jueves, 13 de enero de 2022

Los rojos Redmayne

 Tenían el crimen en la sangre

 

I de III

Traducida del inglés por Marta Acosta van Praet e impresa en Madrid (con visibles erratas) por Hyspamérica Ediciones, en 1985 se publicó Los rojos Redmayne, novela policíaca del prolífico escritor británico (nacido en la India) Eden Phillpotts (1862-1960), número 39 de la histórica colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges. La exhumada y expurgada edición del uruguayo Emir Rodríguez Monegal y del cubano Enrique Sacerio-Garí: Jorge Luis Borges. Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets Editores, 1986), permite ver que buena parte del “Prólogo” que precede a Los rojos Redmayne fue una “Reseña sintética”, sobre Eden Phillpotts, que Borges publicó el “2 de abril de 1937” en la sección “Libros y autores extranjeros” de la porteña revista de señoras elegantes El Hogar. Sólo le quitó las dos últimas líneas: “Acaba de publicar la novela Wood Nymph (‘Ninfa de la selva’). Trabaja, ahora, en otra novela de Dartmoor.” Y le añadió un indeleble fragmento donde, ante los ojos de la aldea global, puntualiza haber sido un consumado lector de novelas policíacas: “Me ha tocado en suerte el examen, no siempre laborioso, de centenares de novelas policiales. Quizá ninguna me ha intrigado tanto como The Red Redmaynes, libro cuyo argumento repetirá con las variaciones del caso Nicholas Blake en There’s Trouble Brewing [obra de 1937, traducida por Juan Ángel Cotta con el título Los toneles de la muerte, publicada en Buenos Aires en 1945 con el número 13 de El Séptimo Círculo, serie de Emecé]. En otras ficciones de Phillpotts la solución es evidente desde el principio; ello no importa, dado el encanto de la historia. No así en este volumen que sumirá al lector en la más grata de las perplejidades.”

           

Esta antología: Los mejores cuentos policiales 1,
número 368 de la serie Libro de bolsillo, sucesivamente
coeditado en Madrid por Alianza y Emecé desde 1972,
incluye, sin prólogo, lo que fue la Segunda serie impresa
en Buenos Aires, en 1951,  por Emecé Editores.

          La estima de las narraciones policiales del autor de Los rojos Redmayne, Borges la compartió con Adolfo Bioy Casares, dado que un cuento de Eden Phillpotts: “Tres hombres muertos” (Three Dead Men), traducido por Cecilia Ingenieros, fue antologado y anotado por ambos en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales (Buenos Aires, Emecé, 1951). Y cinco de sus novelas las seleccionaron para El Séptimo Círculo, la legendaria serie de novelas policíacas dirigida y editada por ellos (entre 1945 y 1954) para la argentina editorial Emecé: en 1945 y con el número 12 y traducción de Leonor Acevedo (la madre de Borges): El señor Digweed y el señor Lumb (Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1933); en 1947 y con el número 37 y traducción de Marta Acosta van Praet: Eran siete (They Were Seven, 1944); en 1947 y con el número 42 y la susodicha traducción de Marta Acosta van Praet: Los rojos Redmayne (The Red Redmaynes, 1922); en 1951 y con el número 80 y traducción de Lucrecia Moreno de Sáenz: Una voz en la oscuridad (A Voice from the Dark, 1925); y en 1954 y con el número 120 y traducción de Josefina Martínez Alinari: El cuarto gris (The Grey Room, 1921).

           

Colección Marginales 92, Tusquets Editores
Barcelona, septiembre de 1986

            En Textos cautivos también se lee una minúscula reseña que Borges publicó en El Hogar el “30 de septiembre de 1938”, precisamente en su miscelánea página “Libros y autores extranjeros”, sobre “Portrait of a Scoundrel, de Eden Phillpotts”. Donde además de reflejar que estaba al día (esa novela se publicó ese año) y que con la lupa de Sherlock Holmes desde Buenos Aires le seguía las huellas digitales y la respiración a Eden Phillpotts, comienza diciendo (no sin lúdica ironía) con su característico estilo sintético y enciclopédico —uno de sus episodios más excelsos lo conforma su libro de ensayos Otras inquisiciones (1937-1952) (Buenos Aires, Sur, 1952)—, en cierta medida heredado de su afición a la undécima edición de la Encyclo
ædia Britannica:

           
         

Borges observa tigres en su laberinto
Ilustración de Osvaldo

           “El asesinato es una especialidad de las letras británicas, ya que no de la vida británica. Macbeth y Jonas Chuzzlewit, Dorian Grey y el sabueso de los Baskerville son ilustres ejemplos de esa afición. Hasta su nombre
murder— posee una vibración que no tiene la palabra española y horriblemente zumba en muchas carátulas: On Murder Considered as one of the Fine Arts, The Murder in the Rue Morgue, Murder for Profit, Murder in the Cathedral... (El último no es de Agatha Christie, es de T.S. Eliot).

            Portrait of a Scoundrel [Retrato de un canalla] de Phillpotts prosigue esa admirable tradición. Narra con ostentosa tranquilidad la historia y la prehistoria de un crimen (más bien, de una serie de crímenes) desde el punto de vista del criminal, hombre afortunado y sagaz [...]”

          

Jorge Luis Borges
Foto de Diane Arbus en la segunda de forros de
Textos cautivos

            
Y entre el par de “imperfecciones” que Borges le objeta viene a colación la “venial”: “la no desagradable pero inverosímil pompa del diálogo”. Pues algo que descuella en Los rojos Redmayne es, precisamente, lo pomposo y arcaico de los diálogos; antiguallas que son parte de la obsolescencia y del anacronismo que trasminan las páginas de la obra, pues si bien el tempo narrativo transcurre entre junio de 1920 y unos días después del “20 de octubre de 1921”, visiblemente marcado por los sucesos y secuelas de la Gran Guerra, ciertas particularidades resultan decimonónicas, como son los atavismos y prejuicios idiosincrásicos, patriarcales, machistas, xenófobos y racistas de varios personajes —y el inveterado y constante hábito de aspirar rapé que caracteriza al raciocinador y astuto detective Peter Ganns—, y los episodios que oscilan en lo que parece (pero no lo es) ingenuo y trasnochado romanticismo amoroso del siglo XIX. No obstante, esto no le resta interés ni amenidad ni magnetismo a la ingeniosa, envolvente y lúdica urdimbre de la obra, signada por los engaños al lector (y a los detectives Marc Brendon y Peter Ganns), por la intriga, el misterio, el suspense, y por los sorprendentes giros sorpresivos y las inesperadas vueltas de tuerca que implican los sucesivos asesinatos de los pelirrojos hermanos Redmayne: Robert, Benjamin y Albert, y la infructuosa condena al cadalso del encarcelado, histriónico, prestidigitador y mimético asesino material (con doble identidad), quien con el ideograma de sus criminales actos, inextricable complicidad femenina, barrocos y estrambóticos montajes y representaciones teatrales, maniático ideario homicida, iconoclasta y antiestablishment, y megalómana y egocéntrica confesión, también cataloga (de manera perversa e irreductible) al asesinato como una de las bellas artes y no como una simple y vulgar sed de la felicidad del cuchillo.

 

II de III

La novela Los rojos Redmayne, repleta de minucias y de numerosos vericuetos, comprende diecinueve capítulos numerados y con rótulos. Marc Brendon, un prestigioso y reconocido detective del Departamento de Investigaciones Criminales de la londinense New Scotland Yard, soltero, feucho y de 35 años, en junio de 1920 se halla de vacaciones en Dartmoor, precisamente hospedado en el Hotel Ducado del minúsculo pueblo de Princetown, desde donde se desplaza a pie hasta la abandonada y solitaria cantera de Foggintor, en la que ha localizado unas escondidas pozas en las que suele pescar regios ejemplares de truchas. Esa oculta ubicación propicia su efímero y fugaz encuentro con un singular desconocido, alto y fortachón, con cabellos colorados y grandes bigotes rojos, quien lleva una gorra roja y porta un pintoresco traje de tweed: “chaqueta de cazador, anchos pantalones ceñidos bajo la rodilla y chaleco rojo con llamativos botones dorados”.

          

William Blake (1807)

Retrato de Thomas Phillips

            Ese momentáneo encuentro circunstancial no hubiera tenido mayor trascendencia y hubiera caído en el olvido, si el tocayo del poeta y pintor: “William Blake, el limpiabotas del Hotel Ducado”, no le entrega a Marc Brendon un mensaje donde una tal Joanna Penrod, presuntamente informada de su presencia por la policía local, le solicita “sus servicios” para que investigue el recién asesinato de su marido, ocurrido, exactamente, en las inmediaciones de la cantera de Foggintor, dentro de la estructura de una casa en proceso de construcción. Residencia de seis habitaciones en ciernes que Joanna, dice, iba habitar con su esposo Michael Penrod, si su tío, Robert Redmayne, no lo hubiera matado y desaparecido el cadáver.

            Con el visto bueno de Londres y apoyado por la policía de Princetown, Marc Brendon parece un diestro investigador policíaco y al parecer hace lo que puede y lo que está a su alcance para hallar los restos de Michael Penrod y atrapar al fugitivo y presunto asesino Robert Redmayne, quien tiene 35 años y una flamante “medalla de Servicios Distinguidos” por su papel en la Gran Guerra; no obstante, según el testimonio de Joanna y de Flora Reed, la novia con quien se iba a casar en Paignton, la guerra le dejó secuelas psíquicas; es decir, en términos más actuales, está signado por un traumatismo postraumático que se refleja en cierta amnesia. Según los indicios que rastrea y sigue el detective Brendon, Robert Redmayne, dentro de “un saco grande de cemento”, atado en la parte posterior de su motocicleta, trasladó, durante la noche y la madrugada, los restos de Michael Penrod hasta Berry Head y los arrojó a la garganta del mar desde lo alto de un acantilado. Y luego, al parecer, huyó al continente: a España o a Francia.

         

El nacimiento de Venus (c. 1482-1485),
lienzo de Sandro Botticelli

Museo Uffizi, Florencia, Italia

            Pero el quid que trastoca ese episodio es el hecho de que la presunta viuda Joanna Penrod, de 25 años (pero aparenta menos) es hermosísima. Todos los que la miran y observan coinciden en esa calificación superlativa. El inspector Halfyard, de la policía de Princetown, dice de ella: “es tan hermosa que no parece de este mundo”. “Es la mujer más bonita que he visto en mi vida. Nunca he encontrado otra cara que se parezca tanto a la Venus de Botticelli; y es el rostro más dulce que conozco.” Dice su viejo tío Albert. Y el feucho Marc Brendon hubiera rubricado ese dictamen de cinco estrellas Michelin, pues cuando aún se halla en la espera de las truchas en la cantera de Foggintor, parece haber sido testigo de la onírica aparición de la paradisiaca y evanescente flor de Coleridge o de una inasible ninfa de los bosques: “irguió la cabeza al oír un rumor de leves pisadas. En ese instante pasó junto a él la mujer más hermosa que había visto en su vida y esa inesperada belleza lo sobresaltó e hizo que su imaginación echara a volar. Parecía que del árido desierto hubiera brotado una flor exótica o que la luz crepuscular, que ahora se apagaba en los helechos y en las piedras, se hubiera concentrado en una llamarada para encarnarse en aquella bellísima mujer. Era delgada y de estatura mediana. No llevaba sombrero y sus cabellos de tono cobrizo, levantados sobre la frente, parecían atraer los cálidos rayos de la puesta del sol y brillaban como una aureola alrededor de su cabeza. El color de esos cabellos era deslumbrante; poseía las tonalidades raras y perfectas con que el otoño engalana las hayas y los helechos. Y la joven tenía ojos azules, azules como la nomeolvides. El tamaño de esos ojos impresionó a Brendon.” Y la melodía de su cantarina e inefable voz sin duda le resulta una especie de celestial allegro, de explícito y divino canto a la vida y al amor. Pues según apunta la voz narrativa, Marc Brendon “Oyó que cantaba con la alegría despreocupada de la juventud y retuvo en el oído unas cuantas notas claras y jubilosas, semejantes a las de un pájaro.”

 

Adelaide Phillpotts
(1896-1993)

            No extraña, entonces, su sorpresa y asombro al descubrir que esa hermosísima joven, que le parece de unos 19, es nada menos que la viuda Joanna Penrod, casada, dice, hace cuatro años, en la época en que murió su abuelo paterno. Y que tras dialogar con ella y oír su informativo y abundante relato sobre sí misma, sobre sus ancestros y estirpe oriunda de Australia, sobre su marido Michael Penrod y sobre su matrimonio opuesto a la desaprobación y al enojo de sus atávicos, necios y machistas tres tíos (los últimos “rojos Redmayne”), se diga a sí mismo literalmente boqueando y mortalmente flechado por Cupido: “Existe una hora en la que el hombre, si consigue descubrirla, puede ser feliz para el resto de su vida.” Vale subrayar, entonces, que a partir de ese instante el leitmotiv detectivesco y el íntimo pensamiento de Marc Brendon se verán perturbados por ese flechazo y por esa imagen femenina, y por ende le jala las narices, enturbia sus pesquisas, y lo orilla a no dar pie con bola y a deambular por derroteros que no llevan a ningún sitio.

  Antes de irse de Princetown con la sensación de fracaso, Marc Brendon le escribe una carta a Joanna Penrod, quien al unísono le envía una carta (se lee en la obra) en la que lo invita a ir a casa de su tío Benjamin Redmayne, pues éste, le dice, recibió una carta manuscrita del fugitivo tío Robert, misma que le mostrará (y que fue remitida desde Plymouth). Para llegar a la casona del tío Benjamin, ubicada en lo alto de un acantilado de Devon cercano a Dartmouth, el detective Marc Brendon viaja en tren hasta Kingswear Ferry, donde lo espera “la gasolinera” (la lancha) de “El nido del cuervo” (el nombre de la casa del tío Benjamin), cuyo timonel y único tripulante es un tal Giuseppe Doria, un dizque marino italiano proclive a los refranes, que parlotea vivaracho hasta por los codos y que canta a todo gaznate como si fuera un gondolero de Venecia. Y para el íntimo deleite y regocijo de Marc Brendon la única pasajera es Joanna Penrod. La breve carta manuscrita del tío Robert (también se lee en la novela) revela que mató Michael Penrod y que huirá a Francia.

Eden Phillpotts

            El tío Benjamin Redmayne, “de edad madura”, “proporcionado y sólido”, también participó en la Gran Guerra. Lleva “barba corta y patillas que empezaban a encanecer, pero no tenía bigote”, y “su cabeza descubierta brillaba con el fulgor rojizo de sus cabellos”. Durante su vida laboral (ya está jubilado) fue un marinero que sólo llegó a capitán de buques de carga de la Mala Real Inglesa. De ahí su rostro “curtido por la intemperie”, “rubicundo y ligeramente amoratado en los pómulos”. Su biblia (o i ching) es un luido y releído ejemplar de Moby Dick. Y su casona, edificada con sus ahorros, recuerda (o semeja) un barco encallado en lo alto de las rocas: “Encaramada en las alturas, como un nido de pájaro, se veía una casita con ventanas que miraban hacia el Canal de la Mancha. En el centro se elevaba una torre [donde el viejo capitán Benjamin tiene una especie de solitario camarote donde suele dormir en la litera y observar, con un “catalejo de ocho centímetros” y a través de la claraboya, “lo que sucede en el mar”], y delante se extendía una meseta en la cual había un asta de bandera y un mástil, en cuya punta flameaba una enseña roja. Detrás de la casa se extendía un valle arbolado del cual descendía un camino; debajo de los acantilados que la rodeaban, rompían perezosamente las olas estivales, adornando la costa con un collar de espumas. Mucho más debajo de la casa, apenas sobre el nivel de la marea alta, se extendía una angosta playa cubierta de guijarros y más arriba había una caverna convertida en fondeadero de botes. Hacia allí se dirigieron Brendon y sus acompañantes.”

      El capitán Benjamin Redmayne, ante el detective Marc Brendon, se alarma al “¡Pensar que Scotland Yard no es capaz de encontrar a un pobre diablo que ha perdido el juicio!” Y en sus charlas con Brendon entrevé la posibilidad de que Giuseppe Doria enamore a su bella, doliente y viuda sobrina, pues es un adonis ambicioso y parlanchín (según pregona: aspira a casarse con una riquísima heredera para recuperar así el antiguo castillo que fue de sus ancestros), de quien lamenta que sea italiano (y no inglés) y con una cultura inferior. El caso es que invitado por Joanna Penrod a pasar allí la próxima Navidad, el detective Marc Brendon, sumido en sus conjeturas e hipótesis, y descendiendo hacia el embarcadero, de pronto se topa con la inaudita y súbita figura del fugitivo y supuesto demente:

    “Junto a un rústico portón, paralelo al camino que marcaba el límite de un espeso matorral, se hallaba Robert Redmayne.

     “Sólo los separaba el portón, el hombre estaba apoyado en él, con los brazos cruzados sobre la barra superior. La luz de la luna iluminaba de lleno su rostro y, sobre su cabeza, sacudidos por la violencia del viento, los pinos emitían un rumor áspero y tétrico, mientras de allá abajo subía el grito sordo del mar embravecido que azotaba los acantilados. El pelirrojo estaba inmóvil, vigilante. Tenía puesto el traje de ‘tweed’, la gorra y el chaleco rojo que Brendon recordaba haberle visto en Foggintor; la luz de la luna brillaba en sus ojos sobresaltados y descubría su bigote y la blancura de sus dientes. Su rostro ojeroso reflejaba miedo y dolor, pero ningún síntoma de demencia.” Y Brendon, sorprendido como por un súbito mazazo en la blanda sesera, a penas reacciona, pues, raudo y más ágil que un gato montaraz, el fugitivo se da la vuelta y huye internándose en el bosque.

    Infructuosa resulta la búsqueda que el detective Marc Brendon hace auxiliado por la policía de Dartmouth. Y a través de Joanna Penrod y Giuseppe Doria, el fugitivo, al margen de la policía y de la ley, acuerda dialogar con el tío Benjamin, quien, pese a que Brendon le dice que se pondrá del lado de su hermano si éste le demuestra que mató a Michael Penrod en defensa propia, teme que lo agreda y mate. En ese sentido, resuelven que se verán a la una de la madrugada en la solitaria torre, mientras Brendon, armado, estará oculto en un armario, listo para el contraataque. Pero ese encuentro se frustra porque, en lugar del tío Robert, llega Doria con otro mensaje: el encuentro será en una solitaria y oscura caverna, donde, trasladado en la lancha por Doria, previsible y lamentablemente ocurre el asesinato del tío Benjamin, la desaparición del cadáver y la huida del presunto asesino, cuya búsqueda Brendon hace auxiliado por la policía de Dartmouth, encabezada por el inspector Damarell. E incluso participan “el Comisionado del Condado y las altas autoridades”.

Eden Phillpotts

         Frente a esos dramáticos sucesos, pese a su desagrado y contrariedad, llega a “El nido del cuervo”, desde Italia, el tío Albert, el último de “los rojos Redmayne”, quien es un viejillo nervioso, “pequeño, macilento y calvo, de cabeza desproporcionada y ojos grandes y luminosos”, cuyo “escaso cabello que circundaba a su calvicie y su barba larga y fina tenían el color rojo de los Redmayne; pero veteado de plata”. Y es en ese episodio donde figura uno de los extraños yerros diseminados en la traducción. Según se lee en la página 152: “Joanna estaba ojerosa y agotada. Sin embargo, se ocupó de instalar al anciano, expresándole su deseo de que el viaje le hubiese sentado mal.” Pues obviamente lo que ella le deseó es que “el viaje” no “le hubiese sentado mal”.

    Nueve meses después de la desaparición del marido de Joanna, pese a que Michael Penrod oficialmente no ha sido declarado muerto (al no hallarse el cadáver), se casa con Giuseppe Doria. Así, “Un día, a fines de marzo [de 1921], Brendon [en Londres] recibió por correo una cajita de forma triangular, procedente del extranjero, y al abrirla se sintió paralizado al ver que contenía un trozo de torta de boda. El obsequio iba acompañado de una línea..., una sola: ‘Afectuosos y agradecidos recuerdos de Giuseppe y Joanna Doria’.”

     Y en junio, tres meses después de ese irónico regalo que parece un burlesco botón de pestilente humor negro (la última carcajada de la cumbancha), el detective Marc Brendon, a petición expresa del tío Albert Redmayne, recibe de Joanna Doria una carta donde le solicita que se ponga en contacto con el detective Peter Ganns, que está en Londres, y que ambos, raudos y veloces, viajen a Italia, a las cercanías de Menaggio. La razón: en el empinado y campestre entorno del Griante, un cerro en las inmediaciones del lago Como, luego de que Joanna Doria diera un largo paseo y una larga caminata con Assunta Marzelli, la criada y ama de llaves del tío Albert, vieron, de pronto, la inesperada aparición del enorme “Hombre Rojo”, según lo tilda Assunta Marzelli, quien lo supone un contrabandista extranjero (alemán o inglés, entre los mil y un contrabandistas que pululan por allí), mientras Joanna se desmaya ipso facto, luego de agarrarle el brazo a la sirvienta y de lanzar “un grito de terror”. Es decir, según cuenta la voz narrativa:

   “Finalmente las dos mujeres iniciaron el regreso. Después de descender aproximadamente dos kilómetros buscaron la sombra bienhechora del Griante y se sentaron a descansar. Veían a sus pies, mirando hacia el Norte, la casa de Albert situada al borde del agua y delante del caserío de Menaggio, diseminado en racimos. Joanna declaró que divisaba el techo rojo de ‘Villa Pianezzo’ [el nombre de la casona de Albert Redmayne] y la pátina del tejado de la barraca próxima a la casa, que contenía los gusanos de seda de su tío.

     “En frente, a cierta altura, se extendía el pueblecito de Bellagio [donde vive Virgilio Poggi, el entrañable y mejor amigo del tío Albert, ambos bibliófilos], detrás del cual, bajo un sol sin nubes, resplandecía la faz del Lecco. Y de pronto, como una aparición pintada en el aire, vieron, de pie en el sendero, la figura de un hombre de gran estatura. Su cabeza descubierta mostraba rojizos cabellos y sus ojos hundidos tenían un brillo salvaje. Vieron el enorme bigote pelirrojo del desconocido, su traje de ‘tweed’, sus anchos pantalones ceñidos debajo de la rodilla, su chaleco rojo y la gorra que llevaba en la mano.”

        Ante tal alarmante noticia, el viejo Albert Redmayne teme un mortal asalto de su hermano Robert o que le proponga una cita similar a la que literalmente borró del mapa al capitán Benjamin. Y como no le gustan los procedimientos de la policía italiana, le pide a su sobrina Joanna que escriba dos cartas. Una a su marido Giuseppe Doria, quien dizque se halla en Turín (dizque pergeñando negocios) y en quien confía para su protección y seguridad. Otra a Marc Brendon, “el joven detective de Scotland Yard”, de quien dice tener “excelente opinión” (pese a que no hay ninguna razón para ello), y que le pida ponerse en contacto con Peter Ganns, un experimentado, viejo y célebre detective norteamericano de paso por la capital inglesa, quien es un apreciado y viejo amigo del tío Albert.

   

Sudamericana/Penguin Random House
Buenos Aires, 2ª ed., enero de 2020

          Vale observar que en “Tres hombres muertos”, el citado cuento de Eden Phillpotts antologado por Borges y Bioy en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, “Miguel Duveen, el jefe de investigaciones”, un viejo y experimentado detective británico, es quien formula la probable y muy sugestiva resolución del caso, luego de que un joven detective no pudo hacerlo, pese a que éste investigó, in situ, “durante seis semanas de trabajo muy duro y concienzudo”. Es decir, el viejo detective, asentado en Londres, envió a las Indias Occidentales, precisamente a Bridgetown, en la isla de Barbada (Barbados, en la vida real), para que, bajo su nombre y su férula, investigue y aclare el asesinato del inglés Enrique Slanning (copropietario “de las famosas plantaciones y fábricas Pelícano”) y el asesinato del negro Juan Diggle, su fiel capataz y vigilante en los sembradíos de caña de azúcar, y el degollamiento del mestizo Solly Lawson, un joven alegre, libertino, locuaz, ex reo e impulsivo, con empleo en Pelícano. Y el viejo detective, un modelo de infalible raciocinador descendiente del cerebral y laberíntico raciocinador Auguste Dupin, sólo con leer y meditar durante dos semanas el legajo de información recabada por el joven detective, de manera persuasiva y convincente le expone al joven discípulo la resolución del caso; es decir, tras analizar la conducta, la personalidad y el perfil psicológico de los involucrados y circunstantes, expone el puzle; es decir, lo que debió ocurrir y derivar en esas tres muertes, al parecer, inexplicables.

        

Edgar Allan Poe
(1809-1849)

            En la novela Los rojos Redmayne, Eden Phillpotts plantea un esquema parecido: el viejo y experimentado investigador y raciocinador policíaco alecciona al joven detective armando, frente a sus narices, las piezas del puzle que éste no podía ni pudo ver, ni armar ni analizar. Tal situación empieza a entretejerse durante el trayecto en tren a Menaggio, pues los detectives no se conocían y Brendon le narra a Ganns los antecedentes del caso. Las conjeturas e hipótesis del detective Peter Ganns comienzan a entreverse cuando, a través del diálogo con él, supone a Brendon víctima de un acto de prestidigitación, de una lúdica y malévola fantasmagoría. Meollo que empieza a cobrar mayor sentido luego de que Ganns habla con Joanna Doria y le advierte a Marc Brendon que desconfíe de ella, que esté alerta, que no crea en todo lo que ve y oiga en derredor.

          

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 39
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985

            
Puesto que en el entorno de Villa Pianezzo se ha visto la acechante figura de Robert Redmayne, siempre ataviado con su estrambótica y llamativa vestimenta, y dado que ambos detectives desconfían de Giuseppe Doria (lo suponen cómplice del asesino), Peter Ganns decide ir Inglaterra por unos días (para localizar las piezas que le faltan para armar el criminal puzle), pero como a nadie puede confiarle la vida del tío Albert, se lo lleva consigo y deja en Villa Pianezzo a Marc Brendon, quien se siente gratificado al poder estar cerca de la hermosa Joanna, a quien supone noble, angelical, ingenua e incapaz de matar una mosca, víctima del arribismo y de las fechorías del malvado malandrín Giuseppe Doria.

            En ese ínterin, Brendon, para hablar con Doria, da un paseo con él por el bosque, pese a que mutuamente se detestan. Doria se confiesa víctima de Joanna, la demoniza y echa pestes contra ella; y lo mismo, en su turno, hace Joanna, incluso al charlar con Ganns. El caso es que Doria se va y Brendon se queda solo. Y tras proseguir el paseo y sus cavilaciones, de pronto es sorprendido por Robert Redmayne, vestido con su peculiar y llamativo atavío. Y Brendon se lanza corriendo tras él; pero no pudo perseguirlo más porque, súbitamente, “a menos de veinte metros del fugitivo”, éste se dio la vuelta y disparó su revólver contra él. Brendon cae y de su boca mana sangre. El fugitivo se va tras marcar un árbol, pues creyó que el detective murió (y el desocupado lector también). Es decir, el matón no le dio el tiro de gracia (craso error) y por ende no pudo verificar que la bala sólo rozó a Marc Brendon y que éste, al caer, se mordió la lengua y se hizo el muerto. Tras levantarse y suponer que por allí se cavará la fosa donde sería enterrado su cadáver, Brendon, con sus ropas y yerba, arma un monigote y espera a que regrese el asesino para enterrarlo. Ya entrada la noche, oculto en una cueva y desnudo, pese al frío (afortunadamente se alimentó porque llevó emparedados y vino), oye que dos individuos se acercan al lugar, cuyos rasgos no puede ver. Pero al descubrir que el supuesto cadáver es un bulto que se deshace al levantarlo, salen corriendo y eludiendo la emboscada y la lluvia de balas que esperan recibir; y Brendon identifica a Doria por su voz y por una de sus recurrentes frases en italiano: Corpo di Bacco.

            Tras el retorno de Peter Ganns, tal episodio se lo celebra a Brendon; pero también decide no confrontar a Giuseppe Doria y manejar el incidente con astucia y sigilo. En este sentido, para acorralarlo y atraparlo, Ganns, de noche, irá por la policía de Menaggio y por la orden para detenerlo. No obstante, su error, su gran error, pese a sus muchos años de experiencia, es que le confía a Marc Brendon la custodia del tío Albert, quien, instruido por Ganns, no debe de salir de su recámara por ningún motivo. Ganns se marcha. Joanna, hablantina, distrae a Brendon y le ruega que la rescate y la salve del demoníaco y pérfido de su marido y se la lleve con él. De tal modo que Brendon no pudo oír ni ver el momento en que el tío Albert, engañado por un supuesto barquero, salió de su cuarto para dirigirse a la casa de Virgilio Poggi en el caserío de Bellagio. Cuando regresa Ganns con “el barco de la policía lacustre”, silencioso y con las luces apagadas, descubre la ausencia del tío Albert. Assunta le dice que el amo salió presuroso a casa de su amigo, ubicada al otro lado del lago, pues por un accidente demandó su presencia de un modo inmediato. Ganns ordena que vayan a buscarlo allá. Y al saber que nunca llegó ni nadie solicitó su presencia, infiere que fue asesinado en medio del lago Como. Cuando súbitamente regresa Doria, el jefe de los policías, perentorio y dispuesto a esposarlo, le canta la orden de detención: “Michael Penrod”, “queda usted detenido por los asesinatos de Robert y Benjamin Redmayne.” “Y añada de Albert Redmayne”, gruñe Ganns. Giuseppe Doria o Michael Penrod intenta huir. Y en la violencia y rapidez de los sucesivos movimientos, para impedir que un joven policía le dé un mortal balazo a su cómplice y amante, Joanna interpone su cuerpo para protegerlo y cae “al suelo sin un gemido”.

 

III de III

Según se lee en la novela, el móvil del asesinato de “los rojos Redmayne” era la venganza, muy por encima del hecho de que Joanna, por medio del histriónico, lúdico y teatral “crimen perfecto”, heredaría mucho más rápido el dinero y las propiedades de sus tres tíos. Es decir, al menospreciar y humillar a Michael Penrod por negarse a ir a la guerra de manera voluntaria y por iniciativa propia, los tres tíos, sin saberlo, firmaron su sentencia de muerte, que tarde o temprano la pareja cumplimentaría, según el secreto dictamen pactado y compartido, amorosamente, entre ellos.

            Sin duda Joanna encarna un inexplicable y misterioso arquetipo de sutil malicia, hipocresía, vocación actoral y codicia pecuniaria. Es decir, pese a que al parecer “Odiaba a su familia, como sólo pueden odiar los parientes”, es difícil entender el odio, la maldad, la deshumanización, y la mente criminal y teatral de ella, y de él, y la fascinación por el lúdico montaje escénico que ambos compartían para llevar a cabo, fríos y crueles, tales asesinatos de manera tan pausada y rocambolesca, y tan carente de ética y de empatía con sus víctimas. Ambos poseían habilidades y medios para vivir y sobrevivir sin matar a nadie. Joanna recibiría veinte mil libras de su abuelo paterno al cumplir 25 años o al casarse, además de que era la única sobrina de sus tres solterones tíos: la última de “los rojos Redmayne”; y antes de la Gran Guerra, Michael Penrod ya recibía una renta de “cuatrocientas libras anuales” del negocio de pesca de sardinas heredado de su padre. De hecho, la índole perversa e hipócrita, histriónica y teatral de ambos comienza a gestarse durante la guerra (o quizá antes), pues para no alistarse ni ser llamado a filas, según confiesa el joven y cínico Michael Penrod (quien aún no cumple la treintena al ser hecho prisionero): “Como lo hicieron varios millares de hombres inteligentes, eludí el servicio activo ingiriendo un droga que afectaba al corazón. Conservé mi pellejo, no salí del país y obtuve mi parte: la Orden del Imperio Británico, en lugar de una tumba sin nombre. Fue bastante fácil.” Y sí que lo fue, pues Joanna y Michael Penrod se desplazaron a Princetown (allí eran honrosos inquilinos de la “viuda del célebre Eduard Gerry que durante veinte años fue miembro del Club de cazadores de Dartmoor”) y se ofrecieron como voluntarios para laborar en el Depósito de Musgo instalado allí con la contribución del Príncipe de Gales. Joanna y otras mujeres recogían “el musgo esfagníneo de los pantanos de Dartmoor, que después de ser secado, limpiado y sometido a proceso químico, era enviado a todos los hospitales de guerra del reino.” Y el supuestamente debilucho y vulnerable Michael Penrod, como sus “escasas fuerzas no le permitían recorrer las ciénegas ni entregarse al duro trabajo de recogerlo y llevarlo a Princetown, se ocupaba de secarlo y extenderlo en el asfalto de los campos de tenis de los guardianes del presidio, lugar donde se efectuaba ese proceso preliminar”. Pero además “Michael tenía también a su cargo los archivos y la contabilidad; y, a decir verdad [dice Joanna], organizó a la perfección el depósito”, ganándose la estima de los vecinos de Princetown y la rutilante medalla de la Orden del Imperio Británico.

           

Eden Phillpotts
(1862-1960)

              El detective Peter Ganns regresó a Estados Unidos, precisamente a “la cómoda casa que poseía en los alrededores de Boston”, convencido de que atrapó al criminal Michael Penrod y seguro de que sería ahorcado en el cadalso, y que la megalomanía y la vanidad del histriónico asesino eran tales, que haría, motu proprio, su confesión, donde narraría el trasfondo y los pormenores de sus actos. Cosa que, efectivamente, hizo de manera manuscrita (y tituló “Mi apología”), pues en la prisión no le quisieron proporcionar una máquina de escribir. En su texto (se lee en la novela), además de hablar del uso del arma homicida, semejante a un “hacha de matarife”, adquirida “en una herrería de Southampton”, el asesino dice que tuvo en Ganns “a un enemigo digno de mi inventiva y de mis recursos”; pero no admite haber sido derrotado, sino que declara: “He jugado una partida con Peter Ganns y hemos empatado; él no pretenderá que ha triunfado, ni dejará de conceder el primer aplauso a quien lo merece. No ignora que, aunque él y yo somos iguales, ella era superior a nosotros dos.” Pero para demostrarle, y restregarle, que él, Giuseppe Doria, y no Michael Penrod, es el verdadero vencedor y que en realidad le ganó la partida al viejo detective, firma como Giuseppe Doria y no como Michael Penrod, además de anunciarle al mundo (en realidad le anuncia y le dice a Ganns) que no aceptará la ignominia de “Morir en el cadalso”.

            Esto se lo patentiza a Ganns con el envío post mortem que le llega a través del triste Marc Brendon, doblemente burlado y derrotado: por la “angelical” y “noble” Joanna y por su torpeza en el caso. En este sentido, pese a que la carta que Brendon le dirige a Ganns está datada en “New Scotland Yard, 20 de octubre de 1921”, le dice que ya renunció a la corporación policíaca. Que el asesino “Redactó en la cárcel su testamento y la ley admitió” que él “heredara sus bienes personales”, mismos que repartió, “por partes iguales, entre los orfanatos de la Policía”, de Estados Unidos y de Inglaterra. Pero el carozo de la marzo (gran premio hez de la canalla) exclusivamente destinado a Peter Ganns es una cajita, que éste, al recibirla, cree de rapé, donde el asesino le envió “su ojo de cristal, exquisitamente fabricado, imitando la realidad”. Artificio de utilería que el experimentado detective, aficionado a las charadas y proclive a deducir y raciocinar, nunca advirtió, en cuyo interior el criminal guardaba el cianuro de potasio con que se suicidó entre las rejas de la cárcel. En este sentido, se lee:

            “Dos noches antes del día fijado para la ejecución, Penrod se retiró, como de costumbre, y aparentemente durmió varias horas con la cara tapada por las ropas de la cama. Dos guardias se hallaban sentados a ambos lados de la cama y la luz estaba permanentemente encendida. De pronto lanzó un suspiro y, extendiendo el brazo, alcanzó algo al hombre de la derecha.

            “Ocúpese de que esto llegue a manos de Peter Ganns..., es mi legado —dijo—. Y recuerde que Marc Brendon es mi heredero.

            “Y dejó un pequeño objeto en la mano del guardián. Al mismo tiempo sufrió una espantosa convulsión, lanzó un gemido y, de un salto, se incorporó. En seguida cayó de bruces, sin sentido. Uno de los hombres lo sostuvo, mientras el otro corría en busca del médico de la cárcel. Penrod estaba muerto...”


Eden Phillpotts, Los rojos Redmayne. Prefacios de Jorge Luis Borges. Traducción del inglés al español de Marta Acosta van Praet. Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 39, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 332 pp.

jueves, 6 de enero de 2022

Corazón de tinta


Si una noche de lectura un niño


Cornelia Funke
De 2003 data la primera edición en alemán de Corazón de tinta, novela fantástica de la germana Cornelia Funke (Dorsten, 1958), con ilustraciones suyas, traducida al español por Rosa Pilar Blanco e impresa en Madrid, en 2004, dentro de la serie Las Tres Edades, de Ediciones Siruela. Según anuncia el cintillo, “después de El jinete del dragón” (editada en alemán en 1997 y en 2002 en castellano) “llega un nuevo best-seller internacional de ‘la Rowling alemana’”, con “más de 2.500.000 ejemplares vendidos en Alemania, Estados Unidos y Reino Unido”. Quizá esto sea verdad y no sólo se trate de un alarde publicitario, pues en español es una delicia repleta de maravillas.
     Según Siruela, Corazón de tinta es para lectores de doce años “en adelante”. Tal vez sea más o menos así; lo cierto es que si se trata de un niño o de un adolescente, tiene que ser un lector consumado y de fondo, pues la obra casi llega a las 600 páginas. Y si bien un infante puede disfrutar los pormenores de Corazón de tinta, el regocijo de un lector mayor (o con más lecturas) será distinto en lo que concierne a las citas y referencias bibliográficas y mitológicas diseminadas en la historia. Es decir, Corazón de tinta es una celebración de la literatura fantástica de todos los tiempos, del poder mágico de la lectura y un tributo al libro como vehículo para vivir, soñar, viajar o trasladarse al instante a mil y un mundos quiméricos y prodigiosos, pero no exentos de peligros, de terribles aventuras y de maldad; de ahí que al término figure una “Nota bibliográfica” que consigna 22 libros clásicos (localizables en español) y que la novela y cada uno de sus 59 capítulos inicien con un epígrafe que la mayoría de las veces no es una o dos líneas, sino un pequeño y sonoro fragmento. Pero las principales y trascendentales alusiones míticas y literarias (el juego y el festejo) se hallan a lo largo de la urdimbre de la trama.
     
Colección Las Tres Edades, Ediciones Siruela
Madrid, 2004

         No es fácil comprimir y en capsular en una reseña periodística todo lo que ocurre en la voluminosa Corazón de tinta. Hay en ella una lucha entre el bien y el mal, entre los personajes buenos y los malos, en la que al término —después de mil y un infortunios, sinsabores, riesgos, aventuras y actos heroicos y cobardes—, triunfan la mayoría de los benévolos y no todos los malvados son derrotados por completo. Sin embargo, los sucesos no se plantean ni se desarrollan así de simple, pues Cornelia Funke, además de su prodigiosa imaginación, es una maestra del suspense, de las escenas de acción y movimiento, de los escenarios y detalles emblemáticos (y no), y de los giros sorpresivos.
        Entre los héroes de la novela destacan Mo y su hija Meggie, de doce años. Ambos son voraces y doctos lectores. Si desde pequeña, con su habilidad manual, ella ha hecho sus propios libros, su padre es una especie de médico de libros, pues su oficio es restaurar los libros antiguos y los maltratados por el uso o por el abandono. El meollo, que sucede en la Europa del siglo XXI, comienza a desencadenarse cuando a la campirana casa de ambos arriba Dedo Polvoriento, un tragafuegos y malabarista al que Mo no veía desde hacía nueve años, quien lleva oculta en su mochila a su mascota Gwin, una pequeña marta con cuernos. Con secretos cuchicheos ante Meggie, Dedo induce a Mo a viajar a un derruido pueblo fantasma extraviado en las montañas de Liguria, donde tiene su guarida el más malévolo de lo maleantes de la obra: Capricornio, quien se comporta con la peliculesca y pestilente majestad de un mafioso experto en el secuestro, el asesinato, la tortura, la extorsión, el robo, el incendio de pueblos, casas y personas, y en la acumulación de dinero y tesoros.
     Para viajar con Dedo Polvoriento a tal pueblo maldito, Mo (quien lleva con él un libro prohibido para Meggie) deja, a muchos kilómetros de distancia, a su hija con Elinor, tía de la madre de la niña, desaparecida desde hace nueve años; la tía Elinor es solitaria, adinerada y de mal genio, y en su enorme casona (rodeada por un bosque y un lago) atesora lo principal de su solitaria vida: una vasta biblioteca de libros valiosos y antiguos.
     A Mo lo apodan Lengua de Brujo porque si lee en voz alta un libro puede suscitar que ciertos personajes o cosas de la narración se trasladen al orbe real y que, como una especie de intercambio ineludible y maligno, algunas personas de éste, sin quererlo ni desearlo, desaparezcan y se introduzcan en tal libro y por ende subsistan atrapados en su historia. Es decir, si esto supone la existencia de una infinidad de mundos paralelos al globo terráqueo, la cualidad de Mo es una virtud que no controla del todo, pues implica una peligrosísima dosis de azar.
     Fue hace nueve años (y esto lo ignora Meggie) cuando Mo, leyendo en alta voz el libro que le esconde a su hija, perdió a su hermosa esposa e hizo surgir en el mundo a Capricornio, a varios de sus secuaces y a Dedo Polvoriento, quien padece una entrañable y dolorosa nostalgia por el entorno del libro, repleto de duendes, hadas y hombrecitos de cristal, y donde el fuego tiene otra conducta y otras posibilidades lúdicas.
     Así, y para acrecentar su poder, Capricornio necesita los servicios de Lengua de Brujo: quiere que le extraiga de los libros las fortunas que figuran en ellos (cosa que Mo sólo consigue mediante la lectura de un pasaje de La isla del tesoro, pues de un episodio de Las mil y una noches erradamente trae a un muchachito árabe llamado Farid) y que además le traslade del libro (prohibido para Meggie) a la Sombra, el verdugo, un ser espeluznante y descomunal, sin rostro, del que se dice que “Capricornio había encargado a un duende o a los enanos, que son expertos en todo lo que procede del fuego y del humo, que creasen a la Sombra con la ceniza de sus víctimas. Nadie se sentía a salvo, pues se decía que Capricornio había ordenado matar a los creadores de la Sombra. Pero todos sabían una cosa: que era un ser inmortal, invulnerable y tan despiadado como su señor.”
     Persuadido por el tragafuegos y luego prisionero de Capricornio, Mo, al principio, sólo busca hacer retornar a su mujer perdida hace nueve años y Dedo solamente ansía el retorno al orbe del libro del que nunca, junto con Gwin, debió salir sin su consentimiento. Las cosas no serán tan sencillas ni lineales. Y para la apoteosis que preludia el final (no del todo feliz) de la novela (pese al paisaje de cuento de hadas que infesta el jardín y la casona de la tía Elinor) será necesario que Meggie, atrapada por ciertos esbirros de Capricornio, se empeñe en descubrir, y descubra, que también ella posee el don de hacer traer al mundo los personajes de un libro mediante la lectura en voz alta (es el caso del hada Campanilla y el caso del soldadito de plomo) y que Fenoglio, el autor del libro prohibido, encarcelado por Capricornio, reescriba cierto pasaje, lo que a la postre, no sin jugarse el pellejo al unísono de los otros héroes en tareas simultáneas, funciona a modo de conjuro leído en alta voz.


Cornelia Funke, Corazón de tinta. Ilustraciones de la narradora. Traducción del alemán al español de Rosa Pilar Blanco. Serie Las Tres Edades número 115, Ediciones Siruela. Madrid, 2004. 600 pp.

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martes, 16 de noviembre de 2021

Los casos de monsieur Dupin

 Un genio de lo intelectual

 

Entre los mil y un libros en español que reúnen los tres cuentos detectivescos del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) se halla el titulado Los casos de monsieur Dupin, impreso en 2019, en España, por Ediciones Abraxas. Con primorosas y bellas erratas, y maquetación y diseño de portada de Vanessa Diestre (que parece ilustrar no al chevalier Dupin sino a Sherlock Holmes en París), la traducción del inglés es de Alberto Laurent, quien la precede con un prefacio titulado “La narrativa detectivesca de Poe”, en donde afirma: “Entre 1840 y 1845, el agudo genio de Edgar Allan Poe produjo cinco relatos en los que quedaron postulados para siempre los principios generales de la narración policíaca.” De ahí que la antología esté dividida en dos partes; en la primera, homónima del libro, figuran: “Los crímenes de la rue Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”; y en la segunda, rotulada “Apéndice”, figuran: “El escarabajo de oro” y “Tú eres el hombre”.

           

Ediciones Abraxas
(España, 2019)

              Si bien el traductor cita, en su preámbulo, un fragmento de “El cuento policial” célebre conferencia informal de Jorge Luis Borges datada el “16 de junio de 1978” (en la Universidad de Belgrano), en el que se lee decirle al auditorio: “[...] Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.” No refiere que allí Borges, entre sus divagaciones, esboza la tesis de que “Poe ha dejado cinco ejemplos” de “cuentos de razonamiento”, “cinco cuentos policiales”, los nombra; los cuales son, precisamente, los traducidos y antologados por Alberto Laurent en Los casos de monsieur Dupin. En este sentido, parece que la idea de traducir esos cinco relatos, y antologarlos en un libro, deviene de las alusiones dichas por Borges en esa conferencia, la cual el traductor leyó en el póstumo volumen IV de las Obras completas de Borges, publicado por María Kodama, en 1996, en Barcelona, a través de Emecé Editores.

   

Emecé Editores
(Barcelona, 1996)

          No obstante, pudieron ser siete (contando a “El hombre de la multitud” y a “La caja oblonga”), según lo que expone Margarita Rigal Aragón en “Poe y el relato policíaco” (donde bosqueja, precisamente, los postulados y los principios generales de la narración policíaca inaugurados por el norteamericano), capítulo de su extensa “Introducción general” al ladrillesco tomo de Edgar Allan Poe: Narrativa completa, publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por ella; quien además de su erudito ensayo preliminar incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen.

     

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, 2011)

            Si bien Alberto Laurent también incluyó una serie de notas (pero al pie de página) en cada uno de los cinco cuentos que tradujo para Los casos de monsieur Dupin, su antología no es una edición crítica y anotada. De hecho, extrañamente —y no es peccata minuta—, no transcribió las fechas de la primera edición de cada uno de los cinco cuentos (ni se leen en la página legal): ni en el prólogo (donde habla de la génesis de la narración policíaca) ni en sus notas. Y sólo al término de cada uno colocó el título original en inglés.

    Vale observar, entonces, que según la datación cronológica que reporta Margarita Rigal Aragón en Narrativa completa, “El hombre de la multitud” (“The Man of the Crowd”) es la narración número 27 de Poe, publicada en “Diciembre de 1840” en Burton’s Gentelman’s Magazine. En su “Introducción general” dice que “se ha dicho que es en realidad la primera historia detectivesca de Poe”; lo cual parece reiterar en su correspondiente nota: “Esta narración es considerada como el germen de los relatos detectivescos de Poe.” Y al parecer es así, pues “El hombre de la multitud” está narrado por la voz de un observador que, desde la mesa de un café en el epicentro del multitudinario Londres, inicia el obsesivo seguimiento (detectivesco) de un individuo, cuyos rasgos y facha le llaman poderosamente la atención. Imbuido en una visual atmósfera dickensiana de costumbres multitudinarias e individuales, ese seguimiento y espionaje traza un círculo: inicia una noche a través del cristal de una ventana del “café D...” y concluye en la noche del día siguiente en las inmediaciones de “ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad”: “la calle de hotel D...” Es obvio que ese germen de detective anónimo no posee las virtudes analíticas y deductivas del chevalier Auguste Dupin; pero eso sí: a imagen y semejanza de un cultivado y sabiondo (de cuño poeniano) exhibe o saca a colación sus conocimientos librescos, filosóficos, culteranos y políglotas. Y por ser un convaleciente que ha pasado “varios meses de enfermedad”, se siente en “el reverso exacto del ennui”: con una excitación del pensamiento y de los sentidos (y de las pupilas de los ojos) que lo hace verse “capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada”. El individuo de la multitud (en incesante movimiento) que frente a la ventana del café magnetiza y concentra su atención parece ser un sesentón (o setentón) en situación de calle (vagabundo del alba, lo llamaría el poeta Efraín Huerta). Pero lo que lo atrae sobremanera es la expresión de su rostro; según narra: “Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio.” Es decir, se trata de alguien cuyo rictus y arraigados rasgos faciales pueden representar el arquetipo del mal y de la maldad. Y quizá se trate de algún dikensiano malvado: ladrón o asesino, pues cuando ya va siguiéndolo de cerca, casi pisándole los talones y bufando en sus orejas, dice el germen de detective: “Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz del farol lo alumbraba de lleno, puede advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no me engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a donde quiera que fuese.” Y sí: lo sigue durante toda la noche; incluso durante su estancia en “uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra”, ubicado en algún suburbio de los bajos fondos londinenses, del que emergen a la altura del amanecer. Lo cual preludia la intempestiva interrupción del seguimiento (casi un tope de borrego contra la piedra: Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre, reza Borges) y su conjetura final: “Este viejo”, dice, “representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae¹ [¹El Hortulus Animae cum Oratiunculis Aliquibis Superadditis, de Grünninger. Nota al pie de Poe], y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que ‘er lässt sich nicht lesen’ [no se puede leer].” Vale observar que Cortázar no tradujo los vocablos ajenos al idioma de Shakespeare que se leen en el cuento, ni siquiera el epígrafe en francés atribuido al filósofo y moralista La Bruyère. Pero Margarita Rigal Aragón sí lo tradujo y reza (deslizando el retintín a lo largo de las volutas y vaivenes del cuento): “Ese terrible mal: ser incapaz de estar solo.”

 

Edgar Allan Poe

          Margarita Rigal Aragón, la crítica y editora de Narrativa completa, apunta que “Los crímenes de la calle Morgue” (“The Murders of the Rue Morgue”) es el relato 28 de Poe, publicado en “Abril de 1841” en Graham’s Lady’s and Gentelman’s Magazine. El cual, con “El misterio de Marie Rog
êt” y “La carta robada”, conformó la consabida y trascendental trilogía detectivesca protagonizada por el marisabidillo y genio de la raciocinación C. Auguste Dupin. “El misterio de Marie Rogêt” (“The Mystery of Marie Rogêt”), apunta, es el relato 37 y se publicó “Entre noviembre y diciembre de 1842 y febrero de 1843” en Ladies’ Companion. Y según dice siguiendo a Mabbot: “este cuento es de una gran trascendencia para la historia de la literatura, pues se trata del primer intento de resolver (empleando para ello la ficción) un asesinato real”. En la trama, el prefecto de la policía parisina le promete “una recompensa económica” por resolver el crimen. “Había nacido así” alecciona Margarita, “el ‘asesor’ o ‘consultor’ de la policía, que posteriormente sería aprovechado por Arthur Conan Doyle para crear al mundialmente famoso Sherlock Holmes.” Pero en “Esta ocasión el chevalier no visita la escena del crimen, sino que intenta resolverlo a través de las distintas noticias que habían aparecido en la prensa; con ello”, apunta, “nace también el detective de ‘sillón’.” No obstante, “es el [relato] menos interesante para ser leído”, Borges dixit; quien con el pseudónimo de H. Bustos Domecq y a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares, crearía al detective de sillón Isidro Parodi, quien desde una celda de la Penitenciaría de Buenos Aires resuelve abstrusos crímenes. Y “La carta robada” (“The Purloined Letter”), el relato número 50 de Poe, fue publicado en “Septiembre de 1844” en The Gift; y resulta todo lo contrario que el anterior, pues según afirma Margarita: “es una de las historias más famosas de Poe, considerado por algunos como el mejor de todos sus relatos y por muchos, incluido él mismo, como su mejor cuento de raciocinio.” Esto último quizá también lo compartiría Borges, pues “La carta robada” fue seleccionada por él en cuatro antologías. Primero, con Adolfo Bioy Casares y sin prefacio, en Los mejores cuentos policiales (Buenos Aires, Emecé Editores, 1943); la cual, con cambios en la selección, se reeditó con el rótulo Los mejores cuentos policiales (2) (Madrid, Alianza/Emecé, 1983), signada por un “Prólogo” datado por ambos en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, que es una canónica reseña y celebración del angular aporte de Poe, misma que empieza diciendo: “A partir de 1841, fecha de la publicación de The Murders in the Rue Morgue, primer ejemplo y de algún modo arquetipo del género policial, éste se ha enriquecido y ramificado considerablemente.” Luego, con un “Prólogo” suyo, figura en la antología de cinco cuentos de Poe titulada, precisamente, La carta robada, número número 18 de La Biblioteca de Babel, colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges (a petición de Franco Maria Ricci), editada en Madrid, en 1985, por Ediciones Siruela. Y, por último, en la antología de nueve relatos de Poe titulada Cuentos, número 65 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges (que dirigía con el auxilio de María Kodama), editada en Madrid, en 1986 (año de su fallecimiento) por Hyspamérica, en cuyo “Prólogo” repite: “De un solo cuento suyo que data de 1841, The Murders in the Rue Morgue, que aparece en este volumen, procede todo el género policial: Robert Louis Stevenson, William Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle, Gilbert Keith Chesterton, Nicholas Blake y tanto otros.”

     

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 65
Hyspamérica Ediciones
(Madrid, 1986)

         
 “El escarabajo de oro” (“The Gold Bug”), el relato número 40 de Poe, apunta la crítica y editora de Narrativa completa, fue “Publicado en dos entregas”, en The Dollar Newspaper, “los días 21 y 28 de junio de 1843”. Y sobre él dice: “Junto con ‘Los crímenes de la calle Morgue’ es, posiblemente, el cuento más famoso de Poe y uno de los mejor conseguidos del autor, que atrae la atención tanto de adultos como de jóvenes. Poe usó la figura de un famoso pirata, el capitán William Kidd, como fuente inspiración más directa.”

       “La caja oblonga” (“The Oblong Box”), el relato número 49 de Poe, se publicó en “Septiembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Y según apunta Margarita: “Al igual que en [el] caso de ‘El misterio de Marie Rogêt’, la inspiración le vino a Poe de la mano de una historia real, la del asesinato del impresor Samuel Adams (17 de septiembre de 1841) a manos de John C. Colt; Colt colocó el cuerpo sin vida de Adams, recubierto de sal, en una caja de madera y lo embarcó a Saint Luis. En esta ocasión, sin embargo, no era la intención del escritor la de resolver el crimen, que ya había sido solventado por las autoridades.” [...] “Este relato es considerado por la crítica, en general, como una de las piezas menores de Poe. Se trata, sin embargo, de una excelente muestra del humor de Poe, en la que prueba cómo sabe combinar los elementos reales con los ficticios, dando también cuentas de su buen hacer en el arte de mistificar, y con la que ayuda, no sabemos si de manera consciente o no, a inventar la figura del detective ‘despistado’, desarrollada con gran éxito en personajes de la cultura popular tales como el Inspector Clousseau, el detective Colombo o el Inspector Gadget.”

     Lo más probable es que Poe, con “La caja oblonga”, no se propuso incidir en la creación de “la figura del detective despistado”; ni mucho menos pretendió, con tal cliché, influir en el incierto devenir televisivo y cinematográfico y de los dibujos animados del siglo XX.

    El anónimo personaje que narra en “La caja oblonga” se embarca, en Charleston, en el paquebote Independence, con destino a Nueva York. Pero nunca llega en esa embarcación, dado el violento naufragio acaecido no muy lejos de Roanoke Island, adonde arriba el grupo de sobrevivientes a bordo de una chalupa, luego de cuatro días a la deriva, entre ellos el capitán Hardy y el narrador. Antes de iniciar el trunco viaje en el Independence, el narrador ve que en la lista de pasajeros se halla el nombre de Cornelius Wyatt, un joven pintor, ex condiscípulo suyo “en la Universidad de C...” (Quizá Charlottesville, donde aún está la Universidad de Virginia en la que el joven Poe fue un controvertido y pendenciero alumno durante diez meses de 1826.) Pero también ve que su nombre figura en tres camarotes, e indaga que con el artista viajarán sus dos hermanas y su esposa. Más una criada y un supuesto exceso de equipaje, según deduce y supone con un notorio esfuerzo mental. La enfermiza y perruna intriga del narrador inicia al unísono de sus obsesivas observaciones y del espionaje pseudodetectivesco en torno a lo que hace y no hace su amigo (y su prole), que muy cercano no es, pese a que dice que solían “andar siempre juntos”, dado que nunca había visto a su hermosísima esposa, “la más encantadora y cultivada de las mujeres”, sin duda una sílfide con un tentador cuerpo de pecado.

     El caso es que en el meollo del relato descuella el hecho de que ese personaje que observa y espía no posee las virtudes analíticas, deductivas y estratégicas del raciocinador Auguste Dupin. De modo que su roma inteligencia quizá sea semejante a la inteligencia del instruido y culto amigo del chevalier, pues es incapaz de ver más allá de su nariz. Es decir, pese a que lo observa, no logra desentrañar por qué la supuesta esposa del pintor es inculta y fea, y no bella y cultísima; y por qué, por las noches, la presunta cónyuge sale del camarote del marido y ocupa el vacío camarote de la criada; mientras él pasa las horas de la noche encerrado con la caja oblonga (que, supone, resguarda un valioso lienzo: quizá “una copia de La última cena de Leonardo”), que fue el último cargamento en incorporarse para la travesía. No sorprende, entonces, que cuando ya el Independence está a punto de naufragar, el narrador, desde la chalupa con los otros sobrevivientes, crea, por instantes, que el pintor se salvará al arrastrar la caja oblonga hasta la borda, atarse a ella y lanzarse así al mar. Y es el capitán Hardy el que le da un indicio del trasfondo del suicidio que en esos instantes se desarrolla frente sus ojos cuando le dice que “volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.” Y un mes después de ese trágico episodio, el narrador cuenta que casualmente se encontró en Broadway con el capitán Hardy, quien entonces le resume los dramáticos sucesos tras bambalinas que él, pese a observar y espiar, no pudo descubrir ni inferir.

     

Julio Cortázar

              En la danza de las fechas, che Cortázar apunta, en su correspondiente nota, que “La caja oblonga” se publicó en “septiembre de 1844” en el mismo medio que registra Margarita Rigal Aragón. Y su lapidaria (y quizá mojigata) paráfrasis revela lo que imagina que ocurría por las noches cuando el pintor Cornelius Wyatt se encerraba, solo, con la caja oblonga; en cuyo interior yacía el curvilíneo, frío y fétido cadáver de su auténtica consorte, “parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas”: “Otra transparente presencia de la necrofilia, que se muestra sin ambages y en su forma más repugnante.”

    “Tú eres el hombre” (“Thou Art The Man”) es el relato 52 de Poe y se publicó en “Noviembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Según reporta la editora de Narrativa completa: “Para buena parte de la crítica poeniana, en este relato humorístico Poe pretendía burlarse de sus tres cuentos policiacos en los que Dupin es el protagonista. Hasta se ha llegado a hablar de deconstrucción del género policiaco de la mano de su propio creador. Constituye, sin embargo, como el lector comprobará, otra excelente muestra de la deuda de este género para con Poe, pues introduce aquí el entorno rural que hasta entonces había estado ausente.”  

       

Páginas de Espuma
(México, noviembre de 2018)

          Vale observar que Margarita Rigal Aragón, pese a su patente y sobrada erudición, también incurre en varios lapsus (a lo que se añaden algunas erratas a lo largo del volumen), bastante nimios, por cierto, pero que pudieron corregirse. Por ejemplo, botón de muestra uno: en la página 56 apunta: “Unos pocos meses antes de la publicación de ‘Los crímenes’ [en ‘Abril de 1841’], aparecía en el Saturday Evening Post de Filadelfia una reseña literaria escrita por Poe, en la que comentaba los primeros capítulos de Barnaby Rudge de Dickens [...]” Sin embargo, no fue “Unos meses antes”, sino al inicio del siguiente mes, pues se publicó el “1 de mayo de 1841”, según se lee en la página 291 del volumen de Edgar Allan Poe: Ensayos completos I (México, Páginas de Espuma, 2018). Botón de muestra dos: entre las páginas 59 y 60 apunta: “También con anterioridad a ‘La carta robada’ [publicada en ‘Septiembre de 1844’], Poe había publicado otras dos piezas que algunos críticos consideran como de ‘pseudo-razonamiento’, pero que son de una importancia fundamental en el desarrollo de la ficción detectivesca; se trata de ‘La caja oblonga’ (septiembre, 1844) y ‘Tú eres el hombre’ (noviembre, 1844)”. Es decir, si leemos bien lo apuntado por ella (incluso en la glosa cronológica de los 67 relatos), no fue con “anterioridad”, pues “La carta robada” y “La caja oblonga” se publicaron en “Septiembre de 1844”, y “Tú eres el hombre” en “Noviembre de 1844”. Botón de muestra tres: hablando sobre “Tú eres el hombre” dice en la página 60: “La forma de resolución sigue un procedimiento similar al de ‘La carta robada’: hasta el final no se nos explica el método analítico seguido para desenmascarar al culpable.” Pues, ojo, es todo lo contrario: al final de ambos cuentos ¡sí! “se nos explica el método analítico”. En “La carta robada”, Dupin se lo cuenta a su íntimo y nocturno amigo (y por ende al lector), quien es la voz narrativa y el transcriptor de la entrecomillada voz del chevalier Dupin. Y en “Tú eres el hombre” lo hace la voz cantante del relato, quien es el único residente de la aldea de Rattleborough que tiene una mirada detectivesca, perspicaz y analítica, y por tanto ha desentrañado, como un buen detective, los actos criminales, la impostura y los movimientos ocultos del camuflado e hipócrita Charley Goodfellow, el asesino del ricachón Barnabas Shuttleworthy, quien se había puesto al frente de la búsqueda del cadáver y de la imputación del presunto asesino. Y para desenmascararlo ante la embriagada comunidad (y liberar de la cárcel al supuesto criminal: el sobrino y heredero del asesinado), le tiende una macabra y jocosa trampa con el cadáver y un truco de ventriloquía y de ilusionismo teatral y escenográfico.

    Esto resulta ser una especie de modus operandi o recurso narrativo de Poe, pues en “Los crímenes de la rue Morgue” el chevalier Dupin, una vez desentrañado el caso del par de espeluznantes asesinatos en el cuarto cerrado (cliché de la narrativa negra inaugurado por Poe), puntualmente le detalla a su amigo y acompañante su procedimiento de observación, análisis e inferencia —que es la prueba en acto del método de raciocinación utilizado por él: el completo tratado sobre la ciencia de raciocinio expuesto en la primera parte del cuento, cuyas páginas, apunta Margarita, son “consideradas tediosas”—. Y en “El escarabajo de oro”, una vez que en la isla de Sullivan el tal William Legrand (un raciocinador a la altura de Auguste Dupin), con ayuda de su esclavo Júpiter y de su admirador y amigo de la cercana población de Charleston (quien es la voz narrativa), han localizado, desenterrado, trasladado, contado y ordenado el miliunanochesco tesoro pirata que otrora enterró y ocultó el capitán Kidd (con dos cadáveres), le explica al amigo (y al unísono al desocupado lector) los pormenores del rocambolesco método para descifrar el abstruso criptograma que yacía oculto en el sucio pedazo de pergamino donde pareció trazar una calavera al dibujar el escarabajo; pero también le cuenta sus detectivescas andanzas para localizar el sitio. Y, al término, le revela el toque teatral, lúdico, socarrón y escenográfico que implica el hecho de que, para burlarse y reírse de ese amigo y del supersticioso y tontorrón Júpiter —quienes lo creían loco—, para dizque atinarle al punto exacto donde estaba enterrado el tesoro bajo la arena, de pura chusca puntada hizo utilizar el escarabajo dorado. Es decir, hizo subir al timorato y rezongón Júpiter por el tronco de un altísimo tulipanero, llevando con él el escarabajo (bicho que le da terror y cree de oro macizo y de infecta y mala entraña), localizar allí una añosa calavera clavada, introducir el insecto por una de las horrorosísimas cuencas del cráneo, y hacerlo bajar atado a una cuerda como si fuera una especie de yoyo (en lugar de una plomada).

 

Edgar Allan Poe, Los casos de monsieur Dupin. Antología, prólogo, traducción y notas de Alberto Laurent. Ediciones Abraxas. España, 2019. 248 pp.