martes, 16 de noviembre de 2021

Los casos de monsieur Dupin

 Un genio de lo intelectual

 

Entre los mil y un libros en español que reúnen los tres cuentos detectivescos del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) se halla el titulado Los casos de monsieur Dupin, impreso en 2019, en España, por Ediciones Abraxas. Con primorosas y bellas erratas, y maquetación y diseño de portada de Vanessa Diestre (que parece ilustrar no al chevalier Dupin sino a Sherlock Holmes en París), la traducción del inglés es de Alberto Laurent, quien la precede con un prefacio titulado “La narrativa detectivesca de Poe”, en donde afirma: “Entre 1840 y 1845, el agudo genio de Edgar Allan Poe produjo cinco relatos en los que quedaron postulados para siempre los principios generales de la narración policíaca.” De ahí que la antología esté dividida en dos partes; en la primera, homónima del libro, figuran: “Los crímenes de la rue Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”; y en la segunda, rotulada “Apéndice”, figuran: “El escarabajo de oro” y “Tú eres el hombre”.

           

Ediciones Abraxas
(España, 2019)

              Si bien el traductor cita, en su preámbulo, un fragmento de “El cuento policial” célebre conferencia informal de Jorge Luis Borges datada el “16 de junio de 1978” (en la Universidad de Belgrano), en el que se lee decirle al auditorio: “[...] Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.” No refiere que allí Borges, entre sus divagaciones, esboza la tesis de que “Poe ha dejado cinco ejemplos” de “cuentos de razonamiento”, “cinco cuentos policiales”, los nombra; los cuales son, precisamente, los traducidos y antologados por Alberto Laurent en Los casos de monsieur Dupin. En este sentido, parece que la idea de traducir esos cinco relatos, y antologarlos en un libro, deviene de las alusiones dichas por Borges en esa conferencia, la cual el traductor leyó en el póstumo volumen IV de las Obras completas de Borges, publicado por María Kodama, en 1996, en Barcelona, a través de Emecé Editores.

   

Emecé Editores
(Barcelona, 1996)

          No obstante, pudieron ser siete (contando a “El hombre de la multitud” y a “La caja oblonga”), según lo que expone Margarita Rigal Aragón en “Poe y el relato policíaco” (donde bosqueja, precisamente, los postulados y los principios generales de la narración policíaca inaugurados por el norteamericano), capítulo de su extensa “Introducción general” al ladrillesco tomo de Edgar Allan Poe: Narrativa completa, publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por ella; quien además de su erudito ensayo preliminar incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen.

     

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, 2011)

            Si bien Alberto Laurent también incluyó una serie de notas (pero al pie de página) en cada uno de los cinco cuentos que tradujo para Los casos de monsieur Dupin, su antología no es una edición crítica y anotada. De hecho, extrañamente —y no es peccata minuta—, no transcribió las fechas de la primera edición de cada uno de los cinco cuentos (ni se leen en la página legal): ni en el prólogo (donde habla de la génesis de la narración policíaca) ni en sus notas. Y sólo al término de cada uno colocó el título original en inglés.

    Vale observar, entonces, que según la datación cronológica que reporta Margarita Rigal Aragón en Narrativa completa, “El hombre de la multitud” (“The Man of the Crowd”) es la narración número 27 de Poe, publicada en “Diciembre de 1840” en Burton’s Gentelman’s Magazine. En su “Introducción general” dice que “se ha dicho que es en realidad la primera historia detectivesca de Poe”; lo cual parece reiterar en su correspondiente nota: “Esta narración es considerada como el germen de los relatos detectivescos de Poe.” Y al parecer es así, pues “El hombre de la multitud” está narrado por la voz de un observador que, desde la mesa de un café en el epicentro del multitudinario Londres, inicia el obsesivo seguimiento (detectivesco) de un individuo, cuyos rasgos y facha le llaman poderosamente la atención. Imbuido en una visual atmósfera dickensiana de costumbres multitudinarias e individuales, ese seguimiento y espionaje traza un círculo: inicia una noche a través del cristal de una ventana del “café D...” y concluye en la noche del día siguiente en las inmediaciones de “ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad”: “la calle de hotel D...” Es obvio que ese germen de detective anónimo no posee las virtudes analíticas y deductivas del chevalier Auguste Dupin; pero eso sí: a imagen y semejanza de un cultivado y sabiondo (de cuño poeniano) exhibe o saca a colación sus conocimientos librescos, filosóficos, culteranos y políglotas. Y por ser un convaleciente que ha pasado “varios meses de enfermedad”, se siente en “el reverso exacto del ennui”: con una excitación del pensamiento y de los sentidos (y de las pupilas de los ojos) que lo hace verse “capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada”. El individuo de la multitud (en incesante movimiento) que frente a la ventana del café magnetiza y concentra su atención parece ser un sesentón (o setentón) en situación de calle (vagabundo del alba, lo llamaría el poeta Efraín Huerta). Pero lo que lo atrae sobremanera es la expresión de su rostro; según narra: “Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio.” Es decir, se trata de alguien cuyo rictus y arraigados rasgos faciales pueden representar el arquetipo del mal y de la maldad. Y quizá se trate de algún dikensiano malvado: ladrón o asesino, pues cuando ya va siguiéndolo de cerca, casi pisándole los talones y bufando en sus orejas, dice el germen de detective: “Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz del farol lo alumbraba de lleno, puede advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no me engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a donde quiera que fuese.” Y sí: lo sigue durante toda la noche; incluso durante su estancia en “uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra”, ubicado en algún suburbio de los bajos fondos londinenses, del que emergen a la altura del amanecer. Lo cual preludia la intempestiva interrupción del seguimiento (casi un tope de borrego contra la piedra: Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre, reza Borges) y su conjetura final: “Este viejo”, dice, “representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae¹ [¹El Hortulus Animae cum Oratiunculis Aliquibis Superadditis, de Grünninger. Nota al pie de Poe], y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que ‘er lässt sich nicht lesen’ [no se puede leer].” Vale observar que Cortázar no tradujo los vocablos ajenos al idioma de Shakespeare que se leen en el cuento, ni siquiera el epígrafe en francés atribuido al filósofo y moralista La Bruyère. Pero Margarita Rigal Aragón sí lo tradujo y reza (deslizando el retintín a lo largo de las volutas y vaivenes del cuento): “Ese terrible mal: ser incapaz de estar solo.”

 

Edgar Allan Poe

          Margarita Rigal Aragón, la crítica y editora de Narrativa completa, apunta que “Los crímenes de la calle Morgue” (“The Murders of the Rue Morgue”) es el relato 28 de Poe, publicado en “Abril de 1841” en Graham’s Lady’s and Gentelman’s Magazine. El cual, con “El misterio de Marie Rog
êt” y “La carta robada”, conformó la consabida y trascendental trilogía detectivesca protagonizada por el marisabidillo y genio de la raciocinación C. Auguste Dupin. “El misterio de Marie Rogêt” (“The Mystery of Marie Rogêt”), apunta, es el relato 37 y se publicó “Entre noviembre y diciembre de 1842 y febrero de 1843” en Ladies’ Companion. Y según dice siguiendo a Mabbot: “este cuento es de una gran trascendencia para la historia de la literatura, pues se trata del primer intento de resolver (empleando para ello la ficción) un asesinato real”. En la trama, el prefecto de la policía parisina le promete “una recompensa económica” por resolver el crimen. “Había nacido así” alecciona Margarita, “el ‘asesor’ o ‘consultor’ de la policía, que posteriormente sería aprovechado por Arthur Conan Doyle para crear al mundialmente famoso Sherlock Holmes.” Pero en “Esta ocasión el chevalier no visita la escena del crimen, sino que intenta resolverlo a través de las distintas noticias que habían aparecido en la prensa; con ello”, apunta, “nace también el detective de ‘sillón’.” No obstante, “es el [relato] menos interesante para ser leído”, Borges dixit; quien con el pseudónimo de H. Bustos Domecq y a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares, crearía al detective de sillón Isidro Parodi, quien desde una celda de la Penitenciaría de Buenos Aires resuelve abstrusos crímenes. Y “La carta robada” (“The Purloined Letter”), el relato número 50 de Poe, fue publicado en “Septiembre de 1844” en The Gift; y resulta todo lo contrario que el anterior, pues según afirma Margarita: “es una de las historias más famosas de Poe, considerado por algunos como el mejor de todos sus relatos y por muchos, incluido él mismo, como su mejor cuento de raciocinio.” Esto último quizá también lo compartiría Borges, pues “La carta robada” fue seleccionada por él en cuatro antologías. Primero, con Adolfo Bioy Casares y sin prefacio, en Los mejores cuentos policiales (Buenos Aires, Emecé Editores, 1943); la cual, con cambios en la selección, se reeditó con el rótulo Los mejores cuentos policiales (2) (Madrid, Alianza/Emecé, 1983), signada por un “Prólogo” datado por ambos en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, que es una canónica reseña y celebración del angular aporte de Poe, misma que empieza diciendo: “A partir de 1841, fecha de la publicación de The Murders in the Rue Morgue, primer ejemplo y de algún modo arquetipo del género policial, éste se ha enriquecido y ramificado considerablemente.” Luego, con un “Prólogo” suyo, figura en la antología de cinco cuentos de Poe titulada, precisamente, La carta robada, número número 18 de La Biblioteca de Babel, colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges (a petición de Franco Maria Ricci), editada en Madrid, en 1985, por Ediciones Siruela. Y, por último, en la antología de nueve relatos de Poe titulada Cuentos, número 65 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges (que dirigía con el auxilio de María Kodama), editada en Madrid, en 1986 (año de su fallecimiento) por Hyspamérica, en cuyo “Prólogo” repite: “De un solo cuento suyo que data de 1841, The Murders in the Rue Morgue, que aparece en este volumen, procede todo el género policial: Robert Louis Stevenson, William Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle, Gilbert Keith Chesterton, Nicholas Blake y tanto otros.”

     

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 65
Hyspamérica Ediciones
(Madrid, 1986)

         
 “El escarabajo de oro” (“The Gold Bug”), el relato número 40 de Poe, apunta la crítica y editora de Narrativa completa, fue “Publicado en dos entregas”, en The Dollar Newspaper, “los días 21 y 28 de junio de 1843”. Y sobre él dice: “Junto con ‘Los crímenes de la calle Morgue’ es, posiblemente, el cuento más famoso de Poe y uno de los mejor conseguidos del autor, que atrae la atención tanto de adultos como de jóvenes. Poe usó la figura de un famoso pirata, el capitán William Kidd, como fuente inspiración más directa.”

       “La caja oblonga” (“The Oblong Box”), el relato número 49 de Poe, se publicó en “Septiembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Y según apunta Margarita: “Al igual que en [el] caso de ‘El misterio de Marie Rogêt’, la inspiración le vino a Poe de la mano de una historia real, la del asesinato del impresor Samuel Adams (17 de septiembre de 1841) a manos de John C. Colt; Colt colocó el cuerpo sin vida de Adams, recubierto de sal, en una caja de madera y lo embarcó a Saint Luis. En esta ocasión, sin embargo, no era la intención del escritor la de resolver el crimen, que ya había sido solventado por las autoridades.” [...] “Este relato es considerado por la crítica, en general, como una de las piezas menores de Poe. Se trata, sin embargo, de una excelente muestra del humor de Poe, en la que prueba cómo sabe combinar los elementos reales con los ficticios, dando también cuentas de su buen hacer en el arte de mistificar, y con la que ayuda, no sabemos si de manera consciente o no, a inventar la figura del detective ‘despistado’, desarrollada con gran éxito en personajes de la cultura popular tales como el Inspector Clousseau, el detective Colombo o el Inspector Gadget.”

     Lo más probable es que Poe, con “La caja oblonga”, no se propuso incidir en la creación de “la figura del detective despistado”; ni mucho menos pretendió, con tal cliché, influir en el incierto devenir televisivo y cinematográfico y de los dibujos animados del siglo XX.

    El anónimo personaje que narra en “La caja oblonga” se embarca, en Charleston, en el paquebote Independence, con destino a Nueva York. Pero nunca llega en esa embarcación, dado el violento naufragio acaecido no muy lejos de Roanoke Island, adonde arriba el grupo de sobrevivientes a bordo de una chalupa, luego de cuatro días a la deriva, entre ellos el capitán Hardy y el narrador. Antes de iniciar el trunco viaje en el Independence, el narrador ve que en la lista de pasajeros se halla el nombre de Cornelius Wyatt, un joven pintor, ex condiscípulo suyo “en la Universidad de C...” (Quizá Charlottesville, donde aún está la Universidad de Virginia en la que el joven Poe fue un controvertido y pendenciero alumno durante diez meses de 1826.) Pero también ve que su nombre figura en tres camarotes, e indaga que con el artista viajarán sus dos hermanas y su esposa. Más una criada y un supuesto exceso de equipaje, según deduce y supone con un notorio esfuerzo mental. La enfermiza y perruna intriga del narrador inicia al unísono de sus obsesivas observaciones y del espionaje pseudodetectivesco en torno a lo que hace y no hace su amigo (y su prole), que muy cercano no es, pese a que dice que solían “andar siempre juntos”, dado que nunca había visto a su hermosísima esposa, “la más encantadora y cultivada de las mujeres”, sin duda una sílfide con un tentador cuerpo de pecado.

     El caso es que en el meollo del relato descuella el hecho de que ese personaje que observa y espía no posee las virtudes analíticas, deductivas y estratégicas del raciocinador Auguste Dupin. De modo que su roma inteligencia quizá sea semejante a la inteligencia del instruido y culto amigo del chevalier, pues es incapaz de ver más allá de su nariz. Es decir, pese a que lo observa, no logra desentrañar por qué la supuesta esposa del pintor es inculta y fea, y no bella y cultísima; y por qué, por las noches, la presunta cónyuge sale del camarote del marido y ocupa el vacío camarote de la criada; mientras él pasa las horas de la noche encerrado con la caja oblonga (que, supone, resguarda un valioso lienzo: quizá “una copia de La última cena de Leonardo”), que fue el último cargamento en incorporarse para la travesía. No sorprende, entonces, que cuando ya el Independence está a punto de naufragar, el narrador, desde la chalupa con los otros sobrevivientes, crea, por instantes, que el pintor se salvará al arrastrar la caja oblonga hasta la borda, atarse a ella y lanzarse así al mar. Y es el capitán Hardy el que le da un indicio del trasfondo del suicidio que en esos instantes se desarrolla frente sus ojos cuando le dice que “volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.” Y un mes después de ese trágico episodio, el narrador cuenta que casualmente se encontró en Broadway con el capitán Hardy, quien entonces le resume los dramáticos sucesos tras bambalinas que él, pese a observar y espiar, no pudo descubrir ni inferir.

     

Julio Cortázar

              En la danza de las fechas, che Cortázar apunta, en su correspondiente nota, que “La caja oblonga” se publicó en “septiembre de 1844” en el mismo medio que registra Margarita Rigal Aragón. Y su lapidaria (y quizá mojigata) paráfrasis revela lo que imagina que ocurría por las noches cuando el pintor Cornelius Wyatt se encerraba, solo, con la caja oblonga; en cuyo interior yacía el curvilíneo, frío y fétido cadáver de su auténtica consorte, “parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas”: “Otra transparente presencia de la necrofilia, que se muestra sin ambages y en su forma más repugnante.”

    “Tú eres el hombre” (“Thou Art The Man”) es el relato 52 de Poe y se publicó en “Noviembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Según reporta la editora de Narrativa completa: “Para buena parte de la crítica poeniana, en este relato humorístico Poe pretendía burlarse de sus tres cuentos policiacos en los que Dupin es el protagonista. Hasta se ha llegado a hablar de deconstrucción del género policiaco de la mano de su propio creador. Constituye, sin embargo, como el lector comprobará, otra excelente muestra de la deuda de este género para con Poe, pues introduce aquí el entorno rural que hasta entonces había estado ausente.”  

       

Páginas de Espuma
(México, noviembre de 2018)

          Vale observar que Margarita Rigal Aragón, pese a su patente y sobrada erudición, también incurre en varios lapsus (a lo que se añaden algunas erratas a lo largo del volumen), bastante nimios, por cierto, pero que pudieron corregirse. Por ejemplo, botón de muestra uno: en la página 56 apunta: “Unos pocos meses antes de la publicación de ‘Los crímenes’ [en ‘Abril de 1841’], aparecía en el Saturday Evening Post de Filadelfia una reseña literaria escrita por Poe, en la que comentaba los primeros capítulos de Barnaby Rudge de Dickens [...]” Sin embargo, no fue “Unos meses antes”, sino al inicio del siguiente mes, pues se publicó el “1 de mayo de 1841”, según se lee en la página 291 del volumen de Edgar Allan Poe: Ensayos completos I (México, Páginas de Espuma, 2018). Botón de muestra dos: entre las páginas 59 y 60 apunta: “También con anterioridad a ‘La carta robada’ [publicada en ‘Septiembre de 1844’], Poe había publicado otras dos piezas que algunos críticos consideran como de ‘pseudo-razonamiento’, pero que son de una importancia fundamental en el desarrollo de la ficción detectivesca; se trata de ‘La caja oblonga’ (septiembre, 1844) y ‘Tú eres el hombre’ (noviembre, 1844)”. Es decir, si leemos bien lo apuntado por ella (incluso en la glosa cronológica de los 67 relatos), no fue con “anterioridad”, pues “La carta robada” y “La caja oblonga” se publicaron en “Septiembre de 1844”, y “Tú eres el hombre” en “Noviembre de 1844”. Botón de muestra tres: hablando sobre “Tú eres el hombre” dice en la página 60: “La forma de resolución sigue un procedimiento similar al de ‘La carta robada’: hasta el final no se nos explica el método analítico seguido para desenmascarar al culpable.” Pues, ojo, es todo lo contrario: al final de ambos cuentos ¡sí! “se nos explica el método analítico”. En “La carta robada”, Dupin se lo cuenta a su íntimo y nocturno amigo (y por ende al lector), quien es la voz narrativa y el transcriptor de la entrecomillada voz del chevalier Dupin. Y en “Tú eres el hombre” lo hace la voz cantante del relato, quien es el único residente de la aldea de Rattleborough que tiene una mirada detectivesca, perspicaz y analítica, y por tanto ha desentrañado, como un buen detective, los actos criminales, la impostura y los movimientos ocultos del camuflado e hipócrita Charley Goodfellow, el asesino del ricachón Barnabas Shuttleworthy, quien se había puesto al frente de la búsqueda del cadáver y de la imputación del presunto asesino. Y para desenmascararlo ante la embriagada comunidad (y liberar de la cárcel al supuesto criminal: el sobrino y heredero del asesinado), le tiende una macabra y jocosa trampa con el cadáver y un truco de ventriloquía y de ilusionismo teatral y escenográfico.

    Esto resulta ser una especie de modus operandi o recurso narrativo de Poe, pues en “Los crímenes de la rue Morgue” el chevalier Dupin, una vez desentrañado el caso del par de espeluznantes asesinatos en el cuarto cerrado (cliché de la narrativa negra inaugurado por Poe), puntualmente le detalla a su amigo y acompañante su procedimiento de observación, análisis e inferencia —que es la prueba en acto del método de raciocinación utilizado por él: el completo tratado sobre la ciencia de raciocinio expuesto en la primera parte del cuento, cuyas páginas, apunta Margarita, son “consideradas tediosas”—. Y en “El escarabajo de oro”, una vez que en la isla de Sullivan el tal William Legrand (un raciocinador a la altura de Auguste Dupin), con ayuda de su esclavo Júpiter y de su admirador y amigo de la cercana población de Charleston (quien es la voz narrativa), han localizado, desenterrado, trasladado, contado y ordenado el miliunanochesco tesoro pirata que otrora enterró y ocultó el capitán Kidd (con dos cadáveres), le explica al amigo (y al unísono al desocupado lector) los pormenores del rocambolesco método para descifrar el abstruso criptograma que yacía oculto en el sucio pedazo de pergamino donde pareció trazar una calavera al dibujar el escarabajo; pero también le cuenta sus detectivescas andanzas para localizar el sitio. Y, al término, le revela el toque teatral, lúdico, socarrón y escenográfico que implica el hecho de que, para burlarse y reírse de ese amigo y del supersticioso y tontorrón Júpiter —quienes lo creían loco—, para dizque atinarle al punto exacto donde estaba enterrado el tesoro bajo la arena, de pura chusca puntada hizo utilizar el escarabajo dorado. Es decir, hizo subir al timorato y rezongón Júpiter por el tronco de un altísimo tulipanero, llevando con él el escarabajo (bicho que le da terror y cree de oro macizo y de infecta y mala entraña), localizar allí una añosa calavera clavada, introducir el insecto por una de las horrorosísimas cuencas del cráneo, y hacerlo bajar atado a una cuerda como si fuera una especie de yoyo (en lugar de una plomada).

 

Edgar Allan Poe, Los casos de monsieur Dupin. Antología, prólogo, traducción y notas de Alberto Laurent. Ediciones Abraxas. España, 2019. 248 pp.      

 

lunes, 1 de noviembre de 2021

La calavera



Danza de la Muerte 
       
    
A la memoria de mi madre María Fe Morales Sáenz          


En contraste con la afrancesada pompa y el acendrado orgullo nacional, una sala del Palacio de Bellas Artes, en el epicentro de la capital del país mexicano, lleva el nombre de Paul Westheim, crítico e historiador de arte nacido en Eschwege, Hesse, Alemania, el 7 agosto de 1886, muerto en la Ciudad de México el 21 de diciembre de 1963. Como ocurre con otros libros de Paul Westheim que en principio él solía reescribir e incrementar (texto e imágenes), Mariana Frenk [Hamburgo, Alemania, junio 4 de 1898-Ciudad de México, junio 24 de 2004], su viuda y traductora del alemán al español y su albacea intelectual, basándose en anotaciones legadas por él, ha revisado y corregido la traducción de La calavera, cuya primera edición publicada por la Antigua Librería Robredo data de 1953, e incluso las ilustraciones, la mínima selección, tampoco dejó de ser revisada y aumentada para las sucesivas reediciones: la segunda fue impresa en 1971 por Ediciones Era y la tercera en 1983 por el Fondo de Cultura Económica dentro de la serie Breviarios, donde también se halla publicado su libro El grabado en madera, traducido por Mariana Frenk, cuya primera edición en español, revisada y aumentada por el autor, data de 1954, pues la edición original en alemán es de 1921. 

(FCE, 3ra. ed., México, 1983)
         La misma Mariana Frenk lo advierte en su nota preliminar para la edición de 1983: “Esta tercera edición de La calavera conserva casi íntegramente el contenido de la anterior, con algunas ligeras modificaciones de acuerdo con las notas dejadas por el autor. Lo que ha cambiado es la traducción, revisada y rehecha, y, en parte, el material ilustrativo. Expreso mi agradecimiento a los fotógrafos y coleccionistas a cuya amabilidad debo las nuevas fotografías.”
(FCE, 3ra. ed., México, 1993)
      Si se piensa en los libros de Paul Westheim sobre los vestigios del arte precolombino en territorio mexicano, por ejemplo: Ideas fundamentales del arte prehispánico en México (FCE, 1957), Arte antiguo de México (FCE, 1963) y Obras maestras del México antiguo (Era, 1977), La calavera también es producto del magnetismo estético y cognoscitivo que el historiador y crítico alemán vivió ante el arte y la cultura antigua de México y sus perdurables tradiciones artesanales y populares; pero sobre todo es producto de su erudición y de su inextricable origen europeo, de ahí que su argumento oscile entre México y Europa. En este sentido, La calavera también es un rico acopio de citas, y como él decía: citas e ilustraciones son sus testigos. Sin embargo y pese a la revisión de Mariana Frenk, la antología de imágenes en blanco y negro que ilustran lo que Paul Westheim expone en La calavera, además de que algunas no incluyen ningún pie y de que no pocas debieron ser en color, sólo son un simple bosquejo, mínimos ejemplos de la riqueza plástica que el crítico e historiador cita o esboza. Si bien hay reproducciones aceptables, otras no lo son; por ejemplo, la difusa reproducción (casi sin datos) del fresco del camposanto de Pisa, la del mural de la iglesia Dei Disciplini de Clusone y La danza macabra de la iglesia Santa María de Lübeck.
El triunfo de la muerte, fresco en el camposanto de Pisa
El triunfo de la muerte, mural en la iglesia de Clusone
La danza macabra de la iglesia de Santa María de Lübeck
        El temor a la muerte y la angustia de vivir, no sólo son indicios de una neurosis existencialista que trasciende el síndrome de ciertas modas filosóficas de los años 50 del siglo XX, son, lo hace ver el autor, estadios psíquicos y no pocas veces espirituales inherentes al ser humano, siempre en consonancia con el devenir mítico y religioso, y con el entorno social, filosófico y geopolítico. En este sentido, La calavera desglosa su argumento en cinco capítulos: “Temor a la muerte. Angustia de vivir”, “Tezcatlipoca”, “La idea de la inmortalidad en el México antiguo”, “La danza macabra” y “La secularización de la danza macabra”, de los cuales los últimos cuatro son los apartados principales. 
Calavera azteca de obsidiana
Museo Británico
Hacha totonaca de piedra en forma de calavera
Colección Stavenhagen
Ciudad de México
Calavera de barro de Tlatilco
Foto: Irmgard Groth
Calavera azteca de cristal de roca
Foto: Irmgard Groth
       “Tezcatlipoca”, el segundo capítulo, bosqueja, a través de citas de códices y libros, algunos rasgos del pensamiento mítico, mágico y religioso de ciertos pueblos precolombinos, más que nada para destacar las fobias y las contiendas cósmicas que hacían difícil y dolorosa la vida cotidiana de los indios mesoamericanos. Y es Tezcatlipoca (el dios de las fatalidades, el destructor) el epicentro de los pasajes que Paul Westheim cita, entre ellos fragmentos de su Arte antiguo de México (de 1970 data la primera reedición revisada y aumentada por Mariana Frenk e impresa por Ediciones Era). La razón: Tezcatlipoca, el eterno contrincante de Quetzalcóatl, —con su violencia, arbitrariedad, múltiples trampas, siempre omnisciente y ubicuo—, envenena y amarga la vida del indio, le recuerda la fragilidad de su cuerpo, y el hecho de que no es dueño de su destino. 
Tezcatlipoca
Códice Fejérváry-Mayer, 42
Tezcatlipoca el hechicero
Códice Fejérváry-Mayer, 44
        “La idea de la inmortalidad en el México antiguo”, el tercer capítulo, amplía el panorama sobre el concepto de la muerte de los indígenas de entonces. La fuerza vital se pensaba indestructible. Una y otra vez resurgía. De ahí que el indio, que no distinguía entre el mundo visible del invisible, no temiera morir ni a la región de la muerte, dice Westheim, que se concibiera sujeto a la periódica y ritual regeneración de los ciclos cósmicos. 
       Tal capítulo de La calavera es también un rico anecdotario de citas y fragmentos de leyendas y mitos. Esto es un modo de aludir coincidencias y diferencias entre cosmogonías y ritos de distintas culturas indígenas, de referir y contrastar registros e interpretaciones de diferentes autores. Pero también es una guía para forasteros que remite al iniciado y al novicio a mirar y leer las láminas de los códices que Westheim cita (el Fejérváry-Mayer, por ejemplo), a documentarse aún más, como cuando alude el rito de Xipe Tótec y sus efigies, o el caso de la Coatlicue Mayor, cuya descripción remite a su Arte antiguo de México y a un peregrinaje al museo donde se exhibe.
La Muerte
Escultura de barro de Tres Zapotes
Museo Nacional de Antropología
Ciudad de México
Trípode mixteca de barro con la Muerte
Foto: Irmgard Groth
       En “La danza macabra”, el cuarto capítulo de La calavera, Paul Westheim escribe al inicio: “Europa, a punto de emerger de la Edad Media, procura librarse de su temor a la muerte, que es a la vez temor al Juicio Final y temor al Infierno, por medio de las representaciones de la danza macabra, desde el siglo XIV hasta el XVI el tema más popular de la poesía, el teatro, la pintura y las artes gráficas y que predomina también en las miniaturas de los libros de horas. La meditación sobre la caducidad de lo terrenal, que forma el contenido de profundas disertaciones teológicas y filosóficas, llega a ser asunto de primordial importancia en aquel mundo turbulento, en el cual la muerte arremete contra la humanidad con saña indudablemente inusitada. En el teatro religioso, que es el teatro del pueblo, éste pide que ante todo se le hable de la muerte, de la omnipotencia de la muerte, y de la milagrosa salvación del alma de las garras de pérfidos demonios, empeñados en llevarse la presa. En el siglo XV se representa en cualquier población de cierta categoría una de las innumerables piezas en torno a la muerte. Se encargan de las funciones las compañías de cómicos de la legua o bien grupos de aficionados, generalmente miembros de algún gremio o corporación. Se aprovechan las fiestas religiosas para ofrecer funciones teatrales a un público numeroso y altamente interesado, en que se mezclaban todas las clases sociales.”
      Así, Paul Westheim, con su apretada erudición, en el capítulo cuarto de La calavera describe la atmósfera medieval y el periodo de transición entre ésta y los gérmenes renacentistas, una época propicia para las mil y una manifestaciones de la danza macabra. 
     Entre los antiguos orígenes de las múltiples variantes y variaciones de la danza de la muerte, Paul Westheim alude un “poema francés del siglo XIII”, “primera versión de la Leyenda de los tres vivos y los tres muertos”. En este poema tres jóvenes ricos y poderosos: un duque, un conde y el hijo de un rey, conversan con los esqueletos de tres eclesiásticos que en vida gozaron de monárquicos beneficios: un Papa, un cardenal y un notario apostólico; las huesudas calacas les hacen ver “la vanidad de toda ambición humana, de todo poder terrestre, de todo esplendor mundanal”. Y entre las variaciones que descienden del poema, el historiador y crítico menciona y describe detalles de ciertos frescos, por ejemplo: “el Triunfo de la muerte del Campo Santo de Pisa, obra terminada en 1375”. 

Leyenda de los tres vivos y los tres reyes
       Entre el siglo XIV y el siglo XVI la danza macabra, la danza de la muerte, se escenifica, baila, recita, pinta, dibuja y graba en madera con un fin religioso, moral y didáctico: que el hombre común (y no común) piense en la proximidad de la muerte y en el Juicio Final: la vida eterna en el Paraíso (repleta de gozo, felicidad y angelitos cachetones revoloteando entre las nubes) que puede merecer si en los días y pruebas terrenales es noble y devoto; y en el perpetuo sufrimiento atrapado en las horrorosísimas torturas y horripilantes llamas del Infierno a donde lo pueden condenar, por los siglos de los siglos, sus múltiples debilidades y culpas y las muchas tentaciones y trampas dizque pergeñadas por el Diablo y su cohorte de demiurgos menores y diosecillos bajunos (herejes, brujas, demonios y demás bestezuelas). En las itinerantes representaciones teatrales de la danza de la muerte (no exentas de música, canto y danza) cada cómico de la legua o cada actor aficionado de cierto gremio o cofradía religiosa caracteriza un arquetipo de la población: “Papa y emperador, caballero y villano, mendigo y vagabundo, hidalga y ramera, representantes de todas las capas sociales y de todas las edades. Alterna siempre un eclesiástico con una persona mundana. A cada uno lo saca a bailar un esqueleto; todos aceptan la invitación y, cogidos de la mano, se incorporan al corro macabro.” 
Grande dance macabre des hommes et des femmes
El escriba de Dotendantz mit Figuren
        Como en el carnaval, las clases sociales se confundían; pero según Paul Westheim no había humor ni burla ante la muerte, sino terror. Y cuando alude a Giotto, a Durero, a Miguel Angel, al Bosco y a Holbein el Joven, pese a que no remite al libro, el aficionado lector quizá no eludirá la consulta de los ensayos que sobre tales artistas (amplían lo que argumenta en La calavera) y otros más figuran en el primero de los dos libros: Mundo y vida de grandes artistas (Era, 1973), de Paul Westheim.
El médico
Danza macabra de Juan Holbein el Joven
       “La secularización de la danza macabra”, el quinto y último capítulo de La calavera, comienza remitiendo a los dibujos que Juan Holbein el Joven (1497-1543) hizo sobre la danza macabra (“grabados en madera por su paisano H. Lützelberger”): el Alfabeto de la danza de la muerte (iniciales dentro de las que “se hallan dibujadas las escenas macabras”) y la serie de xilografías titulada (por su edición en Lyon) Les simulachres et historiées faces de la mort, danza macabra donde el “corro tradicional aparece disuelto en escenas aisladas. La muerte ya no baila con sus víctimas. Anda por el mundo y sorprende a los hombres en sus actividades o placeres. Al caballero lo mata de una lanzada en el duelo. Con el báculo sobre los hombros descarnados se acerca al obispo y lo prende del borde de la capa. A la dama que pasea con su galán la espera tocando el tambor. Por la brida sujeta a los caballos del campesino que está arando su campo.” 
El caballero
Danza macabra de Juan Holbein el Joven
       Esta serie de estampas “empieza por las escenas de la creación de Eva, la caída del primer hombre, la expulsión del Paraíso, Adán cultivando la tierra; luego siguen representaciones de esqueletos con instrumentos de música y las parejas formadas por el esqueleto y su víctima, y los últimos dibujos figuran a la Muerte con el Niño, el Juicio Final y el escudo de la Muerte. Son hojas de tamaño pequeño —de alrededor de seis centímetros de altura por cuatro de ancho— pero de gran monumentalidad interna.” En tales imágenes “la dicción ya no es determinada por un pathos religioso, sino por la ‘cultura’”, dice Westheim, “son el filosofar de un espíritu cultivado en torno al fenómeno de la muerte; son meditaciones renacentistas y erasmianas sobre la futilidad de la vida”; es decir, imbuidas por el pensamiento de quien Holbein el Joven fue discípulo y amigo: Erasmo de Rotterdam (c. 1466-1536), el filósofo y demiurgo del espíritu humanista que se respiraba en Basilea, lugar donde nació y vivió el artista y cuyas ilustraciones para el libro más célebre del filósofo: Elogio de la locura (1511), “fueron su primer trabajo para la imprenta”.
El labriego
Danza macabra de Juan Holbein el Joven
El mercader
Danza macabra de Juan Holbein el Joven
       Para ejemplificar la herencia secular de la danza de la muerte, Paul Westheim cita y describe tres variaciones: Danza macabra (1848), dibujos de Alfred Rethel; Madre, niño y muerte (1920), grabados de Käthe Kollwitz; y la Danse macabre (1941), dibujos de Frans Masereel. Las tres, cada una sobre un caso histórico preciso, son un rechazo a la guerra y una crítica a la sórdida, sucia y cruenta moral de quienes la causan: la única triunfante es la muerte (“El hombre es el lobo del hombre”, dijo Plauto). 
La muerte en la barricada
Una danza macabra del año 1848
Autor: Alfred Rethel
La muerte en la barricada
Una danza macabra del año 1848
Autor: Alfred Rethel
La muerte y los niños (litografía)
Autora: Käthe Kollwitz
La huida
Del álbum Danza macabra
Autor: Frans Masereel
       Acto seguido, Paul Westheim salta a México con una acrobacia mortal de danza macabra y menciona los casos de Santiago Hernández, Manuel Manilla y José Guadalupe Posada, ejemplos de artistas plásticos donde (con sus diferencias) la muerte es tratada con humor y sarcasmo. No deja de mencionar los elementos escenográficos de la tradición del 2 de noviembre (Día de Muertos y de los Fieles Difuntos): las calaveras de azúcar y de chocolate, las calaveras de los versos satíricos y burlones, las flores de cempasúchil, los altares y sus ofrendas. 
Esta es de don Quijote, la primera, la sin par,la gigante calavera
Grabado: José Guadalupe Posada
Calaveras de los periódicos de la época
Grabado: José Guadalupe Posada

Gran fandango y francachela de todas las calaveras
Grabado: José Guadalupe Posada 
      Y para concluir su libro, someramente y a vuelo de pájaro negro y nocturno, Westheim, ubicado en el tiempo en que escribió su ensayo, refiere casos indígenas donde el mestizaje cultural (la incesante transculturación) y el desarrollo industrial (el “paso difícil a la pusmodernidad”, diría el Chupa cabras en el exilio) aún no exterminan por completo algunos resabios de antiguos ritos: el pueblo Tonanzintla, donde “el camino de la tumba hasta la entrada de la casa se riega con flores y con hojas, para que el difunto no se extravíe”; las ceremonias religiosas en la isla de Janitzio en el lago de Pátzcuaro; y entre otros datos, como la ebriedad de los hombres de San Mateo del Mar que se emborrachan hasta las manitas con los espíritus de visita, alude la fiesta de muertos de los chortís, indígenas mayas.


Paul Westheim, La calavera. Traducción del alemán al español de Mariana Frenk. Iconografía en blanco y negro. Serie Breviarios (351), FCE. 3ª edición. México, 1983. 98 pp.


José Martí, el niño Diego, Frida Kahlo,
la Calavera Catrina y José Guadalupe Posada
Epicentro del mural de Diego Rivera:
Sueño de un domingo en la Alameda Central (1947)



La Muerte pies ligeros


                
Danza macabra: “como me ves, te verás”

Tal vez, más allá del orbe y del habla zapoteca: el habla didxazá, “el idioma de las nubes”, el “Cuento del Conejo y el Coyote” comenzó a urdir cierta perenne celebridad y arraigarse en el imaginario colectivo del español que se parla y parlotea en las distintas latitudes mexicanas, desde que Antonieta Rivas Mercado (1900-1931) le hizo escribir y publicar, al joven oaxaqueño Andrés Henestrosa (1906-2008) —todavía muy provinciano en la capital del país— su libro Los hombres que dispersó la danza (1929). Es decir, Antonieta le dio cobijo en su casa (entre fines de 1927 e inicios de 1929), le ayudó en su aprendizaje literario y del habla y escritura del español, le tomó el dictado de las narraciones y fábulas orales que había oído de niño y le financió la edición, la cual le entregaron el 30 de noviembre de 1929, día que cumplió 23 años. 
Andrés Henestrosa en 1995
Foto: Graciela Iturbide
      Tal edición, le dijo Andrés Henestrosa a Carla Zarebska, fue “de 200 ejemplares que se vendieron a peso” e incluía un retrato de éste y otros dibujos hechos por el pintor Manuel Rodríguez Lozano (1896-1971). A la hora de imprimir, según él, se extravió un prólogo de Julio Torri (1899-1970) que nunca se recuperó. También se perdieron cuentos, dijo, que luego reescribió e incluyó en una edición posterior. Tales son: “La sirena del mar”, “La flor del higo”, “La cigarra y la iguana”, “La milpa salva a Jesús”, “La langosta” y “Los árboles y la sequía”.
      En 1979, en Los libros del Rincón (Colibrí), coeditado por la SEP y Salvat, apareció una versión telegráfica y bilingüe (zapoteco y español) del Cuento del Conejo y el Coyote/Didxaguca’ sti’ Lexu ne Gueu’, adaptado, para los niños, por Gloria y Víctor de la Cruz, con la reproducción fotográfica a color de una serie de estampas creadas por el pintor Francisco Toledo (Juchitán, julio 17 de 1940), cuyos originales pertenecen a la Galería Arvil de la Ciudad de México. En 1998 tal versión fue reeditada en un pequeño formato (17 x 14 cm), con pastas duras y a color, por la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA en la serie Círculo de Arte (en este caso también denominada Circo de Arte), sin acreditar la técnica que usó el artista y el año de su creación. Y en 1995 varias reproducciones de tal serie fueron incluidas en la edición bilingüe (español e inglés) de Los hombres que dispersó la danza, con un formato mayor (31 x 23 cm), que Carla Zarebska prologó y editó a través del Grupo Serla, Litografía Turmex y Promotora Cultural Sacbé, en cuya iconografía a color y en blanco y negro, entre otras obras zoomorfas y antropomórficas de Toledo, también descuellan varios retratos y fotografías concebidas por la cámara de Graciela Iturbide. En tal volumen se anotan los títulos de cada estampa incluida de la serie del cuento Conejo y Coyote, hecha por Toledo, c. 1979, con “Gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel”.

De la serie Cuento y Coyote (c. 1979) de Francisco Toledo
(Gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
     Sin embargo, la versión del “Conejo y Coyote” que se lee en Los hombres que dispersó la danza, vertida en un solo bloque, con una pátina cristiana y con más detalles que la versión telegráfica, no es muy afortunada. Pero allí está como un testimonio de lo oído y recreado por el joven Andrés Henestrosa, nacido en Ixhuatán (“pueblo de hojas de palmeras”), quien hasta los 15 años aprendió los primeros rudimentos del español (sólo hablaba zapoteco y huave), y a los 16 (“indio huérfano de padre”), después de mercar su burrito en la estación del ferrocarril, emigró de Juchitán rumbo a la Ciudad de México, a la que llegó “con una funda de almohada como maleta, dos mudas de ropa y una toalla que le sirvió de bufanda para el frío”.
      La versión telegráfica de Gloria y Víctor de la Cruz, dispuesta en pequeños fragmentos alternos (zapoteco y español), al parecer fue urdida y adaptada a partir de las estampas de Toledo (con recuadros y secuencia de historieta sin globitos), o quizá fue al revés o de común acuerdo, pues los textos están compaginados al desarrollo de la narración gráfica: en una página se leen los fragmentos en ambos idiomas y en la contigua se aprecian las imágenes correspondientes. 
(DGP del CONACULTA, México, 1998)

        Y esto lo enfatiza aún más la versión parecida (en compaginados y alternos fragmentos en zapoteca y español) del Cuento del Conejo y Coyote que hizo la poeta Natalia Toledo (Juchitán, 1967) —hija del pintor y Premio Nezahualcóyotl de Literatura 2004— a partir de las mismas láminas, la cual en 2008 conoció dos ediciones impresas por el Fondo de Cultura Económica y la cortesía de la Galería Arvil. La primera en la serie Tezontle y la segunda en la serie Clásicos (28.02 x 19.02 cm). Allí, después de la “Presentación” de Josefina Vázquez Mota, entonces titular de la Secretaría de Educación Pública, Natalia Toledo dice al término de su “Introducción”: 
(FCE, México, 2008)
      “Quiero contarles, a mi manera, la historia de Conejo y Coyote, inspirada, a su vez, en la versión que me contó mi padre cuando yo tenía ocho años, a la orilla del río de las nutrias, en una casa con un cielo lleno de murciélagos”.
Natalia Toledo y su padre Francisco Toledo
     Tal colaboración: padre e hija, donde la poeta escribe a partir de las imágenes creadas por el pintor, en 2005 ya había dado un fruto semejante, público y bilingüe, con La Muerte pies ligeros/Guendaguti ñee sisi, libro para niños, de pastas duras (21 x 25.07 cm), láminas a color y tipografía a dos tintas: negra (zapoteco) y roja (español), coeditado por el Fondo Editorial del Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca y el Fondo de Cultura Económica en la serie Los especiales de A la orilla del viento, donde también han aparecido versiones mixe-español, mazateco-español, chinanteco-español y mixteco-español.
(IEEPO/FCE, México, 2005)
      Los originales del artista también pertenecen a la Galería Arvil (sólo se apunta que son “gouache sobre papel”, pero seguro empleó otros materiales). Y en su prólogo dice Natalia: 
     “Escribí esta historia a partir de unos grabados que hizo el pintor Francisco Toledo sobre la muerte brincando el mecate con distintos animales de la región del Istmo de Tehuantepec, de donde él y yo somos.
      “Quise escribir este cuento en zapoteco, mi lengua natal. Cuando me preguntan qué lengua hablo, yo contesto ‘nube’. Se preguntarán cómo se puede hablar nube, bueno, los zapotecas dicen que su lengua desciende de las nubes: diidxa significa ‘palabra’ y za, ‘nube’, y así como las nubes dibujan diversas formas de animales y objetos en el cielo, los zapotecas sabemos dibujar con las palabras.
     “Me divertí mucho escribiendo este cuento, y espero que los niños zapotecas, chinantecos, mixes, mixtecos, mazatecos y los que hablan español también lo disfruten, pues cada lengua contiene su propio universo y misterio.”
Natalia Toledo
(Como me ves, te verás)
Foto: Blanca Charolet
      La Muerte pies ligeros no es, en desde luego, una danza de la muerte, una danza macabra de ascendencia medieval, donde la huesuda aparezca con guadaña, lira y reloj de arena, una de cuyas recreaciones visuales —ésta sí ubicada en el espeluznante Medioevo— es la que se observa en El séptimo sello (1956), filme del sueco Ingmar Bergman (1919-2007), donde, amén de las epifanías que sólo ve el bufón Jof (Nils Poppe), el caballero Antonius Block (Max von Sydow), tras haber retornado de Tierra Santa —con su escudero Jöns (Gunnar Björnstrand)— después de una década de haber partido de su fortín con la tropa de una Cruzada, juega una partida de ajedrez con la Muerte vestida de monje (Bengt Ekerot).
El caballero Antonius Block (Max von Sydow)
y la Muerte (Bengt Ekerot) juegan ajedrez 
      En La Muerte pies ligeros, el arquetípico esqueleto —a cuya calavera otrora José Guadalupe Posada (1852-1913) le dibujó un inmortal sombrero de Catrina— también, para actuar y ejercer su oficio, emprende un juego: brincar la cuerda con su elegido, un juego que normalmente practican y juegan los boxeadores y las niñas (más aún las de pueblo o de barrio) y que algo o mucho tiene de danza macabra, pues por lo regular el derrotado, que nunca es la Muerte, ni tardo ni perezoso se va al más allá (al Mictlán, según los nahuas). 
La Muerte saltando con Murciélago
(Gouache sobre papel, 2004)
Autor: Francisco Toledo
      La Muerte pies ligeros no es un cuento con pretensiones de alta cultura, sino que quiere ser y es de auténtica y sencilla cepa popular. Siguiendo las estampas de Francisco Toledo (que ilustran y tienen su impronta lúdica e infantil y el movimiento y la rapidez de las confrontaciones y hasta sus resultados), la autora lo desglosa mediante dos procedimientos consecutivos: prosa y verso. En la prosa habla la voz narrativa (alter ego de Natalia) y se entretejen algunos diálogos; pero en los versos, dispuestos en cuartetas, canta la Muerte y le canta al adversario que con ella brinca y danza con la reata que ella mueve y lo que versifica no es muy distinto de las tradicionales calaveras que se imprimen y cantan cada 2 de noviembre, Día de Muertos (de Gran fandango y francachela de todas las calaveras que emergen de sus sepulturas) y de los Fieles Difuntos. Por ejemplo, cántense cinco casos: 
                                            Changuito de la selva oscura
                                            mueve tu cola tiznada
                                            aunque grites como un cura
                                            te llevará la changada.
                                                              *
                                           Iguana del iguanar
                                           en molinito te comiera,
                                           cavas tu tumba al brincar,
                                           como si volver pudieras.
                                                              *         
                                          Brinca, Coyote risueño,
                                          tu risa es tu perdición,
                                          y aunque yo no soy tu dueño
                                          sí te llevaré al panteón.
                                                              *
                                         Conejo, en los cuentos ganas,
                                         aquí pelarás los dientes
                                         porque a mí me da la gana
                                         ya llorarán tus dolientes
                                                              *
                                        Brinca el Sapo saltarín
                                        con cachetes de papera,
                                        ya conocerás el fin
                                        que la Muerte nunca espera...
                                                               *



La Muerte saltando con Sapo
(Gouache sobre papel, 2004)
Autor: Francisco Toledo
La Muerte saltando con Lagarto
(Gouache sobre papel, 2004)
Autor: Francisco Toledo
La Muerte saltando con Toro
(Gouache sobre papel, 2004)
Autor: Francisco Toledo
La Muerte saltando con Rana
(Gouache sobre papel, 2004)
Autor: Francisco Toledo
      En La Muerte pies ligeros hay un planteamiento cosmogónico, de fábula mítica y fantástica que relata el origen de las cosas que suceden y existen en el mundo desde la noche de los tiempos. En el principio nadie había muerto y en el edénico entorno los animales y los hombres se reproducían sin cesar y sin que nadie dijera hasta aquí, ya basta, no va a caber ni la cabecita de un alfiler. Fue la Muerte quien decidió interrumpir tal cosa con el juego de saltar el mecate y el arquetipo del Hombre tuvo la ventura de ser el primero que la esquelética se llevó al Mictlán haciéndolo brincar y danzar con su reata y con ella. Y ya tumbado en el suelo y con la pata estirada y tiesa, la Muerte le quitó al Hombre sus zapatos de cuero con agujetas de bejuco y se los puso y se los ató. Y así calzada y muy oronda estuvo brincando y danzando con su cuerda y cantándole versitos al oponente que se iba a llevar en un tris hasta que se encontró con el Chapulín. 
      A tal bicho, “comida de oaxaqueños”, le cantó a todo gaznate: 
                                               Baila conmigo este son,
                                               Chapulín bella figura;
                                               picaré con mi aguijón
                                               tu saltarina cintura.
      Y trató de vencerlo de mil y una formas, días y días saltando y danzado con su reata, e incluso trató de hacerlo mole batiendo y haciendo zumbar el mecate a toda velocidad. Pero no pudo. El Chapulín, muy listo (más listo que el consabido Conejo y que aquí resulta tan tontorrón como su compadre el Coyote), se paró en la cuerda y por la rapidez con que la Muerte la movía, daba la impresión de que brincaba, pero no fue así. Simplemente se quedó quietecito.
La Muerte saltando con Chapulín
(Gouache sobre papel, 2004)
Autor: Francisco Toledo
      De modo que la Muerte, harta y enojada de no poder llevarse al mentado Chapulín, se fue para otro lado y de coraje se quitó y tiró los zapatos de cuero. Es por esto, cuenta la omnisciente voz narrativa, “que cuando la Muerte entra en las casas no se le oye llegar, porque sus pies son ligeros y no llevan zapatos”. Mientras que al Chapulín “le quedaron tantas ganas de brincar que se quedó brincando para siempre”.


Natalia Toledo, La Muerte pies ligeros/Guendaguti ñee sisi. Textos en zapoteco y español. Estampas a color de Francisco Toledo. Colección Los especiales de A la orilla del viento, FCE/Fondo Editorial del IEEPO (Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca). México, 2005. 54 pp.