Mi venganza será para mí solo
I de IV
Nicholas Blake es el consabido
seudónimo que el poeta irlandés Cecil Day-Lewis (1904-1972) utilizó para
escribir un conjunto de novelas policíacas protagonizadas por el detective
Nigel Strangeways. En el ámbito del idioma de Cervantes la más célebre es, al
parecer, La bestia debe morir, cuya
primera edición en el idioma de Shakespeare (The Beast Must Die) data de 1938. La traducción al español del
escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978), impresa por primera vez en
Buenos Aires el 22 de febrero de 1945, fue el número 1 de El Séptimo Círculo, la colección de novelas policiales que Jorge
Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron y editaron, para Emecé, entre 1945
y 1955. Misma que en Barcelona, en abril de 2011, la editorial RBA recuperó con el número 117
de la Serie Negra.
(RBA, 2011) |
Vale observar que si bien el cineasta Claude Chabrol en 1969 dio a conocer, en francés y en París, una versión cinematográfica (Que la bête meure) basada en el libro de Nicholas Blake, el 8 de mayo 1952, en Buenos Aires y español, tuvo lugar el estreno del primer filme, en blanco y negro, basado en tal novela negra, muy probablemente leída y adaptada a partir de la traducción de J.R. Wilcock, dado que la película y la obra literaria son homónimas.
(Emecé, 1945) |
II de IV
La novela de
Nicholas Blake: La bestia debe morir,
se divide en cuatro partes (con sus correspondientes capítulos y rótulos), más
un “Epílogo”. La “Primera parte” la conforma “El diario de Felix Lane” y está
narrada en primera persona por Frank Cairnes, viudo de 35 años y un metro 65 de
estatura (“hombrecito”, suelen tildarlo los grandotes y grandotas que lo observan),
quien, desde su casa de campo en las inmediaciones del pueblito de Sawyer’s
Cross, ha tenido por lucrativo y cómodo oficio la escritura de novelas
policíacas, las cuales firma con el seudónimo de Felix Lane. (El contrato con
el editor de sus libros, en Londres, implica que su verdadera identidad permanezca
oculta; mientras que en Sawyer’s Cross ha chismorreado, incluso a su criada,
que escribe una “biografía de Wordsworth”.) Las entradas de su diario van del
“20 de junio de 1937” al “20 de agosto” de ese año. Así, en el íncipit se
canturrea a sí mismo (el especular e hipócrita
lector: “mi compañero”, “mi hermano”) que cometerá un crimen: “Voy a matar
a un hombre. No sé cómo se llama, ni dónde vive, no sé cómo es. Pero lo
encontraré y lo mataré...”
Nicholas Blake (Cecil Day-Lewis) |
Según se lee en el diario, ese “20 de junio de 1937” su hijo Martie, pequeño y frágil, hubiera cumplido siete añitos y ambos lo hubieran festejado con un “picnic en el Golden Cap”, donde le hubiera enseñado a maniobrar un bote de vela. El 3 de enero de ese año, alrededor de las seis de la tarde, el chiquillo, autorizado por su papá y como otras veces, había ido caminando al pueblo a comprar caramelos. Al regreso, en una curva próxima a su domicilio, un auto, que iba veloz y sin precauciones, lo atropelló y se dio a la fuga. Frank Cairnes, por la conmoción, estuvo en un sanatorio “durante bastante tiempo” (“fiebre cerebral, ataque de nervios o algo parecido”). Luego, para distenderse y más o menos recuperarse, no fue a su casa de campo (atendida por la sirvienta: la señora Teague), sino que se refugió, solo, en el búngalo de un amigo, desde cuya ventana, ese día, observa “el Golden Cap que brilla bajo el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo”.
Fotograma de Que la bête meure (1969) |
Frank Cairnes no tiene ninguna pista para dar con el asesino de su hijo; no obstante, se interroga e inicia algunas indagaciones. Pero, como si el dedo flamígero del todopoderoso hado estuviera de su parte, el “29 de junio”, rumbo a Oxford, un accidente en su auto (se mete en un río al pasar por Cotswolds) lo pone en contacto con un testigo que le dice que no hace mucho, en ese mismo sitio, cayó otro coche. Al preguntarle por la fecha de tal semejante imprevisto, el testigo le dice que fue el “3 de enero”, y Frank, fingiendo que ese conductor era su amigo, obtiene datos relevantes: que el tipo que manejaba se llamaba George y que las siglas de la matrícula corresponden al condado de Gloucestershire. Y es en ese episodio cuando empieza a descollar el ancestral, rancio y arraigado tópico machista que trasmina, por diversas tesituras y vericuetos, las páginas de La bestia debe morir, pues para que el testigo suelte aún más la mojigata lengua, Frank le dice con mojigatería: “tendré que preguntarle a George acerca de esta amiga suya. Esas cosas no se pueden hacer. ¡Y un tipo casado! Me gustaría saber quién era ella.” En este sentido, Frank oye que la furtiva fémina de su supuesto amigo era, nada menos, que Polly, la protagonista de una película recién vista por el testigo y su esposa: Pantorrillas de criada. Y esa información el matrimonio se la da reflejando en sus dichos su elemental nivel cultural y sus idiosincrásicos prejuicios. Así, el testigo le dice: “oí su nombre, pero no lo recuerdo. La semana pasada la vi en una película. En Chel’unham. Aparecía en paños menores, y no llevaba demasiados” [...] Mi mujer se escandalizó.” Y la esposa, quien es la que recuerda el título del filme, dice, no menos atávica, puritanoide y mojigata: “esa señorita era Polly, la criada, ¿comprende? Dios, casi no enseñaba las piernas” [...] “Me pareció una loca”. Y el testigo añade: “Mi Gerti está colocada, pero no usa ropa interior de encaje, ni tiene tiempo de andar mostrando sus encantos como esa desvergonzada de Polly. Le daría su merecido.”
Así, en lugar de encaminarse a Oxford, Frank Cairnes
se dirige al Cheltenham a averiguar sobre esas impúdicas Pantorrillas de criada que ponen de punta los vellos púbicos. Allí
ve que se trata de “una película inglesa”; y, según apunta peyorativo y gazmoño,
es típica “de la inclinación británica hacia la indecencia barata y vulgar”; ve
que la actriz (que se cubría la cara para que no la reconocieran en el
accidente en el río) se llama Lena Lawson; dizque “Es lo que llaman una
‘aspirante a estrella’”; y remata con petulancia de abuelita ñoña: “Dios,
¡menuda expresión!”. El caso es que, para grabarse el rostro de la actriz, al
día siguiente ve Pantorrillas de criada
en el Gloucester. Y antes de verla, cavilando en matar a Georges con precisión
de relojería suiza y sin dejar rastros que lo inculpen, apunta con una
inmoralidad e indiferencia que lo equiparan al asesino de su hijo Martie: “El
único peligro podría ser Lena; tal vez tenga que deshacerme de ella; espero que
no, aunque no tengo razones para suponer que su desaparición sea una pérdida
para el mundo.” Lo cual está en la misma tesitura del verborreico general
Shrivenham, su vecino, dispuesto a aterrorizar con su Winchester 44 a la
persona que a Frank Cairnes le deja en su casa anónimos de malaleche: “No es
que me importe matar a una mujer; hay tantas que es fácil matarlas por
equivocación, especialmente de perfil.”
Cartel del filme La bestia debe morir (1952) |
Al verla en el filme, Lena Lawson le resulta “bastante guapa”. Y para que ella (sin enterarse de nada) la lleve hasta el maldito Georges, corporifica y asume la falsa identidad del famosillo autor de sus novelas policiales: Felix Lane; por ende, se deja crecer la barba y anota: “Me gustaría saber si Lena se enamorará de mi barba; uno de los personajes de Huxley habla de las propiedades afrodisiacas de las barbas; comprobaré su veracidad.” Lo cual es una de las referencias librescas (lúdicas, chuscas, irónicas, culteranas) que pueblan la verborrea de Frank Cairnes (y que además es un aderezo que sazona in extenso el libro de Nicholas Blake), proclive a mencionar los estereotipados clichés de las novelas policíacas y a decir estupideces; por ejemplo, ante la visita que el “3 de julio” le hizo en su casa de campo el general Shrivenham, “Un hombre admirable”, según dice, anota en su diario: “¿Por qué todos los generales son inteligentes, encantadores e instruidos, mientras que los coroneles son aburridos, y casi todos los mayores incalificables? En este tema podría profundizar la estadística.”
Frank Cairnes se instala en Maida
Male, en Londres, en un departamento amueblado. Y como a Holt, su editor, le
informa que pretende ubicar su “nueva novela policíaca en un estudio
cinematográfico”, le da una tarjeta que lo contacta con un tal “Callaghan, no
sé qué de la British Regal Films Inc., la compañía donde trabaja Lena Lawson”,
quien le chismorrea sobre ella de un modo muy despectivo: “se cree una segunda
Harlow, todas lo creen”; y añade (quizá reprimido y con la lengua de fuera y
escurriendo baba): “De piernas para arriba... está muy bien como percha de
lencería”; no obstante, le parece “tonta”. Criterio misógino parecido al
criterio misógino, utilitarista y cosificante, de un tal Weinberg que Callaghan
parodia al rebuznar con impostada voz aguda y afeminada: “¡Oh, Weinberg quiere
que salga en todas las películas!”
Alfred Hitchcock |
No obstante, para que Callaghan lo ponga en contacto con esas inquietantes pantorrillas, el falso Felix Lane le dice que busca que su novela en ciernes pueda “adaptarse cinematográficamente —tipo Hitchcock— y Lena Lawson podría ser la adecuada para ser la protagonista”. Y cuando ya la ha conocido repara: “No sé qué quiso decir Callaghan cuando la llamó ‘tonta’; frívola, sin duda, pero no tonta.” Y otro día anota en su “diario íntimo de un asesino”: “ella es, a su manera, una criatura fascinadora, que me será útil y me permitirá combinar el placer con los negocios [de matar], mientras no me enamore”. Y otro día: “Lena no es tan tonta como parece, o más bien, como parecen las de su calaña.” Pues según apunta el engreído y misógino Frank Cairnes (en su papel del novelista Felix Lane con seductora e irresistible barba afrodisiaca): lo que los vincula “Es un asunto de negocios: toma y daca. Los dos ganamos algo. Yo quiero a George [para matarlo], y Lena mi dinero.”
Así, el día que la lleva a su departamento londinense ella le parlotea los hirientes dichos del tal Weinberg: “¿Qué se ha creído que es? ¿Una actriz o una anguila embalsamada? No le pago para que intente parecer una piedra, ¿no? ¿Qué le pasa? ¿Se ha enamorado de alguien, gallina clueca?” (No extraña, entonces, que ante ese ríspido trato en el plató Lena Lawson haya escupido sobre él con veneno antisemita: “todos esos judíos están confabulados... Aquí no nos vendría mal un poco de Hitler, aunque a mí que no me vengan con cachiporras y esterilización.”)
Fotograma de El gran dictador (1940) |
Pero cuando la cacareante “gallina clueca” descubre y toma el osito tuerto de Martie que el fetichista Frank Cairnes tenía atesorado en la chimenea de su dormitorio, la incontrolable neurosis de él suscita una mutua tensión e intercambio de dimes y diretes; escaramuza verbal que queda rubricada cuando el machín de Frank Cairnes le da “su merecido”; es decir, le suelta una bofetada a Lena Lawson, inicio de una pelea (que termina en revolcón y en sexo) matizada por los reclamos que ella le vocifera: “¿Así que no soy lo bastante pura como para tocar el osito de tu sobrino? Podría contaminarlo. Te avergüenzas de mí, ¿verdad? Está bien, llévate esa porquería.” [...] “Pero, realmente, te avergüenzas de mí, ¿no? ¿Me crees una loca vulgar? [...] “¡Qué viejo más cauteloso eres! Crees que voy enredarte en un matrimonio.” [...] “¡Qué buena idea! Me gustaría ver la cara de George”.
“¿George? ¿Quién es George?” Le pregunta el falso
Felix Lane y ella le responde: “Bueno, bueno, no tienes que saltarme encima,
celoso. Georges es solo... bueno, está casado con mi hermana.”
Esa revelación le indica a Frank Cairnes que no anda
desencaminado en sus vengativos y asesinos propósitos, y que su buena estrella
lo alienta y dirige hasta el epicentro del empantanado y pestilente miasma,
pues Lena Lawson, ahora sí para utilizar al barbudo Felix Lane (y retribuirlo
con la misma moneda: él la usa “como si fuera un peón de ajedrez”), lo invita a
Severnbridge, el pueblo pesquero del condado de Gloucestershire, donde George
Rattery tiene una mancomunado taller mecánico: Rattery & Carfax; una esposa
doméstica, maltratada y sumisa: Violeta; un resentido y traumatizado hijo de
unos doce años: Phil; y una repulsiva, serpentina y decrépita madre: Ethel Rattery,
viuda de un militar (fallecido en un manicomio), atávica, machista, metiche,
lenguaraz, intrigante, manipuladora, mandona, autoritaria, y con un falaz
concepto del honor y de la honra, de la guerra y del crimen: “En la guerra es
cuestión de honor”, dictamina, “no es asesinar, cuando se trata de honor”.
III de IV
Para no desvelar
todas las menudencias de la urdimbre narrativa de La bestia debe morir, vale resumir que en el “El diario de Felix
Lane”, Frank Cairnes reporta su arribo al pueblo de Severnbridge en compañía de
Lena Lawson, su hospedaje en el hotel Angler’s Arms, y luego en la casa del
asesino de su hijo Martie, y los dos intentos que pergeña para matarlo en un
supuesto e impune “crimen perfecto”. Uno: empujarlo por un acantilado (falla
porque, apunta, George Rattery en el instante peliagudo le dijo padecer
acrofobia). Dos: propiciar que se ahogue en el río, pues dizque no sabe nadar
ni conducir un bote. Asesinas tentativas que luego quedan trastocadas y hechas
trizas por el revelador hecho que el grandulón y voluminoso George Rattery le vocifera
y restriega en el rostro al ocurrente hombrecito Frank Cairnes: había leído su
escondido diario in progress y sabía
que planeaba borrarlo del mapa.
Pero “El diario de Felix Lane” también reporta que el
tal Georges Rattery es un patán y un machote en toda la extensión de la palabra;
de ahí que se comporte como “un gallo en su gallinero”, que además fanfarronea
y mueve el culo sintiéndose el matón del pueblo y el amo y señor del entorno
que pisa, cruza y siembra de escupitajos. Supremacía anacrónica y cerril que
apoya la colmilluda abuela Ethel Rattery recriminándole a su nieto Phil: “no
puede haber más de un dueño en la casa”. Pues Philip Rattery, blanco del odio,
del menosprecio y del maltrato de su agrio, cascarrabias y gruñón progenitor
(por ende su carcelario y desmantelado cuarto casi está vacío), se opone a que insulte
y golpee a su madre, y a que (delante de las narices de todo ese núcleo familiar,
incluido el matrimonio Carfax, con quienes suelen comer, departir y jugar tenis)
tenga por amante a tal Rodha, la esposa de James Harrison Carfax, su socio
mayoritario en el taller mecánico.
Fotograma de Que la bête meure (1969) |
Al sopesar la conducta y los abruptos modos de tal cretino, parece increíble que Violeta alguna vez se haya enamorado de él (lleva 15 años soportándolo encadenada en esa tóxica relación matrimonial sadomasoquista y con un torturador pie en el cogote: “ha sido su felpudo durante quince años”). Y más aún: que Lena Lawson, que parece perspicaz y no una vil tontorrona de poca monta, haya traicionado a su hermana y aceptado ser, durante un tiempo, la furtiva amante de turno del paleto e inveterado adúltero y gordinflón Georges Rattery.
Fotograma de Que la bête meure (1969) |
Oculto en la trinchera e impostura de su barbudo personaje Felix Lane, Frank Cairnes, durante una cena con la familia Rattery (incluida Lena Lawson y el niño Philip con las orejas bien erectas y los ojos abiertos como platos soperos), formula su intrínseco y secreto leitmotiv, su íntima declaración de principios existenciales y asesinos: que a él le “parece justificado matar a una persona” “que hace desgraciada la vida de todos y de cada uno de los que le rodean”; que “Esa clase de persona no tiene derecho a vivir”; y que él la mataría “si no corriera riesgo alguno”.
IV de IV
A partir de la
“Segunda parte” de la novela: “Plan en un río”, pasando por la “Tercera parte”:
“El cuerpo del delito”, y hasta la “Cuarta parte”: “La culpa se revela”, las
voces y sucesos de la trama de La bestia
debe morir son hilados por una ubicua e impersonal voz narrativa (incluido
el “Epílogo”).
Fotograma de La bestia debe morir (1952) |
El plan “impune” y “perfecto” de que Georges Rattery se ahogara en el río se deshace y se diluye en un instante, como un quebradizo e inasible terrón de azúcar caído en un charco de agua, porque el malandrín hurtó el diario de Felix Lane y se lo envió a sus abogados para que sea abierto y leído si algo le sucede. No obstante, unas horas después de haberse alejado del tal barbudo escritor de novelas policíacas, el voluminoso y grandulón Georges Rattery muere en su casa envenenado con una dosis de estricnina diluida en el tónico que solía ingerir después de la cena. Así, dados los indicios que se leen en el diario de Felix Lane, el presunto asesino parece ser Frank Cairnes. (Por ejemplo, el “2 de julio” mencionó la estricnina: “Me gustaría quemarlo despacio, pulgada a pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o, si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarlo por la pendiente que dirige al infierno.”) De modo que con su verdadera identidad: Frank Cairnes solicita los servicios del abogado y detective privado Nigel Strangeways. Su objetivo: desfacer el entuerto y demostrar que él no mató a Georges Rattery.
Con departamento en Londres, el detective
Nigel Strangeways, que rebasa la treintena y está casado con la atlética
Georgia desde hace un par de años, se traslada con su esposa al pesquero pueblo
de Severnbridge y se instalan en el hotel Angler’s Arms, donde también se
hospeda Frank Cairnes. Georgia es de índole viajera y aventurera; y en sus
actos, bromas y diálogos con Nigel refleja el aprecio, la confianza y el amor que
se tienen, y que ella es apoyo y complemento logístico y medular de sus
andanzas y reflexiones detectivescas. No obstante, en una puntillosa réplica
que Georgia le hace a Nigel alude el estereotipado y consubstancial machismo
que le otorga a la mujer un papel secundario y tipificado: “El lugar de la
mujer es la cocina. De ahora en adelante me quedaré allí. Estoy harta de tus
calumnias. Si quieres plantar víboras en los senos de la gente, ve y plántalas
tú mismo, para variar.”
La investigación oficial y policíaca la encabeza el inspector Blount, de la New Scotland Yard; quien es un viejo conocido del detective Nigel Strangeways. De tal modo que ambos dialogan, exploran y comparten datos y observaciones; no obstante, compiten entre sí. Y en los episodios que preceden al desvelamiento de la identidad de quien parece el verdadero asesino, siguen, cada uno por su lado, divergentes hipótesis.
Edgar Allan Poe |
Cabe observar, entonces, que si bien el asesinato no es una variante del arquetípico crimen de cuarto cerrado (inaugurado en 1841 por Edgar Allan Poe con “Los crímenes de la calle Morgue”), casi lo parece; y por ello los principales sospechosos —después de Frank Cairnes, quien no estaba en la casa de Georges Rattery cuando murió—, son todos los que estaban en tal residencia, incluida la servidumbre, y los que entraron y salieron de ella, como es el caso del furtivo y cornudo esposo de Rodha Carfax.
Fotograma de Que la bête meure (1969) |
Las conjeturas y pistas que sigue el inspector Blount le indican que el asesino es el niño Phil, quien ha huido del hotel Angler’s Arms, donde, por sugerencia de Felix Lane (quien lo ve, trata e instruye como si fuera su hijo porque le recuerda al pequeño Martie), estaba protegido por Georgia y su esposo (y también por el didáctico novelista) del dominio, de la manipulación y de la insidia de su abuela paterna Ethel Rattery. Mientras que el detective Nigel Strangeways ha inferido que el asesino es (o puede ser) nada menos que Frank Cairnes. Pero una conversación con él, un inútil revólver que empuña el presunto asesino, y un acuerdo pacífico y empático le permite rasurarse, cambiar de apariencia y huir del cerco policíaco.
Cecil Day-Lewis (Nicholas Blake) |
No obstante, según se lee en el “Epílogo”, lo que no dedujo ni previó Nigel Strangeways es que el escritor Frank Cairnes, quien era un experimentado y diestro navegante, buscara perecer, cerca de la playa de Portland, haciendo que una furiosa tempestad hiciera añicos el barco Tessa, bautizado así por el nombre de su muy amada ex mujer, la madre de su único y muy querido hijo, quien falleció en el parto hace un poco más de siete años.
Nicholas Blake, La bestia debe morir. Traducción del
inglés al español de Juan Rodolfo Wilcock. Serie Negra número 117, RBA. Barcelona,
abril de 2011. 240 pp.
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