jueves, 16 de abril de 2020

La Casa Azul de Coyoacán

Calidoscopio de obsidiana: el otro aleph

Nacida en Melbourne, Australia, en 1961, y desde 1998 residente en Edimburgo, Escocia, Meaghan Delahunt publicó en Londres, en 2001, a través de la prestigiosa editorial Bloomsbury, su novela In the Blue House (merecedora de varios premios en el orbe angloparlante), cuya traducción del inglés al español, de Jorge F. Hernández, se editó en Barcelona, en 2002, por Plaza & Janés, con el sonoro y llamativo título: La Casa Azul de Coyoacán, el cual, en la portada de la sobrecubierta (con atractivo diseño y el rótulo central con ligero relieve), precede a un eslogan mercadotécnico que parece subtítulo: “El triángulo amoroso de Trotski, Frida y Diego Rivera”.
(Plaza & Janés, Barcelona, 2002)
  Sin embargo, pese a que la novela aborda (sin ahondar) tal legendario y peliculesco enredo, éste no es el meollo; ni tampoco se centra ni desentraña todo lo ocurrido durante la histórica y breve estancia de León Trotsky y su esposa Natalia Sedova en la Casa Azul de Coyoacán (hoy Museo Frida Kahlo), donde nació y murió la celebérrima pintora.

León Trotsky y Natalia Sedova en la Casa Azul de Coyoacán (1938)
       
2ª de forros
  En la segunda de forros del libro, se dice que Meaghan Delahunt “fue miembro del Partido Trotskista-Socialista de los Trabajadores durante la década de los ochenta y recorrió buena parte de Australia en representación de las juventudes del partido”. Pues bien, en la urdimbre de la novela tal activismo no es fortuito, dado que León Trotsky resulta ser el personaje más relevante, pero no deificado, junto a un trazo crítico y mordaz de un Moscú miserable y gris, y de una Rusia acosada por las contradicciones y rezagos de la Revolución bolchevique y por la idiosincrasia dictatorial y sanguinaria de José Stalin y sus esbirros.

En su página de “Agradecimientos”, Meaghan Delahunt asienta que para pergeñar su libro realizó en varios países una amplia investigación bibliográfica, documental y testimonial. Pero su obra, si bien bebe y dialoga con tales fuentes y fragmentariamente las resume y reescribe a modo de palimpsestos, no es una reconstrucción histórica al pie de la letra, sino un artilugio literario donde las conjeturas, las hipótesis y la imaginación (sobre todo la imaginación) son piedra angular.
Dividida en cinco partes integradas por un buen número de escuetos capítulos, La Casa Azul de Coyoacán es un polifónico y fragmentario puzle (ídem las minúsculas y cambiantes piezas de colores de un calidoscopio) que va y viene por el tiempo, el espacio, la historia, la memoria, la introspección, y las voces personales e interiores (evocativas y meditabundas) de una serie de personajes; por ejemplo, Rosita Moreno, la mejor fabricante de Judas de la Ciudad de México; León Trotsky, héroe de la Revolución de Octubre, estratega y cabeza del Ejército Rojo, perseguido político, fundador de la IV Internacional, y víctima de la venganza y de la purga estalinista; Natalia Sedova, su esposa y madre de los hijos de éste, perseguidos y asesinados; Jordi Maar, español, ex miliciano en la Guerra Civil de España, guardaespaldas de Trotsky en México y amante furtivo de Frida Kahlo; Ramón Mercader, el asesino material de Trotsky; Iossif Stalin, el trepador, genocida y tirano de la totalitaria URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas); Nadezhda Alliluyeva, su segunda esposa; Lavrenty Pavlovich Beria, cercano cómplice del sanguinario hombre de hierro, quien desde el laberíntico centro de Operaciones ubicado en la prisión de Lubianka, en Moscú, conspira y orquesta el asesinato de Trotsky; Mijaíl, un oscuro y misérrimo ingeniero de minas que en los años treinta labora en la subterránea y ciclópea construcción del metro de Moscú, en tanto subsiste, con su madre y hermana, en una hacinada, astrosa y maloliente vecindad comunal que otrora fue la regia mansión de un rico mercader; David Leontevich Bronstein, el padre de León Trotsky; Vishnevski, el médico personal de Stalin durante veinte años, caído en desgracia mortal por no curar los padecimientos crónicos que hicieron morir al dictador el 5 de marzo de 1953. Y entonces, el “6 de marzo” de tal año, “al otro lado del mundo” —dice la voz narrativa—, “en una casa azul de Ciudad de México, la artista Frida Kahlo se despierta de un sueño intranquilo, intenta alcanzar los sedantes que están al lado de su cama. Le duele la pierna amputada. Todo le duele, pues Él se ha ido. Coge su libreta de cuero rojo y una pluma de la mesa camilla. Escribe: 
“EL MUNDO, MÉXICO, EL UNIVERSO ENTERO HA PERDIDO SU EQUILIBRIO CON LA PÉRDIDA, LA MUERTE DE STALIN.
“YA NO QUEDA NADA.
“TODO SE REVUELVE.”
(La Vaca Independiente, México, 1995)
  Además de que la verdadera amputación (hasta la rodilla) ocurrió en “agosto de 1953”, si se coteja el facsímil del Diario de Frida Kahlo, editado en México en septiembre de 1995 por La Vaca Independiente (con prefacios de Carlos Fuentes, Karen Cordero, Olivier Debroise y Graciela Martínez-Zalce), se observa que la recreación narrativa de Meaghan Delahunt no es textual, pues en el Diario se lee lo siguiente, con la rupestre caligrafía manuscrita y a color de la pintora, y en la postrera “Transcripción del diario con comentarios” de Sarah M. Lowe, cuya fecha errada supone e implica que Frida Kahlo registró la muerte de Stalin, no el día que murió, sino días después:

Página del Diario de Frida fechada el 4 de marzo de 1953
  “MORIR/ Coyoacán 4 de marzo de 1953/ EL MUNDO MEXICO TODO EL UNIVERSO perdió el equilibrio con la falta (la ida) de STALIN—

Yo siempre quise conocerlo personalmente pero no importa ya— Nada se queda todo revoluciona/ —MALENKOV—“


Página del Diario de Frida fechada el 4 de marzo de 1953


     
Autorretrato con Stalin (c. 1954),
óleo sobre masonite de Frida Kahlo
        En tal oscilar por el tiempo y por el espacio, por las lejanas latitudes y geografías, por el pasado y las distintas memorias y voces, además del constante y reiterativo tono melancólico, no pocas veces elegiaco y algunas veces poético, descuellan varias fechas: 9 de enero de 1937, el día que Natalia Sedova y León Trotsky llegaron al país mexicano por el puerto de Tampico y Frida Kahlo los recibió (en la cuarta de forros del libro se reproduce un célebre y borroso fotograma alusivo); el 21 y 22 de agosto de 1940, días en que se sucedió el ataque por la espalda, con el piolet, al cráneo de Trotsky y su consecuente, paulatino e ineludible fallecimiento en el hospital de la Cruz Verde; y el 13 de julio de 1954, día de la muerte de Frida Kahlo.

Natalia Sedova, Frida Kahlo y León Trotsky
(Tampico, enero 9 de 1937)
  En la verdad novelística de Meaghan Delahunt, Frank Jacson (falsa identidad y máscara de Ramón Mercader) es un tipo culto (en contraposición al rupestre perfil trazado por Alfonso Quiroz Cuarón, el célebre investigador y criminólogo que en 1950, en los archivos policíacos de Barcelona, descubrió su verdadera identidad); por ende se reúne, en enero de 1940, en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, con su beligerante madre (Caridad del Río) y con el inefable Coronelazo Siqueiros, precisamente durante la apertura de la Exposición Internacional del Surrealismo. Y si bien tal trío dinámico en su reserva y confabulación estalinista está pergeñando la Operación Utka (para asesinar a Trotsky), entre los contertulios de la muestra deambula André Breton, heresiarca de los surrealistas de París. Pero en la vida real Breton sólo estuvo en México entre el 18 de abril y el 1 de agosto de 1938, según lo asienta Fabienne Bradu en su libro Breton en México (Vuelta, 1996).

León Trotsky, Diego Rivera y André Breton
(México, 1938)
 
Esquina de la Casa Azul de Coyoacán en 1938, cuando
León Trotsky y Natalia Sedova vivían refugiados allí.
 
Esquina de la Casa Azul de Coyoacán en 2004
Hoy Museo Frida Kahlo
     
Esquina de la fortificada casa de la calle Viena de Coyoacán donde vivió León Trotsky
Hoy Museo Casa de León Trotsky
        Ante tales licencias, no asombran muchísimas más. Por ejemplo, en “julio de 1940”, en su casona de la calle Viena en Coyoacán (hoy Museo Casa de León Trotsky), cuando aún es reciente el fallido primer intento de matarlo con ráfagas de metralletas (sucedido el pasado 24 de mayo bajo la batuta del Coronelazo Siqueiros) y por ende la están fortificando con torreones y demás parafernalia defensiva, Trotsky observa en su estudio un mapa de la república mexicana que dizque le gustaba a Serguei Eisenstein, quien, según rememora, lo visitó en forma clandestina e incluso furtivamente viajó con él por “los cerros que rodean Taxco”, en el estado de Guerrero. 

   
Serguei Eisenstein
(México, 1931)
Foto: Agustín Jiménez
       
En el centro: David Alfaro Siqueiros y Serguei Eisenstein
(Taxco, 1931)
       Pero en la vida real la estancia de Eisenstein en México se sucedió entre diciembre de 1930 y marzo de 1932; período durante el cual —además del rodaje inconcluso de ¡Que viva México! en distintas locaciones del interior del país— con su camarógrafo Eduard Tissé visitó Taxco, pueblo platero que David Alfaro Siqueiros en 1931 tenía por cárcel, pues “El 30 de abril [de 1930] es aprendido y pasa siete meses en la Penitenciaria de la ciudad de México [‘el temido Palacio Negro de Lecumberri’] y después 15 meses arraigado judicialmente en la ciudad de Taxco” (condena que quebrantó), según lo anota Raquel Tibol en la cronología de Palabras de Siqueiros (FCE, 1996); esto porque había sido sentenciado “bajo el cargo de rebelión y sedición” —dice Irene Herner en Siqueiros, del paraíso a la utopía (SCDD, 2010)— por su presunta participación en el atentado contra Pascual Ortiz Rubio, presidente de México entre el 5 de febrero de 1930 y el 2 de septiembre de 1932, ocurrido precisamente el día de su toma de posesión; sitio al que llegó tras las fraudulentas elecciones efectuadas tras el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón, realizado por un tal José de León Toral, “fanático cristero”, el 17 de julio de 1928 en el restaurante La Bombilla, en San Ángel. (Por tal magnicidio, León Toral, el 9 de enero de 1929, fue ejecutado en el paredón de la Penitenciaria de Lecumberri). Un tal Daniel Flores, “fanático católico”, descargó su pistola contra el lujoso automóvil cubierto en que se desplazaba el presidente Pascual Ortiz Rubio y lo hirió en un carrillo y por ende lo llevaron al hospital de la Cruz Roja. El aspirante a magnicida fue detenido y sentenciado a 19 años de cárcel; pero luego el 23 de abril de 1932 apareció asesinado en su celda. Suceso no menos peliculesco —en medio de la sangrienta Guerra Cristera, del Maximato y del acoso anticomunista— que también incitó, el 7 de febrero de 1930, la detención y encarcelamiento de la fotógrafa Tina Modotti —militante del Partido Comunista Mexicano, activista antifascista y miembro del Socorro Rojo Internacional— y su expedita expulsión de México, ocurrida el siguiente día 24 en el puerto de Veracruz, de donde zarpó a bordo del Edam, un barco carguero en el que también iban otros dos deportados: Isaak Abramovich Rosenblum y Johann Windisch; y al que en la escala en el puerto de Tampico subió el héroe de las mil máscaras: Vittorio Vidali (Enea Sormenti y el comandante Carlos Contreras), mentor, camarada y compatriota de Tina, pero camuflado bajo el disfraz y el falso pasaporte de un tal Jacobo Hurwitz Zender, según lo cuenta Margaret Hooks en su biografía: Tina Modotti. Fotógrafa y revolucionaria (Plaza & Janés, 1998). 

Borges y el aleph
  Curioso es que en agosto de 1940, con su asesinato a la vuelta de la esquina (claro que León Trotsky lo ignoraba, pese a que podía ocurrir), en una de sus meditaciones originadas por el desasosiego y el insomnio, la omnisciente voz narrativa diga que el materialista y racionalista ucraniano conjeturó una especie de epifanía que ineludiblemente recuerda e implica la simultaneidad del espacio-tiempo que se sucede y observa a través del diminuto aleph acuñado por Borges en su consabido cuento: Trotsky “sabía que en la física de Einstein, el futuro estaba allí, esperando a que se entrara en él. Los círculos de una piedra tirada al agua, el reflejo de uno mismo en el agua ya contenido previamente en el espacio-tiempo. Todos los tiempos coexistían. Su tiempo con Frida seguía estando allá afuera. Y con la memoria lo podía tocar.”

   
Autorretrato dedicado a León Trotsky (1937),
óleo sobre tela de Frida Kahlo.
En el papel que sostiene su imagen se lee:

Para León Trotsky con todo cariño dedico esta pintura, el día 7
de noviembre de 1937. Frida Kahlo. En San Ángel, México.
       Tal divagación mental, erótica y metafísica, coincide con una de las cualidades que distinguen a Rosita Moreno, quien resulta ser uno de los personajes más entrañables y significativos en el tejido novelístico urdido por Meaghan Delahunt. En la página 257 de Frida: una biografía de Frida Kahlo (Diana, 9ª ed., 1991), de Hayden Herrera, se recoge un testimonio de una marchante del mercado (al parecer de Coyoacán) llamada  Carmen Caballero Sevilla, quien vendía extraordinarios Judas, así como otras artesanías, como juguetes o piñatas hechas por ella misma. Diego también iba a comprar cosas, pero la señora Caballero recuerda que ‘la niña Fridita me consentía más; pagaba un poco mejor que el maestro. No le gustaba verme sin dientes. En una ocasión un hombre me golpeó y perdí los dientes; bueno, más o menos en la misma época le hice algo muy bonito a ella y como regalo me dio estos dientes de oro que ahora traigo. Le agradezco mucho sus atenciones. Sólo le di el esqueleto y ella lo vistió, con todo y sombrero’”.
     
     
Diego y Frida con un Judas
Diego con Judas en su estudio de San Ángel
         En la novela de Meaghan Delahunt fue el marido de Rosita Moreno el que le rompió la dentadura y Frida le regaló unos dientes de oro. Aficionado al pulque, ex miliciano en la Guerra Civil de España y minero estalinista, figuró en el grupo disfrazado de policías (dirigido por Siqueiros) que intentó matar a Trotsky el susodicho 24 de mayo de 1940; y durante Semana Santa del tal aciago año, él y otros mineros llevaron un enrome Judas con la efigie de Trotsky para quemarlo en el Zócalo (corazón del ancestral territorio azteca), monigote financiado por el estalinista Partido Comunista Mexicano y hecho por las artesanales manos de Rosita Moreno. Su puesto lo tiene en el mercado Abelardo Rodríguez (donde en la vida real, erigido en 1934, aún se aprecian varios deteriorados murales hechos por ayudantes y discípulos de Diego Rivera) y es tan colorido y abigarrado que en él coinciden, además de los Judas de Semana Santa, pirámides de calaveritas de azúcar para el 2 de noviembre, juguetes, frutas y piñatas para las posadas. Allí conoció al gigantón Diego Rivera acompañando a Frida Kahlo (
el elefante y la paloma); quien luego llevó al Viejo, o sea a León Trotsky, y a quien le leyó las líneas de la mano. Y el último 2 de noviembre que lo vio vivito y coleando ella le regaló un ex voto: “un pequeño cuadro de hojalata grabado con la forma de un corazón”, quezque “para que lo proteja”. Pero los tradicionales ex votos, pintados en pequeñas láminas cuadradas o rectangulares —si bien los coleccionaba Frida en la Casa Azul y André Breton (¡matanga dijo la changa!) sustrajo varios de una o de varias iglesias pueblerinas durante su recorrido por Puebla y Cholula en compañía de Trotsky y comitiva— se hacían y se hacen por encargo: para agradecer el favor del santo, del Cristo o de la Virgen ante algún infortunio, calamidad, maleficio o padecimiento conjurado.   
Ex voto pintado por Hermenegildo Bustos (1832-1907)
   
Ex voto pintado por Hermenegildo Bustos (1832-1907)
     
Ex voto pintado por Hermenegildo Bustos (1832-1907)
      El cúmulo de rasgos y sorprendentes paradojas que es Rosita Moreno implica que haya supervisado la hechura de “una mascarilla mortuoria del señor Trotski”, y que también haya hecho el molde de sus manos y visto la cremación de sus restos mortuorios.

Foto de León Trotsky coleccionada por Frida Kahlo
Pero lo más trascendente de sus poderes de chamana y pitonisa no es sólo que en ella la quiromancia es ciencia cierta e infalible (por ende vio y leyó el ineluctable destino de León Trotsky sin revelarle que la Calavera Catrina le pisaba los talones), sino que posee la memoria y la sabiduría mítica, cosmogónica y ancestral de su pasado precortesiano y prehispánico y de su sangre azteca químicamente pura; en consecuencia puede ver en su espejo de obsidiana, sin superponerse, al unísono y en forma simultánea, el destino eterno de cada muerto en el más allá, es decir, en el ultraterreno Mictlán.

4ª de forros de La Casa Azul de Coyoacán (Plaza & Janés, 2002).
La imagen registra la llegada de León Trotsky y Natalia Sedova
al puerto de Tampico el 7 de 
enero de 1937.
Frida Kahlo los recibió en nombre de Diego Rivera.

Meaghan Delahunt, La Casa Azul de Coyoacán. Traducción del inglés al español de Jorge F. Hernández. Plaza & Janés. Barcelona, 2002. 288 pp.



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Ensayo sobre la ceguera


Érase una vez mil y un ciegos errantes

La primera edición en portugués de Ensayo sobre la ceguera, novela de José Saramago —Premio Nobel de Literatura 1998— data de 1995 y de 1996 la traducción al castellano de España de Basilio Losada. En el crucero de una atestada calle de una ciudad sin nombre, que podría ser una ciudad de la Europa actual, un individuo, frente al volante de su auto, repentinamente se queda ciego. Es el primer caso de una epidemia que no tardan en bautizar con el nombre de ceguera blanca o mal blanco, puesto que el ciego no se hunde en un mundo de sombras y tinieblas, sino que todo lo ve blanco, “como si hubiera caído en un mar de leche”. 
José Saramago
(1922-2010)
Premio Nobel de Literatura 1998
     Luego del primer caso, ocurren otros que brindan la conjetura de que quien tiene contacto frontal con un ciego de éstos, muy pronto se convertirá en un ciego más. Así, ante el terror, desconocimiento y rápida propagación de la nueva enfermedad, el ministerio de salud y el gobierno nombran una Comisión de Logística y Seguridad que, con auxilio de la policía y del ejército, se da a la tarea de localizar y remitir a los ciegos y posibles contagiados a un viejo edificio que fue manicomio. Allí no les facilitan afanadores ni médicos ni enfermeras ni medicinas ni ningún botiquín; el drenaje, los retretes y regaderas están en mal estado; carecen de ropa, de sábanas, de extintores de incendios y de otras cosas de primera necesidad. Así, el encierro y el reglamento que día a día les comunica un altavoz que manipulan los soldados que los vigilan con orden de disparar a quien se les acerque o intente huir, es una extrema deshumanización y negación de los derechos humanos más elementales. Están allí sin bañarse ni quitarse lo que llevan puesto; sucios, malolientes, hambrientos, abandonados, atascando y desbordando las letrinas y los pasillos; casi sin noticias del exterior; sin las típicas ONGes haciendo manifestaciones e impugnaciones frente al cercado, y sin ningún socorro nacional e internacional, como si las personas y los países de todo el mundo estuvieran ciegos de remate. 
Las abyecciones que se padecen en el manicomio semejan una pesadilla, como las grotescas y fantasmagóricas deformaciones proyectadas por una laberíntica y amarillenta sucesión y amasijo de espejos deformantes. El número de reclusos llega a lindar los 300. A través de las noticias que reporta a los demás el viejo de la venda negra, un ciego que atesora una radio portátil, se tienen visos de los abundantes desastres que la ceguera blanca está suscitando por aire, mar y tierra. No sólo se han improvisado otros sitios para recluir más ciegos (“fábricas abandonadas, templos sin culto, pabellones deportivos y almacenes vacíos”), sino que la peste de la ceguera blanca está destruyendo la ciudad y al país entero. Es decir, no se ha encontrado remedio alguno y la epidemia, con celeridad, está fuera del control de los médicos y autoridades. Incluso, el ciego radioescucha llega a captar el horrorosísimo instante en que el locutor, frente al micrófono, pierde la vista. 
El ciego de la pistola
(Gael García Bernal)


Fotograma de Ceguera (2008)
  Pero la degradación inhumana, insalubre y excrementicia, y los mil y un infortunios de los ciegos hacinados en el manicomio se agudizan aún más cuando surge entre ellos una mafia (alrededor de 20 rufianes), encabezados por un ciego que empuña una pistola. La mafia se apodera de una sala del ala izquierda y de las cajas de comestibles que los soldados les dejan día a día, y les impone a los otros ciegos, a cambio de cierta cantidad de víveres, la entrega de los objetos de valor. Cuando éstos se terminan, les exigen la entrega de sus mujeres a través de un método rotativo: primero les toca a las mujeres de una sala, otro día a las de otra, hasta agotar las cinco salas que existen, y de nuevo comienza el ciclo. 

Paradójicamente, esta exigencia de la mafia funciona como afrodisiaco y laxante moral, pues seis de las siete mujeres de la primera sala del ala derecha (en la que hay cerca de 40 ciegos), se dedican a gratificar, por gusto y placer, las necesidades sexuales de los varones de la misma sala.
Si dentro del manicomio la lucha por el poder y el sometimiento de los otros y de las mujeres es un reflejo de la corrupción y degradación ética del espectro social, entonces la imagen del globo terráqueo (un inmenso, enfermo, purulento, fétido, ciego, decadente y desahuciado manicomio destruyéndose a sí mismo) es de lo más terrible. “No hay límites para lo malo, para el mal”, dijo el primer ciego como si estuviera pudriéndose en el miasma de los horrores de una guerra o de un campo de concentración de judíos o de una franja de palestinos sometidos y aterrorizados por la ocupación militar de los judíos. Y más adelante puntualiza la voz narrativa: “la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza”. 
El oculista ciego guiado por su esposa
(Julianne Moore y Mark Ruffalo)


Fotograma de Ceguera (2008)
  El primer acto temerario que intenta romper el control de la mafia, lo pergeña y efectúa la mujer del oculista, el único humano cuyos ojos nunca se contagian del mal blanco y sin que se sepa por qué, quien desempeña el suicida papel de samaritana ante el pequeño grupo que la rodea, los suyos, llega a decir. En un momento, cuando las 15 mujeres de la segunda sala del ala derecha van a cumplir la exigencia orgiástica de la mafia, la mujer del oculista, sin decir nada a nadie y con unas tijeras, le corta la garganta al ciego de la pistola, en un instante en que éste sometía a una nauseabunda fellatio a una de las reclusas. Se desata un zafarrancho y hay otros muertos, pero fracasa la derrota de los mafiosos y la situación empeora. Con otro líder que se apodera de la pistola, el ciego contable que sabe braille, la mafia se repliega e interrumpe el flujo alimenticio. Ante la hambruna, un grupo de 17 ciegos, luego son 34, con el viejo de la venda negra como estratega, intenta, con fierros arrancados a las camas, tomar por asalto la sala de los criminales. Hay otros muertos y de nuevo fracasa el descalabro de los bandoleros. Y sólo son vencidos cuando otra ciega suicida, también sin consultar a nadie, con un encendedor que ocultaba, se desliza frente a la sala de los mafiosos y desencadena un incendio que se propaga por todo el manicomio. 

Las escenas del incendio es uno de los pasajes más alucinantes, dantescos y peliculescos de Ensayo sobre la ceguera, novela escrita con esa apretada fluidez verbal que distingue el estilo narrativo del lusitano José Saramago (Azinhaga, Santarém, Portugal, noviembre 16 de 1922-Tías, isla de Lanzarote, España, junio 18 de 2010), que puede gustar o no, poblado de digresiones y de un sinnúmero de detalles que alargan las anécdotas, y a veces con un sentido del humor que carece de sentido del humor.
Fotograma de Ceguera (2008)
  Una vez fuera del manicomio, que ya desde antes del incendio había sido abandonado por los soldados y el gobierno, cobra mayor protagonismo un grupo de siete despojos, seis de ellos sin vista: el primer ciego y su esposa, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, el niño estrábico, y el oculista y su mujer, quien es la que ve y les sirve de guía y auxilio ante la odisea que emprenden por las calles de esa ciudad devastada por los estragos de la ceguera blanca, carente de gobierno y de organización alguna, en la que proliferan los excrementos, los hedores, las putrefacciones, los montones de basura, los ratas y los perros hurgando, los cadáveres a la intemperie, los coches y autobuses abandonados, las tiendas y supermercados saqueados, sin agua ni luz, y los errantes grupos de ciegos deambulando por aquí y por allá en busca de comida, habitando casas, sitios y departamentos que no son los suyos, y donde la moral y las costumbres sexuales, como en el manicomio, se han tornado flexibles, puesto que la promiscuidad abunda hasta la saciedad y la náusea. 

En medio de ese orbe demencial, decadente y destructivo, que parece encaminarse al exterminio de la especie, y donde la delirante prioridad es conseguir o robar cualquier tipo de alimentos, extraídos donde se pueda y cada vez más escasos, la mujer del médico y su grupo, más el perro de las lágrimas, concluyen su itinerario por los restos de la ciudad sin nombre instalándose en el quinto piso donde ella y su marido tienen su apartamento. Este grupo, aunque quizá haya otros que la novela no ilustra, parece conformar la única tabla de salvación que tienen los humanoides asolados, al parecer en su totalidad, por la pandemia blanca. Y esto, sobre todo, porque en la cohesión y fraternidad del grupo, descuella la calidad ética y el heroísmo de la mujer del oculista. 


Alfaguara, 1ª reimpresión mexicana
México, octubre de 1998
   Mucho antes de que el lector finalice la presente reimpresión de Ensayo sobre la ceguera, terminada en México, por Alfaguara, el mes de octubre de 1998, advertirá que las pastas se desprenden y las hojas se desgajan, como si lo hubiera maquilado un grupo de mercaderes sin escrúpulos que se hacen los ciegos tercermundistas. Pero el lector que navegue o haya navegado por las tinieblas que José Saramago pinta en estas páginas, nunca sabrá, al parecer, qué otras atrocidades hubieran ocurrido si la ceguera blanca, a imagen y semejanza de un siniestro e inescrutable artilugio de Dios, no hubiera desaparecido del mapa. Pues por fortuna las pesadillas soñadas y padecidas en tal laberinto de soledad (blanco pero sombrío) empiezan a desvanecerse, precisamente, cuando el primer ciego, de pronto, recupera la vista, como tocado por una varita mágica que una hada buena de otra narración dejó por aquí, y en cadena, luego de la chica de las gafas oscuras y del oculista, los otros ciegos —se sabe porque gritan de exultación por aquí y por allá—, comienzan a recuperar el sentido de la vista, la facultad de mirar el entorno; pero también la ancestral y atávica manía de ver lo que se quiere ver y hacer que no se ve lo que se ve. 
  Así, el lector, conciliado o contento consigo mismo, puede respirar tranquilo y suspirar de nuevo con la cuarta estrofa de “Flor en la luz”, soneto de Carlos Pellicer: 

     Dichosa luz la que en tus ojos vive.
     Tú se las das al día como flores
     y como flores a quien esto escribe.


José Saramago, Ensayo sobre la ceguera. Traducción del portugués al español de Basilio Losada. Alfaguara. 1ª reimpresión mexicana. México, octubre de 1998. 376 pp.


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Enlace a un trailer de Blindness (2008), filme dirigido por Fernando Meirelles, basado en Ensaio sobre a cegueira (1995), novela de José Saramago.
Enlace a un trailer de Ceguera (2008), película dirigida por Fernando Meirelles, basada en Ensayo sobre la ceguera, novela de José Saramago.

miércoles, 1 de abril de 2020

El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos



Una lanza dirigida contra Dios

André Breton (1896-1966), el heresiarca del surrealismo, incluyó al poeta Benjamin Péret (1899-1959) en su Antología del humor negro (1940). No fue gratuito. Firmado en 1928, El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos —cuyo título original en francés Les rouilles encagées fue impreso en 1970 por Eric Losfeld— aunque no está incluido ni citado es un ejemplo del por qué. Se trata de una especie de fragmentaria nouvelle pornográfica y maldita que supura un pestilente e hilarante humor negro anticristiano. Benjamin Péret, en calidad de acólito y oficiante del surrealismo, empleó, como receta infalible, varias de sus pregonadas prerrogativas: exacerbación freudiana, absurdos caricaturescos e insólitos, anticatolicismo, juego, manierismos de escritura automática y libre asociación, pero siempre en dosis precisas y controladas por el dictado y dictamen de la razón, todo vertido y alambicado en una conjura de géneros: noveleta que incluye prosa, poemas en prosa y poesías, pero cada uno de los procedimientos bien definido y separado de los otros; es decir, no pugnó por una urdimbre y un concepto antitradicional, mucho más amplio y profundo de la poesía y lo poético. 

(Tusquets, Barcelona, 1990)
Ilustración de la tapa:
dibujo a pluma-tinta china (1986) de Eugène Darnet
La escritura de El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos es ligera, antisolemne y revulsiva. Benjamin Péret no buscó ningún erotismo esteticista ni pretendió que su imaginación cavara y explorara en un laberinto de complicaciones argumentales. Quiso ser —y es— porno y procaz, desacralizador de la Señora Poesía y, encerrado entre paredes de papel, trasgresor del statu quo
      Las voces de los personajes, que son parodias de hombres y mujeres comunes y corrientes, tienen el mismo tufillo interno, por lo que hablan sin pelos en la lengua de ayuntamientos sexuales y de eyaculaciones; es decir, muchas de sus líneas parecen jocoso e hilarante graffiti arrancado de las letrinas de lupanares y de secundarias infestadas de estereotipos de enfants terribles dispuestos a soltar la leperada a la menor provocación: “Se la meto por el culo a tu perro”; “Adivina y verás/ si mi verga es de turrón”; “tu culo dice sí”; “Te lameré el chumino”; “cago en Dios”. Así, tampoco sorprende que sus poemas, que resultan antipoemas, plagados de blasfemias, insultos, leperadas escatológicas y obscenidades, ostenten un carácter popular, lúdico, escandaloso y risible, que es su virtud y su límite: 

       Semen que se va 
       semen que no volverá
       La que hoy te la chupa mañana los cojones te roerá
       Mantenla tiesa viejo golferas tiesa
       sin cesar
       en donde quieras la meterás.

Remedios Varo y Benjamin Péret en México, 
donde fueron pareja entre 1941 y 1947
       Benjamin Péret es el ventrílocuo y el maestro de ceremonias del obsceno y corrosivo teatro guiñol: está y no está en los chistoretes y contorsiones que escenifican y vociferan sus títeres. Es la razón que manipula el lenguaje, el fantaseo, la voz todopoderosa que pergeña la trama, las anécdotas descabelladas, los personajes, los animales y objetos que cobran vida y fornican a través de él: el médium. Es el prestidigitador que convierte frases en imanes, que dizque libremente y quezque por sí mismas atrajeron y asociaron otras frases u ocurrencias igualmente imantadas; el que se da gusto etiquetando desflorados, hilarantes y sonoros nombres a sus personajes: Meada de Verga-Baja, Clitorisolda, Vagineta, Cachondín, Quemecorro de Polvazo, Semencillo, Libapitos de Anchocoño, Testiculón de Miculo, etcétera. Es el tejedor de las masturbaciones y orgías que se suceden de principio a fin (sin excluir varios asesinatos). El que en una radiografía, que abarca a todos los personajes, hace decir al vizconde a media puñeta en un vaso de oporto arrancándose pelo tras pelo: “Me amo... un poco... mucho... apasionadamente... sí... no”. Es la furia iconoclasta que arremete contra una piedra angular de la moral burguesa: la Iglesia católica. Ésta, registra la historia, en distintas épocas y lugares de la aldea global, ha sido responsable de mentiras, de oscuros y negros negocios no sólo políticos, de crímenes y genocidios; es la propulsora de tabúes, represiones e hipocresías que respira y transpira el establishment, tanto en los años veinte del siglo pasado, como en la época actual. Por ello no extraña que dicho “ataque” se repita una y otra vez a lo largo de la obra, que sea la obsesión burlesca de Benjamin Péret, su objetivo y principal leitmotiv. Así, el libro es “una lanza dirigida contra Dios”; y en pleno 1928 (para decirlo con Lichtenberg, uno de los apóstoles del siglo XVIII canonizados por los surrealistas) era un evanescente “cuchillo sin hoja al que le falta el mango” confinado a ciertos reductos intelectuales, pese a que no faltaban (ni faltan ahora) los fundamentalistas de extrema derecha que lo hubieran llevado al patíbulo y a la hoguera, por lo menos su efigie y sus libros. 
Dibujo: Ives Tanguy
Gilles Néret, en El erotismo en el arte del siglo XX (Tachen, 1993), recuerda que Adolf Loos, en Ornamento y delito (1908), habla de la Cruz como un objeto erótico: “La línea horizontal”, dice Loos, “representa a una mujer acostada, y la vertical, a un hombre que la penetra”. Quizá Péret leyó a Loos, quizá no, lo cierto es que en El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos también es un desacralizado objeto de esa índole: “Las mujeres se masturbaban con la Cruz o meaban en cálices de los que saltaban grandes sapos”. 
Pero en general, y puesto que el libro es un tridente diabólico, risible, alharaquiento y onanista dirigido contra el cristianismo (aunque también arremete contra la fe musulmana), todo lo que se vincula con su iconografía, ritos, tradiciones y creencias resulta afrodisíaco, un pretexto para insultar, transgredir, destruir, fornicar, cometer incesto, violar y venirse sobre lo que resulta sagrado, prohibido y castrante. Así, dos de las cuatro mujeres que rodean al vizconde, las que sólo visten un consolador metido en el coño, se persignan doce veces en éste, mientras mascullan un rezo (un antipoema) que inicia: “Oh gran espíritu santo de caca”. 
Dibujo: Ives Tanguy
Los poemas del poeta Chupapollas de la Porculada, ascendiente del vizconde, fueron tatuados en las nalgas de sus familiares, que “hoy son las cúpulas de todas las mezquitas de Oriente”. Sólo los puede leer el que se haya “corrido siete veces consecutivas un día de Viernes Santo, con un crucifijo metido en el culo”. Esto lo hizo el marqués Braguetillo de Satiromonte, por lo que después leyó los poemas sentado en el dedo flamígero de Dios, mientras que con la otra mano le hacía un lenguado. 
Y entre las numerosas injurias y desenfrenos, hay una parodia y parafraseo al tradicional y consabido “Padre nuestro”, un antipoema que empieza canturreando: “Pichanuestra que estás en un coño/ Perforado sea nuestro ano”, que es el preludio de la orgía final y climática que ocurre en una iglesia. Allí, luego de una procesión con un coro lúbrico que encabezaron por la calle, y en maniática y perversa postura, el vizconde Pajillero y Lady Sexolina Pichadeoro, ésta se introduce una hostia y no tarda en parir “a un joven Cristo que llevaba la Cruz bajo el brazo como si fuera el portafolios de un ministro”.
Dibujo: Ives Tanguy
       Entre los dildos clásicos de escritura automática y libre asociación de los surrealistas descuella el que le que canonizaron a Lautréamont: “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, imagen que se transluce en el término cadáver exquisito, uno de sus juegos de azar colectivos (collages y poemas), pero también individuales, nacido de la frase “el cadáver exquisito beberá vino nuevo”, hecha de palabras elegidas en secreto por varios de ellos. Así, si una secuencia de preguntas parece dictada por el recurrente “automatismo psíquico” y la “libre asociación”, tampoco faltaron los encontronazos lautréamontnianos: el loro que sodomiza a una rubia; el perro que lo hace con un espejo que abre su propio coño, luego el perro se transforma en espejo, después en una venidota, la que a su vez se convierte en varios penes erizados que terminan siendo un descomunal y totémico falo, cuyas venas dibujan un texto en jeroglíficos: el “Poema leído en una picha”. Y así por el estilo, como cuando el vizconde Pajillero, al penetrar la rajadura de un vaso, la voz del médium dice que “penetró en el chocho como un autobús en una tienda de porcelanas”; o cuando el semen del vizconde “no estimó necesario imitar el croar de la rana, demostrando así que gozaba como un estanque bajo el sol”; o el instante en que su árbol genealógico, hecho de vergas y testículos, de pronto crece en el centro de la pieza.
Dibujo: Ives Tanguy
      La versión del francés al castellano de Xavier Domingo no eludió el tamiz españolete. Y quizá porque el fraseo y los rasgos de los protagonistas parecen extirpados de las letrinas, El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos incluye dibujitos, de Ives Tanguy (1900-1955), en los que abundan los monoides con descomunales miembros de los que saltan grandes chorros de semen. Obedeciendo el dictado y dictamen de la trama, parece que los hizo, también en las letrinas, algún escuincle puñetero del octavo día. Lástima que no los haya concebido con un talento equiparable al de un Hans Bellmer (1902-1975), un André Masson (1896-1987) o un Jean Cocteau (1909-1963).


Benjamin Péret, El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos. Traducción del francés al español de Xavier Domingo. Dibujos de Ives Tanguy. Colección La sonrisa vertical (69), Tusquets Editores. Barcelona, 1990. 88 pp.


El Evangelio según Jesucristo


Todo cuanto interesa a Dios, interesa al Diablo 


En su momento, el anuncio mundial del Premio Nobel de Literatura 1998 otorgado al escritor José Saramago [nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922; muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010] exacerbó, como es tradicional, las numerosas ediciones y reediciones masivas y las traducciones múltiples de sus libros. E ineludiblemente a tal golosa publicidad y tumultuosa venta (tal si se tratara de rosquillas milagrosas o de gladicroquetas afrodisíacas para resucitar al muerto) contribuyó la condena del Vaticano a su novela El Evangelio según Jesucristo, traducida al español por Basilio Losada, cuya primera edición en portugués data de 1991. Quizá no venga al caso, pero algo semejante sucedió, también en su momento y aún más terrible en el ámbito musulmán, cuando el 14 de febrero de 1989 el ayatollah Jomeini ordenó la búsqueda y el asesinato del escritor anglo-hindú Salman Rushdie (Bombay, 1947) por las presuntas “blasfemias” de su novela Los versos satánicos (1988), obra maldita y apestada, que por maldita y apestada (¡qué buen marketing!) se volvió aún más célebre y multitraducida.

Primera edición en México: noviembre de 1998
Alfaguara/Biblioteca José Saramago
   Desde las primeras páginas de El Evangelio según Jesucristo (Alfaguara, 1998), las que describen el grabado en madera, en cuya estampa (reproducida en el libro) se ve a Jesús recién crucificado en el Gólgota, rezuma el afán iconoclasta, irónico, erótico y crítico de José Saramago, que es el corrosivo que predomina a lo largo de la novela al cuestionar, imaginariamente, ciertos cánones que en toda la aldea global preserva y dicta la poderosa Iglesia católica. 

Grabado sin título reproducido en
El Evangelio según Jesucristo (Alfaguara, México, 1998)
   Repleta de digresiones, comentarios desde el siglo XX, bagazo y palabrería de la que se place la voz narrativa (y que celebran hasta el hartazgo los corifeos de aquí, allá y acullá que idolatran a José Saramago y queman cirios e incienso por él), la novela El Evangelio según Jesucristo narra la vida de Jesús, desde que nace hasta que muere crucificado. Sin embargo, la obra no se apega al pie de la letra a lo que rezan los libros canónicos, los Evangelios apócrifos y la mistificada tradición católica, sino que a manera de un palimpsesto y como le viene en gana al autor, trastoca y manipula los episodios más populares y consabidos (incluso integrando versículos); es decir, según los propósitos novelísticos de José Saramago, que no son los de un teólogo erudito que dicta cátedra con los pelos de la burra en la mano, sino los de un mortal sin fe con nociones religiosas e históricas que juzga y arremete a mazazos contra la catedral católica; el resultado de la ostia: literatura repleta de anécdotas perversas, sangrientas y crueles que ponen en tela de juicio los cruentos, legendarios y míticos cimientos sobre los que se erige la colosal y todopoderosa idea de Dios y de Cristo en la cruz con que a lo largo de los siglos ha gobernado la Iglesia con mayor poder e influjo en el inconsciente e imaginario colectivo del mundo occidental, en su pensamiento e historia.
Cuando el muchachito Jesús tiene 14 años, después de que José, su padre, carpintero de Nazaret, fue crucificado entre un grupo de 39 guerrilleros de las huestes de Judas de Galilea, obliga a María, su madre, a que le cuente la pesadilla que atormentaba y perseguía al carpintero José desde que Jesús nace en una cueva próxima a Belén, y en la que José se veía como un soldado del roñoso rey Herodes dispuesto a consumar el asesinato de los niños de Belén menores de tres años (lo que contrasta con el sueño que tuvo el rey Herodes donde el profeta Miqueas le reveló que en Belén había nacido el que gobernará Israel), matanza que se conmemora cada 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Al enterarse de la culpa onírica y moral que perseguía y martirizaba al carpintero José, su fallecido padre, y al suponer que éste pudo salvar a los 25 niños sacrificados y que por ende fue uno de los asesinos (cosa absurda y vil infundio, puesto que se trató de una orden inapelable, no hubo tiempo de avisarles a los demás, y a José ni siquiera se le ocurrió e inmediatamente hubiera sido ejecutado en caso de oponerse a la brava), Jesús, adolorido por la nauseabunda y sangrienta noticia, abandona la casucha familiar. Es decir, pese a ser el primogénito y a contravenir sus obligaciones atávicas y éticas, deja en la miseria a su madre María y a sus ocho hermanos menores, y no tarda en encontrarse ante un pastor con el que vive durante cuatro años en el desierto como aprendiz de su rebaño, y que luego resulta ser nada menos y nada más que el mero Diablo, quien también fue el Ángel de la Anunciación, el que otrora visitara a María el día en que Dios introdujo en ella su simiente a través de la simiente de José y de la que nació Jesús. 
   La ubicuidad y omnisciencia del Diablo no son fortuitas, puesto que de un modo axial y neurálgico en El Evangelio según Jesucristo, el Diablo comparte su poder con los misterios y decisiones inescrutables de Dios; por ejemplo, en el papel secundario destinado a la mujer. De ahí que cuando Jesús ya tiene 25 años de edad y se entrevista por segunda y última vez con Dios (la primera ocurre en el desierto y rubrica, a sus 18 años, el fin de su estancia con el Diablo), el Diablo también está presente e incluso los rasgos físicos de éste y los de Dios son muy parecidos, casi como una gota de agua se parece a otra gota de agua, con lo que se subraya lo bien que se sobrentienden y equilibran sus intereses y fuerzas dentro del siniestro artilugio universal creado por Dios, dicotomía y dualidad que el mismo Dios reitera diciendo: “todo cuanto interesa a Dios, interesa al Diablo”.
   Allí, durante la segunda y última entrevista con Dios, la revelación otrora dicha a Jesús por el Diablo/los diablos que habitaban a un poseso: que Jesús es el hijo de Dios, le es confirmada por el propio Dios. Pero lo más trascendente es el hecho de que Dios, para quien el hombre es un simple títere con el que hace y deshace como le dé su regalada, inescrutable, cruel, maldita, sangrienta y espeluznante gana, le vocifera la cifra de su destino: “Serás la cuchara que yo meteré en la humanidad para sacarla llena de hombres que creerán en el Dios nuevo en el que me convertiré”. Pero también, como poniéndolo ante una bola de cristal, le revela el futuro de la nueva religión; y numerosos cruentos detalles que ilustran los miles de tormentos y muertes que implica su procreación, sostenimiento, expansión y cisma a lo largo de la historia. 
   Así, a través de Jesús y de los sucesos que fermenten sus milagros, predicas y crucifixión, Dios, sangriento e insaciable titiritero, se dispone a edificar el nuevo templo; es decir, que sobre las piedras de la minúscula y aldeana iglesia de los judíos, construirá la todopoderosa y ubicua Iglesia católica que dominará el globo terráqueo sobre la base de miles y miles de torturas y asesinatos múltiples, habidos y por haber.
José Saramago
Premio Nobel de Literatura 1998
En El Evangelio según Jesucristo, la novela de José Saramago, como se ve, Dios no es amor, sino un monstruo sanguinario, un ogro cruel, un vampiro despiadado que todo lo ordena, manipula y controla: no vuela un zancudo ni alguien eructa ni restalla una hedionda flatulencia sin que él lo permita o lo haya dispuesto. Jesús, por el poder y la voluntad de Dios, tiene el poder de favorecer a los pescadores, de curar a los desahuciados, de darle la vista a los ciegos de nacimiento, de hacer caminar a los paralíticos, de revivir a los muertos, de desaparecer las tempestades, de transformar en pájaros vivos un puñado de aves de barro amasadas por él, de alimentar a una multitud de quince mil personas hambrientas a partir de seis panes y seis pescados, de exorcizar a un poseso habitado por mil y un diablos/el Diablo. No obstante, tal poder, siempre bajo el ubicuo escrutinio del omnisciente ojo avizor, tiene sus límites, como en el caso de la higuera que Jesús, en un berrinche de escuincle, condena a la esterilidad y muerte y luego no puede otorgarle nueva vida. 
   Pero lo que a lo postre resulta singular es el hecho de que Jesús, pese a su origen divino, está marcado por rasgos y contradicciones humanas. Por ejemplo, cuando por primera vez Dios se le aparece y le ofrece “el poder y la gloria” a cambio de su fiel y ciega obediencia, Jesús, con tal de obtener el cetro, el manto y la corona, no duda en sacrificar a la oveja de sus afectos, que es como su hijita de inocentes y tiernos ojitos aborregados, lo cual equivale a un asesinato (casi un infanticidio), pese a que el animal también haya sido manipulado por Dios, quien, casi sobra decirlo, degusta con harto placer los buches de sangre de la oveja con que se atiborra su gran panza de insaciable ogro. 
   Varias veces se hace evidente que Jesús no es muy listo; por ejemplo, cuando al exorcizar al poseso de los mil y un diablos/el Diablo, permite que los demonios infesten una piara de dos mil cerdos, lo cual supone que “podrían los gentiles ingerir también a los demonios que encerraban y quedar posesos”. 
    Jesús, junto a cierta nobleza y bondad que lo distingue, es también un engreído y un resentido incorregible que nunca perdona ni vuelve a querer a su madre y a sus hermanos menores, sólo por el irrelevante hecho de que no le creyeron que había visto nada menos y nada más que a Dios. A ello se agrega su notable e inveterado egoísmo cuando dos veces los abandona en su miseria (las monedas que les deja la segunda vez sólo son un fugaz y momentáneo paliativo), en lugar de involucrarse con ellos para solventar la pobreza extrema, según dicta el canon del primogénito y bueno por antonomasia. 
   Vive en unión libre con María de Magdala, legendaria prostituta mayor que él, cuyos siete días de iniciación sexual que Jesús pasa con ella conforman excelentes páginas eróticas, de lo mejor de esta novela de José Saramago. Pero Jesús es un burro, un reverendo inútil cuando intenta ganarse la vida trabajando como si fuera el marido de ella, pues el escarnio y el desprecio de los aldeanos de Magdala los obliga a irse de allí. 
   Al conocer a Jesús, María de Magdala abandona para siempre su antiguo oficio y se entrega a una relación amorosa de mutua y recíproca confianza y complicidad, que poco antes de que empiecen a sucederse las anécdotas finales que preludian la prisión de Juan el Bautista y su consecuente degollamiento, la lleva a decirle a su amado: “Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti”; “Quiero estar donde mi sombra esté, si es allí donde están tus ojos”; palabras que fascinan a Pilar del Río, la otrora joven esposa de José Saramago a quien dedicó El Evangelio según Jesucristo.
Pilar del Río y José Saramago
Lo más significativo y trascendente de los rasgos humanos de Jesús empieza a fermentarse durante la susodicha segunda y última entrevista con Dios en medio del mar rodeado de niebla espesa (un día para él, cuarenta días para el común de los mortales). Ante los siniestros y despóticos actos y planes del terrible y sanguinario Dios, Jesús intenta oponerse, negarse a ser su instrumento; sin embargo, se somete y comienza a cumplir con la misión que el sumo vampiro y titiritero dispuso para él. “Todo cuanto la ley de Dios quiera es obligatorio, las excepciones también”, le dice, lapidario y dictatorial. 
   Pero lo más notable que logra pergeñar por sí mismo, según cree él, es adelantar su crucifixión con el fin de evitar cientos de torturas y muertes. Así, ante los doce apóstoles, planea que Judas de Iscariote simule que lo traiciona y delata en Jerusalén yendo con el chisme de que Jesús de Nazaret, el tipo de los milagros, el que pregona el arrepentimiento, el fin de los tiempos y la llegada del reino de Dios, se dice rey de los judíos y por ende instigador del pueblo para derribar al rey Herodes del trono y expulsar de Israel a los romanos.


José Saramago, El Evangelio según Jesucristo. Traducción del portugués al castellano de Basilio Losada. Alfaguara. México, 1998. 520 pp.