lunes, 2 de noviembre de 2015

La historiadora



En busca de la tumba perdida

En 2005 apareció en Nueva York la primera edición en inglés de La historiadora, la voluminosa y excéntrica novela de la norteamericana Elizabeth Kostova (New London, Connecticut, 1964), que además de obtener el Premio Hopwood en la Universidad de Michigan, casi de inmediato se convirtió en un best seller que saltó, con enorme y apabullante publicidad, a Europa y a América Latina.
Elizabeth Kostova
(foto: Marion Ettlingrer)
En la segunda de forros de la traducción al español (hecha por Eduardo G. Murillo) que aterrizó en México en octubre de 2005, se dice que es la “primera novela” de Elizabeth Kostova y que “es el resultado de diez años de investigación”. Esto parece cierto, pues en la rica y fantástica urdimbre de la trama y del suspense (o de los suspenses y de las detectivescas indagaciones e interrogantes que suscita), descuella una erudición magistral, extraordinariamente seductora y placentera para los bibliófilos de toda laya, cuyas mil y una minucias y anécdotas no se pueden enumerar ni resumir en una reseña.
(Umbriel, España, 2005)
En la frase inicial del capítulo uno, dice la protagonista cuyo oficio titula la novela: “En 1972 yo tenía dieciséis años”; y su preliminar “Nota para el lector” la firma en el futuro: “Oxford, Inglaterra”, “15 de enero de 2008”; o sea, a sus 52 años (edad que tenía su madre, en 1983, a la hora de morir de “una enfermedad cruel”). Sin embargo, las dos principales vertientes temporales en las que discurre la novela se sitúan con 20 años de diferencia. 
En 1954 ocurre la misteriosa y extraña desaparición del profesor Rossi de su cubículo de su universidad gringa y la intelectual y detectivesca búsqueda de éste que emprenden Paul y Helen (alrededor de un mes) en lejanos sitios como Estambul, Hungría y Bulgaria. 
En 1974, Paul, historiador y padre de la futura historiadora, en la Universidad de Oxford, tras consultar la colección de vampirismo que se guarda en la Cámara Radcliffe, desaparece y le deja a su hija un paquete de cartas donde le dice: “He ido a buscar a tu madre”, a quien creía muerta, en 1957, nueve meses después de su nacimiento.
Antes de que Master James la regrese de Oxford a Ámsterdam, donde Paul y ella tienen su domicilio, la adolescente va con Barley, su joven acompañante, a hojear el libro decimonónico que leyó su padre antes de irse súbitamente y en él da con el capítulo “Vampires de Provence et des Pyrénées” donde leen: 
“Existe también la leyenda de que Drácula, el más noble y peligroso de todos los vampiros, adquirió su poder no en la región de Valaquia, sino mediante una herejía surgida en el monasterio de Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, un convento benedictino fundado en el año 1000 de Nuestro Señor [...] Se dice que Drácula visitaba el monasterio cada dieciséis años para rendir tributo a sus orígenes y renovar las influencias que le han permitido vivir en la muerte [...] Los cálculos efectuados por el hermano Pierre de Provence a principios del siglo diecisiete indican que Drácula visita Saint-Matthieu durante la media luna del mes de mayo.”
Tales datos son suficientes para que la adolescente y futura historiadora, seguida por Barley, no se dirija a su casa de Holanda, sino a los Pirineos Orientales, a Les Bains, donde estuvo con su padre un año antes y que es un montañesco pueblo en las inmediaciones del antiguo monasterio de Saint-Matthieu.  
Hay que subrayar, entonces, que la erudita obra de Kostova, con remanentes de novela victoriana (como son las diversas cartas) es un obvio homenaje y tributo a Drácula (1897), la novela de Bram Stoker (1847-1912). Así, y sólo por decir algo, cada una de las tres partes en que están agrupados los 79 capítulos inicia con un significativo epígrafe que son tres fragmentos de la obra de Stoker.
Vlad Tepes
 (1431-1476)
No pocos lectores de distintas latitudes e idiomas han supuesto que el legendario y sangriento Empalador, Vlad Tepes (1431-1476), influyó en Bram Stoker para crear su vampiro —uno de los casos más notables de los últimos tiempos es Drácula de Bram Stoker (1992), la película de Francis Ford Coppola; pero Oscar Palmer Yáñez, en su edición crítica y anotada de Drácula (Valdemar, 2005), bosqueja que fue muy poco lo que Stoker supo del príncipe valaco y que todo se limitó a lo leído en Un informe sobre los principados de Valaquia y Moldavia (1820), de William Wilkinson, entre ello la palabra “Drácula”, lo cual incidió en que su personaje en ciernes dejara de llamarse Conde Wampyr.
Elizabeth Kostova, por su parte, deja claro en su obra que el Conde Drácula de Stoker no es el Vlad Tepes histórico y legendario; pero todo sugiere que tal acendrada confusión y tergiversación la indujo y sedujo a que el Vlad Tepes de su novela, extirpado de la historia y de la leyenda negra, sí sea un vampiro que en mayo de 1974 ya lleva casi 500 años ser un endemoniado No Muerto, bibliófilo, culto, apestoso y sanguinario.
Así, si en la novela de Bram Stoker se entabla una conjura de víctimas y asociados (precedida por el doctor Abraham van Helsing) para investigar, perseguir, cazar y eliminar al vampiro, en la novela de Kostova también se sucede una investigación, búsqueda, persecución y caza del vampiro que no sólo se restringe al lapso comprendido entre 1957 y 1974 (tiempo en que la erudita e inteligente Helen indaga y lo busca por todo el mundo llevando una vida secreta), sino que se remonta a 1477, cuando Su Majestad Mehmet II, el sultán que tomara Constantinopla en 1453 y acérrimo enemigo de Vlad, fundó la Guardia de la Media Luna, ex profesa para cazarlo y ultimarlo, aún activa en 1954 y a la que entonces pertenecen los turcos Turgut Bora y Selim Aksoy, eruditos y bibliófilos.
En la novela de Stoker, según la información recopilada por Van Helsing de su “amigo Arminius, de la Universidad de Buda-Pest”, el Conde Drácula y ciertos miembros de su “estirpe noble e ilustre”, “tenían tratos con el Maligno” y adquirieron “sus secretos en la Escoliomancia, entre las montañas que se alzan sobre el lago Hermannstadt, donde el diablo reclama a uno de cada diez pupilos como pago”.
En la novela de Kostova, Vlad Drácula, al parecer, se transformó en No Muerto en el susodicho rito herético celebrado en la antigua abadía de Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales.
El Conde Drácula, tras ser perseguido hasta el pie de su castillo transilvano y ejecutado por el machete de Jonathan Harker que le siega la garganta y el cuchillo de Quincey Morris que le hunde en el corazón, “en un respiro todo el cuerpo se deshizo en polvo y desapareció”. 
Mientras que Vlad Drácula, sorprendido en mayo de 1974 en la subterránea cripta de dicho monasterio (alrededor de su ritual llegada confluyen Paul; su hija y Barley; Master James, quien seguía a éstos; y Helen, quien arriba por su secreta pesquisa), muere por una certera bala de plata que tuvo que darle en el corazón (según dicta el clisé); entonces, apunta la historiadora, “Drácula no se movió tal y como yo había esperado un momento antes, sino que en lugar de abalanzarse sobre nosotros osciló, primero hacia atrás, de modo que su rostro pálido y cincelado se reveló un momento, y después hacia adelante, hasta que se oyó un golpe sobre la piedra, un ruido como el de huesos al romperse. Fue presa de convulsiones un segundo y luego quedó inmóvil. A continuación dio la impresión de que su cuerpo se transformaba en polvo, en nada, incluso sus ropajes se pudrían a su alrededor, marchitos a la luz desconcertante.”
Dado que un No Muerto puede transformarse en murciélago, lobo, perro, nube o neblina que repta y se mueve a voluntad, o puede controlar elementos de la naturaleza como la tormenta, el rayo y el trueno, e incluso “desvanecerse y llegar desapercibido”, no pocos lectores han supuesto que en realidad el Conde Drácula no murió, sino que sólo se esfumó, pues no fue eliminado con el riguroso ritual descrito y practicado con Lucy Westenra por el propio Van Helsing.
Vlad Tepes el Empalador
En este sentido, no resulta fortuito que la historiadora, en el “Epílogo” de la novela de Kostova, diez años después de que Paul, su padre, muriera en Sarajevo al pisar una mina antipersona, en un pequeño museo-biblioteca de Filadelfia donde se exhiben “notas de Bram Stoker para Drácula, seleccionadas de fuentes conservadas en la biblioteca del Museo Británico, y también un importante folleto medieval”, “cuarenta páginas impresas en un pergamino impoluto del siglo XV”, cuya portada muestra una xilografía del rostro de Vlad Tepes y que desde luego versa sobre su vida y crueldad, tras examinarlas y salir de allí, la bibliotecaria la alcance en la calle y le entregue una libreta que la historiadora creyó guardar en su bolso y un libro antiguo que la empleada supone olvidó y que resulta ser un ejemplar más (como con movimiento autónomo) de los libros vacíos con un dragón en el centro (traza el croquis de la supuesta tumba de Vlad en el Lago Snagov, en Rumanía) y que otrora, Vlad Drácula solía imprimir en su oculta y rica biblioteca y deslizar sin que lo vieran a quien sentía investigando y olisqueando muy cerca de sus talones (una críptica y elíptica advertencia para que se detuvieran o quizá para exacerbar el juego del gato y el ratón), tal y como otrora ocurrió con el profesor Rossi, con el estudiante Paul, con el historiador Hugh James, y con los eruditos Turgut Bora y Anton Stoichev.

Elizabeth Kostova, La historiadora. Traducción del inglés al español de Eduardo G. Murillo. Umbriel. España, 2005. 704 pp.

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