viernes, 26 de octubre de 2012

El alcalde de Furnes



 Con chismosas ni bañarse                  


Patria chica, infierno grande, reza el popular refrán; y tal fatalidad se cumple al pie de la letra en Furnes, el principal escenario de El alcalde de Furnes, novela que el francés Georges Simenon (1903-1989) firmó en Nieul-sur-Mer, el 29 de diciembre de 1938. 
Furnes es un pueblo de Flandes que, no sin petulancia, se llama a sí mismo “ciudad”. Sus pobladores están acostumbrados a las rutinas y rituales de siempre. Hierven de chismes y su moralina se maquilla de apariencias y atavismos conservadores y católicos. Nada puede ocurrir sin que se sepa de un rincón a otro, sin que excite la antropofagia, los dimes y diretes, ya sea en la Plaza Mayor, en el Círculo Católico, en la Iglesia de Sainte-Walburge, en el café Le Vieux Beffroi, en el Ayuntamiento, en la salchichería Van Melle, en la Rue du Marché, en la comisaría de la poli, e incluso en el interior de las casas. Tal es el caso de la casa de Joris Terlinck, el flemático alcalde de Furnes, que al comienzo de la obra se halla en el mediodía de su riqueza y poder.
Georges Simenon
(1903-1989)
      Joris Terlinck tiene un poco más de 30 años de casado. Él solo, presume, en calidad de opositor demócrata, se pasó 20 años hostigando al Partido Conservador Flamenco, cuya figura principal es Léonard van Hamme, ex alcalde, quien además de poseer una fábrica de cervezas y de encabezar el Círculo Católico y a los conservadores del Consejo Municipal, es su eterno enemigo. 
Joris Terlinck manda en su casa, en su fábrica de puros y en el Ayuntamiento con el mismo despotismo y mano dura. Por ello todos le temen y lo llaman Baas, es decir, Jefe. Todos reconocen su presencia por el puro, la boquilla de ámbar y el sonido del estuche. Cierta tarde de noviembre, al encontrarse en su casa cenando el mismo platillo que cena desde hace tres décadas, ocurre algo anormal: llaman a la puerta. Y el que toca es Jef Claes, un tipo de 19 años, hace poco empleado en su fábrica, quien le pide mil francos por adelanto, porque según él los necesita para impedir el nacimiento del hijo que tendrá con Lina, nada menos que la hija de Léonard van Hamme, su peor enemigo. Si no le da el dinero, amenaza, se matará. El Baas le responde que “cada cual debe cargar con la responsabilidad de sus actos”, que no fue él quien gozó con la señorita; y lo despide, cortante, para que no regrese. 
(Tusquets, 1993)
Poco después, a la hora de siempre y en el rincón habitual, el Jefe se halla en Le Vieux Beffroi, “el café reservado a los notables de la ciudad”. Entra, cosa extraña, uno de los diez policías de Furnes y anuncia que hay un muerto: Jef Claes, quien primero disparó contra Lina y luego contra sí mismo, metiéndose en la boca el cañón de la pistola.
       A partir de este hecho de nota roja, Georges Simenon hila y entreteje la intriga y el suspense, y una serie de equívocos, anécdotas y engaños, que ya parecen anunciar una cosa, ya otra. Así, la ligereza de Lina parece asegurar la perpetuidad y el crecimiento del poder del alcalde y su triunfo sobre Léonard van Hamme. El hijo de éste, un oficial de aviación en Bruselas que ha llevado varias veces al Rey, tal vez pierda su carrera. Pero sobre todo, Joris Terlinck en persona propicia la renuncia de Léonard van Hamme a la presidencia del Círculo Católico. Y pese a que se halla en entredicho su crédito moral como cabeza de los conservadores del Consejo Municipal, Joris firma un retorcido acuerdo que le proponen éstos con el objeto de que no use “el triste suceso para sus fines políticos”, y a cambio le prometen que en tres meses lo nombrarán Jefe de diques, es decir, pertenecerá al “cuerpo supremo que, por mediación de los diques, disponía de las aguas del cielo y del mar”. Sin embargo, los acontecimientos se enredan por otros linderos, porque según se ve (y el alcalde lo piensa en el epílogo de la obra): “se hacen las cosas sin saber exactamente por qué, porque se cree que se deben hacer y después...”
       La madre del alcalde es una vendedora de gambas en Coxyde. Allí mismo su padre fue pescador. Su madre aún vive en una pequeña casa, lo cual habla del origen humilde del Jefe. Su madre desconfía de él, no sólo porque es un rico, uno de los más ricos de Furnes, sino porque percibe el tufillo de sus oscuros asuntos. Al principio de su carrera, Joris Terlinck vivía con Thérésa, su mujer, en dos cuartos diminutos. Era contable y llevaba los libros de varios pequeños comerciantes. Uno de ellos fue la señora De Groote, una viuda de 45 años que tenía un estanquillo de puros y tabacos. Joris Terlinck, entonces con 25 ó 26 años y en calidad de amante, le recomendó la instalación de una fábrica y de algún modo hizo que modificara su testamento en favor de él. Al poco tiempo murió de neumonía, una paradójica enfermedad en ella. Así se hizo de su fábrica y empezó a acrecentar su rutilante fortuna. 
María vive en casa del Baas, es la sirvienta desde hace 25 años. Fue su amante y a veces la usa. Con ella tiene un hijo: Albert, un joven al que no reconoció como tal, pero que sin embargo lo llama “padrino”, porque siempre se ha ocupado de su sostenimiento. Emilia, la hija de los Terlinck, tiene 29 años; está loca, y por orden del Baas la tienen recluida en un cuarto en el que abundan las cosas rotas y las heces de varios días. Emilia, siempre desnuda y cubierta de llagas, no soporta a su madre. Sólo Joris Terlinck es el que día a día le da de comer las cosas de lujo que compra en la salchichería Van Melle; a veces la baña, la cura y hace la limpieza. 
Thérésa, la mujer del alcalde, se ha pasado la vida llorando; siempre muestra “una eterna expresión de inquietud y desolación en el rostro”. Haciéndose la víctima, conoce y conjetura las malas acciones de su marido. Lo acusa de que sólo piensa en él; pero ella, a su modo, hace lo mismo. Semejante al ojo sin párpado del cuento homónimo de Philarète Chasles, Thérésa siempre tiene, aun en la cama, un ojo abierto con el que vigila y culpa al Jefe de su infelicidad y desgracias; y cuando lloriquea conserva “un ojo seco, una mirada penetrante, lista para descubrir la menor debilidad en el adversario”, su marido.
  Fuera de la facha de Baas autoritario, frío y duro, cuyo poder impone y restriega en los rostros de los otros a la menor provocación, nadie lo conoce ni sabe lo que trama, ni siquiera el lector, pese a lo que pueda inferir. Es un hombre impredecible que piensa que “a nadie debía nada, salvo a sí mismo, pues nadie lo había ayudado, ni le había hecho el menor regalo, ni siquiera el de una pequeña alegría”. 
No obstante, como todo hombre que barniza sus actos y negros propósitos con el colorete de las convenciones y simulaciones, tiene sus debilidades, antagonismos y fobias. Albert, su hijo natural, por ejemplo, es un soldado fanfarrón e irresponsable al que aún así protege y ayuda; puede sentarse en su mesa, comer con desparpajo, alardear y pedirle dinero (no sin trampas ni chantajes) para responder ante sus fechorías que terminan volviéndolo un desertor. Emilia, la loca, es mantenida en su casa no sólo por la pose social y el orgullo de no enviarla a un manicomio. A la madre del suicida Jef Claes, quien se vuelve alcohólica, le niega todo tipo de apoyo; pero sin decirle a nadie le envía dinero de manera secreta y anónima. 
El sitio de su despacho donde estuvo parado Jef Claes se vuelve un sitio que el Bass rodea y evita mirar. 
Los mayores equívocos e intrigas, sin embargo, empiezan a confabularse alrededor de Lina van Hamme, de 18 años, que no murió y se halla en Ostende, un puerto cercano a Furnes. El Jefe, en su viejo auto, comienza a hacer una serie de viajes a Ostende. Desde un café observa a Lina embarazada, quien se hizo amiga de Manola. Ambas, en el malecón, se comportan con frivolidad y coquetería. Frecuentan el Monico, un salón de té. Allí el Baas las aborda. Se gana su amistad. La bebé nace y Joris Terlinck estuvo nervioso como un marido que fuma y fuma ante la puerta. Visita a Lina y le hace regalos. El alcalde de Furnes, pese a sus agallas, ante las coqueteos y desplantes de ambas (Lina enseña el seno al amamantar a la niña y Manola asoma el muslo o arroja unos sonoros y sugestivos orines), se ruboriza como un colegial e incluso se le embota el cerebro y no sabe qué decir ni qué hacer. 
Las idas a Ostende se vuelven del dominio público. Hierven los chismes por aquí y por allá. Y todos —en Furnes, Oxyde y Ostende— piensan que Joris Terlinck en un viejo raboverde y desalmado, pues mientras esto ocurre, Thérésa, su mujer, empieza a morir de cáncer. 
La casa del Baas es visitada por el doctor Postumus, quien también observa las condiciones en que subsiste Emilia. Marthe, la hermana de Thérésa, llega de Bruselas a auxiliar a la moribunda. Manola, quien resulta ser la querida de un ricachón que la sostiene con más de cinco mil francos al mes, le propone al Baas (ante su sorpresa e infantil ingenuidad) que Lina también puede ser su “amiga”, puesto que, aparentemente, así podrá eludir el manipuleo de su padre, quien dizque quiere enviarla a Francia o a Inglaterra, sólo con tres mil miserables francos al mes. El Baas acepta y sugiere la nutrida cifra. 
Pero luego se le ocurre ir al Ayuntamiento de Furnes, donde sin él se reunió la Comisión de Hacienda, y siempre duro y ostentoso le grita a Léonard van Hamme: “¡acabo de comprar a su hija!”. Los chismes e intrigas hierven con más ímpetu. Ya no lo llaman Baas, sino señor Terlinck. En Le Vieux Beffroi descuelgan los anuncios de sus puros. Y en una junta del Consejo Municipal lo obligan a renunciar, respaldados por un comunicado que firma El Fiscal del Reino. En el oficio no se menciona a Lina ni su cortejo, pero sí que es sujeto de una demanda judicial que obedece a una serie de anónimos y a una carta que firmaron “numerosos ciudadanos” en la que cuestionan “su forma de vida en su casa”, sobre todo la situación “de un miembro de su familia”. 
El alcalde trata de defenderse y con astucia maquilla su dimisión con el humo de su convencional retórica. Thérésa muere y él, frío y duro, cumple con la escenografía y el rito que exigen las convenciones. El Fiscal del Reino y el doctor Postumus llegan a su casa, censuran las condiciones insalubres en que se halla Emilia y se la llevan. 
El tiempo empieza a correr sin que nadie lo detenga. No se sabe qué pergeña el ex alcalde Joris Terlinck cumpliendo sus rutinas de siempre. Pero en su casa obliga a que Marthe, su cuñada, se vista con la ropa de su fallecida hermana. Tal vez en un futuro se case con ella. ¿Por qué no? Tiene la casa y además a María, la vieja sirvienta (para jugar a las campechanas). Pero si él hubiera querido, se repite, pese a su edad, hubiera podido vivir una tentadora segunda vida.

Georges Simenon, El alcalde de Furnes. Traducción del francés al español de Carlos Manzano. Colección Andanzas (201), Tusquets Editores. México, 1993. 224 pp.



lunes, 22 de octubre de 2012

Muerte de Sevilla en Madrid



Caída libre rumbo al instante más feliz de su vida

Firmado en “París, 1971”, “Muerte de Sevilla en Madrid”, del peruano Alfredo Bryce Echenique (Lima, febrero 19 de 1939) —el célebre autor de Un mundo para Julius (Barral Editores, Barcelona, 1970)— es un cuento incluido en su libro La felicidad, ja, ja (Barral Editores, Barcelona, 1974), cuyo sórdido y lúdico magnetismo, tal mordida de vampiro, quizá infecte al desocupado lector que desconozca su obra cuentística y lo obligue a conseguir y a devorar la intravenosa edición de sus Cuentos completos (Alianza Editorial, Madrid, 1981) y demás etcéteras.
Alfredo Bryce Echenique
Controvertido Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2012
      “Muerte de Sevilla en Madrid”, también compilado en su antológico libro Cuentos (Espasa Calpe, Madrid, 1999), es la triste historia de un cándido tontorrón y su diarreica y desalmada desventura. Mediante el contraste de varios tiempos y situaciones paralelas que oscilan entre el pasado y el presente, Alfredo Bryce Echenique esboza, sobre todo, la secuencia y el trasfondo que inducen el súbito y sorpresivo suicidio de Sevilla, el protagonista.
      Además de zonzo y bufónico, Sevilla es un engendro ridículo y repulsivo: feo, pobretón, solitario, mórbidamente católico y repleto de atavismos, complejos y fobias. Empleado en un oscuro escritorio de la Municipalidad de Lima (una especie de Bartleby limeño), subsiste en una roída casucha del pequeño Miraflores, acompañado y sometido a su tía Angélica, una viejecita de 80 años, ciega y religiosa en exceso. El desvarío recurrente de Sevilla, como quien una y otra vez voluptuosamente frota el rosario, es evocar los felices episodios, quizá sólo fantasiosos, que vivió con y alrededor de Salvador Escalante, un ex condiscípulo del Colegio Santa María, varios años mayor que él, que resulta su antípoda: rubio, galán, buen futbolista, con auto de lujo, y heredero de los bienes y tierras de una de las familias adineradas de Lima. Uno de sus juegos, que incluso sigue practicando después de que Salvador Escalante muere en un accidente de carretera, es deambular por las calles limeñas en busca de la mujer hermosa que debería ser la rubia fémina del gran futbolista.
      Así, luego de que Sevilla, por su apellido de ciudad española, recibe la noticia de que ha ganado el viaje (premio que no buscó) con el cual inaugura sus actividades una compañía de aviación recién establecida en el Perú (un vuelo Lima-Madrid, ida y vuelta, con todo pagado), su frecuente evocación es un viaje a Huancayo (el único viaje de su vida anterior a éste) donde se celebró un Congreso Eucarístico, que hizo cuando aún era escuincle y alumno del Colegio Santa María, y cuyos notables y dichosos momentos los disfrutó al lado de su inasible y glorificado ídolo Salvador Escalante.
    En Madrid se instala, junto con los otros cuatro ganadores (un ecuatoriano, un venezolano, un gringo y un japonés) en el Hotel Residencia Capitol. De allí parten, día a día, a los puntos que constituyen el tour, precedidos por un Cucho Santisteban español, encargado de las relaciones públicas de la compañía de aviación.
     Si en el Perú la vida de Sevilla era una borrosa comunión fecal, en España su proclividad escatológica se agudiza e induce a batirse y ahogarse literalmente en sus propias heces. Días antes de partir, un angustioso desasosiego estomacal empezó a minarlo. Esto, si bien en Europa se traduce en una diarrea y nota bufa que signa su estancia y recorrido, no deja de ser, junto con toda la andanada de nimiedades y anécdotas absurdas e hilarantes que subrayan su condición de apestado por la vida y por sus propias entrañas, uno de los elementos que lo incitan a lanzarse por la ventana de la habitación del hotel, cuya vista y seducción le recordaba la sierra del Perú, precisamente Huancayo, el sitio donde con Salvador vivió “el instante más feliz de su vida”, al cual pareció arrojarse y revivir en un relámpago.
      Casi sobra decir que en esta narración de Alfredo Bryce Echenique abundan los rasgos y datos que translucen el hecho de que Sevilla no estaba bien de la cabeza; pero además su demencia contrasta con la insania de varios de los personajes: el conde de la Avenida, el español recién nombrado gerente de la compañía de aviación, quien ante la presencia de Sevilla sufre un trastorno que trastoca sus planes de conquista y del cual no se recupera; la tía Angélica, resignada en su ceguera y declive pseudorreligioso; mister Alford, el delirante alcohólico hundido en sus nostálgicos fracasos; Achikawa, el nipón cuya ansiedad, angustia y nerviosismo lo instigan a carcajearse una y otra vez y a la menor provocación, quien escoge a Sevilla como blanco de sus risotadas y de su insistente polaroid, cuyas mil y una fotos del peruano constituyen un testimonio visual de los últimos capítulos de su perra y excrementicia vida. Así, si no faltan las instantáneas donde Sevilla, de espaldas, sale corriendo rumbo al excusado (en el Museo del Prado o durante un almuerzo), o “una cara impregnada a fondo de retortijones” y luego otra donde se alivia; también, por su obsesión fotográfica, al irrumpir en la habitación de su modelo, le toca captar el momento exacto en que se arroja por la ventana.


Alfredo Bryce Echenique, Muerte de Sevilla en Madrid. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, 1994. 64 pp.







                               
                                 

La amante fea



El espejo en el espejo

Con La amante fea (Tusquets, Barcelona, 1993) el español Josep Lluís Seguí (Valencia, 1945) quedó finalista del XV Premio La sonrisa vertical, certamen de narraciones eróticas convocado en España por Tusquets Editores. 
Los amantes
(mixta/cartulina, 1963)
Pintura de Remedios Varo
Josep Lluís Seguí comienza su novela La amante fea con el siguiente fragmento lapidario: “Acabarán por parecerse. Todos los amantes llegaban a tener cierto parecido físico entre sí.” Tal corrosiva, clarividente y venenosa sentencia remite, sin proponérselo, a Los amantes (1963), una de las célebres pinturas de la española Remedios Varo (1908-1963). En el cuadro de la artista, un hombre y una mujer, ambos con la misma complexión flaca y alargada y con facciones análogas de curtida y crónica tristeza, yacen sentados, en la banca de solitario un bosque, con los dedos entrelazados entre sí, inextricables (síntesis de su enamoramiento y mórbida cotidianidad). Sus corazones, cuellos y manos supuran y expelen una especie de vapor, una nube que es la suma y confusión de humores, temperaturas, pestilencias, sentimientos y pensamientos que comulgan y bullen en su interior y en la red carnal y emotiva (atracción-rechazo) que los ata. Los vapores, desde lo alto, se transmutan en gotas, en una lluvia que cae y ya se ha convertido en un río o lago, cuyas aguas, ligeramente agitadas, ya les han rebasado los tobillos y que de seguir así terminarán por hundirlos y ahogarlos, si es que antes no se esfuman entre los vapores. Sus largos cuellos y cabezas ovales son un par de espejos de mano, muy similares. Allí, dentro del reflejo de los espejos, yace el rostro de cada cual, cada uno con un ojo negro y el otro azul. Los rostros son idénticos. Son dos pero son un solo rostro atrapado en la contemplación de sí mismo. Los originales perdieron su identidad. Ahora el rostro/los rostros se miran a los ojos, se miran el interior, lo escudriñan con una mezcla de embeleso, hipnosis, hechizo narcisista, escepticismo, ceguera, hastío, estoicismo y profunda tristeza y melancolía. Tal estancamiento o condición cenagosa y paulatinamente suicida, viéndolo bien, resulta contradictoria ante las doradas flores de lis que adornan los mangos de los espejos y sus contornos y frente a su forma oval o de huevo, puesto que la flor de lis (esa flor imaginaria que deviene de ciertas vertientes mitológicas y metafísicas) es símbolo de iluminación, de conjunción y realización espiritual, y el huevo (y por ende la forma) simboliza el germen de la generación (incluso cósmica) y el misterio de la vida. 
Tal existencialista fatalidad cifrada en la pintura de Remedios Varo aletea en La amante fea de manera no muy distante. El protagonista, un ejecutivo vacío y en perpetuo desasosiego sexual, se halla atrapado, principalmente, en los miasmas de tres relaciones: con la bella Isbel, su esposa, insípida para él; con Teresa, la potable ex amante, ya fallecida; y con Nelia, la fea, ante la cual, no sólo por antiestética y repulsiva, mira, se mira e imagina con fobia cómo el mimetismo (no sólo físico) que atosiga a las parejas hasta la esclerosis, empieza con ciertos detalles a volverlos parecidos: él y la fea repiten palabras, diálogos, gestos, deseos, y hasta una depresión, sin recordar quién los originó; y sintomática y elocuentemente se repiten viéndose al espejo: “Sus miradas se encontraron en un punto del espejo. Los ojos de la mujer le devolvieron su propia mirada. Había algo de él mismo en aquellos ojos, sus miradas ya eran semejantes.”
La amante fea
(Tusquets, 1993)
Pese a las porras que se cantan y anuncian en la segunda de forros, La amante fea no es la gran novela. El argumento, una mezcla de melodrama existencialistoide y erotismo de receta infalible, es pueril, superficial y predecible. Sin embargo, esto, que no riñe con su estilo de frases cortas, fragmentos y capítulos breves, quizá atraiga y guste a más de un ciento de lectores. 
La amante fea se desarrolla a partir de la perspectiva del protagonista: un ejecutivo de clase media, solvente, que boga y sucumbe desgarrado por una serie de incertidumbres y angustias de índole sexual, constantes y antagónicas. El barniz de los roles sociales que cumple: el empleo y la oquedad matrimonial, camuflan lo que realmente es él: un tipejo carente de ideas y propósitos, solitario, egocéntrico, vacío como su deteriorada moral, incapacitado para construir el amor y ver más allá de sí mismo. Todo lo reduce a sus necesidades e insatisfacciones sexuales: “No hay más vida que la sexual.” Así, es un macho incorregible que se imagina y comporta como un donjuán común y corriente. Para él todas las mujeres son nalgas, y sus caras: el rostro humano de las nalgas, todas poseíbles. “Me gustaría acostarme con todas las mujeres que me resultan deseables”, le dice a Teresa, pero más bien se lo dice a sí mismo. 
El ejecutivo tiene a la mano una guía del ocio en la que se consignan los teléfonos de las mujeres que el usuario puede solicitar para hacerlo como quiera y con cuantas escoja. Como indicio compulsivo, sintomático de su decadencia, vacío, angustia y ansiedad, al ejecutivo le gusta extraviarse en bares y burdeles. A Teresa, la buenona, la conoció en un bar; era la camarera; esa noche fue con él a la cama. A Nelia, la fea, la conoció en otro, ni recuerda en cuál; era una típica y horripilante mosca de bar babeando por allí; esa noche lo hizo con ella. Isbel, inefable belleza, mórbida y ya inasible, también fue con él la noche que la conoció. El signo definitorio de las tres melodramáticas relaciones es la incomunicación, siempre matizada por el egoísmo del ejecutivo, por su incapacidad para engendrar el amor, con todas las complicaciones y compensaciones que implica. 
Teresa, la potable, ya murió. Tenía novio oficial y fuera de los encuentros sexuales con el ejecutivo, no se entendían ni se enamoraron. El protagonista, no obstante, ha deificado los detalles lúbricos de ella, y una y otra vez la evoca en su perpetuo delirio onanista: sus partes íntimas, los episodios que compartieron sus cuerpos, la proximidad con la muerte cuando ella conducía la moto de un modo vertiginoso y su consecuente fallecimiento.
Isbel, su esposa, protagoniza la vacuidad doméstica: la hermosa y tranquila fachada que puede lucir ante el establishmnet. El ejecutivo ignora lo que ocurre en el interior de Isbel; pero como datos elocuentes del vacío, la neurosis y la distancia: ya no hacen el amor, tuvo dos abortos que la atormentan, va al psiquiatra e ingiere somníferos. 
Nelia, en cambio y pese a sus feos y nauseabundos rasgos, es su media naranja sexual, una chancla que usa cuando quiere, donde quiere y como quiere. No le importa su pasado ni su vida. Nada más le ordena “bésame” y ella se arrodilla a sus pies y lo hace. La frecuenta los miércoles y los sábados, pero puede improvisar, siempre oscilando entre la repugnancia y el deseo, el desprecio y el afecto, el anhelo de romper para siempre y la necesidad de verla y usarla como se le antoje. Según él, esto es amor, un amor maldito que sin embargo, por ser ella una fea, no podría acceder a un papel trascendental como el que representa y juega la belleza de Isbel frente al hipócrita maquillaje del statu quo
Josep Lluís Seguí y la caricatura de Kikelin
Toda novela que aspire a ser erótica y media porno tiene que ostentar ciertos consabidos y manoseados ingredientes. Así, en La amante fea, de Josep Lluís Seguí, no faltan las descripciones fetichistas de las ropas y de las partes de los cuerpos femeninos, las penetraciones, las felaciones, las visitas al prostíbulo, los encuentros casuales y efímeros, como el caso de la tipa que le hace una felación en su auto sólo para que el ejecutivo le dé dinero para comprar cigarros, o la colega casada con quien lo hizo, “de aparador”, en un portal. 
Al personaje le gustan los pseudoaforismos, a veces no porque comulgue con su sentido, sino por el hecho de pronunciarlos: “El amor y la muerte provocan risa”; “Tengo la mirada triste de quien no hace más que contemplar a las mujeres”; “La pureza, la perfección, la belleza... no son contagiosas. Sólo las enfermedades y la fealdad lo son.”
El ejecutivo, siempre hueco, es una suma y resta de trivialidades y contradicciones. Así, solo y abandonado en el laberinto de sí mismo, todo el tiempo transpira y fantasea, incluso lascivamente, con la proximidad de la muerte; le teme y la evita, pero al unísono la busca en su naufragio interior, en la obsesión sexual. Es el tiempo del SIDA, pero el heroíno de sí mismo siempre es materia fácil y dispuesta para hacerlo sin condón: con sus amantes, en tropiezos fortuitos con desconocidas y en un burdel. La depresión y la fiebre que él trata de desaparecer con bourbon y con algún somnífero, y que más tarde Isbel y el médico tratan de conjurarle con nembutal, así como el dolor de estómago que lo persigue, quizá no sean síntomas de un terrible contagio o lesión, sino simples y agudizadas somatizaciones de su permanente angustia, neurosis y ansiedad. La velocidad y la manera en que conduce su auto: se estrella contra el carro de la basura y muere, pese al delirio y morbidez, no es una entrega a la muerte con los brazos abiertos y conocimiento de causa, sino un accidente imprudencial, semejante al accidente que al parecer borró del mapa a la motociclista de Teresa. “Mierda, la basura”, fueron sus últimas palabras, el último espejo que proyecta su calidad de desecho humano. 


Josep Lluís Seguí, La amante fea. Colección La sonrisa vertical (85). Tusquets Editores. Barcelona, 1993. 176 pp. 







viernes, 19 de octubre de 2012

Confrontaciones


             
Los únicos jefes de las dos escuelas pictóricas de México

Algunos libros de la historiadora y crítica de arte Raquel Tibol (Basavilbaso, Provincia de Entre Ríos, Argentina, diciembre 14 de 1923-Ciudad de México, febrero 22 de 2015) tienen su origen en los numerosos artículos publicados por ella desde mediados de 1953 (recién llegada a México) en revistas y suplementos mexicanos. Por ejemplo, Pasos en la danza mexicana (UNAM, 1982); Gráficas y neográficas en México (SEP/UNAM, 1987); Episodios fotográficos (Proceso, 1989); Diversidades en el arte del siglo XX. Para recordar lo recordado (Galileo/UAS, 2001); Ser y ver mujeres en las artes visuales (Plaza & Janés, 2002); y Nuevo realismo y posvanguardia en las Américas (Plaza & Janés, 2003).
Raquel Tibol en 1978
(foto: Pedro Meyer)
La índole ecuménica de sus libros es innegable. Así que si un lector del siglo XXI quiere acceder a una semblanza de, por ejemplo, Anna Sokolow, Xavier Francis y Guillermina Bravo, acudirá, sin duda, a los indispensables libros de Alberto Dallal; pero también, dada la calidad y el polémico prestigio de la pluma, contrastará lo consignado por Raquel Tibol. 
Algo parecido puede acotarse sobre Gráficas y neográficas en México. Además de ensayos sobre el decurso de tales vertientes plásticas, el libro comprende “Retratos segmentados”, tanto de José Clemente Orozco, como de Alfredo Zalce, Elizabeth Catlett, Mauricio Lasansky, Francisco Moreno Capdevila, Jesús Martínez y Antonio Martorell. 
En Episodios fotográficos se pueden leer ensayos que abordan aspectos técnicos e históricos de la foto y eventos relativos a la fotografía; pero también breves acercamientos a fotógrafos cuya presencia en el México del siglo XX es trascendental: Tina Modotti, Manuel y Lola Álvarez Bravo, Henri Cartier-Bresson, Nacho López, Héctor García, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Carlos Jurado, Pedro Meyer, entre otros.
Confrontaciones (Sámara, 1992)
      Confrontaciones: crónica y recuento (Sámara, 1992) es un libro diferente. Raquel Tibol no se limitó a reproducir exclusivamente su voz, sino que a través de documentos y fragmentos de entrevistas y artículos compilados por ella (que es la guía con sus lógicos énfasis y matizaciones), conformó un libro colectivo, con numerosas voces (artistas, críticos, periodistas, museógrafos, funcionarios) y opiniones antagónicas que ilustran sobre ciertos sucesos relativos al movimiento plástico mexicano, ocurridos entre 1964 y 1979. El título del libro no lo sugiere únicamente el nombre que Vicente Rojo propuso para Confrontación 66, sino sobre todo el clima de controversia que se respira en cada página.
      Confrontaciones no es un libro concluyente ni definitivo. Es un bosquejo que coadyuva a comprender el itinerario, los intríngulis y el mapa de algunos episodios que son parte de la historia de la plástica mexicana del siglo XX. Ejemplos: los enfrentamientos entre realistas y abstractos que tuvieron como escenarios el Salón Esso que en 1965 se montó en el Museo de Arte Moderno; y la legendaria y no menos polémica Confrontación 66, cuyos capítulos se suman a las semblanzas visuales, a las cronologías y ensayos reunidos en Ruptura 1952-1965, el defectuoso y visualmente frustrado catálogo de la exposición montada, en 1988, en el Museo Carrillo Gil. En tal catálogo se reproducen, entre otras cosas, “La cortina de nopal” que José Luis Cuevas publicó por primera vez, en 1956, en México en la Cultura, suplemento de Novedades, y la conferencia que Juan García Ponce leyó en Confrontación 66, que según Raquel Tibol se llama: “Algunos ejemplos individuales de pintura mexicana dentro de diferentes estilos, tendencias y soluciones, con mirada hacia el pasado y proyección hacia el futuro”; lo cual supone completar el numerito: imprimir en un sólo libro las otras conferencias y la memoria (si es que existe) de las mesas redondas. 
  Si el término ruptura lo usó Octavio Paz en “Tamayo en la pintura mexicana”, ensayo firmado en París, en 1950, cuando dijo que “La aparición de un nuevo grupo de pintores —Tamayo, Lazo, María Izquierdo, etcétera—, entre 1925 y 1930, produjo una escisión en el movimiento iniciado por los muralistas”, y que en este sentido “La ruptura no fue resultado de la actividad organizada de un grupo sino la respuesta aislada, individual, de diversos y encontrados temperamentos”, en 1988 José Luis Cuevas refrenda el término para su molino y generación: “Me parece muy acertado llamar a esta generación a la que pertenezco la de la ‘Ruptura’, porque efectivamente todos abrimos nuevos caminos para el arte en México. A partir de nosotros la plástica nacional sufrió un cambio y las generaciones más recientes mucho nos deben por ello.”
       Confrontaciones, dentro de los lapsos temporales que abarca, da cuenta de excesos bizantinos, de rivalidades, dimes, diretes, conjuras, asambleísmos y anquilosamientos en que incurrieron numerosos artistas y críticos. Por ejemplo, a Tamayo (quien en 1965 figura como el dedo flamígero que impidió que Benito Messeguer ganara el primer premio del Salón Esso) en medio del fragor que suscitó Confrontación 66 se le ocurrió pontificar con la porra en la vociferina: “Los únicos jefes de las dos escuelas pictóricas de México somos David Alfaro Siquieros y yo, y como jefes somos los únicos que podemos ser jurados en cualquier tipo de confrontación, porque nosotros sabemos quién es quién.”
       Desde los años 50 Raquel Tibol publicó artículos y entrevistas que le hizo a David Alfaro Siqueiros. Como en 1967 éste destinaba sus energías a lo que se iba a llamar La marcha de la humanidad hacia la lucha por su liberación y que debido a las presiones del eje Miguel Alemán-Manuel Suárez-Zabludowsky terminó llamándose La marcha de la humanidad en la Tierra y hacia el cosmos, la esculto-pintura del Polyforum que Tibol hizo polvo con sus críticas de fines del 71 y comienzos del 72, se acordó que ésta redactaría, con las ideas de Siqueiros, el Mensaje a un joven pintor mexicano, publicado el mismo año de la encomienda y con la firma del muralista dentro de la colección Mensajes de Empresas Editoriales. 
Si bien en Siqueiros no sorprende la retórica, lo panfletario, las repeticiones, lo obnubilado, la apología y el abecé del realismo y de la Escuela Mexicana de Pintura y la obtusa y obsoleta convicción de que para el arte de Estado: “el arte público”, sólo “el Estado debe ser el director, el guía, como lo fue el Vaticano para el arte católico”, no deja de sorprender la actitud sectaria, la ortodoxia y el anacronismo en que incurrieron los artistas (parecían artisdoides de vecindario) que se agruparon en el supuesto Salón Independiente a raíz de su desacuerdo con los términos en que el INBA y el programa cultural de la XIX Olimpiada convocaron a la Exposición Solar 1968. 
Entre los acontecimientos sintomáticos que registra Confrontaciones, está, por ejemplo, la efímera estancia en México del crítico argentino Jorge Romero Brest, autor de La pintura del siglo XX (1900-1974), breviario del FCE cuya primera edición se remonta a 1952, pero que en 1965, tras un viaje a Nueva York, ignoraba lo que ocurría en México. Algunos proyectos museográficos de Fernando Gamboa empeñado en favorecer a los jóvenes en el extranjero y no sólo a la vieja guardia: las crónicas que Tibol le dedica hacen pensar en la obligación moral (aún no cumplida) de producir una exposición-homenaje mucho más amplia de la montada, en 1990, en el Museo Cuevas: Pintura mexicana 1950-1980 (con la misma obra expuesta antes en Nueva York y que fue la última muestra que organizó antes de morir en un accidente automovilístico), como de la importancia de escribir su biografía, compilar sus declaraciones y escritos, y el itinerario y las características de sus aportaciones en el desarrollo de la museografía en México. 
Se alude una muestra colectiva que se inauguró el 10 de noviembre de 1971 en la Galería de Arte Edvard Munch, organizada para conmemorar la represión del Jueves de Corpus de ese año. El mural (o más bien mosaico) colectivo que en 1968 realizaron varios pintores sobre las láminas de cinc que en Ciudad Universitaria cubrían los restos del otrora monumento a Miguel Alemán, hecho pedazos por segunda vez en 1965 con una carga explosiva que lo dañó para siempre. En tal pasaje que menciona las represiones al movimiento estudiantil, Tibol regaña y pone como camote a Francisco Icaza por el sólo hecho de haber pintado en las láminas de cinc una caricatura de Siqueiros con una etiqueta que decía “Presidente de la Zona Rosa”, en vez de compenetrarse con las razones del movimiento y del supuesto mural. Por si fuera poco, Tibol defiende a Siqueiros y lo hace figurar como todo un heroíno. Desde luego que se advierte idolatría, padecimiento que contagió a más de uno. El fotógrafo Héctor García, por ejemplo, quien fue un huérfano patito feo de la Candelaria de los Patos que llegó a subsistir en una correccional, lo llamaba “Maestro”; y sobre su actitud reverente alguna vez le confesó a Elena Poniatowska: “es el único que me ha hablado de mi padre”. 
Raquel Tibol dándole una cachetada a Nuestra imagen actual
Ilustración de El Fisgón publicada en La Jornada
Miércoles 20 de enero de 1993
Cabe señalar que así como para el presente libro Raquel Tibol actualizó sus comentarios en lo que respecta al Salón Esso: hace aparecer a Olga Tamayo como “pitonisa de la perestroika”, pues gritaba en medio de la trifulca, de los jaibolazos y de las trompadas que se dieron José Luis Cuevas y Francisco Icaza: “¡Son los ardidos comunistas! ¡Pero sepan que se acabaron las hoces y los martillos!”, así también —pese a que más adelante relata las divergencias que tuvo con Siqueiros y la estruendosa cachetada que Tibol le dio en 1972 durante una de las sesiones del quimérico Primer Congreso Nacional de Artistas Plásticos— pudo haber actualizado su comentario sobre el muralista. Carlos Monsiváis, dentro de la añeja crónica que le dedica al pintor en su libro Amor perdido (Era, 1977), además de su índole estalinista y de su triste y terrorista asalto a la casa de Trotsky en Coyoacán (perpetrado el 24 de mayo de 1940), recuerda que Siqueiros apoyó incondicionalmente la invasión rusa que puso fin a la lucha por democratizar el socialismo que implicó en Checoslovaquia el movimiento de la Primavera de Praga; que después de la masacre del 2 de octubre del 68 visitó al general Marcelino García Barragán, Secretario de la Defensa; que asistió a las urnas en julio de 1970; y que depositó “manifiestas esperanzas” en el presidente Echeverría.
Sin embargo, así como en Episodios fotográficos Raquel Tibol observa que las fotos que Héctor García le tomó al muralista: “serán siempre necesarias y aun indispensables para completar la imagen de Siqueiros”, el estudio de su ideario implica la lectura de las entrevistas, de los artículos de Tibol y del añejo Mensaje, por ende habrá que acudir a Palabras de Siqueiros (FCE, 1996), cuya selección, prólogo y notas se deben a ella, y que parece la culminación de otros libros anteriores (que enumera en la “Advertencia”) y de “unos 200 artículos, entrevistas, conferencias y emisiones radiofónicas en torno al autor de La marcha de la humanidad”.
Pese a la portada dizque subliminal hecha en computadora por Pablo Rulfo y Juan Antonio García a partir de reproducciones fotográficas de una obra sin título ni fecha de Fernando García Ponce y Nuestra imagen actual (1947) de Siqueiros, el libro, desde el punto de vista plástico, no es atractivo ni ingenioso: tiene erratas y carece de iconografía.


Raquel Tibol, Confrontaciones: crónica y recuento. Ediciones Sámara. México, 1992. 280 pp.



El surrealismo



Pingüino es una palabra atacada por las moscas

El surrealismo (FCE, 1989)
Escrito en francés, El surrealismo, libro de la investigadora Jacqueline Chénieux-Gendron, apareció en París, en 1984, editado por Presses Universitaires de France. En México, bajo la traducción al español de Juan José Utrilla, fue editado en 1989 por el FCE dentro de la serie Breviarios; y al parecer ya se volvió de colección, pues la página de Internet de tal casa editorial no informa de su existencia. 
      Pese a que fundamentalmente se trata de un ensayo (sin iconografía) sobre la historia del movimiento surrealista en su versión parisina, es decir, sobre las actividades y la trascendencia del grupo reunido alrededor de André Breton (1896-1966), el libro, que ostenta un minucioso y apretado bagaje bibliográfico, no es más que un esbozo, un resumen de carácter introductorio, seminal, útil, quizá, para las nuevas generaciones (no necesariamente de pintores y poetas) que buscan respuestas a preguntas como: ¿qué es y cómo se come el surrealismo?, ¿qué visiones produce?, ¿se regresa del viaje?, ¿cómo se gestó el movimiento?, ¿cuál es su itinerario y cuáles sus zigzagueos históricos?, ¿es cierto que André Breton era el pontífice y el demiurgo y los demás una infame turba de nocturnos e hipnóticos acólitos?, ¿cómo se explica su ideario estético y filosófico en torno al psicoanálisis, al marxismo, a la URSS, al Partido Comunista de Francia, a Lenin, Stalin, Trotsky, Hitler, al fascismo, a la Iglesia católica, a la libertad, al amor, al esoterismo, etcétera, etcétera?
       Los márgenes por los que oscila el libro van desde los años fundacionales; es decir, desde un poco antes de 1919, el año en que André Breton, Philippe Soupault y Louis Aragon empezaron a editar la revista Littérature, considerada órgano del dadaísmo en París, y en la que Breton y Soupault dieron a conocer sus primeros textos de escritura automática concebidos mano a mano y con los que después conformaron el libro Les champs magnétiques (1920); se pasa por el primer Manifeste du Surréalisme de 1924, redactado por Breton, y por el primer número de la revista La Révolution Surréaliste, impreso el mismo año, hasta llegar, luego de un buen número de datos y de disquisiciones más o menos representativas, a 1969, el año en que Jean Schuster, “portavoz del grupo”, albacea y “responsable de los archivos del surrealismo”, nombrado por Breton poco antes de morir (septiembre 28 de 1966), con el artículo “Le Quatrième Chant”, impreso en Le Monde (octubre 4 de 1969), “anuncia la desaparición del grupo surrealista y la prosecución, por algunos, de la empresa colectiva, pero sin hacer explícita la referencia al ‘surrealismo’, en adelante histórico”. 
   Ante esto, cabe citar un fragmento de la nota necrológica que Lourdes Andrade, investigadora del CENIDIAP del INBA [fallecida trágicamente el jueves 24 de octubre de 2002], publicó en el número 232 de la revista Vuelta (marzo de 1996) tras la muerte de Jean Schuster: “Para dar salida a los ‘archivos’, Jean Schuster crea la asociación ACTUAL en 1983. Gracias a las actividades de la misma, se han publicado cinco tomos de la colección Archives du Surréalisme y se han llevado a cabo múltiples actividades alrededor de estos documentos. Estas actividades se prolongan hasta 1993, fecha en que se disuelve la asociación.”
       Si bien a través de El surrealismo, de Jacqueline Chénieux-Gendron, se accede a ciertos bosquejos y versiones (contrastantes, antagónicas o complementarias) sobre la génesis y el significado de categorías como: surrealismo, escritura automática, automatismo psíquico, azar objetivo, humor negro, poema-objeto, pintura surrealista, el collage y el frottage según Max Ernst, el método paranoico-crítico de Dalí, o a anécdotas sobre numerosas publicaciones, militancias y posturas políticas, riñas y polémicas, deserciones y expulsiones del grupo bretoniano, lo que acota o narra la autora siempre resulta muy elemental, arbitrario y sintético, y a veces farragoso y soporífero, dada la cantidad de citas en un solo pasaje o pasaje tras pasaje; por ende, lo expuesto implica o supone el crítico cotejo con los veneros documentales, bibliográficos e iconográficos, asunto que se antoja casi imposible si no se es un investigador empeñado en tales menesteres.
       Es tan amplio y diverso el corpus constituido por los libros, las revistas, las películas, las pinturas, los objetos y demás etcéteras aportados y suscitados por el movimiento surrealista en su versión francesa (y anexas), que el lector, ante las breves acotaciones leídas en El surrealismo de Jacqueline Chénieux-Gendron, tendrá que acudir a otras fuentes, si es que busca ampliar sus horizontes, como puede ser la lectura directa de los manifiestos, la consulta de las revistas, o el repaso de la obra poética y ensayística de André Breton y Louis Aragon, etcétera. Por ejemplo, es muy escueto y vago lo que la autora apunta sobre la dispersión del grupo bretoniano durante la Segunda Guerra Mundial y sus vínculos, durante tal periodo, con los poetas y pintores de América Latina y de los Estados Unidos. A esto se añaden algunas imprecisiones diseminadas a lo largo del título, lo cual no deja de sembrar la sospecha sobre la naturaleza de algunas de sus citas y de sus múltiples abrevaderos; tales son los casos, para ejemplificar, de los filmes Un perro andaluz y La edad de oro, los cuales la autora fecha, consecutivamente, como de 1928 y 1929; pero tales cortometrajes, o cualquier acreditada filmografía de Luis Buñuel, revelan que Un chien andalou data de 1929 y L’age d’or de 1930. Mientras que del mural El mundo mágico de los mayas (1963), de Leonora Carrington, dice que es un “gran fresco”, pero en su realización la Carrington no usó la técnica del fresco, sino “pinturas de caseína sobre paneles curvos de madera”. 
Primera aparición de Rrose Sélavy
en el frasco de perfume rectificado
Belle Haleine, eau de voilette (1923)
Reade-made de Marcel Duchamp
     Y al citar a Rrose Sélavy, ya por una frase atribuida a tal personaje (pero sin mencionar el hecho de que se halla cifrada en el nombre): “Eros es la vida”, o, entre otras alusiones, en un aforismo o más bien involuntaria greguería de Robert Desnos: “En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano salido de un pozo que viene por las noches a comerse el pan”, nunca revela, como si se tratara de una verdadera fémina o de una broma o de un guiño al lector enterado, que Rrose Sélavy era el seudónimo y alter ego que Marcel Duchamp empezó a utilizar alrededor de 1920, que le sirvió para firmar ciertas obras y para travestirse de mujer y que incluso así lo retrató Man Ray (Emanuel Rabinovitch). Uno de tales retratos se pudo apreciar en el Museo Rufino Tamayo durante la exposición de fotografías de Man Ray (septiembre 10 a noviembre 10 de 1996). Otro se ve, por ejemplo, en la etiqueta del supuesto frasco de perfume titulado Belle Haleine, eau de voilette (1921), uno de los famosos ready-mades de Marcel Duchamp, cuyo rostro caracterizando a tal mujer se considera la “primera aparición pública de Rrose Sélavy” (“en el frasco de perfume rectificado”). Su humorístico juego de confundirse con el intercambio de tal identidad, fue reiterado y celebrado por el mismo Duchamp en la firma-título que se lee al abrir la Boîte en valise (1942), el célebre y desplegable “museo portátil” con la reprodudcción en miniatura de la “‘suma’ de todo su trabajo precedente”: “De ou par Marcel Duchamp ou Rrose Sélavy”.
Marcel Duchamp travestido como Rrose Sélavy
Foto, c. 1920-1921, de Man Ray
       Sobre el sentido de tal seudónimo y alter ego de Marcel Duchamp (1887-1968), Juan Antonio Ramírez anota, entre otras cosas, lo siguiente en Duchamp. El amor y la muerte, incluso (Siruela, Madrid, 1993): “Según sus propias declaraciones, lo que quería, en realidad, era cambiar de identidad, y después de pensar en la adopción de un nombre judío se decidió por un cambio de sexo. Se trata, ciertamente, de una broma, pero como casi todo lo que hizo Duchamp, el juego de palabras no es neutral y está claramente argumentado: la doble erre inicial nos obliga a leer el nombre como ‘rose’ (rosa), ‘eros’ (amor) y ‘arrose’ (riega, moja). En cualquier caso, las implicaciones sexuales son bastante evidentes. Junto con el apellido (c'est la vie) se forma una frase con sentido completo, como si fuera una solemne declaración de principios por parte de Duchamp: el amor (el rosa, el riego) es la vida.”
       Cabe observar que si El surrealismo de Jacqueline Chénieux-Gendron carece de una elemental iconografía, su rasgo pedagógico, sintético y seminal es refrendado, al término, por una “Bibliografía selectiva” (dividida en varios ilustrativos rubros) y por un “Índice analítico”.


Jacqueline Chénieux-Gendron, El surrealismo. Traducción del francés al español de Juan José Utrilla. Colección Breviarios (465), FCE. México, 1989. 374 pp. 







El departamento de Zoia



En el lado oscuro de la Revolución de Octubre

El departamento de Zoia (FCE, 1987)
Ilustración de Mijaíl Cheremnyl para el poema
"Sobre la tontería" de Vladimir Maiakovski
El drama fársico El departamento de Zoia, del ruso Mijaíl Bulgákov (1891-1940), se terminó de imprimir en México, “el 22 de mayo de 1987”, con el número 40 de la serie Cuadernos de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (“3000 ejemplares más sobrantes para reposición”); con tal libreto se les brindó, a los borrosos y tercermundistas lectores de la geografía mexicana, un minúsculo destello de la escritura de un narrador y dramaturgo sucesivamente olvidado o desconocido en Latinoamérica. 
Selma Ancira (Ciudad de México, 1956) es quien tradujo del ruso al español El departamento de Zoia, quien el miércoles 22 de octubre de 2008 recibió, en la embajada rusa en la capital mexicana, la Medalla Pushkin, y de quien en el bisemanario Punto y Aparte (julio 30 de 2009) el presente tecleador reseñó las dos versiones que ella ha traducido, del griego al español, de Sueño de un mediodía de verano (FCE, 1986 y 2005), poemas en prosa del poeta griego Yannis Ritsos (1909-1990).
En el prólogo ex profeso para El departamento de Zoia, Selma Ancira acuña una breve semblanza biográfica de Mijaíl Bulgákov; dice que misérrimo y las más de las veces censurado y marginado por la comisión de vigilancia del repertorio de los teatros bajo el totalitarismo de la Unión Soviética, tuvo, sin ser nunca un exiliado, al exilio como un tema frecuente en su dramaturgia, de la cual El departamento de Zoia es un ejemplo fehaciente. 
Estrenado en 1927, pero firmado en 1935 (lo que sugiere que fue sujeto a enmiendas y modificaciones), el libreto teatral El departamento de Zoia se sitúa en el Moscú de la segunda década del siglo XX. Dispuesto en tres actos, todo ocurre, en mayor medida, en el domicilio de la protagonista que alude el título. En esa morada, para impedir que los burócratas del Estado bolchevique se apropien de ella, se erige una supuesta escuela y taller de costura que, más que nada, es el escaparate que encubre y maquilla una urdimbre ilegal que confabula y pugna por el exilio, y que rememora y trata de reproducir la megalomanía y las glorias de la aristocracia zarista. 
Mijaíl Bulgákov
En el desarrollo de la trama es notable el ojo cáustico, humorístico y sardónico de Mijaíl Bulgákov. Con habilidad incisiva construye personajes que ilustran tanto la decadencia de los atavismos decimonónicos, como la temprana esclerosis múltiple de la Revolución de Octubre de 1917. Las corruptelas burocráticas las encarnan y protagonizan Ganso, director de comercio de los metales refractarios, quien posee los vicios y los privilegios de un vulgar burgués; Portupeia, presidente del comité habitacional, quien acepta el soborno para otorgar privilegios ilícitos; los desconocidos, quienes llegan al departamento dispuestos a ser parroquianos de las prostitutas, pero que ante las flagrantes evidencias ideológicas y antisistémicas se ven obligados a quitarse la máscara y a agachar la cabeza y cumplir con su ortodoxo, represivo y triste deber bolchevique-político-policíaco.
Entre el aristócrata despojado que evoca los privilegios de los tiempos idos y los réprobos que no aceptan el curso coercitivo y obtuso del statu quo y que suspiran y sueñan con emigrar de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), están Zoia y los socios con los que pertrecha el taller-escuela, que en realidad es un burdel clandestino. 
Aquí hay que volver a subrayar que Mijaíl Bulgákov, aún vertido al español, es de una inventiva excelente: la nota cómica y el ritmo se encuentran urdidos y trasvasados lo mismo en las características de los personajes, en las propuestas escénicas, en el factor sorpresa, en la fluidez de las acciones, de los diálogos, del habla, ya salpimentada con expresiones y palabras en francés (matiz y contrapunto lúdico, inherente y evocativo, al que se aúnan los cantos y los ruidos que se escuchan afuera y en el entorno del departamento), o ya cuando se trata de tipificar y parodiar el modo de hablar de un chino. 
Vale distinguir que en los dos primeros actos predomina el jugueteo fársico y paródico. Y en el tercero y último, sin abandonar lo anterior, es un inesperado crimen lo que suscita el derrumbe del negocio y el desenlace de la obra. El exilio, entonces, se vuelve intempestiva y mordazmente utópico e imposible para estos personajes ordinarios, proscritos, subterráneos, libertinos, drogadictos, concupiscentes, como al parecer lo fue el propio Mijaíl Bulgákov, muchas veces hereje y sumergido en el lado oscuro del drenaje bolchevique, pero también alguna vez apapachado y bendecido por el dedo flamígero del todopoderoso, sanguinario y genocida José Stalin (1878-1953).


Mijaíl Bulgákov, El departamento de Zoia. Prólogo y traducción del ruso al español de Selma Ancira. Cuadernos de La Gaceta (40), FCE. México, 1987. 88 pp.