Ese tiempo es ahora
I de VI
Editado por Tusquets Editores con el número 849 de la Colección Andanzas, Aquello estaba deseando ocurrir, libro que reúne trece cuentos del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), apareció en Barcelona en “febrero de 2015” y en la Ciudad de México en “mayo de 2015”.
Dispuestos sin orden cronológico, cada cuento está fechado al final. Esto indica que el más viejo data de 1985 y de 2009 el más reciente. No obstante, dado el profesionalismo y la rigurosidad que caracterizan la premiada y reconocida narrativa del autor (es el onceavo libro que publica en Tusquets), y pese a que no lo refiere en una nota (tampoco dice si un cuento, varios o todos estaban inéditos o si se publicaron en Cuba de manera dispersa o en algún libro), es muy probable que los haya revisado para su edición en el presente título que circula y circulará en distintos países del orbe del español.
Leonardo Padura Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015 |
En el primer cuento: “La puerta de Alcalá” (1991), Mauricio —“un oscuro y sancionado periodista cubano, acusado de no poseer la suficiente firmeza ideológica para ser un orientador de masas, según consta en su expediente”—, ha concluido sus dos años punitivos en las filas militares apostadas en Angola, temiendo morir durante “una inminente invasión sudafricana” y sujeto a la cotidiana y represiva orden de no caminar por las calles de Luanda después de las 18 horas. Gracias a su cultivada amistad con Alcides, el director del “semanario de los colaboradores en Angola”, consigue que su regreso a Cuba, a principios de febrero de 1990, sea vía Madrid. “Te vas el día tres por Madrid. Llegas allá a las cuatro de la tarde y sales el cuatro a las diez de la mañana para La Habana.” Le anuncia Alcides. El meollo: Mauricio, en Luanda, adquirió un libro iconográfico sobre Diego Velázquez, de segunda mano, y se obsesionó por la vida y obra del pintor y por María Fernanda, la otrora poseedora del libro, quien lo firmó y fechó el 9 de julio de 1974. Así que al leer en el Jornal de Angola una nota sobre la “exposición del siglo”: “TODO VELÁZQUEZ”, montada en el Museo del Prado “entre el 23 de enero y el 30 de marzo”, apeló la gestión con Alcides para pasar por Madrid y ver la retrospectiva, en particular dos cuadros. Pero cuando llega allí el museo está cerrado (por ser lunes) y a quien se encuentra caminando en las inmediaciones de la Puerta de Alcalá es a otro cubano: Frankie, a quien no veía desde hacía una década, cuando a él le faltaban tres meses para graduarse de filólogo y su amigo de arquitecto. Por entonces, Mauricio soñaba con ser un gran escritor y Frankie con ser un gran arquitecto.
Leonardo Padura |
Además de la resonancia tácita e histórica que implica que Frankie se haya ido a Estados Unidos por el puerto de Mariel declarando, para salir, que “era maricón” (durante el llamado “Éxodo del Mariel”, sucedido en 1980, entre el 15 de abril y el 16 de octubre, más de 125 mil cubanos se embarcaron rumbo a la Florida), Frankie y Mauricio trazan dos modelos contrapuestos. A Frankie, desde el punto de vista económico, le fue bien. Viste con elegancia y vive con solvencia en New Jersey (sin mujer ni hijos); está en Madrid por un congreso de arquitectura, pese a que no construye, pues trabaja “en una compañía especializada en las demoliciones”. El domingo vio la exposición de Velázquez y regresa a Estados Unidos el mismo martes en que su amigo vuela a Cuba. Mauricio, en cambio, viste con raída modestia y sólo tiene 16 dólares en el bolsillo. Pero añora su casa en La Habana, “con la mujer, los perros y los libros que tanta falta le hacían para vivir”. Más o menos a semejanza de Mario Conde, es un escritor frustrado con aspiraciones de escribir una obra que lo reivindique. Según le dice a Frankie, “Antes de ir para Angola todavía hacía el intento a cada rato. Publiqué como tres cuentos, pero son una mierda, no es lo que quiero. Eran cosas demasiado evidentes. Ahora a lo mejor escribo algo sobre una mujer que se llama María Fernanda y se pierde en la selva, y de un periodista que se enamora de ella y trata de imaginar qué le pasó.” Pero si el teniente investigador Mario Conde sueña con escribir una novela escuálida y hemingwayana, el periodista Mauricio planea “evitar cualquier influencia hemingwayana”. En lo que sí coinciden, curiosamente, es en el ámbito del pre de La Víbora, en su afición por el ron, por el béisbol, por los Industriales, por los Creedence y por las novelas de Raymond Chandler, además de que el Flaco Carlos, el más fraterno de los fraternos compinches de Mario Conde, está condenado a una silla de ruedas debido a una bala que en Angola le dio en la columna; y otro, Andrés, el reputado médico y otrora buen pelotero, en su momento y dada la asfixia y mediocridad laboral del entorno cubano, también emigra a Estados Unidos en la búsqueda de una mejor posición y un mejor futuro, para él y los suyos.
Según evoca la voz narrativa, Mauricio y Frankie “Se habían conocido cuando comenzaron el décimo en una secundaria de La Víbora y fueron compañeros de aula hasta terminar el pre. Los cinco años de la carrera los distanciaron un poco, se veían alguna noche para ir al estadio si los Industriales estaban en buena racha o los sábados para oír discos de Chicago y los Creedence y tomarse unos tragos de ron, pero Mauricio siempre lo consideró un buen amigo. Además, tenían otros gustos en común —Marilyn Monroe (como excepción) y las mujeres trigueñas (como patrón), las novelas de Raymond Chandler, el bar del Hotel Colina con su mural de perritos bebedores y los blue-jeans y las sandalias sin medias— y sentían lástima por los perros callejeros [ídem el Conde y por ende adopta y bautiza al perrucho Basura y luego a Basura II] y cierta inquina indefinible por los maricones. Y como Frankie era católico y Mauricio ateo maldiciente, nunca hablaban de religión: preferían soñar qué serían en el futuro. Claro: un gran arquitecto y un escritor famoso.”
II de VI
En julio de 2005 se publica La neblina del ayer, novela que Leonardo Padura firma en “Mantilla, verano de 2003-otoño de 2004”, donde recupera la figura de Mario Conde, luego de su protagonismo, como teniente investigador, en la cuarteta “Las cuatro estaciones” (de las que también escribió cuatro guiones de cine, “que algún día se filmarán, si Dios y el dinero lo quieren”): Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001). En La neblina del ayer, Mario Conde hace 13 años que se retiró de la policía y tiene por raquítico y ambulante oficio la compraventa de libros de viejo, entre ellos auténticas joyas bibliográficas, cuya reventa se potencia con los contactos y las habilidades mercantiles de su socio Yoyi el Palomo. Una de sus caminatas (voceando su oficio a cogote pelado) lo llevan a una delirante y regia biblioteca resguardada en un “caserón decadente y umbrío de El Vedado”, donde el Conde descubre, entre las páginas de un recetario imposible impreso en 1956, el recorte de un ejemplar de la revista Vanidades fechado en mayo de 1960, donde una hermosísima cantante de boleros: Violeta del Río, “la Dama de la Noche”, anuncia su inminente retiro y su última presentación en el “segundo show del cabaret Parisién” (donde otrora Frank Sinatra cantara ante la mafia), pese a que en su breve y vertiginosa carrera apenas había grabado el “single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”, que nunca se hizo. Esto es el germen que inocula e induce al Conde —detective nato, sabueso por naturaleza—, a rastrear la vida y los entretelones de tal fugaz bolerista, y la razón por la cual la novela se divide en dos partes tituladas como si fueran el par de lados de un disco de 45 revoluciones: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”. Colección Andanzas núm. 577, Tusquets Editores México, julio de 2005 |
Vale observar que la Violeta del Río del cuento, “La Dama Triste del Bolero”, nocturna estrella de La Gruta, un cabaret en La Rampa de La Habana, no es tan hermosa como “la Dama de la Noche”, la cantante de la novela, pero sí posee una virtud seductora para atraer y encandilar a un jovenzuelo que “el 13 de diciembre de 1967” cumplió 18 años. Cuando a fines de septiembre de 1968 el joven ya está en el “segundo curso en la universidad” y mora becado en una “habitación de la residencia universitaria” y vuelve a regalarse una noche en La Gruta oyendo la voz de Violeta del Río y mirando su actuación, ve que ella lo reconoce y canta y actúa para él, y por ello le brinda nueve noches de indeleble banquete sexual. La décima noche de amour fou debió ocurrir el 2 de octubre de 1968, pero esa vez el joven encontró clausurado La Gruta y todos los cabarets de La Rampa. La represiva causa revolucionaria: “todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa” y por ende “todos los artistas de clubes y cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”.
Luego de “Dieciocho días de investigación” detectivesca, el joven obtiene indicios de que “los artistas” laboran entre los cafetos del Calvario; allí, un “viejo cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’”, le dice que Violeta del Río “vino dos días la semana pasada” y que si quiere verla tendrá que ir a Miami, pues le “dijeron que el lunes se fue en una lancha”.
Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores México, mayo de 2015 |
III de VI
Curiosamente, otro par de cuentos reunidos en Aquello estaba deseando ocurrir abordan el tema de la femme fatale, una seductora mujer que toma la iniciativa sexual y dirige los rituales y vericuetos lúbricos sobre la voluntad del hombre. En “Nueve noches con Violeta del Río” esto ocurre de manera clara y fehaciente entre el cabaret La Gruta y el cuartucho de una sórdida posada cercana a la universidad; y de un modo voluptuoso y lúdico se plantea y narra en “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)” (1996) y en “Nochebuena con nieve” (1999).
En “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca, un pobretón periodista cubano que se halla en Milán sin un clavo en el bolsillo, recibe de su amigo Bruno, como regalo por su 38 aniversario, un boleto de tren, “de ida y vuelta”, para que conozca Venecia durante un día (“un mito de lo deseado”: “ir a Venecia a enamorarme de una mujer”), previo al festín por su cumpleaños y ante la inminencia de su regreso a La Habana, pues su visa expira y no podría eludir la deportación a Cuba, donde lo espera “un minúsculo apartamento donde nunca llegaba el agua corriente” y un sueldo de periodista que “ya no le permitía ni alimentarse bien”. En el compartimiento de segunda clase del “intercity Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca se sienta frente a una atractiva y joven mujer, de lentes y de ojos verdes, quien lee en español al “Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales de los Incas. Historia General del Perú. Tomo II”. El circunstancial diálogo le revela que la fémina se llama Valeria, “que vivía en Padua y hacía estudios de posgrado en Madrid sobre la literatura española de los Siglos de Oro”. Valeria, que detesta Venecia (le resulta “una ciudad que parece un decorado para turistas”), lo invita a Padua, donde tiene un departamento y dice conocer los frescos de Giotto, dado que trabajó dos años como restauradora en “la capilla Scrovegni”. Pero el intríngulis de la invitación visual y estética, ya en el departamento y en medio de “la nube erótica”, ella se la apostrofa: “Me gustas, hombre”. Y le revela, con énfasis existenciales y egocéntricos, las reglas del efímero y fugaz juego sexual y clandestino que ella dirige: es casada y su “marido está ahora en París y llega en dos días”, pues, le dice, “Vivimos en Chioggia, a treinta kilómetros de aquí, en la casa de su familia, que por cierto tiene mucho dinero... Son marqueses... Yo creo que lo quiero a él, aunque sea capaz de hacer lo que he hecho contigo.” Así que la marquesa le regala, por gusto y placer, “Un día con dos noches” de lujuria (quizá los “tres mejores días de su existencia”), incluida “una bolsa con dos calzoncillos, una camisa y un cepillo de dientes”, pues Miguel Fonseca no lleva más que la ropa que viste.
Capilla de los Scrovegni Padua, Italia |
El caso es que desde la tarde de esa fría Navidad, el Monchy hace guardia frente al edificio donde debía aparecer Zoilita “con la intención de regar las matas de su abuela”. Pero quien aparece caminando por allí, después de seis días de mísera guardia, es su ex esposa Zenaidita, quien le sorraja su sonoro “regalo de Fin de Año”, luego de saludarlo con “su habitual tono destructivo”: “Coño, Monchy, pareces un perro flaco con sarna”. “Está en Miami, se fue la madrugada del veinticinco en una lancha que vino a buscar a la familia del novio. Ya hablamos dos veces con ella y dice que está bien y que Miami es precioso y que...” blablablá.
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Vale acotar que el tema de la mujer que toma la iniciativa sexual y manipula sobre la voluntad del hombre, de manera mínima y efímera también se advierte en un pasaje de “Mirando al sol” (1995). Desde la perspectiva del modo de hablar y pensar a lo idiota, en este cuento se narran las inmorales miserias y las sórdidas correrías delictivas y de baja raigambre de un abominable y vomitivo grupúsculo de vándalos habaneros, apostadores, drogadictos, briagos y promiscuos, quienes se intercambian las mujerzuelas que sexualmente alternan con ellos en orgías grupales, cuyo destino, luego del asesinato de un par de negros delincuentes y de un policía, es fugarse en una lancha rumbo a Miami, pero cuya falta de pericia, de combustible, de víveres y de agua los va desapareciendo en el mar hasta que ya cerca de la costa norteamericana (eso se infiere), con un helicóptero de la policía gringa sobre el bote, sólo uno de ellos está consciente. Entre las libertinas que se revuelcan con tales fétidos malhechores hay una: “la rubia Vanessa”, que nunca fornica con la pandilla porque vocifera que son “unos salvajes” que dejan “marcas” y “ella lo que quiere es una yuma que le dé dólares y la ponga a vivir en París”. Sin embargo, por su regalada y placentera voluntad, de pronto aparece desnuda entre ellos y, haciéndose la dormida, deja que le den por donde sea y como sea.
Mientras que en el cuento “Según pasan los años” (1985) tal tema apenas se atisba e implícita y tácitamente se sugiere en potencia. Es decir, aquí se narra el reencuentro de Lucrecia y Elías, ambos de 27 años, el día del sepelio de José Manuel, quien murió en un accidente automovilístico. Los tres fueron compañeros en la secundaria y en el pre. Y por entonces, a sus 15 años, Lucrecia y Elías fueron novios y entre ellos terció e intrigó el fallecido. Al momento de morir, José Manuel era un funcionario del Ministerio de Comercio Exterior con viajes al extranjero; Lucrecia trabajó en un Municipio de Cultura y ahora lo hace en una editorial; y Elías, con los estudios universitarios truncos, está recién llegado en La Habana tras dos años de servicio militar en Angola. El memorioso y melodramático diálogo que inician en las honras fúnebres de su amigo, lo prosiguen en la penumbra de un club nocturno donde otrora, quinceañeros, fueron enamorados. Allí se agasajan y besan como “hace doce años”. Y entre los entresijos de lo que conversan y ocurre se entrevé que Elías anhela el inicio de una relación amorosa. Pero es Lucrecia la que marca el rumbo y decide, al final, que cada uno se va para su casa. “Todo como aquella noche.”
Cuarta de forros |
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Por su parte, el cuento “El cazador” (1990) es protagonizado por un solitario, sombrío y joven homosexual que, desde su marginalidad y devaneos memoriosos e interiores, sale por los noches de su cuchitril habanero en busca de una aventura erótica o si es posible de una nueva relación amorosa. Y en “La muerte pendular de Raimundo Manzanero” (1993), de un modo fragmentario y polifónico se narran los equívocos y los antagónicos testimonios que rodean el misterioso e incomprensible suicidio de un hombre “de 46 años, casado,” que era “subdirector económico en funciones de la Dirección Nacional del CAN (Combinado Avícola Nacional)”, quien el domingo 21 de octubre de 1988 se ahorcó en su casa ubicada en “la calle Josefina 146 en el reparto Sevillano” de La Habana. Mientras que en “La pared” (1989) el “compañero Élmer Santana”, un gris burócrata que “estudió Economía porque bajó una orden de que era necesario para el país y no tuvo el valor de decir que no”, quien “dejó de jugar pelota porque en el pre fue dirigente y asistió a todas las actividades, las reuniones, los círculos de estudio y no pudo clasificarse entre los veinticinco peloteros de la provincia para la Nacional Juvenil y se mintió a sí mismo diciéndose que, total, la pelota no era lo importante”, contrasta y reflexiona sus ocultas frustraciones y sueños decapitados (quiso ser pelotero e ingeniero y viajar a Australia) al ver a un niño que bolea contra la pared en los bajos del edificio donde en La Habana se halla su oficina, con el cual charla brevemente, en tanto se proyecta en su infantil figura (quizá de ocho años de edad, zurdo como él y con su mismo nombre y el nombre de su hijo, quien además usa una gorra parecida a la que él usó y con un perro “sato blanco y negro de rabo enroscado y orejas duras” que le recuerda al perro que tuvo). Segunda de forros |
Dooley Wilson, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman Fotograma de Casablanca (1942) |
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Y lo que en Aquello estaba deseando ocurrir hace singular y único a “La muerte feliz de Alborada Almanza” (2009), en relación al tratamiento realista de los otros doce cuentos del libro, es su toque mágico de realismo mágico. No obstante, es una minúscula y amena gota del mejor y más entrañable Leonardo Padura —Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015—, donde no faltan los detalles eróticos y esa infalible mirada crítica y corrosiva que ilustra y disecciona la miseria de la vida cotidiana en los reductos y arrabales habaneros signados por la injusticia social que implica y conlleva el fracaso de la Revolución Cubana, en este caso ya en los linderos posteriores al colapso económico de la URSS y su disolución asentada el 8 de diciembre de 1991 en el histórico “Tratado de Belavezha”. En “La muerte feliz de Alborada Almanza” una anciana muy viejita y flaca, estragada por la pobreza, las múltiples carencias, las penurias, la soledad, el hambre y “la rigidez de la artritis”, vive en su pobrísima covacha, ya muerta, los últimos minutos de su estancia en la tierra. Según ve en el almanaque, “que ella misma había fabricado”, que “el santo del día” es el de “su amado San Rafael Arcángel”. Todas las maravillosas y mágicas menudencias comestibles, domésticas y corporales que ese día inciden en la exultación y felicidad que la embargan se deben a la presencia de San Rafael Arcángel, quien se corporifica allí para llevarla al cielo. Pero ese San Rafael Arcángel no se parece a “la esfinge angélica y rosada que [la anciana] tenía en el cuarto” ni al par de arcángeles (atletas, corredores de fondo y blanco-transparentes) que en Milagro en Milán (1951) —la emblemática película del neorrealismo italiano dirigida por Vittorio de Sica— descienden del cielo para recoger la paloma divina y milagrosa que en un santiamén cumple la defensa y los hilarantes caprichos y deseos de los mil y un menesterosos, sino que es un “mulato alto, fuerte, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las alas que debía tener, pero que, entre las piernas, lucía un brillante músculo surcado de venas moradas, coronado por un glande rojo y pulido, como las manzanas que en otros tiempos Alborada ofrendaba a su querida santa Bárbara”. Y el diálogo que sostienen, previo a su ida al cielo, concluye con la concesión de los tres deseos que la anciana le pide al “mulato celestial”: “ver el mar”, “acariciar a un perro” y “oír un danzón” (a tales alturas la anciana está desnuda, bañada con Palmolive y sólo con “las raídas pantuflas extraídas de dos zapatillas viejas”):
“—Concedido —dijo—. Con la condición de que me dejes bailar el danzón contigo. Hace siglos que no bailo.
“—Será un honor —dijo Alborada y miró el atributo espectacular del mulato venido del cielo. Pensó que su cobardía había valido la pena: al fin y al cabo iba a un lugar donde había pasteles de guayaba calientes y Dios le había otorgado la mejor de las salidas del mundo. Su mano sintió entonces la caricia del pelo suave y denso del perro que había tenido cuando era niña y pudo ver, más allá del salón de lozas de mármol ajedrezadas, la plenitud azul del mar mientras comenzaban a sonar los primeros acordes de Almendra, su danzón favorito.”
Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 264 pp.
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Enlace a "La vida es sueño", de Arsenio Rodríguez, con Arsenio y su conjunto.
Enlace a "As time goes by" (con subtítulos en español), con la voz de Dooley Wilson e imágenes de Casablanca (1942).
Enlace a "Milagro en Milán" (1951), película dirigida por Vittorio de Sica.
Enlace al danzón "Almendra", con Acerina y su Danzonera.