lunes, 6 de febrero de 2017

Travesuras de la niña mala



El cacaseno y la mantis religiosa

(Alfaguara, 2006)
El tema medular de Travesuras de la niña mala (Alfaguara, 2006), novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936): una entreverada historia de amor que se sucede en un lapso de 38 o 39 años, podría resultar baladí y terriblemente melodramática, light y hasta cursi, pero en sus talentosas, cultas y experimentadas manos es un extraordinario divertimento sumamente ameno y placentero, salpimentado de peruanismos, modismos y palabras en francés.
     Que Ricardo Somocurcio, protagonista y voz narrativa, sea un peruano ilustrado, trotamundos y políglota, oriundo del limeño barrio de Miraflores, sintomáticamente contemporáneo del autor, deja claro que se trata de una especie de lúdico alter ego en cuyo destino, cultura e ideario Mario Vargas Llosa ha transpuesto una impronta personal (o una serie de improntas), sin que esto implique que su personaje sea autobiográfico.
      La obra inicia en el verano de 1950, cuando Ricardo Somocurcio es un quinceañero y un par de supuestas chilenitas recién llegadas trastocan la cotidianidad del grupo de adolescentes al que pertenece; al descubrirse la impostura durante una pomposa fiesta de 15 años, las escuinclas se esfuman. Pero Ricardo quedó enamorado de una, de la tal Lily, quien se movía con el mambo como ninguna otra.
      Ya por aquella época el sueño de Ricardo Somocurcio era vivir en París el resto de sus días. A sus 25 años, en 1960, ya está allí a punto de transformarse en un traductor en la UNESCO (lo que periódicamente, convertido en intérprete, lo hará viajar por Europa). Es entonces cuando inesperadamente coincide con tres revolucionarias peruanas, quienes luego de diez días en París, viajarán a Cuba para entrenarse en tácticas guerrilleras; pero en los rasgos de la camarada Arlette, una de ellas, reconoce a la falsa chilenita.
      Si en 1950 Ricardo quedó flechado y supurante ante la adolescente, el reencuentro en París preludia lo que será una larga pauta: él se siente enamorado y ella, fría y distante, sólo se entrega (o más o menos se entrega) para obtener algo a cambio, en este caso quedarse en Francia y no viajar a Cuba, lo cual no se logra negociar.
      El siguiente reencuentro, también fortuito, vuelve a ocurrir en París, en 1965, pero ahora la ex camarada es la elegante esposa de monsieur Robert Arnoux, un asesor del Director de la UNESCO. Y en una de las subrepticias reuniones lúbricas que Ricardo Somocurcio tiene con ella, ésta le vocifera su prerrogativa de batalla, más un botón de menosprecio: “Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.”
      En este sentido, la ex chilenita y ex guerrillera pronto desvalija y abandona al diplomático francés y huye de París. Así, el próximo reencuentro, inicialmente azaroso y sorpresivo, ocurre en los años 70, a 50 millas de Londres, “en el paraíso equino de Newmarket”, donde ahora ella es Mrs. Richardson, la flamante esposa de un ricachón. De tal episodio la niña mala no pudo escaparse con los bolsillos repletos, pues la guerra del divorcio prácticamente la dejó sin un clavo y huyendo a salto de mata. 
Mario Vargas Llosa
      En 1980, cuando en París él tiene 45 años, la femme fatal le informa que está en Tokio, donde se hace llamar Kuriko y es una de las rutilantes concubinas del serrallo de un tal Fukuda, un ominoso sapo y gángster de la yakuza que al parecer trafica desde África con colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte (para afrodisíacos), cuyo catálogo de nauseabundas perversiones, con la niña mala sometida y cómplice, implican el voyeurismo, el onanismo, el exhibicionismo, el sadomasoquismo, las orgías colectivas y las sonoras y pestilentes flatulencias a cuatro patas.
      A fines del parisino otoño de 1982, la peruana reaparece, pero ahora está desaliñada, pobrísima, enflaquecida y enferma. El cobijo en su pequeño departamento de la calle Joseph Granier y la cuasi recuperación física (y no tanto la mental) en una costosa clínica en Petit Clamart, no muy lejos de París, que Ricardo Somocurcio le brinda y le subsidia (endeudándose todo lo posible), le permite vivir los mejores meses de esa intermitente relación maldita, cuyo intríngulis de algún modo traza al confirmarle que él sustentará los gastos:
      “—Quién va a ser sino el cacaseno de costumbre —le dije, acomodándole las almohadas—. Tú eres mi mantis religiosa, ¿no lo sabías? Un insecto hembra que devora al macho mientras él le hace el amor. Él muere feliz, por lo visto. Mi caso, exactamente. No te preocupes por la plata. ¿No sabes que soy rico?”
       Pero la niña mala, más o menos recuperada en lo físico y en lo psicológico, sujeta a la ineludible y ciega obediencia nocturna de trepadora insaciable que la define, lo vuelve a dejar por un millonario, no sin haberle escenificado que lo quería un poquitín.
     Cuando a sus 53 o 54 años de edad Ricardo Somocurcio ahora está subsistiendo en un desvencijado habitáculo de un vetusto edificio del barrio de Lavapiés, en Madrid, y es un asiduo parroquiano del astroso cafetín Barbieri, la niña mala lo encuentra de nuevo. 
      Él ya ha vivido otras circunstancias nada venturosas, como un dizque “pequeño” ataque cerebral (que disminuyó sus facultades de intérprete y de traductor literario y por ende bajaron sus ingresos y su estatus económico); más también ha vivido una experiencia benévola: un vínculo erótico, amistoso y afectivo con una escenógrafa italiana 20 años menor que él. 
      Pero antes, aún en París, casualmente Martine (quien fuera jefa de la niña mala y quien le había dado trabajo en su empresa haciéndose de la vista gorda ante la irregularidad de sus papeles de identidad) le desveló que la peruana se había fugado nada menos que con su marido, un anciano repleto de billetes. 
     Tal decrépito magnate ya la dejó ir e incluso la indemnizó con unas acciones de la Electricidad de Francia y una onírica casita próxima a Sète, en el sur del territorio galo. Ahora, notoriamente flaca, débil y consumida por un padecimiento incurable, pretende que Ricardo Somocurcio firme los documentos para heredarle tales posesiones. 
     Al principio se resiste, pero ante el lastimoso y elocuente deterioro de la salud de la fémina, opta por hacerle caso a los profundos sentimientos (de cacaseno irremediable) que le dicta su corazón de poeta (de hecho es un eterno lector de la mejor poesía). 
      Sin embargo, tal último reencuentro sólo dura 38 días.
     Desde luego que no todo lo que ocurre en Travesuras de la niña mala está esbozado en la presente nota. Baste añadir que la feliz maestría y amenidad de Mario Vargas Llosa también se halla en un sinnúmero de anécdotas no sólo del entrañable entorno parisino de su protagonista y en el trazo de los contextos sociales, culturales y económicos de varios de sus episodios, como son las sucesivas contradicciones políticas en el Perú y la sangrienta quimera de la guerrilla, o el movimiento hippy en el Londres de los años 70; pero también se observa y disfruta en la sensualidad y el erotismo que Ricardo Somocurcio vive ante la inasible y evanescente ex chilenita.


Mario Vargas Llosa, Travesuras de la niña mala. Alfaguara. 2ª edición mexicana. Querétaro, 2006. 376 pp.



No hay comentarios:

Publicar un comentario