lunes, 22 de octubre de 2012

Muerte de Sevilla en Madrid



Caída libre rumbo al instante más feliz de su vida

Firmado en “París, 1971”, “Muerte de Sevilla en Madrid”, del peruano Alfredo Bryce Echenique (Lima, febrero 19 de 1939) —el célebre autor de Un mundo para Julius (Barral Editores, Barcelona, 1970)— es un cuento incluido en su libro La felicidad, ja, ja (Barral Editores, Barcelona, 1974), cuyo sórdido y lúdico magnetismo, tal mordida de vampiro, quizá infecte al desocupado lector que desconozca su obra cuentística y lo obligue a conseguir y a devorar la intravenosa edición de sus Cuentos completos (Alianza Editorial, Madrid, 1981) y demás etcéteras.
Alfredo Bryce Echenique
Controvertido Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2012
      “Muerte de Sevilla en Madrid”, también compilado en su antológico libro Cuentos (Espasa Calpe, Madrid, 1999), es la triste historia de un cándido tontorrón y su diarreica y desalmada desventura. Mediante el contraste de varios tiempos y situaciones paralelas que oscilan entre el pasado y el presente, Alfredo Bryce Echenique esboza, sobre todo, la secuencia y el trasfondo que inducen el súbito y sorpresivo suicidio de Sevilla, el protagonista.
      Además de zonzo y bufónico, Sevilla es un engendro ridículo y repulsivo: feo, pobretón, solitario, mórbidamente católico y repleto de atavismos, complejos y fobias. Empleado en un oscuro escritorio de la Municipalidad de Lima (una especie de Bartleby limeño), subsiste en una roída casucha del pequeño Miraflores, acompañado y sometido a su tía Angélica, una viejecita de 80 años, ciega y religiosa en exceso. El desvarío recurrente de Sevilla, como quien una y otra vez voluptuosamente frota el rosario, es evocar los felices episodios, quizá sólo fantasiosos, que vivió con y alrededor de Salvador Escalante, un ex condiscípulo del Colegio Santa María, varios años mayor que él, que resulta su antípoda: rubio, galán, buen futbolista, con auto de lujo, y heredero de los bienes y tierras de una de las familias adineradas de Lima. Uno de sus juegos, que incluso sigue practicando después de que Salvador Escalante muere en un accidente de carretera, es deambular por las calles limeñas en busca de la mujer hermosa que debería ser la rubia fémina del gran futbolista.
      Así, luego de que Sevilla, por su apellido de ciudad española, recibe la noticia de que ha ganado el viaje (premio que no buscó) con el cual inaugura sus actividades una compañía de aviación recién establecida en el Perú (un vuelo Lima-Madrid, ida y vuelta, con todo pagado), su frecuente evocación es un viaje a Huancayo (el único viaje de su vida anterior a éste) donde se celebró un Congreso Eucarístico, que hizo cuando aún era escuincle y alumno del Colegio Santa María, y cuyos notables y dichosos momentos los disfrutó al lado de su inasible y glorificado ídolo Salvador Escalante.
    En Madrid se instala, junto con los otros cuatro ganadores (un ecuatoriano, un venezolano, un gringo y un japonés) en el Hotel Residencia Capitol. De allí parten, día a día, a los puntos que constituyen el tour, precedidos por un Cucho Santisteban español, encargado de las relaciones públicas de la compañía de aviación.
     Si en el Perú la vida de Sevilla era una borrosa comunión fecal, en España su proclividad escatológica se agudiza e induce a batirse y ahogarse literalmente en sus propias heces. Días antes de partir, un angustioso desasosiego estomacal empezó a minarlo. Esto, si bien en Europa se traduce en una diarrea y nota bufa que signa su estancia y recorrido, no deja de ser, junto con toda la andanada de nimiedades y anécdotas absurdas e hilarantes que subrayan su condición de apestado por la vida y por sus propias entrañas, uno de los elementos que lo incitan a lanzarse por la ventana de la habitación del hotel, cuya vista y seducción le recordaba la sierra del Perú, precisamente Huancayo, el sitio donde con Salvador vivió “el instante más feliz de su vida”, al cual pareció arrojarse y revivir en un relámpago.
      Casi sobra decir que en esta narración de Alfredo Bryce Echenique abundan los rasgos y datos que translucen el hecho de que Sevilla no estaba bien de la cabeza; pero además su demencia contrasta con la insania de varios de los personajes: el conde de la Avenida, el español recién nombrado gerente de la compañía de aviación, quien ante la presencia de Sevilla sufre un trastorno que trastoca sus planes de conquista y del cual no se recupera; la tía Angélica, resignada en su ceguera y declive pseudorreligioso; mister Alford, el delirante alcohólico hundido en sus nostálgicos fracasos; Achikawa, el nipón cuya ansiedad, angustia y nerviosismo lo instigan a carcajearse una y otra vez y a la menor provocación, quien escoge a Sevilla como blanco de sus risotadas y de su insistente polaroid, cuyas mil y una fotos del peruano constituyen un testimonio visual de los últimos capítulos de su perra y excrementicia vida. Así, si no faltan las instantáneas donde Sevilla, de espaldas, sale corriendo rumbo al excusado (en el Museo del Prado o durante un almuerzo), o “una cara impregnada a fondo de retortijones” y luego otra donde se alivia; también, por su obsesión fotográfica, al irrumpir en la habitación de su modelo, le toca captar el momento exacto en que se arroja por la ventana.


Alfredo Bryce Echenique, Muerte de Sevilla en Madrid. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, 1994. 64 pp.







                               
                                 

La amante fea



El espejo en el espejo

Con La amante fea (Tusquets, Barcelona, 1993) el español Josep Lluís Seguí (Valencia, 1945) quedó finalista del XV Premio La sonrisa vertical, certamen de narraciones eróticas convocado en España por Tusquets Editores. 
Los amantes
(mixta/cartulina, 1963)
Pintura de Remedios Varo
Josep Lluís Seguí comienza su novela La amante fea con el siguiente fragmento lapidario: “Acabarán por parecerse. Todos los amantes llegaban a tener cierto parecido físico entre sí.” Tal corrosiva, clarividente y venenosa sentencia remite, sin proponérselo, a Los amantes (1963), una de las célebres pinturas de la española Remedios Varo (1908-1963). En el cuadro de la artista, un hombre y una mujer, ambos con la misma complexión flaca y alargada y con facciones análogas de curtida y crónica tristeza, yacen sentados, en la banca de solitario un bosque, con los dedos entrelazados entre sí, inextricables (síntesis de su enamoramiento y mórbida cotidianidad). Sus corazones, cuellos y manos supuran y expelen una especie de vapor, una nube que es la suma y confusión de humores, temperaturas, pestilencias, sentimientos y pensamientos que comulgan y bullen en su interior y en la red carnal y emotiva (atracción-rechazo) que los ata. Los vapores, desde lo alto, se transmutan en gotas, en una lluvia que cae y ya se ha convertido en un río o lago, cuyas aguas, ligeramente agitadas, ya les han rebasado los tobillos y que de seguir así terminarán por hundirlos y ahogarlos, si es que antes no se esfuman entre los vapores. Sus largos cuellos y cabezas ovales son un par de espejos de mano, muy similares. Allí, dentro del reflejo de los espejos, yace el rostro de cada cual, cada uno con un ojo negro y el otro azul. Los rostros son idénticos. Son dos pero son un solo rostro atrapado en la contemplación de sí mismo. Los originales perdieron su identidad. Ahora el rostro/los rostros se miran a los ojos, se miran el interior, lo escudriñan con una mezcla de embeleso, hipnosis, hechizo narcisista, escepticismo, ceguera, hastío, estoicismo y profunda tristeza y melancolía. Tal estancamiento o condición cenagosa y paulatinamente suicida, viéndolo bien, resulta contradictoria ante las doradas flores de lis que adornan los mangos de los espejos y sus contornos y frente a su forma oval o de huevo, puesto que la flor de lis (esa flor imaginaria que deviene de ciertas vertientes mitológicas y metafísicas) es símbolo de iluminación, de conjunción y realización espiritual, y el huevo (y por ende la forma) simboliza el germen de la generación (incluso cósmica) y el misterio de la vida. 
Tal existencialista fatalidad cifrada en la pintura de Remedios Varo aletea en La amante fea de manera no muy distante. El protagonista, un ejecutivo vacío y en perpetuo desasosiego sexual, se halla atrapado, principalmente, en los miasmas de tres relaciones: con la bella Isbel, su esposa, insípida para él; con Teresa, la potable ex amante, ya fallecida; y con Nelia, la fea, ante la cual, no sólo por antiestética y repulsiva, mira, se mira e imagina con fobia cómo el mimetismo (no sólo físico) que atosiga a las parejas hasta la esclerosis, empieza con ciertos detalles a volverlos parecidos: él y la fea repiten palabras, diálogos, gestos, deseos, y hasta una depresión, sin recordar quién los originó; y sintomática y elocuentemente se repiten viéndose al espejo: “Sus miradas se encontraron en un punto del espejo. Los ojos de la mujer le devolvieron su propia mirada. Había algo de él mismo en aquellos ojos, sus miradas ya eran semejantes.”
La amante fea
(Tusquets, 1993)
Pese a las porras que se cantan y anuncian en la segunda de forros, La amante fea no es la gran novela. El argumento, una mezcla de melodrama existencialistoide y erotismo de receta infalible, es pueril, superficial y predecible. Sin embargo, esto, que no riñe con su estilo de frases cortas, fragmentos y capítulos breves, quizá atraiga y guste a más de un ciento de lectores. 
La amante fea se desarrolla a partir de la perspectiva del protagonista: un ejecutivo de clase media, solvente, que boga y sucumbe desgarrado por una serie de incertidumbres y angustias de índole sexual, constantes y antagónicas. El barniz de los roles sociales que cumple: el empleo y la oquedad matrimonial, camuflan lo que realmente es él: un tipejo carente de ideas y propósitos, solitario, egocéntrico, vacío como su deteriorada moral, incapacitado para construir el amor y ver más allá de sí mismo. Todo lo reduce a sus necesidades e insatisfacciones sexuales: “No hay más vida que la sexual.” Así, es un macho incorregible que se imagina y comporta como un donjuán común y corriente. Para él todas las mujeres son nalgas, y sus caras: el rostro humano de las nalgas, todas poseíbles. “Me gustaría acostarme con todas las mujeres que me resultan deseables”, le dice a Teresa, pero más bien se lo dice a sí mismo. 
El ejecutivo tiene a la mano una guía del ocio en la que se consignan los teléfonos de las mujeres que el usuario puede solicitar para hacerlo como quiera y con cuantas escoja. Como indicio compulsivo, sintomático de su decadencia, vacío, angustia y ansiedad, al ejecutivo le gusta extraviarse en bares y burdeles. A Teresa, la buenona, la conoció en un bar; era la camarera; esa noche fue con él a la cama. A Nelia, la fea, la conoció en otro, ni recuerda en cuál; era una típica y horripilante mosca de bar babeando por allí; esa noche lo hizo con ella. Isbel, inefable belleza, mórbida y ya inasible, también fue con él la noche que la conoció. El signo definitorio de las tres melodramáticas relaciones es la incomunicación, siempre matizada por el egoísmo del ejecutivo, por su incapacidad para engendrar el amor, con todas las complicaciones y compensaciones que implica. 
Teresa, la potable, ya murió. Tenía novio oficial y fuera de los encuentros sexuales con el ejecutivo, no se entendían ni se enamoraron. El protagonista, no obstante, ha deificado los detalles lúbricos de ella, y una y otra vez la evoca en su perpetuo delirio onanista: sus partes íntimas, los episodios que compartieron sus cuerpos, la proximidad con la muerte cuando ella conducía la moto de un modo vertiginoso y su consecuente fallecimiento.
Isbel, su esposa, protagoniza la vacuidad doméstica: la hermosa y tranquila fachada que puede lucir ante el establishmnet. El ejecutivo ignora lo que ocurre en el interior de Isbel; pero como datos elocuentes del vacío, la neurosis y la distancia: ya no hacen el amor, tuvo dos abortos que la atormentan, va al psiquiatra e ingiere somníferos. 
Nelia, en cambio y pese a sus feos y nauseabundos rasgos, es su media naranja sexual, una chancla que usa cuando quiere, donde quiere y como quiere. No le importa su pasado ni su vida. Nada más le ordena “bésame” y ella se arrodilla a sus pies y lo hace. La frecuenta los miércoles y los sábados, pero puede improvisar, siempre oscilando entre la repugnancia y el deseo, el desprecio y el afecto, el anhelo de romper para siempre y la necesidad de verla y usarla como se le antoje. Según él, esto es amor, un amor maldito que sin embargo, por ser ella una fea, no podría acceder a un papel trascendental como el que representa y juega la belleza de Isbel frente al hipócrita maquillaje del statu quo
Josep Lluís Seguí y la caricatura de Kikelin
Toda novela que aspire a ser erótica y media porno tiene que ostentar ciertos consabidos y manoseados ingredientes. Así, en La amante fea, de Josep Lluís Seguí, no faltan las descripciones fetichistas de las ropas y de las partes de los cuerpos femeninos, las penetraciones, las felaciones, las visitas al prostíbulo, los encuentros casuales y efímeros, como el caso de la tipa que le hace una felación en su auto sólo para que el ejecutivo le dé dinero para comprar cigarros, o la colega casada con quien lo hizo, “de aparador”, en un portal. 
Al personaje le gustan los pseudoaforismos, a veces no porque comulgue con su sentido, sino por el hecho de pronunciarlos: “El amor y la muerte provocan risa”; “Tengo la mirada triste de quien no hace más que contemplar a las mujeres”; “La pureza, la perfección, la belleza... no son contagiosas. Sólo las enfermedades y la fealdad lo son.”
El ejecutivo, siempre hueco, es una suma y resta de trivialidades y contradicciones. Así, solo y abandonado en el laberinto de sí mismo, todo el tiempo transpira y fantasea, incluso lascivamente, con la proximidad de la muerte; le teme y la evita, pero al unísono la busca en su naufragio interior, en la obsesión sexual. Es el tiempo del SIDA, pero el heroíno de sí mismo siempre es materia fácil y dispuesta para hacerlo sin condón: con sus amantes, en tropiezos fortuitos con desconocidas y en un burdel. La depresión y la fiebre que él trata de desaparecer con bourbon y con algún somnífero, y que más tarde Isbel y el médico tratan de conjurarle con nembutal, así como el dolor de estómago que lo persigue, quizá no sean síntomas de un terrible contagio o lesión, sino simples y agudizadas somatizaciones de su permanente angustia, neurosis y ansiedad. La velocidad y la manera en que conduce su auto: se estrella contra el carro de la basura y muere, pese al delirio y morbidez, no es una entrega a la muerte con los brazos abiertos y conocimiento de causa, sino un accidente imprudencial, semejante al accidente que al parecer borró del mapa a la motociclista de Teresa. “Mierda, la basura”, fueron sus últimas palabras, el último espejo que proyecta su calidad de desecho humano. 


Josep Lluís Seguí, La amante fea. Colección La sonrisa vertical (85). Tusquets Editores. Barcelona, 1993. 176 pp. 







viernes, 19 de octubre de 2012

Confrontaciones


             
Los únicos jefes de las dos escuelas pictóricas de México

Algunos libros de la historiadora y crítica de arte Raquel Tibol (Basavilbaso, Provincia de Entre Ríos, Argentina, diciembre 14 de 1923-Ciudad de México, febrero 22 de 2015) tienen su origen en los numerosos artículos publicados por ella desde mediados de 1953 (recién llegada a México) en revistas y suplementos mexicanos. Por ejemplo, Pasos en la danza mexicana (UNAM, 1982); Gráficas y neográficas en México (SEP/UNAM, 1987); Episodios fotográficos (Proceso, 1989); Diversidades en el arte del siglo XX. Para recordar lo recordado (Galileo/UAS, 2001); Ser y ver mujeres en las artes visuales (Plaza & Janés, 2002); y Nuevo realismo y posvanguardia en las Américas (Plaza & Janés, 2003).
Raquel Tibol en 1978
(foto: Pedro Meyer)
La índole ecuménica de sus libros es innegable. Así que si un lector del siglo XXI quiere acceder a una semblanza de, por ejemplo, Anna Sokolow, Xavier Francis y Guillermina Bravo, acudirá, sin duda, a los indispensables libros de Alberto Dallal; pero también, dada la calidad y el polémico prestigio de la pluma, contrastará lo consignado por Raquel Tibol. 
Algo parecido puede acotarse sobre Gráficas y neográficas en México. Además de ensayos sobre el decurso de tales vertientes plásticas, el libro comprende “Retratos segmentados”, tanto de José Clemente Orozco, como de Alfredo Zalce, Elizabeth Catlett, Mauricio Lasansky, Francisco Moreno Capdevila, Jesús Martínez y Antonio Martorell. 
En Episodios fotográficos se pueden leer ensayos que abordan aspectos técnicos e históricos de la foto y eventos relativos a la fotografía; pero también breves acercamientos a fotógrafos cuya presencia en el México del siglo XX es trascendental: Tina Modotti, Manuel y Lola Álvarez Bravo, Henri Cartier-Bresson, Nacho López, Héctor García, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Carlos Jurado, Pedro Meyer, entre otros.
Confrontaciones (Sámara, 1992)
      Confrontaciones: crónica y recuento (Sámara, 1992) es un libro diferente. Raquel Tibol no se limitó a reproducir exclusivamente su voz, sino que a través de documentos y fragmentos de entrevistas y artículos compilados por ella (que es la guía con sus lógicos énfasis y matizaciones), conformó un libro colectivo, con numerosas voces (artistas, críticos, periodistas, museógrafos, funcionarios) y opiniones antagónicas que ilustran sobre ciertos sucesos relativos al movimiento plástico mexicano, ocurridos entre 1964 y 1979. El título del libro no lo sugiere únicamente el nombre que Vicente Rojo propuso para Confrontación 66, sino sobre todo el clima de controversia que se respira en cada página.
      Confrontaciones no es un libro concluyente ni definitivo. Es un bosquejo que coadyuva a comprender el itinerario, los intríngulis y el mapa de algunos episodios que son parte de la historia de la plástica mexicana del siglo XX. Ejemplos: los enfrentamientos entre realistas y abstractos que tuvieron como escenarios el Salón Esso que en 1965 se montó en el Museo de Arte Moderno; y la legendaria y no menos polémica Confrontación 66, cuyos capítulos se suman a las semblanzas visuales, a las cronologías y ensayos reunidos en Ruptura 1952-1965, el defectuoso y visualmente frustrado catálogo de la exposición montada, en 1988, en el Museo Carrillo Gil. En tal catálogo se reproducen, entre otras cosas, “La cortina de nopal” que José Luis Cuevas publicó por primera vez, en 1956, en México en la Cultura, suplemento de Novedades, y la conferencia que Juan García Ponce leyó en Confrontación 66, que según Raquel Tibol se llama: “Algunos ejemplos individuales de pintura mexicana dentro de diferentes estilos, tendencias y soluciones, con mirada hacia el pasado y proyección hacia el futuro”; lo cual supone completar el numerito: imprimir en un sólo libro las otras conferencias y la memoria (si es que existe) de las mesas redondas. 
  Si el término ruptura lo usó Octavio Paz en “Tamayo en la pintura mexicana”, ensayo firmado en París, en 1950, cuando dijo que “La aparición de un nuevo grupo de pintores —Tamayo, Lazo, María Izquierdo, etcétera—, entre 1925 y 1930, produjo una escisión en el movimiento iniciado por los muralistas”, y que en este sentido “La ruptura no fue resultado de la actividad organizada de un grupo sino la respuesta aislada, individual, de diversos y encontrados temperamentos”, en 1988 José Luis Cuevas refrenda el término para su molino y generación: “Me parece muy acertado llamar a esta generación a la que pertenezco la de la ‘Ruptura’, porque efectivamente todos abrimos nuevos caminos para el arte en México. A partir de nosotros la plástica nacional sufrió un cambio y las generaciones más recientes mucho nos deben por ello.”
       Confrontaciones, dentro de los lapsos temporales que abarca, da cuenta de excesos bizantinos, de rivalidades, dimes, diretes, conjuras, asambleísmos y anquilosamientos en que incurrieron numerosos artistas y críticos. Por ejemplo, a Tamayo (quien en 1965 figura como el dedo flamígero que impidió que Benito Messeguer ganara el primer premio del Salón Esso) en medio del fragor que suscitó Confrontación 66 se le ocurrió pontificar con la porra en la vociferina: “Los únicos jefes de las dos escuelas pictóricas de México somos David Alfaro Siquieros y yo, y como jefes somos los únicos que podemos ser jurados en cualquier tipo de confrontación, porque nosotros sabemos quién es quién.”
       Desde los años 50 Raquel Tibol publicó artículos y entrevistas que le hizo a David Alfaro Siqueiros. Como en 1967 éste destinaba sus energías a lo que se iba a llamar La marcha de la humanidad hacia la lucha por su liberación y que debido a las presiones del eje Miguel Alemán-Manuel Suárez-Zabludowsky terminó llamándose La marcha de la humanidad en la Tierra y hacia el cosmos, la esculto-pintura del Polyforum que Tibol hizo polvo con sus críticas de fines del 71 y comienzos del 72, se acordó que ésta redactaría, con las ideas de Siqueiros, el Mensaje a un joven pintor mexicano, publicado el mismo año de la encomienda y con la firma del muralista dentro de la colección Mensajes de Empresas Editoriales. 
Si bien en Siqueiros no sorprende la retórica, lo panfletario, las repeticiones, lo obnubilado, la apología y el abecé del realismo y de la Escuela Mexicana de Pintura y la obtusa y obsoleta convicción de que para el arte de Estado: “el arte público”, sólo “el Estado debe ser el director, el guía, como lo fue el Vaticano para el arte católico”, no deja de sorprender la actitud sectaria, la ortodoxia y el anacronismo en que incurrieron los artistas (parecían artisdoides de vecindario) que se agruparon en el supuesto Salón Independiente a raíz de su desacuerdo con los términos en que el INBA y el programa cultural de la XIX Olimpiada convocaron a la Exposición Solar 1968. 
Entre los acontecimientos sintomáticos que registra Confrontaciones, está, por ejemplo, la efímera estancia en México del crítico argentino Jorge Romero Brest, autor de La pintura del siglo XX (1900-1974), breviario del FCE cuya primera edición se remonta a 1952, pero que en 1965, tras un viaje a Nueva York, ignoraba lo que ocurría en México. Algunos proyectos museográficos de Fernando Gamboa empeñado en favorecer a los jóvenes en el extranjero y no sólo a la vieja guardia: las crónicas que Tibol le dedica hacen pensar en la obligación moral (aún no cumplida) de producir una exposición-homenaje mucho más amplia de la montada, en 1990, en el Museo Cuevas: Pintura mexicana 1950-1980 (con la misma obra expuesta antes en Nueva York y que fue la última muestra que organizó antes de morir en un accidente automovilístico), como de la importancia de escribir su biografía, compilar sus declaraciones y escritos, y el itinerario y las características de sus aportaciones en el desarrollo de la museografía en México. 
Se alude una muestra colectiva que se inauguró el 10 de noviembre de 1971 en la Galería de Arte Edvard Munch, organizada para conmemorar la represión del Jueves de Corpus de ese año. El mural (o más bien mosaico) colectivo que en 1968 realizaron varios pintores sobre las láminas de cinc que en Ciudad Universitaria cubrían los restos del otrora monumento a Miguel Alemán, hecho pedazos por segunda vez en 1965 con una carga explosiva que lo dañó para siempre. En tal pasaje que menciona las represiones al movimiento estudiantil, Tibol regaña y pone como camote a Francisco Icaza por el sólo hecho de haber pintado en las láminas de cinc una caricatura de Siqueiros con una etiqueta que decía “Presidente de la Zona Rosa”, en vez de compenetrarse con las razones del movimiento y del supuesto mural. Por si fuera poco, Tibol defiende a Siqueiros y lo hace figurar como todo un heroíno. Desde luego que se advierte idolatría, padecimiento que contagió a más de uno. El fotógrafo Héctor García, por ejemplo, quien fue un huérfano patito feo de la Candelaria de los Patos que llegó a subsistir en una correccional, lo llamaba “Maestro”; y sobre su actitud reverente alguna vez le confesó a Elena Poniatowska: “es el único que me ha hablado de mi padre”. 
Raquel Tibol dándole una cachetada a Nuestra imagen actual
Ilustración de El Fisgón publicada en La Jornada
Miércoles 20 de enero de 1993
Cabe señalar que así como para el presente libro Raquel Tibol actualizó sus comentarios en lo que respecta al Salón Esso: hace aparecer a Olga Tamayo como “pitonisa de la perestroika”, pues gritaba en medio de la trifulca, de los jaibolazos y de las trompadas que se dieron José Luis Cuevas y Francisco Icaza: “¡Son los ardidos comunistas! ¡Pero sepan que se acabaron las hoces y los martillos!”, así también —pese a que más adelante relata las divergencias que tuvo con Siqueiros y la estruendosa cachetada que Tibol le dio en 1972 durante una de las sesiones del quimérico Primer Congreso Nacional de Artistas Plásticos— pudo haber actualizado su comentario sobre el muralista. Carlos Monsiváis, dentro de la añeja crónica que le dedica al pintor en su libro Amor perdido (Era, 1977), además de su índole estalinista y de su triste y terrorista asalto a la casa de Trotsky en Coyoacán (perpetrado el 24 de mayo de 1940), recuerda que Siqueiros apoyó incondicionalmente la invasión rusa que puso fin a la lucha por democratizar el socialismo que implicó en Checoslovaquia el movimiento de la Primavera de Praga; que después de la masacre del 2 de octubre del 68 visitó al general Marcelino García Barragán, Secretario de la Defensa; que asistió a las urnas en julio de 1970; y que depositó “manifiestas esperanzas” en el presidente Echeverría.
Sin embargo, así como en Episodios fotográficos Raquel Tibol observa que las fotos que Héctor García le tomó al muralista: “serán siempre necesarias y aun indispensables para completar la imagen de Siqueiros”, el estudio de su ideario implica la lectura de las entrevistas, de los artículos de Tibol y del añejo Mensaje, por ende habrá que acudir a Palabras de Siqueiros (FCE, 1996), cuya selección, prólogo y notas se deben a ella, y que parece la culminación de otros libros anteriores (que enumera en la “Advertencia”) y de “unos 200 artículos, entrevistas, conferencias y emisiones radiofónicas en torno al autor de La marcha de la humanidad”.
Pese a la portada dizque subliminal hecha en computadora por Pablo Rulfo y Juan Antonio García a partir de reproducciones fotográficas de una obra sin título ni fecha de Fernando García Ponce y Nuestra imagen actual (1947) de Siqueiros, el libro, desde el punto de vista plástico, no es atractivo ni ingenioso: tiene erratas y carece de iconografía.


Raquel Tibol, Confrontaciones: crónica y recuento. Ediciones Sámara. México, 1992. 280 pp.



El surrealismo



Pingüino es una palabra atacada por las moscas

El surrealismo (FCE, 1989)
Escrito en francés, El surrealismo, libro de la investigadora Jacqueline Chénieux-Gendron, apareció en París, en 1984, editado por Presses Universitaires de France. En México, bajo la traducción al español de Juan José Utrilla, fue editado en 1989 por el FCE dentro de la serie Breviarios; y al parecer ya se volvió de colección, pues la página de Internet de tal casa editorial no informa de su existencia. 
      Pese a que fundamentalmente se trata de un ensayo (sin iconografía) sobre la historia del movimiento surrealista en su versión parisina, es decir, sobre las actividades y la trascendencia del grupo reunido alrededor de André Breton (1896-1966), el libro, que ostenta un minucioso y apretado bagaje bibliográfico, no es más que un esbozo, un resumen de carácter introductorio, seminal, útil, quizá, para las nuevas generaciones (no necesariamente de pintores y poetas) que buscan respuestas a preguntas como: ¿qué es y cómo se come el surrealismo?, ¿qué visiones produce?, ¿se regresa del viaje?, ¿cómo se gestó el movimiento?, ¿cuál es su itinerario y cuáles sus zigzagueos históricos?, ¿es cierto que André Breton era el pontífice y el demiurgo y los demás una infame turba de nocturnos e hipnóticos acólitos?, ¿cómo se explica su ideario estético y filosófico en torno al psicoanálisis, al marxismo, a la URSS, al Partido Comunista de Francia, a Lenin, Stalin, Trotsky, Hitler, al fascismo, a la Iglesia católica, a la libertad, al amor, al esoterismo, etcétera, etcétera?
       Los márgenes por los que oscila el libro van desde los años fundacionales; es decir, desde un poco antes de 1919, el año en que André Breton, Philippe Soupault y Louis Aragon empezaron a editar la revista Littérature, considerada órgano del dadaísmo en París, y en la que Breton y Soupault dieron a conocer sus primeros textos de escritura automática concebidos mano a mano y con los que después conformaron el libro Les champs magnétiques (1920); se pasa por el primer Manifeste du Surréalisme de 1924, redactado por Breton, y por el primer número de la revista La Révolution Surréaliste, impreso el mismo año, hasta llegar, luego de un buen número de datos y de disquisiciones más o menos representativas, a 1969, el año en que Jean Schuster, “portavoz del grupo”, albacea y “responsable de los archivos del surrealismo”, nombrado por Breton poco antes de morir (septiembre 28 de 1966), con el artículo “Le Quatrième Chant”, impreso en Le Monde (octubre 4 de 1969), “anuncia la desaparición del grupo surrealista y la prosecución, por algunos, de la empresa colectiva, pero sin hacer explícita la referencia al ‘surrealismo’, en adelante histórico”. 
   Ante esto, cabe citar un fragmento de la nota necrológica que Lourdes Andrade, investigadora del CENIDIAP del INBA [fallecida trágicamente el jueves 24 de octubre de 2002], publicó en el número 232 de la revista Vuelta (marzo de 1996) tras la muerte de Jean Schuster: “Para dar salida a los ‘archivos’, Jean Schuster crea la asociación ACTUAL en 1983. Gracias a las actividades de la misma, se han publicado cinco tomos de la colección Archives du Surréalisme y se han llevado a cabo múltiples actividades alrededor de estos documentos. Estas actividades se prolongan hasta 1993, fecha en que se disuelve la asociación.”
       Si bien a través de El surrealismo, de Jacqueline Chénieux-Gendron, se accede a ciertos bosquejos y versiones (contrastantes, antagónicas o complementarias) sobre la génesis y el significado de categorías como: surrealismo, escritura automática, automatismo psíquico, azar objetivo, humor negro, poema-objeto, pintura surrealista, el collage y el frottage según Max Ernst, el método paranoico-crítico de Dalí, o a anécdotas sobre numerosas publicaciones, militancias y posturas políticas, riñas y polémicas, deserciones y expulsiones del grupo bretoniano, lo que acota o narra la autora siempre resulta muy elemental, arbitrario y sintético, y a veces farragoso y soporífero, dada la cantidad de citas en un solo pasaje o pasaje tras pasaje; por ende, lo expuesto implica o supone el crítico cotejo con los veneros documentales, bibliográficos e iconográficos, asunto que se antoja casi imposible si no se es un investigador empeñado en tales menesteres.
       Es tan amplio y diverso el corpus constituido por los libros, las revistas, las películas, las pinturas, los objetos y demás etcéteras aportados y suscitados por el movimiento surrealista en su versión francesa (y anexas), que el lector, ante las breves acotaciones leídas en El surrealismo de Jacqueline Chénieux-Gendron, tendrá que acudir a otras fuentes, si es que busca ampliar sus horizontes, como puede ser la lectura directa de los manifiestos, la consulta de las revistas, o el repaso de la obra poética y ensayística de André Breton y Louis Aragon, etcétera. Por ejemplo, es muy escueto y vago lo que la autora apunta sobre la dispersión del grupo bretoniano durante la Segunda Guerra Mundial y sus vínculos, durante tal periodo, con los poetas y pintores de América Latina y de los Estados Unidos. A esto se añaden algunas imprecisiones diseminadas a lo largo del título, lo cual no deja de sembrar la sospecha sobre la naturaleza de algunas de sus citas y de sus múltiples abrevaderos; tales son los casos, para ejemplificar, de los filmes Un perro andaluz y La edad de oro, los cuales la autora fecha, consecutivamente, como de 1928 y 1929; pero tales cortometrajes, o cualquier acreditada filmografía de Luis Buñuel, revelan que Un chien andalou data de 1929 y L’age d’or de 1930. Mientras que del mural El mundo mágico de los mayas (1963), de Leonora Carrington, dice que es un “gran fresco”, pero en su realización la Carrington no usó la técnica del fresco, sino “pinturas de caseína sobre paneles curvos de madera”. 
Primera aparición de Rrose Sélavy
en el frasco de perfume rectificado
Belle Haleine, eau de voilette (1923)
Reade-made de Marcel Duchamp
     Y al citar a Rrose Sélavy, ya por una frase atribuida a tal personaje (pero sin mencionar el hecho de que se halla cifrada en el nombre): “Eros es la vida”, o, entre otras alusiones, en un aforismo o más bien involuntaria greguería de Robert Desnos: “En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano salido de un pozo que viene por las noches a comerse el pan”, nunca revela, como si se tratara de una verdadera fémina o de una broma o de un guiño al lector enterado, que Rrose Sélavy era el seudónimo y alter ego que Marcel Duchamp empezó a utilizar alrededor de 1920, que le sirvió para firmar ciertas obras y para travestirse de mujer y que incluso así lo retrató Man Ray (Emanuel Rabinovitch). Uno de tales retratos se pudo apreciar en el Museo Rufino Tamayo durante la exposición de fotografías de Man Ray (septiembre 10 a noviembre 10 de 1996). Otro se ve, por ejemplo, en la etiqueta del supuesto frasco de perfume titulado Belle Haleine, eau de voilette (1921), uno de los famosos ready-mades de Marcel Duchamp, cuyo rostro caracterizando a tal mujer se considera la “primera aparición pública de Rrose Sélavy” (“en el frasco de perfume rectificado”). Su humorístico juego de confundirse con el intercambio de tal identidad, fue reiterado y celebrado por el mismo Duchamp en la firma-título que se lee al abrir la Boîte en valise (1942), el célebre y desplegable “museo portátil” con la reprodudcción en miniatura de la “‘suma’ de todo su trabajo precedente”: “De ou par Marcel Duchamp ou Rrose Sélavy”.
Marcel Duchamp travestido como Rrose Sélavy
Foto, c. 1920-1921, de Man Ray
       Sobre el sentido de tal seudónimo y alter ego de Marcel Duchamp (1887-1968), Juan Antonio Ramírez anota, entre otras cosas, lo siguiente en Duchamp. El amor y la muerte, incluso (Siruela, Madrid, 1993): “Según sus propias declaraciones, lo que quería, en realidad, era cambiar de identidad, y después de pensar en la adopción de un nombre judío se decidió por un cambio de sexo. Se trata, ciertamente, de una broma, pero como casi todo lo que hizo Duchamp, el juego de palabras no es neutral y está claramente argumentado: la doble erre inicial nos obliga a leer el nombre como ‘rose’ (rosa), ‘eros’ (amor) y ‘arrose’ (riega, moja). En cualquier caso, las implicaciones sexuales son bastante evidentes. Junto con el apellido (c'est la vie) se forma una frase con sentido completo, como si fuera una solemne declaración de principios por parte de Duchamp: el amor (el rosa, el riego) es la vida.”
       Cabe observar que si El surrealismo de Jacqueline Chénieux-Gendron carece de una elemental iconografía, su rasgo pedagógico, sintético y seminal es refrendado, al término, por una “Bibliografía selectiva” (dividida en varios ilustrativos rubros) y por un “Índice analítico”.


Jacqueline Chénieux-Gendron, El surrealismo. Traducción del francés al español de Juan José Utrilla. Colección Breviarios (465), FCE. México, 1989. 374 pp. 







El departamento de Zoia



En el lado oscuro de la Revolución de Octubre

El departamento de Zoia (FCE, 1987)
Ilustración de Mijaíl Cheremnyl para el poema
"Sobre la tontería" de Vladimir Maiakovski
El drama fársico El departamento de Zoia, del ruso Mijaíl Bulgákov (1891-1940), se terminó de imprimir en México, “el 22 de mayo de 1987”, con el número 40 de la serie Cuadernos de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (“3000 ejemplares más sobrantes para reposición”); con tal libreto se les brindó, a los borrosos y tercermundistas lectores de la geografía mexicana, un minúsculo destello de la escritura de un narrador y dramaturgo sucesivamente olvidado o desconocido en Latinoamérica. 
Selma Ancira (Ciudad de México, 1956) es quien tradujo del ruso al español El departamento de Zoia, quien el miércoles 22 de octubre de 2008 recibió, en la embajada rusa en la capital mexicana, la Medalla Pushkin, y de quien en el bisemanario Punto y Aparte (julio 30 de 2009) el presente tecleador reseñó las dos versiones que ella ha traducido, del griego al español, de Sueño de un mediodía de verano (FCE, 1986 y 2005), poemas en prosa del poeta griego Yannis Ritsos (1909-1990).
En el prólogo ex profeso para El departamento de Zoia, Selma Ancira acuña una breve semblanza biográfica de Mijaíl Bulgákov; dice que misérrimo y las más de las veces censurado y marginado por la comisión de vigilancia del repertorio de los teatros bajo el totalitarismo de la Unión Soviética, tuvo, sin ser nunca un exiliado, al exilio como un tema frecuente en su dramaturgia, de la cual El departamento de Zoia es un ejemplo fehaciente. 
Estrenado en 1927, pero firmado en 1935 (lo que sugiere que fue sujeto a enmiendas y modificaciones), el libreto teatral El departamento de Zoia se sitúa en el Moscú de la segunda década del siglo XX. Dispuesto en tres actos, todo ocurre, en mayor medida, en el domicilio de la protagonista que alude el título. En esa morada, para impedir que los burócratas del Estado bolchevique se apropien de ella, se erige una supuesta escuela y taller de costura que, más que nada, es el escaparate que encubre y maquilla una urdimbre ilegal que confabula y pugna por el exilio, y que rememora y trata de reproducir la megalomanía y las glorias de la aristocracia zarista. 
Mijaíl Bulgákov
En el desarrollo de la trama es notable el ojo cáustico, humorístico y sardónico de Mijaíl Bulgákov. Con habilidad incisiva construye personajes que ilustran tanto la decadencia de los atavismos decimonónicos, como la temprana esclerosis múltiple de la Revolución de Octubre de 1917. Las corruptelas burocráticas las encarnan y protagonizan Ganso, director de comercio de los metales refractarios, quien posee los vicios y los privilegios de un vulgar burgués; Portupeia, presidente del comité habitacional, quien acepta el soborno para otorgar privilegios ilícitos; los desconocidos, quienes llegan al departamento dispuestos a ser parroquianos de las prostitutas, pero que ante las flagrantes evidencias ideológicas y antisistémicas se ven obligados a quitarse la máscara y a agachar la cabeza y cumplir con su ortodoxo, represivo y triste deber bolchevique-político-policíaco.
Entre el aristócrata despojado que evoca los privilegios de los tiempos idos y los réprobos que no aceptan el curso coercitivo y obtuso del statu quo y que suspiran y sueñan con emigrar de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), están Zoia y los socios con los que pertrecha el taller-escuela, que en realidad es un burdel clandestino. 
Aquí hay que volver a subrayar que Mijaíl Bulgákov, aún vertido al español, es de una inventiva excelente: la nota cómica y el ritmo se encuentran urdidos y trasvasados lo mismo en las características de los personajes, en las propuestas escénicas, en el factor sorpresa, en la fluidez de las acciones, de los diálogos, del habla, ya salpimentada con expresiones y palabras en francés (matiz y contrapunto lúdico, inherente y evocativo, al que se aúnan los cantos y los ruidos que se escuchan afuera y en el entorno del departamento), o ya cuando se trata de tipificar y parodiar el modo de hablar de un chino. 
Vale distinguir que en los dos primeros actos predomina el jugueteo fársico y paródico. Y en el tercero y último, sin abandonar lo anterior, es un inesperado crimen lo que suscita el derrumbe del negocio y el desenlace de la obra. El exilio, entonces, se vuelve intempestiva y mordazmente utópico e imposible para estos personajes ordinarios, proscritos, subterráneos, libertinos, drogadictos, concupiscentes, como al parecer lo fue el propio Mijaíl Bulgákov, muchas veces hereje y sumergido en el lado oscuro del drenaje bolchevique, pero también alguna vez apapachado y bendecido por el dedo flamígero del todopoderoso, sanguinario y genocida José Stalin (1878-1953).


Mijaíl Bulgákov, El departamento de Zoia. Prólogo y traducción del ruso al español de Selma Ancira. Cuadernos de La Gaceta (40), FCE. México, 1987. 88 pp.







lunes, 8 de octubre de 2012

La Chunga



Entre lo que pudo ser y no ser

Mario Vargas Llosa
En La Casa Verde (Seix Barral, 1966), la célebre novela del peruano-español Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), se tiene noticia por primera vez de “los inconquistables” de Piura. Entre el mosaico de tiempos, lugares, voces y sucedidos que comprende la obra, se ubican sus correrías en el barcito de la Chunga y en el segundo burdel la Casa Verde que edifica ésta; pues la primera Casa Verde, que “los inconquistables” no frecuentaron (eran unos churres) la construyó, en el limítrofe arenal de Piura, el entonces advenedizo, joven, fornido y rico don Anselmo, y fue destruida por un incendio que suscitó y encabezó el Padre García el día que los piuranos supieron del secuestro, del secuestrador y de la muerte de Toñita (y del nacimiento de la Chunga). No obstante, para la segunda Casa Verde, levantada unos 25 o 30 años después, la Chunga contrata a don Anselmo, su lejano padre, quien por entonces, además de vivir en el miserable barrio de la Mangachería, es un arpista ciego, quien ya contratado, con el Bolas en los platillos y percusiones y el Joven en la guitarra y la voz, amenizan las largas y ardientes noches de las habitantas.
En la novela policial ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) es 1954 y los mismos “inconquistables” de Piura, en el segundo capítulo, son situados en la cantina de la Chunga mientras parlotean de soslayo del burdel la Casa Verde, pero no se desarrollan sus andanzas ni sus rasgos; simplemente son un pie que utiliza el autor para delinear a uno de ellos, quien aparece en su papel de policía: el guarda Lituma, el más suertudo del corro, pues en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), en uno de los radioteatros de Pedro Camacho, es tocayo de un disciplinado y cincuentón sargento de la Cuarta Comisaría del Callao en Lima (amén de que también reaparece o se transforma en otros protagonistas de posteriores y delirantes radioteatros); y en “Un visitante” —cuento de Los jefes (Rocas, 1959), su primer libro de ficción (publicado en Barcelona)— también es un sargento que, como miembro de un pelotón policíaco de la cárcel de Piura, participa en la detención de un fugitivo que se escondía en el entorno del agreste y aledaño arenal; mientras que en Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), el Cabo Lituma, bajo las órdenes del Teniente Silva, que también es su coprotagonista en ¿Quién mató a Palomino Molero?, perteneció al grupo de guardias civiles que partieron de Huancayo a Jauja para aprender a los patéticos insurrectos (ladrones de bancos y supuestos abigeos) que pretendían realizar, en 1958, la primera revolución comunista en el Perú y en América Latina.
Y en Lituma en los Andes (Planeta, 1993), el susodicho personaje, costeño de Piura, es un cabo (que termina de sargento) quien se halla en Naccos, un caserío minero de los Andes, a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño, en cuyas fragmentarias e interrumpidas conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó a éste, Lituma evoca a “los inconquistables”, sus compinches, con los que asistía al prostíbulo la Casa Verde y al barcito de la Chunga, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida de dados, alquiló a la Meche a la Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca el protagonista en Lituma en los Andes, no sólo remiten, como saben los empedernidos lectores de Mario Vargas Llosa, a La Casa Verde, a ¿Quién mató a Palomino Molero? y a la obra de teatro La Chunga (Seix Barral, 1986), sino que además, al término de la fragmentaria serie de charlas y de Lituma en los Andes, todo sugiere que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conociera en Piura.
Después de La señorita de Tacna (Seix Barral, 1981) y de Kathie y el hipopótamo (Seix Barral, 1983), La Chunga es el tercer libreto teatral de Mario Vargas Llosa, quien lo firmó en “Firenze, 9 de julio de 1985”. No obstante, en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993) el autor narra que en 1951 escribió su primera obra de teatro: La huida del inca (aún inédita), misma que, siendo alumno de quinto de secundaria en el Colegio San Miguel de Piura, dirigió y estrenó, el 15 de julio de 1952, en el teatro Variedades, y dizque ¡“desde entonces” lleva “en la cartera, como amuleto”, “el descolorido programa del espectáculo”! (habría que ver en qué condiciones está). 
En el libreto La Chunga es 1945 y “los inconquistables” de Piura se hallan en el barcito-restaurante de la arisca y solitaria mujer y su negocio es una cosa aparte del burdel la Casa Verde. En ese lugarejo de paredes de adobe, techo de calamina y piso de tierra, “los inconquistables”: José, el Mono, Lituma y Josefino, como únicos clientes, beben cerveza, vociferan su himno a gaznate pelado (“Somos los inconquistables/ Que no quieren trabajar:/ Sólo chupar, sólo vagar,/ Sólo cachar./ Somos los inconquistables/ ¡Y ahora vamos a timbear!”) y juegan una partida de dados mientras la Chunga, soñolienta en su mecedora, les responde sus lisuras y bromas y les sirve cuando lo solicitan. 
Puesta en escena desde enero de 1986 en diversas y lejanas partes del mundo,
La Chunga se presentó, de jueves a domingo, a las 8 pm, entre el 1 de octubre
 y el 13 de diciembre de 2009, en el Teatro Mario Vargas Llosa,  en Lima, con
la dirección de Giovanni Ciccia y las actuaciones de Mónica Sánchez,
Stephanie Orúe, Oscar López Arias, Emilram Cossío, Alberick García y Carlos Solano.
Tal episodio transcurre durante una media o una hora antes de las doce de la noche, el tiempo suficiente para que la patrona se decida a cerrar; pero mientras esto sucede, los amigos le preguntan a la Chunga y se preguntan ellos por Meche, la mujer que hace un tiempo Josefino trajo al barcito y que desde entonces, luego de pasar la noche en el dormitorio de y con la Chunga, desapareció misteriosamente.
Es así que entre las cervezas, las obscenidades, el juego, la evocación de Meche y las conjeturas alrededor de su paradero (el plano realista), la obra abre paréntesis escenográficos donde la acción se traslada y sumerge en los linderos del pasado y de la memoria, pero también en las ambigüedades y entresijos de los íntimos deseos de los personajes y de sus ocultas fantasías y secretos pensamientos.
Si la inicial reminiscencia de la Chunga y el onanismo voyerur de José dan pie para escenificar la llegada de Meche y el probable vínculo lésbico entre ellas, el fantaseo de Lituma permite entrever que se considera tímido ante las mujeres y canina y brutalmente enamorado de Meche, en clara desventaja frente a Josefino, quien es mujeriego y proxeneta de las hembras que conquista y deposita en la Casa Verde. Algo semejante pasa con las visiones del Mono en su urdimbre subjetiva, pues en ellas solamente se vislumbra una situación sexual violenta y traumática sucedida cuando fue churre, por lo que fermenta y recrea un sentimiento de culpa que expresa en su carácter reprimido y en su ansiedad masoquista de ser castigado a golpes.
"Los inconquistables", Meche y la Chunga
Pero lo que vislumbra Josefino quizá oscila entre lo que pudo ser cierto y no ser cierto; allí se ve en el papel del cafiche machote que fracasa en su intento de asociarse con la Chunga para convertir el barcito en un boyante burdel que les brinde la vida ricachona y regalada de un par de blancos. 
Vale puntualizar que el recuerdo-imaginación de Josefino (como en sus correspondientes episodios el de José, Lituma y el Mono) se desprende de su cuerpo (quien se supone continúa en la mesa donde al unísono sigue el juego, la conversación y la francachela) y se sucede en su cabeza (literalmente frente a él, conformando así un segundo plano) y sus visiones se entrecruzan con las visiones de la Chunga (el tercer plano), cuyo conjunto tridimensional simultáneamente se desglosa en el mismo escenario adquiriendo así un remanente aún más equívoco; no obstante, cada fantaseo patentiza su origen.
Ahora, lo que quizá no es posible determinar, porque así lo plantea el libreto (pese a los indicios), es si en realidad hubo un acto lésbico, si verdaderamente Meche se evaporó esa noche porque se fue de Piura tras las reprimendas y persuasiones morales de la Chunga o si Josefino la mató, cosa que infiere sobre todo Lituma con las acotaciones burlescas de “los inconquistables”. 
En este sentido, el lector puede conjeturar o elegir las hipótesis que mejor lo persuadan, dado que la verdad está extraviada e intoxicada en lo acontecido, lo evocado, lo omitido y lo ilusionado.
"Los inconquistables" y Meche
En su prólogo concluido en “Firenze, 9 de julio de 1985”, Mario Vargas Llosa apunta: “he intentado en La Chunga proyectar en una ficción dramática la totalidad humana de los actos y los sueños, de los hechos y las fantasías”. Aplicada a tal libreto, dicha prerrogativa resulta desproporcionada. Los alcances de la obra se circunscriben y limitan al microcosmos de los personajes, quienes no corporifican una parábola que resuma o simbolice “la totalidad humana”. A través de su estructura anecdótica, sólo propone una construcción escénica a partir de lo lúdico de lo fútil y vulgar y en la visualización plástica y dramática de recuerdos, deseos, sueños y fantasías. Difícilmente el machismo procaz de “los inconquistables”, la androfobia y el posible lesbianismo de la Chunga, así como el dócil sometimiento de Meche, pueden significar una generalización universal en el sentido que acota el dramaturgo y narrador. Sus ejemplares, además de estar restringidos por su tiempo y espacio, lo están por su falta de profundidad. 
Para aplicar una técnica teatral que corporifique los deseos y las fantasías de los personajes en una escenificación que esté más allá de lo que según el autor son “los tres modelos canónicos del teatro moderno que, de tan usados, comienzan ya a dar señales de esclerosis: el didactismo épico de Brecht, los divertimentos del teatro del absurdo y los disfuerzos del happening y demás variantes del espectáculo desprovisto de texto”, se debe partir de un libreto innovador que lo implique y provoque. Piénsese, por ejemplo, en Las criadas (1947), de Jean Genet, donde un dúo de sirvientas (representadas por un par de actores gays hasta la médula) juegan a escenificar y a urdir sus deseos, sueños y frustraciones más íntimas confundiendo y mezclando identidades hasta llegar, sino a representar “la totalidad humana”, sí a trastocar su condición individual, patética y dramática.
Vargas Llosa reconocido y aplaudido
Y si bien Rashomon (1950) es, por antonomasia, un clásico del cine dirigido por Akira Kurosawa a partir de la adaptación de dos cuentos de Ryunosuke Akutagawa (“Rashomon” y “En el bosque”), alguna vez el reseñista presenció una adaptación de tal filme en una obra de teatro montada en Xalapa, a principios de los 80, con actores de la compañía teatral de la Universidad Veracruzana dirigidos por Martha Luna. En el Rashomon teatral cada uno de los tres personajes que se ven envueltos en un asesinato, así como el alma del asesinado a través de la médium-bruja, relatan e imaginan versiones distintas del mismo crimen, basándose en sus particulares intereses, perspectivas, sueños, fantasías y deseos más íntimos. El intríngulis de cada ángulo resulta persuasivo, verosímil, tiene sentido pese a constreñirse a lo intrínseco de cada individuo; así, el contraste de perspectivas escenifican y articulan una reflexión poliédrica y especular sobre las telarañas subjetivas, ineludibles, que tornan incierta e inasible la objetividad, circunstancia que tanto caracteriza y matiza la comunicación y la condición humana habida y por haber. 


Mario Vargas Llosa, La Chunga. Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, agosto 22 de 1986. 124 pp.