirse.
   Quizá con el amasijo de contradicciones existenciales, con las tildes de adolescente y las debilidades de carácter que corporeiza el viejo Pereira, Tabucchi sostiene o argumenta que así suele ser el humanoide: un vulnerable complejo de laberínticos antagonismos y fragilidades, susceptible de acometer un acto o un conjunto de actos que de algún modo lo rediman de su grisura, soledad, anquilosamiento, egocentrismo, indiferencia, angustia y desasosiego. Pereira, que trata y protege a Monteiro Rossi como si fuera su hijo, supone, equivocadamente, que Marta es la culpable de todas sus angustias y de todos sus quebrantos; la cual, según el trazo del novelista, es una belleza, un tentador cuerpo de pecado, sobre todo antes de camuflarse bajo la supuesta personalidad de una pintora francesa, su disfraz dizque de incógnito para vagabundear por Lisboa sin mayor pena ni gloria. 
   
Pereira (Marcello Mastroianni)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
   “Cada uno debe decidir por sí mismo”, le receta al niñote Pereira el padre Antonio, quien se identifica con el gobierno republicano de España elegido en votaciones y con el clero vasco involucrado con los republicanos que guerrean contra las huestes de Franco; es decir, su criterio es opuesto al de los obispos fascistas y al Vaticano que ha dicho “que los católicos vascos eran ‘cristianos rojos’ y que debían ser excomulgados”. En este sentido, Monteiro Rossi y Marta, con su conducta, textos y labia, le revelan a Pereira sus vínculos con los republicanos que combaten en España; cosa clandestina en la que se juegan el pellejo, pues además de escabullirse de la policía política y de la red de delatores, la dictadura de Salazar apoya y simpatiza con los fascistas españoles. Tal es así que no hace mucho Salazar envió un grupo de soldados portugueses, el batallón Viriato, a combatir en las filas de Franco. 
   Cuando Monteiro Rossi le pide auxilio a Pereira para esconder a su primo Bruno, quien se dirige a la zona del Alentejo para reclutar milicianos portugueses que quieran integrarse a una brigada internacional que combate en España, Pereira lo ayuda y colabora con dinero. Luego de un tiempo en que Monteiro Rossi ha andado también en el Alentejo, inesperadamente llega para ocultarse en el departamento de Pereira, quien lo esconde, alimenta y procura, pese a una serie de comprometedores pasaportes falsos que Monteiro Rossi carga en una bolsa y a que entiende que lo persigue la policía política, aplicada en los interrogatorios ilegales, las torturas y los impunes asesinatos. 
   
Pereira (Marcello Mastroianni) y Monteiro Rossi (Stefano Dionisi)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
 En este sentido, cuando finalmente Monteiro Rossi es localizado en el departamento y asesinado allí por tales esbirros, Pereira articula un plan que le permite filtrar en la página cultural del Lisboa la crónica del asesinato de Monteiro Rossi, lo cual configura los puntos suspensivos con que concluye la novela supuestamente testimonial, pues además de que el lector no llega a saber si la edición del Lisboa fue impresa de tal modo, pese a que ésta es inminente, tampoco se entera si Pereira logra cruzar la frontera rumbo a Francia, más o menos oculto bajo la identidad que suscribe uno de los pasaportes falsos que transportaba Monteiro Rossi.


Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira. Una declaración. Traducción del italiano al español de Carlos Gumpert y Xavier González Rovira. 1ª edición en la colección Compactos (201), Editorial Anagrama. Barcelona, mayo de 1999. 182 pp.

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Enlace a Sostiene Pereira (1995), filme dirigido por Roberto Faenza, basado en la novela homónima de Antonio Tabucchi (doblado al español).

viernes, 17 de abril de 2015

La mala hora


 Un síntoma de descomposición social

I de IV
La edición ratificada de La mala hora, la tercera novela que publicó Gabriel García Márquez (1927-2014), apareció en 1966, en México, editada por Ediciones Era, precedida por una nota de Gabo que dice a la letra: “La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora.”
(Ediciones Era, 20ª reimpresión, México, 2006)
  Esto remite al hecho de que con La mala hora (cuyo título tentativo era “Este pueblo de mierda”) obtuvo en Bogotá el Premio Esso de Novela 1961 (tres mil dólares y un diploma que su amigo Germán Vargas recogió y colgó “en el bar La Cueva, el recinto preferido de los ‘mamadores de gallo’ de Barranquilla”) y ya con el título que lleva en diciembre de 1962 fue publicado en Madrid en los Talleres de Gráficas “Luis Pérez”, pero con las supuestas enmiendas del “corrector de estilo” español que disgustaron al colombiano y por ende desautorizó la edición. Algo de ese dilema y de cierta censura lo esbozan sus biógrafos (Dasso Saldívar, Gerald Martin) y el propio Gabriel García Márquez lo bosqueja (con retoques y olvidos) en sus memorias Vivir para contarla (Diana, 2002) y en “La desgracia de ser escritor joven”, artículo periodístico “Publicado originalmente el 9 de septiembre de 1981”, reunido en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984) (Diana, 2003).

(Diana,  1ª  ed., México, 2002) En la foto: el niño Gabito con una galleta
  Gabo inició la redacción de La mala hora (el legendario “mamotreto” o “la novela de los pasquines” atada con una corbata) en 1956, en París, en el cuartito del séptimo piso del Hotel de Flandre de la rue Cujas del Barrio Latino, pero la interrumpió para acometer la escritura y reescritura de su segunda novela: El coronel no tiene quien le escriba, concluida en “París, enero de 1957”, publicada primero en Bogotá, en el número 19 de la revista Mito, correspondiente a mayo-junio de 1958, y luego en forma de libro, en Medellín, editado por Aguirre Editor en 1961. Entre la escritura de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (libro editado en Xalapa, en abril de 1962, por la Universidad Veracruzana) y del cuento “El mar del tiempo perdido”, impreso en el número 5-6 de la Revista Mexicana de Literatura, correspondiente a mayo-junio de 1962, obviamente siguió puliendo La mala hora; pero la versión definitiva de ésta fue la que hizo tras descubrir las meteduras de pata del “corrector” español: “Desde ese mismo instante di la novela por no publicada [dice en Vivir para contarla], y me entregué a la dura tarea de retraducirla a mi dialecto caribe, porque la única versión original era la que yo había mandado al concurso, y la misma que se había ido a España para la edición. Una vez restablecido el texto original, y de paso corregido una vez más por mi cuenta, la publicó la editorial Era, de México, con la advertencia impresa y expresa de que era la primera edición.”

Dámaso (Julián Pastor) y Ana (Rocío Sagaón)
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964),
película dirigida por Alberto Isaac,
basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
  Según anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997), el título de La mala hora, a punto de ser editada en España, “había salido de una frase del cuento ‘En este pueblo no hay ladrones’”: “La mala hora”, dice Ana cuando Dámaso le explica que se robó las bolas del billar “sin pensarlo”. Pero también pudo ser extraído de El coronel no tiene quien le escriba, precisamente del pasaje donde la asmática mujer del septuagenario coronel, ya a mediados de noviembre de 1956, le dice al recordar el asesinato de su hijo Agustín en la gallera del pueblo (“por distribuir información clandestina”): “Si el tres de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora [...] Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y me dijo: ‘Callate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata.’”

Lola (Marisa Paredes) y el coronel (Fernando Luján)
Fotograma de El coronel no tiene quien le escriba (1999),
filme dirigido por Arturo Ripstein,
basado en la novela homónima de Gabriel García Márquez.
  Dividida en nueve capítulos, la trama de La mala hora se desarrolla durante un lluvioso y caluroso octubre, entre un “Martes cuatro” y un “Viernes 21”, precisamente en un pequeño y anónimo pueblo colombiano con un puerto fluvial (en donde las lanchas, después de ocho horas de navegación, arriban con el correo y “el tráfico de carga y pasajeros tres veces por semana”), cuyo modelo real es Sucre, que también lo es en las novelas El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada (La Oveja Negra, 1981) y en cinco de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande: “Un día de estos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”. El impreciso contexto social y político que impera en el país bajo una dictadura militar se ubica dentro del período de La Violencia, agudizado tras el asesinado del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, conocido como el Bogotazo, sucedido el 9 de abril de 1948 y que incidió en el abandono definitivo de la carrera de derecho que Gabo hacía a bandazos en la Universidad Nacional de Colombia. En este sentido, quizá el lapso que tomó como modelo sea relativo a cuando en 1949 el presidente conservador Mariano Ospina Pérez cerró el Congreso; pero sobre todo parece ser la etapa de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, cuyo golpe de Estado y gobierno de facto oscilo entre el 13 de junio de 1953 y el 10 de mayo de 1957, y quien fue el militar que en enero de 1956 ordenó el cierre de El Espectador —el siguiente 15 de abril ordenaría el cierre de El Independiente— dejando varado en Europa a Gabriel García Márquez. 

La Caponera (Lucha Villa) y Dionisio Pinzón (Ignacio López Tarso)
Fotograma de El gallo de oro (1964),
película dirigida por Roberto Gavaldón,
basada en el argumento homónimo de Juan Rulfo.
Guión: Gabo, Carlos Fuentes y Roberto Gavaldón.
  Quizá porque entre octubre y diciembre de 1955 Gabo, en Roma, había intentado estudiar guión y dirección de cine en el Centro Experimental de Cinematografía, pero quizá también porque ya instalado en la Ciudad de México en abril de 1963 comenzó a escribir guiones de cine —el primer fruto cristalizado fue El gallo de oro (1964), filme de charros, galleros y cantantes de rancheras dirigida por Roberto Gavaldón en base al guión de éste, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, cuyo argumento es de Juan Rulfo—, La mala hora tiene un cariz antiguo (casi decimonónico en sus numerosas minucias) y muy cinematográfico, con la topografía y los personajes muy tipificados. De modo que parece que el autor hubiera tenido en mente la guionización y el posible rodaje en un minúsculo pueblo a la vera de un río colombiano, cuyo entorno selvático puebla las calles de “hormigas voladoras” y deja oír “el alboroto de los loros y los micos”. 


II de IV 
A priori, el apelativo de “novela de los pasquines” hace suponer que el tema principal de La mala hora son los infamantes anónimos que los mezquinos habitantes del pueblo se dejan entre sí durante las noches y que suscitan entre ellos rencores, pleitos y asesinatos y la emigración de un individuo caído en desgracia o de familias enteras temerosas de ser blanco de la difamación o de la exhibición pública. Y sí que lo es pero de manera secundaria. Pues si bien la obra casi inicia con el asesinato de Pastor, un joven clarinetista y compositor, crimen que comete con una escopeta y a mansalva el gigantón César Montero (el pasquín dejado en su puerta durante la noche decía que su mujer era amante del músico), el tema que cobra mayor relevancia a lo largo de la novela es la corrupción, el enriquecimiento ilegal, el autoritarismo, la violencia, la impunidad, la manipulación y el abuso del poder del anónimo alcalde (un dictadorzuelo teniente que al unísono es el jefe de la policía), coludido al despotismo y al enriquecimiento ilícito de varios de los ricos del pueblo que se han forrado a su vera y extorsión. En tal ámbito descuella José Montiel, muerto hace dos años por una congestión cerebral, cuya viuda, con tres hijos en Europa (el hijo de cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París), vive “sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande”, cuya desmesurada fortuna administra el negro y servil señor Carmichael  —personajes (con obvias variantes) de los cuentos “La viuda de Montiel” y “La prodigiosa tarde de Baltazar”—. El alcalde, que hace y deshace teniendo en mente su conveniencia y su lucro personal, llegó al pueblo hace años. “La madrugada en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con cuerdas y la orden de someter al pueblo, fue él quien conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, y la entraña implacable de los tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida.” Vale puntualizar que don Chepe Montiel era ese campesino “sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz”, quien aún no se ponía “su primer par de zapatos” y de quien el señor Carmichael fue contabilista, y por ende hizo lo que había que hacer: llevó “la contabilidad con los ojos cerrados.” Visos de la riqueza y del patrimonio que logró acumular se observan en la descripción de los detalles de la casa de la viuda de Montiel, ubicada en la plaza central del pueblo —en cuyo entorno ocurren buena parte de los sucesos de la novela—. Sus tierras comprenden tres municipios y se “atraviesan en cinco días a caballo”. El origen de su cruento y “Lindo negocio” lo resume con sarcasmo el peluquero (militante secreto de la proscrita y clandestina oposición): “mi partido está en el poder, la policía amenaza de muerte a mis adversarios políticos, y yo les compro sus tierras y ganados al precio que yo mismo ponga.” “Cuando pasan las elecciones [...] soy dueño de tres municipios, no tengo competidores, y de paso sigo con la sartén por el mango aunque cambie el gobierno. Yo digo: mejor negocio, ni falsificar billetes.” 
La viuda de Montiel (Geraldine Chaplin)
Fotograma de La viuda de Montiel (1979),
película dirigida por Miguel Littin,
basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
  En tal tenor el alcalde —que tiene una oficina blindada en el cuartel de la policía que al unísono es la alcaldía— urde sus hipócritas, lucrativos e impunes actos. A las familias de humildes damnificados por las inundaciones en las tierras bajas les dona unos terrenos junto al cementerio para que allí trasladen sus jacales, con sus hamacas y corotos; pero como la tierra es de su propiedad, hace que el municipio le pague la expropiación a un precio fijado por él a través de unos supuestos peritos que dizque la avalúan. Para ello, por sugerencia del juez Arcadio —quien “Once meses después de haber tomado posesión del cargo”, “se instaló por primera vez en su escritorio”— nombra un personero, un agente del ministerio público que legaliza la compra-venta. Un personero que debería ser nombrado por el consejo municipal, pero dado que no existe, “el régimen del estado de sitio” (que sólo permite “los periódicos oficiales”) autoriza al alcalde a nombrarlo. Nombramiento que dura sólo dos horas, mientras se hace el trámite. Amén de que el anterior personero, “Hace año y medio le desbarataron la cabeza a culatazos”; y al anterior juez, el juez Vitela, lo acribillaron tres policías sentado en la silla de su escritorio. Obviamente, se deduce, fueron los tres asesinos disfrazados de policías que llegaron con el alcalde (sacados de las cárceles) y que lo obedecen sin chistar y a pie juntillas. Pero “El mismo alcalde la mandó a componer cuando cambió el gobierno y empezaron a salir investigaciones especiales por todos lados”, dice el secretario del juzgado, quien allí deambula en pantuflas y pela una gallina para la cocinera del hotel. No obstante, el juez Arcadio se encuentra en su oficina “con un problema moral” que no resuelven ni él ni el alcalde ni nadie y se queda en puntos suspensivos con la violencia in crescendo: “A raíz de las últimas elecciones la policía decomisó y destruyó las cédulas del partido de oposición” y por ende “La mayoría de los habitantes del pueblo carecía ahora de instrumentos de identificación.” 

A César Montero el alcalde, en su papel de jefe de la policía, no lo encierra en una celda sino en un cuarto del “segundo piso de la alcaldía”; “una habitación simple”, “con un aguamanil y una cama de hierro”, donde pasa varios días sin comer hasta que lo confiesa el padre Ángel y éste reclama que lo tienen sin comer, entonces el acalde ordena a un agente que le traiga comida del hotel por cuenta del municipio: “Que manden un pollo entero bien gordo, con un plato de papas y una palangana de ensalada”. Ese trato especial que le brinda se debe a que busca algún beneficio monetario, dado que César Montero es un millonario “enriquecido en la extracción de maderas” a quien le echa en cara: “Todo lo que tienes me lo debes a mí [...] Había orden de acabar contigo. Había orden de asesinarte en una emboscada y de confiscar tus reses para que el gobierno tuviera cómo atender a los enormes gastos de las elecciones en todo el departamento. Tú sabes que otros alcaldes lo hicieron en otros municipios. Aquí en cambio, desobedecimos la orden.” 
Con tales chantajes y otras coacciones convienen su traslado nocturno para eludir el espectáculo de la mañana del día siguiente: tras la llegada de las lanchas, “durante medía hora el puerto estaría en ebullición, esperando que embarcaran al preso”. “Cinco mil pesos en terneros de un año”, le pide el alcalde. A lo que César Montero le agrega “cinco terneros más” para que lo remita “esa misma noche, después del cine, en una lancha expresa”.
(La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, junio de 1980)
  Pero al igual que otras anécdotas parciales o inconclusas de La mala hora, el destino de César Montero es un misterio. Pues quizá el soborno que cobra el alcalde implica la tácita fuga y no el supuesto traslado a la cabecera departamental donde debería ser juzgado (y extorsionado por tener dinero), puesto que al padre Ángel le receta: “No hay favor que no le cueste plata a quien la tiene” y a César Montero le especifica en medio de su chantajista y politiquera verborrea: “Estoy tratando de ayudarte”; “Todos sabemos que fue una cuestión de honor, pero te costará trabajo probarlo. Cometiste la estupidez de romper el pasquín.”

Vale observar que pese al dictamen del doctor Octavio Giraldo (personaje que también aparece en “La prodigiosa tarde de Baltazar”): “Esa ha sido siempre una característica de los pasquines”: “Dicen lo que todo el mundo sabe, que por cierto es casi siempre la verdad”; la peliculesca escena del sorpresivo asesinato del joven clarinetista y compositor implica y denota que esa lluviosa mañana del martes cuatro de octubre no esperaba que lo matara César Montero. Y el meollo del cruento infundio se transluce en un diálogo que sostienen Roberto Asís y su madre la viuda de Asís en la recámara de ésta: 
“—Todo el mundo sabe que Rosario Montero se acostaba con Pastor —dijo él—. Su última canción era para ella.
“—Todo el mundo lo decía, pero nadie lo supo a ciencia cierta —repuso la viuda—. En cambio, ahora se sabe que la canción era para Margot Ramírez. Se iban a casar y sólo ellos y la madre de Pastor lo sabían. Más les hubiera valido no defender tan celosamente el único secreto que ha podido guardarse en este pueblo.”
Pero además la anónima difamación y deshonra pública también opera contra Roberto Asís y lo angustia, no se afeita y le quita el sueño esperando sorprender en la oscuridad al supuesto amante de su hermosa y odorífica esposa, pues en un pasquín se dijo que la hija de ambos no es de él. Y más aún, la enraizada difamación también reptó en torno a la reputación de su madre y de su padre Adalberto Asís: 
“También Adalberto Asís había conocido la desesperación. Era un gigante montaraz que se puso un cuello de celuloide durante quince minutos en toda su vida para hacerse el daguerrotipo que le sobrevivía en la mesita de noche. Se decía de él que había asesinado en ese mismo dormitorio a un hombre que encontró acostado con su esposa, y que lo había enterrado clandestinamente en el patio. La verdad era distinta: Adalberto Asís había matado de un tiro de escopeta a un mico que sorprendió masturbándose en la viga del dormitorio, con los ojos fijos en su esposa, mientras ésta se cambiaba de ropa. Había muerto cuarenta años más tarde sin poder rectificar la leyenda.”
Vale observar, no obstante, que la pinta de gigante montaraz de Cristóbal Asís, el mayor de los ocho hijos del fallecido Adalberto Asís y su viuda, da por “cierta la versión pública y nunca confirmada de que César Montero era hijo secreto del viejo Adalberto Asís.”

III de IV
Una comisión de damas católicas, entre ellas la “espléndida y floral” Rebeca de Asís —la esposa de Roberto—, “de una blancura deslumbrante y apasionada”, visitan al padre Ángel para conminarlo a que desde la iglesia interfiera en la interrupción de los venenosos pasquines, a los que él no les da mucha importancia. Y lo mismo hace la viuda de Asís preocupada por la sangrienta desgracia que pueda ocurrir con el desasosiego que aqueja a su hijo Roberto, y para ello un jueves lo invita a comer (“Una sirvienta descalza llevó arroz con frijoles, legumbres sancochadas y una fuente con albóndigas cubiertas de una salsa parda y espesa”), pues además de ser una mujer ricachona cuya numerosa familia (ocho hijos, sólo uno casado) tiene en la parroquia “dos escaños próximos al púlpito, donados por ellos, y con sus respectivos nombres grabados en plaquetas de cobre”, suele enviarle al cura su desayuno y cuando para la misa del domingo siete de sus ocho hijos llegan con las bestias cargadas de víveres, le envía a su casa, con “dos niñas descalzas”, “varias piñas maduras, plátanos pintones, panelas, queso y un canasto de legumbres y huevos frescos”. Así que el padre Ángel, quien es la influyente autoridad moral del pueblo, habla con el alcalde, quien tampoco se toma en serio los pasquines. Sin embargo, dado que el lucrativo negocio del alcalde es “la paz” con los ricos, impone el toque de queda, entre las ocho de la noche y la cinco de la madrugada, y recluta a un grupo de civiles para que hagan vigilancia y rondas nocturnas (tienen orden, además, de no hacer nada si sorprenden pasado de copas y fuera de horas a alguno de los hermanos Asís). Pero los pasquines siguen apareciendo y no atrapan a ningún responsable ni mucho menos hay algún tipo de investigación detectivesca. “Es todo el pueblo y no es nadie”, cifra Casandra —la adivina del circo nómada, que dizque sabe de quiromancia y lee las cartas—, cuando el alcalde le pide en la intimidad que los naipes le revelen “quién es el de estas vainas”. 
(La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, mayo de 1980)
  El padre Ángel, con sus variantes, también es personaje en El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y en “Rosas artificiales” —cuento de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962)—, donde también aparece Trinidad, la asistente en la sacristía y en la iglesia y la encargada de poner las trampas a los ratones y de envenenarlos con arsénico; y Mina, la hacedora de flores de tela y alambre, y la madre de ésta y la deslenguada abuela ciega. El padre Ángel es pobre, “grande, sanguíneo, con una apacible figura de buey manso” y se mueve “como un buey, con ademanes densos y tristes”. Tiene ojos azueles y 61 años de edad; 40 años de sacerdote; 19 años de vivir en el pueblo y fue principiante en Macondo, donde —les dice a las damas católicas— lo sucedió el centenario y manso padre “Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros. El investigador enviado por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías.” Este anciano y senil cura, con sus variantes, es personaje del Macondo del cuento “Un día después de sábado”, y con otras características también lo es en el Macondo del cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, donde con una tremenda gordura (diez hombres lo llevan “desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones”) oficia, llegado el instante crucial, la extremaunción de la legendaria y todopoderosa cacique. Y en La mala hora, además de su parcial incidencia en las decisiones del alcalde, el padre Ángel marca el ritmo de la moral religiosa que impera en el pueblo (el “más observante de la Prefectura Apostólica”, dice), pese a la proliferación de los adulterios y de los furtivos amoríos que los infamantes pasquines satanizan. Con la campana de la iglesia, día a día llama a misa de cinco de la mañana, pese a que “Las campanas están rotas y las naves llenas de ratones, porque la vida se me ha ido en imponer la moral y las buenas costumbres”, se queja con las damas católicas dispuestas hacer campaña para que el templo deje de ser “el más pobre de la Prefectura Apostólica”. Con toques de campana y la lista de la censura católica, califica o prohíbe la película que exhibe el empresario del cine en un terreno expuesto a las inclemencias del tiempo. Tal es su pudibundez y moralina, que en el culto “no les da la comunión a las mujeres que llevan mangas cortas, y ellas siguen usando mangas cortas, pero se ponen postizas antes de entrar a misa” (es lo que iba a hacer Mina en “Rosas artificiales”, pero la clarividente abuela ciega las lavó y aún están húmedas colgadas en el baño con pinzas de madera). Y según les dice a las damas católicas, “Hace 19 años, cuando me entregaron la parroquia, había once concubinatos públicos de familias importantes. Hoy sólo queda uno, y espero que por poco tiempo.” Tal concubinato es el del libertino y voluptuoso juez Arcadio, quien vive con una mujer “encinta de siete meses”, a quien el cura trata de reconvenir:

“—Pero será un hijo ilegítimo —dijo.
“—No le hace —dijo ella—. Ahora Arcadio me trata bien. Si lo obligo a que se case, después se siente amarrado y la paga conmigo.
“Se había quitado los zuecos, y hablaba con las rodillas separadas, lo dedos de los pies acaballados en el travesaño del taburete. Tenía el abanico en el regazo y los brazos cruzados sobre el vientre voluminoso. ‘Ni esperanzas, padre’, repitió, pues el padre Ángel permanecía silencioso. ‘Don Sabas me compró por 200 pesos, me sacó el jugo tres meses y después me echó a la calle sin un alfiler. Si Arcadio no me recoge, me hubiera muerto de hambre’. Miró al padre por primera vez:
“—O hubiera tenido que meterme de puta.” 
(Ediciones Era, 44ª reimpresión, México, 2012)
  El tal don Sabas, un viejo enfermo —que con sus variantes también figura en El coronel no tiene quien le escriba— es otro de los ricos arribistas del pueblo, quien además “hace cinco años” —reveladora contradicción
 era un “jefe de la oposición”, pero pudo quedarse en el pueblo porque “le dio a José Montiel la lista completa de la gente que estaba en contacto con las guerrillas”. Ante esto, vale subrayar que en El coronel no es un delator, sino “el único dirigente de su partido [el mismo partido del patético coronel que en octubre lleva 56 años esperando el pago de su pensión vitalicia] que escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo”. “Dichosa juventud”; “Tiempos felices en que una muchachita de dieciséis años costaba menos que una novilla”, le dice al doctor Octavio Giraldo celebrando los pasquines que pregonan que sus hijos “se llevan por delante a cuanta muchachita empieza despuntar por esos montes”. Don Sabas, además, ya les había alquilado, por 30 pesos, un terreno a los humildes damnificados por las inundaciones de ese octubre lluvioso y caluroso; pero el alcalde, para su beneficio, bloqueó tal triquiñuela donándoles el terreno que tenía junto al cementerio y que a él le paga el municipio. El pasquín que le dejaron a don Sabas habla del “cuento de los burros”. Según le dice al doctor Giraldo mientras lo examina, “Fue un negocio de burros que tuve hace como veinte años”. “Daba la casualidad que todos los burros vendidos por mí amanecían muertos a los dos días, sin huellas de violencia.” “Corrió la bola de que era yo mismo el que entraba de noche a las huertas y les disparaba adentro a los burros, metiéndoles el revólver por el culo.” “Eran las culebras”, replica. “Pero de todos modos, se necesita ser bien pendejo para escribir un pasquín con lo que sabe todo el mundo.” “Lo que pasa es que en este país no hay una sola fortuna que no tenga a la espalda un burro muerto.” Reafirma y así lo parece bajo el régimen del estado de sitio; pero además lo que rumia evoca el aforismo de Honoré de Balzac que preludia a El padrino (1969), la célebre novela Mario Puzo llevada al cine por Francis Ford Coppola: “Detrás de cada fortuna hay un crimen.”
De pie: Walter Achugar, Manuel Michel, Joaquín Nováis Teixeira, Arturo Ripstein y Alberto Isaac.
Sentados: Luis Alcoriza, Luis Buñuel, Ladislav Kachtik, Gabo, Antonio Matouk y Gloria Marín.
(Acapulco, 1965)
  Y es que la viuda de Montiel, con dos años de viudez y ya medio repuesta de un recién colapso nervioso (quiso suicidarse tirándose por la ventana y se rumora que se volvió loca), ha preparado un baúl para irse del pueblo para siempre antes de que termine octubre y por ello encomienda al señor Carmichael para que opere la venta de los desmesurados bienes acumulados con latrocinios y asesinatos por José Montiel —apoyado por el alcalde y sus tres asesinos a sueldo— y el posible comprador es don Sabas. Pero éste, negándose a recibir al señor Carmichael, ha estado robando el ganado de la viuda de Montiel. Así que el alcalde encierra al señor Carmichael en la alcaldía y le cobra a don Sabas una buena tajada por el abigeato cometido: si por ejemplo ya “han sacado doscientas reses en tres días” y hecho “contramarcar con su hierro” a las bestias, le cobra “cincuenta pesos de impuesto municipal por cada res” y además lo frena: “A partir de este momento, en cualquier lugar en que se encuentre todo el ganado de la sucesión de José Montiel está bajo la protección del municipio”. Es decir, se colige, para el lucro personal del alcalde y no para el provecho público o para restituir a los antiguos propietarios. 



IV de IV
Tres de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962) ocurren en Macondo: el que le da título a la colección, “La siesta del martes” y “Un día después de sábado”. Un Macondo que en cada relato tiene sus particularidades y variantes, al igual que el Macondo del “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (cuento publicado en Bogotá, en el número 4 de la Revista Bimestral de Cultura, correspondiente a octubre-noviembre de 1955), el de la novela La hojarasca (Ediciones S.L.B, 1955) y el de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967). En el cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, la casona donde la cacique vivió y muere a los 92 años “en olor de santidad”, está en un Macondo que es la cabecera del municipio cuyo homónimo distrito comprende seis poblaciones; en La mala hora (Era, 1966) la casona donde falleció la Mamá Grande no está en Macondo (cuyo modelo es Aracataca) sino en el anónimo pueblo con un puerto fluvial (cuyo modelo es Sucre) —que es el escenario de los otros cinco cuentos de Los funerales y de las novelas El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y Crónica de una muerte anunciada (La Oveja Negra, 1981)— y allí, durante ese lluvioso y caluroso octubre, que va del “Martes cuatro” al “Viernes 21”, vive la viuda de Montiel, con dos años de viudez y sus hijos en Europa (el hijo del cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París). Dice la voz narrativa:
Gabo, Geraldine Chaplin y Miguel Littin durante el rodaje de
La viuda de Montiel (1979)
  “Mientras los hombres recibían la paga del miércoles, la viuda de Montiel los sentía pasar sin responder a los saludos. Vivía sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande, y que José Montiel había comprado sin suponer que su viuda tendría que sobrellevar en ella su soledad hasta la muerte. De noche, mientras recorría con la bomba del insecticida los aposentos vacíos, se encontraba a la Mamá Grande destripando piojos en los corredores, y le preguntaba: ‘¿Cuándo me voy a morir?’ Pero aquella comunicación feliz con el más allá no había logrado sino aumentar su incertidumbre, porque las respuestas, como las de todos los muertos, eran tontas y contradictorias.”

Tal anécdota de realismo mágico es una de las pocas de tal índole que se leen en La mala hora, novela donde campea el realismo. Curiosamente, la respuesta a la pregunta que la viuda de Montiel le hace al fantasma de “la Mamá Grande destripando piojos en los corredores”, la recibe en un sueño que se lee al final del cuento “La viuda de Montiel”:
“Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
“—¿Cuándo me voy a morir?
“La Mamá Grande levantó la cabeza.
“—Cuando te empiece el cansancio del brazo.”
Abel Quezada y Juan Rulfo
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Otro rasgo de realismo mágico son los inveterados callos del señor Carmichael, cuya sensibilidad le indican el pronóstico del clima. Otro se lee en el pasaje donde se habla de la colección de máscaras que los huéspedes del hotel del pueblo se ponían para hacer sus necesidades en el patio (amén de que Máscaras es el apelativo con que el alcalde llama a la joven que sirve en el restaurante del hotel), donde además se menciona el paso del legendario coronel Aureliano Buendía —también aludido en los cuentos “La siesta del martes”, “Un día después de sábado” y “Los funerales de la Mamá Grande” y en la novela El coronel no tiene quien le escriba y protagonista en Cien años de soledad (Sudamericana, 1967)—:

“El alcalde empezó a tomar la sopa. Siempre había pensado que aquel hotel solitario, sostenido por agentes viajeros ocasionales, era un lugar diferente del resto del pueblo. En realidad, era anterior al pueblo. En su destartalado balcón de madera, los comerciantes que acudían del interior a comprar la cosecha de arroz, pasaban la noche jugando a las cartas, en espera del fresco de la madrugada para poder dormir. El propio coronel Aureliano Buendía, que iba a convenir en Macondo los términos de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón, en una época en que no había pueblos en muchas leguas a la redonda. Entonces era la misma casa con paredes de madera y techo de zinc, con el mismo comedor y las mismas divisiones de cartón en los cuartos, sólo que sin luz eléctrica ni servicios sanitarios. Un viejo agente viajero contaba que hasta principios del siglo hubo una colección de máscaras colgadas en el comedor a disposición de los clientes, y que los huéspedes enmascarados hacían sus necesidades en el patio, a la vista de todo el mundo.” 
Luis Alcoriza y Gabriel García Márquez
  Tal episodio en el comedor del hotel ocurre cuando el alcalde, con su flamante uniforme de teniente y botas de charol, lleva ocho días sin afeitarse el lado izquierdo de la barba. La razón: tiene una muela podrida e infectada, cuya inflamación y dolor lo atormentan y por ello necesita ver al dentista, quien no quiere recibirlo. Además de que en su primera aparición en El coronel figura con una variante de tal rasgo: “hinchada la mejilla sin afeitar”, tal pasaje es una variación de la breve anécdota que se narra en el cuento “Un día de estos”. Pero en La mala hora, en compañía de tres policías armados, con violencia, amenazas y causando destrozos, el alcalde irrumpe una noche en su casa y lo obliga a que en su gabinete le saque la muela. El dentista, opositor al régimen que impone el estado de sitio, “había sido el único sentenciado a muerte que no abandonó su casa. Le habían perforado las paredes a tiros, le habían puesto un plazo de 24 horas para salir del pueblo, pero no consiguieron quebrantarlo. Había trasladado el gabinete a una habitación interior, y trabajó con el revólver al alcance de la mano, sin perder los estribos, hasta cuando pasaron los largos meses de terror.” 

Jugador de billar (José Luis Cuevas)
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Ahora, según se ve, se avecina un nuevo período de violencia y terror, pues no obstante el estado de sitio y el toque de queda, en la gallera del pueblo detienen a Pepe Amador, un joven que repartía una hoja opositora impresa en mimeógrafo, y “después de casi dos años de celdas vacías”, por orden del alcalde lo encierran en la cárcel para que “dé los nombres de quienes traen al pueblo la propaganda clandestina”. Toto Visbal dice que “Tarde o temprano tenía que suceder”, que “El país entero está remendado con telarañas” y que se rumora “que otra vez se están organizando guerrillas contra el gobierno en el interior del país”. Y al parecer es así. Pues el peluquero Guardiola al juez Arcadio le desliza “un papel en el bolsillo de la camisa” y le anuncia que “En este país va a haber vainas”. “Dos años de discursos” —cita de memoria el peluquero lo que lee el juez— “Y todavía el mismo estado de sitio, la misma censura de prensa, los mismos funcionarios.” No sorprende, entonces, que en el salón de billar, después de unos tragos que le sirve don Roque —personaje de “En este pueblo no hay ladrones”—, vaya al orinal y antes de salir eche “la hoja clandestina en el excusado” y que se vaya del pueblo sin decirle nada a nadie de lo que sabe y dejando encinta de siete meses a su concubina. En la cárcel, el miércoles 19 de octubre los policías matan a Pepe Amador y casi ipso facto lo sabe el pueblo y se forma una aglomeración de gente frente a la alcaldía:

El la barra: Abel Quesada y Juan Rulfo
Sentados: Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  “Todavía medio dormido, llevando el cinturón en una mano y con la otra abotonándose la guerrera, el alcalde bajó en dos saltos la escalera del dormitorio. El color de la luz le trastornó el sentido del tiempo. Comprendió, antes de saber qué pasaba, que debía dirigirse al cuartel.

“Las ventanas se cerraban a su paso. Una mujer se acerba corriendo con los brazos abiertos, por la mitad de la calle, en sentido contrario. Había hormigas voladoras en el aire limpio. Todavía sin saber qué ocurría, el alcalde desenfundó el revólver y echó a correr. 
“Un grupo de mujeres trataba de forzar la puerta del cuartel. Varios hombres forcejeaban con ellas para impedirlo. El alcalde los apartó a golpes, se puso de espaldas contra la puerta, y encañonó a todos.
“—Al que dé un paso lo quemo.
“Un agente que la había estado reforzando por dentro abrió entonces la puerta, con el fusil montado, e hizo sonar el pito. Otros dos agentes acudieron al balcón, hicieron varias descargas al aire, y el grupo se dispersó hacia los extremos de la calle. En ese momento, aullando como un perro, la mujer apareció en la esquina. El alcalde reconoció a la madre de Pepe Amador. Dio un salto hacia el interior del cuartel y ordenó al agente desde la escalera:
“—Encárguese de esa mujer.”
Dentro, el alcalde organiza la mortaja y el entierro del asesinado. Y con violencia y arbitrariedad impide que su madre lo vea. Y cuando llegan el cura y el doctor Giraldo, quien esperaba que el alcalde lo llamara para hacer la autopsia, y el padre Ángel quiere ver el cuerpo de Pepe Amador, el alcalde a ambos les anuncia la versión oficial: “Se fugó”. A lo que el médico replica lo que nadie ignora: “En este pueblo no se pueden guardar secretos. Desde las cuatro de la tarde, todo el mundo sabe que a ese muchacho le hicieron lo mismo que hacía don Sabas con los burros que vendía.” Y además de que al cura el alcalde le receta a bocajarro que “debe estar complacido”, porque “ese muchacho era el que ponía los pasquines”, tal espinosa conversación termina con reyerta, porque el teniente los amenaza con una carabina e inicia una cuenta para que se retiren antes de abrir fuego, lo cual rubrica con una declaración bélica: “Estamos en guerra, doctor.”
Luis Buñuel en el papel del cura
De negro, entre las fieles, Leonora Carrington
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Y así es, porque el viernes 21 de octubre —el día que concluye la novela—, Mina, quien ha ido a la iglesia a revisar las trampas de los ratones —pese a que igual a su abuela ciega usa una “faja azul de una congregación laica”—, le informa al padre Ángel de asuntos que él no oyó ni se enteró durante la noche y la madrugada: que “Sonaron disparos hasta hace poco.” Que “Parece que se volvieron locos buscando hojas clandestinas. Dicen que levantaron el entablado de la peluquería, por casualidad, y encontraron armas. La cárcel está llena, pero dicen que los hombres se están echando al monte para meterse a las guerrillas.” 

La última cena
  Por si fuera poco, durante la noche, “a pesar del toque de queda y a pesar del plomo”, Mina le da a entender al cura que hubo pasquines. No extrañaría, entonces, que sean tan infamantes y difamadores como el que suscitó el asesinato del compositor y clarinetista Pastor; o como el burlesco que le pusieron al señor Carmichael, que es negro y su mujer blanca, y por ello, dice, sus once hijos les salieron de todos colores, y el pasquín decía que él sólo era progenitor de los vástagos negros. 


Gabriel García Márquez, La mala hora. 20ª reimpresión. Ediciones Era. México, 2006. 200 pp.