También los memoriosos empezaron desde pequeños
Entre las fotografías que ilustran la tapa de la primera edición de Los buscadores de oro, libro de memorias del escritor Augusto Monterroso (Tegucigalpa, diciembre 21 de 1921-México, febrero 7 de 2003), editado en la capital mexicana, en “julio de 1993”, con el número 105 de la serie Alfaguara Literaturas, se advierte la imagen de un chiquillo que mira directo al lente del fotógrafo con el ceño fruncido: está sentado en un cajón frente a otro cajón donde yace un plato con difusos alimentos y sostiene una cuchara entre las manos. Su rostro es casi idéntico al rostro del Monterroso adulto que se observa en el retrato fotográfico de la segunda de forros, pensativo y de corbata, y con las manos en la barbilla.
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(Alfaguara, México, 1993) |
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Augusto Monterroso, foto sin crédito en la segunda de forros de Los buscadores de oro (Afaguara, México, 1993) |
En ambos casos se trata del escritor galardonado en España con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras del año 2000, del fabulista de La oveja negra y demás fábulas (Joaquín Mortiz, México, 1969) y del antólogo, con Bárbara Jacobs, de la Antología del cuento triste (Alfaguara, México, 1997). No obstante, en el primer caso escenifica uno de sus primeros papeles: el del niño Tito, que ya desde entonces garrapateaba dibujitos y garabatos, así lo transluce su libro Esa fauna (Era/CNCA, México, 1992), una delgada selección que incluye viñetas y caricaturas aparecidas en Lo demás es silencio (Joaquín Mortiz, México, 1978) y en La palabra mágica (Era, México, 1983), cuya seductora edición especial, profusamente ilustrada y diseñada por Vicente Rojo (incluida la tipografía, las tintas, los colores, los papeles), evocan las ilustradas ediciones especiales de La vuelta al mundo en ochenta mundos (Siglo XXI, México, 1967) y de Último round (Siglo XXI, México, 1969), libros de Julio Cortázar diseñados por Julio Silva (cada título compuesto por un par de tomitos), reeditados en 2010 por RM, en México y en Barcelona, con variantes en el diseño y con mayor amplitud visual (cada título en un solo volumen). En la foto de la tapa de Los buscadores de oro el niño Tito tenía unos cuatro años. Estaba en una casa de Puerto Barrios, Guatemala, donde su abuelo, el general Antonio Monterroso, nada menos que “la máxima autoridad militar local”, ofrecía una comida a un soldado de su mismo rango de paso por allí. Al niño Tito no se le ocurrió subir al cielo y pegar un grito (según canta la popular adivinanza con que juegan y se desgañitan los chiquillos: “Tito, Tito, capotito,/ sube al cielo/ y pega un grito”), sino decirle al oficial que era de mala educación llevarse el cuchillo a la boca. Como escarmiento, medio en broma, lo enviaron a un rincón a comer entre los cajones, donde alguien lo fotografió, para, sin proponérselo, hacer y dejar constancia de lo que rezan los siguientes versitos que Augusto Monterroso, desde su niñez, no olvidaba:
Las nubes con sus formas caprichosas
revolando impelidas por el viento
me hicieron meditar por un momento
en la efímera vida de las cosas.
Lo anterior se halla entre las anécdotas que Augusto Monterroso evoca y comenta en Los buscadores de oro, libro autobiográfico, de memorias y acotaciones (algunas librescas), muy breve, en el que bosqueja su infancia vivida en un ir y venir entre territorio hondureño, donde nació, y Guatemala, cuya nacionalidad adoptó; pese a que con los años y a su larga estancia en México (que lo hizo más mexicano que los nopales y el ajolote), se sienta “ciudadano de ninguna parte”, “ni de aquí ni de allá”.
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Contraportada de La palabra mágica (Era, México, 1983) Arriba, en el círculo: Augusto Monterroso Abajo, en el cuadrado de la izquierda: Bárbara Jacobs Y en el cuadrado de la derecha: Vicente Rojo |
Un buen número de los libros de Augusto Monterroso obedecen a una indiscutible fascinación egotista, autobiográfica. El autor, que sin buscarlo siempre quiso ser un escritor satírico (Jorge Ruffinelli dice que su primer cuento fue prohibido por la radiodifusora nacional de Guatemala), como estrella internacional de la jet-set literaria y personaje de su escritura, quien, paradójicamente, tenía entre sus principios ontológicos: la modestia, el miedo, la inseguridad y la timidez al referirse a sí mismo, con el paso del tiempo fue generoso y autocomplaciente al evocar, contar y difundir pasajes de su vida personal e intelectual: las entrevistas reunidas en Viaje al centro de la fábula (Martín Casillas, 2ª ed. aumentada, México, 1982), ciertos textos de La palabra mágica, los “Fragmentos de un Diario” que constituyen La letra e (Era, México, 1987), lo que le contó a Jorge Ruffinelli para el ensayo que preludia su edición anotada de Lo demás es silencio (Cátedra, Madrid, 1982), los fragmentos memoriosos y autobiográficos reunidos en Monterroso por él mismo (Alfaguara/CNCA, México, noviembre de 2003) —libro póstumo, antologado y editado por uno o más editores anónimos—, sin descartar, desde luego, las consabidas caricaturas con que el fabulista celebraba y se reía de sus actitudes, de sus poses y de su aspecto físico.
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Páginas 96-97 de La palabra mágica (Era, 1983) El dibujo es un autorretrato de Augusto Monterroso |
En “Los escritores cuentan su vida”, ensayo de La palabra mágica, además de enumerar una serie de circunstancias que, según su humor, dizque motivan a los autores a redactar su vida, Monterroso dice, categórico, como quien descubre el hilo negro: “No hay una sola vida que no sea escribible”. En este sentido, un libro de memorias como Los buscadores de oro, cuyo primer tiraje mexicano fue de quince mil ejemplares, más sobrantes para reposición, sólo podía explicarse y tener éxito de ventas en muchos países debido a que el autor, en la cúspide de la fama —“esa ruidosa cosa que Shakespeare equiparaba a una burbuja y que hoy comparten las marcas de cigarrillos y los políticos”, los actores de Hollywood, las estrellas de rock, los papas y los futbolistas—, donde hablaba y oía las voces del Olimpo, tenía un numeroso e internacional séquito de lectores e incondicionales escuchas dispuestos a botanear, a reírse a quijada batiente y a festejar cada una de sus palabras y bromas, e incluso con el más minúsculo de sus recuerdos y chistes.
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Contraportada de Viaje al centro de la fábula, segunda edición aumentada que Martín Casillas Editores acabó de imprimir, en México, “19 de octubre de 1982”, edición de tres mil ejemplares “al cuidado de Bárbara Jacobs y el autor”. |
Antes de Los buscadores de oro, el simple mortal, por lo menos el asentado por estos lares de la capital veracruzana, para acercarse a la primera vida y a los primeros milagros del autor que preludia sus fábulas con un epígrafe que reza: “Los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos de éste”, sólo contaba con las entrevistas reunidas en Viaje al centro de la fábula (cuya primera edición de la UNAM data de 1981), y entre otros datos y anécdotas dispersas por allí, con el documentado esbozo biográfico que Jorge Ruffinelli hizo para la susodicha edición anotada de Lo demás es silencio. En sus memorias de Los buscadores de oro, Monterroso repite, contrapuntea y abunda sobre varios de los episodios y datos muchas veces abordados por él, sobre todo en lo que concierne a su genealogía y génesis como lector y futuro fabulista con prestigio internacional y condecoraciones de aquí y acullá. En este sentido, el lector puede no compartir sus opiniones, tales como el hecho de que considera muy parecidos a los escritores de distintas latitudes. O cuando afirma que “El pequeño mundo que uno encuentra al nacer es el mismo en cualquier parte en que se nazca...” O cuando a sí mismo se hace figurar como un individuo que no tiene nada que ver con la política: Nunca voté. Jamás he contribuido a elegir un presidente, un simple concejal: en Honduras, por no tener la edad; en Guatemala, porque en tiempos del dictador Jorge Ubico no había elecciones sino plebiscitos fraudulentos en los que yo no participaba; en México, porque como exiliado no tengo esa facultad.”
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Páginas 14-15 de La palabra mágica (Era, 1983) La viñeta es de Augusto Monterroso |
Ante esto se puede señalar que, curiosamente, al principio de Los buscadores de oro alude su “Llorar orillas del río Mapocho”, artículo autobiográfico, reunido en La palabra mágica, en el que recuerda: “En 1954 llegué exiliado a Santiago de Chile procedente de Bolivia, en donde había sido durante un tiempo secretario de la embajada y cónsul de mi país”. Lo cual implica que hacía política diplomática, o trabajaba para ella haciendo política laboral y burocrática, y por ende votaba, sin ir a las urnas, por el gobierno del general Jacobo Árbenz que, no obstante sus logros nacionalistas e independentistas relativos a la reforma agraria contrapuesta al monopolio transnacional norteamericano de la United Fruit Company, llevaba ya nueve años laborando en el gobierno de Guatemala —primero como Jefe de Estado en la Junta Revolucionaria (1944-1945), luego Ministro de la Defensa (1945-1951) y finalmente presidente (1951-1954)—, y en cuya sonora caída con un escandaloso golpe militar incidieron los intereses y los dólares de la United Fruit Company, y la descarada intervención de la CIA y del gobierno de Estados Unidos. Se podría citar, además, lo que Jorge Ruffinelli narra sobre la militancia de Augusto Monterroso, en los años 40, en la Asociación de Artistas y Escritores Jóvenes de Guatemala, la cual, clandestinamente, pugnaba por el derrocamiento del dictador Jorge Ubico (1931-1944). O, mínimamente, la fábula que le festejó el comunista prosoviético Pablo Neruda —autor de “Canto a Stalingrado” y “Nuevo canto de amor a Stalingrado”, poemas reunidos en Tercera residencia (Losada, Buenos Aires, 1961)—, de la que en 1976 dijo el propio Monterroso: “‘Mister Taylor’ fue escrito en Bolivia, en 1954, y está dirigido particularmente contra el imperialismo norteamericano y la United Fruit Company, cuando éstos derrocaron al gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz, con el cual yo trabajaba como diplomático.”
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Augusto Monterroso y Julio Cortázar Managua, 1981 Foto en Cortázar. Iconografía (FCE, México, 1985) |
Desde entonces era célebre el antinorteamericanismo de Augusto Monterroso, sobre todo el que tenía que ver con la independencia antiimperialista (política, económica y cultural) de las Repúblicas Bananeras de América Latina. Y aunque no fue un político de oficio y beneficio (en su momento, por ejemplo, apoyó al supuesto “socialismo” revolucionario en la Cuba del dictador Fidel Castro y a la Nicaragua sandinista), en el mismo texto del lagrimeo en el río Mapocho refiere la dosis política y subversiva inmersa en la escritura (una carga explosiva, de tiempo):
“Entendemos que escribir es un acto pecaminoso, al principio contra los grandes modelos, enseguida contra nuestros padres, y pronto, indefectiblemente, contra las autoridades.” Palabras que son y no son retórica, más aún en un statu quo latinoamericano sucesivamente signado por la pobreza y el rezago y la constante lucha contra el autoritarismo de los poderosos, el etnocidio, el magnicidio, la corrupción sistémica y gubernamental, la penetración norteamericana y la antidemocracia.
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Contraportada de Lo demás es silencio (La vida y la obra de Eduardo Torres) Primera edición de cuatro mil ejemplares que Joaquín Mortiz terminó de imprimir en México el 19 de octubre de 1978 |
Lo importante de Los buscadores de oro, sin embargo, es lo que concierne a la educación sentimental y literaria de Augusto Monterroso y a los detalles que traza de sí mismo y de su parentela, en cuyo elenco descuella un tío, su tocayo, que fue cantante, torero, actor, periodista, fotograbador y caricaturista; consabida habilidad que también distinguía al escritor, aunque poco la difundiera. Más también destaca su abuelo el general, mecenas de intelectuales, periodistas y poetas. Pero sobre todo Vicente Monterroso, su querido y admirado padre, que fue bohemio a imagen y diferencia de los miserables y fracasados decadentistas franceses de fines del siglo XIX; un soñador que fundaba imprentas, revistas y periódicos para fracasar una y otra vez, endeudándose y consumiendo la fortuna de doña Amelia Bonilla, su esposa. De su padre heredó lo soñador, lo sensitivo ante los pobres y débiles, y la tendencia a apoyar “las causas perdidas en materia política”, que es una forma de hacer política, a veces mojándose y otras sin mojarse. Y aunque Monterroso repite que es incapaz de describir “situaciones o entornos, caras o portes de personas”, no por ello en su escritura está ausente lo novelesco.
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Gabriel García Márquez y Augusto Monterroso Coyoacán, Ciudad de México, 1973 |
En Los buscadores de oro hay minucias, de realismo mágico alquímicamente puro, consubstancial, tropical y bicicletero, casi garciamarquino. Por ejemplo, lo que narra sobre las balas que un marido celoso le disparó a su padre. Que se decía que su abuelo el general viajó a Europa, únicamente para que un médico ruso le aplicara “sus famosos métodos rejuvenecedores sexuales a base de transplantes de glándulas de mono.” Que uno de sus tíos fabricó un insecticida casero: “Flytox, y trató de venderlo de casa en casa en una época en que el Flit estadounidense se hallaba en las tiendas de la esquina del mundo entero a un precio equivalente a la cuarta parte del suyo.” Que en el Parque Central de Tegucigalpa, Honduras, había una estatua ecuestre dizque del general Francisco Morazán. Cada 15 de septiembre era venerada por las autoridades y le rendían honores cantándole el himno nacional, pero años después se supo que era una estatua del mariscal Ney (el rubicundo, el valiente entre los valientes), comprada en Francia por un funcionario mentiroso y ratero.
Augusto Monterroso, Los buscadores de oro. Alfaguara Literaturas núm. 105. México, julio de 1993. 128 pp.
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